Joachim Boyer era un joven al que Inger Johanne no sabría muy bien cómo catalogar. Su lenguaje era variado y preciso, con tenues vestigios dialectales que indicaban que se había criado en la zona este. Su ropa era cara y moderna, aunque con algún que otro elemento que revelaba que no estaba tan al día como quería aparentar. La última vez que le vio llevaba calcetines deportivos con calzado marrón y en su muñeca izquierda destacaba un enorme Rolex. Inger Johanne no conocía a mucha gente con dinero. Y los pocos que conocía que podían permitirse relojes de ese precio no se compraban un Rolex.
Le gustaba.
Cuando se vieron en la pastelería pent Bakeri de la calle sen, apenas le estrechó la mano antes de preguntarle qué quería tomar. Con toda naturalidad le ofreció una silla y fue a por un café con leche y una magdalena que ella, por lo demás, no había pedido. Antes de colocarse las gafas de sol, le preguntó si le parecía bien; la luz intensa le molestaba. Estaba cerca de cumplir los treinta y se mantenía en buena forma. A juzgar por los botones, la camisa era de Philipp Plein y le quedaba ceñida en los lugares adecuados. Hacía tres navidades ella le había comprado a Yngvar una camisa de esa marca, y aún seguía en el armario. En su marido hubiera parecido una piel de salchicha embuchada.
En realidad, Joachim Boyer no era guapo. Tenía una nariz demasiado prominente y su mentón era excesivamente pequeño. Pero la sonrisa era amplia y le sorprendían sus modales. Que se levantara cuando ella se disculpó al poco tiempo para ir al baño, era algo propio de otra época. Al menos propio de gente de otra edad.
—Tengo que preguntarte algo —dijo él cuando ella regresó del aseo y después de esperar a que se sentara de nuevo—. ¿Cómo se encargan coronas para féretros? ¿Hay que contactar con la funeraria?
—Seguramente se puede hacer así. Pero creo que todas las floristerías tienen experiencia en ese tipo de cosas.
—¿Sería una equivocación por mi parte encargar una corona? ¿No solo uno de esos ramitos? Quiero decir, no soy parte de la familia y…
Tragó saliva y miró hacia un lado.
—Estoy convencida de que puedes hacerlo —repuso Inger Johanne.
—Nunca he estado en un funeral. Estoy nervioso.
—Puede resultar bastante hermoso —dijo ella—. Un punto final digno, por así decirlo.
—Pero Sander era un niño. No debería tener un punto final.
Su voz adquirió un tono cortante, casi agresivo. Con la mano izquierda sostenía con delicadeza la taza de café, mientras que cerraba la mano derecha formando un puño sobre el muslo.
—Estos días hay muchos funerales como este —dijo Inger Johanne—. Todos son igual de absurdos.
—Estoy de acuerdo. Pero a ellos no los conocía. Conocía a Sander.
Inger Johanne se reclinó en la incómoda silla. Estaban sentados al aire libre. Todavía hacía calor, aunque las nubes ocultaban de vez en cuando el sol. En la calle Hans Nielsen Hauge, los coches circulaban con estrépito y, en ocasiones, les obligaban a hacer una pausa en la conversación.
—Te quiero enseñar algo —dijo ella de repente, y sacó de su bolso el dibujo de Sander—. Quería hablar contigo sobre esto.
Apartó los platos y las tazas a un lado y desplegó con cautela el dibujo delante de Joachim. Como había estado enrollado, se dobló levemente, por lo que puso los vasos de agua sobre cada una de las esquinas. Joachim se quitó poco a poco las gafas de sol y las colocó en la apertura de la camisa.
—Joder —dijo con calma.
Su mano palpó, casi acarició, el dibujo ligeramente.
—Es en tu casa, ¿verdad? —dijo Inger Johanne.
Él asintió con la cabeza.
—Klonken —dijo él, señalando con el dedo.
—¿Cómo?
—El cerdito. El cerdito verde se llama Klonken. Lo compré en España hace bastante tiempo. No sé de dónde sacó Sander ese nombre.
—Klonken —repitió Inger Johanne esbozando una fugaz sonrisa.
—Está increíblemente detallado —dijo Joachim con calma, a la vez que se inclinaba más sobre el dibujo—. ¡Mira el póster con toda esa agua! De niño lo tenía en la pared. Sander lo encontró cuando los dos ayudamos a mi madre a ordenar el trastero del sótano hace un par de años. Sander quiso quedárselo. Le interesaban las ballenas. Las ballenas, los coches, los dinosaurios y un montón de cosas más.
—¿No se lo diste entonces?
—Sí, claro. —Durante un instante Joachim parecía confuso—. Simplemente no quiso llevárselo a su casa. Quería que se quedara en mi casa, sobre la cama. —Su dedo índice rozó el dibujo—. Dibujaba jodidamente bien, pero este es el dibujo más bonito que he visto.
Se produjo una larga pausa. A Inger Johanne no le importó. Joachim no se cansaba de mirar el dibujo de Sander y lo acariciaba constantemente con los dedos. De vez en cuando murmuraba algo inaudible. Cuando al final levantó la mirada de nuevo, volvió a ponerse las gafas de sol enrollando con sumo cuidado el dibujo.
—¿Me lo regalas? —preguntó él—. Me gustaría enmarcarlo.
—Sí —dijo Inger Johanne—. Con dos condiciones.
La miró con un gesto interrogante por encima de las gafas. Ella se ajustó las suyas.
—En primer lugar, debes devolvérmelo si me hiciera falta. En segundo lugar… —le tendió una goma elástica que él ciñó dos veces alrededor del grueso rollo—, me gustaría que me contaras cosas sobre Sander —dijo ella.
—¿A qué te refieres?
—Tú le conocías. Está claro que le querías, y él te quería a ti. ¿Qué le pasaba?
—¿Qué le pasaba…? —Joachim sonrió débilmente y levantó la taza de café con ambas manos. Respiró y titubeó un instante antes de esbozar una amplia sonrisa—. Sander era divertido. Era bondadoso. A veces era el único con el que me apetecía estar. Es un poco raro, está claro. Simplemente se trataba de un niño, y ni siquiera era familiar mío. Pero, ya sabes…
Durante más de veinte minutos, Joachim Boyer habló de su mejor amigo, que era veintiún años menor que él. Al principio, Inger Johanne formuló alguna pregunta que otra, pero el retrato que Joachim dibujó de Sander era tan opuesto a la imagen que ella tenía del niño que, poco a poco, se fue sumiendo en un completo silencio. Allí donde Ellen se quejaba de lo particular que era Sander a la hora de comer, Joachim hablaba de un niño que comía de todo si le dejaban participar en la preparación de la comida. Allí donde Ellen y Jon se lamentaban del patrón de sueño de su hijo desde que nació, Joachim sonreía al recordar que, cuando se acercaban las ocho y media, el niño apenas podía esperar el momento de meterse en la cama de matrimonio con Klonken para leer el tebeo del Pato Donald durante exactamente un cuarto de hora antes de apagar la luz y quedarse frito. Joachim hablaba de un niño que era capaz de concentrarse toda una eternidad para lograr lo que se le había metido en la cabeza, como hacer el salto del ángel en un muelle de Larkollen, donde los padres de Joachim tenían una caravana. Ellen y Jon siempre sonreían disculpándose por la incapacidad de Sander para dedicarse a algo durante más de diez minutos seguidos. A pesar de todo padecía de TDHA.
Eso decían siempre.
—Luego pasó eso…
Joachim se retorció en la silla y siguió con los ojos a un camión que intentaba virar en la calle sen, donde los coches estaban aparcados a ambos lados, tan cerca unos de otros que apenas había sitio para un turismo. El café se había enfriado. Joachim comenzó a removerlo en vano.
—¿El qué? —preguntó Inger Johanne.
Él titubeó y dejó la cuchara un momento antes de volver a cogerla para dar unos débiles golpecitos contra la mesa.
—El dibujo —dijo señalando con la cabeza el rollo sujeto por una goma de pelo azul—. No hace falta ser psicólogo para que a uno le llame la atención ese marco.
—No.
—Tú eres psicóloga, ¿verdad? Busqué información en Google sobre ti antes de quedar.
—Sí. Entre otras cosas.
—¿Qué dices?
—Pues que también soy criminóloga y…
—No. Me refiero a qué dices del marco.
—No importa mucho —respondió Inger Johanne—. Prefiero saber tu opinión.
Una nube ocultó el sol. Ella creyó percibir unas gotitas de lluvia. Sin embargo, no apartó la mirada del chico. Las gafas de sol impedían que le viera los ojos, pero sabía que él veía los suyos.
—«Jamás» en la vida pensé que algo pudiera ir mal en casa de Sander. No hasta este momento.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
Se movió inquieto, sentado en la silla. Dos veinteañeras tomaron asiento en la mesa de al lado, titubeando un poco mientras miraban el cielo. Los ojos de Joachim las recorrieran antes de mirarla de nuevo:
—¿Por qué querías verme, en realidad?
—Ante todo para mostrarte el dibujo y conocer tu opinión sobre él. Después para intentar hacerme una imagen más detallada de Sander.
—Pero ¿por qué? Tú no trabajas para la policía.
Inger Johanne se inclinó un poco hacia él. Las palmas de sus manos reposaban sobre la mesa.
—¿Cuándo has buscado información sobre mí en Google?
—¿Cómo?
El chico se colocó bien las gafas acercándoselas a la cara. Inger Johanne miró su propio reflejo en ellas y repitió con una sonrisa:
—Me acabas de decir que me has buscado en Google. ¿Cuándo lo hiciste?
—Yo… Yo no recuerdo muy bien. ¿Por qué?
—La semana pasada, ¿verdad?
Joachim removía repetidas veces aquel imbebible café.
—Quizá. No lo recuerdo. ¿Tiene alguna importancia?
—Te he llamado hace más o menos tres horas. En ese momento estabas en el despacho, y no hemos hablado desde el 22 de julio, cuando nos vimos en casa de Ellen y Jon. Nos encontramos aquí hace algo más de media hora. No tengo ningún problema con que se busque información en Google sobre alguien con quien uno va a encontrarse y no conoce. Yo hago lo mismo a menudo. Resulta llamativo que, si lo has hecho hoy, no lo recuerdes.
Joachim no contestó.
Bajo su piel bronceada por el sol se extendió un débil sonrojo que intentó ocultar levantando la taza para beber. La dejó otra vez en su sitio haciendo una mueca y comenzó a rascarse una barba que no tenía.
—Fuiste tú quien me mandó aquel SMS —dijo Inger Johanne con tranquilidad—. El viernes. El que decía que debería investigar con más detalle la muerte de Sander. No has buscado en Google información alguna sobre mí antes de que nos viéramos, es decir, hoy. Lo hiciste la semana pasada, probablemente porque sabías que había estado involucrada en asuntos de la policía criminal. Me buscaste en Google antes de enviarme aquel mensaje, ¿no?
Él no contestó. No asintió con la cabeza. Permaneció completamente quieto.
—Venga, Joachim. —Le miró por encima de las gafas con una sonrisa abatida—. No entiendo por qué habría que mantener eso en secreto. No comprendo por qué tuviste que mandarme aquel SMS. ¿No podías ponerte en contacto conmigo y ya está?
Se pasó un instante la lengua por los dientes antes de levantar por fin la mirada.
—Parecía muy… desleal.
—¿Desleal? ¿Con quién? ¿Con Jon? ¡Le debes lealtad a Sander! ¿Y sería menos desleal esconderse mandando un estúpido SMS? Sinceramente…
Las dos rubias, ambas vestidas con unos tops mínimos, minifaldas vaqueras y unos zapatos con los que Inger Johanne no sería capaz de caminar ni diez metros, habían comenzado a mostrar interés en la conversación. Inger Johanne bajó la voz:
—Supones que tengo ciertas habilidades como investigadora. Totalmente correcto. He ayudado a la policía en tantos casos que no es raro recibir los mensajes más insólitos, tanto por correo electrónico como por SMS. Es más, incluso por correo normal. Con los años he aprendido a pasar de ellos. Los borro. Me importan una mierda. También lo hice con el tuyo. Pero ¿cuánto tiempo crees que me llevaría averiguar quién lo había mandado? Me refiero a si lo intentase realmente.
Él ya no podía ocultar su sonrojo. Sus gafas se empañaron y se retorció para dar la espalda a las chicas.
—No mucho tiempo —murmuró él.
—No, te lo puedo asegurar. ¿Tienes coche?
Joachim la miró desconcertado.
—Sí…
—Me refiero a si has venido con él. ¿Conduces?
—Sí. Está aquí al lado.
—Vámonos —dijo ella levantándose—. Llévame a casa, por favor. Podemos hablar por el camino. Hay menos público en el interior de un coche. —Miró de soslayo a las veinteañeras, ambas iguales, como dos gotas de agua—. Gracias por el café y la magdalena —añadió—. Acuérdate del dibujo.
Tras esquivar sillas y mesas, cruzaron la calle sen en diagonal y atravesaron la amplia acera de la calle Nordkapp.
—¡Caramba! —dijo ella deteniéndose cuando un BMW descapotable emitió un breve gruñido y parpadeó un instante con todas sus luces—. Vaya, ¡qué… bonito!
Inger Johanne no sabía nada de coches. Normalmente los distinguía por el color y el tamaño. Le gustaba su Volvo porque siempre funcionaba, mientras que el Golf le disgustaba porque rara vez lo hacía. Sin embargo, incluso ella podía ver que aquel automóvil era algo fuera de lo común. Joachim miró de reojo al cielo, le abrió la puerta y se sentó en el lado del conductor. Debió de apretar algún botón, puesto que el techo se levantó con un tenue silbido y desapareció.
—¿Dónde vives?
—En la calle Hauge, en Tåsen. Puedes subir por Nydalen.
Inger Johanne ya se había arrepentido. Se sentía extraña en aquel vehículo tipo salón, con profundos asientos de piel y olor a caro. Joachim, en cambio, había recobrado su antiguo yo. Con una sonrisa de autosuficiencia logró salir del estrecho espacio en el que había aparcado.
—¿Por qué mandaste aquel SMS? —preguntó Inger Johanne de nuevo.
—No lo sé muy bien —contestó él con soltura—. Tan solo me sentía un poco intranquilo. Fue una tontería.
Abandonar la mesa de la cafetería había sido un error. Ya no tenían contacto visual. El frágil nexo de confianza se había roto. Probablemente, aquellas dos chicas de largas piernas estaban más interesadas en Joachim que en su tema de conversación. Al cabo de unos minutos, el coche se detendría delante del dúplex de la calle Hauge y la conversación habría concluido.
—Dijiste que jamás sospechaste que algo no iba bien en la calle Glad —probó ella, no obstante—. Al menos no hasta ahora. ¿Por qué?
—Nunca tuve motivos para ello. Seguramente tampoco los tengo ahora.
Se dio cuenta de que ya le había perdido cuando se detuvieron delante de un semáforo en rojo en el cruce que hay junto al edificio Nordpolen.
—Por supuesto, puedes continuar con todo este rollo —dijo Inger Johanne—. Pero estás cometiendo un error. Un error increíblemente estúpido.
El semáforo se puso en verde, pero él se la quedó mirando asombrado tanto rato que el coche que iba detrás empezó a pitar. Joachim puso el auto en marcha, pero fue torpe con el embrague y ahogó el motor.
—¡Coño! —susurró intentando arrancar de nuevo.
El coche dio un salto hacia delante antes de volver a detenerse. Ya estaban en medio del cruce y los automóviles que estaban a su alrededor comenzaron a pitar.
—¡Un coche totalmente nuevo, por lo que veo! —Inger Johanne sonrió y añadió—: En el fondo no te pega este tipo de conducción. ¿Estás más acostumbrado a usar el cambio automático?
—No —gruñó él con los dientes apretados hasta que, al final, consiguió volver a arrancar el motor—. Solo hay algo…
Los neumáticos rechinaron contra el asfalto cuando aceleraron para cruzar el semáforo. En la lenta curva de la calle Sandaker, Inger Johanne se apretujó contra Joachim. Debía de ir a una velocidad cercana a los ochenta kilómetros por hora cuando, de pronto, pisó el freno y continuó a una velocidad más legal.
—¿Qué quieres decir con un error estúpido? —preguntó él.
—Olvidas por qué me enviaste el SMS. Mi experiencia como algo parecido a una… investigadora no es insignificante. Además, en Internet hay unos cuantos artículos donde se insinúa de sobra que tengo antecedentes en el FBI. Obviamente los habrás leído. Hasta cierto punto se corresponden con la realidad. En varios artículos noruegos se habla de mí como profiler, o sea, una suerte de criminóloga. Es una denominación ridícula e imprecisa, pero también hay algo de verdad en esos artículos.
Ella sonrió. Sabía que él, a pesar de que miraba atentamente a la carretera, la observaba de reojo. En la rotonda situada cerca de la escuela de negocios estuvo a pocos centímetros de chocar con el autobús de la línea 30.
—En otras palabras, tengo cierta habilidad para interpretar el comportamiento de la gente —dijo ella—. Y en este preciso momento estoy interpretando el tuyo.
No dijo nada. Sin embargo, Inger Johanne advirtió que esperaba que continuara hablando.
—Hecho número uno —dijo enumerando con los dedos—: Deseabas que yo examinara las circunstancias que rodearon la muerte de Sander, pero no querías que se supiera que la iniciativa fue tuya. Hecho número dos: no tenías nada en contra de que se invirtiera la relación, o sea, que yo te implicara en mis investigaciones. Al contrario, cuando te llamé esta mañana insististe en vernos hoy mismo. Hecho número tres…, al menos de momento me sirve como fundamento para considerarlo un hecho: querías a Sander y sabías cómo tratarle.
Junto al puente que cruzaba el río Aker, en la calle Kristoffer Aamodt, un camión de la basura había tenido una avería en el motor y bloqueaba el carril en dirección oeste. El tráfico en sentido contrario avanzaba como una corriente regular. Se quedaron atascados.
—Hecho número cuatro —prosiguió Inger Johanne apuntando con el dedo meñique de la mano izquierda hacia el dedo índice de la mano derecha—: Estuviste a punto de contarme algo preocupante acerca de la vida de Sander, pero, de repente, cambiaste de idea. Te entró miedo y te volviste una persona desconfiada y angustiada.
—¡Hostia puta! —exclamó Joachim, apretando el claxon, enfadado.
El tráfico que circulaba en sentido contrario todavía era demasiado denso para permitirles adelantar al camión de basura. El conductor estaba de pie fumando a tan solo unos metros del BMW negro de Joachim y meneaba la cabeza por la impaciencia de este. Gritó algo que Inger Johanne no pudo entender.
—No tengo muchos más datos —dijo ella—. Pero ¿quieres que te cuente cómo los interpreto?
Joachim bajó la ventanilla y sacó la cabeza del coche todo lo que pudo. Giró repentinamente el volante sin contestar y apretó el acelerador a fondo. El basurero se echó hacia atrás cuando el BMW salió disparado adelantando al camión de la basura. Logró incorporarse a su propio carril unos segundos antes de chocar frontalmente contra una furgoneta del supermercado Rema 1000.
—Indecisión —dijo Inger Johanne al aire, como si nada hubiera pasado—. Cuando uno se siente tan dividido como tú, se debe, sin duda, a que adviertes que tienes algo que ganar y algo que perder, independientemente de la decisión que tomes. Quieres que investigue las circunstancias que rodearon la muerte de Sander, pero no quieres que sea iniciativa tuya. Deseas hacerme partícipe de las sospechas que te han surgido tras la muerte de Sander, pero no te atreves, pues, después de todo…, tú mismo tienes algo que ocultar. En realidad quieres mantenerte lo más alejado posible. Alejado de todo.
Se aproximaron a la calle Maridal. Por fortuna, el tráfico también era denso allí y llegaron muy despacio a la rotonda.
—No sabes nada de eso —dijo Joachim, tranquilo.
Inger Johanne observó que los nudillos se le pusieron blancos al sujetar el volante.
—Pues sí. Algo sé, y acabo de demostrarlo. Pero no, no sé lo suficiente. Por eso estaría bien que me ayudaras.
Él no contestó y ella no dijo nada más. Sin embargo, se reclinó en el asiento y examinó su rostro desde atrás, sin que él la viera. Los músculos de la cara palpitaban bajo su piel afeitada y, a través del silbido del viento y del intenso rumor del motor, pudo oír cómo le rechinaban los dientes. Sus ojos se veían entornados tras las gafas mientras mordisqueaba nerviosamente un pellejo del labio inferior.
Joachim Boyer estaba asustado.
Cuando se detuvo delante de la verja, Inger Johanne se quedó sentada en el coche. Él no dijo nada ni tampoco hizo ademán de abrirle la puerta, tal como requería su anticuada cortesía. Escuchó los roncos ladridos de Jack provenientes de la casa; el animal siempre advertía su llegada, incluso cuando eran otros quienes la traían a casa.
—Todos tenemos nuestros secretos —dijo ella con tranquilidad—. Todos nos hemos equivocado. Eso es lo que hace tan complicada la investigación, Joachim. En el fondo, a todos no preocupa la posibilidad de vernos involucrados. Son muy pocas las vidas que soportan los focos.
—Yo nunca le puse la mano encima a Sander.
Seguía sin mirarla. No apagaba el motor. Sus manos seguían agarradas desesperadamente al volante enfundado en cuero.
—Te creo —repuso ella—. Pero has cometido otro error, ¿no?
Ella no esperaba que respondiera y, de hecho, él no lo hizo. Jack no callaba dentro de la casa. Un perro callejero que venía alborotado desde la calle Blåsbortveien le contestó con un par de ladridos estridentes antes de levantar la pata trasera, mear en un poste de la valla y proseguir su camino.
—Por eso intentaste llamar mi atención y no acudiste a la policía. Quieres justicia para Sander, pero no quieres que esa misma justicia te alcance… por lo que hayas hecho. De todos modos, si no tiene que ver con el crío, no tienes por qué preocuparte en lo que a mí respecta.
—Sander sufría demasiadas lesiones —soltó Joachim por fin, respirando lentamente, con las mejillas infladas—. Raras veces se producían en mi casa; por otro lado, el chaval le quitaba importancia a muchas de ellas.
Soltó el volante, puso el freno de mano y apagó el motor.
—Continúa —dijo Inger Johanne desabrochándose el cinturón de seguridad.
Helga Mohr no había visitado antes los nuevos locales de Westberg y Mohr S.A. En circunstancias normales se hubiera alegrado de ir. El tamaño, la decoración y, sobre todo, la situación indicaban el enorme éxito profesional que había cosechado su único hijo en aquel nuevo barrio surgido del mar, en una zona que, en su tierna juventud, se llamaba Tyveholmen y que no era más que un montón de estridentes y gigantescos almacenes. Ella habría admirado los muebles daneses del despacho de Jon y habría acariciado la sedosa piel de ternera del tresillo donde estaba sentada con una taza de té. En otras circunstancias, Helga Mohr se hubiera entretenido con las vistas y las soluciones técnicas que hacían posible transformar el cristal claro en ahumado pulsando una tecla.
Sin embargo, en aquella ocasión apenas prestaba atención a nada.
Ni siquiera se había quitado la capa Burberry. Tenía calor. La taza de té seguía intacta, con la bolsa todavía en su interior. Pronto se llenaría de tanino y se volvería imbebible. Jugueteó con su anillo de casada; durante la última semana lo sentía bastante más suelto en el dedo.
—¿No puedes hablar con ella tú mismo? —dijo por tercera vez.
—No —repitió él, desalentado—. No quiero que Inger Johanne se involucre en este asunto para nada. ¿Lo entiendes, madre? De verdad, tienes que dejarlo ya.
Se levantó y empezó a dar vueltas por el despacho.
—El viernes es el funeral. Tenemos que pasar por ello. Después todo habrá acabado. Tenemos que seguir adelante, madre. Ojalá ya fuera viernes.
—Eso es exactamente lo que quiero: seguir —respondió ella en un tono más cortante del que pretendía—. Pero para seguir adelante dependemos de que la policía no se entrometa en nuestras vidas como ha hecho aquel repugnante policía niñato. Ya sabes lo que solía decir tu padre: no se trata de ser culpable o inocente, bueno o malo. Es cuestión de lo que decida la policía. No hay nada tan peligroso como un…
—¡Déjalo!
Jon se llevó las manos a la cabeza; hizo un gesto, como si, de repente, le doliera. Tenía muy mal aspecto. Ella pensó que, en realidad, era muy guapo; con aquella estructura ósea tan fina y juvenil, sin parecer enclenque, simplemente sano y esbelto. En ese momento tenía un aspecto demacrado, igual que Ellen. Se preguntó si los dos habrían dejado de comer. Sin embargo, lo peor fue ver sus ojos las pocas veces que fue capaz de vislumbrarlos. Siempre habían sido lo más bonito que tenía. Eran grandes y de un azul profundo rodeado de unas pestañas largas y negras. Ahora estaban a punto de desaparecer en el interior de su cráneo. Los pómulos parecían haberse elevado más que antes formando unas sombras oscuras, como si fueran cavidades emplazadas a cada lado de su alargado y extenuado rostro.
—Más vale prevenir que curar —dijo ella tras una pausa lo suficientemente prolongada como para que él volviera a sentarse—. Anticiparse a la policía, por así decirlo. Inger Johanne tiene larga experiencia en esas cosas y casi seguro que te hará más caso que a mí. Tesoro, sois viejos amigos y ella no se negará si se lo pides por favor. Un caso como este puede descontrolarse completamente. No recuerdas lo que le pasó a tu padre, eras demasiado joven, pero te aseguro…
Jon juntó las manos detrás del cuello y reclinó la cabeza.
—Madre… ¡Madre!
Se incorporó de repente, inclinándose hacia delante, con un codo en cada rodilla.
—¡Esto no es ningún caso, madre! Sander murió en un accidente. Le han practicado la autopsia, nos lo han devuelto, el viernes se celebra el sepelio. No hemos sabido nada de la policía desde el 23 de julio, y bien sabe Dios que tienen otros asuntos que atender, ¡joder!
Aquel arrebato de furia sumió la habitación en el silencio. Su madre permaneció completamente quieta, a excepción de los dedos de su mano izquierda, que hacían girar sin parar el anillo de casada de la mano derecha. Jon enrolló la bolsita del té alrededor de una cucharilla, apretujó el líquido de color casi negro y depositó la cucharilla y la bolsita en una bandeja de cristal colocada en el centro de la mesa. Hasta ese momento no se había percatado del gran esparadrapo de color carne que llevaba enrollado en el extremo de su mano. Parecía sucio y tuvo que controlarse para no hacer ningún comentario al respecto.
—En este asunto lo mejor es estarse quieto —dijo al fin—. La vida ya es suficientemente complicada de por sí. Déjalo estar, madre. Déjalo estar todo.
Su voz sonaba muy ronca. Muy desdichada. Lo que ella más deseaba era levantarse y dirigirse hacia él. Rodear con una mano su cuello desnudo…, aquel cuello alargado y fibroso que sus manos conocían tan bien. Quería abrazar su cabeza y susurrar aquellas ridículas palabras que empleaba para tranquilizarle cuando era niño. No deseaba más que ayudar a Jon, asegurarle que todo iría bien. Quería tranquilizarle con sus cálidas manos, para asegurarle que todo se arreglaría, del mismo modo que se lo había arreglado todo hasta que cumplió los dieciséis años, cuando, como ocurre con la mayoría de los chavales, ya no pudo hablar con él. Más tarde tuvo que hacerlo en silencio.
Jon no sabía que ella lo sabía. Era obvio.
Estaba convencida de que él no la había visto en la terraza la tarde del 22 de julio cuando, tras marcharse por la puerta principal, cayó en que había olvidado su libro en el salón, una novela de la que solo le quedaban por leer veinte páginas y que quería terminar esa misma noche.
Cuando advirtió su descuido, ya estaba a la altura del coche, que tenía aparcado en la calle Glad. Regresó pasando por delante del aparcamiento, descendió por la amplia escalera de pizarra y vio que era más fácil bajar por las escaleras exteriores de la terraza, donde ella misma, hacía solo diez minutos, había dejado abierta la puerta que llevaba al salón.
Él no la había visto allí.
No sería capaz de ocultar que la había visto. Jon no. Las hijas tenían mayor habilidad para esconderse de su madre, siempre la habían tenido, pero Jon era cristalino para ella desde el mismo día en que nació. Como bebé apenas lloraba. Helga comprendía qué era lo que necesitaba antes de que él mismo lo supiera. Jon había sido su más profunda alegría. Fue el triunfo de Wilhelm y el mayor orgullo de sus hermanas. Para Helga Mohr, su hijo representaba la prolongación de todo lo que ella era y sentía.
Siempre había sido así, y aunque había transcurrido una eternidad desde que ella fuera para él la persona más importante del mundo, en la vida de Helga Mohr no había nada más valioso que Jon. Estaba convencida de que él no la había visto. No se enteró de que estaba por allí ni siquiera cuando se tambaleó hacia atrás, se golpeó la pierna contra una silla de la terraza y estuvo a punto de caerse rodando por las escaleras.
Ella lo habría notado.
Cuando en 1950, Helga Axelsen, su apellido de soltera, se casó, a los veintidós años, sus padres se mostraron profundamente escépticos. Wilhelm era lo bastante bueno; aquel hombre seis años mayor que ella no carecía de dinero, iniciativa, ni buena educación. Era una cuestión de política. Mientras el padre de Helga se refugió con toda su familia en Suecia en 1941 y permaneció allí hasta el final de la guerra, el viejo Trygve Mohr se desenvolvió con gran habilidad en la Noruega ocupada. Nunca se declaró nazi ni se afilió al partido fascista noruego, pero los relatos que se perfilaron en los años siguientes sobre las fastuosas fiestas en el domicilio de la calle Dagali, en una época en que la gente vivía en la escasez, no eran solo rumores sueltos. Con la llegada de la paz en la primavera de 1945, la fortuna incrementada de los Mohr fue la prueba que seguramente podría haberle condenado. Sin embargo, de modo inexplicable para la mayoría, logró escabullirse. Al menos del proceso penal. Cuatro años más tarde, un día de verano en que aquel chico llamó a la puerta de los Axelsen para pedir la mano de su hija mayor, los rumores que circulaban por el pueblo todavía no habían perdonado al barón de las barracas. Pero Wilhelm tenía encanto. Era independiente y constante, y había hecho carrera en una rama diferente a la de su padre. La naviera Wilhelm Mohr Transocean ya poseía un considerable peso específico, y si Wilhelm había heredado algún rasgo de su burdo padre era una capacidad casi innata para salir adelante. La industria naviera noruega experimentaba un periodo de tremenda expansión, y Wilhelm Mohr estaba metido en todo y por todas partes. Los padres de Helga se fueron ablandando poco a poco y un año después se celebró la boda. Por aquel entonces, Trygve Mohr había fallecido, a los cincuenta y nueve años, y la considerable reserva de dinero de Wilhelm se había convertido en una pequeña fortuna.
El papel de Helga durante toda su vida fue el de salvaguardia.
Cuidaba a los niños y arreglaba la casa. Se encargaba de la ropa y de la imagen de su marido. Disponían de ayuda, tanto en casa como en el jardín, pero en aquel pequeño feudo era Helga quien reinaba. Organizaba la vida social y las cenas familiares, se procuraba los contactos adecuados y hacía de todo por su marido. Oriunda del estrecho y pequeño círculo que durante unas pocas décadas del siglo XX pudo denominarse jet set noruega, sabía lo que hacía, y lo hacía a la perfección.
Helga se limitaba a salvaguardar los valores de la familia, y el más importante de todos ellos era la buena reputación de la familia Mohr. A través de sus aportaciones a la sociedad y los contactos que tenía incluso dentro de la Casa Real, Wilhelm había logrado limpiar el manchado nombre de su padre. Aquello era muy importante para él. En realidad, lo más importante de todo. También para ella. Y lo mismo cuando desapareció la mayor parte de la fortuna. La guerra de Yom Kipur, en el otoño de 1979, fue considerada por Wilhelm y por la mayoría de los armadores una oportunidad fabulosa. Wilhelm Mohr Transocean realizó amplias inversiones en barcos de carga a granel para responder a la esperada demanda de transporte de petróleo. Poco tiempo después, cuando comenzaron a bajar las elevadísimas tarifas de transporte, los buques se convirtieron en enormes anclas flotantes para la economía de la compañía. Más o menos al mismo tiempo, las autoridades consideraron que Wilhelm había eludido el pago de impuestos en casi la misma medida que los aún más célebres armadores Reksten y Jahre. Dirigir el negocio en tiempos difíciles, con los inspectores pisándole los talones, resultó una tarea imposible. Tres años más tarde la quiebra fue un hecho.
Sin embargo, Helga Mohr seguía manteniendo la cabeza bien alta y la espalda erguida. Ellos siguieron organizando fiestas y conservaron la casa, aunque redujeron el servicio a una asistenta que iba cada dos jueves. Las autoridades estaban en lo cierto respecto a sus sospechas sobre una evasión de capitales al extranjero, pero no pudieron acabar de probarlo, cosa que impidió la total ruina de la familia.
Helga Mohr nunca quedó en evidencia.
Cuando enviudó, en 1978, las autoridades la dejaron por fin tranquila. Sus hijas ya eran casi adultas, y Jon y su madre se quedaron viviendo en la enorme, y con el tiempo muy torcida por el viento, casa de Smestad. Cada vez se hacía más difícil traer a casa el capital escondido en el extranjero. Aun así se pudo mantener la fachada…, hasta ese momento, en que volvió a quedar amenazada. Pero Helga Mohr no tenía intención de jubilarse de su papel de salvaguardia familiar tras sesenta y un años. Aún podría vivir mucho tiempo más, gozaba de buena salud y no tenía más molestias que un leve reumatismo y un ojo malo. Sería una traición a su propia vida dejarse salpicar por lo ocurrido. Sander había muerto, cosa que la apenaba sinceramente. Sin embargo, nada iba a hacer que volviera. Tenía tan claro como siempre cuáles eran sus obligaciones.
En aquel preciso instante, la más importante de todas ellas se hallaba sentada, como un cadáver, en una silla al otro extremo de la mesa de cristal. A pesar de que tan solo hacía tres semanas que habían regresado de Italia, la piel bajo aquella barba de varios días parecía extremadamente blanca. Tenía los ojos cerrados y la boca medio abierta.
—Jon —dijo ella en voz baja pero firme—. Ahora debes escucharme. Tengo un plan.
—No —murmuró él—. No quiero.
Durante un breve instante, en el que tuvo una idea que rechazó de inmediato, Helga consideró contarle lo que sabía.
—Jon —dijo otra vez, al tiempo que enderezaba la espalda.
Humedeció los labios y advirtió que, por lo menos, su hijo había abierto los ojos. Su estridente voz había despertado en él un reflejo íntimo, un viso de obediencia; se incorporó en la silla atusándose el pelo con los dedos antes de carraspear, tragar saliva y mirarla fijamente a los ojos.
—¿Sí?
—Se puede vivir con vergüenza —dijo ella—, mientras sea la tuya propia. Todos pueden soportar sus vergüenzas, si tienen la dignidad y la fortaleza que ello requiere. Hay cosas peores. Mucho peores. Y en esta familia las hemos evitado desde el día en que nací.
Su boca se alargó formando una sonrisa burlona, una mueca dolorida que se desvaneció en cuanto cubrió su rostro con las manos.
—¿Cosas peores? —dijo él, apagado—. ¿Qué puede ser peor que esto?
—La prisión —contestó ella, cortante—. Y ahora vas a escucharme.
Henrik había llegado a conocer Oslo muy bien durante sus años en la academia de policía. Sus amigos vivían en habitaciones de alquiler y pisos compartidos repartidos por toda la ciudad. Los más afortunados residían en Majorstua, a poca distancia a pie de la escuela. Pero ninguno vivía en Tåsen, pensó al apearse del autobús en la calle Maridalsveien sin saber muy bien qué dirección tomar.
El día en que recibió su primer uniforme de policía fue de los más inolvidables de su vida. Las mangas resultaban bastante largas, y la camisa y la chaqueta le quedaban demasiado holgadas por el cuello. Por otra parte, fue imposible encontrarle un pantalón lo suficientemente largo y que, al mismo tiempo, se le ajustara bien a la cintura. No obstante, la sensación de desempeñar aquel nuevo e importante papel era apabullante. Le sobrevino una excitación casi sexual cuando desempaquetó el traje y se lo puso poco a poco en la habitación para chicas que tenía en casa de su tía abuela.
Cuando logró introducir los pies en un par de zapatos negros y lustrosos, y arreglarse el cuello delante de un gran espejo que había arrastrado a su cuarto desde el pasillo, por fin se sintió un adulto. Ese era él. Ese era, al fin y al cabo, el hombre en quien se había convertido. Hacía dos semanas que se había podido quitar las charreteras de estudiante. En el momento de colocarse las nuevas, decoradas con una solitaria estrella dorada, comenzó su verdadero viaje en esta vida. El uniforme era un orgullo para él.
Ahora llevaba vaqueros, un jersey de algodón de rayas y unas zapatillas de deporte. Tras cruzar la calle, titubeante, y empezar a buscar la alameda de Nygaard, que había localizado en el mapa, intentó convencerse a sí mismo de que seguía siendo exactamente la misma persona que antes. La única diferencia era que en ese momento tenía el día libre. Sin embargo, estaba realizando una especie de encargo. Recordó el consejo de un viejo profesor de la academia: «Como policía noruego que eres, siempre serás un policía. Cualquiera que sea tu proceder, compórtate como si siempre llevaras el uniforme».
Los demás estudiantes intentaron reprimir la risa. Henrik se aprendió de memoria aquella frase. Ahora se susurraba aquellas palabras, una y otra vez, hasta que llegó a la calle Hauge y se dirigió a la casa que tenía el número que buscaba.
Inger Johanne Vik se había llevado una gran sorpresa cuando él la llamó hacía ya una media hora. No obstante, sorprendentemente, le escuchó. Él se había armado de valor, por si lo rechazaba. En rigor no parecía muy inteligente que un policía concertara una cita con una especie de testigo de un caso del que ya no le estaba permitido ocuparse.
Aquello en concreto había sido poco delicado. Antes había intentado varias veces maquillar la historia, hacerla más digerible para una persona que estaba casada con un policía experimentado y que, seguramente, se quedaría perpleja por el hecho de que él se pusiera en contacto con ella estando fuera de servicio. Al final tiró la toalla y, dado que era un pésimo embustero, decidió contar la verdad. No tenía nada que perder. Inger Johanne le dejó que contara toda la historia con tranquilidad: habló de la conversación con Elin Foss, de los mensajes al director, del encuentro con la maestra de escuela de Sander en Grorud y, finalmente, de las estrictas órdenes para que se mantuviera muy alejado de todo.
Incluso al final, cuando Inger Johanne le preguntó, tras casi media hora de conversación telefónica, por qué se había puesto en contacto precisamente con ella, él decidió ceñirse a la verdad. La había reconocido en la calle Glad el 22 de julio. En su cuarto guardaba ocho carpetas con recortes de prensa relacionados con importantes casos criminales de los últimos quince años. Había empezado a coleccionarlos a los once años, primero en papel y más tarde como archivos en el ordenador.
Por eso.
Inger Johanne no se rio de él. Se limitó a pedirle si podían verse.
En ese momento se encontraba al final de una pequeña escalera de hormigón pulsando el timbre con el dedo. Procedentes del interior, se oían unos pasos ligeros bajando por la escalera. Se abrió la puerta.
—Hola —saludó Inger Johanne—. ¡Qué pronto has llegado! Pasa.
El policía no parecía tan joven vestido de calle. La ropa de paisano le quedaba bastante mejor que el uniforme. Se había untado algo en el pelo para ponérselo de punta, para simular un peinado de estilo militar. Le quedaba bien. Él sonrió con prudencia y saludó con amabilidad antes de meterse una mano en el bolsillo y seguirla escaleras arriba hasta el salón. Todavía llevaba la pequeña mochila roja al hombro.
—El chucho es muy bueno —dijo ella para tranquilizarle cuando Jack se acercó con parsimonia hacia el invitado para olfatearlo.
El joven permaneció en posición de firmes durante la inspección, sin hacer amago de agacharse para dejar que Jack le oliera las manos.
—¡Al dormitorio! —le ordenó Inger Johanne.
El perro, contento, desapareció del comedor.
—Te agradezco de verdad que hayas tenido a bien recibirme —dijo él sentándose en el sofá que ella le indicó—. Estoy realmente… muy…, verdaderamente desesperado. Es como si todas las puertas se estuviesen cerrando a mí alrededor, a la vez que estoy cada vez más convencido de que… —Tragó saliva y se tocó la nariz antes de coger la taza de té sin llegar a levantarla. Volvió a tocarse la nariz, tragar saliva y acariciar la taza de té—. El tipo que se ha hecho cargo del caso está muy ocupado con todo «ese asunto»; cuando todo se calme, dentro de una eternidad o así, el tipo seguramente se irá de vacaciones. Sé que ya no es de mi incumbencia, pero lamento mucho que Sander no tenga… —al fin levantó la taza para acercársela a la boca, pero, de pronto, volvió a colocarla en la mesa con tanto ímpetu que su contenido se derramó— justicia —añadió con aspereza.
—Has hecho lo correcto —dijo Inger Johanne con tranquilidad mientras seguía sus movimientos con la mirada—. Me alegra que hayas venido.
Una vez más, la mano derecha volvió a realizar su trayecto habitual entre la nariz y la taza.
—¿Prefieres agua? —preguntó ella.
—Sí, por favor. No sé muy bien por dónde empezar.
—Me hablaste de la profesora de Sander —le animó mientras iba a buscar un vaso de agua—. Haldis Grande, ¿no es así? Tengo que elogiarte por la deducción que sacaste en relación con el tiempo que Sander pasaba en el colegio. Me refiero a que pocas veces se lesionara allí, aunque llegara frecuentemente con fracturas en el brazo y cardenales. Bien observado. Bien pensado.
Le sonrió al entregarle el vaso. A él le temblaba la mano un poco y dejó el vaso antes de acariciarse de nuevo la nariz con un gesto fugaz. Tocó la taza de té antes de llevarse el vaso de agua a la boca y beber por fin.
Inger Johanne sintió una punzada de mala conciencia. El chico estaba a punto de infringir toda una serie de reglas, pensó cuando volvió a sentarse. Era probable que Henrik Holme creyera que se estaba aprovechando de ella. Sin embargo, lo cierto es que era ella quien le estaba utilizando a él de un modo bastante burdo. Justo aquella mañana que se sentía totalmente bloqueada sin tener ni idea de cómo proseguir para encontrar la verdad sobre la muerte de Sander, va y la llama aquel policía novato poniéndole en bandeja de oro un aluvión de datos. Algunos los habría obtenido con el tiempo. Otros, como lo que había dicho sobre el historial clínico de Volvat, estaban bastante fuera de su alcance. Incluso había mencionado la posibilidad de que se abriera una investigación contra Jon Mohr por un caso de tráfico de influencias, aunque eso estaba más bien en el aire. Aquel joven policía no había guardado ni un solo secreto. Yngvar estaría furioso. Tove Byfjord también se enfadaría muchísimo.
Pero ninguno de ellos estaba allí.
—También mencionaste a Elin Foss —prosiguió ella cuando parecía que Henrik no lograba arrancar—. En mi opinión fue lo más asombroso. Que ella fuera a…
—¿Sabes cuántos niños son objeto de maltrato por parte de sus padres en Noruega? —la interrumpió él. Inger Johanne, sorprendida, levantó las cejas—. Y estoy hablando de violencia, no de otro tipo de abusos o de pura negligencia.
—No.
—¡Yo tampoco! Nadie parece saberlo. He buscado respuestas por todas partes. Seguramente habré empleado más de diez horas buscando en Internet. Contacté con el defensor del menor. Nadie lo sabe con certeza. Algunas fuentes dicen que se dan más de veinte mil casos. Algunas cifras son más elevadas; otras son más bajas.
—Es un tema complejo —asintió Inger Johanne—. Imagino que hay una importante cantidad de cifras negras, y es muy difícil recopilar datos.
—¿Sabes cuántos padres son condenados por haber ejercido violencia contra sus hijos?
—Muy pocos.
—Un puñado cada año. Tal vez ni siquiera tantos. —Alargó la mano hacia el vaso sin que aquella vez se la pasara por la nariz. Ya no temblaba—. Quizás esa sea la razón por la que me indigna especialmente que el director del colegio de Sander dejara que se pudrieran en un cajón aquellos dos avisos en los que Elin Foss manifestaba su preocupación.
—En realidad, no sabes seguro que actuase de ese modo. Pudo haber iniciado una investigación por su cuenta sin que Elin Foss lo supiera.
—No. El procedimiento habitual para ese tipo de avisos establece que hay que convocar a la persona que da el aviso para hablar más detenidamente con ella…, al menos cuando la persona en cuestión trabaja en el mismo colegio. Lo he comprobado.
—De acuerdo —dijo Inger Johanne con escepticismo—. Pero los procedimientos se incumplen cada dos por tres. Puede haber buenas razones para ello.
—¡Piénsalo bien! —exclamó él con una de esas sonrisas que le hacían parecer más seguro de sí mismo—. Haldis Grande se habría enterado si el colegio hubiera empezado a investigar las circunstancias que rodeaban a Sander. Fue su tutora durante tres años. No tenía ni idea. Más bien al contrario. Como te dije por teléfono, la posibilidad de que Sander estuviera expuesto a cualquier peligro era totalmente inconcebible para ella.
—Buen argumento. Por supuesto, se habría enterado. No había caído en ello. —Su sonrisa se hizo aún más amplia—. ¿Elin Foss tenía copias de aquellos avisos? —preguntó Inger Johanne—. ¿Un justificante o cualquier otra cosa que demuestre que de verdad los entregó?
—No…, no me dio tiempo a preguntarle. Puede decirse que la conversación se… acabó un tanto repentinamente.
Era fascinante ver la velocidad con que Henrik Holme cambiaba de color. En cuestión de segundos, pasó de lucir una orgullosa sonrisa y un flamante moreno veraniego a ponerse rojo como un tomate. Tragaba saliva repetidas veces y sus manos iban y venían entre la taza de té, el vaso de agua y su pobre nariz.
—No te preocupes —dijo Inger Johanne en voz baja—. Podemos averiguarlo.
—Ella está en Australia —repuso con voz dócil—. Viaja en plan mochilera. No puedo localizarla así como así. Pero, por lo menos, he…
Se inclinó, cogió la mochila, la abrió y sacó de ella una carpeta de plástico. Desplegó pulcramente su contenido sobre la mesa del salón, ordenándolo todo en cuatro montones. Inger Johanne advirtió que uno de ellos correspondía a fotocopias del caso policial. Otro tenía aspecto de ser una pila de artículos que había leído, como haría cualquier estudiante, es decir, escribiendo anotaciones y subrayando el texto por todas partes con rotulador amarillo. El tercer montón no le decía nada. Henrik le entregó el cuarto: unas cuantas hojas metidas en una funda roja.
—Ten. Reúnete con el director de Sander.
—Eres admirablemente ordenado —dijo ella colocándose bien las gafas antes de abrir la funda—. ¿Cómo se llama?
—Ragnar Reiten. Cuarenta y tres años. Ha sido director durante casi cuatro años. Antes fue profesor en el mismo colegio. Hay una especie de currículo ahí, en la página dos. Encontré la información en la página web del colegio, así como en una web para… Descubrí que le gusta mucho la numismática.
Inger Johanne no contestó. Examinó la foto sin mostrar apenas interés por la minuciosa presentación escrita que Henrik hacía de Ragnar Reiten en la segunda página.
—Tal vez…, tal vez no sea muy relevante lo de coleccionar monedas —dijo Henrik con nerviosismo.
Ella seguía sin alzar la vista.
—También fue una tontería hacer una copia de la foto —añadió rápidamente—. El aspecto del tipo no tiene ninguna importancia.
Inger Johanne tragó saliva de forma audible y se pasó la copia de la mano izquierda a la derecha.
—Podría haberte dicho cómo se llama —dijo Henrik apilando los demás documentos antes de meterlos rápidamente en la funda de plástico—. Estoy un poco obsesionado con…, no sé muy bien, me gusta sistematizarlo todo. Lo siento. Siempre he sido así.
Permaneció indeciso, con la carpeta sobre las rodillas. Los dedos de la mano derecha tamborileaban contra el plástico.
—No —contestó Inger Johanne sin levantar aún la mirada—. Quizás el nombre no hubiera sido suficiente.
—¿Lo conoces?
—No. Yo no. Pero Jon Mohr le conoce bien. Pertenecían a la misma pandilla en el instituto. Yo fui a la misma escuela. Sin embargo, no le hubiese recordado si no fuera por… —Por fin alzó la mirada—. Le he visto en otra ocasión. En la fiesta de verano que Jon y Ellen celebraron el año pasado… o hace dos años. Siempre acude mucha gente y no llegué a hablar con él. Pero llevaba en brazos a una niña pequeña muy guapa. Creo que era su hija adoptiva. Oriunda de Etiopía y una de las niñas más hermosas que he visto. Por eso le recuerdo.
—Entonces eso significa…
Henrik no pudo continuar.
—Eso significa que probablemente no sea tan extraño que el director nunca iniciara una investigación sobre Sander —dijo Inger Johanne tras inspirar hondo—. Es uno de los mejores amigos de Jon Mohr.
Inger Johanne le había oído decir en una ocasión a un periodista que era muy típico de Noruega no tardar jamás más de dos horas en dar con cualquier persona, ya fuera el primer ministro, el rey o el sombrerero. No sabía si eso era cierto, pero, en cualquier caso, no había resultado difícil localizar a Ragnar Reiten. Estaba con su familia en una cabaña cerca de Fredrikstad. Fue tan fácil como llamarle al móvil y obtener una descripción detallada de dónde se hallaba el lugar. Como amiga de Ellen, obviamente, sería muy bienvenida, aunque el hombre pareció un poco sorprendido por la necesidad que tenía de hablar con él. En especial porque Inger Johanne no quiso proporcionarle ninguna pista por teléfono. Ya sabía que Sander había fallecido en un trágico accidente doméstico, pues había hablado con Jon hacía pocos días: «Un asunto horrible. Y en medio de todo lo demás», dijo, lamentándose.
Inger Johanne rogó al Todopoderoso que el Golf se portara bien. De momento sus plegarias habían sido escuchadas. Ni siquiera la traicionó cuando iba dando tumbos por un viejo camino para carretas que apenas habían arreglado desde la época en que la explotación forestal se llevaba a cabo con caballos. En cuanto tomó una curva, un kilómetro después de abandonar la carretera regional 117, un idílico paisaje se abrió como en uno de los sueños de Yngvar por tener algo parecido y que nunca se convertiría en realidad. Herencias, concluyó ella de inmediato. Con los sueldos de la Administración Pública no había lugar para aquellas cosas. Aparcó el coche entre una roca cubierta de musgo y un enorme hormiguero. Durante unos instantes se limitó a mirar.
Una cabaña pintada de rojo se alzaba sobre un montículo a espaldas de cuatro pinos delgados. En cada extremo de la casa se abría un anexo que formaba un patio en forma de herradura hacia el mar abierto. Entre las casas, el césped descendía en pendiente hacia el mar, donde se convertía en roca viva. Apenas había treinta metros desde el jardín al muelle, construido en piedra y con una pequeña caseta al lado. Ya eran las siete y media, y el sol vespertino asomaba sobre el horizonte tiñendo la mar calma de un color dorado.
—Hola —dijo jadeando una niñita de tez oscura—. He oído tu coche.
—Hola. Soy Inger Johanne.
La niña, que debía de tener unos seis años, le tendió una mano pegajosa y caliente.
—Kari —dijo ella haciendo una breve reverencia—. Papá me ha dicho que venías. ¡Ven!
Soltó a Inger Johanne, se dio la vuelta repentinamente y echó a correr.
—¡Ven! —gritó una vez más y desapareció detrás de la cabaña.
Inger Johanne la siguió. Advirtió el olor a barbacoa, y enseguida se dio cuenta de cuánta hambre tenía.
—¡Hola! ¡Bienvenida! —la saludó Ragnar Reiten, casi gritando, en cuanto ella dobló la esquina del primer anexo y pudo divisar todo el patio, en el que había un grupo de sofás junto a una cocina exterior bien equipada—. Nos hemos visto antes, ¿no? ¿En la fiesta de verano de Ellen y Jon hace un par de años? La cena estará lista dentro de unos tres cuartos de hora. ¡Ponte cómoda!
Antes de dirigirse hacia ella con una amplia sonrisa y la mano tendida, se limpió las manos en un delantal blanco en el que, sobre el pecho, ponía SUPERPAPÁ con letras verdes.
—Mucho gusto. Las circunstancias podrían haber sido mejores, está claro, pero hemos de disfrutar de los días que tenemos, ¿no? ¡Siéntate! Estamos preparando entrecot a la parrilla.
Inger Johanne tosió por temor a que él oyera cómo le sonaban las tripas. No había comido nada desde las once, aproximadamente. Tampoco es que hubiera tenido hambre. Sin embargo, ahora la boca se le estaba haciendo agua. Él le soltó la mano y se quedó mirando al mar con los ojos fruncidos.
—Lamento no poder quedarme a cenar —dijo ella—. No voy a quitarte mucho tiempo.
Kari se estaba poniendo un chaleco salvavidas.
—Sé nadar, ¿vale? Solo me lo tengo que poner para pescar cangrejos. Es una regla. Aquí en la cabaña hay muchas reglas. Casi todas tienen que ver con el agua. Y el fuego. Y el precipicio ese de allí.
La niña apuntó hacia el norte antes de coger una pinza de colgar ropa con un cordel enrollado y bajar bailando hacia la playa, junto al muelle. Inger Johanne la seguía con la mirada mientras ella vadeaba buscando mejillones entre las rocas.
—Por cierto, qué lugar más bonito —dijo Inger Johanne en voz baja.
—¡Estamos satisfechos! —Ragnar sonrió—. Este lugar pertenece a mis padres, pero ellos casi nunca vienen. Se están haciendo mayores, ya sabes, y está claro que resulta difícil acceder hasta aquí, al lado del mar, pese a todas las facilidades modernas. Mi hermana vive en California y solo viene a casa cada tres años o así. ¡Nos viene estupendo!
Hizo un gesto de entusiasmo con los brazos antes de abrir una pequeña nevera que había debajo de un amplio banco. Sacó una botella de agua mineral Farris y se la arrojó. Ella apenas logró cogerla.
—Pero siéntate, anda. Mi mujer vendrá dentro de una media hora. Ha ido a buscar a unos amigos a la estación de Fredrikstad. ¡Hay que compartir lugares como estos, ya sabes! Tenemos invitados casi todo el verano.
—Sí, desde luego.
Se sentó a la sombra, casi apartada de las vistas. Al abrir la botella de Farris, una tercera parte del contenido salió a borbotones. Ragnar no hizo amago alguno de ir a buscarle un vaso. Por tanto, ella se colocó la botella en la boca y comenzó a beber.
—Qué pena que no te puedas quedar —dijo—. Ya que has recorrido el largo camino desde Oslo y…
—No está tan lejos. Aunque tampoco había poco tráfico, para ser un martes en plenas vacaciones.
Concentrado, el hombre se mordió los labios cuando le dio la vuelta al gran trozo de carne.
—¿A qué se debe realmente tu visita? —preguntó mirándola de nuevo.
—Se trata de Sander.
—¿Ah, sí? ¿Sobre qué quieres hablar?
Su sonrisa había desaparecido.
—Tengo razones para pensar que como director del colegio recibiste dos preocupantes avisos sobre él.
Soltó la rasera. En el entrecejo se le dibujó una profunda señal en forma de V. Cuando se sentó en la silla que había enfrente de ella, su voz parecía otra. Se quitó las gafas de sol y preguntó:
—¿Qué demonios tienes que ver tú con eso?
—¿Desde un punto de vista formal? —Se encogió levemente de hombros—. Nada. Pero creo que tengo todo el derecho del mundo a implicarme.
—¿Implicarte? Por teléfono dijiste que venías en calidad de amiga de Ellen. Si eso fuera verdad, dudo de que estuvieras aquí preguntando sobre unos avisos que acusaban claramente a su marido de ser un maltratador de niños.
—Quizá no. Pero entonces… ¿es cierto? ¿Recibiste avisos de ese tipo?
Metió una mano en el bolsillo de la camisa, por detrás del delantal, y sacó un paquete de Marlboro. Tras echar una mirada de reojo a la niña, que estaba junto a la orilla, se metió el cigarrillo en la boca y lo encendió con el mechero de la barbacoa.
—Entiendo que ya lo he confirmado indirectamente —dijo, y dio una calada profunda al cigarrillo—. Pero estoy seguro de que comprenderás que es un asunto que bajo ningún concepto puedo discutir contigo. El secreto profesional y todos esos rollos.
—Papá —le llamó Kari desde la orilla—. ¡Mira! ¡Una estrella de mar!
Escondió el cigarrillo en una mano y saludó a su hija con la otra.
—¡Qué bonita, cielo! ¡Busca más mejillones, anda!
—Lo comprendo —dijo Inger Johanne con amabilidad—. Mi intención era darte la oportunidad de explicarte antes de que yo prosiga con el asunto.
—¿Proseguir con el asunto? ¿Qué…, qué asunto? ¿Y qué coño quieres decir realmente?
Chupó el cigarrillo, enfadado.
—El asunto relacionado con la muerte de Sander.
—Fue un accidente, no un asunto.
—Quizá sí. Quizá no. Eso es lo que me he propuesto averiguar.
—¿Por encargo de quién?
—De nadie. Quizá de mi propia conciencia.
Enseguida se dio cuenta de lo estúpido y pretencioso que había sonado aquello e intentó quitarle importancia con una sonrisa. Él no se la devolvió. Se quedó examinándola en silencio mientras consumía el cigarrillo hasta casi llegar al filtro.
—La verdad es que me alegro de no tener amigos como tú —dijo finalmente tirando la colilla al suelo, pisoteándola hasta apagarla y volviéndola a recoger—. Y como espero que no molestes a Ellen y a Jon con una visita semejante, te contaré algo que debe quedar entre nosotros dos. —Lanzó la colilla en una lata de Coca-Cola vacía—. Esa tal Elin Foss. —Se levantó para darle otra vuelta a la carne. Se había quemado un poco y le costó despegarla de la parrilla. Cogió una botella con agua para mitigar unas llamas que, a causa del aceite, lamían el trozo de carne casi hecho—. ¿Tienes idea de cuántos avisos de ese tipo entrega a lo largo de un año?
Inger Johanne se sintió incómoda debido al calor e intentó trasladar la silla a la sombra. Pesaba demasiado para moverla mientras estaba sentada y no se quería levantar.
—Es evidente que no lo sé.
—Entonces puedo contártelo. Entre diez y quince. Todos los años. No ha parado durante los seis años que ha trabajado en el colegio. Algunos tratan sobre los mismos niños, pero, en total, imagino que entre cuarenta y cincuenta familias han estado bajo los airados focos de la buena de la señora Elin Foss.
Inger Johanne ya no tenía hambre. A un eructo que no logró reprimir le siguió una sensación de acidez y empezó a toser.
—La violencia infantil es un problema grave —dijo Ragnar a la vez que arrancaba una gran lámina de papel de aluminio de un rollo colocado en la encimera—. Tanto sustancial como cuantitativamente. Pero esas cifras están equivocadas. Elin Foss es una aprendiz de pendenciera, pero le gustan los niños. Tiene sus aspectos positivos. Mientras no debata con los niños esas locas teorías suyas sobre el maltrato infantil, hacemos caso omiso de los avisos que cada mes vienen a parar a mi escritorio.
Cubrió el entrecot con el papel de plata con una habilidad que delataba que ya lo había hecho con anterioridad. Dio unas leves palmaditas en el envoltorio y lo dejó reposando al fondo de la encimera.
—Ya está —dijo él—. ¿Seguro que no te quedas?
Inger Johanne se levantó.
—Sí, seguro. ¿Compruebas los avisos alguna vez?
—Por supuesto. El jefe de estudios y yo leemos y evaluamos en conjunto cada maldito aviso. Como se sabe, hasta un cerdo ciego encuentra una bellota, y yo nunca me atrevería a tirar esos papeles. En un par de ocasiones, hace ya bastante tiempo, tuvimos motivos para seguir investigando. En ambos casos las sospechas eran infundadas.
Se protegió del sol con la mano, buscando a Kari con la mirada.
—¡Kari! ¡Kari! ¿Dónde estás?
Al otro lado del muelle asomaron los rizos negros de la niña.
—¡Ya tengo suficientes mejillones, papá!
—¡Fenomenal! ¡Túmbate sobre la barriga en el muelle para no caerte al agua!
Las gaviotas graznaban sobre la pintoresca escena. A unos cien metros pasó una barca resollando. Kari subió al muelle, se sentó con las piernas cruzadas y empezó a romper las conchas con una piedra grande.
—Elin Foss es una vieja roja un tanto ridícula —dijo el hombre con una sonrisa abatida antes de sacar otro cigarrillo del paquete—. Una de esas que jamás ha dejado de montar follones. La coincidencia más destacada entre los niños por los que tanto se preocupa es que todos tienen padres afortunados, pudientes, y que a menudo trabajan en el sector privado. Ella está simplemente en contra de todo lo que huele a «patriarcado y capital». Ya sabes…
Le lanzó una mirada casi compasiva.
Inger Johanne miró a otro lado.
—Lo lamento. Esto puede considerarse una visita fallida.
—No necesariamente.
El hombre parecía sonreír. Ella se quedó mirando el mar.
—Si esto ha servido para que te olvides de este asunto, los dos les hemos hecho un gran favor a Ellen y Jon. Lo están pasando muy mal.
—Ya lo sé. Debo disculparme de nuevo por las molestias. Ya es hora de volver a Oslo.
Ragnar levantó lánguidamente la mano para despedirse. En ese momento ya estaba más pendiente de la ensalada de patatas y de las dificultades que tenía para abrir un tarro de alcaparras que de otra cosa.
—Conduce con cuidado —le gritó cuando Inger Johanne dobló la esquina de la casa y echó un último vistazo a la niña, que continuaba junto a la orilla.
Kari se levantó alzando triunfalmente un brazo al aire. De su mano colgaba un sedal que medía casi lo mismo que ella. En su extremo, un cangrejo se aferraba con una de sus pinzas a un mejillón hecho pedazos.
—¡Mire, señora! ¡Mire! ¡Es enorme!
Inger Johanne le brindó un pulgar hacia arriba y un amago de sonrisa antes de dirigirse al coche mientras susurraba su muda y habitual plegaria:
—Que arranque el coche. Que arranque este maldito coche.