Era viernes 29 de julio y el verano se había asentado en la costa este del país. El calor hacía refulgir los cerros que rodean Oslo. Cuatro días soleados, después de varias semanas grises y lluviosas, habían teñido los árboles y las plantas de un color verde oscuro. A lo largo de los bordes de las zanjas se hallaban los últimos dientes de león del año, de color amarillo anaranjado y con tallos plenamente estivales. Muchos de ellos se estaban convirtiendo en vilanos. Se dejaban llevar por la apacible corriente del sur como minúsculos paracaídas, balanceándose como si bailaran mientras se alzaban en el aire. Joachim Boyer conducía con las ventanillas bajadas en dirección a Grefsen. Se sentía fatal.
Había transcurrido una semana.
Para Joachim habían pasado siete días desde la muerte de Sander. Para el resto de Noruega había pasado una semana desde el atentado terrorista. Había sido una semana muy extraña. Incluso Joachim, que no había tenido ni fuerzas ni tiempo para seguir más que esporádicamente las noticias, se percató de que algo había cambiado. Un espíritu de amabilidad y apertura se había instalado en la gente…, en las tiendas, en las calles y las plazas. Los extraños se saludaban unos a otros, cosa que, habitualmente, en aquel país estaba reservada a los senderistas, y eso después de interponer al menos diez kilómetros de bosque entre ellos mismos y la ciudad.
Anja le había llamado el lunes. No había dado señales de vida desde que él la había dejado tirada a comienzos del verano, pero ahora quería que la acompañara en el desfile de las rosas. Como si todo fuera como antes entre ellos. Lloró por teléfono mientras soltaba una tremenda parrafada sobre la fragilidad de la vida y la importancia de conservar el amor.
Joachim no había participado en ningún desfile de las rosas.
Ni siquiera le había dicho que Sander había muerto.
No conocía a ninguna víctima de la zona de los ministerios o de la isla de Utøya. Él sabía que todo ese rollo sobre «OsLove», un juego de palabras entre Oslo y love, no duraría mucho. Los atentados terroristas eran una putada y al monstruo que los perpetró deberían encerrarle de por vida, pero Joachim sabía que casi todo volvería a la normalidad en el momento en que la última víctima de aquella locura fuese enterrada y al fin concluyera la serie de actos conmemorativos. Es muy típico de los noruegos unirse por la paz, la libertad, las rosas y la democracia cuando se enfrentan a algo así. Cuando se supo que aquel grotesco malnacido provenía de la zona oeste y que era un fracasado rubio de ojos azules, el efecto era tan previsible que a Joachim casi le dieron náuseas con solo pensarlo. El ataque se produjo desde dentro y la sociedad se quedó fuera de juego. Si el autor hubiera sido musulmán, como todo el mundo creyó en primera instancia, nadie hubiese visto una maldita rosa ni de lejos. Joachim se había criado en Veitvet, en el valle de Grorud, en el seno de una pandilla de chicos de ocho nacionalidades diferentes. En general, la política le importaba un bledo, era lo más fácil, pero sus años mozos le habían enseñado que había hijos de puta de todos los colores. Lo mismo pasaba con la gente de confianza. Si alguien hubiera organizado una manifestación contra toda la mierda racista de la que habían sido objeto muchos de sus amigos, habría participado encantado. Pero no. A pesar de que el ideario de ese monstruo superaba al de Hitler, según lo poco que Joachim había oído al respecto, no había boca que se atreviera a aprovechar la ocasión para decir lo que pensaba. ¡Decir lo que realmente pensaba! Sin embargo, allí estaban el primer ministro, el rey y el sursuncorda salmodiando sobre el amor y la franqueza mientras la gente agitaba las rosas llorando, aunque solo una minoría de ellos había conocido a la gente que realmente había resultado afectada. No podía entender por qué lloraban. Incluso él mismo, en la medida en que pensaba en el terrorista, estaba cabreadísimo. Pensó que todo el mundo debería estarlo.
Anja había escuchado su retahíla y, antes de colgarle, le gritó que era un cínico.
Joachim se desvío de la calle Grefsen y entró en la calle Glad. Dos niñas de más o menos diez años montaban en patinete una al lado de otra en medio de la calle, impidiéndole el paso. No mostraron señal alguna de apartarse y él tocó el claxon levemente. No reaccionaron de inmediato, ni siquiera se asustaron, pero pudo observar que hablaban entre sí. De súbito se quitaron los patines y los alzaron con la mano derecha mientras que con la mano izquierda le mostraron el dedo corazón, como si practicaran un ritual muy estudiado. Joachim puso la mano en medio del volante y contestó con un eterno bocinazo antes de pasar junto a las niñas acelerando. Por el retrovisor pudo verlas doblándose de la risa.
En realidad, no le interesaban mucho los jóvenes.
Eran pesados. A menudo insolentes, especialmente las niñas. Cuando eran muy pequeños, a la edad de dos o tres años, podían ser encantadores en pequeñas dosis. Con los años se volvían por lo general infumables. Sander había sido diferente. Al principio, la primera vez que Joachim acompañó a Jon a casa se cameló al niño a propósito. Quería impresionar al jefe. Todo empezó con el squash.
Durante el almuerzo en uno de los primeros días de trabajo de Joachim en Mohr y Westberg S.A., Jon le preguntó si jugaba. Mintió diciendo que sí. Pensaba que el squash era muy de los años noventa. Él, por su parte, montaba en bici en verano, se dedicaba al esquí de fondo en invierno y levantaba pesas todo el año. Alguna que otra vez se reunía la vieja pandilla de Veitvet para jugar al fútbol. Joachim opinaba que el squash era como el tenis, un juego de pusilánimes. No obstante, un primo mayor le dio un curso intensivo de dos horas antes de jugar con Jon por primera vez. Con eso, el nivel de ambos quedó igualado. Durante un año jugaron una vez por semana, pero para entonces Joachim había mejorado tanto que ya ninguno de los dos se divertía.
Tras la primera sesión de entrenamiento hacía ya tres años y medio, Jon le invitó a tomar una cerveza en su casa. Joachim se mostró un poco sorprendido, dado que hubiera sido más natural ir al bar más próximo. Aun así, aceptó la invitación y conoció a Sander.
Era un chaval extraño.
Aunque Jon jugaba cada semana al squash, apenas tenía remedio desde un punto de vista físico. Era largo y flacucho, con los hombros muy estrechos y un lenguaje corporal torpe. Su forma física estaba bastante bien, pero apenas era capaz de dar una patada a un balón o ir en bici por lugares sin asfaltar. Y menos dar volteretas, algo que Joachim era capaz de hacer en el suelo llano. Sander no cabía en sí de gozo la primera vez que vio aquello. En la cama elástica la voltereta fue aún más elevada y casi con el cuerpo estirado. El chico era grande, robusto y bastante desmañado, pero nunca se daba por vencido una vez que se le había metido una idea en la cabeza. Por fin, con siete años, consiguió realizar esa obra de arte en la cama elástica. Todo menos estirado, y normalmente cayendo de culo, pero bueno… La intensa alegría de ir logrando cosas provocó algo en Joachim. De algún modo, el niño le hacía sentir útil. Descubrió que Sander era bastante paciente siempre que se dedicara a las cosas que le gustaban. Dibujar, por ejemplo; podía tirarse dos horas sin descansar mientras tuviera algunos folios y rotuladores. Puede que el diagnóstico de TDHA con el que Ellen daba tanto la lata fuera correcto, pero le resultaba muy difícil entender por qué los padres presionaban al chico, como si fuera una cuestión de vida o muerte, para que hiciera tantas cosas tan increíblemente aburridas. No lo soportaba. Con Joachim, Sander aprendió a nadar, a tirarse desde una altura de cinco metros en la piscina de Frogner, a bajar en bici las pistas de eslalon de Grefsenkollen en verano y, además, a conducir el coche. Esto último no era ni legal ni inteligente, pero se limitaron a practicar en un aparcamiento de Maridalen. Joachim sonreía con solo pensarlo cuando llegaba con el coche al garaje de la casa de Ellen y Jon. Sander tenía una pinta muy graciosa, sentado en el borde del asiento del conductor sobre un cojín que le ayudaba a llegar a los pedales. Su nariz apenas sobresalía por el salpicadero cuando estiraba el pescuezo y, feliz, daba vueltas con el coche una y otra vez, hasta que ambos se mareaban.
Las sonrisas se desvanecían cuando Joachim apagaba el motor, echaba el freno de mano y recordaba qué le traía a la calle Glad.
El miércoles por la mañana, en cuanto supo que Jon estaba en la oficina, llamó a Ellen para preguntar si le venía bien que se pasara por su casa. Ella se mostró reacia, casi hostil.
Tal vez no fuera tan extraño. Considerando lo mal que él mismo llevaba la muerte de Sander, no era difícil imaginarse cómo lo estaba pasando ella. Hubiese preferido ir en ese mismo momento, pero Ellen le dijo que no le venía bien hasta el viernes. No sabía por qué, y tampoco era de recibo preguntar. En realidad, nunca había logrado entender a qué dedicaba el tiempo. Sander se pasaba todo el día en el colegio. Además, la abuela materna cuidaba de él con frecuencia y jamás transcurrían más de siete u ocho días sin que él mismo fuera a recoger al chico, normalmente a la escuela de actividades, y se quedaba con él hasta la hora de acostarse. Sander siempre armaba follón porque quería quedarse a dormir allí, para lo cual le daban permiso de vez en cuando. Entonces, alegre y feliz, se acostaba al lado de Joachim en la enorme cama de matrimonio que este tenía, con su pijama de Batman y un suave cerdito verde de peluche en los brazos. El cerdito, que vivía en casa de Joachim, se llamaba Klonken y era un secreto entre los dos. En su casa, Sander solo tenía juguetes. Sus padres opinaban que ya era mayorcito para los peluches. A veces, cuando Jon se lamentaba de lo difícil que resultaba conseguir que se durmiera, Joachim sentía la tentación de mencionar a Klonken. En casa de Joachim no había ningún problema para lograr que Sander se fuera a la cama.
Sin embargo, nunca dijo nada.
En cualquier caso, era un misterio saber a qué dedicaba Ellen todo su tiempo. Tal vez hiciera deporte. Podría ser, a juzgar por su aspecto.
Joachim permaneció un instante en la parte superior de la escalera de pizarra, contemplando la ciudad. La luz dañaba sus ojos, incluso con las gafas de sol puestas. El cielo era casi blanco, con unas manchas todavía más blancas de nubes en dirección sur que indicaban buen tiempo. Si no lo hubiera liado todo tanto, ahora podría estar en la playa bronceándose, nadando durante una hora y mirando a las tías. Podría haber llamado a un colega, salir por ahí al atardecer y conocer más mujeres.
Respiró profundamente y soltó el aire con un débil silbido.
Todo parecía caótico.
Anja solía decir que Joachim era incapaz de controlar los sentimientos. En cierto modo tenía razón. Podía hacerlo si se veía obligado a ello, pero nunca llegó a entender por qué debería perder el tiempo en cavilaciones varias. La vida era mucho más simple si uno se la tomaba según venía. Si se divertía con algo, continuaba con ello. Si se aburría, lo dejaba. Por ejemplo, cuando Anja usó su relación con Sander para insinuar que tal vez ya iba siendo hora de que se fueran a vivir juntos y pensar en tener niños, necesitó tan solo un instante para saber qué era lo correcto. Él se lo pasaba bien con Sander. Sander era una plusvalía en su vida, no tan solo debido a su admiración ciega, sino porque Joachim en el fondo seguía siendo un chaval a quien le gustaba jugar. Le gustaba instruir, o «juguetear», como decía Sander. Aquel niño no era un precedente de hijo; era el hermano menor que Joachim no sabía que deseaba tener hasta que lo conoció.
No quería tener sus propios hijos.
Al menos por el momento y, definitivamente, no con Anja. Joachim tenía veintiocho años, y dejó a Anja cuando ella se volvió demasiado pesada y aburrida. Así había dirigido su vida desde que tenía uso de razón. De niño fue un talentoso jugador de fútbol; de quinceañero entrenaba durante catorce horas semanales. Amaba ese deporte y soñaba con hacer carrera como futbolista profesional. La primera vez que, a los dieciséis años, no le seleccionaron para jugar en el equipo regional, lo abandonó de golpe. Sin mirar jamás hacia atrás. Jamás se arrepintió. Si no podía estar entre los mejores, no tenía sentido seguir. Un verano, entre su segundo y tercer año de bachillerato, le ofrecieron un puesto temporal como periodista deportivo en el diario Dagsavisen. Trajo tanto material que le ofrecieron una sustitución más prolongada. Aceptó, a pesar de las sonoras protestas de sus padres, y abandonó el instituto. Tres años más tarde colaboró con el periódico Dagbladet y la revista de cotilleos Se og Hør, donde ganaba más que sus padres juntos, antes de acabar como reportero de sucesos en VG. Se especializó en economía en un tiempo récord. Después de tan solo ocho meses derrocó por sus propios medios a tres importantes dirigentes económicos; a dos de ellos por fraude fiscal; al otro por acoso sexual de un tropel de empleados compungidos que, por fin, hallaron un confidente en aquel periodista guapo y atento que ni siquiera tomaba apuntes, pero que se ofrecía a reconfortarlos con un abrazo.
Joachim no temía trabajar mucho y duro, pero para él la vida debía ser ante todo divertida. El día que Jon Mohr le llamó para ofrecerle un puesto con el doble de sueldo y unos beneficios extra con los que un periodista apenas podría soñar, le fue imposible rechazar la oferta. Y disfrutó. Sabía cómo pensaban los periodistas, podía prever sus movimientos con suma precisión, y, tras una breve época en Mohr & Westberg S.A., se había hecho casi imprescindible. Era popular entre los miembros jóvenes de la compañía, aunque un tanto fanfarrón para los mayores, quienes quisieron deshacerse de él en un par de ocasiones. Nunca lo consiguieron. Tal vez porque para él no supondría ninguna catástrofe irse: siempre habría nuevas posibilidades para un hombre como Joachim Boyer. Nunca se aferraba a nada, sino que se limitaba a confiar en sus propios conocimientos. Hasta ahora siempre le había funcionado.
Anja le solía acusar de ser demasiado simple, y también tenía razón en ese punto. Él había tenido una magnífica infancia en un barrio donde una tercera parte de sus colegas había acabado mal. Y todo gracias a su habilidad para tomarse la existencia a la ligera. Seguir su instinto. Pensar en blanco y negro, en verdadero y falso, en sí y no. Joachim quería ser simple. La vida no era especialmente complicada si uno no permitía que nada le afectara.
No hasta entonces.
Se había metido en un lío para el que no veía ninguna salida.
Situado en la parte superior de la escalera que conducía al chalé de Ellen y Jon, con la ciudad de Oslo enfrente cubierta por una nebulosa capa de buen tiempo y, algo más allá, el fiordo con sus veleros y sus lanchas, sintió un destello de sorprendida añoranza por los despreocupados veranos de su infancia.
En este momento deseaba que muchas cosas se hubieran quedado sin hacer. Tal vez aún estaba a tiempo de subsanar algunas de sus tonterías.
Bajó la escalera en dos saltos y se dirigió con pasos ágiles a la puerta de entrada. Como el timbre estaba roto, abrió la puerta y asomó la cabeza mientras aún tenía la mano puesta en el pomo.
—¿Hola? ¿Ellen? ¿Estás aquí?
—Pasa —oyó que decía su voz desde la cocina.
Entró, se colocó las gafas sobre el flequillo y se agachó. Los cordones de una de las zapatillas de deporte se habían vuelto imposibles.
—Aquí —voceó de nuevo—. ¡Estoy aquí dentro!
Joachim intentó no mirar en dirección a la habitación de Sander. Tiró la toalla con los cordones, se quitó el zapato y se dirigió hacia la voz de Ellen.
La cocina estaba bañada por la luz del sol. Después de haberse acostumbrado a la penumbra de la entrada, pestañeó y sintió la tentación de ponerse de nuevo las gafas de sol. Ellen estaba sentada junto a la mesa con un periódico y una taza de café en la mano. Joachim olfateó el aire y cogió una silla.
—¿Has empezado a fumar? —preguntó sentándose de espaldas a la ventana.
—No —contestó ella—. He tenido visita. No tiene sentido mantener la prohibición de fumar ahora que Sander no está.
—La persona en cuestión debe de haber olvidado su cajetilla de cigarrillos —dijo apuntando con la cabeza en dirección a la encimera, donde cuatro colillas reposaban en un cenicero maloliente situado junto a un paquete de Marlboro y un mechero no recargable.
—¿Café? —preguntó ella con voz tenue—. Has llegado pronto. Habíamos quedado a las once y media, ¿no?
—No. A las once. Y gracias por el café, pero no. ¿Tienes algo fresco? ¿Farris? O simplemente agua.
Ellen se levantó y llevó su taza hasta la nevera. Humeaba, pero, aun así, abrió la puerta y la puso dentro antes de coger del armario un vaso que llenó de hielo del congelador.
—No deberías colocar cosas calientes en la nevera —dijo Joachim todavía aspirando el aire por la nariz en breves bocanadas; había otro olor escondido tras el débil tufo a tabaco quemado.
—Claro que no —murmuró—. Qué tonta estoy.
En vez de volver a sacar la taza, llenó el vaso con agua del grifo.
—Ten. Me temo que no tengo mucho más que ofrecerte.
Joachim se quedó perplejo. Habían quedado para almorzar juntos.
—No pasa nada —dijo a la vez que reconoció de pronto el olor que le tenía intrigado—. ¿Estás bebiendo, Ellen? ¡Hueles a… alcohol!
—Solo un pequeño… carajillo. ¿No es así como lo llaman? Solo es algo para calmar los nervios.
—¿A las once de la mañana?
Se sentía más sorprendido que escandalizado. En primer lugar, lo que hiciera Ellen para aplacar sus penas no era asunto suyo. En segundo lugar, se notaba que la taza que había colocado en la nevera no era la primera que se había preparado aquella mañana. Su mirada era húmeda y sus manos temblaban ligeramente mientras jugueteaba con el periódico. Tal vez le ayudara a conseguir aquello por lo que había venido.
—¿Cómo estás? —le preguntó en voz baja.
—No muy bien.
—Entiendo.
Era verdad. La entendía.
Joachim jamás había experimentado ningún duelo ni había reflexionado sobre ello, de modo que tardó unos días en identificar lo que sentía. El shock del viernes por la noche, el disgusto de ver a Sander en condiciones tan deplorables, era una cosa; pero el inquietante nudo en la garganta que en ocasiones estaba a punto de ahogarle y nublarle la vista era otra muy diferente. Esa noche había buscado a Klonken. El olor del cerdito verde y su suave tacto aterciopelado le habían hecho llorar, llorar de verdad, por primera vez desde que era niño. Aquello le confundió y le impidió pensar con claridad.
—¿Cuándo se celebra el funeral? —preguntó.
—Esa es una de las muchas cosas que no sé. La policía no quiere entregar su cuerpo hasta… —Miró fijamente por la ventana colocando las palmas de las manos sobre la mesa—. No sé cuándo nos devolverán a Sander —susurró—. Desearía acabar con todo. Ahora estoy aquí sentada, en una especie de limbo, sin nada que hacer, sin nadie con quien hablar.
—Yo estoy aquí ahora mismo. Y has tenido visita esta mañana.
Su mirada se encontró al fin con la suya. Tenía sus diminutos ojos enrojecidos. Debía de ser la primera vez que él la veía sin maquillaje; parecía muy confusa.
—Los cigarrillos —le recordó él haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la encimera de la cocina.
—Oh. Sí. Era…
Empezó a desmigajar el periódico otra vez.
—¿Has pensado en… cómo lo queréis hacer?
Joachim se reclinó hacia delante colocando los codos sobre la mesa.
—¿La lápida y esas cosas? ¿La esquela? Imagino que será en la capilla de Grefsen, en el caso de que vosotros…
—Lápida —repitió atónita.
—Sí. Esas cosas tardan, así que podrías empezar a pensar en ello. Tanto en el tipo de piedra como en la inscripción que quieres. O sea, queréis. Jon y tú.
—Jon nunca está en casa.
—Lo sé. Tiene mucho trabajo.
—Estamos en pleno verano.
—Sí. Pero ya sabes… La compañía está en plena expansión, con nuevos clientes, locales, un nuevo nombre y perfil… en breve y… Como director, Jon tiene mucho que hacer, en especial ahora que casi todo el mundo está de vacaciones.
Joachim estaba convencido de que Jon no le había dicho a Ellen que probablemente estaba siendo investigado por tráfico de influencias. Ella nunca sabía casi nada de lo que sucedía en el trabajo, cosa que siempre le había sorprendido. Joachim, por su parte, se había criado con unos padres que, al parecer, lo compartían todo. En la calle Glad la vida se caracterizaba por una fría amabilidad, una especie de idilio fingido donde solo se levantaba la voz por algún capricho indómito de Sander. En el fondo, nunca había entendido qué veían el uno en el otro. Por supuesto, Jon tenía éxito y era una persona pudiente, pero Ellen había tenido en su momento una clínica dental y habría podido mantenerse a sí misma. Además, debió de haber sido muy guapa en tiempos, pensó examinando su rostro alargado y compungido. Hasta ese momento tan solo se había interrogado respecto a su matrimonio, pues rara vez se preocupaba por aquello que no le incumbía. Ahora que la veía doblar el periódico y empezar a juguetear con el anillo de casada, pensó que aquella era una relación que no entendía. Raras veces se mostraban cariño. En acontecimientos especiales era Jon quien hablaba, y casi nunca se dirigía a Ellen. El trabajo de ella parecía limitarse a lucir palmito. Una mujer trofeo, pensó Joachim de pronto, aunque en ese momento el trofeo no pareciera muy atractivo.
Al mismo tiempo, Jon estaba increíblemente pendiente de cuidar a Ellen. Por ejemplo, jamás se iba a un bar a tomar una cerveza después de jugar al squash los viernes; siempre iba a casa. «Para que Ellen no tenga que estar sola», decía siempre. Cuando Jon y Joachim estaban inmersos en proyectos importantes, solía dejar la oficina sobre las tres para pasar la tarde y la noche en el estudio de Jon en casa. «Para que Ellen no tenga que estar sola todo el rato», le decía, a pesar de que pasara el tiempo detrás de una puerta cerrada a la que la familia ni siquiera se atrevía a llamar. Sin embargo, tras la muerte de Sander apenas pasaba por casa para dormir. Tal vez ocurría con ellos como con muchos otros: los hijos unen. Sin hijos no quedaba nada. Joachim no lo sabía, jamás había pretendido ser un gran experto en relaciones serias.
Giró el vaso una y otra vez con ambas manos.
—Quizá podríamos ver lápidas juntos —sugirió él—. Si traes un portátil, podríamos…
—El mío se ha roto. Sander se bañó con él en Italia.
Joachim sonrió débilmente.
—¿Se bañó con tu ordenador?
—Pretendía sacar fotos bajo el agua. No sé.
—El MacBook de Jon, entonces. Tráelo para que podamos…
—También está roto.
—¿Cómo? Sander…
—No. Fui yo.
Ellen suspiró pesadamente deslizando ambas manos por su cabello.
—Estaba en la encimera de la cocina cuando fui a abrir una botella de amoniaco. Tiene un sistema de seguridad para niños que dificulta la apertura un poco y la botella se cayó sobre el teclado.
—¿Estás segura de que se ha roto? ¿Lo probaste después?
—Primero lo enjugué con agua. Dado que, como sabes, el amoniaco es corrosivo…
—¿Con agua? ¿Enjugaste un ordenador con agua? ¡Joder, acabas de estropear tu propio ordenador con agua!
—Pero pensé que el amoniaco era aún peor. Por eso lo enjugué. Y después lo sequé. En el horno. No sirvió de nada.
—¿En el horno?
Joachim fue incapaz de reprimir una risotada.
—Primero rocías el ordenador con amoniaco, luego lo lavas con agua para después… ¿hornearlo?
Ella asintió débilmente con la cabeza, juntó las manos y retorció los dedos de un lado a otro.
—Pues me imagino que estará totalmente destrozado —dijo Joachim.
Permanecieron en silencio. Una de las ventanas estaba entornada y el sonido de los niños que jugaban en el jardín vecino se mezclaba de vez en cuando con el rumor lejano de Ringveien. Un abejorro zumbaba en el marco de la ventana. Torpe y mareado intentaba una y otra vez, sin éxito, meterse por la pequeña hendidura que le conduciría a la libertad.
—Ellen, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
Alargó su mano sobre la mesa y la colocó sobre la de ella.
—No lo creo —le contestó retirando la mano.
Joachim se incorporó.
—¿Damos un paseo?
—¿Un paseo? ¿Por qué?
—Es verano, Ellen. Hace muy buen tiempo. No puedes quedarte aquí sentada.
—Sí que puedo.
—Solo una vueltecita. Por el vecindario…, o podríamos ir en coche hasta el bosque Solem. Por favor.
—No, ¡no me apetece! —De pronto su voz se tornó cortante—. ¡Quiero quedarme aquí sentada! Quiero quedarme aquí hasta que ese maldito policía me permita dar sepultura a mi hijo. Quiero quedarme aquí hasta que… —Resolló y tragó saliva de forma audible—. Disculpa —se le escapó—. No era mi intención…
—No tienes por qué disculparte —la interrumpió Joachim—. Debes hacer lo que te apetezca, por supuesto. Tienes amigos que te apoyan.
Pensó que, en realidad, no era amigo de Ellen. Los separaban quince años, una generación entera. Bien pensado, solo habían hablado de Sander y trivialidades varias durante los casi cuatro años que se conocían. Ellen Mohr era una mujer aburrida de clase media alta, y ahora que ya no estaba Sander quedaba bien poco de qué hablar. Joachim echó una mirada furtiva a su alrededor. Tal vez fuera la última vez que entrara en aquella cocina. Al pensarlo, le sobrevino cierta melancolía que logró sacudirse de encima.
—La que vino el viernes —dijo él—. Inger Johanne se llama, ¿no?
—Inger Johanne Vik —dijo ella de modo mecánico, mostrando un desinterés cada vez mayor hacia él. Había comenzado a desmenuzar el Aftenposten de nuevo.
—Jon ha hablado sobre ella, ¿no? Es casi una especie de… ¿detective? ¿Ha venido los últimos días?
—No. Aunque le he pedido ayuda.
Entonces le empezaron a caer las lágrimas. No lloraba, no sollozaba, no se secaba las lágrimas. Simplemente, corrían por el rostro sin parar, como una junta estropeada por el desgaste.
—¿En qué te iba a ayudar? —preguntó Joachim—. Tal vez yo podría…
—¡La policía cree que Jon maltrataba a Sander! —le interrumpió con la voz en falsete—. ¡Yo quería que Inger Johanne demostrara que no es cierto!
Joachim se quedó boquiabierto.
—¡Pero ella se niega! —exclamó Ellen casi gritando, a la vez que comenzaba a arañarse el antebrazo derecho—. ¡Ella lo reduce todo a mero disparate, aunque aquel terrible policía lo dijo claramente!
Sus uñas dibujaron unas rayas enardecidas en la piel y cambió de brazo.
—¿Mal…, maltratado? O sea, que Jon iba a… Jon iba a…
Joachim se sentía tan confuso que tartamudeaba. Se le enredaron los pensamientos por completo; se imaginó a Sander muerto en el regazo de su madre, la histeria de Ellen, la irresoluta desesperación de Jon. Escuchó los repetidos «¡no!» de Ellen contra todo y contra todos, pero sobre todo contra Jon. En un instante vio la ira desenfrenada de Jon cuando levantó a Sander de la silla del restaurante tirándole de los brazos. Por derramar un poco de leche. Por nada. Por nada de nada.
Quería preguntarle a ella.
Todos sus instintos le decían que se mantuviera al margen. Aquello no le concernía. No meterse en asuntos que no eran de su incumbencia le había llevado lejos y le había evitado muchos problemas. Pero ya nada era como antes. Las cosas se habían complicado y la culpa era solo suya. Las casualidades le habían impedido meter de pata. Aunque Joachim había aprendido en el campo de fútbol que los más habilidosos normalmente también llevan ventaja, no se atrevía a confiar en que la mera suerte pudiera salvarle una vez más.
—No creo ni por un instante que Jon hubiera podido hacer algo así —dijo lentamente intentando captar su mirada—. Aunque Jon podía ser un poco… brusco con Sander, ¿no es así?
Al menos consiguió atrapar la atención de Ellen. Sus ojos se volvieron grandes y redondos. Con las minúsculas pupilas bajo la fuerte iluminación, la piel seca y enrojecida, y un cabello que seguramente no se había peinado desde el día anterior, no quedaba mucho que recordara a la mujer elegante y controlada que había sido hasta hacía una semana. Inspiró y su boca se abrió como una enorme protesta.
No emitió ningún sonido. Su rostro se retorció.
—Dios mío —murmuró Joachim—. ¿Te pasa algo? Eh, puedes…
Se levantó a medias de la silla.
—¡Estás loco! —gritó con tanta fuerza que volvió a caer en la silla de inmediato—. ¡Tú, uno de los mejores amigos y compañeros de Jon! ¡Tú, que has sido amigo de la casa durante tantos años y has podido pasar todo el tiempo que querías con Sander! ¡Ahora vienes aquí y acusas a Jon de… maltratar a nuestro hijo!
Joachim levantó las manos en un gesto de paz y sacudió enérgicamente a la cabeza.
—¡No, no, no! Solo pensé que alguien pudo haber visto a Jon cuando él…
Vaciló un instante. Ella le volvió a gritar:
—¿Cuando él qué?
Una fina nube de saliva alcanzó el extremo de la mesa y él tuvo que hacer un esfuerzo para evitar secarse el rostro con la mano.
—A veces Jon podía ser un poco brusco con Sander —dijo Joachim—. Un poco brusco, solamente. Una vez que estábamos en un restaurante, le tiró con fuerza del brazo y llegó a levantarle de la silla…
—¡Le tiró del brazo! —gruñó ella con una mirada despectiva mientras se recostaba en la silla y cruzaba sus brazos arañados—. ¡Le tiró del brazo, vaya! ¡A eso lo llamo yo maltrato! Tú, más que nadie, deberías saber que Sander a veces podía provocar a una piedra y que no se puede recriminar a nadie por agarrarle del brazo.
Él no contestó. Pensaba. Intentaba pensar. El martes por la tarde había estado a punto de preguntar a Jon sobre las muchas lesiones de Sander. En un acto reflejo, lo dejó estar para no complicar las cosas. Luego, al intentar dormir, se sintió muy feliz por no haber caído en la tentación de entrometerse en algo que no era de su incumbencia. De todos modos, Sander estaba muerto y nadie podía hacer nada al respecto. Además, seguramente estaba equivocado.
Ahora todo había cambiado por completo.
Solo pensar que la policía tal vez tuviera sospechas de que Jon maltrataba a su hijo le producía mareos. Reparó en que se estaba agarrando al borde de la mesa. A una incipiente ira le siguió un alivio enorme. Cogió el vaso de agua y lo vació lentamente.
—No —susurró al fin—. Nadie puede recriminar a Jon que agarrara a Sander del brazo. Tienes razón. Lo lamento.
Se levantó de la silla y se quedó de pie con la mano en el respaldo, como si tuviera intención de decir algo.
Ellen se le anticipó:
—Imagino que no te veremos mucho por aquí en el futuro, puesto que Sander ya no está.
Su repentina ira se había consumido. Era como si solo le quedasen fuerzas para una explosión breve e impetuosa. De nuevo parecía dócil, casi apática, y ni la miró cuando colocó la silla junto a la mesa y se dirigió a la puerta.
—Cuídate —dijo él.
Ya que ella no contestó, salió al recibidor y cerró la puerta con cuidado. Incluso a través de la sólida puerta de roble pudo oír cómo las patas de la silla arañaban el suelo al levantarse. Cuando llegó al aparatoso mueble que Jon, por alguna razón, llamaba secreter, oyó el tintineo de unas botellas en la cocina. Se sentó en cuclillas y abrió la puerta del armario izquierdo, reaccionando con una mueca al débil chirrido que produjo. Allí estaba el MacBook. Se levantó apresuradamente y colocó el portátil en la superficie de piel del mueble antes de abrirlo y encenderlo.
No pasó nada. Completamente muerto.
El ordenador olía a polvo y un poco a amoniaco. La superficie opaca de metal se había vuelto oscura, casi oxidada. Cuando deslizó el dedo por el teclado, este se volvió gris y pegajoso. Varias letras no se podían pulsar. Estaba destrozado, y no tenía necesidad de llevárselo. Era imposible que un disco duro soportara la tortura que había descrito Ellen. Su problema se había resuelto. Por lo menos uno de ellos. Cuando volvió a dejar el ordenador en su sitio y cerró la puerta, sintió un fugaz amago de alivio.
En la cocina todo volvía a estar tranquilo.
Con agilidad fue hasta la puerta de entrada y la abrió para marcharse. El verano le sacudió como un golpe de martillo en contraste con el oscuro y frío recibidor. Dejó que la puerta se cerrase lentamente mientras se bajaba las gafas de sol para protegerse los ojos.
Una pelota en el suelo, pensó.
El problema era que había muchas más en el aire y no podía saber muy bien de dónde vendrían.
—Por aquí —dijo Inger Johanne sin aliento e indicando la dirección—. ¡Es muy fácil equivocarse en este punto!
Yngvar se desvió del sendero empinado en el momento en que empezaba a allanarse. La camisa le chorreaba de sudor por la espalda y su aliento era ronco y rápido. Inger Johanne subió corriendo hacia la pequeña vertiente que conducía al mirador mientras que Yngvar tuvo que ayudarse con las manos. Al final los dos lograron llegar.
—Estoy en pésima forma —murmuró él—. ¡Joder, qué escarpada es la subida hasta aquí!
—Bueno, lo has conseguido —dijo Inger Johanne sonriendo—. Y eras tú quien a toda costa quería hacer esta ruta. ¡Mira las vistas!
Yngvar había llegado a casa por sorpresa sobre las dos. Había dicho entre dientes que, a pesar de todo, formaba parte de un equipo y que ahora necesitaba unas horas al aire libre. Inger Johanne pensó que lo decía en sentido figurado, pero, por el contrario, él había insistido en ir a Marka. Había preparado en silencio una mochila con unos bocadillos, un termo y tres litros de agua antes de echar un par de orejas de cerdo para Jack y decir que estaba listo. En el coche tampoco había dicho ni una palabra. Inger Johanne le dejó tranquilo. En parte porque entendía que le costaba hablar de trivialidades cuando no quería, o no podía, decir ni una palabra sobre el tema en el que trabajaba. Pero sobre todo porque no le reconocía tras aquel muro de silencio y porque ella misma tampoco sabía qué decir.
Aun así supuso un placer subir andando junto a él por el precipicio de Movassbekken, donde habían aparcado. Yngvar dejó que ella le cogiera de la mano. Cuando después de un par de kilómetros tuvieron que desviarse del camino del bosque hacia un sendero intransitable, le soltó y dejó que se adelantara a su ritmo.
Hasta Gaupekollen, había dicho antes de salir de casa. Inger Johanne no protestó, aunque dudaba de que él fuera capaz de hacer el recorrido. No era especialmente largo, tal vez seis kilómetros cada trayecto, pero era escarpado y agotador para un hombre desentrenado de 117 kilos. En especial cuando dieron un rodeo alrededor de Hansakollen. Allí había un avión abandonado de la época de la guerra que Yngvar nunca había visto y que, por una razón u otra, insistió en encontrar justo aquel día. Para acceder al lado oeste y volver al angosto camino que llevaba a Gaupekollen, subieron con dificultad por el sombrío lado este, se alejaron del sendero y dieron un rodeo innecesariamente largo.
—Solo por estas vistas ya merece la pena el recorrido —dijo Yngvar adelantándose más por la montaña desnuda—. Quiero quedarme aquí un rato.
Abrió la mochila, lanzó una oreja de cerdo a Jack y se sentó junto a un saliente de la montaña con la mochila entre las piernas. Colocó una almohadilla a su lado y dio unas ligeras palmadas para que Inger Johanne se sentara.
—¿Cuántos años tiene Jack? —preguntó mientras intentaba torpemente abrir una botella de agua.
Su rostro brillaba.
—Creo que once. Cumplirá doce en Navidades, o algo así.
—Once por siete más un siete extra por el primer año —calculó Yngvar acercándose la botella a la boca.
—Ochenta y cuatro —dijo Inger Johanne.
Yngvar bebió la mitad de la botella antes de taparla y negar con la cabeza.
—El chucho tiene ochenta y cuatro años y está en mejor forma que yo —dijo.
—Da paseos todos los días. —Sonrió—. Conmigo. Podrías venir de vez en cuando.
Yngvar no contestó. Echó café en dos vasos de plástico, le dio uno a ella y entrecerró los ojos mirando al sur. Allí a lo lejos podía ver Skar, el campamento militar abandonado sobre cuyo uso nadie era capaz de decidir nada. Más al sur se hallaba el lago Maridal, como un desgarrón de acero gris ancho y resplandeciente en el verde paisaje. Luego, la meseta de Grefsen se extendía dirigiéndose hacia el centro, más al sur, hasta la ciudad y el fiordo, donde incluso los enormes barcos de pasajeros se veían minúsculos desde aquella distancia. También hacia el oeste las vistas parecían eternas, con una cima tras otra hasta llegar a una cumbre que, según Inger Johanne, podría ser Gaustatoppen. Permanecieron sentados en silencio en pleno calor estival, en medio de un sendero de hormigas y con el sol vespertino dándoles en los ojos, hasta que vaciaron las tazas de café y Jack se levantó para reclamar gruñendo otra oreja de cerdo.
Yngvar le lanzó la última y ofreció a Inger Johanne una fiambrera rosa con un dibujo de Hello Kitty en la tapa. Se sirvió una rebanada de queso marrón, que ingirió lentamente. Antes de terminar, Yngvar había engullido ya las otras dos rebanadas. Se limpió la boca con el dorso de la mano, se bebió el resto de la botella de agua y volvió a meterlo todo en la mochila.
—¿Nos vamos? —preguntó Inger Johanne con una sonrisa.
Al no contestar ni levantarse, ella se pegó a él. Olía a sudor fresco y, casi imperceptiblemente, a loción para después del afeitado. La rodeó con el brazo y la abrazó.
—Te quiero —dijo él.
—¿Qué?
Yngvar no la miró, pero ella escrutaba su rostro observando de soslayo el brazo que la sujetaba con tanta fuerza que hasta llegó a sentir un destello de ansiedad. Era muy guapo, incluso ahora, con esos kilos de más que hacían su mentón más ancho y el hoyuelo de la punta de la barbilla tan profundo que le cabría todo el dedo índice en su interior. A Yngvar le quedaba bastante cabello, a pesar de su edad. Aquel verano se lo había dejado demasiado largo; tenía algo así como rizos húmedos en las sienes. Las aletas de la nariz le vibraban ligeramente, como solían hacer cuando estaba consternado.
—Os quiero a ti y a las niñas —dijo a la vez que entrecerraba los ojos por el sol—. Y a la hija que solo tuve durante veintiún años. Sigo queriendo a Elisabeth, aunque ella haya muerto y te tenga a ti. Y a Amund. Y a mis padres. Me querían mucho cuando vivían.
No había nada que Inger Johanne pudiera decir. Yngvar no había concluido aún; se percató de ello por la presión casi imperceptible que sintió cuando la abrazó más estrechamente.
—Soy la suma de todo ese amor —dijo él en voz baja—. Eso es lo que soy. Pertenezco a ese mundo.
—Sí —dijo ella—. Eso es lo que eres.
Inger Johanne bajó la mirada observando las hormigas que trotaban por sus botas, alrededor de la mochila, por las pantorrillas desnudas y velludas de Yngvar, por el monte arrugado y grisáceo. Algunas llevaban a cuestas una simple aguja de abeto. Todas ellas eran rápidas y metódicas, y seguían un estricto orden donde cada una tenía su tarea asignada, su lugar bajo el sol.
—Estos interrogatorios que estás llevando a cabo… —se atrevió finalmente a susurrar.
—Calla —dijo él con suavidad colocando el dedo índice sobre su boca.
—No quiero que te destrocen.
—No me destrozan. Al contrario.
La soltó lentamente y se levantó del saliente, rígido como un anciano.
—¿Te gustaría tener más hijos, Yngvar?
Ladeó la cabeza y le miró a los ojos. Se rio un poco, como si hubiera dicho algo muy gracioso.
—¡Jamás! Que haya tenido un momento así no significa que…
—Pero Ragnhild se está haciendo mayor —le interrumpió—. Kristiane es casi adulta. Yo tengo solo cuarenta y tres años y estoy completamente sana. Hoy en día hay mucha gente que tiene los hijos tarde. Estaría muy bien, creo yo. ¿Quizás un niño?
—Ni hablar —dijo él con voz firme, pero manteniendo aún la sonrisa, como si no la tomara en serio—. Cuanto más envejezco, más empiezo a dudar de todo. Pero justo esto…
Se agachó hacia ella y la besó ligeramente antes de enderezar la espalda.
—De una cosa estoy seguro: tenemos los niños que hemos de tener.
Se colgó la mochila en la espalda y la miró de modo alentador antes de comenzar a caminar hacia la pequeña pendiente que bajaba hasta un sendero que, en tiempos, habría sido un camino para carretas cargadas de troncos.
Inger Johanne era incapaz de levantarse. Debía decir algo, pero no sabía qué. Casi por instinto, se llevó la mano al vientre.
—¿Vienes? —preguntó él con un grito.
Su móvil emitió un breve sonido. Sacó el teléfono del bolsillo de su camisa de la marca Fjällreven y abrió el SMS, más que nada para hacer tiempo. En la pantalla ponía «bloqueado». Un número secreto. O extranjero: «Si no crees que Jon Mohr habría podido maltratar a su hijo, deberías indagar con más detenimiento. Sander merece tu atención».
—¿Qué pasa? —gritó Yngvar haciendo señas con la mano para que se acercara a él.
—Nada —contestó Inger Johanne después de permanecer un instante en silencio—. Ya voy.
Volvió a leer el mensaje antes de borrarlo. No sería fácil olvidarlo, pero lo intentaría.
En una barcaza del muelle Aker, Joachim tenía una pinta de cerveza sobre la mesa mientras estaba junto a uno de los futbolistas mejor pagados de Noruega. El hombre se llamaba Christopher Robin. Su madre era noruega; su padre, un médico sudafricano que llegó al país como refugiado en los años sesenta y que murió de viejo antes de que su hijo cumpliera los nueve años. Christopher era alto y guapísimo, con rasgos europeos y la tez oscura de su padre. Además estaba dotado de uno de los mejores pies izquierdos de la Premier League, aunque lamentablemente su cabeza no entonaba del todo con la fortuna que había acumulado tras nueve años en Inglaterra. Hacía un par de años se metió en un proyecto inmobiliario que fue en la dirección equivocada, es decir, en la de la prensa amarilla, que se cebó con detalles relacionados con antros de juego, puticlubs, mafias del este de Europa y economía sumergida. Cuando el caso hubo sido objeto de portada durante tres días, su desesperado agente contactó con Joachim. El estratega mediático tardó diez horas en elaborar un plan, un día entero en llevarlo a cabo y, de repente, Christopher Robin volvió a ser un buenazo jovial, generoso y popular. Le habían engañado por completo. Era totalmente inocente. Su gratitud le valió una remuneración más que generosa y una amistad inquebrantable.
—¿Qué era? —le preguntó Christopher sonriente cuando Joachim le devolvió el móvil Vertu adornado con diamantes—. ¿Un asunto de tías?
—Algo así —dijo Joachim devolviéndole la sonrisa—. Necesitaba enviar un mensaje corto desde un móvil que no pudiera ser rastreado sin que uno se emplee especialmente a fondo. Lo borré una vez enviado.
—Nada ilegal, espero.
Rio ampliamente y se metió el teléfono en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
—Yo te saqué de los asuntos ilegales en su momento —dijo Joachim—. No tengo motivo alguno para intentar meterte en ellos otra vez. ¡Salud!
Entrechocaron sus jarras y se pusieron a beber.
Henrik no era capaz de entender que solo había pasado una semana desde que le enviaran a la calle Glad en Grefsen sin tener ni idea de lo que iba a encontrarse allí. Normalmente el tiempo pasaba muy rápido cuando tenía mucho que hacer, pero esa semana había transcurrido con tanta lentitud que resultaba incomprensible. Aunque ya eran las seis de la tarde, no tenía planes de volver al diminuto cuarto de chicas que una tía abuela de Frogner había puesto a su disposición durante casi cuatro años.
Había tardado mucho en redactar los correspondientes informes después de las conversaciones mantenidas con la abuela paterna de Sander y con su maestra del colegio. En realidad debía haberlos redactado como interrogatorios, pero eso era imposible, ya que no había tomado notas en ninguna de las dos reuniones, y la fiscal le echaría seguramente una bronca. Era muy importante hacerlo con detalle, pensó. Tove Byfjord no había preguntado por él desde el martes ni tampoco había mantenido su promesa de ponerle en contacto con un investigador más experimentado. Quizá lo hubiera olvidado. Quizá, simple y llanamente, no encontraba ningún compañero por ninguna parte.
Henrik se sentía como un satélite insignificante girando alrededor de un planeta en el que todos solo estaban preocupados por un asunto.
Se tranquilizó al pensar que, en realidad, aquello le venía bien.
Tenía su propio caso, que cada vez adquiría más importancia para él.
Había empezado a estudiar. Para empezar había buscado información sobre «maltrato infantil» en Internet, pero a pesar de los más de cincuenta mil resultados de la búsqueda no había mucha información útil. En cambio, cuando googleó «child abuse» aparecieron más de trescientos millones de páginas. Algunos artículos parecían interesantes e intentó leerlos, pero su inglés no era tan bueno como para digerir informes científicos. Aun así había imprimido una serie de artículos, tanto en noruego como en inglés, y ahora estaba estudiándolos con detalle, uno por uno, mientras subrayaba con un rotulador amarillo lo que consideraba más importante.
Lo frustrante de todos esos informes y artículos era que en el fondo no le decían mucho más sobre el tema de lo que ya sabía o había aprendido en la academia de policía. Leyó que el maltrato infantil se dividía, por lo general, en cuatro categorías: maltrato físico, maltrato psíquico, negligencia o abuso sexual. No entendía esa clasificación. ¿Esas categorías tenían que entremezclarse? Por ejemplo, él opinaba decididamente que los abusos sexuales conllevaban maltrato tanto físico como psíquico. Leyó que la negligencia indicaba «el no cumplimiento de las necesidades psíquicas y físicas fundamentales de los niños», pero no podía comprender que fuera necesario convertirla en una categoría propia. Sin duda, ¡follarse a niños no era tener en consideración sus necesidades fundamentales! Se rascó la cabeza con ambas manos y jadeó, frustrado.
Al menos todos estaban de acuerdo en que había enormes cifras oscuras en todas las categorías. Eso también lo sabía de antes. Estaba buscando otras cosas.
Henrik buscaba información sobre quiénes eran objeto de maltrato, sobre qué clase de niños sufría la violencia. Estaba buscando un fundamento para sostener que los padres triunfadores con buenos trabajos, hermosos hogares y grandes redes de contactos también podían apalear a sus hijos.
Según las sentencias judiciales que había encontrado, no lo parecía. No existían muchas, pero las pocas que encontró habían tenido lugar en entornos muy alejados de la calle Glad. Una de ellas en particular, la más conocida y actual, se centraba en la historia de un niño que había sido maltratado por su padrastro hasta morir en algún lugar de Vestfold. El tribunal alegó que el maltrato se había llevado a cabo durante un tiempo prolongado. El caso había sido sobreseído por la policía varias veces, probablemente debido a una pésima labor de investigación. Cuando por fin se llevó a los tribunales y el padrastro fue condenado a ocho años de prisión, parecía incomprensible que nadie hubiera intervenido antes de que el chaval muriera.
Aunque la muerte había tenido lugar en 2005, no se pronunció veredicto hasta 2008. Últimamente había quedado claro que la madre del niño también sería imputada. Ella no había hecho nada para evitar el maltrato, según aparecía en la sentencia contra su marido. El caso era tan trágico que Henrik iba apartando las hojas mientras leía.
El niño tan solo llegó a cumplir ocho años, al igual que Sander.
Tenía TDHA, al igual que Sander.
Por lo demás, no había muchos parecidos. En la sentencia se destacaba que la familia de la madre era bastante pudiente, pero obviamente el padrastro había trastocado bastante el idilio familiar.
Por lo que Henrik interpretó de las afirmaciones del tribunal, el caso trataba sobre una familia nuclear que estaba desmoronándose. Pobres de espíritu, solía decir su madre sobre este tipo de personas. Él mismo no sabía qué palabras eran las más adecuadas, pero era bastante obvio que la familia tampoco estaba muy bien desde un punto de vista material.
Henrik tenía hambre. Sacó un Bollicao de su mochila y lo engulló con rapidez. Cayeron pequeñas migas sobre los documentos. Al intentar quitarlas con el dorso de la mano, dibujó rayas finas y marrones de chocolate sobre el texto.
A decir verdad, la familia Mohr de la calle Glad no padecía pobreza espiritual ni material. Henrik había aprendido en la academia que la ley era igual para todos, pero él tenía otra opinión. La ley nunca había sido igual para todos. En ningún aspecto. Si tenías dinero y recursos, contactos y redes, estabas mucho más protegido contra las miradas ajenas y la persecución, tanto de la policía como de las demás autoridades.
Tal vez, en especial, en casos de aquella naturaleza, pensó él engullendo la galleta de chocolate con Coca-Cola tibia; era más fácil, tanto literal como figuradamente, mirar dentro de una roulotte que de un enorme chalé rodeado de vallas.
Había conseguido con asombrosa facilidad los documentos de Volvat, el centro médico de urgencias al que pertenecía la familia Mohr. Antes de poner en marcha las formalidades relacionadas con el secreto profesional y otros obstáculos, se limitó a llamar a Jon Mohr para solicitar acceso. Un par de horas más tarde, este preparó un sobre con todos los informes clínicos que podía recoger en la recepción del centro sanitario. A Henrik le había sorprendido, y acaso decepcionado un poco, que mostrara tanta voluntad de colaborar. No indicaba precisamente una gran preocupación por lo que desvelaría el historial médico de Sander.
Ahora sabía que tampoco había motivo para ello.
Suspiró y abrió el sobre por tercera vez.
Sander Mohr había acudido a Volvat un total de once veces. Los primeros años carecían de interés. Cuando el niño era todavía un bebé, los padres habían acudido a Urgencias para recibir ayuda respecto al notorio insomnio que tanto Sander como ellos mismos padecían. La familia fue derivada a un terapeuta del sueño. La siguiente visita se produjo cuando Sander tenía dos años. El niño había desenterrado un avispero y había sufrido una cantidad alarmante de picaduras. Le administraron un antídoto por vía intravenosa y fue remitido al hospital Ullevål para que recibiera cuidados intensivos durante al menos veinticuatro horas.
Cuando tenía alrededor de tres años se produjo la primera lesión que podía tener cierto interés para Henrik. Según los documentos, Sander se había caído de espaldas por la escalera de la terraza y se había golpeado en la zona lumbar contra el borde de uno de los escalones. No se rompió nada, pero la caída tuvo como resultado una ancha franja morada que le atravesaba la espalda.
Henrik vaciló.
Los hematomas no se hicieron visibles de inmediato, pensó. Dejó correr el dedo sobre el texto mientras lo releía todo. De pronto se detuvo en un breve párrafo. Mordió el tapón del rotulador y subrayó la frase en color amarillo: «El pac. cayó por escalera de terraza hace dos días. Expresó dolor inmediato con llanto, pero según el padre se dejó consolar con facilidad. Según el padre, el pac. ha tenido pleno rendimiento físico posteriormente. El pac. parece algo desanimado ahora y no contesta a mis preguntas».
El médico había enviado al niño a rayos X para, a continuación, mandarlo a casa con supositorios analgésicos y un mensaje en el que le indicaba al padre que el niño guardara reposo durante unos días. No había más preguntas. Ni siquiera por qué tardaron dos días en acudir.
Las hojas clínicas contenían, además, anotaciones sobre una otitis bilateral, dos casos de dolor abdominal al que los médicos no encontraron explicación alguna y varicela diagnosticada por los propios padres, quienes necesitaban un certificado para que les reembolsaran los gastos de unas vacaciones que se fueron a pique.
Y una quemadura de consideración.
Ponía que Sander había jugado junto a la chimenea. Tenía algo más de cuatro años y medio y, de algún modo, un tren de juguete había acabado en el fuego. En un instante en que no le observaban, intentó agarrar el tren y un leño abrasador le cayó sobre el brazo. La herida tenía diez centímetros de largo y cinco de ancho, irregular en los bordes y con fuerte supuración. El historial era muy breve, casi deficiente, en opinión de Henrik. Cuando se fijó en la fecha, comprendió mejor por qué el médico había tenido tanta prisa. Aquello había ocurrido en Nochebuena y el centro médico estaba a punto de cerrar cuando el padre llegó con Sander chillando. Fue atendido, a pesar del momento tan intempestivo.
El episodio de la pista de patinaje también estaba en aquel montón de papeles. El curso de los acontecimientos se hallaba descrito más o menos como lo había hecho Haldis Grande. Al chico le habían confirmado que sufría una ligera conmoción cerebral y le cosieron una ceja con tres puntos.
Los últimos dos anexos del historial trataban sobre fracturas en los brazos. La primera ocurrió en septiembre de 2009 y, según los documentos, Sander simplemente se había caído de un árbol que había en el jardín de su casa. La fractura del brazo izquierdo era limpia. No hacía falta operar. Llevó el brazo escayolado durante seis semanas y eso fue todo.
En abril de 2011, cuando Sander precisó de nuevo tratamiento por una fractura (esta vez del brazo derecho), apareció por primera vez en el historial el diagnóstico de TDHA. El diagnóstico había sido confirmado por los servicios psicológicos más de dos años antes, pero hasta ese momento el médico de Volvat a cargo del tratamiento no había preguntado, al parecer, por la notable mala suerte de Sander. A partir de las breves anotaciones en el historial, Henrik creyó entender que el médico se conformó con la prolija explicación de que se trataba de otra fractura más. Habían colocado una escalera en la casa de la calle Glad. Jon Mohr iba a limpiar los canalones. Cuando entró para almorzar, Sander se subió hasta la mitad de la escalera, perdió el equilibrio y se cayó. Según el padre, el brazo, o más bien la manga del jersey, se enganchó entre dos travesaños. El crío empezó a chillar atropelladamente y su padre acudió corriendo. Cuando se encontraba ya a pocos metros, se rajó la tela del jersey del chico. De una manera u otra, el brazo debía de seguir enganchado. En cualquier caso, Sander gritaba con fuerza a causa del dolor antes de caerse. Los cardenales pudieron originarse como consecuencia del choque con el padre, quien, en parte, amortiguó la caída.
Henrik se preguntaba si el médico había aplazado que también le hicieran un chequeo hasta ver si lo de los cardenales era cierto.
Intentó organizar las hojas del historial clínico de modo sistemático.
Un montón de hojas dedicadas a las enfermedades. Difícilmente se podría acusar a los padres de la varicela y la otitis. Después de valorar durante un instante el episodio del avispero y el insomnio, al final también los puso junto con las enfermedades. El suceso en la pista de patinaje, también. Los padres ni siquiera estuvieron presentes. Metió todas esas hojas del historial clínico en una cubierta común y empujó la carpeta hacia el borde izquierdo del escritorio.
Las lesiones formaban su propio montón de papeles. Dos fracturas, una quemadura y una caída desde la escalera de la terraza. Henrik no estaba muy seguro de qué hacer con los dos casos de dolor abdominal. Cuando él era niño a menudo le dolía la tripa cuando se sentía inquieto por algo. Aunque de adulto entendió que aquello debía de ser una reacción psicológica, recordaba que los dolores parecían muy reales. Por otro lado, los niños se inquietan por muchos motivos; él mismo había temido la escuela de baile y los exámenes de inglés del colegio. Colocó rápidamente los dos casos en el montón de las enfermedades y metió toda la carpeta en el cajón vacío que había en la parte superior del escritorio.
Alguien llamó a la puerta dando tres golpes fuertes.
Aquello fue tan inesperado que Henrik se quedó rígido, como si alguien estuviera a punto de pillarle in fraganti haciendo algo que no debía.
—Pase —consiguió proferir al fin.
Un hombre de unos cincuenta años abrió la puerta. Dio tres pasos para atravesar la habitación y le tendió la mano. Henrik extendió la suya sin acordarse de ponerse en pie.
—Comisario Freddy Monsen, de la Sección de Economía —se presentó el hombre sonriendo a la vez que se sentaba en la silla de invitados—. ¡Has intentado dar conmigo!
—Sí —dijo Henrik tragando.
—Me dejaste una nota tres veces —le recordó Monsen mientras levantaba las cejas—. Lamento no haberme puesto en contacto contigo antes, pero, por decirlo de una forma simple: ahí fuera hay un follón de mucho cuidado.
Su mirada recorrió el yermo y silencioso despacho.
—Sí, sí —contestó Henrik intentando respirar con calma para evitar que el sonrojo del cuello se le subiera al rostro.
Maldecía su propia timidez cada bendito día. De niño casi le dejó sin amigos durante mucho tiempo. En cuanto los profesores descubrieron que aquel chico flacucho y callado de la última fila tenía una asombrosa habilidad para construir maquetas, ayudaron a Henrik a hallar un entorno en el que pudiera sentirse como en casa. Construía aviones y barcos, edificios famosos y fantásticos coches. Hasta los once años se ciñó a los juegos de construcción que le compraban, pero con doce se atrevió con la Casa Blanca sin otros materiales que balsa, contrachapado de abedul, plexiglás, cola y algunas herramientas. La maqueta era tan vistosa que llegó a ser expuesta en una vitrina del salón de actos del colegio. Que él supiera, allí seguía. La construcción de maquetas no le hizo menos tímido, pero le proporcionó un par de colegas igual de extravagantes y el respeto suficiente para que los demás chicos le dejaran en paz, más o menos.
Henrik destacó en todas las asignaturas del colegio, menos en los idiomas, y sus notas fueron más que suficientes para entrar en la academia de policía. Sin embargo, los requisitos físicos le costaban más. Procuró estar en forma para poder correr en condiciones y a duras penas pasó las pruebas de fuerza física. Fueron los ejercicios en el agua los que le tumbaron la primera vez. Las pruebas de natación fueron bastante bien, pero le resultaba imposible bucear para recoger todas las malditas anillas del fondo de la piscina.
Henrik tenía miedo al agua. También tenía miedo a las arañas. No le gustaban las alturas y tenía graves problemas con solo ver animales grandes. Bueno, si eran de mayor tamaño que un gato, aunque eso no lo admitía ante nadie. Durante la infancia se convirtió en todo un maestro en ocultar sus fobias. No sabía cuántas horas había empleado en Internet para encontrar la denominación de todas ellas…, y lo peor era que también sufría de un poco de antropofobia.
Simple y llanamente, le causaba ansiedad la presencia de otros seres humanos. No es que fuera una cualidad muy buena para un policía, y su madre ya se lo había advertido. Ella opinaba que debía ir tras su sueño infantil de ser paleontólogo. Nadie temía los restos de los dinosaurios muertos, según recordaba haber leído. Pero Henrik siguió en sus trece.
Él quería ser policía. Sería detective. Cierto que tenía muchos miedos, pero la construcción de maquetas le enseñó pronto el valor de la precisión paciente, una cualidad que, en su opinión, debería convertirle en un buen investigador. De niño, solo sus padres le tomaban en serio. El uniforme hacía que la gente se fijara en él. Se había convertido en alguien y llegaría a ser mucho más.
Durante la adolescencia aprendió a enfrentarse a todas su fobias. Trabajó muy duro consigo mismo después de haber visto un programa de televisión sobre la terapia de choque. Capturaba arañas y se las metía en la cama. Se obligaba a mantener la cabeza bajo el agua en la bañera. Acudía a escuelas de equitación, iba a ver vacas pastando y podía llegar a sentarse en estaciones de tren y en salas de cine con el único objetivo de acostumbrarse a los seres humanos que le rodeaban.
De hecho, aquello funcionó.
A sus veintiséis años se sentía mucho mejor. Prefería seguir manteniéndose lejos de los insectos y los animales, y jamás se bañaba en el mar. Aunque no tenía precisamente don de gentes, lograba más o menos relacionarse. Tenía amigos y podía disfrutar mucho de una noche de marcha por la ciudad, aunque todavía le resultaba difícil entablar una conversación con extraños.
Los encuentros cara a cara planificados solían irle bien, pero lo de Freddy Monsen le vino muy de sopetón. Henrik intentaba no tragar con tanta fuerza. Su maldita nuez era demasiado grande y le delataba al menor sentimiento de inseguridad.
—Sí, sí —dijo de nuevo carraspeando un poco.
—Intenté llamarte —repuso el comisario—. Me dejaste tu número en el contestador, pero no cogías el teléfono. Así que me informé un poco y averigüé que se te podía localizar aquí.
Volvió a recorrer el cuarto con la mirada, desde los estantes vacíos y las paredes desnudas hasta el escritorio sobre el que había colocado un caso aislado.
—Iba a decir… —apuntó con una sonrisa burlona a la vez que se retorcía un poco en la silla para acomodarse—. ¿A qué te estás dedicando realmente?
—A un posible…, un posible homicidio.
Monsen sonrió ampliamente. Le faltaba medio diente incisivo y había empezado a caerle una migaja de rapé.
—Bueno, ¿no estamos trabajando todos en un maldito homicidio? —dijo dando pequeños escupitajos al aire—. ¡Qué tío, joder!
—Se trata de otro caso —murmuró Henrik Holme—. Una especie de…
—Vale, vale, vale.
Monsen agitó con impaciencia su enorme mano derecha.
—¿De qué querías hablar conmigo?
—Se trata de un asunto de tráfico de influencias —respondió deprisa; le venía mejor no dar más detalles sobre lo que estaba haciendo—. No fue registrado en la base de datos Strasak hasta la semana pasada.
—Ah, vale, ¡ese!
El comisario colocó su muslo derecho sobre el izquierdo, juntó las manos sobre la rodilla y sacó el labio inferior.
—¿Sabe a qué caso me refiero? —le preguntó Henrik—. ¿Así sin más?
Acarició la comisura de los labios con el pulgar y el dedo índice. Deseaba que Monsen hiciera lo mismo; el rapé se le había instalado como medias lunas negras en cada extremo de su boca.
—No hay muchos casos de tráfico de influencias —dijo Monsen—. La semana pasada solo registré uno. Aún no he tenido tiempo ni de tocarlo. Lo poco que sé lo tengo en la cabeza. ¿Por qué preguntas?
—En este… —Henrik se contuvo. El peligro de que fueran a privarle del caso hizo que se sintiera aún más inseguro—. Estoy investigando unos hechos relacionados con uno de los nombres que apareció en la Strasak —dijo en cambio—: Jon Mohr. El gerente de Mohr y Westberg S.A. Por cierto, creo que se autodenomina «director general». Una agencia de publicidad de esas, ya sabe.
—Exacto —repuso Monsen dando un chasquido con la mano derecha—. Está anotado porque, en realidad, no tenemos sospechosos. Una chapuza por mi parte, la verdad. Como ya he dicho, no nos hemos puesto en marcha del todo.
—¿No hay sospechosos?
—No, pues…
Monsen parecía divertirse. No con Henrik, con su bailarina nuez o con el hecho de que aquel hombre de veintiséis años se encontrara solo en un despacho vacío haciéndole preguntas imprecisas sobre un caso de tráfico de influencias mientras el resto del mundo estaba pendiente de temas completamente diferentes. Solo parecía, sin más, que era un hombre con buen humor. Sus ojos marrones estaban cargados de carcajadas y su boca tenía la forma de una eterna sonrisa. Era amable. Se trataba, simple y llanamente, de un hombre jovial y agradable, justo como Henrik siempre había deseado ser.
—La bolsa, ya sabes.
Monsen miró a su alrededor buscando una papelera. Deslizó el dedo índice por su labio superior y retiró una enorme porción de rapé.
—La bolsa está en alerta, ¿comprendes? Actúan cuando detectan alguna transacción sospechosa, como, por ejemplo, una compra o una rebaja justo antes de un acontecimiento que influye en los tipos de cambio. El umbral es muy bajo, lo cual implica que normalmente todo está en perfecto orden. Por el contrario, las veces en las que no llegan al fondo del asunto con un par de simples pesquisas…
Una caja de rapé dibujaba un círculo permanente en el bolsillo derecho del pantalón. Le costó sacarla. La tripa rebasaba ampliamente el cinturón, lo cual requería estirar todo el cuerpo en la silla adoptando una postura muy incómoda.
—Entonces lo mandan a los supervisores financieros —jadeó—. Ellos tienen más poderes que la Bolsa. Si opinan que se trata de juego sucio, nos envían el caso a nosotros.
—¿Y este caso?
—Como ya he dicho, no he tenido ocasión de estudiarlo con detalle. Se trata de dos compras de acciones, si no recuerdo mal. Una se realizó el día antes de conocerse que las dos compañías del sector informático, Klevstrand y Shatter, iban a fusionarse. Como comprenderás, las acciones se dispararon.
Su mano derecha hizo un movimiento en el aire apuntando al techo antes de abrir la tapa de la caja de rapé.
—Creo recordar que el otro caso estaba relacionado con HeliCore. Habían concluido un importante contrato de transportes en el mar del Norte. Algo realmente gordo. Estas cosas hacen que las acciones florezcan. Alguien tuvo el olfato suficiente para ver lo que se avecinaba y compró acciones por un millón de coronas tres horas antes de darse a conocer la noticia. Justo después las vendió por una humilde ganancia de 250 000 coronas. —Se metió otra porción de rapé y luego se limpió las manos en los muslos—. Muy buen olfato o información ilegal. Eso es lo que debemos averiguar.
—Pero ¿eso que tiene que ver con Mohr y Westberg?
Monsen colocó la porción con ayuda de la lengua y su sonrisa devino más amplia que de costumbre.
—Todas esas compañías eran clientes suyos. Mohr y Westberg sabía lo que iba a ocurrir. En realidad, esas compañías de publicidad saben una maldita cantidad de cosas. Sospecho que antaño se hacían muchas trampas. Sigue pasando, pero las actitudes han mejorado un poco. El pánico de que los pillen también es mayor, supongo. Nosotros, los tipos buenos, hemos mejorado mucho.
Se golpeó ligeramente en el pecho con los puños.
—¿Eso significa que algunos empleados de Mohr y Westberg compraron estas acciones?
—¡No, no! ¡Eso sería el colmo de la estupidez! El comprador es externo, por supuesto, y nuestra labor es averiguar si la persona en cuestión tiene cualquier conexión con alguno de los empleados de Mohr y Westberg.
—O sea, que no hay seguridad de que Jon Mohr haya cometido delito alguno…
—¡En absoluto! Es el gerente de la compañía, y de los documentos de los supervisores financieros se desprende que él se encargó en persona de ambos casos. Pero todavía no se puede decir si ha cometido algún delito. Probablemente ni sepa que está bajo sospecha. Y ahora que todo el puto Departamento de Economía se nos ha puesto a buscar el dinero de ese…
Por primera vez desde que entró en la habitación, las comisuras de los labios bajaron formando un gesto de repugnancia.
—¿Así que Jon Mohr no tiene ni idea de que está bajo investigación? —preguntó Henrik sin percatarse del cambio en el estado de ánimo de su colega.
—¡Yo al menos no le he dicho nada!
Al levantarse, volvió a meter la caja de rapé en el bolsillo, tiró un poco de los pantalones y escupió otra vez al aire.
—No voy a poder mirar el asunto con más detalle hasta dentro de bastante tiempo —declaró dirigiéndose a la puerta—. Pero no escapará. Por desgracia. Y no me apetece preguntar qué tiene que ver esa gente extravagante de Tjuvholmen con un homicidio. Todos tenemos lo nuestro estos días. —Volvió a sonreír ampliamente y levantó la mano derecha como para saludar—. Está un poco desangelado esto —añadió—. ¡Cuelga un póster o algo! Si necesitas algo, llámame. Suerte, sea lo que sea en lo que estés metido.
—Bien —dijo Henrik de modo maquinal—. Gracias, pues.
Tras el portazo volvió a quedarse solo.
Se sentía más solo que nunca. Se introdujo un bolígrafo en la oreja y le dio vueltas mientras miraba afligido los papeles que tenía enfrente. Adiós a la teoría de que Jon Mohr se encontraba estresado por estar siendo investigado. En primer lugar, el hombre no conocía el caso y, en segundo lugar, no era ni mucho menos seguro que hubiera hecho algo malo.
Tiro fallido.
Dos fracturas de brazo, una espalda lesionada y una quemadura era todo lo que le quedaba. No era gran cosa para demostrar nada, al menos no como fundamento de sospecha en un caso de maltrato infantil. Obviamente, debía comprobar los centros de urgencia municipales, pero Jon Mohr dijo que siempre acudían a Volvat. La posibilidad de que mintiera sobre algo así era mínima; el tipo no parecía precisamente imbécil.
Se sacó el bolígrafo de la oreja.
De alguna forma no comprendía por qué este asunto se había convertido en algo tan importante para él. En la primera fase del caso, durante la solitaria salida el viernes de hacía una semana, se había sentido paralizado por la angustia. Si la fiscal no se hubiera pasado a verle para sistematizar todo un poco, no sabría muy bien qué tal habría ido. Después se había sentido decepcionado por no poder trabajar en el mismo asunto que todos los demás, antes de darse cuenta de que aquel caso podría ser un camino para salir de las aburridas infracciones de tráfico. Por primera vez en su vida le dejaban investigar, y las terribles circunstancias le brindaban la oportunidad de hacerlo por su cuenta. Era excitante.
Se sentía como un policía hecho y derecho, algo que no sucedía a menudo. Nunca, a decir verdad.
Pero había ocurrido algo. A medida que pasaban los días, crecía en él la sensación de que, en efecto, había algo en las sospechas con las que torpemente había confrontado a Jon Mohr el sábado por la noche.
La conversación con la abuela paterna del niño no le había proporcionado a Henrik el más mínimo indicio. La única recompensa que consiguió con la visita a Vinderen fue obtener un breve atisbo de Sander. Había una foto de él colgada en el pasillo de la casa de la anciana, y algo en la mirada del niño le conmovió. Henrik oía por doquier que Sander había sido un chaval alegre, enorme y robusto. Pero en la foto parecía muy distinto. Había algo en su sonrisa; una timidez que Henrik era incapaz de interpretar. Recordó, no obstante, que en casa de Jon y Ellen no había ninguna fotografía del niño. Ni siquiera en la cocina, en la nevera, donde casi todo el mundo solía colocar toda clase de instantáneas con imanes.
Curioso, pensó Henrik, aunque apenas era relevante para el caso.
A decir verdad, casi no tenía nada significativo para el caso. Solo se basaba en una débil inquietud relacionada con la fotografía de Sander en primer curso y la reticente narración de una maestra sobre un niño que frecuentemente llegaba al colegio con pequeñas y grandes lesiones.
«Meras bagatelas», solía decir el chico.
Henrik hojeó rápidamente el historial clínico de la última fractura de brazo.
«Meras bagatelas», contestó Sander cuando Haldis Grande le preguntó qué había sucedido. La profesora había dicho que algunas veces contaba historias detalladas y emocionantes sobre la causa del percance. Pero, en aquel caso, no había querido adentrarse en los detalles de una dramática caída desde una escalera en la que se había enganchado el jersey y en la que, como en una película, el padre le había cogido antes de dar contra el suelo.
—Meras bagatelas —susurró Henrik.
O una historia falsa… inventada por su padre. Él era quien había acompañado al niño al médico.
Con el pulso acelerado, Henrik abrió el cajón. Sacó de la cubierta los historiales clínicos menos sospechosos y percibió que le temblaban las manos al repasar los documentos con rapidez. En solo una ocasión ambos padres le acompañaron a Volvat. Fue la vez que acudieron para que los ayudaran a poder dormir. Por lo demás, fue Ellen quien acompañó al chico con motivo de las picaduras de avispa y en relación con la otitis, la varicela y las molestias gastrointestinales que padeció. También fue ella quien llevó a Sander al médico después del accidente en la pista de patinaje del colegio.
Jon no.
Metió los documentos otra vez en la cubierta y cogió el montón que contenía las lesiones más sospechosas.
Jon Mohr había llevado a Sander al médico cuando se cayó de la escalera de la terraza. Y las dos veces que se rompió el brazo. Fue él quien acudió a Volvat con su hijo por una quemadura de segundo grado en el brazo después de que su tren de juguete hubiera ido a parar a la chimenea. Tras ello se escondía un patrón. Por fin una pista, bastante evidente. Henrik tragó repetidas veces.
Cuando había que inventarse historias para que el niño permaneciera callado, era el padre quien lo llevaba al médico.
No Ellen.
—Sííííí —exclamó Henrik con los dientes apretados.
Se hallaba a una eternidad de una sentencia judicial. Lejos de una acusación. Ni siquiera se aproximaba a una imputación, pero no podía tratarse de simples casualidades. Por fin, Henrik estaba seguro del asunto; Jon Mohr se iba a enterar de lo que era enfrentarse a un policía convencido.
Eran las diez de la noche del viernes. Yngvar dormía. Cuando regresaron de la excursión por las montañas de Maridal, la madre de Inger Johanne ya se había pasado por su casa con una olla de guisado hecho por ella. Antaño, antes de enviudar, habría entrado en casa sin invitación previa, con la copia de la llave que habría conseguido obstinadamente y se hubiera quedado allí esperando. Esta vez, sin embargo, había mandado un mensaje diciendo que había preparado comida para un regimiento y que no le quedaba sitio en el congelador. Si a Inger Johanne le parecía bien, le gustaría pasar por su casa y dejarles cena para los dos. Podía utilizar la copia de la llave y entrar un instante mientras ellos estaban de excursión.
Antes de que su madre enviudara, Inger Johanne se hubiera negado.
Ahora estaba agradecida.
Yngvar comía sin decir nada y sin percatarse de que no quedaba comida para Inger Johanne. Luego gastó toda el agua caliente en la ducha antes de lanzarse de cabeza a la cama.
Jack parecía muerto bajo la mesa del salón. La excursión había sido dura incluso para él, y únicamente su débil y lento ronquido indicaba que el animal aún vivía.
Isak acababa de llamar.
Inger Johanne había hablado diez minutos con Kristiane. Para su sorpresa, tampoco entonces mencionó los atentados terroristas. Había evitado hablar de ello durante toda la semana. Por lo general solía estar inconsolable con bastante menos dramatismo. Un artículo periodístico sobre un alce al que habían disparado al extraviarse en la boca del metro la había dejado fuera de juego durante varios días a comienzos del verano. En la afinada escala de Kristiane referida a acontecimientos tristes, el doble ataque a la zona de los ministerios y a la isla de Utøya sobrepasaba todos los límites, y por ello decidió ignorarlo todo. Isak no quería presionarla e Inger Johanne se había mostrado de acuerdo. Por su parte, Ragnhild estaba demasiado ocupada en la piscina como para tener tiempo de hablar con su madre. Inger Johanne estuvo a punto de decir que debería estar en la cama desde hacía un buen rato, pero afortunadamente permaneció en silencio.
Se alegraba mucho de que las niñas estuviesen en Francia en una casa sin acceso alguno a la televisión noruega ni a Internet.
Volvió a pensar en lo insólitamente silencioso que estaba todo.
Se sirvió una copa de vino de un cartón que había sobre la encimera de la cocina.
Recordó el test de embarazo y miró la copa con desaliento.
No podía esperar más. Vertió el vino en el fregadero, lo enjuagó bien con agua y metió la copa en el lavavajillas. Rechazó la bebida, aunque no fuera a tener el niño; no había lugar ni tiempo para ello; no podía permitir que entrara un bebé en su vida. Cierto que el domingo se había tomado medio vaso, pero entonces se sentía tan cansada que ni lo pensó.
Se había pasado toda la semana buscando excusas para no hacerse el test. Solo habían transcurrido ocho semanas desde que había tenido su última regla. Todavía le quedaba bastante tiempo para llegar al límite legal del aborto. Además la idea del embarazo era bastante absurda. Era demasiado mayor. Su periodo había sido irregular durante al menos un año y su propia madre siempre se quejaba de que la menopausia le había venido demasiado pronto. Estas cosas eran hereditarias, había leído Inger Johanne en algún lugar. No estaba embarazada. Su cuerpo iba camino de la menopausia. Solo eso. Algunas mujeres como Ellen, que no paraban de hacer ejercicio, se volvían flacas y magras a esa edad. La actividad física de Inger Johanne se limitaba a sacar a Jack de paseo. Eso no era suficiente para resistir la ley de la gravedad y, como de todos es sabido, el metabolismo se ralentiza con los años. Aquel día ni siquiera se había sentido mareada y ya iba siendo hora de quitarse de la cabeza la idea de tener otro hijo. Entró en el dormitorio de puntillas.
Yngvar dormía más tranquilo que de costumbre. Estaba acostado de lado, acurrucado y bien arropado por el edredón a pesar de que la habitación era calurosa y el aire denso. Inger Johanne estaba segura de que había cerrado la ventana: existía una lucha eterna entre los dos para ver si se dejaba abierta. Necesitaba un poco de tiempo para ella misma y no quería arriesgarse a despertarle al abrirla. Esperaría hasta irse a la cama. En cambio, levantó con cautela el cesto de la ropa sucia y lo llevó al cuarto de baño.
Debió reprimir el intenso deseo de cerrar la puerta. Yngvar había escondido la llave después de que Ragnhild encerrara a Kristiane dos veces en el baño. No pasaría nada, él dormía muy profundamente y, además, siempre solía llamar a la puerta. Inger Johanne introdujo el brazo entre las prendas sucias del cesto. Los dedos agarraron al final una caja de cartón que yacía en el fondo.
Jamás había visto un test de esos, y menos aún lo había utilizado. Con Kristiane y Ragnhild acudió directamente al médico en cuanto las esperanzas de hallarse embarazada fueron fundadas. En ese momento estaba paralizada por el miedo; abrió la caja con unos dedos que no parecían desear lo mismo que ella. Despedazó la caja y durante un momento temió haber destrozado también las instrucciones de uso.
Un cuarto de hora más tarde, ya no sentía miedo. Sentada sobre la tapa cerrada del inodoro, sabía que esperaba otro hijo. Estaba segura de que era un niño, un niño pequeño que se podría llamar Tarjei. Apretó su mano derecha contra el vientre y estaba tan segura que jadeó: esperaban un hijo.
La prueba reposaba en el borde del lavabo. En la pantalla iluminada aparecía: «Embarazada 3+».
De tres semanas o más.
Durante al menos tres semanas había llevado un futuro niño en el vientre. Su cabeza calculaba hacia delante. En torno a marzo. Yngvar e Inger Johanne iban a tener un niño en primavera. Sabía que todo saldría bien. Ella conocía a Yngvar; fue una tontería cogerle desprevenido en Gaupekollen. Su respuesta fue un acto reflejo; un irreflexivo no que se convertiría en un sí en cuanto ella le contara lo que estaban esperando. Sabía que Yngvar se pondría contento; de hecho, su propio temor se había convertido en expectativa en cuanto el resultado apareció en la pantalla.
Pero tenía que esperar.
Examinó una vez más la varilla que le indicaba que llevaba un nuevo hijo en su interior. No la quería tirar. No tenía corazón para verla desaparecer, así que la metió rápidamente en la caja del test sin utilizar y volvió a colocar el paquete en el fondo de la cesta de la ropa sucia.
Podía esperar.
Yngvar no era él mismo. Nada era como solía ser. Aunque el gran juicio no llegaría hasta bien entrado el año nuevo, tarde o temprano el trabajo de Yngvar volvería también a la normalidad. Aún era muy pronto. Solo había transcurrido una semana. Quizá dentro de un mes, cuando el verano se hubiese acabado y Noruega tuviera que recobrarse de algún modo. Nadie podía continuar así, pero en un mes ella podría gestar a su hijo en soledad.
El sonido del teléfono chirriaba desde el salón.
Yngvar no debía despertarse, ahora no; salió precipitadamente del baño.
Era su móvil. Lo cogió de la mesa del salón y cayó al sofá.
—¿Diga?
—Sí, oiga, ¿hablo con Inger Johanne Vik?
—Sí. Disculpe, yo solo… Sí, soy yo.
—Agnes Krogh al aparato. No sé si me recuerdas, pero yo…
—¡La madre de Ellen! Claro que la recuerdo.
—Siento llamarte tan tarde un viernes. Es solo que yo…
La línea crepitaba. Inger Johanne puso el teléfono en la otra mano y se acomodó.
—No importa. Estoy despierta y sola.
—Gracias. Te llamo simplemente para preguntarte si nos podemos ver. Me gustaría hablar contigo sobre un asunto que no es apropiado tratar en una conversación telefónica.
—Sí. Bueno. Por supuesto que podemos quedar.
Inger Johanne estuvo a punto de darle el pésame por Sander cuando recordó que Agnes y Torbjørn no habían visto al niño en tres años. De todos modos debía manifestar algún tipo de condolencia, pero no se le ocurría nada apropiado que decir. Por suerte, Agnes se le anticipó.
—Ahora vivimos en Lillehammer —dijo ella—. Quizá no lo sepas.
—No…
—Cuando Torbjørn se jubiló y no pudimos seguir formando parte de la vida de Ellen y Sander, vendimos la casa y nos trasladamos de nuevo aquí. Los dos somos de aquí. Originarios, quiero decir.
—Sí, claro.
—He leído sobre ti, Inger Johanne. En los periódicos y un poco en Internet. Torbjørn y yo hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es hablar contigo. Preferimos no… —De nuevo el chisporroteo. Sonaba a viento fuerte—. Estoy en la cabaña —voceó Agnes al otro extremo de la línea—. Espera un momento.
Inger Johanne metió la mano bajo el cinturón. La piel se había vuelto más tirante. Desabotonó el pantalón y dejó abultar el vientre. Tuvo que ser hace más de tres semanas. La noche de San Juan, pensó. Habían estado cenando en Asker, en casa de unos compañeros de Yngvar, y tuvieron que pernoctar en el sótano porque no consiguieron ningún taxi. Hacía cinco semanas.
—Oye —dijo Agnes—. Tenemos mala cobertura aquí, pero ahora debería ser mejor. Estoy sobre el borde de un peñasco, ¿me escuchas?
—Sí.
—¿Qué te parece el lunes que viene?
—¿El lunes? Bueno. Podría ser. ¿Qué tal por la mañana?
—Depende de ti. Quiero hablar de un tema muy…
De nuevo, una ráfaga de viento arrampló con la mitad de la frase.
—¿Oiga? —dijo Inger Johanne—. ¿Puede repetir? No la he oído.
—Me gustaría hablar contigo de un tema confidencial. Por ello lo mejor sería evitar vernos en una cafetería. ¿Puedo atreverme a sugerir que quedemos en tu casa? O en el despacho, si no estás de vacaciones, claro. Oh, Cielos, ¿estás en Noruega? ¡Uf! No he caído en que estamos en pleno verano…, y todos esos terribles…
—No hay problema. Estoy de vacaciones, pero me encuentro en Oslo. Puede venir. ¿Le parece bien a las doce?
—A las doce está bien. Muchas gracias.
—¿Le puedo preguntar de qué se trata? —dijo Inger Johanne sin pensarlo bien—. Solo una pista o algo…
—Se trata de Sander —dijo la mujer al otro extremo de la línea—. No tuvimos noticias de su muerte hasta hace tres días. Jon nos llamó.
A Inger Johanne le parecía oír unos pasos rápidos e irregulares, como si Agnes buscara un lugar con menos viento en un terreno bastante intransitable. Su respiración era pesada. Inger Johanne sostenía el teléfono a un centímetro del oído a fin de evitar el molesto sonido.
—De acuerdo —dijo vacilante cuando al fin hubo silencio—. ¿Puede decir algo más?
—No mucho más —respondió Agnes—. Pero creo que Sander era maltratado por su padre. En realidad no lo creo. Estoy bastante segura.
—Al menos has hecho bien una cosa —dijo la fiscal Tove Byfjord—. Eres tenaz, Henrik. No es mala cualidad para un policía.
Se acercaba la medianoche. El gran coloso arqueado y alargado de Grønlandsleiret 44, donde se hallaba la comisaría de policía de Oslo, seguía despierto. Las ventanas de los despachos desprendían una luz débil y los transeúntes podían ver gente entrando y saliendo como en una mañana de ajetreo. En su despacho prestado, casi vacío, se encontraba el agente de policía Henrik Holme. Sentía cómo el móvil vibraba en su muslo. Metió una mano furtivamente en el bolsillo para apagarlo con discreción.
—Apaga ese chisme —dijo la fiscal—. Estoy hablando contigo.
Obedeció dejando caer el teléfono en la mochila.
—Has hecho mucho —dijo ella a la vez que intentaba ahogar un bostezo—. Pero también lo has hecho casi todo mal. El problema es que ves demasiado Ley y Orden. ¿Qué coño hiciste en casa de la maestra esa en Grorud? ¿Y en casa de la abuela paterna? No podías solo… —Se rascó la frente mientras sacudía la cabeza débilmente. Se había pintado las uñas de rojo hacía unos días. Ahora la mitad de ellas había perdido su color. Eso le hacía parecer barata. En cuanto volvió a depositar su mirada en él, cambió de idea—. Idiota —dijo ella, frustrada.
—Pero he averiguado bastantes cosas —repuso Henrik con voz dócil.
La fiscal se reclinó en la silla y colocó las manos en los reposabrazos. La blusa carmesí le apretaba los senos. A través de una abertura entre dos botones vio un sujetador de igual color. Tragó repetidas veces.
—Mis ojos están aquí arriba —dijo ella apuntándolos con dos dedos estirados.
Él levantó la mirada hacia un punto de la pared justo por encima de su cabeza e intentó fijarla allí.
—Tengo cuarenta y ocho años —dijo con una sonrisa que él era incapaz de interpretar—. Me sobran diez kilos y además soy lesbiana. Búscate un objetivo más apropiado.
Su maldita nuez bailaba el chachachá. Henrik había puesto sus manos sobre una mujer tres veces en su vida, y en dos de los casos el asunto se limitó a las manos. En el tercer caso la chica estaba tan borracha que podía hacer todo lo que quisiera con ella, y lo que él quería se terminó muy pronto. Tove Byfjord le recordaba a la madre de un compañero del instituto, robusta y morena, y tan decidida que su imaginación se disparó tanto entonces como ahora. Intentó pensar en un soufflé de pescado y un pudin de morcilla juntos en el mismo plato. Ayudó. Le dio náuseas.
—¿Cuándo es el funeral?
—¿El funeral?
—¡Sí, tendrán que ir enterrando ya a la pobre criatura!
—Está en el hospital general, y mientras no sepamos si hay implícito algún delito, no podremos entregarlo.
Tove Byfjord dejó caer el mentón en un gesto de frustración mientras negaba lentamente con la cabeza.
—O sea, que si tardamos varios meses en llegar al fondo del asunto, dejamos que el niño permanezca allí, ¿no? ¿Crees que tenemos una maldita nevera donde dejar eternamente a todos los cadáveres de los casos que duran y duran? Eres muy…, eres… —Soltó el aire de los pulmones y resopló como un caballo—. ¡Ya han realizado la autopsia! —dijo en voz alta—. ¡Hasta tienes todos los documentos relacionados con ella!
—Sí, bueno…
Henrik se arañaba el pantalón a la altura del muslo.
—Procura arreglar todas las formalidades inmediatamente —gruñó ella antes de enderezar la espalda. Se retocó el peinado y continuó—: Mira, no. Olvídalo. Yo misma me voy a hacer cargo de esto.
Henrik se percató de la dirección que aquello tomaba.
—Tiene que admitirlo —comenzó a decir él intentando mantener la voz—. Tiene que admitir que resulta sospechoso que Jon Mohr acompañara a Sander al médico cada vez que se trataba de esas «bagatelas» sobre las que el niño no quería hablar.
Mantenía las manos alzadas en el aire, haciendo que se encontraran varias veces los dedos pulgar e índice.
—¿Qué es eso? —Ella sonrió con desgana.
—Algo así como unas comillas.
—Parecen dos malditos picos de pájaro. Tienes que hacerlo así.
La fiscal dibujó con cuatro dedos unas comillas en el aire.
—Da igual —dijo Henrik sintiendo cómo sus axilas chorreaban sudor—. De hecho, he averiguado bastantes cosas. Por desgracia, el informe que se realizó en el lugar de los hechos es del todo inútil. La perita, que llegó a las tres de la madrugada, estaba agotada. Además, Jon Mohr lo había recogido todo. Lo único que constata el informe es que no hay rastros de sangre en la escalera desplegable, pero que sí los había en el parqué del salón, apenas. Mohr le había dado fuerte a la bayeta, cosa que indica mala conciencia, si quiere saber mi opinión. —El sudor le brotaba alrededor de las sienes como perlas—. También había rastros de sangre en la linterna. La cuestión fundamental es si Sander se cayó encima de la linterna y se produjo una fractura de cráneo, o si la linterna fue utilizada para golpearle, con el mismo resultado.
Byfjord le miraba con un gesto inexpresivo. Henrik decidió interpretarlo como muestra de ánimo.
—Había huellas digitales de los padres en la linterna. Las más nítidas eran de Jon Mohr. Tengo muchos planes respecto a cómo proseguir esta investigación.
—No hace falta —apuntó la fiscal inspirando tan profundamente que se amplió la apertura de la camisa que mostraba el sujetador de color rojo sangre—. Este caso será transferido a otro.
—¿Cómo?
—Seguro que lo entiendes —dijo de forma suave y despectiva.
Cada vez le recordaba más a la irresistible madre de su compañero.
—Que sepas que estoy convencida de ello —continuó ella—. Creo que puedes haber dado con algo. Has encontrado algunos datos interesantes. Este caso es serio, Henrik, y lo voy a transferir a un investigador más experimentado que tú. Aunque nos enfrentemos al mayor caso de la historia del distrito policial, no podemos cerrar los ojos a otros asuntos serios. Entrégame todos los documentos, por favor.
—Pero…
—Dámelos.
Ella se levantó tendiéndole una mano abierta. Su ajustada falda se arrugó en torno a las caderas. Él percibió una leve fragancia de perfume cuando sacudió la mano con impaciencia y repitió:
—Dame los papeles. Ahora.
Con desgana, Henrik abrió el cajón superior del escritorio y sacó la funda verde.
—Gracias. Y la copia.
—No he sacado ninguna copia.
—Claro que has sacado copia —dijo ella, airada—. Sabes que siempre hay que sacar una copia. Dámela.
—¡No he sacado ninguna copia! —exclamó—. ¡Lo prometo!
Le examinó con detenimiento. Henrik intentó no parpadear. Mantenía los ojos abiertos sin ceder ni un milímetro a aquella mirada oscura y escéptica, semioculta bajo aquel flequillo, donde algunas canas parecían más lisas que otras.
—Ni siquiera has sido capaz de hacer eso correctamente —dijo al fin, malhumorada, antes de girar sobre sus talones y marcharse.
Cuando hubo salido, Henrik abrió el segundo cajón del escritorio, sacó la copia y la introdujo en su mochila.
—Que te follen —murmuró, y decidió irse a casa.