Capítulo 3

Al despertar el martes 26 de julio, Inger Johanne se sintió sorprendentemente descansada. Hacía mucho tiempo que Yngvar se había marchado, y ella se quedó un rato en la cama escuchando aquel insólito silencio. Su madre había vuelto a su casa, tal y como habían acordado el lunes. A las niñas aún les quedaban dos semanas en Francia. Los vecinos de abajo estaban de vacaciones, y lo único que interrumpía ese silencio casi perfecto eran los ronquidos de Jack, que se había acostado a su lado en la cama, a pesar de tenerlo terminantemente prohibido, como la mayoría de las cosas que solía hacer.

—Al suelo —murmuró ella intentando darle un empujón para que se bajara de la cama.

Jack se dio la vuelta y se quedó boca arriba agitando levemente las patas delanteras antes de quedarse dormido otra vez.

Un suave aroma a tinta de impresión hizo que se incorporara en la cama apoyando la espalda sobre tres almohadas. Yngvar le había dejado los periódicos del día en la mesilla de noche. Al lado había un termo y una taza vacía. Inger Johanne vertió el café caliente en la taza y se puso más cómoda.

—Al suelo —repitió de modo poco convincente.

De repente tuvo la sensación de que algo resultaba muy diferente. Era algo relacionado con la luz que titilaba dentro del cuarto cada vez que la corriente que entraba por la ventana entreabierta jugaba con las cortinas. Se inclinó a un lado y retiró uno de los doseles.

El sol.

Afuera era verano. El dormitorio estaba bañado por una luz resplandeciente cuando se levantó para abrir las cortinas, y las corrió con tanta vehemencia que casi se cayeron. Plegó las manos ante el pecho y miró hacia fuera. Todo era de color cardenillo y el cielo estaba azul y radiante.

Los pechos le dolían cuando los rozaba.

Se sintió desanimada. Seguía existiendo una posibilidad de que se equivocara. El día anterior se había aventurado a entrar en una farmacia para comprar un test de embarazo. Intentó camuflar la compra renovando considerablemente el botiquín, para ocultar el paquete azul en una cesta que contenía analgésicos, esparadrapo, pasta de dientes, pomada para la piel, Pyrisept, compresas estériles y cualquier cosa que pudiera necesitar. Tras volver a casa colocó todo en su sitio, a excepción del test, escondido en el fondo del cesto de la ropa sucia.

Yngvar seguía sin saber nada. La noche del sábado no pudo más que estar presente. Su enorme marido se puso a llorar hasta que se quedó dormido, y había vuelto al trabajo el domingo a eso de las diez. Por primera vez desde que se habían conocido, se había negado a decir nada sobre el asunto en el que estaba implicado. Ella ni siquiera le había preguntado directamente. Tan solo le soltó un comentario medio sorprendido cuando, en silencio, tomaban el desayuno que le había preparado su madre antes de recoger sus cosas y marcharse. Yngvar se limitó a menear la cabeza.

Sin embargo, ella lo entendía. Al fin y al cabo era un experto en interrogatorios.

Uno de los mejores, se solía decir.

Ya no se dijeron nada, ni durante el desayuno ni tampoco cuando regresó a casa a medianoche. Parecía algo más recompuesto, aunque seguía con aspecto cansado y taciturno. A eso de las tres de la madrugada se acurrucó junto a ella en la oscuridad y la abrazó sin decir nada. La abrazó en un silencio absoluto hasta que ella no pudo respirar y, con cuidado, tuvo que librarse de sus brazos.

No tuvo ocasión hasta el lunes por la noche de hablarle sobre Sander. Él la escuchó y le hizo un par de preguntas, moviendo la cabeza compasivamente y soltando los cubiertos. Los dioses sabrán qué comía en el trabajo porque, en contra de lo que era habitual en él, no tocó la comida que ella le había puesto.

—Esas cosas suceden —dijo levantándose de la mesa—. Los accidentes ocurren. Los niños mueren.

No quería ver la tele ni leer la prensa. Estaba claro que no había leído los ejemplares del Aftenposten y del Dagsavisen que ella había colocado en su mesilla de noche. Tampoco le apetecía hablar de cosas que no fueran temas triviales. El domingo por la noche apenas había preguntado por las niñas. Hasta que Inger Johanne aseguró que estas se lo estaban pasando genial en la Riviera, él no las había mencionado en absoluto.

Yngvar se había apagado. Era como si se hubiese desenchufado, por así decirlo. Ella no le reconocía. Resultaba imposible decirle que estaban esperando otro hijo.

Además, tampoco era seguro.

Aún no se había hecho la prueba y prefería esperar unos días más. «Al menos hasta mañana», pensó Inger Johanne, y decidió pasar de los periódicos. Se llevó la taza de café al baño. El silencio de la casa le hacía ir de puntillas. Se sobresaltó en el momento en que Jack bajó al suelo dando un pesado golpe.

En realidad, Yngvar e Inger Johanne tendrían que estar en la montaña, solos por primera vez en muchos años. Normalmente, Isak y ella hacían todo tipo de malabares para que las niñas pasaran todo el verano con al menos uno de ellos. Los equilibrios no concluían sin que llenaran sus propias vacaciones con los niños, pero este año Kristiane había estado en un campamento de verano durante dos semanas. La abuela materna se había llevado a Ragnhild a la cabaña durante el mismo periodo y, por tanto, Inger Johanne e Yngvar pudieron aceptar de milagro un apartamento que les habían ofrecido en Finse para cuando las niñas estuvieran en Francia. Doce días de excursiones a pie, ellos dos a solas. Había esperado ese momento con ansia, desde marzo. Tenían que haberse marchado ayer, pensó atónita cuando se levantó del retrete para abrir el agua de la ducha. Su viaje se había esfumado por completo entre todo lo ocurrido y, por supuesto, no iban a poder marcharse. Sintió una ráfaga de disgusto que desapareció rápidamente con un sentimiento de vergüenza que le encendió las mejillas.

Se metió en la ducha con cuidado.

El agua estaba demasiado caliente, pero disfrutaba del dolor punzante que le producía en la espalda. Paulatinamente, los músculos se fueron relajando y apoyó la frente contra los azulejos mientras dejaba correr el agua. Era un día vacío, pensó ella. No tenía ningún plan, ninguna obligación. No había visto la tele las últimas veinticuatro horas. No soportaba las imágenes, las cifras, las descripciones de los testigos oculares, los chavales aterrados, los padres con la mirada apagada. No soportaba aquello, no quería hacerlo. Ellen tampoco la había llamado desde el sábado. La muerte de Sander ya no era asunto de Inger Johanne. Tenía el día libre. Ni siquiera tenía que preocuparse por las niñas: estaba completamente sola.

Una liberadora sensación de soledad la llevó a enderezar la espalda y buscar el agua con el rostro. La ducha se iba enfriando lentamente. Se sentía limpia, pura y avivada cuando, al fin, giró el grifo mezclador.

Colocó una mano sobre el vientre. Todavía estaba plano, aunque, de algún modo, lo notaba un poco hinchado.

Tal vez fuera niño.

Había muchos nombres de chico bonitos, pensó mientras acariciaba su piel tersa, moviendo la mano de un lado a otro.

Siempre había pensado en Tarjei. Un nombre suave y fuerte a la vez.

No había lugar para otro hijo. Ya eran demasiado mayores. Ya tenían los hijos que necesitaban. Rechazó la idea de ponerle aquel bonito nombre y se enfundó en una toalla antes de irse al salón. Había llegado un mensaje a su teléfono.

Seguía sin actualizar la lista de contactos, pero, de todos modos, jamás hubiera identificado aquel número. Con gesto de sorpresa, Inger Johanne leyó el mensaje dos veces: «Estimada Inger Johanne Vik. Me gustaría poder hablar contigo cuanto antes. Hoy mismo, si puede ser. Ellen y Jon necesitan ayuda. ¿Me podrías llamar para concertar una cita? Mi número aparece en la pantalla. Un cordial saludo, Helga Mohr (la madre de Jon, a quien conociste en la fiesta del verano de 2009)».

Jack iba detrás de ella. Ahora se dedicaba a lamer con lengüetazos largos y tenaces el agua que se acumulaba alrededor de sus pies en el parqué. Inger Johanne se quedó inmóvil con el teléfono en la mano. No estaba segura de qué le sorprendía más, si el contenido del mensaje, o si una anciana de más de ochenta años que fuera capaz de enviar un SMS impecable.

Probablemente fuera esto último. Arrojó con brusquedad el teléfono sobre el sofá para evitar la tentación de devolver la llamada.

—¿Tan rápido? —preguntó la fiscal Tove Byfjord echando un vistazo al documento que Henrik había puesto sobre su escritorio con mucho entusiasmo—. Normalmente, estos informes suelen tardar más.

—Sí —contestó mientras seguía de pie, a pesar de que ella le había hecho un gesto en dirección a la silla de invitados—. Ayer empleé un tono bastante firme. Este tipo de casos no deben demorarse, como sabe.

La verdad era que el día siguiente se había enterado de que, sorprendentemente, el informe del Instituto de Medicina Forense ya estaba listo y que, si urgía, él mismo podía pasarse a recogerlo, cosa que había hecho. Apenas había hecho falta hablar, ni mucho menos ser hosco.

—Bueno —dijo Byfjord mirándole—. ¿Qué dice entonces?

—¡Fractura de cráneo! —respondió, triunfante, Holme—. Con el consiguiente inter…, intra…

Su nuez daba saltos.

—Derrame cerebral —dijo—. Rotura del brazo. Dos incisivos rotos. Bueno, eso de los dientes sucedió más tarde, mientras estaba yo allí y…

—La fractura de cráneo es totalmente compatible con la caída desde una escalera alta —le interrumpió Byfjord—. En especial si se cayó de este…

Chasqueó los dedos, con la mano derecha levantada solícitamente en el aire.

—La linterna de bolsillo —sugirió Holme.

—Exacto. Veo que has redactado un informe bastante extenso. Muy concienzudo, todo sea dicho.

Su sonrisa no alcanzaba los ojos y él se preguntó si estaba siendo sarcástica. El sentimiento de inseguridad le hizo cambiar el peso de una pierna a la otra.

—Haces una descripción muy detallada de la casa —prosiguió ella—. Entre otras cosas enfatizas la inusual altura del techo. ¿Era vieja la casa?

—¿Vieja?

Henrik daba pataditas de impaciencia.

—Sí. Las casas viejas suelen tener los techos más altos que las nuevas, ¿verdad?

—Ah, ya. No.

—¿No, qué?

—La casa tampoco era tan vieja. Era como más… —Cerró los ojos intentando recrear el edificio de la calle Glad—. No soy muy bueno en lo que atañe a arquitectura —dijo lentamente—. Pero no era tan vieja como para tener chapitel, torre y esas cosas.

Su risa era ahora auténtica. Apartó la carpeta unos centímetros y se colocó bien las gafas.

—Las casas antiguas, por lo general, no tienen chapiteles.

—No —contestó—. Pero creo que esta casa es bastante nueva. ¿Diez o veinte años, tal vez? La altura del techo, unos tres metros o así, encaja en cierta manera con el lujo reinante. El salón es enorme, muchas veces mayor que…

—Tres metros es una caída bastante importante para un niño de ocho años.

—Sí, pero…

—En este asunto no hay nada, absolutamente nada, que indique otra cosa que lo evidente. Por desgracia, el niño se cayó de una escalera, impactó con la cabeza contra una linterna y murió, de forma trágica y brutal. Fue algo terrible para los padres. Tú mismo lo explicas aquí…

Cogió de nuevo el informe que había redactado el día anterior con la esperanza de convencer a alguien.

—«La madre parecía histérica, casi incapaz de comprender lo que sucedía a su alrededor. Se aferraba al difunto. El padre estaba lloroso y mudo, y tenía fuertes temblores» —leyó.

La fiscal alzó la mirada y la clavó en el agente Holme.

—Un comportamiento bastante apropiado tras un accidente así, ¿no crees?

—Sí. Pero…

—Y no tenemos nada que apunte a episodios de violencia anteriores, ingresos hospitalarios del chico, visitas a Urgencias u otra cosa que pudiera darnos un mínimo indicio de que no todo era como debía ser en aquella familia, ¿no?

Él se enderezó y respiró profundamente.

—¡No! —exclamó—. Pero no podemos afirmar eso con seguridad antes de investigar, ¡joder!

La fiscal dejó caer el informe y se reclinó en la silla. Escrutó de arriba abajo al joven agente de policía. Él se esforzaba en no sonrojarse.

—Disculpe —murmuró al ver que ella seguía sin decir nada—. No debería haber dicho tacos.

—No —dijo ella—. Soy yo quien debería pedir disculpas. Sin duda, tu argumento es interesante. El problema es que ese argumento queda un poco relegado a un segundo plano en un momento como este, en el que nos enfrentamos a unos desafíos inimaginables y trabajamos día y noche…

Se interrumpió deslizando una mano por el cabello en un gesto frustrado, casi desamparado.

—No se trata de una familia de pocos recursos que vive en una caravana —dijo sorprendentemente tranquila—. Hablamos de un matrimonio exitoso, con un niño amado y deseado según todos los indicios, que vive en una de las zonas más distinguidas de Oslo. Seguramente cuentan con una importante red de contactos y una economía sólida…

Esta vez fue Holme quien la interrumpió.

—Esos… —dijo en voz aún demasiado alta—. Esos son… ¡prejuicios a la inversa! ¡Como si los ricachones no pudieran moler a palos a sus hijos! Como si un domicilio elegante fuera garantía de que los niños de esa familia lo pasan bien. Sinceramente, comprendo que soy novato, nuevo e inexperto, y que usted es…

Cuando ella levantó la palma de ambas manos hacia él, se calló enseguida.

—Ya te he dado la razón —le soltó de un modo cortante—. Obviamente, hay que investigar con más detenimiento un caso como este. Solo quería advertirte de que los desafíos son muchos, tanto en lo que se refiere a nuestros recursos humanos como a esta familia y su… —Estaba moqueando. Se secó la nariz con el dedo índice—. Sería muy típico ponerse enferma ahora —murmuró revolviendo en un amplio bolso de mano.

En cuanto encontró un paquete de Kleenex, se sonó fuertemente, tras lo cual dobló el papel húmedo antes de arrojarlo a la papelera.

—De momento estás solo —dijo sin fuerzas—. Prepara una lista de lo que piensas hacer y entrégamela en el transcurso del día. Con el tiempo te conseguiremos un mentor, pero, de momento…

La fiscal volvió a medirle la mirada. Su cabeza era demasiado grande para un cuello tan delgado y largo. Sus ojos eran de un azul cándido y tenían unas pestañas envidiables. Los brazos eran, en cierto modo, demasiados largos. Henrik parecía tan imperfecto como un quinceañero.

—Mientras tanto debes hacer lo que puedas —añadió—. Pero tienes que informarme de todo, ¿de acuerdo? Traza un plan. No hagas nada hasta que te dé el visto bueno.

—Por supuesto que no —respondió él ágilmente. Se volvió hacia la puerta para ocultar el sonrojo de las mejillas—. ¡Volveré dentro de una hora!

Sentía que se le subían los colores a las mejillas. Ni siquiera había mencionado que a Jon Mohr le estaban investigando por tráfico de influencias. Suponía que prevalecía el caso más antiguo y no quería arriesgarse a que, de repente, alguien del Departamento de Economía se hiciera cargo de su bien merecida carpeta. Además, la inculpación apenas se remontaba a unos pocos días atrás, y con todo el caos del atentado terrorista poca cosa iba a suceder en aquel departamento durante una buena temporada.

También había algo más.

Después de unos cuantos intentos torpes logró al fin abrir la puerta.

La cerró sin girarse.

El día anterior había intentado intimidar un poco a la abuela paterna de Sander. No había pedido permiso a nadie para ello, y la conversación tampoco había sido muy fructuosa. En realidad debía admitir que fue todo lo contrario.

Pero no era necesario contarle eso a la fiscal, aún no.

Cuando Inger Johanne se aproximó al bloque de viviendas de Vinderen hacía rato que había empezado a arrepentirse. Podría haber hecho lo que quisiera, podría haber ido a donde hubiera deseado, podría haber disfrutado de aquel soleado día en la playa o en el bosque o, simplemente, podría haberse pasado la mañana en la terraza leyendo un buen libro.

Podría haber reunido fuerzas para hacer el maldito test. Si quedaba alguna opción real de tomar cartas en el asunto, debería constatarlo cuanto antes. Tenía por delante un día entero para dedicárselo a ella misma, pero no había sido capaz de quitarse de la cabeza el mensaje de Helga Mohr. Aquello la desequilibró y la dejó asombrada e intranquila, como la curiosidad que tan a menudo entraba en su vida sin ser ni invitada ni bienvenida.

El edificio era bajo, nuevo y anodino. El barrio era bastante exclusivo y su pendenciero Golf se sintió claramente incómodo cuando lo aparcó junto a la valla entre un Audi TT y un BMW.

Enseguida encontró la escalera correcta y pulsó el timbre. Una lente incrustada en la pared le indicaba que estaba siendo observada cuando una voz metálica la invitó a entrar a la vez que la puerta se abría con un clic.

La escalera olía a limón. Algún que otro escalón aún estaba mojado tras el fregado a fondo de las escaleras. Una nota escrita a mano en un pésimo noruego decía que el ascensor estaba siendo reparado. Daba igual: Helga Mohr vivía en la segunda planta.

Ya había abierto la puerta del piso.

La señora Mohr encajaba bien en su entorno. Bien arreglada y neutral, discretamente vestida de un modo que le sentaba bien a cualquier mujer entre sesenta y noventa años. Era delgada, como su hijo, y su cabello corto y casi blanco enmarcaba su alargado rostro. Le recordaba a una británica de clase alta. Esta impresión se confirmó cuando sus ojos de un gélido color azul la examinaron durante un instante con desagrado, provocando que Inger Johanne se arrepintiera de no haberse arreglado más. La mano de la anciana resultó firme y seca cuando tocó la suya durante el fugaz saludo.

—Entra —dijo guiando a Inger Johanne a través de un pasillo estrecho hasta que llegaron al salón, donde con un ademán le pidió que tomara asiento.

Sobre una mesa de vidrio situada entre dos sofás blancos había un juego de café plateado. Un vapor claro y casi invisible ascendía de la boca de la jarra. Sin decir nada, Helga Mohr sirvió el café en dos tazas de fina porcelana.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—No, gracias.

—¿Una galleta?

La anciana le acercó con un leve gesto una bandeja en la que había algo semejante a galletas de chocolate americanas. Inger Johanne sintió un repentino deseo de tomar algo dulce, pero no quiso aventurarse a llenar de migas aquel sofá tan blanco. Todo el salón parecía una sala de exposiciones llena de cristales, flores y objetos frágiles por todas partes. Sentía calor y declinó vagamente la oferta con la cabeza.

—Entonces iré directa al grano —dijo la mujer.

Estaba erguida como una reina, con las piernas elegantemente cruzadas y la taza de café en la mano.

—Gracias por venir. No sabía con quién más contactar. Ellen y Jon me han hablado de tus contribuciones a muchos de los casos en los que está implicado tu marido. Según Ellen, casi se te puede considerar una policía profesional.

Inger Johanne abrió la boca para protestar, pero la anciana elevó su voz y prosiguió sin dar lugar a réplica alguna:

—Es evidente que yo estoy mejor informada. Eres investigadora. Criminóloga y psicóloga. Tu marido trabaja para la policía. Policía criminal, ¿no es cierto?

En realidad no era una pregunta y, por tanto, tampoco esperaba ninguna respuesta.

—Ayer vino a verme un señor joven —dijo dejando la taza.

El frágil tintineo del plato hizo que vacilara a la hora de dejar la suya.

—Un diletante —constató la mujer con determinación—. Vestido de policía, cosa que evidentemente también era, aunque solo de nombre.

Inger Johanne sospechaba de quién se trataba.

—Un chaval —añadió la anciana con un diminuto bufido—. Bastante desagradable. Afirmó que está investigando la muerte de Sander.

Por primera vez desde su llegada, pudo percibir cierta inseguridad en aquella mujer. Su rostro se desmoronó. Su voz tembló una pizca cuando inspiró para proseguir:

—¡Como si hubiera algo que investigar! Sander se cayó de una escalera. Es algo trágico y absolutamente horrible, por supuesto, pero…

Por primera vez se reclinó un poco en el sofá. Sus manos se deslizaron para colocar en su sitio unos cabellos invisibles. Su labio inferior tembló un poco antes de que se sobrepusiera carraspeando e inspirando profundamente.

—Jon nació varios años después que sus hermanos —dijo de modo sorprendente con una sonrisa inesperadamente amplia—. Supongo que ya lo sabes, ¿no?

Tampoco en esta ocasión su pregunta invitaba a una respuesta.

—Yo tenía cuarenta y un años cuando nació. Mis hijas ya tenían doce y trece. En muchos aspectos Jon era…

Su mano acariciaba una y otra vez su impecable peinado.

—Era un regalo. Un hijo asombroso y grato. Mi marido, Wilhelm…

La mirada recorrió un óleo colgado sobre la chimenea de gas: era el retrato de una figura robusta, casi majestuosa, sobre un fondo oscuro de densos cortinajes. No encajaba en absoluto en una habitación tan luminosa. No obstante, parecía que todo el piso se había amueblado en torno a aquella mirada autoritaria, que más bien tendría cabida en un gran salón de la Inglaterra vitoriana.

—Lógicamente, él siempre había deseado un hijo.

Inger Johanne intentó llevarse la taza a la boca, pero se percató de que le temblaban las manos.

—Por desgracia, Wilhelm no pudo disfrutar de Jon durante mucho tiempo. Falleció cuando nuestro hijo tan solo tenía diez años. Pero todo esto ya lo sabes. Después de todo, Jon y tú erais compañeros de instituto. Me ha contado que erais buenos amigos. He de admitir que no te recuerdo de esa época, pero entonces vivíamos en la casa de Smestad, y vosotros, los jóvenes, solíais utilizar la entrada del sótano.

Inger Johanne jamás había puesto los pies en la casa de Smestad. En el instituto no había tenido ni idea de quién era Jon hasta que este ganó aquel concurso internacional de ensayos y, de repente, estuvo en boca de todos. Luego apenas le vio el pelo hasta que resurgió transformado en el afortunado pretendiente de Ellen Krogh.

—Ha pasado ya mucho tiempo —dijo la anciana lentamente.

—Sí.

—Ahora tengo ochenta y cuatro años.

Inger Johanne sintió que no debería haber ido. El rostro de la anciana cada vez se agrietaba más. El pintalabios, que hacía tan solo diez minutos dibujaba una boca suave y un poco más grande de lo que era en realidad, ahora se hallaba pegado, sin brillo y marchito, a unos labios secos. Sus ojos se habían humedecido y las ojeras se hacían más acusadas cuando permanecía callada.

—¿En qué la puedo ayudar? —preguntó Inger Johanne atreviéndose por fin a dejar la taza—. ¿Qué es lo que quiere de mí?

—Ese policía…

—Sí —asintió Inger Johanne en tono alentador cuando la anciana se detuvo.

—Opina que Jon podría haber matado a Sander.

—Vaya. ¿Dijo eso?

—No. No directamente.

—Bueno, pero ¿lo dijo indirectamente?

—¿Por qué si no iba a preguntarme si Sander tenía antecedentes de…?

Su boca se estrechó aún más, como si tratara de ocultar con obstinación una palabra que pretendía imponerse.

—Lesiones —sugirió Inger Johanne con calma—. Más lesiones, o quizá mayores y más frecuentes, de las que normalmente tienen los niños traviesos.

Las cejas naturales de Helga habían desaparecido con la vejez. En su lugar se las había pintado, sin caer en la tentación de dibujarlas finas y nítidas. Ahora se levantaban con cierta arrogancia o, quizá, mera sorpresa, como unas alas bien formadas.

—Sí —repuso ella—. Eso era justo lo que quería saber. Una pregunta estúpida.

—¿Por qué?

—¿Quién está en disposición de decir lo que es normal para un chico travieso? Tú misma conocías a Sander y sabes que resultaba complicado para cualquiera. Se rompió el brazo al menos dos veces. Trepaba, saltaba, reptaba, se arrastraba y se tiraba desde cualquier sitio. Sander tenía TDHA y, evidentemente, no era posible saber si necesitaba asistencia médica con mayor o menor frecuencia que otros niños con los que pudiera compararse.

Un teléfono comenzó a sonar en la cocina. Helga no hizo gesto alguno que mostrara su intención de contestar.

—Tú misma conocías a Sander —repitió con la mirada perdida, como si retrocediera en el tiempo.

—No muy bien —repuso Inger Johanne con cautela—. Le vi unas cuantas veces, pero sería un error decir que…

—¿Tienes hijos?

—Sí…, sí.

—Una niña pequeña, según me han dicho, y otra ¿algo mayor? Una niña algo atolondrada, ¿no es así?

Inger Johanne había oído muchas descripciones de su hija mayor: autista, con síndrome de Asperger, diferente, discapacitada psíquica, rara…

Se sorprendió a sí misma sonriendo. El teléfono había dejado de insistir.

—Sí —asintió con la cabeza—. Ligeramente atolondrada: esa podría ser a veces una buena descripción. En cualquier caso, ella no es como los demás chicos de diecisiete años.

—¿Se da muchos golpes?

—No. Casi nunca. Kristiane es una joven muy prudente. Es físicamente… reservada, por decirlo de alguna manera.

—¡A eso me refiero! —dijo Helga alzando por primera vez el dedo índice con total entusiasmo—. Cada niño es diferente. Ese…, ese policía «leptosómico» y «desvergonzado» preguntaba sin cesar, como si él poseyera la verdad, cuántas veces ha de ir un niño a Urgencias antes de cumplir los nueve años.

Volvió a bufar, literalmente. Resopló escandalizada a través de la nariz, por lo que se vio obligada a sacar un pañuelo de la manga de la rebeca de color rosa claro.

—Pero le mostré el camino de salida. Te lo puedo asegurar, le mostré el camino de salida y le pedí que nunca más volviera a poner sus pies en esta casa.

Inger Johanne no lograba entender cómo era posible que el joven y torpe policía pudiera andar metido en aquel asunto. Seguramente, los actos terroristas habían acaparado la mayor parte de los recursos policiales, pero hubiese sido mejor dejar a un lado el caso Sander durante unas semanas antes que destrozarlo de esta manera.

—Creo que tiene que tomarse todo esto con mucha calma —dijo ella—. Es mera rutina.

—No lo creo.

—¿Por qué no?

—Parecía muy convencido. En una ocasión, mi marido me dijo que el animal más peligroso sobre la faz de la Tierra es un policía convencido.

Inger Johanne parpadeaba. Intentó ocultar su asombro echándose más café. La jarra pesaba menos de lo que esperaba y el movimiento que hizo fue tan brusco que derramó un poco.

—¡Disculpe!

La señora Mohr se inclinó hacia delante y cogió dos de las servilletas de la bandeja de galletas para limpiar.

—Estuvieron detrás de él durante años —añadió—. La policía, quiero decir. En aquel momento, las autoridades decidieron destruir a todos los que construían este país. Reksten. Jahre. Muchos más. Y a mi marido, claro. Debo añadir que no llegaron muy lejos con el tema.

—Pero, disculpe, ¿qué quiere de mí? —exclamó Inger Johanne—. Entiendo que esté indignada, y estoy muy apenada por la situación familiar, pero…

—Debes probar la inocencia de mi hijo.

Inger Johanne se reclinó un poco en el sofá. Los cojines eran tan blandos que desapareció en una gran nada blanca antes de hacer un esfuerzo por volver a la posición anterior.

—¡Nadie le ha declarado culpable todavía! —dijo, poniendo por primera vez algo de ímpetu a su voz—. Se está precipitando un poco.

—Más vale prevenir que curar. ¿Aceptas la misión? El dinero no es problema, como comprenderás.

La inmediata y fugaz risa de Inger Johanne pareció ofender a la anciana. Frunció los labios y elevó levemente el mentón. Su mirada se volvió más penetrante.

—De verdad, no es mi intención parecer descortés —se excusó Inger Johanne—. Pero, en primer lugar, no la puedo ayudar, y, si hubiera podido hacer algo, no aceptaría, evidentemente, ninguna recompensa económica. Además, y más importante aún, creo que este caso será sobreseído tal como lo que es: un terrible accidente. Ahora debo marcharme, de veras.

—Bien —dijo brevemente la anciana—. Ha sido una pérdida de tiempo para las dos.

Se levantó más rígida que cuando Inger Johanne había llegado. Tenía el cuerpo un poco encorvado, y cuando cruzó el salón para dirigirse a la entrada tuvo que dar un paso a un lado para no perder el equilibrio. Cuando alcanzó la puerta de salida se quedó unos segundos de espaldas a Inger Johanne sin mostrar intención de abrir.

—Hay algo más —dijo en voz baja girándose a medias.

—¿Sí?

—¿Puedo confiar en tu absoluta discreción?

Inger Johanne dudó un instante.

—Evidentemente, eso depende de lo que me vaya a contar —repuso—. Pero si me está preguntando si puedo guardar un secreto, mi respuesta es afirmativa.

Los ojos de la anciana parecían vidriosos. Las alas de su nariz vibraban afligidas. Se trataba de una mujer distinta a la desenvuelta anfitriona que la había invitado a tomar un café matutino con la absurda propuesta de convertir a Inger Johanne en detective privado. Incluso su espeso y cano cabello parecía perder volumen en la tenue luz de la lámpara. Inclinó la cabeza para mirar detenidamente las rodillas de Inger Johanne cuando, por fin, se dispuso a decir algo.

—Jon no es el verdadero padre de Sander.

—¿Cómo dice?

—Ellen fue…, ya sabes, después de tantos abortos… Fueron a esa clínica en Finlandia, ya sabes. Realizaron una de esas…, ya sabes… —Se tapó los ojos con su alargada mano, como si estuviera avergonzada—. Una donación.

—¿Una donación de semen?

Inger Johanne intentó ordenar sus pensamientos sin parecer demasiado confusa.

—Sí. No había manera con Ellen y Jon. Por ello… Ellen desconoce que yo lo sé. Jon me lo contó. Una noche del verano pasado. Sander había atrapado a un gato. Sander no era un niño malvado. Lo que pasa es que no pensaba antes de que fuera demasiado tarde. Equipó al gato con un paracaídas de uno de esos juguetes de guerra, metió al animal en un saco y se subió al tejado de la casa de la calle Glad. Si no hubiera sido por el paracaídas, el gato probablemente hubiera sobrevivido.

—¿Arrojó…? ¿Sander arrojó al gato desde el tejado?

—Sí.

Al fin dejó caer la mano sin alzar la mirada.

—El animal se rompió la espalda, pobrecito. Las patas se enredaron en los cordones y no pudo girarse para caer al suelo correctamente. Jon acababa de volver del trabajo y lo vio todo. Más tarde, por la noche, llegué yo para cuidar del niño. Jamás en mi vida había visto a Jon tan furioso. Ellen tuvo que marcharse sola a la fiesta a la que iban a acudir. Mi hijo estaba muy furioso, había bebido y… —Se balanceó un instante. Sin embargo, justo en el momento en que Inger Johanne le ofreció la mano en un acto reflejo para ayudarla a evitar una caída inminente, la anciana la rechazó—. Él me lo contó. Me contó que Sander no era hijo suyo. Como si el crío no hubiera sido siempre su hijo. Daba igual que… —Enderezó la espalda con ahínco y sacó el mentón—. A mi marido le hubiera importado. Pero a mí no. Sander era nuestro, tan bueno como cualquiera. También se lo dije. A Jon. Estaba muy bebido. Jamás le había visto así, ni antes ni después. Mi Jon es muy comedido con el alcohol.

Tenía razón, pensó Inger Johanne. Jon era abstemio en la época del instituto, y de adulto bebía poco, por lo general. Cuando alguien quería ponerle más alcohol en su copa, él lo rechazaba poniendo la mano sobre el vaso. Si el otro farfullaba, él argüía que tenía que irse pronto a trabajar. Incluso los fines de semana.

—Al día siguiente se mostró muy arrepentido —confesó Helga Mohr—. Tuve que jurar que no se lo contaría a nadie. A nadie.

—Pero ahora me lo está contando a mí. ¿Por qué?

—Porque…

La abuela paterna de Sander echó un vistazo a una fotografía que había colgada en la pared del pasillo. Era una fotografía del colegio: «1-A», rezaba la pizarra del fondo en letra escritas con tiza. Sander vestía un jersey azul y llevaba un lápiz en la mano.

—He leído sobre esos… casos de maltrato. En especial el último, ya sabes.

Inger Johanne asintió levemente con la cabeza.

—Padrastros —susurró la anciana—. Tengo la impresión de que hay más motivos para sospechar de los hombres que no son los padres verdaderos de un niño.

Sus ojos se humedecieron.

—Jon era el padre de Sander —dijo Inger Johanne, despacio—. Tanto desde el punto de vista legal como desde el social. Te aseguro que todos los estudios muestran que…

—¡Pero imagínate que lo llegan a averiguar! —sollozó la señora Mohr a la vez que presionaba las manos contra el pecho—. Imagínate que la policía se entera de que Sander no era el hijo de Jon. ¡Jamás le dejarían en paz!

Inger Johanne no sabía qué decir. Era incapaz de mirar a aquella aterrorizada anciana que seguía bloqueándole la puerta y le impedía alejarse de un asunto del que no deseaba saber nada más. No obstante, observó la fotografía de Sander. Parecía extrañamente tímido, con el pelo recién cortado, la piel bronceada; llevaba en la mano un estuche con la imagen de un dinosaurio. Pensó que aquella era la primera fotografía de Sander que veía. La sonrisa del niño era prudente, casi frágil.

Como si temiera que alguien se la fuera a quitar.

Ellen Mohr seguía en la cama cuando ya eran cerca de las doce. No le quedaban más somníferos de los que le había dado su suegra. En el hospital, cuando finalmente tuvieron que apartarla de Sander a la fuerza, alguien mencionó que debería llevarse calmantes. Al parecer, lo olvidaron. Sin medicamentos era imposible dormir. De vez en cuando se adentraba como flotando en un estado atontado lleno de sueños terriblemente realistas, pero a los pocos minutos se despertaba con el pulso muy acelerado y con un sabor a hierro en la boca.

La vacuidad de la casa era insoportable.

Jon trabajaba desde por la mañana temprano hasta muy entrada la noche. Al menos eso era lo que él decía. Resultaba incomprensible que tuviera tanto que hacer en plenas vacaciones, pero no se podía hablar con él.

Tampoco había nada de que hablar.

Por la noche, haciéndose la dormida, le observaba con los ojos entornados, cuando él se acostaba a su lado en silencio. Sus manos ansiaban encontrarse con su piel bajo el edredón. Deseaba procurarse el calor que él le negaba. Le daba la espalda y permanecía así toda la noche: al borde de la cama, con una respiración poco profunda que indicaba que él tampoco estaba durmiendo.

Ya no les quedaba nada de lo que hablar.

Ni siquiera del entierro.

Había llamado a Henrik Holme el día anterior para saber cuándo iban a devolverles a Sander. Realizar aquella llamada le costó todas las fuerzas que le quedaban. Después de la hostil conversación abrió una botella de vino tinto que vació en media hora. La embriaguez no la derrotó, como se suponía. Por el contrario, hizo que tuviera que deambular buscando una salida de aquella casa que tanto había comenzado a odiar. No había nadie. Tampoco quería ir a ninguna parte en esas condiciones, y coger el coche estaba, pese a todo, descartado. En el cuarto de baño comenzó a recoger trocitos de cristal del espejo roto. Un pedazo con forma de cabeza de caballo penetró con profundidad en su pulgar. El dolor era extrañamente liberador. Empujó la esquirla tan adentro que notó cómo el hueso ofrecía resistencia. Escandalizada por su propio comportamiento retiró la esquirla con tanta rapidez que la herida se hizo aún mayor. Con tres compresas y una venda como ayuda logró, al fin, detener la hemorragia. En ese momento se sintió de nuevo sobria y abrió otra botella.

Ya no había más de que hablar.

Jon ya no se atrevía ni a mirarla.

Ella apenas se atrevía a mirarle a él.

Se recostó en la cama sintiendo cómo le latía su destrozado pulgar. Un intenso destello de luz solar proveniente de una abertura entre las cortinas dividía la cama en dos.

Todavía no había entrado en la habitación de Sander.

Alguien había retirado sus letras. Tan solo unas marcas claras de difusos contornos delataban que el niño había existido alguna vez.

Apartó el edredón de golpe y se levantó.

Se dirigió tambaleando en dirección al cuarto de baño. El espejo roto reflejó un retrato cubista. Ellen cogió un tubo de dentífrico y se exprimió la mitad del contenido en la boca. Su lengua se retorció con el sabor a menta y a los pocos segundos lo escupió todo.

El silencio de la casa dificultaba la respiración.

Mucha gente sabía que Sander había muerto. Algunas de las antiguas compañeras de clase de Ellen habían llamado el sábado por la mañana para saber si la cena que habían cancelado se iba a celebrar más adelante, aquel mismo verano. Jon les respondía con lúgubres conversaciones que no duraban más de treinta segundos.

Cuando Ellen cumplió los cuarenta, Jon le organizó una fiesta carísima. La lista de invitados constaba de unos ciento cincuenta amigos y conocidos. Aun así, se vio obligada a priorizar de un modo tan estricto que unas cuantas personas se sintieron ofendidas. Eso fue tan solo hacía tres años.

Ahora todos estaban callados.

Es cierto que habían llegado algunas flores, grandes ramos con condolencias un tanto forzadas, pero nadie había llamado desde el sábado. Nadie la venía a visitar. Ni siquiera Inger Johanne había dado señales de vida desde el sábado por la noche.

Ojalá pudieran celebrar los funerales de una vez. La gente acudiría. Por supuesto que acudiría. Sus amigos y conocidos de tantos años interrumpirían las vacaciones y vendrían de lejos para despedirse del amado y deseado niño que solo llegó a cumplir ocho años. Los amigos acudirían en masa para acompañarlos en el último viaje de Sander y dejar luego que Ellen y Jon iniciasen el fatigoso viaje de vuelta a la vida.

Tenía que redactar una esquela, pensó. Algo tenía que hacer antes de que el vacío la consumiera por completo. La ropa del día anterior estaba amontonada detrás de la puerta. Se la puso con ayuda de la mano lesionada tan rápidamente como pudo. Su ordenador se rompió cuando Sander lo tiró a la piscina durante una estancia en la Toscana, pero Jon tenía un MacBook. Él no sabía que, de vez en cuando, se lo cogía prestado; al fin y al cabo, Jon no estaba en casa por las mañanas y ella, simple y llanamente, aún no se había comprado un ordenador nuevo.

Quiso redactar la esquela y luego ponerse en contacto con los hombres vestidos con trajes oscuros que, con gran discreción, dejaron un folleto en la cómoda del recibidor cuando vinieron a recoger a Sander. Elaboraría una hermosa esquela, si fuera posible, con una paloma o un ángel en el extremo superior. Un ángel o una paloma de la paz, eso daba igual; lo más importante era que se publicara la esquela y se llevara a cabo el entierro. Redactar un texto sobre la muerte de Sander era algo concreto y real, un salvavidas que durante un instante le hizo sentirse extrañamente aliviada.

En el recibidor se dio cuenta de que debía escoger una fecha para publicar el anuncio. Una fecha para el entierro, o más bien el sepelio. Ellen jamás había podido entender cómo alguien podía estar tres metros bajo tierra con el cuerpo intacto y, poco a poco, indefenso ante los ataques de gusanos e insectos. Sander iba a ser incinerado en un ataúd blanco cubierto de flores que ella misma prepararía.

La funeraria seguramente ayudaría.

Podrían ponerse en contacto con la policía con mayor autoridad que ella. Podrían abogar por ella, por Sander: su pequeño cuerpo no debería yacer en una nevera del Hospital General más tiempo del estrictamente necesario.

No obstante, podía redactar un borrador de la esquela aunque todavía no tuviera una fecha concreta. La redactaría y luego la enviaría por correo electrónico a aquellos dos hombres solemnes que su memoria era incapaz de distinguir.

A Jon no le gustaba que ella entrara en su despacho. Sander tenía terminantemente prohibida la entrada, y hasta la asistenta polaca parecía incómoda cuando cada viernes pasaba el aspirador en un santiamén. El despacho era el dominio de Jon, su refugio en la casa, y Ellen sospechaba que, de vez en cuando, se encerraba allí para ver la televisión con tranquilidad, jugar al ajedrez en el ordenador o, simplemente, echarse una cabezadita en el sofá de piel situado en uno de los extremos de la habitación.

En cualquier caso, la puerta no estaba cerrada.

La abrió con cautela, como si no estuviera completamente segura de si allí dentro había alguien o no. En el interior se conservaba un aroma a hombre, a loción para después del afeitado y a algún que otro puro excepcional. Sobre el enorme escritorio estaba el iMac, flanqueado por cuatro montones de carpetas y archivadores de anillas. El sofá también estaba lleno de documentos, algunos sueltos, otros guardados en carpetas. En el marco de la ventana había una foto de Ellen…, de Ellen cuando aún se apellidaba Krogh, de cuando era dentista y pesaba doce kilos más que ahora y se reía todo el rato. Las estanterías que había junto a la puerta estaban llenas de libros, en su mayoría literatura norteamericana, que hablaban sobre liderazgo; también había novelas negras suecas.

No se veía ningún ordenador portátil.

Durante un momento consideró la posibilidad de rebuscar con mayor detenimiento, pero descartó la idea. Jon tenía memoria de elefante y, si tocaba algo, él lo notaría de inmediato. Cerró la puerta con la misma cautela con que la había abierto.

Cuando se dio la vuelta procuró evitar mirar en dirección a la habitación de Sander. Su mirada se dirigió en cambio a la cómoda del recibidor. En realidad se trataba de un antiguo secreter de gran tamaño; una valiosa herencia perteneciente a la familia Mohr. Cada lado de la superficie cubierta de piel, que ahora tan solo se usaba para clasificar el correo, tenía cinco cajones en altura. La parte inferior del mueble contenía un armario con tres estantes y unas puertas que se abrían desde el centro con manijas de cobre pulcramente acabadas. Vio que una de las puertas estaba medio abierta. La madera se había deformado un poco, por lo que resultaba difícil cerrarlo, en especial cuando el clima era húmedo. Ellen se agachó para cerrar bien la puerta. Entonces percibió un reflejo plateado y decidió tirar de ella para abrirla.

Allí estaba guardado, como tantas veces, el MacBook.

Se le había olvidado. Era como si algunas partes de su cerebro se hubieran apagado y no pudiera recordar ni las cosas más cotidianas. Posiblemente estaba a punto de volverse loca.

Sacó el ordenador y empujó la puerta hasta cerrarla del todo, antes de entrar en la cocina. Un leve aroma a pan recién horneado que no recordaba haber hecho le hizo sentir un vacío en el estómago que se asemejaba al hambre. Estaba tan cansada que el simple hecho de pensar en comida le resultaba repugnante, así que prefirió beber un gran vaso de agua.

Tras llenar el vaso por segunda vez, encendió el ordenador. Puesto que todos lo utilizaban, Jon había eliminado la contraseña. Aftenposten.no apareció automáticamente. El asesino en serie le sonreía de manera enigmática, ataviado con un grotesco uniforme que él mismo debía de haber confeccionado.

Ellen no quería verle. No quería saber de él; se había negado a seguir las noticias desde que Sander había muerto. El ataque terrorista no la concernía. El mundo exterior podía desquiciarse por los estragos de un extremista loco; ella ya tenía suficiente con su propia tragedia.

Su propia catástrofe, que no importaba a nadie más.

A nadie más que a aquel policía novato que debería tener mejores cosas que hacer en vez de impedirle dar sepultura a su único hijo.

Cada vez más excitada, intentó salir de la portada del periódico. La enorme venda que llevaba en la mano derecha le dificultaba manejar el ratón y el cursor fue a posarse sobre el pequeño icono con forma de libro: el historial de navegación se desplegó en la pantalla.

Ellen no quería navegar en Internet. Quería entrar en Word.

Su excitación pasó a cólera.

—¡Word, joder! ¡Hostia ya!

Estaba más acostumbrada a manejar su propio PC y no recordaba bien dónde se encontraba el programa en el Mac. Sus ojos recorrieron errantes la pantalla junto con el cursor. Intentó buscar un sentido a todos los iconos colocados a lo largo de la parte inferior de la imagen. El historial todavía seguía abierto.

—¿Dónde coño está el Word en este…?

Intentó con desesperación frenar el llanto. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, pero sus fuerzas se habían agotado hacía tiempo. Tenía agujetas en los abdominales, dolor de espalda, los ojos enrojecidos y no quería, no podía, llorar más. Soltó el ratón y colocó las manos sobre el diafragma intentando controlar la respiración. Mantenía la boca abierta al inspirar y formaba una gran U con los labios al espirar a la vez que apretaba con determinación las manos sobre el abdomen siguiendo el ritmo.

De pronto dejó de respirar por completo.

Se quedó inmóvil con los ojos clavados en la pantalla del ordenador.

Se quedó mirando durante una eternidad tres apartados del historial. Finalmente tuvo que dejar escapar el aire de los pulmones. Tenía que haber un error. Aquellas palabras debían significar otra cosa. Además, tenía que respirar, se obligó a pensar. Espirar. Inspirar.

Espirar. Inspirar.

Tenía que haber un error.

Deseaba a toda costa apagar el ordenador y elaborar un borrador de la esquela con bolígrafo y papel. Olvidar aquello. Olvidarlo todo. Había tantos secretos, tantas cosas indecibles, y aquello era peor que cualquiera de las cosas que unían a Jon y a Ellen en una tácita e irrompible alianza.

No lo apagó. Hizo clic en tres páginas web, una de las cuales estaba bloqueada con una contraseña. En las otras pudo entrar. Cuando hubo visto lo suficiente, repasó sistemáticamente todos los documentos y las fotos guardadas en el MacBook.

Tardó cuarenta minutos en repasarlo todo y en poder terminar el vaso de agua.

El ordenador de Jon estaba lleno de pornografía infantil.

Las imágenes más grotescas, más allá de todo lo que ella podía imaginarse, estaban guardadas en el ordenador portátil de su propio marido.

La herida del pulgar ya no dolía. Las lágrimas habían dejado de caer. La cabeza parecía liviana, casi vacía. Tenía un único pensamiento, claro como el agua: aquello debía desaparecer. La policía jamás debía encontrar eso. Ellen sabía muy bien que lo primero que hacía la policía en los procesos criminales era incautarse de los ordenadores personales. Tenía la impresión de que lo hacían con independencia de sus sospechas. El joven del uniforme holgado pensaba que Jon había matado a Sander. Ellen estaba convencida de que volvería. El tono que había empleado el día anterior, cuando ella llamó por el asunto del funeral, no dejaba lugar a dudas. Se le había metido en la cabeza que Sander había sido maltratado hasta morir, y no iba a parar. Su suegra le había dicho en una ocasión que el animal más peligroso del mundo era un policía convencido. Ya de por sí era un hecho punible poseer un ordenador lleno de absurdas imágenes ultrajantes. Pero es que eso, además, extremaría la desconfianza que el policía ya sentía hacia Jon.

No podían detener a Jon. No podían detenerlo.

Su primera idea fue borrarlo todo. Luego destruiría el ordenador y lo llevaría a la central de reciclaje, bien escondido en enormes cajas de residuos electrónicos entre monitores viejos y pesados, y aspiradoras anticuadas. Los dedos que aún podía utilizar corrían por el teclado para borrar todo el contenido del ordenador. En medio de la operación pensó, de repente, que el portátil estaría registrado seguramente en algún lugar. Aunque solo fuera en las facturas de Mohr y Westberg S.A. Sería muy sospechoso deshacerse de él.

Ya está.

Todo borrado. Aun así, los documentos peligrosos todavía seguían allí. Ellen sabía que existían programas informáticos para recuperar los documentos borrados. Por ello debía destruir las entrañas, la electrónica; debía procurar que resultara imposible leer o ver absolutamente nada de todo lo innombrable que ella ya había comenzado a eliminar. Al mismo tiempo, la máquina debería estar disponible para la policía si la solicitaba en alguna ocasión.

Sander había destruido su propio ordenador metiéndose con él en la piscina.

El agua seguramente no sería suficiente. Solo destruiría la máquina, no los documentos. Pero era un comienzo.

Ellen se dirigió al lavabo y puso el tapón. Buscó una botella de amoniaco en el lavadero mientras se llenaba de agua. Abrió el ordenador sin vacilar y vertió el amoniaco sobre el teclado. El líquido penetró lenta y viscosamente entre las letras. El hedor era muy fuerte. Tras cerrar el grifo y meter la máquina en el lavabo tuvo que ir corriendo a la ventana. El cierre superior se resistía, pero al final logró abrirla. Tomó una bocanada de aire fresco y soleado antes de sacar el ordenador del agua, transcurridos ya unos minutos. A continuación encendió el horno a sesenta grados e introdujo el MacBook en la parte superior.

Debía comprobar también el iMac.

Entró silenciosamente en el despacho de Jon y lo encendió. El ordenador le pidió una contraseña. Ellen cerró los ojos intentando concentrarse. Hacía poco que Jon se había quejado de las contraseñas tan simples que escoge la gente. ¿Por qué no camuflaban ligeramente los nombres de los perros, los hijos y las mujeres? Poniéndolos al revés, por ejemplo…

Tecleó REDNAS. El pequeño icono que había en mitad de la pantalla negó con la cabeza.

Lo intentó con NELLE.

También era incorrecto.

NOJ.

No.

NOJNELLEREDNAS. Desesperada, lo intentó escribiendo al revés la estructura jerárquica de su familia y luego pulsó la tecla shift.

La máquina le dio una cordial bienvenida. Respiró rápida y superficialmente al encontrar el historial y estudiarlo entrada por entrada. Abrió la carpeta de imágenes, la carpeta de documentos; al cabo de diez minutos, ya lo había inspeccionado prácticamente todo.

Nada de interés. No había imágenes horrendas, ni chats que describiesen actividades apenas imaginables para ella. Sollozó de alivio, se desconectó e intentó volver a poner el ratón exactamente en la misma posición que lo había encontrado.

Cuando cerró la puerta, no sentía nada.

Durante veinte minutos estuvo sentada esperando junto a la mesa de la cocina mientras un olor extraño y polvoriento se mezclaba con el casi desvanecido tufo a amoniaco. La sangre de la herida del pulgar había permeado la venda de nuevo. Sin embargo, no sentía dolor alguno. Ellen estaba sola en aquella casa grande, totalmente privada de sentimientos y con un único pensamiento dominante: Jon y ella estaban unidos de una forma que nadie más podría entender.

Tenía que cuidar de Jon, tal y como él siempre cuidaba de ella.

Por tanto, tenía que olvidar cuanto antes la conmoción causada por el descubrimiento de su inclinación a la pornografía infantil. Las imágenes ya habían empezado a desaparecer de su mente. Se desvanecieron poco a poco en una bendita neblina que podría evocar cuando fuese necesario, del mismo modo que había eliminado durante los últimos años todas aquellas cosas de la vida con las que no se podía vivir.

El timbre del horno sonó.

El MacBook estaba hecho.

La agencia de comunicaciones Mohr y Westberg S.A. se había trasladado recientemente a unos locales nuevos en Tjuvholmen. Con cinco socios y veintidós empleados, hacía tiempo que las antiguas oficinas de detrás del Palacio Real ya se habían quedado pequeñas. Era como si el traslado de una antigua, vieja y venerable finca urbana a un moderno edificio de vidrio, acero y hormigón hubiese traído, más que literalmente, a la compañía a su época. En los dieciséis años de existencia de la compañía, esta había tenido un crecimiento paulatino y, desde hacía bastante tiempo, era la mayor de Noruega. Después del traslado, realizado tan solo hacía seis meses, la cartera de clientes se había incrementado mucho. Obviamente, ello no solo tenía que ver con los nuevos y luminosos locales situados a la orilla del fiordo. Al cabo de poco tiempo, Mohr y Westberg S.A. se había vinculado a tres antiguos ministros, a un famoso abogado de primera categoría, a uno de los presentadores de debates más experimentados de la televisión nacional noruega, así como a un productor musical de treinta y dos años que había sido durante tres temporadas miembro del jurado de la versión noruega de Operación Triunfo. Estos flamantes y célebres socios atrajeron de inmediato a nuevos clientes y en la última junta directiva se decidió que ya había llegado el momento de cambiar el nombre. Según la opinión de los nuevos socios, Mohr y Westberg S.A. sonaba a una compañía de auditores bien entrados en años. Tal opinión recibió el beneplácito de los colaboradores más jóvenes. El nombre tampoco reflejaba la situación actual de propiedad. A partir del primero de enero de 2012 se cambiaría el logotipo y la compañía pasaría a llamarse CommuniCare. La mayoría opinaba que el nombre era genial: la palabra latina para comunicación se asociaría al cuidado y al esmero con tan solo poner en mayúscula la letra C.

Jon Mohr estaba en su espacioso despacho nuevo entrecerrando los ojos en dirección al faro Dyna. El sol vespertino enviaba cascadas de luz hacia un fiordo que parecía un trozo de papel de aluminio arrugado que alguien había tratado de desarrugar con esmero. El exterior estaba repleto de pequeñas embarcaciones y el ferry con destino a Dinamarca parecía avergonzarse de su propio tamaño al avanzar tenazmente hacia alta mar.

—De verdad que no entiendo de qué va esto —dijo Jon sin mirar a Joachim, que estaba sentado en un sofá oscuro, pasándose una naranja de una mano a otra—. Hemos revisado todos los documentos de la fusión Klevstrand-Shatter. Y todos los documentos relacionados con el acuerdo de transporte de HeliCore. Todos los correos electrónicos. Todos los SMS. Todas las conversaciones, las minutas… ¡Absolutamente todo! ¡No encuentro ningún indicio, ninguna maldita señal…!

Se enderezó en la silla y golpeó la mesa con el puño derecho. Era la mano lesionada, de modo que su rostro se retorció en una mueca antes de proseguir diciendo:

… What so ever de que algo haya podido filtrarse.

—Jon —contestó Joachim suspirando antes de dejar la naranja en un frutero que había en la mesa de enfrente—. Está en la naturaleza del asunto que no encuentres ninguna respuesta en las carpetas. Si alguien de esta oficina se ha dedicado a cometer ilegalidades, resulta evidente que… ¡no dejaría información sobre ello en los documentos!

Jon le miró fijamente durante unos instantes antes de frotarse el rostro con ambas manos. Dijo algo imperceptible antes de coger un vaso de Coca-Cola que vació de un trago.

—Ojalá la policía pudiera decirme de qué va todo esto —dijo débilmente ahogando un eructo.

—Ellos ni siquiera saben que estás al tanto de las sospechas sobre ti. No tienes derecho a saber una mierda antes de que, si procede, te llamen para interrogarte.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo busqué en Internet. Tienes derechos si te van a interrogar. Antes no.

—Lo busqué en Internet —repitió Jon con desprecio—. Imagino que eso te convierte en un abogado hecho y derecho.

Joachim puso ligeramente los ojos en blanco.

—Siempre te anticipas a los problemas, Jon. Siempre. Que hayas recibido un soplo de un viejo compañero de clase en Shatter diciendo que la policía está husmeando en…

—¿Anticipar los problemas? ¿Anticipar los problemas?

Jon se inclinó de repente hacia delante.

—O sea, que no te parece que tengo suficientes problemas aquí y ahora, ¿no? ¿No? Y debes saber que, si no fuera por mi habilidad para mirar hacia delante y prever todo tipo de eventualidad, tú no tendrías… —su dedo índice estaba taladrando un agujero en el aire por debajo del escritorio—, no tendrías, definitivamente, un trabajo donde ganas tres veces más que lo que suele ganar la gente de tu edad. ¡Y encima tienes la osadía de quejarte de que es muy poco! ¡Si no fuera por mi afán por anticiparme a los problemas no tendríais un puto trabajo ninguno de vosotros!

—Seguramente. Tranquilízate.

—¿Que me tranquilice?

Jon se levantó mirando fijamente a Joachim como si fuera una de aquellas engañosas bebidas de Sander. Aunque tenían una pinta apetitosa, contenían desde grandes cantidades de tabasco hasta excrementos de gato procedentes del jardín.

—¿Así que tengo que tranquilizarme? —dijo él—. Vale. Precisamente tú opinas que tengo que tranquilizarme. Tú, a quien repetidas veces he tenido que defender contra los demás socios porque no sabes «tranquilizarte» en absoluto —los dedos dibujaron unas ácidas comillas en el aire—, cuando tratas con la gente que está muy por encima de ti en la jerarquía. Tú, por quien he tenido que poner la mano en el fuego cada puta vez que alguno de los peces gordos de la oficina te ha querido echar de aquí a patadas en el culo. Aunque la mayoría esté de acuerdo en que eres el mejor de todos a la hora de predecir tormentas mediáticas, no es necesario…

Se detuvo. El aire le salió de los pulmones con un silbido, como un neumático de bicicleta desinflado, y se desplomó en la silla.

—Lo siento —dijo Joachim—. Me alegro de que confíes en mí.

Los dos permanecieron en silencio. Joachim volvió a coger la naranja. Esta vez la peló, dejando una espiral de piel entera. Jon le siguió pasivamente con la mirada antes de volver a girar la silla hacia el veraniego día que hacía en el exterior.

—Pero de momento no sabemos nada —dijo Joachim al final—. Tan solo que, al parecer, los supervisores financieros han estado haciendo preguntas en relación con un par de compras sospechosas de acciones justo antes de que nuestros respectivos clientes se fusionaran y lograran un descomunal contrato. También sabemos que el caso ha sido remitido a la policía.

—¿Y eso no te parece suficiente?

Jon cogió un mando a distancia. Las ventanas se oscurecieron como por arte de magia, dejando gradualmente la oficina en una penumbra mucho más agradable.

—Yo no me he dedicado al tráfico de influencias —dijo Joachim con calma mientras masticaba un gajo de naranja—. La policía puede examinar todas mis disposiciones y transacciones bancarias. Tú tampoco te has dedicado al tráfico de influencias.

La entonación de la frase subió ligeramente al final, como si en realidad estuviera haciendo una pregunta.

—Por supuesto que no —respondió, desanimado—. Pueden examinar mis cosas todo lo que quieran.

—Entonces, en realidad, no hay ningún problema. Tal vez ese amigo tuyo simplemente se está equivocando. Tal vez hayamos empleado cuatro días enteros buscando algo que no existe. Cuatro días que quizá debías haber pasado en casa cuidando de Ellen.

—¡Quizá, quizá, quizá! ¡Basta ya!

—Jon —dijo Joachim en voz baja—, ¿por qué no esperamos simplemente a que la policía se ponga en contacto contigo? Hemos hecho todo lo posible para resolver el asunto. Conocemos los dos casos de memoria.

Empezó a enumerar con los dedos.

—Cuándo se realizaron los encargos. Lo que hicimos y cuándo lo hicimos. Qué información recibimos y cuándo la recibimos. Cuáles son nuestras rutinarias medidas de seguridad a la hora de manejar información delicada y cómo nos hemos servido de ella.

Ladeó la cabeza y sonrió con nostalgia.

—No podemos hacer nada más antes de saber si realmente se trata de un asunto policial. Estás agotado. Estás triste. ¡Estás en plena crisis existencial, hombre! Vete a casa. Duerme. Come. Bebe. Acompaña a Ellen.

Jon continuaba sentado, de cara a las ventanas. Los finos rayos de luz que se colaban entre las laminillas dibujaban una reja en su rostro. Seguía en silencio.

—Son las cinco —dijo Joachim en voz baja—. Es verano. El resto de Noruega está pendiente de ese horrible terrorista mientras que nosotros estamos buscando fantasmas que seguramente no existen. Estamos aquí solos, Jon. ¿Lo dejamos por hoy?

—Puedes irte. Yo me quedo aquí.

—¿Para hacer qué? Sinceramente, no creo que salga nada bueno de…

—Vete. Vete ya.

Joachim se levantó. Dado que Jon no decía nada más, se dirigió a la papelera para tirar media naranja y la cáscara.

—Llévatela —dijo Jon.

—¿Cómo?

—Llévatela. Es una papelera, no un cubo de basura. Las cáscaras de naranja apestan enseguida.

Joachim sintió una ráfaga de ira, como un golpe que desapareció tan pronto como vino. Se agachó a recoger lo que acababa de tirar antes de dirigirse hacia la puerta. Allí se quedó quieto. Desde el sábado quería preguntarle a Jon sobre Sander. Quería preguntarle a qué se refería Sander cuando aparecía de vez en cuando con inexplicables cardenales. «Simples bagatelas», respondía cuando Joachim le preguntaba. Aquellas palabras no eran propias del vocabulario del niño. Tampoco correspondían a la forma en la que solía contestar. Por lo general, Sander podía dar cuenta de cada rozadura, cada rasguño, cada una de las tiritas que llevaba: «Me he caído de la terraza»; «Intenté ir en bici hacia atrás»; «Me estaba peleando con Fredrik, pero fue culpa suya». Y de vez en cuando, si Joachim le preguntaba por un antebrazo magullado, un ojo hinchado o algún resto de sangre en la nariz cuando le recogía para ir al cine o a nadar, contestaba: «¡Simples bagatelas!».

Joachim miró fijamente el pomo de la puerta.

Reaccionó en una ocasión. Sander derramó la leche en un restaurante. El vaso estaba casi vacío, de modo que apenas manchó el mantel blanco. El camarero se lo tomó bien. Sin embargo, Jon se levantó de repente, agarró a Sander del brazo y casi le levantó de la silla. Aquello no debió de resultarle especialmente doloroso, ya que el chico apenas se quejó. Además, el padre le soltó el brazo en el momento en que Sander se hallaba de pie junto a la mesa y le siguió obediente al baño para limpiar la leche con que se había manchado su propia camisa. Aun así, al permanecer allí sentado solo durante unos minutos, Joachim se quedó con un tácito sentimiento de malestar, como si hubiera sido testigo de algo desagradablemente íntimo.

Jon era un buen amigo. Un buen amigo que se alegraba mucho del buen rollo que había entre Sander y él. Además, Jon era su jefe. Joachim había desistido. Aunque, por lo general, el niño era divertido y encantador cuando ambos estaban juntos, Joachim conocía bien el reto que el chico podría suponer. Agarrar con fuerza a un niño del brazo no era exactamente un ultraje.

Una simple bagatela.

Pero ahora, tras la muerte de Sander, sentía una intensa necesidad de preguntar. De enfrentarse a Jon. Deseaba saber lo que Sander había querido decir realmente aquellas veces que venía a visitarle con un ojo morado quitándole importancia con una sonrisa y uno de sus «simples bagatelas».

Habría preguntado entonces, si no fuera porque empleaba todas sus fuerzas en sobreponerse, en pretender que no pasaba nada, en comportarse con normalidad. Sin embargo, lo haría ahora que Sander estaba muerto, cuando afirmaban que se había caído de una escalera desplegable normal y corriente.

¡Una maldita escalera desplegable!

Ojalá fuera posible dar marcha atrás en el tiempo unos pocos días. Ojalá pudiera enmendar la última de sus estúpidas meteduras de pata.

A pesar de todo, tal vez aún no fuera demasiado tarde.

Abrió la puerta.

—Que te vaya todo bien, Jon. Lo mejor posible.

—Ningún animal es tan peligroso como un policía convencido —oyó murmurar a Jon de espaldas a él—. Bajo ninguna circunstancia debemos llegar a ese extremo.

Joachim no contestó. Salió de la oficina. La puerta era nueva y estaba bien engrasada. Se cerró tras él con un chasquido casi imperceptible.

—Así que Sander era más o menos como los demás niños de su edad —dijo el agente Holme mirando fijamente hacia una bandeja de pasteles que se estaba quedando vacía.

El nombre de la mujer que estaba sentada frente a él en el sofá era Haldis Grande; había sido la tutora de Sander Mohr durante dos años.

—No —dijo ella con determinación—. Yo no he dicho eso.

Eran poco más de las cinco y la luz de la tarde llenaba el pequeño chalé situado en el lindero del bosque, al norte de Oslo. Tras las ligeras cortinas, el cielo seguía casi blanco. Sin embargo, Haldis había encendido una vela colocada en un orondo candelero de madera pintado como una mariquita. La pálida y refulgente llama apenas era visible a la luz del día.

El pequeño salón, que recordaba al de una abuela, era agradable. De las paredes colgaban bordados y sencillos cuadros, así como una inimaginable cantidad de fruslerías y figuritas, minucias hechas a mano por niños y recuerdos de viajes que básicamente se habían realizado en los países escandinavos. Había un enorme caballo de Dalecarlia rojo junto a la puerta de la cocina. En el lomo del caballo se balanceaba un Mumin aferrado a una descolorida bandera finlandesa. Las cortinas de las pequeñas ventanas entornadas eran claras y finas, y bailaban ligeramente con la corriente. Las repisas de las ventanas y las mesillas auxiliares estaban repletas de plantas metidas en tarros. En una esquina había un perchero que desentonaba. De uno de sus brazos pendía una maceta, con una planta colgante de color cardenillo. En los lugares donde la pared quedaba vacía, Haldis había colgado algún que otro dibujo infantil puesto en marcos de IKEA.

La decoración era propia de una mujer mucho mayor, pensó el agente Holme. Le recordaba a su bisabuela, que a sus noventa y dos años seguía viviendo sola en su casa. Haldis Grande tenía sesenta y tres. Aunque pesaba demasiado, o tal vez precisamente por eso, parecía más joven. Su ropa era colorida y alegre. Tanto la mujer como su casa parecían agradables, pero, por alguna extraña razón, la una no pegaba con la otra.

—No —repitió ella reprendiéndole—. Yo no he dicho eso, para nada.

Henrik se disculpó con una breve sonrisa.

La mujer levantó la tetera y llenó lentamente las tazas de ambos, como si necesitara un poco de tiempo para volver a ser la señora paciente y elocuente que era cuando apareció el agente de policía por la puerta.

—Sander es muy especial —dijo finalmente—. O mejor dicho, era. Me cuesta acostumbrarme a su ausencia. Pero cada niño es único, ¿sabe? En cualquier clase de la escuela primaria hay niños extrovertidos y niños que apenas abren la boca. A algunos les hierve la sangre y son incapaces de estarse quietos ni un instante, y menos aún en clase. Otros son tranquilos como ratoncitos y hacen todo lo que se les manda. Además, ¡hoy en día los hay también de todos los colores!

Los hoyuelos de sus redondas mejillas eran tan hondos que nunca terminaban de desaparecer. En ese momento, se le hundían en las mejillas.

—¡Cuestión de tamaño, señor Holme! ¡Mera cuestión de tamaño!

Levantó la taza con un romo dedo meñique extendido en el aire. Bebía el té a sorbitos mientras meneaba ligeramente la cabeza. Henrik solo había oído que llamaran «señor Holme» a su abuelo materno. Se sonrojó un poco.

—Creo que debe de haber unos veinte centímetros de diferencia entre el niño más alto y el más bajo de la clase 2-A —prosiguió Haldis—. Bueno, dentro de un par de semanas estarán en 3-A. ¡Y seguramente los separarán diez kilos!

—¿Y Sander? —preguntó él, titubeante, mientras hojeaba nervioso el bloc de notas que había colocado sobre su rodilla.

De momento no había anotado ni una palabra. Cuando la robusta mujer del sofá declaró que no podía asistir a ningún interrogatorio la próxima semana, él le propuso acudir a su casa. Ella le había contado por teléfono que tenía un gato enfermo, recién operado y en pésimas condiciones, y que bajo ninguna circunstancia era recomendable dejarlo sin vigilancia durante varias horas. La mujer se mostró muy firme al respecto. Él se rindió: cogió el metro que va hasta Grorud y, con ayuda del GPS de su iPhone, llegó directamente a la casa de Haldis Grande, situada en los confines del bosque de Marka. En el metro se sintió como un imbécil: solo, sin la gorra reglamentaria que siempre tenía que llevar cuando salía y con una pequeña mochila roja a la espalda.

La policía noruega no iba a la casa de la gente de esa manera. Cuando era estudiante de la academia de policía, había realizado un par de acciones de puerta en puerta, pero aquello era muy distinto. En las series de televisión norteamericanas y británicas, los investigadores corrían de un lado a otro, pero aquí la cosa no era así. Sabía que siempre había que citar a los testigos, pero no podía esperar. De todas formas, a nadie le importaba lo que hacía. La fiscal le había dado luz verde para realizar los interrogatorios que le había sugerido y no era probable que perdiera el tiempo en averiguar dónde se llevaban a cabo. Además, el té estaba delicioso y las galletitas cubiertas de grueso azúcar sabían a gloria. Ya se había comido cinco y se preguntó si sería descortés coger la última que quedaba en la bandeja.

—Sander era un buen chico —dijo Haldis—. Un niño bueno y divertido. Tenía algunos problemas de aprendizaje, pero, en mi opinión, no tenía nada de tonto. O… —Lanzó una fugaz sonrisa con la misma rapidez con que desapareció—. Tonto no es una palabra que me guste emplear. Pero Sander no era lo que podemos llamar «aplicado». Escribía fatal y su ortografía era imaginativa, por decirlo de algún modo. Parecía más interesado en las matemáticas, sin que ello sirviera de mucho en las notas. Seguramente, esa inquietud que tenía metida en el cuerpo se lo impedía. Tenía grandes dificultades para concentrarse, aunque le asignaron una profesora de apoyo ya desde mediados del primer curso.

—Bueno —intervino él—. ¿Una profesora de apoyo? ¿Alguien que solo estaba dedicado a Sander?

—Así es. Era de gran ayuda, la profesora. Se llama Elin Foss y tenía una habilidad especial para calmar al chico. Mejoró el ambiente de trabajo. Para todos nosotros.

—¿Esas cosas no son muy… caras?

La profesora de Sander lanzó una amplia sonrisa. Sus dientes eran pequeños, todos del mismo tamaño y tan regulares y blancos que le hacían parecer más joven de lo que era. Henrik cogió la última galleta.

—Sí, claro. Hay una lucha por los recursos en las escuelas noruegas, y Sander difícilmente habría tenido su propia profesora de apoyo si no hubiera sido por esos padres tan pudientes que tenía. ¿Te apetecen más galletas?

Hizo un gesto obsequioso en dirección a la bandeja de galletas vacía y se levantó un poco del sofá con un gemido casi imperceptible.

—No, gracias —dijo apresuradamente con la boca llena—. Disculpe. Estaban muy ricas.

—Encantada.

Se dejó caer de nuevo en el sofá con un breve suspiro.

—Por cierto, ¿estoy obligada a guardar secreto profesional?

Una repentina inquietud apareció en su rostro casi terso.

—¡Uff! Ese horrible asunto del atentado terrorista me ha sacado un poco de quicio. Y encima la muerte de Sander. No me lo he pensado bien. ¿He hecho algo mal?

Colocó una mano sobre su boca.

—No —le aseguró Henrik, que, en ningún momento, había pensado que debería haberle informado sobre sus derechos y deberes antes de comenzar un interrogatorio que, más que nada, se asemejaba a una agradable tertulia, a pesar del tema de conversación—. No hay problema. Soy policía, ¿sabe?

—¿Estás completamente seguro? Quiero decir, la ley establece que los profesores están obligados a guardar secreto profesional en lo referente a las circunstancias personales de los alumnos.

—Sander está muerto —dijo Henrik reclinándose en el sillón—. Y yo soy de la policía. —Juntó las manos, colocó los codos sobre las rodillas e intentó hacer que su voz pareciera tan grave como le fuera posible—. Como entenderá, mi visita no es rutinaria. Estoy investigando un… —estuvo a punto de pronunciar la palabra «homicidio», pero logró controlarse—, una muerte sospechosa.

—¡Yo pensé que se había caído de una escalera! Dijiste que…

—La cuestión es…: ¿se cayó solo? ¿Le empujó alguien? ¿Fue arrojado desde una altura de casi tres metros? ¿O tal vez la escalera desplegable es una enorme pista falsa? Una pura mentira que uno de los padres, o los dos, han urdido para ocultar otras cosas bien distintas…

Haldis le miraba boquiabierta. Su papada fue aumentando gradualmente. Luego se echó a reír. Era una risa límpida y liberadora, que también logró arrancar una sonrisa a Henrik, a pesar de que este encontrara la situación muy poco divertida.

—Eso es… —La mujer deslizó una mano regordeta por debajo de los ojos—. Con el debido respeto, ¡ese es el mayor disparate que he oído en mi vida! ¿Ellen y Jon Mohr? O sea, ¿Ellen y Jon habrían matado a su propio hijo? ¡Creo que se te ha ido la olla, querido!

En cuestión de pocos minutos, Henrik había sido degradado de «señor Holme» a «querido». Su nuez inició una danza enervante, de modo que enderezó la espalda a la vez que se tocaba la garganta.

—Ellen Mohr es la madre más dedicada que he conocido —prosiguió Haldis—. ¡Y he sido maestra desde 1971! Nada era demasiado bueno para su hijo. Durante estos dos años, ella ha sido representante de los padres, ha pertenecido al AMPA, ha organizado las excursiones y ha hecho fantásticas recaudaciones para las arcas de la clase. ¡La clase de 2-A es la más pudiente de todo el colegio, mi querido señor Holme!

Henrik intentó no tragar. Al menos había ascendido de nuevo a «señor Holme».

—Y como ya he dicho, Sander nunca habría tenido una profesora de apoyo si no hubiera sido por la presión constante de sus padres —continuó—. Si no me equivoco, Ellen elevó el asunto hasta el consejero regional de educación.

—Bien —dijo Henrik relamiéndose los restos de azúcar de los labios—, menciona tanto a Ellen como a Jon, pero habla más sobre Ellen. ¿Tenía, por lo general, más contacto con ella?

Haldis seguía sonriendo. Se apreciaba un leve aroma a muguete cada vez que se movía. Trajinaba tanto con los cojines para encontrar una postura mejor que un olor a floristería se extendió por el pequeño salón.

—No hay mucho contacto entre padres y profesores en los colegios noruegos —dijo mientras sacudía un cojín de color naranja—. Un par de veces al año hay reuniones de padres y charlas individuales, así como algún acto que otro. A veces se intercambia algún correo electrónico sobre algún asunto particular. En lo que respecta a Sander, el contacto era más frecuente. En efecto, he tenido más contacto con Ellen. Naturalmente. Tengo la impresión de que Jon es un hombre muy ocupado mientras que Ellen está siempre en casa, como seguramente sabrás.

Henrik asintió con la cabeza, murmurando un sí. No tenía ni idea de a qué se dedicaba Ellen Mohr. Pero jamás habría creído que estuviera siempre en casa.

—¡Qué extraño! —exclamó—. Estar metida en casa teniendo un único hijo que está en el colegio desde tal vez las ocho y media hasta…

—Nueve menos cuarto —le corrigió ella—. El colegio termina a horarios diferentes cada día, pero la escuela de actividades dura hasta las cinco menos cuarto. Sander casi siempre se quedaba hasta última hora.

—¿Escuela de actividades?

—Actividades extraescolares. Aquí en Oslo se le llama «escuela de actividades».

—O sea, que Sander permanecía fuera de casa desde las…, quizás, ocho y media, considerando la corta distancia a pie, hasta… ¿las cinco? Unas ocho horas y media diarias. ¿Y Ellen se quedaba en casa? Una actitud muy poco moderna, ¿no? Por no decir muy extraña…

Haldis le miró con un gesto amonestador que, literalmente, hizo que se encogiera. Juntó los brazos, apretó los codos contra el cuerpo y bajó la mirada. Haldis cogió la taza de té y olfateó el ligero vapor antes de contestar:

—No creo que sea de tu incumbencia ni de la de nadie. La gente puede organizarse como quiera. En cualquier caso, no hay duda alguna de que hacía lo que podía para crear un buen ambiente escolar para su hijo.

Resultaba evidente que Haldis no era rencorosa. De nuevo sonreía con todo su ser.

—¡Y lo consiguió! A pesar de unos resultados académicos pésimos.

Henrik hojeaba repetidamente el bloc de notas vacío.

—¿Y qué pasa con las lesiones? —preguntó de repente.

—¿Lesiones? Los niños sufren constantemente lesiones en el colegio. Se caen por las escaleras y se pelean. Se resbalan en el hielo en invierno, y en primavera se hacen rozaduras en las rodillas con la grava. Una caja grande de esparadrapos y un almacén de reconfortantes abrazos es parte tan importante del equipamiento de un maestro de primaria como el libro del abecedario.

—Pero ¿Sander estaba más expuesto que los otros?

—No —contestó con firmeza—. Yo no diría eso. Al menos si le comparo con los chicos más traviesos. En estos dos años, solo recuerdo una vez en la que tuvimos que llamar a los padres.

—Bien, ¿y qué sucedió?

Cuando se concentraba, sus ojos se convertían en dos finas rayas que adornaban un rostro redondo como una bola.

—Debió de ser justo antes de Navidad. El año pasado, quiero decir. Los niños habían hecho una pista detrás del colegio para deslizarse en trineo. Las suaves temperaturas hicieron que no pudiera utilizarse durante un par de días, hasta que volvió a helar. Entonces el suelo se congeló por completo. El bedel cercó la zona con unas vallas y cinta roja de esa. Como comprenderás, aquello sirvió de poco. Algunos chicos rompieron las barreras y todo acabó como era de esperar. Sander se embaló y chocó contra una valla. Se desmayó y sufrió un corte profundo por encima del ojo.

—¿Y luego vinieron a recogerle?

—Sí. Ellen llegó a los diez minutos, más o menos. Sander volvió al colegio al día siguiente con tres puntos cubiertos por una gran venda.

—¿Volvió al día siguiente? Si se desmayó significa que tuvo una conmoción cerebral. ¿No debió guardar reposo durante un par de días?

Por primera vez, Haldis parecía insegura. Arrugó su frente lisa y sedosa, y frunció la boca con un gesto pensativo.

—Su padre le acompañó ese día —dijo ella lentamente—. Me estaba esperando cuando llegué. Me dijo algo de que Sander debería permanecer en la aula durante los recreos, los siguientes dos o tres días. Normalmente no se puede, pero ya que Sander tenía su propia profesora de apoyo podíamos…

—Jon le acompañó —interrumpió Henrik—. ¿Ocurría eso a menudo?

—¿Que le acompañaran? A todos los niños se los acompaña a…

—Jon. ¿Era habitual que Jon le acompañara?

—No… Bueno, a menudo los niños se encuentran ya en el vestíbulo cuando los profesores llegamos al aula. Por tanto, no es fácil saber quién los trae, puesto que los padres ya se han marchado. Sin embargo, mi impresión es que Ellen era quien le traía y venía a recogerle. Por lo general, era así.

Hacía bastante calor en la habitación, a pesar de que las ventanas estaban entornadas. Henrik estaba sudando y el grueso tejido de lana del sillón le producía picor a través de la tela del pantalón.

—¿Faltaba mucho a clase?

—No, en absoluto. No recuerdo que…

Cuando la mujer pasó la mano izquierda por su grisácea media melena, Henrik se percató de que parecía tener una especie de hoyuelos hasta en las manos.

—¿Sabes? —dijo manifiestamente asombrada—, ¡creo que Sander no faltó al colegio ni un solo día! Por supuesto, puedo averiguarlo, ya que controlamos la asistencia.

—Mmm —asintió Henrik con desinterés—. Pero…

El picor se había extendido por todo su cuerpo.

—Estás siguiendo pistas equivocadas —dijo Haldis con seriedad—. Los padres de Sander eran ejemplares. Es cierto que a menudo llegaba al colegio con tiritas, vendas y los ojos morados. Incluso vino un par de veces con el brazo en cabestrillo. Pero así era Sander. Un niño grande y fuerte con TDHA y mucho ímpetu. Su muerte fue un accidente. Con el atentado terrorista y… —Sus pequeños y alargados ojos se humedecieron—. Para serte sincera, creía que la policía tenía asuntos más importantes que atender, con los horribles acontecimientos ocurridos.

—Los tenemos —murmuró Henrik—. Pero todavía no llego a entender este.

—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó ella algo impaciente—. Creo que ya he contado todo lo que puedo contar sobre Sander.

—Acaba de decir que se lesionaba con frecuencia.

—¡No! ¡He dicho que no se lesionaba con más frecuencia que otros chicos!

—No, en el colegio no. Pero dice que a menudo iba al colegio con lesiones.

No respondió nada. Un débil sonrojo se extendió por su rostro. Parpadeó varias veces acercando a la boca la taza de té. Estaba casi vacía, pero, aun así, acercó el borde a la boca y dio un sorbo antes de volver a colocarla lentamente en el plato pequeño.

—Tenía esa dolencia —repuso en voz baja.

—Los niños de esa edad se acuestan a las ocho y media, las nueve… —dijo al aire él, con la mirada puesta en la ventana—. Ya hemos constatado que se pasaba en el colegio ocho horas y media diarias. Juega con otros niños durante el recreo y seguramente durante las horas de actividades extraescolares.

—Escuela de actividades —le corrigió Haldis.

—Durante esas horas no se lesionaba más que los otros chicos —prosiguió Henrik sin dejarse distraer—. Pasa tres horas y media en casa, bajo la supervisión de los padres, antes de acostarse. Allí sufre lesiones. —Miró directamente a la profesora de Sander—. Allí se rompe los brazos, allí se le ponen los ojos morados.

Haldis se reclinó hacia la mesa con gran dificultad. Al disponerse a servir más té, notó que ella también había empezado a sudar. El aroma a muguete se había vuelto desagradablemente fuerte, casi rancio, y su rostro de luna brillaba.

—No he pensado en eso —dijo al fin al ver que él no apartaba la mirada de ella—. No lo he considerado desde esa perspectiva, simple y llanamente.

—¿Alguna vez le preguntó?

—¿Sobre qué?

—¿Sobre las causas de sus lesiones?

—No… Bueno, por supuesto, algunas veces, pero…

—¿Qué le contestaba?

—Depende —respondió, vacilante—. Algunas veces aprovechaba la ocasión, los lunes, cuando los alumnos tenían que mencionar alguna cosa que habían hecho durante el fin de semana, para explicar con detalle algún que otro suceso un poco dramático. Otras veces…

Un enorme gato rojizo cruzó la habitación de puntillas. Alrededor de la cabeza llevaba un embudo de plástico que se balanceaba suavemente a cada paso que daba. Una vez que hubo llegado al sofá, echó una mirada azul y fría como el hielo al agente de policía antes de dar un ágil salto para subirse al regazo de su propietaria. No parecía enfermo en absoluto, pero en un costado tenía rapada un área rectangular de unos diez centímetros que estaba cubierta parcialmente con un esparadrapo. Con los ojos entornados, el gato se acomodó mientras miraba al invitado con desconfianza. Haldis comenzó a acariciarle la espalda. Durante un instante, lo único que se oía era el ronroneo del gato.

Henrik se llevó un puño a la boca y carraspeó.

—¿Otras veces? —le recordó.

—Otras veces le quitaba importancia.

—¿Cómo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo que le quitaba importancia? ¿Qué decía?

—Pues… Simples bagatelas, decía. Algo así. «Simples bagatelas», creo que era.

—¿Dijo que la rotura del brazo era una bagatela?

—¿Qué rotura de brazo?

—En abril se rompió el brazo derecho.

Esta información estaba entre las pocas que había obtenido de la abuela paterna antes de que esta se enfureciera y le echara de su casa el día anterior.

—Sí —dijo Haldis, dubitativa—. Creo que es correcto.

—¿Qué le dijo Sander?

—Pues no lo recuerdo, la verdad. Su mayor preocupación era que todo el mundo le firmara la escayola.

—Inténtelo —insistió Henrik en voz baja—. Intente recordar.

—No me acuerdo para nada de lo que dijo.

—¿Y no cree que eso es porque no dijo nada en absoluto?

—¿Qué quieres decir?

—Si le hubiera contado lo que había sucedido se habría colado cierto dramatismo. En ese caso lo recordaría, ¿no cree?

Haldis no respondió. El gato se levantó de su regazo, arqueó el lomo, dio un dilatado bostezo y se bajó de un salto.

—No debe de ser muy habitual que los niños se rompan los brazos —prosiguió el agente de policía—. A mi juicio, es extraño que no recuerde algo tan dramático unos tres meses después. A menos que Sander le quitara importancia al asunto, claro, alegando que era… una bagatela. ¿No era eso lo que solía decir?

Ella seguía en silencio. El largo jersey azulón se había llenado de pelos de gato que ella, distraída, se sacudía con ambas manos.

—¿O no? —le exhortó Henrik cuando la pausa se prolongó embarazosamente.

Al fin colocó con calma las manos en el regazo y alzó la mirada.

—Tal vez —repuso en voz baja—. Puede que tengas razón.

—Ya lo creo —asintió él con la cabeza—. Y ahora la voy a dejar tranquila.

El agente de policía se puso en pie a la vez que Haldis forcejeó para levantarse del sofá.

—Pero sigo creyendo que no estás en lo cierto respecto a tus sospechas —dijo cuando le acompañó al vestíbulo—. Si le hubieras visto con sus padres, de ningún modo sospecharías que algo iba mal. Por supuesto, todo esto es una tragedia espantosa, pero a todas luces resulta imposible imaginar que Sander fuera víctima de…

Resolló meneando débilmente la cabeza en lugar de concluir la frase. El calor dibujó un bigote mojado sobre sus labios carnosos. Henrik metió el reluciente bloc de notas y el bolígrafo en su mochila, que colocó sobre sus hombros. Luego abrió la puerta de la entrada y se giró hacia ella.

—Justo por eso ocurren estas cosas —dijo con seriedad—. Todos nos negamos a creerlo. Permitimos que suceda.

La mujer le lanzó una mirada que no fue capaz de interpretar. No entendió su significado hasta después de darle amablemente las gracias por el té y las galletas, y dejar la puerta bien cerrada al marcharse.

Haldis Grande se arrepintió. No de lo que hubiera o no hubiera hecho durante los dos años que fue responsable de Sander varias horas al día. Deseaba que la conversación con Henrik Holme jamás hubiera tenido lugar. Y él se sintió tan mal por ello que echó a correr.