Informe y análisis divagatorio (con rudas consignas) del Poder Freak en las Montañas Rocosas… sobre la extraña técnica de un intento de lograr el control de un pueblo pequeño… y una sencilla defensa de la toma del poder político y de su uso como un arma arrebatada a un poli… con comentarios diversos sobre el incierto papel del head y el terrible Factor Estupor… y otras notas dispersas sobre «cómo castigar a los cerdos», cómo asegurar que el cerdo de hoy sea el embutido de mañana… y por qué sólo se puede tratar con este nuevo mundo enloquecido con… ¡Una Actitud Nueva!
«¿Hasta cuándo soportarás lo extraño, hermano, sin que tu amor se desmorone?»
Mike Lydon en Ramparts, marzo 1970
Dos horas antes de cerrar las urnas, advertimos que no teníamos un cuartel general: no disponíamos de ningún lugar donde se pudieran reunir los fieles para la terrible guardia de la noche de las elecciones. Ni para celebrar la Gran Victoria, que, de pronto, parecía posible.
Habíamos llevado toda la campaña desde una gran mesa de roble de Jerome Tavern, en la Calle Mayor, trabajando a la vista del público, para que todos pudieran ver la cosa y hasta echar una mano si les apetecía… y ahora, queríamos un poco de intimidad para las últimas horas; queríamos un sitio limpio y bien iluminado, donde acomodarnos y esperar…
Necesitábamos también grandes cantidades de hielo y de ron… y un talego de drogas machacacerebros para quienes querían terminar la campaña al nivel más alto posible, independientemente del resultado. Pero lo que más falta nos hacía, ahora que empezaba a oscurecer, y teniendo en cuenta que había que cerrar las urnas a las siete, era una oficina con varias líneas telefónicas, para un buen chaparrón de llamadas de última hora a los que aún no habían votado. Habíamos reunido las listas de votantes justo antes de las cinco (procedían de nuestros equipos de control de urnas, que llevaban en pie desde el amanecer) y era evidente, en un recuento apresurado, que el electorado básico del Poder Freak había acudido en gran número.
En las menguantes horas del día de las elecciones, en aquel noviembre de 1969, Joe Edwards, un freak de veintinueve años, abogado y corredor de motos, natural de Texas, parecía destinado a convertirse en el próximo alcalde de Aspen, Colorado.
El alcalde saliente, el doctor Robert «Buggsy» Barnard, había estado emitiendo malignas advertencias durante las cuarenta y ocho horas anteriores, amenazando con graves penas de cárcel por fraude electoral y con la intimidación violenta de «falanges de controladores electorales», a la basura freak que se atreviera a presentarse a votar. Revisamos las leyes y descubrimos que los mensajes radiofónicos de Barnard violaban las normas de «intimidación del votante», así que llamé al fiscal del distrito para que detuviera inmediatamente al alcalde… pero el fiscal del distrito dijo: «A mí no me metan en esto; controlen ustedes sus urnas».
Y así lo hicimos, con equipos magníficamente organizados de controladores electorales: dos en guardia permanente en cada lugar de votación, dentro, y otros seis fuera en camionetas y rancheras bien repletas de carne, café, propaganda, listas de comprobación y fotocopias encuadernadas de todas las leyes electorales del Estado.
La idea era que los hombres que teníamos dentro de los puntos oficiales de votación, tuvieran siempre a mano suficiente ayuda. Y la razón en que se apoyaba esta medida pública un poco exagerada (que asustaba a muchos que, en realidad, no habrían votado a Edwards) era que nos preocupaba que el alcalde y sus hombres montasen una escena desagradable antes, que llenasen la red de información y de chismorreo underground con rumores para asustar a muchos de nuestro votantes. La mayoría de los nuestros temían cualquier tipo de acoso legal en las urnas, fuesen cuales fuesen sus derechos. Así que parecía importante dejar bien sentado desde un principio que conocíamos las leyes y que no toleraríamos que nadie intimidase a nuestros electores. Nadie. Así que entregamos a todos los controladores electorales del turno del amanecer una grabadora portátil con un micrófono, con instrucciones de plantar dicho micrófono en las narices de cualquier controlador electoral de la oposición que preguntase algo más de lo estipulado por las leyes respecto a nombre, edad y residencia. No podía preguntarse nada más, sin incurrir en las penas indicadas en una oscura ley electoral que trataba de la «intimidación frívola», especie de hermana menor de otro delito mucho más grave: la «intimidación electoral».
Y dado que la única persona que había llegado a amenazar con intimidar a los votantes era el alcalde, decidimos forzar el enfrentamiento cuanto antes, en el pabellón 1, pues Buggsy había anunciado que acudiría allí personalmente para formar parte del primer turno de control electoral de la oposición. Decidimos que sí querían lucha, la tendrían.
El centro electoral del pabellón 1 estaba en un edificio llamado Cresthaus, propiedad de un suizo/nazi viejo y ruin que se hace llamar Guido Meyer. Martin Bormann se fue al Brasil y Guido se vino a Aspen; llegó aquí pocos años después de la Gran Guerra… y ha consagrado desde entonces casi todas sus energías (incluyendo dos períodos completos como magistrado de la ciudad) a desquitarse de este país ordeñando a los turistas y mandando detener a la gente joven (o pobre).
Así que Guido vigilaba ansioso cuando el alcalde llegó al aparcamiento a las siete menos diez, pasando con su Porsche entre un grupo de silenciosos partidarios de Edwards. Habíamos reunido a una media docena de electores legales, los más cochambrosos que encontramos… y estaban esperando para votar cuando el alcalde llegó a las urnas. Tras ellos, haraganeando alrededor de una cafetera, en una vieja furgoneta VW, había por lo menos otros doce, casi todos altos y barbudos, algunos ávidos de violencia pues se habían pasado la noche preparando cadenas y atiborrándose de anfetas para estar bien locos.
Buggsy se quedó aterrado. Era la primera vez en su larga experiencia con drogas que echaba la vista encima a un grupo de freaks no pasivos, sino superagresivos. ¿Qué les había pasado? ¿Por qué miraban con aquellos ojos? ¿Y por qué gritaban «Estás jodido, Buggsy… Vamos a aplastarte… Estás liquidado… Te vamos a poner el culo como un pandero»?
¿Quiénes eran? ¿Eran todos forasteros? ¿Una banda de aterradores motoristas anfetamínicos de San Francisco? Sí, claro, por supuesto… aquel cabrón de Edwards había traído a un puñado de falsos electores. Pero volvió a mirar… y reconoció, a la cabeza del grupo, a su viejo camarada de barra y borrachera, Brad Reed, el alfarero, conocido forofo de las armas, uno noventa, ochenta y ocho kilos, que sonreía silencioso tras la barba y la negra cabellera ondeante… No decía nada, sonreía sólo…
Dios santo, a los otros también les conocía… allí estaba Don Davidson, el contable, bien afeitado, con pinta muy normal, con su anorak de esquiador marrón claro; pero no sonreía… ¿Y aquellas chicas, aquellas monadas rubias y jugosas, cuyos nombres conocía de encuentros esporádicos en circunstancias más amistosas? ¿Qué hacían allí al amanecer, con aquella chusma amenazadora?
¿Qué hacían realmente? Se coló dentro a ver a Guido, pero se encontró con Tom Benton, artista melenudo y conocido radical… Benton sonreía como un cocodrilo y esgrimía un pequeño micrófono negro. «Bienvenido, Buggsy —le dijo—. Llegas tarde. Los electores están fuera esperando… sí. ¿No les viste ahí fuera? ¿Fueron amables contigo? Sí te preguntas qué hago aquí, te diré que soy del equipo de control del fraude electoral de Joe Edwards… y esta maquinita negra que tengo aquí es para grabar todo lo que digas en cuanto empieces a infringir la ley intimidando a nuestros electores».
El alcalde perdió el primer asalto casi al instante. Uno de los primeros votantes claramente favorable a Edwards del día fue un chaval rubio que no aparentaba más de diecisiete. Buggsy se puso a discursearle y Benton se le plantó delante con el micrófono, dispuesto a intervenir. Pero antes de que Benton pudiera decir una palabra, el chaval empezó a burlarse del alcalde:
—¡Vete a la mierda, Buggsy! —gritó—. Tú no sabes cuántos años tengo. ¡Conozco muy bien la ley! ¡No tengo por qué enseñarte ninguna prueba! ¡Eres hombre muerto, Buggsy! ¡Apártate de mi camino! ¡Voy a votar!
El revés siguiente del alcalde fue con una jovencita muy embarazada, sin dientes, con una camiseta de manga corta gris y ancha y sin sostén. Alguien la había llevado hasta las urnas, pero al llegar allí se echó a llorar (temblaba de miedo) y se negó a entrar. No se nos permitía acercarnos a menos de treinta metros de la puerta, pero se lo comunicamos a Benton, que salió y acompañó a la chica al pabellón. Pese a las protestas de Buggsy, la chica votó, y al salir sonreía como si acabase de asegurar ella sola la victoria de Edwards.
Después de esto, dejamos de preocuparnos por el alcalde. No habían aparecido matones con cachiporra, no se veían matones por ninguna parte y Benton había logrado un control perfecto del terreno alrededor de la urna. Por otra parte, en los pabellones 2 y 3 el voto freak no era tan numeroso y transcurría todo con más normalidad. Bueno, en el pabellón 2 nuestro controlador electoral oficial (un drogota que lucía una barba de unos sesenta centímetros de largo) había provocado el pánico acosando a docenas de electores normales: el fiscal llamó a Edwards comunicándole que en el pabellón 2 había un chiflado que no quería dejar votar a una mujer de setenta y cinco años si no enseñaba la partida de nacimiento; tuvimos que sustituirle. Su celo resultaba estimulante, pero temíamos que pudiera provocar una reacción.
Esto había sido una amenaza constante. Habíamos intentado movilizar todo el voto underground, sin asustar a los burgueses y empujarles al contraataque. Pero no resultó: sobre todo porque nuestra mejor gente también era, la mayoría, melenuda y muy escandalosa. Los arietes de nuestro primer ataque (la campaña de inscripción de media noche) habían sido dos barbudos, Mike Solheim y Fierre Landry, que recorrieron calles y bares buscando votantes como yonquis locos, ante una apatía casi general.
Aspen está lleno de freaks, heads y extraños pájaros nocturnos de toda calaña… pero casi todos preferían la cárcel o el bastonazo al horror de tener que inscribirse realmente para votar. A diferencia de la masa general de burgueses y negociantes, el que se ha marginado tiene que hacer un esfuerzo para usar su voto, que lleva dormido mucho tiempo. No es que sea lioso, no hay riesgo ninguno y son diez minutos de charla… pero la idea de inscribirse para votar resulta insoportable. Las implicaciones psíquicas, el «volver a integrarse en el sistema», etc., son tremendas… y en Aspen aprendimos que es inútil intentar convencer a la gente de que dé tal paso si no se les da una razón excelente para hacerlo, como un candidato muy insólito o algún tipo de arenga emocionante.
El problema básico con que nos enfrentamos el otoño pasado es la sima que separa a la cultura freak de la política activista. En algún punto de la pesadilla pesimista que se apoderó de Norteamérica entre 1965 y 1970, la vieja idea nacida en Berkeley de derrotar al Sistema combatiéndolo cedió el campo a una especie de vaga certeza de que, a la larga, tenía más sentido huir, o esconderse incluso, que combatir a los cabrones con algo que recordase, aunque fuera vagamente, sus propias normas.
Nuestra campaña de inscripción de diez días se centró casi exclusivamente en la cultura marginal. No querían participar en ninguna actividad política directa y costó mucho trabajo convencerles para que se inscribiesen. Muchos llevaban viviendo en Aspen cinco o seis años y no tenían ningún miedo a que les procesaran por fraude electoral… pero no querían que les acosaran ni que les intimidaran. Casi todos vivimos aquí porque nos gusta poder salir a la puerta de casa y sonreír ante lo que vemos. Yo tengo en el porche delantero una palmera plantada en una palangana azul… y, de vez en cuando, me gusta pasear por allá fuera, en pelota, y disparar mi Magnum del 44 contra varios gongs que he instalado en la ladera. Me gusta cargarme bien de mescalina y subir el amplificador a los 110 decibelios para saborear bien White Rabbit mientras sale el sol entre los picos nevados de los montes.
Pero el motivo exacto no es ése. El mundo está lleno de sitios donde un hombre puede disfrutar tranquilamente de las drogas, la música y las armas… aunque no por mucho tiempo. Yo viví dos años junto a Haight Street, pero a finales del año 66 todo el barrio se había convertido en un imán de policías y en un mal rollo. Entre los estupas y la golfería psicodélica, apenas quedaba ya sitio donde vivir.
Lo que pasó en Haight recordaba sucesos anteriores de North Beach y del Village… y quedó demostrado de nuevo que en realidad es inútil apoderarse de un terreno que uno no puede controlar. El proceso es siempre el mismo: una zona de renta baja pasa ser de pronto nueva, libre y humana… y se pone de moda, lo cual atrae a la prensa y a los polis aproximadamente al mismo tiempo. Los problemas policiales dan más publicidad que atrae a los chalados de las modas y a la golfería en general: lo que significa dinero, que atrae a yonquis y a ladrones de baja estofa. Su actuación trae más publicidad y (por alguna razón perversa) a una masa de tipos aburridos de movilidad social ascendente que disfrutan con emoción de la vida amenazada «ghetto blanco» y cuyos gustos «cuenta de gastos» ponen los alquileres locales y los precios de las tiendas fuera del alcance de los habitantes del barrio… que se ven obligados a mudarse de nuevo.
Uno de los acontecimientos más esperanzadores de la fracasada historia de Haight-Ashbury fue el éxodo a comunas rurales. La mayoría de las comunas fracasaron (por razones que todo el mundo puede ver ahora, retrospectivamente; pensemos en aquella escena de Easy Rider de aquellos pobres freaks que pretendían sacar una cosecha de un terreno que era arena seca), pero las pocas que triunfaron, como la Hog Farm de Nuevo México, mantuvieron a toda una generación en la creencia de que el futuro estaba fuera de las ciudades.
Cientos de refugiados de Haight-Ashbury intentaron establecerse en Aspen después de aquel desventurado «verano del amor» de 1967. Aquí el verano fue una salvaje e increíble orgía drogata, pero cuando llegó el invierno se rompió la cresta de la ola y se esparció por bajíos de problemas locales tales como trabajo, alojamiento y metros de nieve en los caminos de cabañas a las que unos meses antes era fácil llegar. Muchos refugiados de la Costa Oeste se fueron, pero quedaron varios centenares; trabajaron como carpinteros, camareros, encargados de bar, lavaplatos… y al cabo de un año formaban parte de la población fija del lugar. A mediados de 1969, ocupaban la mayoría de las llamadas «casas de bajo coste» de Aspen; primero ocuparon los pequeños apartamentos del centro del pueblo, luego cabañas alejadas y, por último, los campamentos de remolques.
Así que la mayoría de los freaks consideraban que no merecía la pena aguantar toda la mierda que acompañaba a la votación, y las amenazas ilegales del alcalde no hacían sino reforzar su idea de que la política en Norteamérica era algo que había que evitar. Una cosa era que te detuvieran por yerba, el delito «compensaba el riesgo»… pero no tenía sentido comparecer ante un juez por una «formalidad política», aun en caso de no ser culpable.
(Este sentido de la «realidad» es un distintivo de la Cultura de la Droga, que pone la Recompensa Instantánea —un viaje agradable de cuatro horas— por encima de cualquier cosa que entrañe un intervalo de tiempo entre el Esfuerzo y el Fin. En esta escala de valores, la política es demasiado difícil, demasiado «compleja» y demasiado «abstracta» para justificar cualquier riesgo o acción inicial. Es el lado frívolo del síndrome «Buen Alemán»).
Ni siquiera se nos ocurrió la idea de pedirle a la gente que se «adecentase». Podían ir sucios, desnudos incluso, nos daba igual… lo único que pedíamos era: primero inscribirse y luego votar. Un año antes, no habían visto diferencia alguna entre Nixon y Humphrey. Estaban contra la guerra de Vietnam, pero la cruzada de McCarthy no había llegado jamás hasta ellos. En las bases de la cultura marginal, la idea de ponerse elegante por Gene McCarthy era un chiste malo. Tanto Dick Gregory como George Wallace obtuvieron una cuantía insólita de votos en Aspen. Robert Kennedy habría ganado en el pueblo si no le hubieran matado, pero no por mucho. Es un pueblo básicamente republicano: hay más del doble de republicanos que de demócratas… pero el total de ambos partidos mayoritarios sumado sólo iguala al número de independientes inscritos, la mayoría de los cuales tienen a gala el ser totalmente impredecibles. Son una mezcla confusa de izquierdosos enloquecidos y de superreaccionarios; fanáticos de baja estofa, traficantes de drogas, instructores de esquí nazis y «granjeros/psiquedélicos» totalmente pasados sin más política que la de la pura supervivencia personal. Al final de aquel ajetreo frenético de diez días, dado que no llevábamos cuentas, ni había listas, ni reseñas, ni archivos, no teníamos medio de saber cuántos drogotas semidespiertos habían llegado realmente a inscribirse, ni cuántos votarían. Así que hubo una cierta sorpresa cuando, hacia el final de aquel día de elecciones, las encuestas de nuestros controladores electorales indicaron que Joe Edwards se había adjudicado más de trescientos de los cuatrocientos ochenta y seis nuevos inscritos que acababan de pasar a los libros.
Iba a ser una carrera muy reñida. Las listas de votantes mostraban unos cien electores pro-Edwards que no habían comparecido en las urnas, y calculamos que unas cien llamadas telefónicas podrían espabilar a por lo menos veinticinco de aquellos holgazanes. En aquel momento, parecía que veinticinco bastarían para ganar, sobre todo teniendo en cuenta que la carrera a la alcaldía era a tres pistas y en el pueblo sólo había 1.623 electores inscritos.
En fin, había que hacer aquellas llamadas telefónicas. Pero ¿dónde? Nadie sabía… hasta que apareció de pronto una chica que había trabajado en la central telefónica con la llave de una espaciosa oficina de dos habitaciones del viejo edificio del Club de Alces. Había trabajado allí tiempo atrás, para un negociante local, un ex-beatnik llamado Craig, que estaba en Chicago de negocios.
Nos apoderamos inmediatamente de la oficina de Craig, ignorando las maldiciones y gritos de la chusma que había en el bar del club… donde ya estaban reunidas las tropas del alcalde saliente dispuestas a celebrar la victoria del sucesor que habían escogido. (Legalmente no podían hacer nada para echarnos de allí, aunque aquella misma noche, más tarde, votaron la expulsión de Craig… que anda ahora dirigiendo con mucho éxito la plataforma política de los Alces para la legislatura del Estado). A las seis en punto, nuestro nuevo cuartel general funcionaba ya a las mil maravillas. Las llamadas telefónicas eran de lo más breve y de lo más directo: «¡Mueve el culo, cabrón! ¡Te necesitamos! ¡Sal y vota!».
Trabajaban con las listas y los teléfonos unas seis personas. Otros fueron a incordiar a los habitantes de las diversas chozas, cabañas, casuchas y comunas donde sabíamos que había electores, pero no teléfono. El lugar se llenó en seguida, en cuanto corrió la voz de que teníamos por fin cuartel general. Pronto toda la segunda planta del Club de los Alces se llenó de freaks barbudos que se gritaban frenéticamente. Subían y bajaban por las escaleras tipos raros con listas, cuadernos, radios, cajas de cerveza…
Alguien me puso en la mano una pastilla púrpura, diciendo:
—¡Pareces cansado! Lo que tú necesitas es una buena dosis de esta excelente mescalina.
Asentí con aire ausente y metí lo que me daba en uno de los veintidós bolsillos de mi anorak rojo de campaña. Resérvala para después, pensé. No tiene sentido ponerse loco antes de que cierren las urnas. Sigue comprobando esas listas repugnantes. Arráncales hasta el último voto… sigue llamando, presionando, gritando a esos cabrones, amenazándoles…
Había algo raro en la habitación, una especie de locura emocionante que para mí era totalmente nueva. Estaba allí de píe, apoyado en la pared, con una cerveza en la mano, viendo funcionar toda la máquina, y, al cabo de un rato, comprendí qué era lo que pasaba. Por primera vez en la campaña, la gente creía de verdad que íbamos a ganar… o al menos que teníamos bastantes posibilidades. Y por eso, cuando quedaba ya menos de una hora, trabajaban como un grupo de mineros encargados de rescatar a los supervivientes de un desprendimiento. En aquel momento (después de haber cumplido ya mi papel) quizás el más pesimista de los presentes fuese yo; los demás parecían convencidos de que el próximo alcalde de Aspen sería Joe Edwards… que nuestro extravagante proyecto de Poder Freak estaba a punto de hacerse realidad y de sentar un precedente a escala nacional.
Estábamos preparados para una noche muy larga (esperando que se contaran a mano las papeletas), pero antes incluso de que se cerraran las urnas ya sabíamos que habíamos cambiado toda la estructura política de Aspen. La vieja guardia estaba condenada, los liberales aterrados y el underground había aflorado, con una brusquedad terrible, en un viaje de poder muy serio. Yo había prometido durante la campaña, en calles y bares, que si Edwards ganaba la elección y era alcalde, al año siguiente me presentaba yo para sheriff (noviembre de 1970)… pero nunca se me pasó por la cabeza que de veras tuviera que presentarme, lo mismo que no había creído nunca en serio que pudiéramos tener la menor posibilidad de «apoderarnos» de Aspen.
Y era eso lo que estaba pasando. Hasta Edwards, que se había mostrado escéptico desde un principio, había dicho la víspera del día de la elección que creía que íbamos a ganar sobradamente. Cuando lo dijo estábamos en su oficina, haciendo fotocopias de las normas electorales de Colorado para nuestros equipos de control, y recuerdo que su optimismo me dejó perplejo.
—Ni hablar —dije—. En caso de ganar, sería por muy poco… por veinticinco votos, como mucho.
Pero su comentario me había dejado estremecido. ¡Maldita sea! pensé. Puede que ganemos… y entonces, ¿qué?
Por último, hacia las seis y media, me sentí tan inútil y ridículo allí, perdiendo el tiempo, sin hacer nada, que dije, qué coño, y me largué. Me sentía muy ridículo paseando de un lado a otro, como en una especie de versión cómica de sala de espera de pabellón de maternidad. A la mierda, pensé. Llevaba cincuenta horas despierto y funcionando como una bala de cañón y, en fin (sin nada a lo que enfrentarme ya), noté que la adrenalina se evaporaba. Vete a casa, pensé, tómate esa mescalina y ponte los auriculares, apártate de este calvario público…
Al fondo de la larga escalera de madera que va de la oficina de Craig a la calle me detuve a echar un rápido vistazo al bar del Club de los Alces. Estaba atestado y el ambiente era ruidoso y entusiasta… un bar lleno de ganadores, como siempre. Ellos nunca habían respaldado a un fracasado. Ellos eran la columna vertebral de Aspen. Propietarios de tiendas, vaqueros, bomberos, polis, obreros de la construcción… y su dirigente el alcalde más popular de la historia del pueblo, que había ganado dos elecciones seguidas y respaldaba ahora al sucesor que él mismo había escogido, un joven abogado medio listo. Dirigí una gran sonrisa a los Alces y formé una rápida uve de victoria con dos dedos. Nadie sonrió… pero era difícil saber sí se daban cuenta de que su hombre estaba ya aplastado; en una súbita carrera de tres pistas que él había petardeado ya antes, cuando la asociación local de contratistas y todos sus aliados del mundo inmobiliario habían tomado la dolorosa decisión de abandonar a Gates, su candidato natural, y concentrar todo su peso y su influencia en contener al «candidato hippie» Joe Edwards. En el fin de semana anterior al día de las elecciones, ya había dejado de ser una campaña de tres pistas… y el lunes, el único interrogante que se planteaba era cuántos mierdas derechistas ruines podían reunirse para votar contra Joe Edwards.
La otra alternativa era una dama de cincuenta y cinco años, una tendera, a la que respaldaba el escritor León Uris y la mayoría republicana local… Eve Homeyer, que había sido mucho tiempo funcionaría del partido republicano de Colorado, había gastado miles de dólares en una campaña supercursilona para que la asociasen a la imagen deshuesada de Mammie Eisenhower. Odiaba a los perros vagabundos y las motos le producían zumbidos en los oídos. El progreso estaba muy bien y el desarrollo era bueno para la economía local. Aspen tenía que ser un lugar seguro para las provechosas giras anuales del Club de Esquí de Atlanta y de los Texas Cavalliers: lo que significaba construir una autopista de cuatro carriles que cruzara por el centro del pueblo y más urbanizaciones y apartamentos para atraer a más turistas.
Ella era Nixon y Oates era Agnew. Aunque el ver hippies desnudos la ponía mala, no por ello estaba dispuesta a cortarles la cabeza. Era vieja y estaba chiflada, pero no era tan mala persona como los partidarios de Gates que querían un alcalde que diese rienda suelta para salir y atizar en forma a todo lo que no pareciese material digno de solicitar la admisión en el Club de Alces o en el Club de Águilas. Gates quería transformar Aspen en una versión Montañas Rocosas de Atlantic City, y Eve Homeyer sólo quería convertirlo en una especie de San Petesburgo con una capa de Disneylandia. Estaba de acuerdo a medias con todo lo que propugnaba Lennie Oates… pero quería dejar bien claro que la candidatura de Joe Edwards le parecía una absoluta demencia, una especie de desagradable chifladura tan disparatada y asquerosa que sólo los malvados y la hez de la tierra podían pararse a pensar en votar por él.
Habíamos vencido ya a Oates, pero yo estaba muy cansado y no quería fastidiar a los Alces en aquel momento, y además, no sé por qué, pero me daban lástima. Iba a machacarles totalmente un candidato que estaba más de acuerdo con ellos de lo que pensaban. Los que tenían razones para temer el programa de Edwards eran los parceladores, los chulos del esquí y los promotores inmobiliarios con base en la ciudad que habían caído por allí como una plaga de cucarachas venenosas dispuestos a comprar y vender todo el valle, quitándoselo a la gente que aún lo valoraba como un lugar bueno para vivir y no sólo como una buena inversión.
Nuestro programa consistía básicamente en erradicar por completo del valle a los terroristas inmobiliarios: impedir que el departamento de obras públicas del Estado construyese una autopista de cuatro carriles por el centro del pueblo y, además, prohibir el tráfico automovilístico en todas las calles del centro de la población. Convertirlas todas en paseos con césped, donde todo el mundo, freaks incluidos, pudiera hacer lo que fuera correcto; los policías recogerían la basura y se encargarían de mantener en uso una flota de bicicletas municipales, que estarían al servicio de todos. No habría más edificios inmensos de apartamentos que bloqueasen la vista; desde cualquier calle del centro del pueblo, cualquiera que quisiera alzar la vista vería las montañas. No habría más abusos inmobiliarios; ni detenciones por «tocar la flauta» o «bloquear la acera». A la mierda el turismo: nada de autopista, fuera con los que especulan con la tierra. Sería, por fin, un pueblo en el que pudiésemos vivir como seres humanos y no como esclavos de esa idea demencial del progreso que nos está volviendo locos a todos.
Joe Edwards combatía a los urbanizadores y a los especuladores inmobiliarios, no a los veteranos y a los rancheros… Y costaba entender, visto su programa, que pudiesen discrepar en el fondo de lo que nosotros decíamos y proponíamos… salvo que lo que en el fondo les inquietase fuera el hecho muy probable de que con el triunfo de Edwards desapareciese su posibilidad de vender al mejor postor. Con Edwards, decían, vendrían horrores como Zonificación y Ecología, lo cual pondría trabas a su buen estilo del Oeste, la ética compra barato y vende caro… libre empresa, como si dijésemos, y los pocos que se molestaron en discutir con ellos, descubrieron pronto que su palabrería nostálgica sobre «los buenos tiempos» y «la tradición de este valle pacífico» sólo era burda tapadera de su temor a los «recién llegados, de ideas socialistas».
Fuese cual fuese el resultado de la campaña de Edwards, era indudable que habíamos barrido aquella mierda boba sentimental de los «veteranos que amaban la tierra».
Salí del club y paré un momento en Calle Ayman y miré los montes que rodean el pueblo. Ya había nieve en Smuggler, al norte… y en Bell, pasado Little Nell, las pistas de esquí eran como borrosas estelas blancas… vías escarpadas de peaje, esperando la Navidad y el alud de esquiadores de cartera repleta que hacen que Aspen prospere: 8 dólares diarios por esquiar en esos cerros, 150 dólares por un par de esquís buenos, 120 dólares por las botas precisas, 65 dólares por un jersey Meggi, 75 dólares por un anorak bien forrado… y otros 200 dólares por los bastones, los guantes, las gafas, el gorro, los calcetines y otros 70 por unos pantalones de esquiar…
Está claro. La industria del esquí es un magnífico negocio. Y el après-ski un negocio aún mejor: 90 dólares al día cuesta un apartamento en los Alpes de Aspen, 25 dólares por barba una buena comida y vino en el Paragon… y no hay que olvidar las botas Floaters (la bota oficial après-ski del equipo olímpico norteamericano: una basura inútil de la peor especie a 30 dólares el par).
Esto da una cifra medía de 500 dólares por semana para el típico ciudadano del Medio Oeste que se guía en su indumentaria y su estilo por Playboy. Luego, multiplícalo por 100 dólares diarios que por los diversos días de esquí de 1969-70 cobró el Aspen Ski Corp, y obtienes un total bruto invernal escalofriante para un pueblo de las Montañas Rocosas con una población real de poco más de 2.000 habitantes.
Pero esto es sólo la mitad de la historia: la otra mitad es un salto en crecimiento/beneficios de un 30-35 por ciento anual en todos los frentes monetarios… y lo que ves aquí (o veías, antes de los ajustes económicos de Níxon) es/era una mina de oro increíble sin final visible. Durante los diez últimos años, Aspen se ha convertido en un filón que ha hecho millonarios a muchos. Después de la Segunda Guerra Mundial llegaron de Austria y de Suiza (nunca de Alemania, dicen ellos) para organizar los centros embrionarios de un deporte que pronto sería más importante que el golf o los bolos… y ahora, una vez firmemente asentado el esquí en Norteamérica, aquellos golfos alemanes del principio son prósperos burgueses. Tienen restaurantes, hoteles, tiendas de esquí y, sobre todo, grandes extensiones de terreno en sitios como Aspen.
Tras una salvaje campaña tragafuegos, perdimos sólo por seis votos, de un total de 1.200. En realidad perdimos por un voto, pero cinco de las papeletas de nuestros votantes ausentes no llegaron a tiempo: básicamente porque les fueron enviadas (a sitios como México, Nepal y Guatemala) cinco días antes del de la elección.
Faltó muy poco para que consiguiéramos el control del pueblo, y ésa fue la diferencia básica entre lo nuestro de Aspen y, por ejemplo, la campaña de Norman Mailer en Nueva York, que estaba claramente condenada al fracaso desde el principio. Cuando nosotros hicimos lo de Edwards no teníamos noticia de ningún precedente… e incluso ahora, con la tranquilidad que da el mirar las cosas con distancia, el único esfuerzo similar que conozco es el de Bob Scheer, que se presentó en 1966 para el Congreso en Berkeley/Oakland frente al liberal Jeffrey Cohelan y perdió por algo así como el 2 por ciento de los votos. Aparte de esto, casi todas las tentativas radicales de entrar en la política electoral han sido tentativas coloristas y condenadas al fracaso como la de Mailer-Breslin.
Esta misma diferencia básica es ya evidente en 1970, con la súbita proliferación de tentativas de copar diversos feudos de sheriffs. Stew Albert obtuvo 65.000 votos en Berkeley, con un programa neohippie, pero nunca se planteó siquiera la posibilidad de que ganase. Otra notable excepción fue David Pierce, un abogado de 30 años que fue elegido en 1964 alcalde de Richmond, California (población de más de 100.000 habitantes). Pierce consiguió muchos votos en el ghetto negro, sobre todo por su tipo de vida y la promesa de «enchironar a la Standard Oil». Desempeñó el cargo durante tres años, pero en 1967 lo abandonó todo súbitamente para trasladarse a un monasterio del Nepal. Ahora está en Turquía, camino de Aspen y luego de California, donde piensa presentarse a gobernador.
Otra excepción fue Oscar Acosta, candidato a sheriff del Poder Moreno en el condado de Los Angeles, que obtuvo 110.000 votos de unos 2 millones.
En Lawrence, Kansas, George Kimball (ministro de defensa de los Panteras Blancas locales) ha ganado ya, por su parte, las primarias del partido demócrata (sin oposición). Espera perder la elección general por una diferencia al menos de 10 a uno.
En vista de los resultados de la campaña de Edwards, yo había decidido exceder mi promesa y presentarme para sheriff, y cuando Kimball y Acosta visitaron hace poco Aspen, se quedaron perplejos al enterarse de que yo esperaba realmente ganar la elección. Un pronóstico inicial me sitúa bien por delante del candidato demócrata, y sólo ligeramente detrás del republicano.
La cuestión básica es que la situación política de Aspen es tan especial (como consecuencia de la campaña de Joe Edwards), que ahora cualquier candidato del poder freak es un posible ganador.
En mi caso, por ejemplo, tendría que esforzarme mucho y exponer ideas realmente odiosas en mí campana para conseguir menos del 30 por ciento de los votos en una carrera a tres pistas. Y un candidato underground que de verdad quisiera ganar, podría contar desde un principio con el apoyo práctico de un 40 por ciento del electorado, más o menos, y sus posibilidades de ganar dependerían casi enteramente de su capacidad de provocar una reacción; o cuanto miedo y asco activos pueda provocar su candidatura entre los burgueses que tanto tiempo llevan controlando a los candidatos locales.
La posibilidad de la victoria puede ser una pesada piedra al cuello para todo candidato político, que en el fondo de su corazón preferiría gastar energías en una serie de furiosos ataques fustigadores y terribles, a todo lo que les es más caro a los votantes. Hay ásperos ecos de la Magia Cristiana en esta técnica: el candidato crea primero un laberinto psíquico absurdo, luego arrastra a él a los votantes y les fustiga sin parar con palabrería y emociones fuertes. Esta fue la técnica de Mailer, con la que consiguió 55.000 votos en una ciudad de 10 millones de personas… pero, en realidad, es una especie de venganza más que una táctica electoral. Aunque pueda ser eficaz en Aspen y en cualquier otro sitio, como estrategia política está condenada ya por numerosos fracasos.
En cualquier caso, la idea de la Magia Cristiana es una de las caras de la moneda de la «nueva política». Aunque no sea eficaz, resulta divertido… no como la otra cara de la moneda, que surgió en la campaña presidencial de Gene McCarthy y de Bobby Kennedy en 1968. Vimos, en ambos casos, a candidatos del sistema establecido proclamándose conversos de una mentalidad (o de una realidad política) más nueva y más joven que les ponía más en consonancia con un electorado más nuevo, joven y extraño, que anteriormente les había calificado a ambos de inútiles.
Y la cosa resultó. Las dos conversiones tuvieron un éxito inmenso, durante un tiempo… y si la táctica en sí parecía cínica, aún es difícil saber, en ambos casos, si la táctica parió la conversión, o viceversa. Ahora apenas importa ya. Hablamos de modelos de acción política: si la idea de Magia Cristiana es uno de ellos, el modelo Kennedy/McCarthy ha de clasificarse como otro… sobre todo cuando el partido demócrata está ya trabajando desesperadamente para poder aplicarlo de nuevo en 1972, en que la única esperanza demócrata de desbancar a Nixon será de nuevo algún astuto candidato del sistema al borde de la menopausia que empezará a trasegar ácidos de pronto a finales del 71 y luego iniciará la ruta de los festivales rock en el verano del 72. Se quitará la camisa en cuanto tenga oportunidad y su mujer quemará el sostén… y millones de jóvenes votarán por él, contra Nixon.
¿O no? Hay otro modelo, y éste es el que utilizamos fallidamente en Aspen. ¿Por qué no desafiar al sistema con un candidato del que nunca han oído hablar? ¿Por qué no utilizar un candidato que nunca haya sido adiestrado ni maleado por el cargo público y cuya forma de vida sea ya tan extraña que la idea de «conversión» jamás se le pasaría por la cabeza?
En otras palabras, ¿por qué no presentar como candidato a un freak honrado y dejarle luego suelto, en el campo de ellos, para demostrar a todos los candidatos «normales» que son y siempre han sido unos fracasados de mierda? ¿Por qué delegar en esos cabrones? ¿Por qué suponerles inteligentes? ¿Por qué creer que no van a desquiciarse y a desmoronarse? (Cuando los japoneses se incorporaron al balonvolea olímpico derrotaron a todos utilizando técnicas extrañas pero enloquecedoramente legales, como el «giro japonés», la «espiguilla» y el «pase fulminante de vientre» que convertía en aullante gelatina a sus adversarios más altos).
Esta es la esencia de lo que algunos llaman «la técnica de Aspen» en política: ni salirse del sistema ni trabajar dentro de él… sino hacerle enseñar el farol, utilizando su fuerza para lanzarla contra él… y dando siempre por supuesto que la gente que tiene el poder no es inteligente. Al final de la campaña de Edwards, quedé convencido, pese a mi idea de toda la vida en sentido contrario, de que la ley estaba en realidad de nuestra parte. No los policías ni los jueces ni los políticos, sino la ley en sí, tal como está escrita en los mohosos y aburridos códigos que teníamos que consultar constantemente porque no nos quedaba otro remedio.
Pero en noviembre del 69 no teníamos tiempo para este tipo de charleta teórica ni para especulaciones. Recuerdo una lista de libros que quería conseguir y leer, para aprender algo de política, pero apenas me quedaba tiempo para dormir, así que ¿cómo lo iba a tener para leer? Como director ejecutivo de la campaña, tenía la sensación de haber iniciado una especie de sangrienta refriega gangsteril por puro accidente… y a medida que la campaña de Edwards iba haciéndose más disparatada y maligna, mi única preocupación real era salvar mi propio trasero protegiéndome de un posible desastre. Yo no conocía a Edwards, pero a mediados de octubre me sentía personalmente responsable de su futuro y por entonces sus posibilidades no eran buenas. Bill Dunaway, el editor «liberal» del Times de Aspen, me dijo la mañana del día de las elecciones que yo había «destruido la carrera de Edwards como abogado en Aspen» al «empujarle a la política».
Este era el mito liberal: que un jodido forastero, un escritor egomaníaco había perdido el control, drogado como un caballo, y luego había descargado su mal viaje sobre la población freak local… una población normalmente tranquila, pacífica e inofensiva, mientras tuviese droga suficiente. Pero ahora, por alguna condenada razón, se habían vuelto completamente locos… y estaban arrastrando con ellos al pobre Edwards.
Exactamente eso… pobre Edwards. Se había divorciado hacía poco y vivía con su chica en una buhardilla, medio muriéndose de hambre, en un pueblo lleno de abogaduchos aficionados; nadie sabía su nombre, sólo le conocían como «el cabrón que había demandado al pueblo» hacía un año, en representación de dos melenudos que decían que los polis les estaban discriminando. Lo cual era cierto, y el pleito tuvo consecuencias terribles para la policía local. El jefe de policía (ahora candidato a sheriff) había dimitido o había sido despedido en un ataque de furia, dejando a sus patrulleros en libertad condicional, controlada por un juez federal de Denver… que dejó en suspenso el asunto, advirtiendo a los policías de Aspen que castigaría severamente al pueblo al primer indicio de «aplicación discriminatoria de la ley» contra los hippies.
Este pleito tuvo graves repercusiones en Aspen: el alcalde se quedó maniatado, el consejo municipal perdió su ilusión de vivir, el magistrado de la ciudad, Guido Meyer, fue despedido instantáneamente (antes incluso que el jefe de policía) y los policías locales dejaron de pronto de detener melenudos por cosas como «bloquear la acera», que aquel verano significaba una pena de cárcel de noventa días, además de una multa de 200 dólares.
Esta mierda se acabó del todo, no ha vuelto a repetirse: gracias exclusivamente al pleito de Edwards; los liberales del pueblo convocaron una reunión de la ACLU y pusieron las cosas en su punto. Así que sólo un bebedor de agua podría haberse sorprendido de que, un año después, un grupo nuestro en busca de candidato a alcalde decidiese visitar a Joe Edwards. ¿Por qué no? Parecía de lo más razonable, salvo para los liberales, que no se sentían del todo cómodos con un candidato del Poder Freak. No tenían nada contra Edwards, decían, y estaban de acuerdo incluso con su programa (que habíamos moldeado cuidadosamente, de acuerdo con sus gustos), pero había algo sumamente amenazador, creían, en el electorado «canallesco» que estaba apoyándole; no era el tipo de individuo con el que uno quisiese sentarse a sorber una vichyssoise, precisamente: chiflados, motoristas y anarquistas que no conocían a Stevenson y odiaban a Hubert Humphrey. ¿Qué gente era aquélla? ¿Qué querían?
¿Qué querían realmente? Los comerciantes y hombres de negocios locales no estaban tan desconcertados. Para ellos, Joe Edwards era el jefe de una conjura drogocomunista destinada a destruir su forma de vida, a vender LSD a sus hijos pequeños y afrodisíacos a sus mujeres. Daba igual que muchos de sus hijos ya estuvieran vendiéndose LSD entre sí, y que la mayoría de sus mujeres no pudiesen conseguir siquiera alguien que les echase un polvo en una noche de juerga en Juárez… eso no tenía nada que ver con el asunto. La cuestión era que una cuadrilla de freaks estaba a punto de apoderarse del pueblo.
¿Y por qué no? Nunca lo habíamos negado. Ni siquiera en el programa… que era público, y muy moderado. Pero lo cierto es que hacia la mitad de la campaña de Edwards, hasta los liberales se olieron lo que significaba realmente el programa. Se dieron cuenta de que tras él se avecinaba una tormenta, que nuestras palabras bien razonadas no eran más que una cuña de abertura para la acción drástica. Sabían, por larga experiencia, que una palabra como «ecología» podía significar casi cualquier cosa… y para la mayoría de ellos significaba dedicar un día al año a recoger latas de cerveza con un grupo de gente bien del barrio y mandarlas de vuelta a Coors para que reembolsase el importe que se dedicaría, claro, a su obra de caridad favorita.
Pero para nosotros «ecología» significaba algo completamente distinto: teníamos pensado todo un diluvio de normas brutalmente restrictivas que no sólo paralizarían a los especuladores descarados, sino también a la silenciosa camarilla de especuladores liberales de traje de buen corte que insisten en negociar en secreto, para no dañar la imagen… Como Armand Bartos, «patrón de las artes» neoyorquino y marcamodas de la alta sociedad, que suele aparecer en las revistas del gremio… y que es también constructor/propietario y maldecido administrador y explotador del campamento de remolques más grande y feo de Aspen. El lugar se llama Gerbazdale, y algunos inquilinos insisten en que Bartos sube el alquiler cada vez que decide comprar otro cuadro de arte pop.
«Estoy harto de financiar la colección de arte de ese imbécil —decía uno—. Es uno de los explotadores más descarados del mundo occidental. Nos ordeña a nosotros aquí y luego da el dinero de los alquileres a mierdas como Warhol».
Bartos está en la misma onda que Wilton «Wink» Jaffee, Jr., un corredor de bolsa neoyorquino suspendido hace poco por manipulación inmoral del mercado. Jaffee se ha tomado grandes molestias por cultivar (en Aspen) su imagen de esteta del arte progresista. Pero cuando le agarró la SEC, reaccionó alquilando rápidamente un sector de su enorme rancho (entre Aspen y Woods Creek) a una empresa de Grand Junction que empezó de inmediato a arrancar la tierra a toneladas para vendérsela al departamento de obras públicas del Estado, y ahora, después de destruir la tierra y ensuciar el río Roaring Fork, el muy cerdo está pidiendo una modificación de las ordenanzas para poder construir una planta asfáltica… en la elegante quinta de Aspen que sin duda describe con mucha frecuencia a sus amigos progresistas de la Bolsa.
Estos, y otros como ellos, son el tipo de picapleitos y sucios hipócritas que pasan en Aspen por «liberales». Así que no nos sorprendió el que, hacia la mitad de la campaña, muchos de ellos retirasen claramente su apoyo a Edwards. Al principio, les habían gustado nuestras palabras y nuestra fiera actitud de perdedores (luchando por la buena causa en otra empresa destinada al fracaso, etc.). Pero, cuando empezó a parecer que ganaría Edwards, a nuestros aliados liberales les entró el pánico.
El día de la elección, hacia el mediodía, la única cuestión decisiva era saber Cuántos Liberales Habían Aguantado. Algunos habían logrado superarlo, como si dijésemos, pero esos pocos no bastaban para formar la otra mitad de la nervuda base de poder con la que habíamos contado desde el principio. La idea original era integrar una coalición monocolor y desmoralizar al sistema monetario/político local ganando una elección a la alcaldía antes de que el enemigo se diera cuenta de lo que pasaba. Los liberales de Aspen son una minoría permanente que nunca han ganado nada, pese a sus luchas constantes… y el famoso underground de Aspen es una minoría mucho mayor que ni siquiera ha intentado ganar nada nunca.
Así que nuestra máxima prioridad era poder. El programa (o al menos nuestra versión pública del mismo) era demasiado intencionadamente vago para constituir algo más que una herramienta secundaria y flexible para atraer a los liberales y mantener nuestra coalición. Por otra parte, ni siquiera el puñado de individuos que formaban el núcleo de poder de la campaña de Joe Edwards podía garantizar que éste fuese a cubrir de césped las calles y a despellejar al sheriff en cuanto saliera elegido. Después de todo, era abogado (mal oficio, como mínimo) y creo que todos sabíamos, aunque nadie lo dijera nunca, que en realidad no teníamos ni idea de lo que aquel cabrón haría, caso de salir elegido. Podía convertirse en un monstruo malvado y encerrarnos a todos por sedición: no estábamos seguros de que no lo hiciera.
En realidad, ni siquiera le conocíamos. Llevábamos semanas bromeando sobre nuestro «candidato fantasma», que afloraba de vez en cuando para insistir en que era la desvalida criatura de una misteriosa Máquina Política que había hecho sonar su teléfono un sábado a medianoche y le había comunicado que era candidato a la alcaldía.
Lo cual era más o menos cierto. Yo le había llamado, lleno de alcohol y de resentimiento ante el rumor de que un puñado de caciques locales se habían reunido ya y habían decidido quién sería el próximo alcalde de Aspen: una señorona casquivana haría campaña sin oposición, tras una especie de obscenidad demente a la que ellos llaman «frente unido» o «solidaridad progresista»… apoyada por León Uris, que es el principal aficionado a las películas sólo para hombres de Aspen y que escribe libros como Éxodo para poder pagar las facturas. Cuando me enteré, estaba sentado en el cuarto de estar de Peggy Clifford y, si no recuerdo mal, ambos decidimos que aquellos cabrones habían ido demasiado lejos esta vez.
Alguien propuso a Ross Griffin, un viejo vagabundo del esquí y beatnik montañero de toda la vida que, por entonces, se había vuelto casi respetable y hablaba de presentarse para concejal… pero hicimos una docena de llamadas o así para tantear y acabamos convencidos de que Ross no era bastante exótico para galvanizar el voto de la calle, cosa que considerábamos absolutamente necesaria. (En realidad, nos equivocábamos: Griffin se presentó para concejal y ganó con un margen enorme en un pabellón lleno de freaks).
Pero, por entonces, parecía necesario proponer un candidato cuyos Gustos Extraños y cuya Conducta Paralegal estuvieran absolutamente fuera de duda… un individuo cuya candidatura forzase los límites máximos de la exasperación política, cuyo nombre despertase miedo y conmoción en el corazón de todo burgués, y que fuese tan patentemente inadecuado para el cargo que hasta el drogota adolescente más apolítico de la comuna más degenerada del condado, gritase: ¡Sí! ¡Debo votar por ese hombre!
Joe Edwards no correspondía del todo a esa imagen. Era demasiado respetable quizás para la gente del ácido y demasiado extraño quizás para los liberales: pero era el único candidato que podía ser marginalmente aceptable en ambos extremos del espectro de aquella coalición impredecible. Y veinticuatro horas después de nuestra primera charla telefónica sobre el asunto, dijo: «Qué diablos, ¿por qué no?».
Al día siguiente era domingo y ponían La batalla de Argel en el Wheelor Opera House. Quedamos en encontrarnos después, en la calle, pero no fue fácil la cosa porque no le conocía. Así que acabamos dando vueltas un rato, lanzándonos miradas de reojo y recuerdo que pensé, Dios mío, ¿será él ese tipo de ahí? Ese monstruo espantoso de ojos huidizos… Un tipo así no puede ganar nunca…
Por fin, tras unos torpes saludos, bajamos hasta el hotel Jerome y pedimos que nos sirvieran unas cervezas en el vestíbulo, donde podíamos hablar a solas. Aquella noche, el equipo de la campaña lo formábamos yo, Jim Salter y Mike Solheim… pero todos aseguramos a Edwards que sólo éramos la punta del iceberg que le llevaría flotando por los canales marinos de la gran política del poder. En realidad, percibí que tanto Solheim como Salter sentían un notable embarazo por el hecho de verse allí… asegurando a un total desconocido que no tenía más que decir que sí y le haríamos alcalde de Aspen.
Nadie tenía idea de cómo se dirigía una campaña electoral. Salter escribe guiones de cine (Downbill Racer) y libros (A Sport and a Pastime). Solheim era propietario de un elegante bar llamado Leadville, en Ketchum, Idaho, y en Aspen trabaja de pintor de paredes. Yo, por mi parte, llevaba dos años viviendo a unos 16 kilómetros del pueblo, haciendo lo posible por eludir la febril realidad de Aspen. Consideraba que mi estilo de vida no era del todo adecuado para batallar con el sistema político establecido de un pueblo pequeño. Me habían dejado en paz, no habían acosado a mis amigos (con dos excepciones inevitables, abogados ambos), y habían hecho siempre caso omiso a todos los rumores de locura y violencia en mi sector. A cambio, yo había evitado voluntariamente escribir sobre Aspen… y en mis escasísimas relaciones con las autoridades locales me trataban como a una especie de cruce medio loco de ermitaño y tejón, a quien más valía dejar solo todo el tiempo posible.
Así que la campaña del 69 fue quizás un paso más decisivo para mí que para Joe Edwards. El ya había saboreado la confrontación política y parecía gustarle. Pero mi participación personal significaba la destrucción voluntaria de lo que hasta entonces había sido un pacto muy cómodo… y considerando retrospectivamente el asunto, aún no estoy muy seguro de qué me impulsó a hacerlo. Quizás fuera lo de Chicago: aquella estremecedora semana de agosto del 68. Acudí a la convención demócrata como periodista y volví hecho una fiera.
Para mí, aquella semana de Chicago fue muchísimo peor que el peor mal viaje de ácido de que me hayan llegado rumores. Alteró permanentemente mi química cerebral, y lo primero que decidí (cuando al fin me calmé) fue que no me quedaba la más mínima posibilidad de pacto personal de ningún género en un país capaz de incubar un monstruo maligno como Chicago y sentirse orgulloso. De pronto, parecía imperativo parar a los que de algún modo extraño se habían colado en el poder y habían hecho que aquello sucediera.
Pero ¿quiénes eran? ¿Era el alcalde Daley una causa o era un síntoma? Lyndon Johnson estaba acabado, Hubert Humphrey condenado, McCarthy roto, Kennedy muerto y sólo quedaba Nixon, aquel pomposo pedo de plástico que pronto sería nuestro presidente. Fui a Washington a su toma de posesión, esperando que soltase en su discurso una lluvia de mierda tan espantosa que se hiciese astillas la Casa Blanca. Pero no fue así; no hubo lluvia de mierda, no hubo justicia; y al fin, Nixon estaba al mando.
En fin, debió ser la sensación de desastre inminente, de horror a la política en general, lo que me impulsó a asumir el papel que asumí en la campaña de Edwards. Las razones vinieron más tarde, y aún hoy me siguen pareciendo nebulosas. Dicen algunos que la política es divertida; tal vez lo sea cuando vas ganando. Pero, incluso entonces, es una diversión malévola que se parece más a la subida tensa de un viaje con anfetas que a algo tranquilo o agradable. La auténtica felicidad en política es un amplío martillazo a algún pobre cabrón que sabe que le han atrapado pero no puede huir.
La campaña de Edwards fue más una insurrección que un movimiento. No teníamos nada que perder: éramos como un puñado de mecánicos aficionados de mirada estrábica que empujan un coche de carreras de fabricación propia a la pista de Indianápolis y le ven adelantar a un par de grandes Offenhausers en el palo 450. En la campaña de Edwards, que duró un mes, hubo dos fases diferenciadas. En las dos primeras semanas, armamos mucha bulla radical, con no poco embarazo de nuestros amigos, y descubrimos que la mayoría de la gente con la que habíamos contado era absolutamente inútil.
Así que nadie estaba preparado para la segunda fase, cuando la cosa empezó a encajar como un rompecabezas. A nuestras reuniones estratégicas del bar Jerome empezó a ir de pronto mucha gente que quería ayudar. Nos vimos inundados de aportaciones de cinco y diez dólares, de gente a la que no conocíamos. Tras el pequeño cuarto de revelado de Bob Krueger y los denodados esfuerzos de Bill Noonan por recaudar suficiente dinero para pagar una plana de publicidad en el Times liberal de Dunaway, pasamos a heredar de pronto todos los servicios de la Escuela de Fotografía «Centro del Ojo» y un crédito ilimitado (después de que Dunaway huyera a las Bahamas) de Steve Herrón en la emisora de radio propiedad del Times, que era por entonces la única del pueblo. (Varios meses después de la elección, empezó a emitir una emisora de frecuencia modulada de 24 horas de programación, con hilo musical durante el día y una programación de rock freak por la noche tan fuerte como lo que más de San Francisco o de Los Angeles). Al no haber televisión local, la radio era nuestro equivalente de una gran campaña televisiva. Y provocó el mismo género de áspera reacción que han menospreciado, en ambas costas, candidatos al Senado como Ottinger (Nueva York) y Tunney (California).
Esta comparación es puramente técnica. La propaganda radiofónica que nosotros emitimos en Aspen habría aterrado a eunucos políticos como Ottinger y Tunney. La melodía de nuestra campaña era el Himno de combate de la República de Herbie Mann, que poníamos una y otra vez, como lúgubre fondo de encendidas arengas y malévolas burlas contra la retrógrada oposición. La oposición gruñía y bramaba, acusándonos en su ignorancia de «utilizar técnicas de Madison Avenue», aunque lo cierto era que se trataba del más puro estilo Lenny Bruce. Pero ellos no conocían a Lenny; su humor era aún Bob Hope, con un toque tangencial de Don Rickles de cuando en cuando en el puñado de juerguistas a los que no les importaba admitir su afición a las películas sólo para hombres, que solían ver los fines de semana en la casa de León Uris, en Red Mountain.
Disfrutábamos espetando a aquellos cabrones. Nuestro brujo radiofónico, un antiguo cómico de cabaret, Phil Clark, hizo varios cortos que hacían echar espuma por la boca y perseguirse el rabo a la gente, furiosa de rabia. Hubo todo un hilo de humor disparatado y corrosivo en la campaña de Edwards, y eso fue lo que nos mantuvo cuerdos a todos. Producía una satisfacción patente el saber que, aunque perdiéramos, el que nos derrotase no se libraría nunca de las cicatrices. Considerábamos necesario aterrorizar absolutamente al enemigo, para que, aunque obtuviese una hueca victoria, aprendiese a temer cada amanecer hasta la próxima elección.
Esto funcionó magníficamente… o al menos de modo muy eficaz, y en la primavera de 1970 era evidente, en todos los frentes, que la tradicional estructura de poder de Aspen ya no controlaba el pueblo. El nuevo consejo municipal se escindió enseguida en dos facciones permanentes de tres-cuatro, con Ned Vare como portavoz de una parte y un dentista ultraderechista llamado Comcowich de la otra. Esto dejaba a Eve Homeyer, que había hecho su campaña con la idea de que el alcalde era «sólo un títere», en la desagradable posición de tener en su mano el voto decisorio cuando se planteaba algún problema conflictivo. Los primeros fueron de poca monta, y votó siguiendo sus convicciones tipo Agnew en todos ellos… pero la reacción pública fue bastante agria, y al poco tiempo el consejo municipal cayó en una especie de tablas inquietantes, en las que ninguna de las dos partes quería poner nada a votación. Las realidades de la política de un pueblo están tan cerca del hueso que no hay forma de evitar que cualquiera te insulte por la calle, por tu postura en cualquier votación. Un concejal de Chicago puede aislarse casi por completo de la gente contra la que vota, pero en un lugar del tamaño de Aspen no hay escape.
Y en todos los frentes empezó a manifestarse el mismo tipo de tensión. El director del instituto de enseñanza media local intentó despedir a un joven profesor por exponer ideas políticas izquierdistas en clase, pero los estudiantes se declararon en huelga y no sólo impusieron la readmisión del profesor, sino que consiguieron poco después que fuera despedido el director. Y al cabo de un tiempo, Ned Vare y un abogado local llamado Shellman atacaron tan furiosamente al departamento de obras públicas del Estado, que éste retiró todos los fondos previstos para el proyecto de la autopista de cuatro carriles que iba a cruzar el pueblo. Esto sembró el pánico entre los miembros de la junta municipal. La autopista había sido su proyecto favorito, y de pronto quedaba eliminado, condenado… por culpa de una pandilla de cabrones que eran los causantes de todos los problemas del otoño anterior.
El centro médico de Aspen se llenó de gritos y llantos de cólera y de angustia. Comcowich, el dentista loco, salió como una exhalación de su despacho de aquel edificio y tiró a un joven freak de su bicicleta de un puñetazo, gritando: «¡Sucios hijos de puta, os vamos a echar a todos del pueblo!». Luego, volvió corriendo adentro, a su oficina, que queda enfrente de la del buen doctor Barnard (Buggsy) y de su secuaz el doctor J. Sterling Baxter, de similar ideología.
Durante cinco años, estos dos individuos habían controlado los asuntos de Aspen con una jactancia que combinaba los coches deportivos y la velocidad con amantes y jovencitas seudohippies y un aristocrático desdén por los placeres de la profesión médica. Buggsy manejaba los asuntos municipales, y Baxter regía el condado, y durante cinco años mágicamente plácidos, el centro médico de Aspen fue el Tammany Hall de Aspen. A Buggsy le gustaba muchísimo su papel de alcalde. De vez en cuando, perdía los estribos y abusaba lamentablemente de su poder, pero, en general, se portaba bastante bien el hombre. Sus amigos eran muchos y variados: iban desde los traficantes de droga y los motoristas forajidos a los jueces de distrito y los tratantes de caballos… hasta yo era amigo suyo, y, de hecho, nunca se me pasó por la cabeza que Buggsy fuera otra cosa que una gran ayuda cuando iniciamos la campaña de Edwards. Parecía perfectamente lógico que un viejo freak quisiera pasarle la antorcha a un freak joven…
Pero, sin embargo, se negó a irse así por las buenas y, en vez de ayudar a Edwards, intentó destruirle. En determinado momento, Barnard llegó a intentar incorporarse de nuevo a la carrera, y al ver que no había modo recurrió a un títere. Este títere era el pobre Gates, que sufrió (junto con Buggsy) una derrota ignominiosa. Les machacamos por completo, y Barnard no podía creerlo. Poco después de que cerraran las urnas, bajó al ayuntamiento y contempló lúgubremente el tablero en que el funcionario empezaba a colocar los resultados. Las primeras cifras le dejaron visiblemente conmocionado, al parecer, y a las diez en punto, vociferaba incoherente «fraude» y «recuentos» y «esos sucios cabrones me engañaron».
Un amigo suyo que estaba allí, lo recuerda como una escena espantosa… aunque quizás pudiera haberle gustado a Dylan Thomas, dicen que el alcalde se enfureció muchísimo ante la agonía de la luz.
Y con esto podría haber concluido una historia muy triste… pero Buggsy se fue a casa aquella noche y empezó a trazar febriles planes para volver a ser alcalde de Aspen. Su nueva plataforma de poder es un bodrio llamado «Liga de Contribuyentes», una especie de cuerpo de élite de reserva de los Alces y Águilas más borrachines, cuyo único punto de coincidencia real es que todo animal de este mundo que haya caminado sobre dos piernas menos de cincuenta años es malvado, marica y peligroso. La Liga de Contribuyentes es un ejemplo realmente clásico de los que los antropólogos denominan «tendencia atávica». A la escala del proceso político, aún siguen coqueteando con la propuesta peligrosamente progresista del senador Bilbo de enviar a todos los negros de vuelta a África en una flota de barcazas de hierro.
Este es el nuevo electorado de Buggsy. No todos son borrachos malévolos y tampocos son todos deficientes mentales. Algunos están verdaderamente confusos y asustados ante lo que parece ser el fin del mundo que conocen. Y esto es triste, sin duda… pero lo más triste de todo es que, en el contexto de este artículo, la Liga de Contribuyentes tiene bastante peso. En los últimos seis meses, el grupo se ha convertido en el bloque electoral más coherente y eficaz del valle. Han derrotado sin problema a los liberales en todos los últimos enfrentamientos (ninguno crucial) en los que todo se ha reducido, en último término, a la cuestión de saber quién tenía más fuerza.
¿Quién en realidad? Los liberales no pueden hacer nada… y, desde que acabó la campaña de Edwards, nosotros hemos evitado deliberadamente movilizar el bloque del poder freak. La capacidad de atención política del freak medio es, según nuestra opinión, demasiado reducida para utilizarla en cualquier maniobra de poca monta. Casi todos los que trabajaron el año pasado en la campaña de Edwards, se convencieron de que habría ganado fácilmente si las elecciones se hubieran celebrado el 14 de noviembre en vez del 4… o si hubiéramos empezado a trabajar una semana antes.
Puede que tengan razón los que sostienen esto, pero lo dudo. Dan por supuesto que teníamos el control… del asunto, pero no era así. Hubo un descontrol general de la campaña del principio al fin, y el hecho de que culminara el día de la elección fue sólo un accidente, un golpe de suerte que no pudimos planear nosotros. Cuando las urnas se abrieron, habíamos gastado todos los cartuchos de que disponíamos. El día de la elección no nos quedaba nada que hacer, más que enfrentar las amenazas de Buggsy… y esto lo habíamos hecho ya antes del mediodía. Aparte de eso, no recuerdo que hiciéramos gran cosa (hasta justo antes de que se cerrasen las urnas) salvo recorrer el pueblo a gran velocidad y beber cantidades enormes de cerveza.
No tiene sentido esperar que se repita este año la misma suerte. Empezamos a organizar las cosas a mediados de agosto (seis semanas antes que la vez anterior) y, a menos que podamos cronometrar perfectamente el asunto, podemos vernos impotentes y quemados dos semanas antes de las elecciones. Tengo una visión de pesadilla en la que toda nuestra campaña alcanza un apogeo orgiástico generalizado el 25 de octubre: dos mil freaks disfrazados bailando el chotis, en coordinación perfecta, delante del juzgado… sudando, gritando, cantando… «¡VOTACIÓN AHORA! ¡VOTACIÓN AHORA!». Exigiendo que se vote inmediatamente, absolutamente pirados de política, demasiado pasados y frenéticos para reconocer siquiera a su candidato, Ned Vare, que aparece en las escaleras del juzgado y pide a todos a voces que se retiren: «¡Volved a casa! ¡No podéis votar hasta dentro de diez días!». La multitud responde con un alarido espantoso y luego prosigue su avance… Vare desaparece…
Yo me vuelvo para huir, pero está allí el sheriff con un inmenso saco de caucho que me embute rápidamente en la cabeza, deteniéndome por conspiración criminal. Las elecciones se suspenden y J. Sterling Baxter declara la ley marcial, asumiendo el mando absoluto…
Baxter es a la vez el símbolo y la realidad de la maquinaria política corrupta/fea/vieja que esperamos desbaratar en noviembre. Actuará apoyándose en una formidable plataforma de poder: una coalición de los «contribuyentes» de Buggsy y los suburbanitas derechistas de Concowich… junto con el sustancioso apoyo institucional de dos bancos, el de la Asociación de Contratistas y el de la todopoderosa Corporación de Esquí de Aspen. Dispondrá también de los recursos financieros y organizativos del aparato local del partido republicano, cuyos miembros superan en más del doble a los miembros inscritos del partido demócrata.
Los demócratas, preocupados por la posibilidad de otro levantamiento izquierdista tipo Edwards, presentan a un travestí político, un agente inmobiliario de mediana edad al que intentarán promocionar como «alternativa razonable» a los amenazadores «extremos» que significan Baxter y Ned Vare. El sheriff titular también es un demócrata.
Vare se presenta como independiente y el símbolo de su campaña será, según dice, «un árbol». Para la campaña de sheriff, el símbolo será, o un búho de un solo ojo, como un cíclope, horriblemente deforme, o un puño con dos pulgares, que sostiene un botón de peyote, que es también el símbolo de nuestra estrategia general y de nuestro núcleo organizativo, el Athletic Club Meat Possum. De momento me he inscrito como independiente, pero aún existe la posibilidad (depende de los resultados de las negociaciones en curso para financiar la campaña) de que me inscriba como comunista. Da igual qué etiqueta adopte. La suerte ya está echada en mi carrera… y lo único que queda en el aire es cuántos freaks, pasados, delincuentes, anarquistas, beatniks, cazadores furtivos, sindicalistas revolucionarios, motoristas y seguidores de credos extraños saldrán de sus agujeros a votar. Las alternativas son deprimentemente obvias: mis adversarios son pobres diablos sin esperanza que se encontrarían más a gusto en la patrulla de autopistas del Estado de Mississippi. Y, si salgo elegido, prometo que recomendaré a ambos para el tipo de trabajo que se merecen.
La tarea de Ned Vare es más compleja y mucho más importante, al mismo tiempo, que la mía. El irá a matar al dragón. Jay Baxter es la figura política más poderosa del condado. Es el comisario del condado. Los otros dos son un puro eco. Si Vare logra derrotar a Baxter, quedará rota la columna vertebral del sistema político financiero local establecido… y si el Poder Freak puede conseguir eso en Aspen, también podrá conseguirlo en otros sitios. Y si no puede lograrse aquí, uno de los pocos sitios de Norteamérica donde podemos contar con una base comprobada de poder, cuesta creer que pueda resultar en otros sitios con menos ventajas naturales. El otoño pasado perdimos por seis votos y quizás no lo consigamos tampoco esta vez. Los recuerdos de la campaña de Edwards garantizarán una lucha encarnizada con un peligroso factor de reacción que podría barrernos del todo si la población freak no llega a unirse y a votar realmente. El año pasado, quizás votasen muchos freaks, pero este año los necesitaremos a todos. Las consecuencias de esta elección van mucho más allá de problemas o candidatos locales. Es un experimento con una actividad política completamente nueva… y los resultados, sean cuáles sean, merecerán sin duda un serio análisis.
Programa provisional
Thompson para sheriff
Aspen, Colorado, 1970
1) Plantar inmediatamente césped en las calles. Levantar las calles del pueblo con perforadoras manuales y utilizar los fragmentos de asfalto (una vez fundidos) para construir un gran recinto de aparcamiento, zona de almacenaje de recambios y garaje en las afueras del pueblo: a ser posible en un sitio poco visible, por ejemplo, entre la nueva planta de aguas fecales y el nuevo centro comercial McBride. Podrían centralizarse los residuos y la basura en esa zona, en memoria de la señora de Walter Paepke, que vendió el terreno para urbanizarlo. Sólo se permitirá circular por el pueblo a un reducido grupo de vehículos, que transitarán por una red de «callejas de descarga», según se indica en el detallado plano que hizo el arquitecto urbanista Fritz Benedict en 1969. La circulación pública sería a píe y en una flota de bicicletas, de cuyo mantenimiento se encargarán las fuerzas policiales de la localidad.
2) Cambiar el nombre de «Aspen»[11], mediante referéndum público, por el de «Fat City»[12]. Esto impedirá que los especuladores, los que destruyen la tierra y otros chacales humanos capitalicen el nombre de Aspen. Resultaría imposible la explotación publicitaria y comercial del nombre del pueblo. Todos los mapas e indicadores de tráfico se cambiarían, sustituyendo en ellos el nombre de Aspen por el de Fat City. También tendrían que hacer honor al nuevo nombre la oficina de correos local y la cámara de comercio. «Aspen», Colorado, dejaría de existir… y las repercusiones psíquicas de este cambio serían inmensas en el mundo del comercio: prendas de esquí Fat City, el Slalom de Fat Cíty, Festival de música de Fat City, Instituto de Humanidades de Fat City… etc. Y la principal ventaja es que el cambiar el nombre del pueblo no tendría grandes consecuencias para el pueblo en sí, ni para la gente que venga aquí porque le parezca un buen lugar para vivir. Las consecuencias que podría tener el cambio de nombre para los que vienen aquí a comprar barato, vender caro y largarse luego, son bien evidentes… y básicamente deseables. A esos cerdos hay que joderles, destruirles y perseguirles por todo el país.
3) Se controlará la venta de drogas. Lo primero que haré como sheriff será instalar, en el patío del juzgado, un tablado de castigo con una serie de palos de diverso tamaño, para castigar adecuada y públicamente a los traficantes inmorales. Estos traficantes roban millones de dólares por año a millones de personas. Como especie, están al mismo nivel que los especuladores inmobiliarios y los vendedores de coches usados y la oficina del sheriff escuchará gustosamente todas las quejas que desean formular los usuarios contra los traficantes a cualquier hora del día y de la noche, garantizando la inmunidad del demandante… siempre que la queja sea fundada. (Ha de tenerse en cuenta, respecto a este punto del programa, que todo sheriff de este Estado tiene la responsabilidad legal de aplicar todas las normas estatales sobre drogas, incluso aquellas con las que pudiera estar personalmente en desacuerdo. Las leyes prevén penalizaciones de hasta 100 dólares por infracción, en caso de que exista voluntad manifiesta de no aplicar las normas… pero ha de tenerse también en cuenta que las leyes incluyen muchas otras sanciones, relacionadas con muchas otras circunstancias extrañas y difíciles de probar, y como sheriff las tendré presentes todas, sin excepción. Así que cualquier individuo vengativo y malintencionado que pretenda acusarme de no aplicar las normas, tendrá que estar muy seguro de sus actos…). Y, entretanto, la oficina del sheriff se basará en el principio general de que no se venderá ninguna droga digna de este nombre, por dinero. Las ventas sin beneficios se considerarán casos límite, y serán analizadas caso por caso. Pero se castigará severamente toda venta en que se busque el lucro. Creemos que esto creará un ambiente único y muy humano en la cultura de la droga de Aspen (o Fat City), cultura que forma ya parte de nuestra realidad local hasta tal punto que sólo un extremista lunático hablaría de intentar «eliminarla». La única actitud realista es hacer la vida imposible en el pueblo a todos los especuladores, tanto los que especulan con drogas como los que especulan en todos los demás campos.
4) La caza y la pesca se prohibirán a todos los no residentes, con excepción de los que obtengan un aval firmado de un residente, que será entonces responsable legal de cualquier infracción o abuso cometido por el no residente al que ha «avalado». Las multas serán cuantiosas, y se seguirá la política general de perseguir implacablemente a todo infractor. Pero (como en el caso de la propuesta de cambiar el nombre del pueblo) este plan de «avales» sólo tendrá aplicación para los chiflados peligrosos obsesionados por las ganancias y por matar, que son una amenaza vayan donde vayan. Este nuevo plan no tendrá ninguna consecuencia para los residentes, exceptuando aquellos que decidieran avalar a los «deportistas» visitantes. Con este sistema (haciendo personalmente responsables a cientos, e incluso miles, de individuos de la protección de los animales, los peces y las aves que aquí viven) crearemos una especie de reserva de caza, sin las rigurosas limitaciones que deberíamos imponernos si esos monstruos sedientos de sangre siguiesen invadiéndonos todos los otoños dispuestos a tirotear cuanto ven.
5) El sheriff y sus ayudantes nunca deberán ir armados en público. Todo motín, tiroteo o baño de sangre (con armas de fuego) de los últimos tiempos, ha sido provocado por un poli aficionado a darle al gatillo en un arrebato de pánico. Y hace tantos años que ningún poli de Aspen ha tenido que utilizar un arma que estoy dispuesto a ofrecer una recompensa de 12 dólares en metálico a todo el que pueda recordar un incidente de este género y escriba dando los datos (Apartado K-3, Aspen). En circunstancias normales, es más que suficiente una bomba Mace del tipo MK-V del General Ordenance, para sofocar rápidamente cualquier problema de violencia que pueda surgir en Aspen. Y, de todos modos, lo que no pueda resolverse con el MK-V exigiría refuerzos… en cuyo caso, la reacción sería siempre Represalia Masiva: un ataque brutal con armas de fuego, bombas, petardos, perros y cualquier otra arma que se juzgue necesaria para restaurar la paz ciudadana. Al desarmar a la policía se persigue el propósito de reducir el índice de violencia, garantizando al mismo tiempo que se castigará implacablemente a todo el que sea lo bastante imbécil como para atacar a un policía desarmado.
6) Este sheriff seguirá la política de acosar sin tregua a todos los que se entreguen a cualquier tipo de especulación con la tierra. Se actuará con la mayor rapidez posible atendiendo a todas las quejas justas. Lo primero que haré al tomar posesión del cargo (después de disponer todo lo necesario para castigar a los traficantes de drogas), será crear una oficina de investigación que proporcione datos al público, con los que cualquier ciudadano podrá presentar una Orden de Embargo, una Orden de Paralización, una Orden de Miedo, de Horror… sí… hasta una Orden de Usurpación… contra cualquier especulador que haya conseguido burlar nuestras anticuadas leyes e instalar un tanque de alquitrán, un depósito de escoria o un pozo de grava. Estas órdenes se aplicarán con el máximo rigor… y ateniéndose siempre a la letra de la ley. Abur.