Aquellos audaces jóvenes en sus maquinas voladoras… ya no son lo que eran

En Norteamérica, los mitos y las leyendas tardan mucho en morir. Los amamos por esa dimensión suplementaria que proporcionan, esa ilusión de posibilidad casi infinita de borrar los estrechos confines de la realidad de la mayoría de los hombres. Los héroes extraños y los extraños campeones que rompen los moldes existen como prueba viviente para quienes la necesitan de que la tiranía de la «carrera de ratas» aún no es definitiva. Mira a Joe Namath, dicen; rompió todas las reglas y logró derrotar al sistema. O Hugh Hefner, el Horatio Alger de nuestra época. Y Cassius Clay (Muhammad Ali), que voló tan alto como el U-2, y cuando los zánganos le derribaron no podía creerlo.

Gary Powers, el piloto del U-2 derribado en Rusia, es ahora piloto de pruebas de Lockheed Aircraft, y prueba aviones más nuevos y más «invencibles» en los fríos y luminosos cielos que hay sobre el desierto de Mojave, en Valle Antílope, al norte de Los Angeles. Ese valle está lleno de instalaciones aeronáuticas, sobre todo en la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas, junto a Lancaster, que es donde las Fuerzas Aéreas prueban sus nuevos aviones y engendran una visión nueva y computada del piloto de pruebas temerario y mítico. El alto mando de las Fuerzas Aéreas de Edwards está asombrado de la persistencia de la vieja imagen «patada al neumático, vuelta a la llave y allá vamos». Hoy en día, la palabra clave en las Fuerzas Aéreas, insisten, es «profesionalismo».

Esto hizo un poco difícil mi visita a la base. Se hizo penosamente obvio, incluso después de una hora o así de charla intrascendente, que los serios profesionales de la pista de vuelos no se sentían muy complacidos con el tono de mi conversación… sobre todo cuando hacía preguntas comprometidas. Las Fuerzas Aéreas jamás han valorado el sentido del humor en sus hombres, y en sectores de gran riesgo como los vuelos de pruebas, la conciencia del absurdo puede paralizar el futuro de un hombre tanto como podría hacerlo un hábito de LSD.

Los pilotos de pruebas son gente muy recta. Están absolutamente consagrados a su trabajo y no acostumbran a tratar con desaliñados civiles que incluso parecen vagamente descontrolados… sobre todo con escritores. Mi imagen quedaba aún más empañada por un hueso dolorosamente astillado de mi mano derecha, que me obligaba a utilizar la izquierda en las presentaciones.

En determinado momento, hablando con dos coroneles, expliqué torpemente que ya me había roto la muñeca hacía más o menos un año. «La última vez —dije—, fue un accidente de moto una noche de lluvia; entré en una curva muy cerrada a 120 Km/h y no hice el cambio de velocidades».

¡Zang! Eso fue la puntilla. Quedaron aterrados. «¿Cómo puede hacer alguien una cosa así?» preguntó el teniente coronel Ted Sturmthal, que acababa de volver de pilotar el inmenso XB-70 cruzando el país a la velocidad del sonido. El teniente coronel Dean Godwin, considerado junto con Sturmthal uno de los mejores pilotos de pruebas de las Fuerzas Aéreas, me miró como si acabase de sacar un dije de reloj del Vietcong.

Estábamos sentados en una especie de oficina plástico-gris junto a la línea de vuelo. Fuera, en la pista gris y fría, había un avión llamado SR-71, que podía volar a dos mil millas por minuto (o a unos tres mil cien pies por segundo) en el aire sutil que hay allá en el borde mismo de la atmósfera terrestre, a casi veinte millas de altura. El SR-71 ha dejado ya anticuado al U-2; la potencia de sus dos motores equivale a la de cuarenta y cinco locomotoras Diesel y vuela a una altura que queda ya incluida en el reino del vuelo espacial. Sin embargo, ni Sturmthal ni Godwin habrían vacilado un instante ante la posibilidad de meterse en la cabina de aquel chisme y sacarle el mayor rendimiento posible.

Las Fuerzas Aéreas llevan veinte años intentando acabar con la imagen del piloto de pruebas tipo loco y temerario «apunta hacia el suelo y a ver si se estrella», y lo han logrado al fin. El piloto de pruebas de la cosecha del 69 es un monumento supercauto, superinstruido y superintelígente en la era de la computadora. Es el espécimen perfecto, sobre el papel, y está tan seguro de su superioridad natural sobre los demás tipos de seres humanos, que uno empieza a preguntarse (tras pasar un rato en compañía de pilotos de prueba) que quizás nos fuese mejor a todos si la Casa Blanca pudiese trasladarse, mañana por la mañana mismo, a este triste páramo llamado Base Edwards de las Fuerzas Aéreas. Mi propia visita a la base me sirvió al menos para convencerme de que los pilotos de prueba de las Fuerzas Aéreas nos ven a los demás, quizás con razón, como piltrafas físicas, mentales o morales.

Salí de Edwards con la sensación de haber estado en la versión IBM del Olimpo. ¿Por qué había dejado yo aquel mundo perfecto? Porque yo estuve en tiempos en las Fuerzas Aéreas, y me parecieron entonces un torpe experimento de lobotomía masiva, en el que utilizaban normas en vez de bisturís. Y ahora, diez años después, las Fuerzas Aéreas aún se benefician del mito del piloto romántico que sus jefes de personal han destruido hace ya mucho.

Allá en los buenos tiempos, cuando los hombres eran Hombres y poderío era Derecho y el diablo y el mal ocupaban los puestos de cola, las pacíficas autopistas del desierto de Valle Antílope eran pistas de carreras para pilotos libres de servicio en grandes motocicletas. Los viajeros de movimiento lento se veían con frecuencia desalojados de la carretera por salvajes de cazadora de cuero y pañuelo blanco, torpedos humanos de dos ruedas que desafiaban todo límite de velocidad sin reparar en absoluto en su propia seguridad. Las motos eran un juguete muy popular entre los pilotos de aquella era pasada, y más de un furioso ciudadano se vio arrancado de su lecho en plena noche por el espantoso estruendo que hacía una inmensa Indian de cuatro cilindros bajo la ventana de su hija. La imagen del piloto salvaje y temerario persiste en la canción y en la leyenda, como si dijésemos, y en películas como el clásico de Howard Hughes, Hell’s Angels.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, se consideraba a los pilotos seres atados a la muerte, semimíticos, muy admirados por su audacia, pero un poco insensatos si se les juzgaba por las normas habituales. Mientras otros hombres conducían trenes o recorrían la tierra en Ford T, los pilotos acrobáticos ambulantes recorrían el país con «espectáculos aeronáuticos» sensacionales, deslumbrando a los palurdos en un millón de ferias rurales. Cuando la acrobacia fallaba, se estrellaban… y, a menudo, morían. Los supervivientes seguían adelante, tratando a la muerte como a un acreedor terco y porfiado, brindando por su propia leyenda con jarras de ginebra y fiestas desenfrenadas para cortar el escalofrío. «Vive deprisa, muere joven y procura que tu cadáver tenga buen aspecto». Esta frase arrancaba muchas risas en las fiestas de presentación en sociedad, pero en los círculos aeronáuticos resultaba un poco cruda, un poco descarnada.

Era especialmente adecuada para los pilotos de pruebas, cuya tarea era descubrir qué aviones volarían y cuáles serían trampas mortales inevitables. Sí los otros corrían riesgos insensatos, lo hacían al menos en aviones probados. Los pilotos de pruebas, entonces y ahora, son los que prueban definitivamente los productos de las teorías de los ingenieros. Ningún avión experimental es «seguro» hasta que no se prueba. Unos funcionan maravillosamente, otros tienen fallos fatales. El desierto de Mojave está lleno de marcas de viruela que son las cicatrices del fracaso. Sólo las nuevas son visibles. Las cicatrices viejas han quedado cubiertas por las arenas y los matorrales de mezquite.

Cada funeral significa más donaciones, de amigos y supervivientes, al «fondo de la vidriera». La vidriera conmemorativa de los pilotos de pruebas de la capilla es una pared de mosaicos vidriados de colores, pagada con donaciones que podrían sí no haberse invertido en la compra de efímeras flores. La idea era en principio tener sólo una vidriera conmemorativa, pero cada año traía, invariablemente, más donaciones, así que ya sólo quedan unas cuantas ventanas normales. Todas las demás han sido sustituidas por reliquias de vidrio coloreado a los cien nombres que hay en la placa del vestíbulo de la capilla.

Todos los años se añaden dos o tres nombres nuevos, como media, pero hay años que son peores que otros. Ni en 1963 ni en 1964 hubo muertes en vuelos de prueba. Después, en 1965 hubo ocho. En 1966, la lista de bajas descendió a cuatro, pero dos de ellos murieron el mismo día, el 8 de junio, en un choque en pleno vuelo entre un caza monoplaza y uno de los dos únicos bombarderos XB-70 que llegaron a construirse.

Aquel fue un día terrible en Edwards. Los pilotos de pruebas están muy unidos: viven y trabajan juntos como un equipo de fútbol profesional. Sus mujeres son buenas amigas, y los hijos forman parte del mismo mundo pequeño. Así que una desgracia doble estremece a todos. Los pilotos de pruebas de hoy y sus familias viven casi tan cerca de la muerte como los pilotos de los viejos tiempos, pero la nueva generación la teme más. Con escasas excepciones, están casados, tienen por lo menos dos hijos y, en sus horas libres, viven tan sosegada y mesuradamente como cualquier profesor de física. Algunos andan en Hondas y Suzukís pequeñitas y en otras motos enanas, pero estrictamente como medio de transporte… o, como explicaba uno de ellos: «Para que Mamá pueda utilizar el coche de la familia». El aparcamiento que hay junto a la línea de vuelo, donde dejan los coches los pilotos que están trabajando, no se diferencia gran cosa del aparcamiento de un supermercado. También aquí, con raras excepciones, el vehículo terrestre del piloto de pruebas es modesto: un Ford o un Chevrolet de hace cinco años, puede que un Volkswagen, un Datsun u otro coche barato de importación. Al otro extremo de la línea de vuelo, frente a la escuela de pilotos de pruebas, la mezcla es algo más abigarrada. Entre los cuarenta y seis coches que conté allí una tarde, había un Jaguar XKE, un IK-150, un Mercedes viejo con motor Chevrolet V-8 y un Stingray; el resto eran cacharros. Junto a la puerta había un grupo de motos, pero la más feroz del lote era una modesta Yamaha 250.

En estos tiempos, las carreteras que hay por Valle Antílope están tranquilas a media noche, salvo alguna esporádica carrera de coches que hagan los chavales. Los pilotos de pruebas de hoy se acuestan temprano, y contemplan las grandes motos con el mismo desdén analítico que reservan para hippies, borrachos y otros símbolos de fracaso. Ellos corren sus riesgos —es su trabajo—, entre el amanecer y las cuatro y media de la tarde. Pero cuando disponen de su tiempo, prefieren meterse en el emparedado anonimato de sus casas de una planta y de tejado liso tipo Levittown entre la pista de golf de la Base y el club de oficiales, para relajarse frente a la tele con una suculenta cena televisiva. Su música es Mantovani, y su idea de un «artista» Norman Rocwell. Los viernes por la tarde, de cuatro y media a siete, se amontonan en el bar del club de oficiales para la «hora feliz» semanal, en la que la mayor parte de la conversación gira alrededor de los aviones y de los planes de pruebas en curso. Luego, poco antes de las siete, van a casa a recoger a sus mujeres y a arreglarse para la cena, de nuevo en «el club». Después de cenar, hay un poco de baile con la máquina de discos o puede que con un pequeño conjunto musical. El beber mucho queda descartado; un piloto de pruebas borracho es algo que produce auténtica alarma a los demás, que ven en cualquier forma de exceso social (beber, andar con mujeres, trasnochar, cualquier comportamiento «extraño») el indicio de un problema más profundo, un cáncer anímico de algún tipo. La borrachera de esta noche es un riesgo de resaca mañana (o el lunes), unos ojos que tardan en centrarse o una mano que tiembla en los controles de un aparato de cien millones de dólares. Las Fuerzas Aéreas han adiestrado a tres generaciones de pilotos de élite para evitar todo riesgo humano predecible en el programa de pruebas de vuelo. Los aviones son el factor desconocido inevitable de la ecuación a la que se reduce teóricamente todo plan de pruebas. (Los pilotos de pruebas son muy aficionados a las ecuaciones; pueden describir un avión y todas sus características utilizando sólo números). Y hasta un loco sabe que una ecuación con una sola incógnita es algo mucho más fácil de resolver que otra con dos. El propósito es, pues, reducir al mínimo la posibilidad de una segunda incógnita (como, por ejemplo, un piloto impredecible), que podría convertir una ecuación simple de vuelo de pruebas en un cráter calcinado en el desierto y otra ola de donaciones para la vidriera conmemorativa.

Los pilotos de pruebas civiles, que trabajan contratados por compañías como Boeing y Lockheed, pasan por una selección tan cuidadosa como sus hermanos espirituales de las Fuerzas Aéreas. Los individuos que dirigen el «complejo de la industria militar» no están dispuestos a confiar los frutos de sus proyectos de miles de millones de dólares al tipo de piloto que pudiera sentirse tentado a lanzarle con un avión nuevo por debajo del puente de Golden Gate a la hora punta. Toda la filosofía de las pruebas de investigación consiste en reducir al mínimo el riesgo. Los pilotos de pruebas reciben instrucciones concretas. Su trabajo consiste en realizar con el avión una serie de maniobras escrupulosamente proyectadas, para valorar su eficacia en circunstancias concretas (estabilidad a grandes velocidades, índice de aceleración en determinados ángulos de subida, etc.) y luego volver con ellos a tierra sin problema y escribir un informe detallado para los ingenieros. Hay muchos pilotos buenos, pero sólo hay unos cuantos que puedan comunicarse en el lenguaje de la aerodinámica superavanzada. El mejor piloto del mundo (aunque fuera capaz de aterrizar con un B-52 en el green número 8 de Pebble Beach sin chamuscar la yerba) no valdría para vuelos de prueba a menos que pudiese explicar, en un informe escrito, exactamente cómo y porqué podría hacerse el aterrizaje.

Las Fuerzas Aéreas estiman mucho a la gente que «se ajusta al libro», y, de hecho, existe un libro (el llamado Manual técnico) sobre cada pieza del equipo que se utiliza, incluidos los aviones. Los pilotos de pruebas no pueden ajustarse «al libro», sin embargo, porque son, a todos los efectos prácticos, quienes lo escriben. «Nosotros llevamos el avión a sus límites absolutos —decía un joven comandante de Edwards—. Queremos saber exactamente cómo responde en todas las circunstancias posibles. Y luego lo explicamos, sobre el papel, para que otros pilotos sepan lo que puede esperarse de él».

Este comandante estaba allí de pie en la línea de vuelo, con un traje de vuelo naranja brillante, una prenda muy holgada de una sola pieza, lleno de bolsillos y cremalleras y solapas. Estos pilotos son gente de aire deportivo, que parecen vagamente un grupo de defensas de un equipo profesional de fútbol. La edad oscila entre treinta y pocos y cuarenta y muchos, con una media de treinta y siete o treinta y ocho. La edad media en la Escuela de Pilotos de Investigación Aeroespacial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos de Edwards es de treinta años. No se acepta a nadie de más de treinta y dos; pocos pilotos de menos de veintinueve tienen suficiente experiencia de vuelo como para ingresar. De una lista de seiscientos a mil aspirantes que se presentan cada año, la escuela elige dos clases de dieciséis hombres cada una. Son raros los fracasos; el proceso de selección es tan riguroso que ningún candidato que parezca ni siquiera vagamente dudoso sobrevive a la selección final. Cuarenta y uno de los sesenta y tres astronautas del país se graduaron en la escuela de pilotos de pruebas, una versión militar de Cal Tech y del MIT. Es, en fin, él no va más en academias aeronáuticas.

Los pilotos de pruebas están embargados por una sensación de elitismo. Hay menos de cien en Edwards, y varios centenares más esparcidos en proyectos de pruebas por el país. Pero la capital de su mundo es Edwards. «Es como la Casa Blanca —dice el coronel Joseph Cotton, recientemente retirado—. Después de Edwards, la única dirección posible que puede seguir un piloto de pruebas es hacia abajo; cualquier otro puesto significa prácticamente bajar de categoría».

El coronel Cotton es el hombre que salvó uno de los XB-70 experimentales de 350 millones de dólares estableciendo un cortocircuito en la computadora con una presilla. El tren de aterrizaje del inmenso avión se había averiado, y resultaba imposible aterrizar. «Uno no puede discutir con una caja negra —decía el coronel—. Así que tuvimos que engañarla». Mientras el avión daba vueltas sobre la base y los ingenieros transmitían desde tierra cuidadosas instrucciones, Joe Cotton cogió una linterna y una presilla y se metió en el compartimento a oscuras del tren de aterrizaje para aplicar cirugía de urgencia al laberinto de cables y relevadores.

Y, aunque parezca increíble, la cosa resultó. Consiguió desconectar el circuito averiado de la cadena de mando, como si dijésemos, y engañar a la computadora para que bajase el tren de aterrizaje. El avión aterrizó con los frenos trabados y las ruedas ardiendo, pero sin ningún daño grave… y la «presilla de Joe Cotton» se convirtió de inmediato en leyenda.

Encontré al coronel Cotton en su nueva casa de Lancaster, paseando por su cuarto de estar mientras su esposa intentaba hacer una llamada a un piloto amigo cuyo hijo adolescente se había matado el día antes en un accidente de moto. El funeral se celebraba la tarde siguiente y toda la familia Cotton pensaba ir. (La línea de vuelo estuvo vacía al día siguiente. El único piloto que había en el edificio de pruebas era un inglés que estaba de visita. Todos los demás habían ido al funeral).

Joe Cotton tiene cuarenta y siete años y es uno de los últimos de la generación pre-computadora. De acuerdo con las normas actuales, ni siquiera habría conseguido ingresar para adiestrarse como piloto de pruebas. No es universitario graduado, y mucho menos especialista en cálculo superior con matrículas de honor en matemáticas y en ciencias. Pero los pilotos jóvenes de Edwards hablan de Joe Cotton como si fuera un mito. No es del todo real, según sus normas: es demasiado complejo, no es absolutamente predecible. En un simposium reciente de la Asociación de Pilotos de Pruebas Experimentales, el coronel Cotton apareció con un reloj de pulsera Ratón Mickey. A todos los demás pilotos les pareció «muy bueno»… pero ninguno de ellos corrió a comprarse un reloj igual.

Joe Cotton es un hombre frágil y muy amable, con un interés obsesivo por casi todo. Estuvimos hablando casi cinco horas. En una era de estereotipos, se las arregla para parecer una especie de hippie patriota y anarquista cristiano a la vez.

«La mayor virtud que puedes cultivar en un avión —dice—, es la virtud de la indulgencia». O: «Controlar un avión es como controlar tu vida, no quieres que vague por ahí, intentando caer en barrena y estrellarse…».

«Los vuelos de pruebas son una cosa estupenda… Ser piloto de pruebas en el desierto de Mojave, en Estados Unidos, es la máxima expresión de libertad que se me ocurre…». Y de pronto: «Retirarse de las Fuerzas Aéreas es como salir de una jaula…».

Siempre resulta un poco chocante encontrar una inteligencia original y sin grilletes, y ésta era precisamente la diferencia que había entre el coronel Joe Cotton y los jóvenes pilotos que conocí en la base. Las computadoras de las Fuerzas Aéreas han trabajado bien: han seleccionado especímenes casi perfectos. Y la ciencia aeronáutica se beneficiará, sin duda, de la definitiva perfección de la ecuación de la prueba de vuelo. Nuestros aviones serán más seguros y más eficaces, y puede que lleguemos a formar a todos nuestros pilotos en probetas.

Quizás esto sea para mejor. O quizás no. La última pregunta que le hice a Joe Cotton fue qué le parecía a él lo de la guerra de Vietnam, y concretamente las manifestaciones antibelicistas.

«Bueno —dijo—, siempre que veas que la gente se inquieta por la guerra, es buena señal. Yo he estado en las Fuerzas Aéreas como piloto casi toda mi vida, pero nunca se me ha ocurrido pensar que hubiese venido al mundo para matar gente. Lo más importante de esta vida es el que nos preocupemos los unos por los otros. Si perdemos eso, perdemos el derecho a vivir. Si se hubiese preocupado más gente en Alemania de lo que estaba haciendo Hitler… en fin». Hizo una pausa, dándose cuenta a medias (y no preocupándole mucho, al parecer) de que ya no hablaba como un coronel de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos recién retirado.

«Sabes —dijo por fin—, cuando vuelo sobre Los Angeles de noche, miro hacia abajo, todas esas luces… seis millones de personas hay allá abajo… tantos como mató Hitler…». Y cabeceó.

Salimos fuera y cuando Joe Cotton me dio las buenas noches, sonrió y me tendió la mano izquierda… recordando, no sé cómo, después de tanta charla divagatoria, que yo no podía utilizar la derecha.

La tarde siguiente, en el bar del club de oficiales, decidí plantear la misma pregunta sobre la guerra en una conversación amistosa con un joven piloto de pruebas de Virginia, que había pasado una temporada en Vietnam antes de que le destinasen a Edwards. «Bueno, yo ya no pienso lo mismo sobre la guerra —dijo—. Yo antes era muy partidario de la guerra, pero ahora no me interesa lo más mínimo, ya no es divertida, ahora que no podemos subir hasta el norte. Antes podías ver los objetivos, podías ver dónde dabas. Pero, demonios, abajo en el sur lo único que haces es volar siguiendo una ruta marcada y soltar las bombas entre las nubes. No te produce ninguna satisfacción». Se encogió de hombros y bebió otro sorbo, desechando la guerra como una especie de ecuación absurda, un problema insignificante que había dejado de ser digno de su talento.

Al cabo de una hora o así, cuando volvía en coche a Los Angeles, oí un parte de noticias por la radio: motines estudiantiles en Duke, Wisconsin, y Berkeley. Capa de petróleo en el Canal de Santa Bárbara. Juicios por el asesinato de Kennedy en Nueva Orleans y Los Angeles. Y de pronto, la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas y aquel joven piloto de Virginia me parecieron a un millón de kilómetros de distancia. ¿A quién podía habérsele ocurrido, por ejemplo, que la guerra de Vietnam podría resolverse quitándoles la emoción a los bombardeos?

Pagean, setiembre 1969