Día gris en Boston. Montones de nieve sucia alrededor del aeropuerto… Mí vuelo desde Denver llegó a la hora, pero Jean-Claude Killy no había ido a recibirme.
Junto a la puerta estaba Bill Cardoso, sonriendo, con elegantes gafas sin montura; me comentó de camino hacia el bar que yo parecía un serio candidato a una detención por drogas. Los chalecos de piel de cordero no están muy de moda en Boston últimamente.
—Pero mira qué zapatos —dije, señalándome los pies.
—Lo único que veo —dijo con una risilla— es ese maldito cuello. Mi carrera corre peligro si me ven contigo. ¿Llevas algo ilegal en esa bolsa?
—Nunca —dije—. Nadie puede viajar en avión llevando un cuello tipo Legión Cóndor, a menos que vaya completamente limpio. Ni siquiera voy armado… Toda esta situación me pone nervioso y sediento.
Alcé las gafas de sol para buscar el bar, pero la luz era demasiado fuerte.
—¿Y qué pasa con Killy? —preguntó—. Creí que ibas a encontrarte aquí con él.
—No puedo soportarlo más —dije—. Llevo detrás de esto diez días, por todo el país. Chicago, Denver, Aspen, Salt Lake City, Sun Valley, Baltimore. Ahora Boston y mañana New Hampshire. Tengo que ir allí con ellos esta noche en el autobús de Head Ski, pero no puedo soportarlo más. Vamos a echar un trago y luego iré a cancelar ese viaje en autobús.
Parecía la única solución decente. Así que fuimos hasta el hotel del aeropuerto y entramos y el recepcionista nos dijo que la gente de Head Ski estaba reunida en la habitación 247. Y era verdad. Allí estaban, unos treinta en total, de pie alrededor de una mesa cubierta con un paño y atestada de cerveza y de salchichas en taquitos. Parecía un cóctel de la Asociación Benéfica de Patrulleros. Eran los negociantes de Head Ski, probablemente los de la zona de Nueva Inglaterra. Y en medio de ellos, con aire fatigado, lastimosamente incómodo… sí, yo no podía creerlo del todo pero allí estaba: Jean-Claude Killy, el mejor esquiador del mundo, que se había retirado a los 26 años con tres medallas olímpicas de oro, un puñado de contratos excelentes, un manager personal y status de personaje célebre en tres continentes…
Cardoso me hizo un guiño y murmuro:
—¡Dios mío, ahí está Killy!
No esperaba encontrarle allí; en aquella habitacioncilla lúgubre, sin ventanas, en las entrañas de un motel de plástico. Nada más entrar, me detuve… y se hizo un silencio mortal en la habitación. Miraban fijamente, sin decir nada, y Cardoso me explicó después que creyó que iban a atacarnos.
Yo no me esperaba una fiesta. Creía que íbamos a una habitación particular, en la que estarían «Bud» Stanner, director comercial de Head o Jack Rose, de relaciones públicas. Pero ni el uno ni el otro estaban allí. Sólo reconocí a Jean-Claude, así que vadeé aquel silencio hasta él, hasta la mesa de las salchichas. Nos estrechamos la mano, ambos vibrando de malestar en aquella extraña atmósfera. Yo nunca estaba seguro del todo respecto a Killy, nunca sabía si entendía por qué me sentía embarazado por él en tales situaciones. Una semana antes había parecido ofenderse cuando me sonreí por su número de vendedor en el Salón del Automóvil de Chicago, donde O. J. Simpson y él pasaron dos días vendiendo Chevrolets. Para Killy no había nada cómico en su actuación y no podía entender por qué lo había para mí. Ahora, allí, en aquella lúgubre reunión de ventas de aroma cervecesco, pensé que quizás él creyera que me sentía incómodo por no llevar una corbata roja y una chaqueta de lana con botones de latón como la mayoría de ellos. Quizás le embarazase que le vieran conmigo, un Individuo Raro de tipo indefinido… y con Cardoso, con sus gafas de abuelita y su gran sonrisa, que vagaba por la habitación murmurando: «Pero, Dios Santo, ¿dónde estamos? Esto debe ser el cuartel general de Nixon».
No nos quedamos mucho rato. Presenté a Cardoso como uno de los directores del Globe de Boston, y esto despertó cierto interés en las filas de los negociantes-vendedores (andan siempre muy atentos a la publicidad); pero evidentemente mi cuello de piel era algo excesivo que no podían asimilar. Todos se pusieron tensos cuando me acerqué a la cerveza; no nos habían ofrecido nada y yo empezaba a tener mucha sed. Jean-Claude estaba muy serio, con su chaqueta de lana, sonreía nervioso. Fuera, en el pasillo, Cardoso soltó una carcajada:
—¡Qué escena increíble! ¿Qué está haciendo él con esa gentuza?
Cabeceé. Los números de ventas de Killy ya no me sorprendían, pero verle atrapado en un asunto de salchichas y cerveza como aquél, era como acercarse a ver una demostración comercial de café en una urbanización y encontrarse a Jacqueline Kennedy Onassis muy sería haciendo publicidad de un café instantáneo.
Yo no tenía la cabeza bien del todo en aquella etapa de la investigación. Dos semanas de guerra de guerrillas con la máquina publicitaria de Jean-Claude Killy me habían puesto al borde de la histeria. Lo que empezó en Chicago como un simple apunte de un atleta francés convertido en héroe cultural norteamericano había pasado a ser, en la época en que llegué a Boston, toda una serie de demenciales escaramuzas con un directoriado interconexo de relaciones públicas.
Yo ya no necesitaba más tiempo a solas con Jean-Claude. Ya habíamos hecho lo nuestro: una entrevista de cuatro horas; él terminó gritando: «Tú y yo somos completamente distintos. ¡No somos la misma clase de personas! ¡Tú no entiendes nada! ¡Jamás podrías hacer lo que yo hago! ¡Tú te quedas ahí sentado y sonríes, pero no sabes lo que es! Yo estoy cansado, ¡cansado! Ya todo me da igual… ¡Por dentro y por fuera! Me da igual lo que digo, lo que pienso, pero tengo que seguir haciéndolo. Y dentro de dos se manas, podré volver a casa a descansar y a gastarme todo mi dinero».
Había en él una cierta veta de honradez (quizás incluso de humor), pero las poderosas realidades del mundo en que vive ahora-hacen que resulte difícil tratar con él en términos que no sean los del puro comercio. Los que le manejan le llevan a toda prisa de un sitio a otro; su tiempo y sus prioridades se determinan según el valor en publicidad/dólar; todo cuanto dice está revisado y programado. A veces, parece un prisionero de guerra que repite dócilmente su nombre, su rango y su número… y lo hace sonriendo, con la misma docilidad, ofrendando a su interrogador esa especie de semisonrisa nostálgica y distraída que él sabe absolutamente eficaz porque los que le manejan le han enseñado la prueba en cien recortes de prensa. La sonrisa se ha convertido en una especie de marca de fábrica. Es una mezcla de James Dean, Porfirio Rubirosa y empleado de banco adolescente con un plan de desfalco perfecto.
Killy proyecta una inocencia y una tímida vulnerabilidad que lucha denodadamente por superar. Le gusta esa imagen despreocupada y audaz que se ha ganado como el mejor esquiador del mundo, pero lo suyo no es la nostalgia, y lo que realmente le interesa, es su nuevo mundo comercial, ese gran mundo del juego del dinero, donde nada es gratis y se llama fracasados a los «amateurs». La sonrisa nostálgica sigue aún allí, y Killy es lo bastante listo para valorarla, pero le costará trabajo conservarla durante tres años de exposiciones de automóviles, incluso por cien mil dólares al año.
Empezamos en Chicago, a cierta hora espantosa de la mañana, en que me levantaron de un estupor de hotel y me hicieron doblar la esquina de la Avenida Michigan camino de donde estaba el director ejecutivo de Chevrolet, John Z. DeLorean. Iba a hablar a un público de 75 «escritores de automoción» en una conferencia de prensa-desayuno en el entresuelo del Continental Plaza. La habitación era algo así como un salón de bingo de Tulsa: estrecha, llena de largas mesas de fórmica con un bar instalado en un extremo, donde servían café, bebidas y bollos. Era la mañana del primer gran fin de semana del Salón del Automóvil de Chicago, y Chevrolet se empleaba a fondo. Junto a DeLorean, presidiendo la mesa, estaban Jean-Claude Killy y O. J. Simpson, el héroe del fútbol americano. Estaba también presente el directivo que se encargaba de Killy: un tipo alto y flaco, Mark McCormack, de Cleveland, especialista en atletas ricos y probablemente el único ser vivo que sabe lo que Killy vale. Las cifras que oscilan entre los 100.000 y los 50.000 al año son intrascendentes en el marco de las altas finanzas a largo plazo de hoy. Un buen abogado especializado en impuestos puede hacer milagros con unos ingresos de seis cifras… y con toda la excelente maquinaria de que puede disponer el hombre que puede contratar a los mejores administradores de dinero, las finanzas de Killy están tan habilidosamente enmarañadas que no puede entenderlas ni siquiera él mismo.
En algunos casos, un gran contrato (por ejemplo, 500.000 dólares), es en realidad un salario anual de 20.000 dólares con un préstamo libre de intereses de 400.000, depositado en la cuenta del as del deporte que sea, y que rinde entre un cinco y un veinte por ciento anual, según cómo lo utilice. No puede tocar la cantidad base, pero 400.000 dólares pueden dar 30.000 al año nada menos… y un administrador de dinero que trabaje al 30 por ciento puede triplicar fácilmente esa cifra.
Para proteger una propiedad de este género, McCormack ha asumido poder de veto sobre todo el que quiera escribir del asunto para el público. Agrava esto la marranada de que suela salirse con la suya. Justo antes de que me presentaran a mí, había vetado a un escritor de una de las revistas para hombres que más se venden… que, de todos modos, escribió un artículo excelente sobre Killy, pero sin hablar siquiera del asunto.
—Naturalmente, usted será discreto —me dijo.
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe lo que quiero decir —sonrió—. Jean-Claude tiene su vida privada y estoy seguro de que usted no querrá crearle problemas ni a él ni a ningún otro… incluido usted mismo, podría añadir, traicionando la confianza que se deposita en usted.
—Bueno… claro que no —contesté, enarcando delicadamente una ceja para ocultar mi desconcierto.
Pareció complacido y miré a Killy, que charlaba amistosamente con DeLorean. Decía:
—Espero que pueda esquiar conmigo alguna vez en Val d’Isère.
¿Había algo depravado en aquella cara? ¿Podía enmascarar aquella sonrisa inocente una mente retorcida? ¿Qué estaba insinuando McCormack? En la actitud de Killy no parecía haber nada de extraño o de degenerado. Hablaba con vehemencia… no se sentía cómodo con el inglés, pero se defendía bastante bien. En realidad, lo único que parecía era demasiado fino, demasiado preocupado por decir bien la frase, como el graduado de una universidad de élite en su primera entrevista para conseguir trabajo… confiado, pero no seguro del todo. Costaba imaginar que fuese un pervertido sexual, que se metiese en la habitación de un hotel y pidiese que le subieran un punzón eléctrico y dos iguanas hembras.
Me encogí de hombros y me serví otro pelotazo. McCormack pareció convencerse de que yo era lo bastante frívolo y maleable para la tarea, así que pasó a centrar su atención en un tipo bajo de pelo ondulado que se llamaba Leonard Roller y representaba a una de las numerosas empresas de relaciones públicas de Chevrolet.
Me acerqué para presentarme. Jean-Claude me dirigió su famosa sonrisa y hablamos brevemente de vaguedades. Supuse que estaba ya harto de hablar con escritores, periodistas y demás tropa, así que le expliqué que me interesaba más su nuevo papel de celebridad-vendedor y sus reacciones ante él que el habitual juego preguntas/respuestas. Pareció entender, sonrió comprensivo ante mis quejas por las pocas horas de sueño y las conferencias de prensa a horas tan intempestivas de la mañana.
Killy es más bajo de lo que parece en televisión, pero más alto que la mayoría de los esquiadores, que suelen ser bajos y corpulentos como los levantadores de peso y los proyectiles humanos. Mide casi uno ochenta y dice pesar setenta kilos, cosa que uno no duda cuando le ve de frente, pero de perfil parece casi ingrávido. Visto de lado, tiene una estructura tan plana que parece un recortable de cartón de tamaño natural. Luego, cuando se vuelve para mirarte de frente, parece un Joe Palooka a escala reducida, perfectamente formado. En bañador, resulta delicado casi, salvo por los muslos: inmensas masas de músculo, muslos de corredor olímpico o de defensa de baloncesto profesional… o de un hombre que se ha pasado la vida esquiando.
Jean-Claude, como Gay Gatsby, tiene «una de esas raras sonrisas que reflejan una especie de seguridad eterna, con las que te tropiezas cuatro o cinco veces en la vida. Enfrentaba (o parecía enfrentar) todo el mundo exterior un instante y luego se concentraba en ti con un irresistible prejuicio en tu favor. Te entendía exactamente hasta el punto que te complacía creer a ti mismo y te aseguraba que tenía exactamente la impresión de ti que deseabas transmitir tú». Esa descripción de Gatsby, de Nick Carraway (de Scott, por Fitzgerald), podría ser exactamente igual la de J.-C. Killy, que también se ajusta al resto: «La sonrisa de Gatsby se desvaneció en ese mismo momento… y vio ante sí a un joven y elegante patán, cuya refinada formalidad idiomática bordeaba el absurdo…».
No pretendo criticar el inglés de Killy, que es mucho mejor que mi francés, sino subrayar su cuidadosa y refinada elección de las palabras. «Es un tipo sorprendente —me dijo luego Len Roller—. Trabaja en esto [vendiendo Chevrolets] con el mismo afán que ponía en las pistas de esquí. Lo ataca con la misma concentración de cuando esquiaba». El supuesto de que yo recordaba a Killy esquiando era algo que Roller no dudaba siquiera. Jean-Claude sale tan a menudo en televisión, esquiando en lugares selectos de todo el mundo, que es casi imposible no verle. Lo que le hace tan valioso precisamente es La Exposición. Cada aparición en TV añade dólares a su precio. La gente reconoce a Killy, su imagen gusta: un tipo valiente y guapo que baja a toda velocidad ladera abajo hacia un cojín de conejitos de nieve desnudos. Por eso Chevrolet le paga un salario mucho mayor que el de Nixon por decir una y otra vez: «Para mí, el Camaro es un coche deportivo extranjero magnífico. Yo tengo uno, saben. Lo tengo en mi garaje de Val d’Isère» (es el pueblo de Killy, en los Alpes franceses).
Jean-Claude acabó las olimpíadas de invierno de 1968 con un récord increíble de tres medallas de oro y luego se retiró, dando por concluida su carrera «amateur» como cohete espacial humano. No le quedaba nada por ganar; después de dos copas mundiales y de un triunfo sin precedentes en las tres grandes pruebas olímpicas (logró en esquí el equivalente al corredor que ganase las cien, las doscientas veinte y las cuatrocientas cuarenta yardas), la carrera de Killy parece como si el guión se lo hubiese escrito su propio agente de prensa: una serie de victorias personales espectaculares, coronadas por el primer triunfo triple de la historia del esquí, y el mundo entero viéndole por televisión.
Es evidente que el nervioso tedio del retiro forzado le molesta, pero no es para él ninguna sorpresa. Ya antes de su triunfo final en las olimpíadas del 68 pensaba en lo que pasaría después del período crítico. Entre las sesiones de entrenamiento de Grenoble hablaba como un personaje de un primitivo apunte de Hemingway, se encogía de hombros y alzaba los ojos convencido de que estaba llegando al final de lo único que conocía: «Pronto se me habrá acabado ya lo de esquiar —decía—. Durante los últimos diez años he estado preparándome para llegar a ser campeón del mundo. Pensando sólo en mejorar la técnica y el estilo para llegar a ser el primero. Luego, el año pasado (1967) gané el campeonato mundial. Me dieron una medallita y los dos días que siguieron a eso fue un infierno. Descubrí que seguía comiendo como todos, durmiendo como todos: que no me había convertido en el superhombre en que creía que me convertiría el título. Ese descubrimiento me tuvo deshecho dos días. Así que cuando me hablan de la emoción de convertirse en campeón del mundo este año (si pasase), sé que sería otra vez lo mismo. Sé que después de los campeonatos de Grenoble, lo mejor que puedo hacer es parar».
Para Killy, las olimpíadas eran el final del camino. La ola del futuro rompió a sus pies unas horas después de su disputada victoria sobre el austríaco Karl Schranz en el gran slalom. De pronto cayeron sobre él un parlanchín enjambre dinerario de agentes, traficantes y aspirantes a «managers personales» suyos de todo género y calaña. La persistencia de McCormack dio verosimilitud a su relumbrante afirmación de que podía hacer por Killy lo que había hecho ya por Arnold Palmer. Jean-Claude escuchó, se encogió de hombros, luego se ocultó un tiempo (se fue a París, a la Riviera, volvió a su pueblo, a Val d’Isère) y por último, después de varias semanas evadiendo fríamente lo inevitable, firmó un contrato con McCormack. Lo único seguro del acuerdo era una cantidad increíble de dinero, antes y después. Aparte de eso, Killy no tenía la menor idea de en qué se metía.
Ahora estaba mostrándonos lo mucho que había aprendido. El desayuno de prensa de Chevrolet concluyó y Len Roller propuso que bajásemos los tres al comedor. Jean-Claude asintió muy animoso y yo sonreí con la tranquila sonrisa de aquel a quien están a punto de rescatar de una convención de vendedores de coches usados. Bajamos y Roller nos encontró una mesa de rincón en el comedor y se excusó y se fue a llamar por teléfono. La camarera trajo los menús, pero Killy dijo que sólo quería zumo de ciruela. Yo estuve a punto de pedir huevos rancheros con una loncha doble de tocino de hebra pero, por respeto a la aparente enfermedad de Jean-Claude, me conformé con pomelo y café.
Killy estaba examinando una nota mimeografiada para la prensa que yo había cogido de una mesa en la conferencia de prensa como papel de notas. Me hizo una seña e indicó algo del párrafo principal.
—¿Verdad que es sorprendente esto? —me dijo.
Miré: el lado usado del papel de notas tenía este encabezamiento: NOTICIAS… de la Sección Motor de Chevrolet… CHICAGO-Chevrolet inició su «temporada de ventas de primavera» el primero de enero de este año, dijo aquí hoy John Z. DeLorean, el director ejecutivo. Explicó a los periodistas que asistieron a la inauguración del Salón del Automóvil de Chicago que las ventas de Chevrolet han experimentado su despegue más rápido desde el año récord de 1965. «Vendimos en enero y febrero 352.000 coches», dijo DeLorean. «Esto significa un 22 por ciento más que el año pasado. Y eso nos proporciona un 26,9 por ciento de la industria, frente al 23 por ciento del año pasado». Killy volvió a decirlo:
—¿Verdad que es sorprendente?
Miré para ver sí sonreía, pero estaba absolutamente serio y su voz era aceite de serpiente puro. Pedí más café, asentí vagamente a lo que Killy me decía, y maldije el codicioso instinto que me había metido en aquello… sin dormir, comiendo mal, atrapado en una extraña bodega con un vendedor de coches francés.
Pero me quedé a jugar la partida, mordisqueando mi pomelo y pronto seguí a Roller a la calle, donde nos recogió un coche grande de aspecto indescriptible que debía ser, sin duda, un Chevrolet. Pregunté a dónde íbamos y alguien dijo:
—Primero al Merchandise Mart, porque él tiene que grabar allí para el programa de Kup y luego al Salón del Automóvil, a los Stockyards[5].
La última nota colgó en el aire un momento sin que la registrase… ya era suficiente con el programa de Kup. Había participado una vez en él, y había provocado una situación desagradable al calificar a Adlai Stevenson de embustero profesional, pues todos los demás invitados habían ido allí a apoyar una especie de homenaje a Stevenson. Habían transcurrido casi dos años y no me pareció que tuviera objeto presentarme allí. Kup se lo tomaba con mucha calma esta vez, estaba bromeando con atletas. Killy estaba eclipsado por Bart Starr, que representaba a Lincoln-Mercury, y por Fran Tarkenton, que llevaba una chaqueta de la Dodge… pero aunque Killy quedara eclipsado, el equipo de Chevrolet contaba aun con O. J. Simpson, que admitía modestamente que quizás no arrasase en la liga nacional de fútbol americano en su primer año como profesional. Era una discusión torpe de muy bajo nivel, generosamente salpicada de menciones publicitarias al Salón del Automóvil.
La única intervención notable de Jean-Claude tuvo lugar cuando Kup, inspirado por un artículo que había salido aquella mañana en el Tribune, le preguntó qué pensaba realmente de todo el asunto del status atlético «amateur».
—¿Es factible suponer —preguntó Kup— que le pagaron a usted por utilizar determinado tipo de esquí en las olimpíadas?
—¿Factible? —preguntó Killy…
Kup comprobó sus notas para una nueva pregunta, y Killy pareció aliviado. Siempre le había molestado la hipocresía que entrañaba todo aquel asunto del «amateurismo» y ahora, con la inmunidad que le proporcionaba su status de graduado, no le importaba admitir que todo aquel asunto le parecía un fraude y una estupidez. Por razones publicitarias, había pasado, durante toda su carrera en el equipo de esquí francés, por inspector de aduanas del gobierno. Nadie se lo creía, ni siquiera los funcionarios de la Federación Internacional de Esquí, el organismo encargado de las competiciones de esquí amateur de ámbito mundial. Aquello era un absurdo completo. ¿Quién podía creerse, en realidad, que el campeón mundial de esquí, una celebridad y un héroe, cuya llegada a cualquier aeropuerto, de París a Tokio, atraía multitudes y cámaras de televisión, se ganaba la vida con su trabajo fuera de temporada en una lúgubre caseta de aduanas de Marsella?
Hablaba con evidente humildad, como si se sintiera un poco embarazado por todas las ventajas que había tenido. Luego, unas dos horas después, cuando nuestra charla había derivado hacia cuestiones contemporáneas (las realidades gran estilo de su nueva vida alta sociedad), masculló de pronto:
—Antes, sólo podía soñar con estas cosas. Cuando era joven no tenía nada, era pobre… ¡ahora puedo tener todo lo que quiero!
Jean-Claude parece entender, sin que en realidad le moleste, que le han apartado del estilo franco y sin barnices de su época de «amateur». Una tarde en Vail, por ejemplo, un locutor deportivo empezó a decirle que acababa de hacer una gran carrera, y entonces, Jean-Claude, plenamente consciente de que estaba hablando en directo, se rió del comentario y dijo que acababa de hacer una de las peores carreras de su vida, un desastre completo, que le había salido mal todo. Ahora, con la ayuda de sus asesores profesionales, ha aprendido a ser más paciente y cortés: sobre todo en Norteamérica, con la prensa. En Francia, se siente más seguro, y la gente que le conoció antes de que se convirtiera en vendedor le entiende mucho mejor. Estuvo en París la primavera pasada cuando Avery Brundage, de ochenta y dos años, presidente del Comité Olímpico Internacional, les llamó a él y a otros ganadores de medallas de oro de las olimpíadas de invierno de 1968, para que se las devolvieran. Brundage, un purista de la vieja escuela, se quedó sobrecogido al enterarse de que algunos de los ganadores (Killy incluido) no sabían siquiera lo que significaba la palabra «amateur». Aquellos sacrílegos farsantes llevaban años, según Brundage, aceptando dinero de «intereses comerciales» que abarcaban desde los fabricantes de equipo de esquí a los editores de revistas.
Uno de estos líos llegó a los titulares justo antes de que se iniciase la olimpíada de invierno, si no recuerdo mal, y se resolvió torpemente con la precipitada norma de que ninguno de los ganadores pudiese mencionar ni mostrar sus esquíes (ni ningún otro elemento de su equipo) en entrevistas de televisión ni en conferencias de prensa. Hasta entonces, había sido práctica habitual que el ganador de cualquier competición importante destacase lo más posible la marca de sus esquíes en todas las sesiones de cámara. Esta norma era muy dura para muchos de los esquiadores de Grenoble, pero no llegó a satisfacer a Avery Bundage. Su exigencia de que se devolvieran las medallas traía a la memoria el recuerdo de Jim Thorpe, al que le arrebataron todo lo que ganó en las olimpíadas de 1912 porque le habían pagado una vez por jugar un partido de béisbol semiprofesional. Thorpe aguantó esta locura, devolviendo sus medallas y viviendo el resto de su vida con la tacha de aquella desgracia ligada a su nombre. Este sucio escándalo olímpico sigue siendo hoy el dato principal del apunte biográfico de Thorpe en la nueva Columbia Encyclopedia.
Pero cuando un periodista del Star de Montreal le preguntó a Jean-Claude qué le parecía lo de devolver las medallas olímpicas, éste contestó:
—Que venga Brundage personalmente a por ellas.
Era un extraño exabrupto público del «buen Jean-Claude». Su personalidad norteamericana había sido cuidadosamente retocada para evitar tales exabruptos. Chevrolet no le paga por decir lo que piensa, sino por vender Chevrolets… y eso no se consigue diciéndoles a los viejos santurrones que se vayan a hacer gárgaras. No puedes siquiera admitir que el gobierno francés te pagó por ser esquiador porque así es como funcionan las cosas en Francia y en casi todos los demás países, y no hay nadie que haya nacido después de 1900 a quien esto no le parece natural… cuando vendes Chevrolets en Norteamérica honras los mitos y la mentalidad del mercado: sonríes como Horatio Alger y respetas en todo a papá y a mamá, que nunca perdieron la fe en ti e incluso empeñaron sus lingotes cuando las cosas iban mal.
Cualquiera que nos viese salir del programa de Kup podía sin duda suponer que J.-C. viajaba con cinco o seis guardaespaldas. Aún no estoy seguro de quiénes eran los otros. Len Roller andaba siempre rondando; él y un mariconcete hosco, de pelo de erizo de una de las agencias de relaciones públicas de Chevrolet que dirigía el Salón del Automóvil, que me cogió aparte enseguida para advertirme que Roller era «sólo un invitado… este asunto lo dirijo yo». Roller se echó a reír ante la calumnia y dijo: «El sólo se cree que lo dirige». A los demás no me los presentaron. Hacían cosas como conducir coches y abrir puertas. Eran tipos grandes y recelosos, y muy correctos al estilo de esos empleados de gasolinera que van armados.
Dejamos el Merchandise Mart y fuimos por una autopista hacia el Salón del Automóvil… y, de pronto, lo registré todo: el Stock-yards Amphitheatre. Iba allí a toda marcha por la autopista en aquel coche grande, oyendo a los otros contar chistes, atrapado en el asiento de atrás entre Killy y Roller, camino de aquel podrido matadero donde el alcalde Dalley había sepultado al partido demócrata[6].
Ya había estado antes allí y lo recordaba bien. Chicago, zoo maligno y apestoso, cementerio de sonrisa malévola con olor a gases lacrimógenos; elegante y descomunal monumento a todo lo que tiene de cruel, estúpido y corrompido el espíritu humano.
Hay mucho público que quiere ver los nuevos modelos. Jean-Claude hace su discurso para Chevrolet cada dos horas, puntualmente. 1-3-5-7-9. Las horas pares quedan reservadas a O. J. Simpson.
Locutor: «Dígame, O.J., ¿es usted más rápido que ese coche que hay allí?».
O.J.: «¿Se refiere usted a ese magnífico Chevrolet? No, qué va, ésa es la única cosa que conozco que es más rápida que yo… jo, jo…».
Yo entretanto, espatarrado en una silla plegable cerca de donde está Killy, fumando una pipa y cavilando sobre los espectros del lugar, me veo de pronto frente a tres jovencitos con pinta de estudiantes de instituto y uno de ellos me pregunta:
—¿Es usted Jean-Claude Killy?
—Así es, muchacho —dije.
—¿Y qué hace usted? —preguntaron.
Bueno, maldito imbécil, cabeza hueca, ¿qué demonios te parece que hago?
Pero no dije eso, pensé un poco la pregunta, y al final contesté así:
—Bueno, estoy aquí sentado fumando marihuana —alcé la pipa—. Esta es la razón de que sea tan rápido esquiando.
Abrieron los ojos como pomelos. Me miraron fijo. Esperando una risa, imagino, luego, por fin, retrocedieron, y se alejaron. Cinco minutos después, alcé la vista y les vi mirándome aún desde detrás del Chevrolet Z-28 azul cielo que giraba en su lenta plataforma móvil a unos siete metros de distancia. Esgrimí la pipa hacia ellos y sonreí como Hubert Humphrey… pero no contestaron.
El número de Killy en el salón del automóvil era una mezcla de entrevistas y autógrafos, en la que hacían las preguntas Roller y una modelo rubia platino de pantalones muy estrechos y plastificados. La gente de Chevrolet había instalado un podio de contrachapado junto al Z-28, del que decían era un modelo nuevo especial, pero que parecía un Camaro normal con una rejilla arriba para los esquís (de la Head).
No lejos de allí, en otro podio, contestaba O. J. Simpson a las preguntas de una sabrosa negrita, que vestía también pantalones de esquiar muy ceñidos. Todo se mantuvo segregado así salvo en momentos de inesperada presión del público, en que la modelo negra tenía que entrevistar esporádicamente a Killy. La rubia no trabajaba nunca con O.J… al menos no lo hizo mientras yo estuve allí. Lo que en realidad apenas si tiene importancia, salvo como prueba casual de que la gente que proyecta la imagen de Chevrolet aún considera buen negocio la separación racial, sobre todo en Chicago.
Al entrar, Roller había preparado a Jean-Claude para la serie de preguntas y respuestas:
—Bueno, luego yo diré: «Veo que hay allí un coche que tiene un aspecto interesante, Jean-Claude, ¿puedes decirnos algo de él?». Y entonces, tú dices… ¿qué?
J.-C.: «Ah sí, ése es mi coche, el nuevo Z-28. Los asientos están forrados con jerséis de esquiar austríacos. Y fíjese en la placa especial de la matrícula, JCK…».
Roller: Muy bien. Lo importante es ser espontáneo. J.-C. (desconcertado): ¿Es-pues-tan-eo?
Roller (sonriendo): No te preocupes… lo harás perfectamente. Y lo hizo, el número publicitario de Killy se desarrolla en clave muy baja, en agudo contraste con el de O. J. Simpson, cuya técnica de ventas tiene la sutileza de un gancho en la barbilla… A O. J. le gusta la cosa. Su explosiva confianza en sí mismo sugiere un Alfred E. Neuman maquillado de negro o un Rap Brown vendiendo sandías de la Feria del estado de Mississippi. O.J. no tiene una mentalidad muy complicada; lleva tanto tiempo teniendo a Dios de su parte que ni siquiera se le ocurre que el vender Chevrolets sea menos santo que ganar un partido de fútbol americano. Como Frank Gifford, comprende que el fútbol americano no es más que el principio de su carrera en la televisión. O.J. es un capitalista negro en el sentido más elemental del término; tiene un sentido tan vigoroso del negocio que es capaz de enfocar su negritud como un simple factor de ventas: una introducción natural al mercado negro, donde un farolón blanco como Killy está condenado desde el principio.
Hay, de hecho, algunas personas en el «negocio», que no pueden entender por qué los magos de Chevrolet consideran a Killy tan valioso (en la escala de imagen vendedora) como a un héroe popular norteamericano tan famoso como O. J. Simpson.
—¿En qué demonios pensarían cuando contrataron a ese tío por trescientos de los grandes al año? —murmuraba un «periodista de automoción» cuando presenciaba el número de Killy el sábado por la tarde.
Cabeceé y me lo pregunté, recordando la confianza sabihonda de DeLorean aquella mañana en el desayuno de prensa. Luego, contemplé la multitud que rodeaba a Killy. Eran blancos, parecían solventes, tenían una edad media de unos treinta años: eran, evidentemente, el tipo de individuos que podían permitirse comprar esquís y pagar las letras de un coche nuevo. O. J. Simpson atraía a mucha más gente, pero la mayoría de sus admiradores tenían sobre los doce años de edad: dos tercios eran negros y muchos parecían fugitivos del archivo de embargados de una casa de crédito.
Mark McCormack firmó para dirigir a Arnold Palmer hace una década, justo antes del Gran Boom del Golf. Sus razones por apostar por Killy son igual de evidentes. El esquí ya no es un deporte esotérico de ricos ociosos, sino un juego-status invernal nuevo y fantásticamente popular entre los que pueden permitirse pagar quinientos dólares en equipo. Hace cinco años, la cifra habría sido tres veces más, y otros mil dólares aproximadamente por una semana en Stowe o Sun Valley, pero ahora, con las máquinas de hacer nieve, hasta Chatanooga es una «estación de esquí». El Medio Oeste norteamericano está salpicado de pistas de slalom iluminadas como las pistas de golf miniatura de la era Eisenhower.
Los orígenes del auge del esquí se apoyan exclusivamente en razones económicas y en el atractivo del propio deporte… no hubo campañas ni montajes artificiales… el boom monetario de los años sesenta produjo una insolente clase media que disponía de tiempo, y empezó a haber una súbita demanda de cosas como clubs de golf, lanchas de motor y esquíes. Lo asombroso del caso, visto retrospectivamente, es que gente como McCormack tardase tanto en aprovechar un asunto tan bueno. O quizás el problema fuese la falta de héroes en el esquí. ¿Se acuerda alguien, por ejemplo, de quién ganó medallas de oro en las olimpíadas de invierno del año 64? Lo que dio de pronto una imagen al esquí fue la fama de Jean-Claude Killy (como gran esquiador en 1966 y como héroe periodístico en el 67 y el 68). Jean-Claude salió de las olimpíadas del 68 transformado en una especie de Joe Namath en plan suave, un «francés de mundo», con el estilo de un disidente de la alta sociedad y la mentalidad de un camarero parisino.
El resultado era inevitable: una importación francesa de alto precio, estrictamente a la medida del mercado del ocio norteamericano, en rápido crecimiento, la misma gente que se veía de pronto en condiciones de permitirse Porsches, Mercedes y Jaguars… además de MGs y Volkswagens.
Pero no Fords ni Chevrolets. El «acero de Detroit» no entraba en esa liga… sobre todo porque en los altos niveles de la industria automovilística norteamericana no hay espacio para el tipo de directivo que entiende por qué un hombre que puede permitirse un Cadillac comprará en su lugar un Porsche. La razón es simplemente que un coche de 10.000 dólares sin asiento trasero y con un capó de sólo uno cincuenta de largo, no proporciona ningún status.
Así pues, tenemos ahora una guerra relámpago estilo DeLorean en favor de Chevrolet, que va, por cierto, magníficamente. El brusco aumento de ventas de la Chevrolet es la principal causa del aumento brusco hasta más de un cincuenta por ciento de la General Motors en el conjunto del mercado del automóvil. La estrategia ha sido muy simple: centrarse sobre todo en la velocidad, el estilo deportivo y el «mercado joven». Esto es lo que explica la preferencia de la Chevrolet por creadores de imagen como Simpson, Glenn Campbell y Killy. (Se habló de que DeLorean estaba a punto de fichar a Allen Gínsberg, pero es falso: la General Motors no necesita poetas).
Killy ha pasado toda su vida adulta en el capullo finamente disciplinado que forma parte del precio que se paga por pertenecer al equipo francés de esquí. Como estilo de vida, es tan riguroso como el del jugador de fútbol americano profesional. En un deporte en el que fama o total oscuridad dependen de décimas de segundo, la disciplina del entrenamiento inflexible y constante es de una importancia suma. Los campeones de esquí, como los de kárate, necesitan usar músculos que la mayoría de la gente no ejercita nunca. La comparación con el kárate se amplía aún más, aparte de los músculos, a la necesidad de una concentración casi sobrehumana: uno ha de ser capaz de ver y recordar todos los desniveles y giros de la pista, y luego recorrerla sin un solo error: sin vacilaciones ni distracciones ni esfuerzos derrochados. La única forma de ganar es recorrer la pista con la máxima eficacia, como una bala de cañón por una vía de un solo canal. El esquiador que piensa demasiado quizás quede bien en las entrevistas, pero raras veces gana una carrera.
Los especialistas han acusado a Killy de «falta de estilo». Dicen que esquía con la torpe desesperación de quien está a punto de caer, luchando por mantener el equilibrio. Pero es evidente, aun a nivel «amateur», que todo el secreto de Killy es su concentración febril. Ataca una ladera como Sonny Listón atacaba a Floyd Patterson… y con el mismo tipo de resultados sobrecogedores. No sólo quiere esquiarla sino también derrotarla. Recorre la pista de slalom lo mismo que O. J. Simpson un circuito secundario: los mismos movimientos increíbles; se desliza, medio cae, luego, de pronto, se repone y avanza demencialmente hacía la meta para derrotar a ese reloj espantoso, el único juez del mundo que tiene poder para enviarle a casa como perdedor.
Poco después de que le conociese, le expliqué que debería ver algunas películas de O.J. corriendo con un balón. Jean-Claude no conocía el fútbol americano, según me dijo, pero insistí en que daba igual.
—Es como ver correr a un borracho entre el tráfico de una autopista —dije—. No tienes que conocer el juego para apreciar la actuación de O.J… es todo un espectáculo, algo digno de verse…
Eso fue antes de que advirtiera los límites de la curiosidad de Killy. Killy parece creer, como Calvin Coolidge, que, «el negocio de Norteamérica son los negocios». Viene aquí a ganar dinero y le importa un rábano la estética. Lo único que le interesaba de O. J. Simpson era la cuantía de su contrato con la Chevrolet… y en realidad sólo vagamente.
A lo largo de nuestras numerosas y vagas conversaciones, le desconcertaba y le irritaba un poco el estilo errabundo de mi charla. Parecía creer que un periodista digno de su profesión debía someter diez preguntas muy concretas, anotar las diez respuestas que él diese y luego largarse. Esto reflejaba sin duda el pensamiento de sus asesores de relaciones públicas, muy partidarios de conceptos como «input», «exposición» y «el Imperativo Barnun».
Mi decisión de dejar el reportaje de Killy llegó súbitamente, sin ningún motivo especial… un exabrupto irracional de cólera desorbitada y angustia supurante ante el papel suplicante que llevaba dos días representando, ante la perspectiva de tener que tratar con aquella pandilla de miserables lacayos, cuyo sentido de la importancia personal parecía depender por completo del brillo de su alquilado artículo francés.
Algún tiempo después, cuando me había calmado ya lo suficiente para considerar otra tentativa de romper la barrera de los relaciones públicas, hablé por teléfono con Jean-Claude. El estaba en Sun Valley, dejándose fotografiar para un artículo de una revista sobre el «estilo Killy». Yo llamé para explicar por qué no había ido con él, según lo planeado, en aquel viaje de Chicago a Sun Valley.
—Has hecho algunas amistades raras este último año —le dije—. ¿No te pone un poco nervioso tener que viajar por ahí con un puñado de polis?
Soltó una risilla y dijo:
—Así es. Son exactamente igual que polis, ¿verdad? No me gusta, pero ¿qué puedo hacer? Nunca estoy solo… Esta es mi vida, sabes.
Tengo una cinta de esta conversación, y de vez en cuando la pongo para reírme. Es una especie de extraño clásico: cuarenta y cinco minutos de comunicación fallida, pese a los heroicos esfuerzos desplegados por ambas partes. El efecto de conjunto es el de un anfetaminoso profesional cargado como el Gran Colibrí, intentando abrirse camino a base de labia por una barrera de estupefactos conserjes para conseguir sentarse gratis en primera fila en un concierto de Bob Dylan en que ya no hay entradas.
Yo había hecho la llamada, medio a regañadientes, después de que Millie Wiggins Solheim, la Reina de la Elegancia de Sun Valley, me hubiera asegurado que ella se había enterado a través de las altas jerarquías de Head Ski de que Jean-Claude estaba ansioso de tener una charla íntima conmigo. Qué demonios, pensé, ¿por qué no? Pero esta vez según mis reglas: al estilo medianoche del Gran Colibrí. La grabación está llena de risas y de desvaríos descoyuntados. Killy sugirió, en principio, que nos viésemos en el Salón del Automóvil de Chicago, donde él tenía programado un segundo fin de semana de actuaciones para la Chevrolet, con el mismo horario: 1-3-5-7-9.
—Ni hablar —contesté—. A ti te pagan por andar por allí con esos cerdos, pero a mí no. Me miraban como si temieran que les robase la batería de aquel horrible coche que estabas vendiendo.
Se echó a reír de nuevo.
—Es cierto que a mí me pagan por estar allí… pero a ti te pagan por escribir el artículo.
—¿Qué artículo? —dije—. Que yo sepa, tú no existes. Tú eres un muñeco de tamaño natural hecho con gomaespuma. No puedo escribir nada interesante si he de explicar cómo vi una vez a Jean-Claude Killy al fondo de un salón atestado en el Stockyards Amphitheatre.
Hubo una pausa, otra risilla queda y luego:
—Bueno, quizás pudieras escribir sobre lo difícil que es escribir sobre mí.
Oh, jo, pensé. Eres un mariconcete muy sutil; tiene algo en la cabeza, después de todo. Fue la única vez que tuve la sensación de que estábamos en la misma longitud de onda… y sólo por un instante. Después de esto, la conversación se deterioró rápidamente.
Hablamos un rato más y por fin dije:
—Bueno, al diablo. Tú no necesitas publicidad y yo desde luego no necesito nada de esta mierda… deberían haberle encargado este artículo a una puta enana ambiciosa con dientes de oro…
Hubo una larga pausa al otro lado de la línea. Luego:
—¿Por qué no llamas a Bud Stanner, el director de Head Ski? Está aquí en el Lodge esta noche. Creo que él puede preparar algo. ¿Por qué no?, pensé. Cuando conseguí contactar con Stanner ya era la una.
Le aseguré que lo único que necesitaba era un poco de charla sin agobios y un tiempo para observar a Killy en acción.
—No me sorprende que Jean-Claude no quisiera hablar contigo esta noche —me dijo con una risilla maliciosa—. Da la casualidad de que están… bueno… divirtiéndole en este momento.
Qué raro —dije—. Acabo de hablar ahora mismo cuarenta y cinco minutos con él.
—¿Sí?… —Stanner consideró un momento mis palabras y luego, como habilidoso político, las ignoró y continuó muy animoso—: Es algo terrible. Esas condenadas no le dejan en paz. A veces, da apuro incluso ver cómo se le echan encima…
—Sí —dije—. Ya estoy enterado.
En realidad, lo había oído tantas veces que lo consideraba parte del programa. Killy tiene un tipo de atractivo sexual muy natural y evidente… Tan evidente, que yo estaba empezando a cansarme ya de tantas putas que me daban codazos para cerciorarse de que me daba cuenta. McCormack había establecido el tono en nuestro primer encuentro con su extraña advertencia de «discreción». Momentos después, contestando a alguien que le había preguntado si Killy tenía algún plan para iniciar una carrera en el cine, McCormack sonrió y repuso: «Bueno, no hay prisa; ha tenido muchísimas ofertas. Y cada vez que dice que no, sube el precio».
Killy, por su parte, no dice nada. Las entrevistas directas le aburren, en realidad, pero suele procurar ser cortés, sonreír incluso, pese al tedio cuajacerebros de contestar a las mismas preguntas una y otra vez. Sabe arreglárselas con todo tipo de ignorancia frívola, pero se le apaga la sonrisa como una bombilla fundida cuando percibe una aproximación carnal en la conversación. Si el entrevistador insiste o lanza una pregunta directa como, «¿Qué hay de cierto en ese rumor sobre usted y Winnie Ruth Judd?», Killy cambiará invariablemente de tema con un gesto hosco.
Su resistencia a hablar de mujeres parece sincera, y no deja a los desilusionados periodistas otra elección que refugiarse en la especulación nebulosa. «Killy tiene fama de ser un Romeo del esquí», escribía el autor de un reciente artículo de revista. «Típicamente francés, mantiene, sin embargo, una discreción absoluta respecto a su vida amorosa, y sólo dice que sí, que tiene una novia, una modelo».
Lo cual era cierto. Había pasado unas tranquilas vacaciones con ella en las Bahamas, una semana antes de que yo le conociera en Chicago, y, al principio, saqué la conclusión de que mantenía unas relaciones bastante serias con ella… Luego, después de escuchar un rato a su anunciador, ya no estaba tan seguro de lo que podía pensar. La «discreción» que habría desesperado a cualquier agente de prensa de baja estofa y del viejo estilo, se ha convertido, en manos de los fríos futuristas de McCormack, en un artículo de portada, misterioso y medio siniestro, utilizando la torpe actitud «sin comentarios» de Killy para propagar cualquier rumor del que él se niegue a hablar.
Jean-Claude comprende que su vida sexual tiene un cierto valor publicitario, pero no acaba de gustarle la cosa. En determinado momento, le pregunté qué le parecía este aspecto de su imagen. «Qué puedo decir —contestó, encogiéndose de hombros—. No hacen más que hablar de eso. Soy normal. Me gustan las chicas. Pero lo que haya es cosa mía, creo yo…».
(Poco después de esa conversación telefónica con él en Sun Valley, me enteré de que cuando le llamé estaban realmente «divirtiéndole» y nunca he entendido del todo por qué se pasó cuarenta y cinco minutos al teléfono en tales circunstancias. Para la chica debió ser terrible…)
Procuré ser franco con Stanner. Al principio de nuestra charla, dijo:
—Mira, te ayudaré lo que pueda en esto, y creo que estoy en posición de darte la ayuda que necesitas. Naturalmente, espero que hagas algo por Head Ski en las fotos del artículo y, por supuesto, éste es mi trabajo…
—A la mierda los esquíes —repliqué—. A mí me da igual que esquíe con lo que sea. Por mí puede hacerlo con tacones metálicos. Yo lo único que quiero es hablar con él, de un modo decente y humano, y saber qué piensa de las cosas.
No era lo que Stanner quería oír pero, dadas las circunstancias, reaccionó bastante bien.
—De acuerdo —dijo, tras una breve pausa—. Creo que nos entendemos. Tú buscas input, y eso es un poco raro, ¿no?
—¿Input? —dije. Había utilizado el término varias veces y me pareció oportuno pedirle que aclarara.
—Ya sabes lo que quiero decir —replicó—. Procuraré que lo consigas.
Empecé a hacer planes para subir hasta Sun Valley, de todos modos, pero luego Stanner lo desbarató todo ofreciéndose de pronto a conseguir que fuese yo (en vez del director del Ski Magazine) quien acompañara a J.-C. en aquel vuelo al Este.
—Tendrás un día entero con él —dijo Stanner—. Y si quieres venir a Boston la semana que viene, te reservaré un asiento en el autobús de la empresa para ir hasta Waterville Valley, en New Hampshire. Jean-Claude irá también, y por mí puedes tenerle para ti solo todo el viaje. Dura unas dos horas. Bueno, quizás te interese eso más, en realidad, en vez de hacer ese viaje en avión cruzando el país con él…
—No —dije—. Haré ambas cosas: primero el vuelo, luego el viaje en autobús; eso me dará todo el input raro que necesito.
Suspiró.
Killy estaba allí en Salt Lake, los ojos enrojecidos, nervioso, con una Coca-Cola y un bocadillo de jamón, en la cafetería del aeropuerto. Estaba sentado con él un hombre de United Airlines, y se acercó una camarera a pedirle un autógrafo; gente que no tenía ni idea de quién era se paraba y hacía gestos y contemplaba a la «celebridad».
La emisora local de televisión había enviado a un grupo de cámaras, lo que hacía que la gente se agrupara alrededor de la puerta, donde estaba esperando nuestro avión.
—¿Cómo sabe esa gente que estoy aquí? —murmuró furioso mientras recorríamos apresuradamente el pasillo hacia la multitud.
Yo sonreí.
—Vamos —dije—. Sabes de sobra quién les llamó. ¿Tenemos que seguir jugando a este juego?
Sonrió levemente y luego se dispuso a afrontar la tarea como un veterano.
—Vete delante —dijo—. Ocupa nuestros asientos en el avión mientras hablo con los de la televisión.
Eso hizo, mientras yo abordaba el avión y me veía metido instantáneamente en el juego del asiento con una pareja a la que estaban echando a clase turística para que Jean-Claude y yo pudiéramos ocupar sus asientos de primera.
—He desalojado esos dos asientos para ustedes —me explicó el hombre de uniforme azul.
La desaliñada azafata les decía a las víctimas que lo sentía muchísimo, lo repetía una y otra vez, mientras el hombre aullaba en el pasillo. Me hundí en el asiento, miré fijamente hacia adelante, deseándole suerte, Killy llegó, sin saber nada del follón y se derrumbó en su asiento con un suspiro de cansancio. Ni siquiera dudaba que el asiento estaba reservado para Jean-Claude Killy. El hombre del pasillo pareció comprender al fin que sus protestas estaban condenadas al fracaso: les habían arrebatado los asientos unas fuerzas que escapaban a su control:
—¡Hijos de puta! —gritó, esgrimiendo el puño contra los tripulantes que le empujaban hacia la sección turística. Yo tenía la esperanza de que le atizase a alguno, o por lo menos que se negase a quedarse en el avión, pero acabó cediendo, permitiendo que le echaran como a un mendigo escandaloso.
—¿Qué pasó? —me preguntó Killy.
Se lo expliqué.
—Una escena desagradable, ¿eh? —dijo.
Luego, sacó de la cartera una revista de coches y se concentró en ella. Yo pensé en la posibilidad de dar un paseíto hasta la parte de atrás y aconsejarle a aquel individuo que exigiera la devolución del importe del billete, que podría conseguirlo si no dejaba de chillar, pero el vuelo se retrasó una hora por lo menos, y tuvimos que seguir allí en la pista y me daba miedo dejar el asiento, pues temía que pudiera quitármelo alguna celebridad que llegara con retraso.
Minutos después, se organizó otro conflicto. Pedí un trago a la azafata y me dijo que iba contra las normas servir bebidas alcohólicas estando el aparato en tierra. Treinta minutos después aún seguíamos en la pista y recibí la misma respuesta. Hay algo en la actitud de los empleados de la United Airlines que me recuerda la Patrulla de Autopistas de California, y es esa exagerada corrección de una gente que sería muchísimo más feliz si todos sus clientes estuvieran en la cárcel, especialmente usted, señor.
Para mí volar con la United es como cruzar los Andes en un autobús prisión. No me cabe la menor duda de que es alguien como Pat Nixon quien da personalmente el visto bueno a todas las azafatas de la empresa. Nada en todo el mundo occidental iguala la colección de hipócritas arpías que pueblan los «amistosos cielos de la United». Hago todo lo posible por evitar esas líneas aéreas, a menudo con considerable costo económico y considerables molestias personales. Pero hago pocas veces las reservas yo personalmente y la United parece ser un hábito (como los taxis de la Yellow Cabs) para las secretarias y los relaciones públicas. Y puede que tengan razón…
Mis constantes peticiones de una copa para aliviar la espera fueron rechazadas con creciente severidad por la misma azafata que antes había defendido mi derecho a apropiarme de un asiento de primera clase. Killy procuró ignorar la discusión, pero al fin dejó la revista para observar la escena con nerviosa alarma. Alzó las gafas oscuras para enjugarse los ojos: bolas con venas rojas en un rostro que parecía mucho mayor de sus 26 años. Luego, se nos acercó un individuo de chaqueta de punto azul que empujaba ante sí a una niñita.
—Probablemente no me recuerde, Jean-Claude —dijo el tipo—. Nos conocimos hace dos años en un cóctel, en Vail.
Killy asintió sin decir nada. El individuo le tendió el sobre de un billete aéreoj sonriendo con timidez:
—¿Podría autografiarme esto para mi hijita, por favor? Está muy emocionada por viajar en el mismo avión que usted.
Killy garrapateó una firma ilegible en el papel, miró luego impasible la cámara barata con que le enfocaba la chica. El tipo retrocedió, acobardado por el hecho de que Killy no le recordase.
—Siento molestarle —dijo—. Pero mi hijita, ya sabe… como parece que vamos a tardar en salir de aquí… Bueno, muchísimas gracias.
Killy se encogió de hombros mientras el hombre se alejaba. No había pronunciado palabra y me daba un poco de pena del rechazado, que parecía ser una especie de representante o comisionista.
La criatura volvió con la máquina de fotos: «Por sí no sale la primera». Hizo una foto muy rápida y luego pidió a J.-C. que se quitara las gafas.
—¡No! —exclamó él—. La luz me daña los ojos.
Había en su voz una nota áspera y temblona, y la niña, un poco más perceptiva que su padre, sacó la foto y se fue sin disculparse.
Ahora, menos de un año después, Killy está haciendo anuncios publicitarios muy caros y muy finos para United Airlines. Estuvo en Aspen hace poco «secretamente», para la filmación de una exhibición de esquí que aparecerá, de aquí a unos meses, en la televisión nacional. No me llamó…
Killy rechazó la bebida y la comida. Era evidente que estaba irritado y me alegró descubrir que la cólera le volvía locuaz. Ya había rechazado por entonces la idea de que pudiésemos llegar a establecer verdadero contacto; su sonrisa-hábito era para gente que formulaba preguntas-hábito: basura revisteril y filosofía barata: ¿Le gusta Norteamérica? (Es realmente maravillosa. Me gustaría verla toda en un Camaro.) ¿Qué sintió después de ganar tres medallas de oro en las olimpíadas? (Me sentí muy bien. Fue maravilloso. Quiero que me instalen las tres medallas en la guantera de mi Camaro). En mitad del vuelo, cuando la conversación se arrastraba penosamente, recurrí a un periodismo estilo Hollywood ante el que Killy reaccionó de inmediato.
—Dime —dije—. ¿Cuál es el mejor sitio que conoces? Si tuvieras libertad para ir donde quisieras, a cualquier sitio del mundo, en este momento (ni trabajo ni obligaciones, sólo a divertirte), ¿adónde irías?
Su primera respuesta fue «a casa» y, después, París, y una serie de zonas residenciales francesas… hasta que tuve que revisar la pregunta y eliminar Francia.
Acabó instalándose en Hong Kong.
—¿Por qué? —pregunté.
Su cara se relajó en una sonrisa amplia y maliciosa.
—Porque tengo allí un amigo que es jefe de policía —dijo—. Y cuando voy a Hong Kong puedo hacer lo que me da la gana.
Me eché a reír, y empecé a verlo todo en una película: aventuras de un vaquero francés asquerosamente rico que se desmanda en Hong Kong con protección policial. Con J.-C. Killy como bribón y puede que Rod Steiger como su amigo policía. Triunfo seguro…
Y, ahora que lo pienso, creo que esto de Hong Kong fue lo más sincero que me dijo Jean-Claude. Desde luego, fue lo más definitorio; y también la única de mis preguntas que contestó con clara complacencia.
Cuando llegamos a Chicago yo ya había decidido ahorrarnos a ambos el calvario de prolongar la «entrevista» durante todo el viaje hasta Baltimore.
—Creo que me quedaré aquí —dije cuando salimos del avión.
El se limitó a hacer un gesto con la cabeza, estaba demasiado cansado para preocuparse por aquello. Y, justo en ese momento, se nos plantó delante una corpulenta rubia con un cuaderno de notas.
—¿El señor Killy? —dijo.
JC asintió con un gesto, la chica masculló su nombre y dijo que estaba allí para ayudarle a llegar a Baltimore.
—¿Qué tal por Sun Valley? —le preguntó—. ¿Se podía esquiar bien?
Killy movió la cabeza, y siguió caminando muy deprisa pasillo arriba. La chica se mantenía a nuestro lado a medio trote.
—Bueno, espero que las otras actividades fuesen satisfactorias —dijo con una sonrisa.
Su insistencia en lo de «las otras actividades» era tan perceptible, tan abismalmente cruda, que la miré para ver si se le caía la baba.
—¿Quién es usted? —me preguntó de pronto.
—Da igual —dije—. Ya me voy.
Ahora, varios meses después, el recuerdo más claro que tengo de todo aquel asunto de Killy es una expresión esporádica en la cara de un hombre que nada tenía que ver con el asunto. Ese hombre era tambor y vocalista de una orquesta local de jazz-rock que oí una noche en una estación de esquí de New Hampshire donde Killy hacía una sesión de ventas. Yo estaba pasando el rato en una pequeña sala de fiestas, bastante sosa, cuando ese cabroncete indescriptible salió con su propia versión de algo llamado «Proud Mary», un buen chupinazo de blues de Creedence Creawater. El tipo entró en el asunto y cuando estaba por el tercer coro, reconocí la sonrisa extraña del hombre que ha encontrado su propio ritmo, ese eco rumoroso de un sonido blanco y agudo que la mayoría de los hombres no oyen jamás. Me quedé sentado en el humo oscuro de aquel lugar y le vi escalar… por una montaña personal arriba hasta el punto en que miras en el espejo y ves a un brillante y audaz streaker, quemando todos los fusibles y comiéndoselos como palomitas de maíz en la subida.
Esa imagen tenía que recordarme la de Killy, bajando por las lomas de Grenoble para ganar la primera, la segunda y la tercera de aquellas tres increíbles medallas de oro. Jean Claude había estado allí: había llegado hasta ese lugar señero y extraño donde sólo viven los tigres de las nieves; y ahora, con 26 años y más dólares de los que pueda gastar o contar, no hay nada que se iguale a esos picos que ya ha escalado. Ahora, todo es cuesta abajo para el esquiador más rico del mundo. Fue muy bueno (y muy afortunado) durante un tiempo por poder vivir en ese mundo gana-pierde, blanco-negro, triunfa-o-muere del superatleta televisivo internacional. Fue un maravilloso espectáculo mientras duró, y Killy hizo lo suyo mejor que nadie hiciera antes.
Pero ahora, sin nada que ganar, se encuentra al ras del suelo, como todo el mundo, absorbido en guerras extrañas e insensatas en territorios desconocidos; obsesionado por una sensación de vacío que no podrá aliviar nunca el dinero; burlado por las normas caramelo de algodón de un juego mezquino que aún le sobrecoge… encerrado en un estilo de vida dorado en el que ganar significa mantener cerrada la boca y recitar, a una señal, lo que otros han escrito. Este es el nuevo mundo de Jean-Claude Killy: un guapo muchacho francés de clase media que se entrenó duro y aprendió a esquiar tan bien que ahora su nombre es inmensamente vendible en la plaza del mercado de una economía-cultura demencialmente inflada que devora a sus héroes como salchichas y les honra más o menos al mismo nivel.
Su imagen de héroe televisivo probablemente le sorprenda más a él que al resto de nosotros. Nosotros aceptamos todos los héroes que nos ponen delante y no nos sentimos impulsados a despedazarlos. Killy parece entender eso también. Está aprovechándose de un ambiente-dinero que no existía antes y que quizás no vuelva a existir nunca… al menos durante su vida o la nuestra, y que puede que ni siquiera al año que viene exista ya.
Por otra parte, es injusto tacharle, pese a todo, de avaro insensible. Detrás de esa sonrisa nostálgica programada sospecho que hay algo emparentado con lo que Norman Mailer denominó una vez (hablando de James Jones) «un sentido animal de quién tiene el poder». Hay también un caviloso menosprecio por el sistema norteamericano que le ha hecho lo que es. Killy no entiende este país. Ni siquiera le gusta: pero no se plantea la menor duda respecto al papel que tiene que jugar en un mundo que está haciéndole rico.
El es la creación de su director, y si Mark McCormack desea que intervenga en una película de monstruos o apoye publicitariamente algún tipo de crema para la piel de la que nunca ha oído hablar… en fin, las cosas son así. Jean-Claude es buen soldado; acepta bien las órdenes y aprende deprisa. Subiría en el escalafón en cualquier ejército.
Killy reacciona. Su tarea no es pensar. Por eso resulta difícil honrarle por los rectos instintos que pueda aún cultivar en privado… mientras se burla de ellos en público por inmensas sumas de dinero. El eco del estilo Gatsby recuerda la verdad de que Jimmy Gatz no era en realidad más que un fullero rico y un vendedor de bebidas alcohólicas. Pero Killy no es Gatsby: es un francés joven e inteligente con un numerito completamente original… y una estructura pragmática de referencias que está mejor cimentada, sospecho, que la mía. Las cosas le van muy bien y no hay nada en su profunda y limitada experiencia que pueda permitirle entender cómo puedo yo contemplar su número y decir que me parece, a mí, un medio muy duro de ganar dinero… puede que el más duro.
Nota final del autor
OWL FARM
Inclúyase por favor esta cita al principio o al final del artículo de Killy. — Thompson.
«No hay eunuco que halague su propia bulla más vergonzosamente ni que busque por medios más infames estimular su hastiado apetito, para ganar algún favor, que el eunuco de la industria».
—La cita, tal como la tengo, se atribuye a un tal Billy Lee Burroughs… pero, si no me falla la memoria, creo que procede de las obras de K. Marx. De cualquier modo, puedo localizar su origen si es preciso…
Scanlan’s Monihly, vol. 1, núm. 1, marzo 1970