El… Asesinato… y la Resurrección de Rubén Salazar por obra de la oficina del alguacil del condado de Los Angeles… Polarización salvaje y Fabricación de un Mártir… Malas Noticias para los mexicano-norteamericanos… Peores para los cerdos… Y ahora, el Nuevo Chicano… sobre una ola nueva y hosca… La ascensión de los Batos Locos… Poder Moreno y un puñado de rojitas… Política violenta en el Barrio… ¿De qué lado estás tú… hermano?… Ya no hay término medio… No hay sitio donde esconderse en el Bulevar… Ni refugio frente a los helicópteros… Ni esperanza en los tribunales… Ni paz con el Anglo… ni poder en ninguna parte… ni luz al final de este túnel… Nada…
A la mañana le cuesta trabajo llegar al Hotel Ashmun; no es éste un sitio donde los clientes salten ansiosos de la cama a recibir al nuevo día, pero en esta mañana concreta, todos están despiertos al amanecer; hay golpes y gritos terribles en el pasillo, cerca de la habitación número 267. Un yonqui ha debido arrancar la manilla de la puerta del baño comunal, y ahora los otros no pueden entrar… así que intentan echar la puerta abajo a patadas. La voz del encargado temblequea histérica por encima del estruendo… «Vamos, muchachos… ¿me obligaréis a llamar al alguacil?». La respuesta llega dura y rápida: «¡Sucio cerdo gabacho! Si llamas al alguacil te corto el cuello». Y luego ruido de madera astillada, más gritos, rumor de pies que corren al otro lado de la puerta de esta habitación, la número 267.
La puerta está cerrada, gracias a Dios, pero ¿cómo puedes sentirte seguro por eso en un sitio como el Hotel Ashmun? Sobre todo una mañana como ésta, con una horda de yonquis salvajes inmovilizados en el pasillo del baño y sabiendo quizás que la número 267 es la única habitación próxima con baño privado. Es la mejor de la casa, 5,80 dólares por noche, y con cerradura nueva en la puerta. La vieja la habían arrancado hacía unas doce horas, justo antes de que yo me inscribiese.
El encargado insistió mucho en instalarme en esta habitación. Su llave no valía para la nueva cerradura.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Esta llave tiene que servir! Es una cerradura Yale recién puesta.
Decía esto contemplando lúgubremente la flamante llave que tenía en la mano.
—Sí —dije yo—. Pero la llave es para una cerradura Webster.
—¡Dios mío! ¡Tiene usted razón! —exclamó.
Y se fue a toda prisa, dejándonos plantados allí en el pasillo con pedazos grandes de hielo en las manos.
—¿Qué le pasa a este tío? —pregunté—. Parece muy nervioso y no hace más que sudar y farfullar…
Benny Luna se echó a reír.
—¡Claro que está nervioso, hombre! ¿Crees que es normal en él dejar a cuatro chicanos asquerosos en su mejor habitación a las tres de la mañana, además con estos trozos de hielo y estas bolsas de cuero tan raras?
Benny Luna daba vueltas por el pasillo, muerto de risa.
—¡El tipo está como pirado, hombre! ¡No entiende lo que pasa!
—Tres chicanos —dijo Oscar—. Y un montañés.
—No le habrás dicho que soy escritor, ¿verdad? —pregunte.
Yo había visto que Oscar hablaba con el hombre (un individuo alto, de tipo germánico y aire derrotado), pero no había prestado mucha atención.
—No, pero él me reconoció —contestó Oscar—. Dijo «¿Es usted el abogado, verdad?», así que le dije: «Sí, soy yo, y quiero su mejor habitación para este gabacho amigo mío» —dijo esto con una mueca burlona y añadió luego—: Sí, sabe que pasa algo, pero no sabe exactamente de qué se trata. En este momento, estos tipos se asustan de todo. Todos los comerciantes del Bulevar Whittier están seguros de que viven en precario, así que se desmoronan en cuanto aparece el primer indicio de que ocurre algo raro. Así están las cosas desde lo de Salazar.
De pronto, el encargado/administrador/vigilante/etcétera dobló la esquina del pasillo con la llave correcta, y abrió la habitación. Era una habitación de ganador: un eco venido a menos de un lugar en que paré hace unos años en los barrios pobres de Lima, Perú. No logro recordar el nombre de aquel sitio, pero recuerdo que todas las llaves de las habitaciones estaban unidas a grandes bolas de madera, grandes como pomelos, demasiado para poder meterlas en el bolsillo. Pensé en sugerirle esto a nuestro hombre del hotel Ashmun, pero no esperó por la propina ni se quedó a charlar. Desapareció como un relámpago, dejándonos solos con el cuartillo de ron y sólo Dios sabe qué más… En fin, pusimos el hielo en un lavabo que había junto a la cama y lo picamos con un inmenso y ornado cuchillo. La única música era una cinta de Let it bleed.
¿Qué mejor música para una cálida noche en el Bulevar Whittier en 1971? Últimamente, aquélla no había sido una calle pacífica. No fue pacífica nunca, en realidad. Whittier es para el gran Barrio chicano de Los Angeles Este lo que Sunset Strip para Hollywood. Allí es donde se desarrolla la vida de la calle: los bares, los golfos, el mercado de droga, las putas… y también los motines, barricadas, matanzas, gases, los sangrientos y esporádicos choques con el odiado enemigo común: los polis, los cerdos, el Hombre, ese ejército vestido de azul de terribles soldados gabachos de la oficina del alguacil de Los Angeles Este.
El Hotel Ashmun es un buen sitio para alojarse si uno quiere estar cerca de lo que pase en el Bulevar Whittier. La ventana de la habitación número 267 queda a unos 5 metros de la acera y sólo a unas manzanas al oeste del café Silver Dollar, una taberna indescriptible no muy distinta de las que existen en las proximidades. Hay una mesa de billar al fondo, la jarra de cerveza cuesta un dólar y la marchita camarera chicana juega a los dados con los clientes para que la máquina de discos siga funcionando. El que saca el número más bajo paga, y a nadie parece preocuparle quién selecciona la música.
Habíamos estado allí antes, cuando aún no pasaba gran cosa. Fue mi primera visita en seis meses, desde principios de setiembre, cuando el lugar aún estaba impregnado del gas CS y de barniz reciente. Pero ahora, seis meses después, el Silver Dollar se había ventilado muy bien. No había sangre en el suelo ni agujeros lúgubres en el techo. Lo único que me recordaba mi visita anterior era una cosa que colgaba de la caja registradora y en la que todos nos fijamos inmediatamente. Era una máscara negra de gas, que miraba ciegamente hacia fuera… bajo la máscara de gas había un letrero que decía con firme letra de imprenta: «En recuerdo del 29 de agosto de 1970.»
Nada más, ninguna explicación. No hacía falta explicación… al menos, para los que entraban a beber en el Silver Dollar. Los clientes son de la zona, chíchanos y gente del barrio… y todos saben perfectamente lo que pasó en el café Silver Dollar el 29 de agosto de 1970.
Fue el día en que Rubén Salazar, destacado columnista mexicano-norteamericano del Times de Los Angeles y jefe de noticias de la cadena de televisión bilingüe KMEX, entró y se sentó en un taburete cerca de la puerta y pidió una cerveza que nunca bebería. Porque, justo cuando la camarera empujaba aquella cerveza por la barra, un ayudante del alguacil del condado de Los Angeles, llamado Tom Wilsom, disparó una bomba de gases lacrimógenos por la puerta de entrada y le arrancó media cabeza a Rubén Salazar. Los demás clientes escaparon por la puerta trasera a una calleja, pero Salazar no pudo moverse de allí. Murió en el suelo, en una nube de gas… y cuando al fin sacaron su cuerpo, horas después, su nombre fue elevado al martirologio. En veinticuatro horas, la sola mención del nombre «Rubén Salazar» bastaba para provocar lágrimas y diatribas puño-cerrado, no sólo en el Bulevar Whittier, sino en toda la zona de Los Angeles Este.
Amas de casa de mediana edad que siempre se habían considerado «mexicano-norteamericanas» de status inferior, que sólo pretendían seguir tirando en un mundo gringo malévolo, en el que no tenían arte ni parte, se vieron de pronto gritando «Viva la Raza» en público. Y sus maridos (silenciosos empleados de Safeway y vendedores de artículos para el cuidado del jardín, los empleados más miserables y superfluos de la gran máquina económica gabacha) se ofrecían voluntarios para testificar, sí, para levantarse en el juicio, donde fuese, y autodenominarse chíchanos. El término «mexicano-norteamericano» pasó a ser rechazado de forma generalizada por todos, salvo por los viejos, los conservadores… y los ricos. Y, de pronto, vino a significar «tío Tom». O, en el argot de Los Angeles Este: Tío Taco. La diferencia entre un mexicano-norteamericano y un chicano era la diferencia que hay entre un moreno y un negro.
Todo esto ha sucedido de modo muy súbito. Demasiado para la mayoría de la gente. Una de las normas básicas de la política es que la Acción se aleja del centro. El centro del camino sólo es popular cuando no pasa nada. Y en Los Angeles Este no pasa nada políticamente desde hace más tiempo de lo que la gente pueda recordar. Hasta hace seis meses, todo aquel lugar era una tumba colorista, un gran barrio pobre lleno de ruidos y trabajo barato, a tiro de rifle del corazón del centro de Los Angeles. El barrio, como Watts, es, en realidad, parte del núcleo urbano, mientras que lugares como Hollywood y Santa Mónica, son entidades separadas. El café Silver Dollar queda a unos diez minutos en coche del ayuntamiento. El Sunset Strip está a unos treinta minutos de carrera por la autopista de Hollywood.
El Bulevar Whittier queda infernalmente lejos de Hollywood, en todos los sentidos. No existe la menor conexión psíquica. Después de una semana en las entrañas de Los Angeles Este, me sentía vagamente culpable por entrar en el bar del hotel Beverly Hills y pedir una copa… como si no perteneciese del todo a aquello, y todos los camareros lo supieran. Había estado allí antes, en circunstancias distintas, y me sentía la mar de cómodo… bueno, casi cómodo. No hay manera de… bueno, al diablo con eso. La cuestión es que por entonces me sentía distinto. Estaba orientado hacia un mundo completamente distinto… y que quedaba a veintitrés kilómetros de distancia.
MARCHA POR LA JUSTICIA[1]
NO HAY RELACIONES ENTRE LA POLICÍA Y LA COMUNIDAD EN LAS COMUNIDADES CHICANAS. NO, DESDE EL MOTÍN DE LA POLICÍA DEL 29 DE AGOSTO, EL HECHO DE QUE EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LOS ÁNGELES, LOS ALGUACILES Y LA PATRULLA DE TRAFICO LLEVEN AÑOS INTENTANDO SISTEMÁTICAMENTE DESTRUIR EL VERDADERO ESPÍRITU DE NUESTRO PUEBLO, SE HA HECHO TAN EVIDENTE QUE NADIE PUEDE IGNORARLO. HASTA AHORA, LA POLICÍA HA DESBARATADO TODOS LOS INTENTOS QUE HA HECHO NUESTRO PUEBLO POR LOGRAR JUSTICIA, HAN GOLPEADO A LOS ESTUDIANTES JÓVENES QUE PROTESTABAN POR LOS ESCASOS MEDIOS EDUCATIVOS CON QUE CUENTAN, HAN INVADIDO DESPACHOS Y OFICINAS, DETENIDO A DIRIGENTES, NOS HAN LLAMADO COMUNISTAS Y BANDIDOS EN LA PRENSA, Y HAN HECHO LO QUE LES HA PARECIDO EN LAS CALLES CUANDO LA PRENSA NO ESTABA PRESENTE.
AUN MAS INSIDIOSOS QUE LA REPRESIÓN POLÍTICA DIRECTA CONTRA DIRIGENTES Y MANIFESTANTES SON LOS ATAQUES DE QUE SE HACE OBJETO A LOS HABITANTES DEL BARRIO EN SU VIDA DIARIA. TODOS LOS BARRIOS HAN SUFRIDO CASI TODOS LOS MESES POR LO MENOS UN CASO DE GRAVE BRUTALIDAD, O ASESINATO, Y LUEGO HAN LUCHADO POR DEFENDER A AMIGOS Y TESTIGOS QUE SE ENFRENTAN A PALIZAS. UNA SEMANA ES EN SAN FERNANDO, LA SIGUIENTE EN LINCOLN HEIGHTS, LOS ANGELES ESTE, VENICE, EL HARBOR Y POMONA… ATACAN UN BARRIO CADA VEZ, INTENTANDO ROMPER NUESTRA UNIDAD Y NUESTRO ANIMO.
EL 29 DE AGOSTO, HUBO EN TODOS NUESTROS BARRIOS MANIFESTACIONES POR LA PAZ Y LA JUSTICIA Y LA POLICÍA SE DESMANDO Y ATACO. POR PURO MIEDO, IMPUSIERON LA LEY MARCIAL, DETENIENDO Y MALTRATANDO A CIENTOS DE MIEMBROS DE NUESTRA COMUNIDAD. MATARON A GILBERTO DÍAZ, A LYNN WARD Y A RUBÉN SALAZAR, EL HOMBRE QUE PODÍA EXPLICAR NUESTRA HISTORIA A LA NACIÓN Y AL MUNDO.
NO DEBEMOS OLVIDAR LA LECCIÓN DEL 29 DE AGOSTO. EL PRINCIPAL PROBLEMA SOCIAL Y POLÍTICO QUE TENEMOS PLANTEADO ES LA BRUTALIDAD POLICIAL. LOS ATAQUES DE LA POLICÍA SE HAN RECRUDECIDO A PARTIR DEL DÍA 29, Y SI EL PUEBLO NO CONTROLA A LA POLICÍA, ACABAREMOS VIVIENDO EN UN ESTADO POLICIAL.
NO DEBEMOS PERMITIR QUE LA POLICÍA ROMPA NUESTRA UNIDAD. DEBEMOS MANTENER VIVO EL ESPÍRITU DE RUBÉN SALAZAR Y EXPONER ESTA BRUTALIDAD A LA NACIÓN Y AL MUNDO. EL COMITÉ CHICANO DE LA MORATORIA TE CONVOCA PARA QUE APOYES NUESTRA MANIFESTACIÓN PACIFICA EN PRO DE LA JUSTICIA EN LOS BARRIOS DE TODA LA ZONA DE LOS ANGELES.
ACUDIRÁN GRUPOS DE DOCENAS DE CIUDADES Y DE TODOS NUESTROS BARRIOS. TODOS NOS ENCONTRAREMOS EN LA SUBCOMISARIA DEL ALGUACIL DE LOS ÁNGELES ESTE, EN LA CALLE TERCERA ENTRE FETTERLY Y WOODS. A LAS ONCE DEL 31 DE ENERO DE 1971. ÚNETE A TU GRUPO LOCAL. PARA MAS INFORMACIÓN, LLAMAR AL 268-67-45.
(Folleto del Comité Nacional Chicano de la Moratoria)
Mi primera noche en el Hotel Ashmun no pude descansar. Los otros se habían ido hacia las cinco, luego hubo el escándalo del yonqui de las siete… seguido, una hora después, de un griterío atronador, baja fidelidad, de quejumbrosa música norteña de la máquina de discos del Café Bulevar, que quedaba enfrente… y luego, hacia las nueve y media, me despertó de nuevo una serie de sonoros silbidos procedentes de la acera, debajo justo de mi ventana, y una voz que decía:
—Hunter, ¡despierta, hombre! Tenemos que ponernos en marcha.
¡Dios mío!, pensé. Sólo tres personas en el mundo sabían donde estaba yo en aquel momento, y las tres estaban dormidas. ¿Qué otra persona podría haberme localizado en aquel lugar? Separé las láminas de la persiana lo suficiente para mirar a la calle y ver a Rudy Sánchez, el tranquilo y pequeño guardaespaldas de Oscar, que miraba hacia mi ventana y me hacía señas con urgencia:
—Vamos, hombre, ya es hora. Oscar y Benny están arriba en el Sweetheart. Es el bar de la esquina, aquél en el que hay tanta gente a la puerta. Te esperamos allí, ¿de acuerdo? ¿Estás despierto?
—Claro que estoy despierto —dije—. Estaba aquí esperando sentado por vosotros, criminales cabrones y holgazanes. ¿Por qué coño necesitarán dormir tanto los mexicanos?
Rudy sonrió y se volvió para marcharse:
—Te esperamos allí. Estamos bebiendo un montón de Bloody Maries y ya sabes cuál es la regla aquí.
—Por eso no te preocupes —murmuré—. Tengo que darme una ducha.
Pero no había ducha en mi habitación. Y aquella noche alguien había conseguido cruzar un alambre de cobre sin proteger en la bañera y conectarla a un enchufe que había debajo de la pila, junto a la puerta de entrada del baño. ¿Por qué razón? Ron del diablo, no tengo ni idea. Allí estaba yo, en la mejor habitación de la casa, buscando la ducha y encontrándome sólo una con bañera electrificada. Y tampoco había sitio para un afeitado decente: en el mejor hotel de la zona. Por último, me froté la cara con una toalla caliente y crucé la calle camino del Sweetheart.
Allí estaba Oscar Acosta, el abogado chicano, apoyado en el mostrador, charlando tranquilamente con los clientes. De las cuatro personas que le rodeaban (todos de veinticinco a treinta) dos eran exconvictos, dos dinamiteros vocacionales de media jornada y petardistas e incendiarios conocidos, y tres de los cuatro eran veteranos consumidores de ácido. Pero nada de esto afloraba en la conversación. Se hablaba de política, aunque sólo en función de la actividad forense. Oscar tenía dos juicios muy politizados al mismo tiempo.
En uno, el juicio de los «Seis de Baltimore», defendía a seis jóvenes chicanos a los que habían detenido por intentar incendiar el hotel Biltmore una noche hacía un año, cuando el gobernador Ronald Reagan pronunciaba un discurso allí en el salón de baile. Su culpabilidad o su inocencia carecían de importancia a aquellas alturas, porque el juicio se había convertido en una tentativa espectacular de echar abajo todo el sistema de selección del gran jurado. En los meses anteriores Acosta había convocado a todos los jueces del tribunal supremo del condado de Los Angeles y había interrogado exhaustivamente a todos los 109 que eran, bajo juramento, sobre su «racismo». Era una afrenta espantosa para todo el sistema judicial, y Acosta hacía horas extras para lograr que fuese lo más espantosa posible. Allí estaban aquellos 109 viejos, aquellos jueces, obligados a sacar tiempo restándolo de lo que estuvieran haciendo para ir a otro juzgado a afrontar y negar las acusaciones de «racismo» que les hacía un abogado al que todos despreciaban.
Oscar sostenía que todos los miembros de los grandes jurados eran racistas, puesto que todos los grandes jurados son recomendados por los jueces del tribunal supremo, que tienden, lógicamente, a recomendar a individuos a los que conocen profesional o personalmente. Y, en consecuencia, ningún chicano callejero de mierda, por ejemplo, podía ser nunca juzgado por «un jurado de iguales». Las implicaciones de una victoria en esta causa eran tan evidentes, tan claramente amenazadoras para el sistema judicial, que el interés por el veredicto había ido filtrándose, sistema abajo, hasta llegar a lugares como el Bulevar, el Silver Dollar y el Sweetheart. En estos lugares, no suele ser muy alto el nivel de conciencia política en situaciones normales (sobre todo los sábados por la mañana) pero la simple presencia de Acosta, no importa adonde vaya o lo que parezca que está haciendo, es tan patentemente política que cualquiera que quiera hablar con él sólo puede recurrir a algo que alcance un nivel político significativo.
—El asunto no es bajar nunca la voz —dice—. Nosotros no pretendemos con esto ganar votos. Qué demonios, ese viaje ya está liquidado, es una vía muerta. La idea ahora es hacer pensar a la gente. Obligarles a pensar. Y eso no puedes conseguirlo si te dedicas a andar por ahí, dando palmadas en la espalda a los desconocidos e invitándoles a cerveza.
Luego, sonríe y añade:
—A menos que estés borracho perdido o pasadísimo. Que no es mi estilo, claro. Quiero que esto quede muy claro.
Pero aquel día la charla era fácil, sin connotaciones políticas inmediatas.
—Oye, Oscar —preguntó uno—. ¿Cómo vamos con eso del gran jurado? ¿Qué posibilidades tenemos?
Acosta se encogió de hombros.
—Ganaremos. Puede que no ahora, pero ganaremos en la apelación.
—Eso está bien, hombre. Me han dicho que estás atizándoles duro a esos cabrones.
—Sí, estamos jodiéndoles de veras. Pero esto podría durar un año más. Ahora tenemos que pensar en el juicio de Corky. Empieza el martes.
—¿Está Corky en la ciudad?
El interés es evidente. Las cabezas se giran para escuchar. Rudy retrocede unos centímetros para poder observar a todo el bar, escudriñando las caras para ver si hay alguien demasiado interesado. Hay mucha paranoia en el barrio. Delatores. Estupas. Asesinos… ¿quién sabe? Y Rudolfo «Corky» Gonzales es un peón importante, objetivo primordial para una trampa o una conjura. Gonzales, hombre culto, y elocuente, ex-boxeador, creó en Denver su «Cruzada por la justicia», una de las pocas organizaciones políticas chicanas viables del país. Gonzales es un poeta, un luchador callejero, un teórico, un organizador y el «dirigente chicano» más influyente del país después de César Chávez.
Siempre que aparece Corky Gonzales en Los Angeles Este (aunque sólo sea para un juicio por tenencia de armas) el nivel de tensión política se eleva notablemente. Gonzales tiene muchos seguidores en el barrio. Casi todos sus partidarios son jóvenes: estudiantes, marginados, artistas, poetas, chiflados… la gente que respeta a César Chávez, pero que en realidad no puede relacionarse con esos peones agrícolas que van a la iglesia.
«Este fin de semana será un infierno —me había dicho Oscar la noche anterior—. Cuando Corky está en la ciudad, mi apartamento se convierte en un zoo. Si quiero dormir algo, tengo que largarme a un motel. Qué coño, no puedo estar toda la noche discutiendo de política si tengo que defender un juicio a la mañana siguiente. Esos condenados de ojos extraviados aparecen a todas horas. Traen vino, porros, ácido, mescalina, armas… Dios mío, Corky no debería atreverse a correr ese riesgo. Ya está aquí, pero no sé dónde se ha metido. Creo que en una especie de mesón o algo parecido, a unos ocho kilómetros, por Rosemeade, pero no le dice a nadie donde está… ni siquiera a mí, a su abogado —sonrió y añadió—: Y hace muy bien, porque si yo supiera dónde estaba, podría acercarme allí cualquier noche borracho perdido y dispuesto a convocar una huelga general para el amanecer, o algún otro disparate peligroso que se me ocurriera».
Luego, cabeceó, y contempló su vaso con una sonrisa perezosa. —En realidad, he estado pensando en lo de convocar una huelga general. El movimiento está tan escindido en este momento que prácticamente cualquier cosa ayudaría. Sí, quizás debiera escribirle un discurso a Corky en esa base, convocar luego una conferencia de prensa para mañana por la tarde en el Silver Dollar… —se echó a reír con amargura y pidió otro Bloody Mary.
Acosta llevaba tres años practicando la abogacía en el barrio. Yo le había conocido poco antes de eso, en otra era… lo cual no importa aquí gran cosa, salvo por el hecho de que podría no ser del todo justo continuar esta historia hasta el final sin decir al menos una vez, para que conste, que Oscar es un viejo amigo y un antagonista esporádico. Le conocí, si no recuerdo mal, en un bar llamado The Daisy Duck, en Aspen, y se acercó a mí y empezó a vociferar diciendo que había que «deshacer el sistema como si fuera un montón de paja», o algo así… y recuerdo que pensé: «Bueno, aquí tenemos a otro de esos abogados desertores de San Francisco, jodidos y locos de remordimiento… otro tipo que comió demasiados tacos y decidió que era de verdad Emiliano Zapata».
Todo esto a mí me parecía muy bien, pero no era fácil manejar un asunto así en Aspen, por entonces, en aquel verano de 1967. Era la época de Sergeant Pepper, la Subrealistic Pillow y el Buffalo Springfield original. Fue un año bueno para todos… o para casi todos en realidad. Hubo excepciones, como siempre. Uno era Lyndon Johnson y otro Oscar Acosta. Por razones completamente distintas. No era un buen verano para ser el presidente de los Estados Unidos, ni para ser un abogado mexicano colérico en Aspen.
Oscar no se quedó mucho. Lavó platos una temporada, trabajó un poco en la construcción, puso a parir al juez del condado unas cuantas veces y salió luego para México dispuesto a tomarse las cosas en serio. La siguiente noticia suya que tuve fue que estaba trabajando para la oficina del abogado de oficio de Los Angeles. Esto era por la Navidad de 1968, que no fue un buen año para nadie… salvo para Richard Nixon y quizás para Oscar Acosta. Porque Oscar empezaba por entonces a encontrar su camino. Era el único «abogado chicano» de Norteamérica, explicaba en una carta, y le gustaba. Todos sus clientes eran chicanos y la mayoría eran «delincuentes políticos», decía. Y si eran culpables, sólo se debía a que estaban «haciendo lo que había que hacer».
Eso está muy bien, me dije. Pero no podía entenderlo del todo, en realidad. Yo estaba absolutamente a favor de ello, claro, pero sólo en base a una amistad personal. Casi todos mis amigos están metidos en cosas raras que yo no entiendo del todo… y, con unas cuantas excepciones vergonzosas, les deseo que todo les vaya muy bien. ¿Quién soy yo, en realidad, para decirle a un amigo que no debería cambiar su nombre por Oliver High, librarse de su familia y unirse a un culto satánico de Seattle? O discutir con otro amigo que quiere comprarse un Remington Fireball de un solo tiro para poder salir a liquidar policías desde una distancia segura…
Me parece bien, hagan lo que hagan; es lo que digo siempre. No hay que meterse nunca a hurgar en la cabeza de un amigo, ni por accidente. Y si sus viajes privados se descontrolan de vez en cuando… en fin, haces lo que haya que hacer.
Lo cual explica más o menos cómo me encontré de pronto metido en el asunto del asesinato de Rubén Salazar. Estaba yo por entonces en Portland, Oregón, intentando cubrir la Asamblea Nacional de la Legión Norteamericana y el festival de rock de Sky River al mismo tiempo… y una noche volví a mí habitación secreta del Hilton y me encontré un «recado urgente», llamar al señor Acosta de Los Angeles.
Me preguntaba cómo se las habría arreglado para localizarme en Portland, aunque en cierto modo ya sabía lo que pretendía de mí. Había visto el Los Angeles Times de aquella mañana, con el artículo sobre la muerte de Salazar, e incluso a más de 3.000 kilómetros de distancia la información despedía un hedor muy intenso. El problema no era que el artículo tuviera un fallo o un agujero; todo él era un error. Carecía totalmente de sentido.
El caso Salazar tenía un gancho muy especial: no se trataba de que fuera mexicano o chicano, ni siquiera se trataba de la curiosa insistencia de Acosta en que le había matado la pasma a sangre fría y que nadie iba a hacer nada al respecto. Estos sin duda eran ingredientes muy propios para despertar la cólera, pero, desde mi punto de vista, el aspecto más amenazador del caso de Oscar era su acusación contra la policía, su afirmación de que la policía se había desmandado deliberadamente por las calles y había matado a un periodista que molestaba mucho. De ser cierto, esto significaba que la apuesta subía de golpe. Cuando la policía declara abierta la veda del periodista, cuando piensa en que puede declarar cualquier sector de «protesta ilegal» zona de fuego libre, sin duda las perspectivas son lúgubres… y no sólo para los periodistas.
A lo largo de trece devastadas manzanas, se veían los huecos oscuros de las tiendas y almacenes, los escaparates destrozados. Las señales de tráfico, los casquillos de bala, los trozos de ladrillo y de hormigón llenaban la acera. Un par de sofás, destripados por el fuego, se consumían en una esquina salpicados de sangre. Bajo el cálido resplandor de las bengalas de la policía, tres jóvenes chicanos bajaban por la calle destrozada. «Qué hay, hermano —le gritó uno a un periodista negro—. ¿Fue mejor esto que lo de Watts?».
Newsweek, 15 de febrero de 1971
Rubén Salazar es ya un auténtico mártir: no sólo en Los Angeles Este, sino en Denver y en Santa Fe y en San Antonio y en todo el Suroeste. A todo lo largo y lo ancho de Aztlán; los «territorios conquistados» que cayeron bajo el yugo de las tropas de ocupación gringas hace más de cien años, cuando los «políticos vendidos de ciudad de México lo vendieron a Estados Unidos» para poner fin a la invasión, a la que los libros de historia gringos denominan «guerra mexicano-norteamericana». (David Crokett, Recuerda el Álamo, etc.)
Como consecuencia de esta guerra, se cedió al gobierno de Estados Unidos la mitad, más o menos, de lo que entonces era la nación mexicana. Este territorio se dividiría más tarde en lo que ahora son los estados de Texas, Nuevo México, Arizona y la mitad sur de California. Esto es Aztlán: más un concepto que una definición real. Pero incluso como concepto ha galvanizado a toda una generación de jóvenes chicanos hacia un estilo de acción política que literalmente aterra a sus padres mexicano-norteamericanos. Entre 1968 y 1970 el «movimiento mexicano-norteamericano» pasó por los mismos cambios drásticos y el mismo gran trauma que había afectado anteriormente al «movimiento de derechos civiles negros», a principios de los sesenta. La escisión seguía básicamente unas líneas generacionales, y los primeros «jóvenes radicales» eran mayoritariamente los hijos e hijas de los mexicano-norteamericanos de clase media que habían aprendido a vivir con «su problema».
En esta etapa, el movimiento era básicamente intelectual. El término «chicano» se forjó como una entidad necesaria para el pueblo de Aztlán: ni mexicanos ni norteamericanos, sino una nación india/mestiza conquistada, cuyos miembros habían sido vendidos como esclavos por sus dirigentes y tratados por sus conquistadores como siervos a sueldo. Ni siquiera era definible su idioma, y mucho menos su identidad. El idioma de Los Angeles Este es una especie apresurada de mezcla chola de español mexicano e inglés californiano.
Hay muchos ex-convictos en el movimiento ahora, junto con todo un nuevo componente: los «batos locos». Y en realidad la única diferencia es que los ex-convictos son ya lo bastante mayores para haber estado en la cárcel por las mismas cosas por las que no han detenido aún a los batos locos. Otra diferencia es que los ex-convictos son lo bastante mayores para frecuentar ya los bares del Bulevar Whittier, mientras que la mayoría de los batos locos son aún adolescentes. Beben mucho, pero no en el Bulevar ni en el Silver Dollar. Te los encuentras los viernes por la noche compartiendo tragos de Kay Largo dulce en la oscuridad de algún parque del barrio. Y con el vino toman seconal, un barbitúrico, que se puede conseguir en grandes cantidades en el barrio y que además es barato: un billete o así por cinco rojitas, lo suficiente para dejar frito a cualquiera. El seconal es una de las pocas drogas del mercado (legal o del otro) con las que está garantizado que uno se convierte en un mal bicho. Sobre todo con un poco de vino y unas cuantas «blanca» (anfetas) de complemento. Este es el tipo de dieta que hace que un hombre desee salir y machacar al prójimo… únicamente había visto utilizar la misma dieta de rojas/blancas/vino a Los Angeles del Infierno.
Los resultados son más o menos los mismos. Los Angeles se cargaban con este material y salían a buscar a alguien a quien dar cadenazos. Los batos locos se cargan bien y se lanzan a buscar su propio tipo de acción (quemar una tienda, acosar a un negro o robar unos cuantos coches para pasearse de noche por las autopistas a toda pastilla). La acción casi siempre es ilegal, normalmente violenta… pero sólo últimamente se ha hecho «política».
Puede que el principal foco/movimiento del barrio en estos días sea la politización de los batos locos. La expresión significa literalmente «tíos locos», pero en ásperos términos políticos se traduce como «locos callejeros», adolescentes incontrolables que no tienen más que perder que su ira, dominados por una inmensa sensación de aburrimiento y de condena del mundo que les es dado conocer. «Estos tipos no tienen miedo a los cerdos», me explicaba un activista chicano. «Qué coño, les gusta pelear con ellos. Es lo que quieren. Y son muchísimos, de veras. Deben ser por lo menos doscientos mil. Si conseguimos organizar a estos tipos, amigo, haremos lo que queramos».
Pero no es fácil organizar a los batos locos. Por una parte, son desesperadamente ignorantes en todo lo que se refiere a la política. Odian a los políticos: incluso a los políticos chicanos. Además son muy jóvenes, muy hostiles, y cuando se excitan pueden hacer prácticamente cualquier cosa, sobre todo sí están cargados de vino y de rojitos. Una de las primeras tentativas directas de incorporar a los batos locos a la nueva política chicana fue la manifestación de masas contra la brutalidad policial del 31 de enero último. Los organizadores procuraron por todos los medios asegurar que la manifestación sería pacífica. Corrió por todo el barrio la voz de que «esta vez tiene que ser algo controlado… nada de motines ni de violencia». Se acordó una tregua con el departamento del alguacil de Los Angeles Este; la policía acordó no hacerse notar, pero aún así, colocaron sacos terreros y barricadas a la entrada de la subcomisaria del alguacil, que quedaba cerca del punto de concentración, Belvedere Park.
Un sacerdote chicano llamado David F. Gómez describía en La Nación la escena de este modo: «Pese a la tensión, predominaba una atmósfera de fiesta; los chicanos sentados en la rala yerba del campo de fútbol del parque, escuchando a los oradores del barrio exponer sus agravios contra la brutalidad policial y la ocupación gringa de Aztlán. El discurso más estimulante de la jornada fue el de Oscar Acosta. “Ya es tiempo”, dijo. “Sólo existe un problema. No se trata del abuso policial. ¡Seguirán apaleándonos durante toda la vida porque somos chicanos! El verdadero problema es nuestra tierra. Hay quien nos llama rebeldes y revolucionarios. No lo creáis. Emiliano Zapata fue un revolucionario porque luchó contra otros mexicanos. ¡Pero nosotros no estamos luchando contra nuestra propia gente, sino contra los gringos! Nosotros no intentamos derribar nuestro propio gobierno. ¡Nosotros no tenemos gobierno! ¿Creéis que habría helicópteros de la policía patrullando día y noche en nuestras comunidades si alguien nos considerase de veras ciudadanos de pleno derecho?”».
El acto fue pacífico… hasta el final. Pero luego, cuando estalló la lucha entre un puñado de chicanos y un grupo de policías nerviosos, casi un millar de batos locos reaccionaron lanzándose a un ataque frontal contra la sede central de la policía con piedras, botellas, garrotes, ladrillos y cuanto pudieron encontrar. La policía aguantó el ataque durante una hora, más o menos, y luego se lanzó fuera con una exhibición terrible de fuerza que incluía los disparos de postas con escopetas del calibre 12 dirigidos contra la multitud. Los atacantes se dispersaron por las calles laterales del Bulevar Whittier y se iniciaron las algaradas y los destrozos. Los polis les perseguían disparando postas y pistoletazos prácticamente a quemarropa. Tras dos horas de guerra callejera, el saldo era: un muerto, treinta heridos graves y algo menos de medio millón de dólares en daños… en los que se incluían 78 coches de la policía quemados y destrozados.
Era una ofensa para toda la estructura de poder de Los Angeles. El comité chicano de la Moratoria estaba espantado. El principal organizador de la manifestación (Rosalio Muñoz, de 24 años, que había sido presidente del cuerpo estudiantil de la Universidad de California, Los Angeles), estaba tan impresionado por aquella explosión que aceptó a regañadientes (de acuerdo con el alguacil) que cualquier manifestación de masas sería en estos momentos demasiado peligrosa. «Tenemos que hallar un nuevo medio de expresar nuestras protestas —dijo un portavoz del Congreso de la Unidad Mexicano-Norteamericana, organización más moderada—. A partir de ahora, tendremos que calmar los ánimos».
Pero nadie hablaba de los batos locos… salvo quizás el alguacil. «Esta violencia no la causaron extraños —dijo—, sino miembros de la comunidad chicana. Y esta vez no pueden decir que les provocamos». Se trataba de un cambio patente en el análisis policial típico de la «violencia mexicana». En el pasado, siempre habían echado la culpa a «comunistas y agitadores externos». Pero al parecer ahora el aguacil se daba cuenta del asunto. El verdadero enemigo era la misma gente con la que tenían que tratar todos los cochinos días de la semana sus hombres, en todo tipo de situaciones rutinarias: en las esquinas de las calles, en los bares, en peleas domésticas y en accidentes de coches. La gente, la gente de la calle, los que vivían allí. Así que, en último término, ser ayudante del alguacil en Los Angeles Este no era muy distinto a ser soldado de la American División en Vietnam. «Hasta los niños y las viejas son del vietcong».
Es una tendencia nueva, y en Los Angeles Este todos los que se muestran dispuestos a hablar del asunto utilizan la expresión «desde lo de Salazar». En los seis meses transcurridos desde el asesinato y la inquietante investigación del coroner que le siguió, la comunidad chicana se ha visto bruscamente escindida por un tipo de polarización completamente nuevo, otro doloroso viaje-ameba. Pero esta vez la escisión no era entre los jóvenes militantes y los viejos Tío-Tacos, sino entre los militantes tipo estudiante y toda la nueva especie de locos callejeros supermilitantes. No se discutía ya si había que luchar o no, se hablaba de Cuándo, Cómo y Con Qué armas.
Otro aspecto desconcertante de la nueva escisión era que no se trataba ya de una simple cuestión de «problema generacional», que había sido doloroso, pero básicamente simple; ahora se trataba de algo más que un conflicto de estilos de vida y actitudes; esta vez la división seguía líneas más económicas, o de clase y esto resultaba dolorosamente complejo. Los primeros activistas estudiantiles habían sido militantes, pero también razonables… al menos, según su criterio, aunque no el de la ley.
Pero los batos locos ni siquiera pretendían ser razonables. Querían ir al grano, y cuanto más deprisa mejor. En cualquier momento, en cualquier lugar: bastaba con que se les diese una razón para lanzarse a por el cerdo; estaban siempre dispuestos.
Esta actitud creó problemas patentes dentro del movimiento. La gente de la calle tenía buen instinto, decían los dirigentes, pero no eran prudentes. No tenían ningún programa; sólo violencia y venganza… lo cual era muy comprensible, desde luego, pero ¿cómo podía funcionar? ¿Cómo podía ganar algo, a la larga, la comunidad mexicano-norteamericana, tradicionalmente estable, declarando la guerra total a la estructura del poder gabacho y purgando al mismo tiempo a sus propios vendidos?
¡AZTLÁN! Si no te gusta, vete
(Pancarta de una manifestación chicana)
Rubén Salazar fue asesinado como secuela de un motín, estilo Watts, que estalló cuando cientos de policías atacaron una concentración pacífica en Laguna Park, donde se habían reunido unos cinco mil chicanos tipo activista-estudiante-liberal para protestar por el reclutamiento de «ciudadanos de Aztlán» para luchar con el ejército norteamericano en Vietnam. La policía apareció de pronto en Laguna Park, sin previo aviso, y «dispersó a la multitud» a base de gases lacrimógenos, a lo que siguió una paliza con porras estilo Chicago.
La multitud huyó aterrada y furiosa, inflamando a cientos de jóvenes espectadores que recorrieron a la carrera las pocas manzanas que había hasta el Bulevar Whittier y empezaron a destrozar todas las tiendas y almacenes que había a la vista. Varios edificios quedaron reducidos a cenizas. Los daños se calcularon aproximadamente en un millón de dólares. Murieron tres personas, hubo sesenta heridos… pero el incidente principal de la concentración del 29 de agosto de 1970 fue el asesinato de Rubén Salazar.
Y seis meses después, cuando el Comité Nacional Chicano de la Moratoria consideró que era el momento para otra concentración de masas, se convocó para «mantener vivo el espíritu de Rubén Salazar».
Esto resulta un tanto irónico, porque Salazar nunca militó en nada. Era un periodista profesional con diez años de experiencia en una serie de diversas misiones profesionales para el neoliberal Los Angeles Times. Era conocido como periodista a escala nacional y había recibido premios por su trabajo en sitios como Vietnam, Ciudad de México y la República Dominicana. Era un corresponsal de guerra veterano, pero nunca había derramado sangre en la guerra. Era bueno y parecía gustarle el trabajo. Así que debió sentirse un poco aburrido cuando el Times le reclamó de las zonas de guerra, para un aumento y un buen merecido descanso, a fin de cubrir «asuntos locales».
Salazar se centró en el inmenso barrio que queda justo al este del ayuntamiento. Se trataba de un ambiente que él no había conocido nunca, en realidad, pese a su origen mexicano-norteamericano. Pero engranó casi instantáneamente. Al cabo de unos meses, había reducido su trabajo para el Times a una columna semanal, y firmó como director de noticias de la KMEX-TV: la «emisora mexicano-norteamericana», que pronto se transformaría en la voz enérgica y agresivamente política de toda la comunidad chicana. Sus informaciones sobre las actividades de la policía desagradaron tanto al departamento del alguacil de Los Angeles Este, que dicho departamento se vio pronto en una especie de enfrentamiento personal con aquel tipo, aquel Salazar, aquel spic[2] que se negaba a ser razonable.
Cuando Salazar se metía en un asunto rutinario como el de un chaval insignificante llamado Ramírez que moría en una pelea en la cárcel, lo más probable era que de aquello saliera cualquier cosa… incluyendo una serie de duros comentarios que sugerían patentemente que la víctima había muerto de una paliza que los carceleros le habían propinado. En el verano de 1970, Rubén Salazar recibió tres avisos de la policía: debía «suavizar su información». Las tres veces los mandó a la mierda.
Esto no era del dominio público dentro de la comunidad y no lo fue hasta después del asesinato. Cuando Salazar acudió a cubrir la concentración masiva aquella tarde de agosto, aún era un «periodista mexicano-norteamericano». Pero cuando sacaron su cadáver del Silver Dollar, era ya un mártir chicano de los pies a la cabeza. Semejante ironía sin duda habría hecho sonreír a Salazar, aunque no habría visto demasiado contenido cómico al uso que los políticos y los policías hicieron de la historia de su muerte. Ni le hubiese complacido enterarse de que casi inmediatamente después de su muerte su nombre se convertiría en grito de combate, lanzando a miles de jóvenes chicanos que siempre habían desdeñado manifestaciones y protestas a una guerra declarada contra la odiada policía gringa.
Su periódico, el Los Angeles Times, publicó la noticia de la muerte de su antiguo corresponsal en el extranjero en la primera página del lunes… «El periodista mexicano-norteamericano Rubén Salazar resultó muerto por un proyectil de gases lacrimógenos lanzado por un ayudante del alguacil en un bar, durante los disturbios ocurridos el sábado en Los Angeles Este…». Los detalles eran nebulosos, pero resultaba evidente que la nueva versión policial, precipitadamente revisada, pretendía demostrar que Salazar había sido víctima de un Lamentable Accidente del que los policías no supieron nada hasta varias horas después de ocurrido. Los ayudantes del alguacil habían cercado a un hombre armado en un bar, y al negarse éste a salir de allí (incluso después de varios avisos por el altavoz de que saliese) «se dispararon los proyectiles de gas y varias personas escaparon por la puerta trasera».
En aquel momento, según el teniente Norman Hamilton, nervioso portavoz del alguacil, los ayudantes encontraron a una mujer y a dos hombres (uno de ellos con una pistola automática calibre 7,65), a los que interrogaron. «No sé si detuvieron o no al individuo que llevaba el revólver», añadía Hamilton.
Rubén Salazar no estaba entre los que escaparon por la puerta trasera. Estaba en el bar, tendido en el suelo, con un gran agujero en la cabeza. Pero la policía no lo sabía, explicó el teniente Hamilton, porque «no entraron en el bar hasta las ocho, más o menos, cuando empezaron a circular rumores de que no se encontraba a Salazar» y «un hombre no identificado» dijo a un policía «creo que hay un hombre herido ahí dentro». «Fue entonces —decía Hamilton—, cuando nuestros hombres echaron abajo la puerta y encontraron el cadáver». Dos horas y media después, a las diez cuarenta, la oficina del alguacil admitía que el «cadáver» era Rubén Salazar.
«Hamilton no pudo explicar —decía el Times—, por qué dos relatos del incidente proporcionados a este periódico por testigos presenciales diferían tanto de la versión oficial».
Durante unas veinticuatro horas Hamilton se mantuvo hoscamente aferrado a su versión original, elaborada, según él, con datos policiales de primera mano. Según esta versión, Rubén Salazar había perecido víctima de «una bala perdida»… en el peor momento de los incidentes protagonizados por más de siete mil personas en Laguna Park, cuando la policía ordenó que todo el mundo se dispersara. Los noticiarios locales de radio y televisión ofrecieron variaciones esporádicas sobre este tema, citando informes «aún sometidos a investigación» de que Salazar había perecido accidentalmente, víctima de disparos de pacos callejeros. Era trágico, desde luego, pero las tragedias de este género son inevitables cuando multitudes inocentes se dejan manipular por un puñado de anarquistas violentos que odian a la policía.
Pero a última hora del domingo, la historia del alguacil se había desmoronado por completo: existía una declaración jurada de cuatro individuos que estaban a tres metros de Rubén Salazar cuando éste murió en el café Silver Dollar, en el 4045 del Bulevar Whittier, a poco más de un kilómetro de Laguna Park. Pero la verdadera conmoción llegó cuando estos hombres declararon que Salazar no había sido liquidado por los pacos ni por una bala perdida, sino por un policía con un mortífero bazoka de gases lacrimógenos.
Acosta no tuvo ningún problema para explicar la discrepancia. «Están mintiendo —dijo—. Ellos asesinaron a Salazar y ahora intentan taparlo. El alguacil está aterrado. Sólo es capaz de decir “sin comentarios”. Ha ordenado a todos los policías del condado que no digan nada a nadie… en especial a la prensa. Han transformado la comisaría de Los Angeles Este en una fortaleza. Con guardias armados por todas partes. —Se echó a reír—. Qué coño, aquello parece una cárcel… ¡pero con todos los polis dentro!».
El alguacil Peter J. Pitchess se negó a hablar conmigo cuando le llamé. Las desagradables secuelas del asesinato de Salazar parecían haberle hundido por completo. El lunes desconvocó una conferencia de prensa ya anunciada, y se limitó a emitir una declaración oficial en la que decía: «Hay demasiadas versiones contradictorias, algunas de nuestros propios hombres, respecto a lo sucedido. El alguacil quiere disponer de tiempo para aclarar el asunto antes de reunirse con la prensa».
Sin duda. El alguacil Peter no era el único que no podía digerir la bazofia que su oficina estaba emitiendo. La versión oficial de la muerte de Salazar era tan burda y ridícula (incluso después de las revisiones) que ni siquiera el alguacil pareció sorprenderse cuando empezó a desmoronarse, incluso antes de que los militantes chicanos tuvieran posibilidad de atacarla. Cosa que hicieron, por supuesto. El alguacil ya tenía idea de lo que se avecinaba: varios testigos presenciales, declaraciones juradas, relatos de primera mano… y todo ello hostil.
La historia de las quejas chicanas contra la policía de Los Angeles Este no es una historia feliz. «Los polis nunca pierden —me explicaba Acosta—. Y tampoco en este caso perderán. Han liquidado al único miembro de la comunidad al que de veras tenían miedo, y te garantizo que ningún policía comparecerá en juicio por ello. Ni siquiera por homicidio involuntario».
Esto podía aceptarlo. Pero hasta a mí me resultaba difícil creer que los polis le hubieran matado deliberadamente. Sabía que eran capaces de hacerlo, pero no estaba totalmente dispuesto a creer que lo hubieran hecho de verdad… porque si llegaba a creerlo, también tendría que aceptar la idea de que estaban dispuestos a matar a todo el que pudiera molestarles, incluido yo.
En cuanto a la acusación de asesinato de Acosta, le conocía lo suficiente para comprender que podía hacer públicamente esa acusación… y también le conocía lo suficiente para estar convencido de que no intentaría colgarme a mí aquella especie de mierda monstruosa. Así que lógicamente nuestra charla telefónica me inquietó y empecé a cavilar sobre el asunto, atrapado en mis lúgubres sospechas de que Oscar me había dicho la verdad.
En el viaje en avión a Los Angeles, intenté llegar a una conclusión (en pro o en contra) basándome en la serie de notas y reseñas de prensa relacionadas con la muerte de Salazar. Por entonces, seis testigos fidedignos ya habían hecho declaraciones juradas que diferían drásticamente en varios puntos cruciales de la versión original de la policía (en la que nadie creía, en realidad). Había algo sumamente inquietante en la versión oficial de aquel accidente: Ni siquiera era una buena mentira.
Horas después de que el Times saliera a la calle con la noticia de que en realidad Rubén Salazar había sido asesinado por la policía y no por pacos callejeros, el alguacil lanzó un ataque furioso contra los «conocidos disidentes» que se habían concentrado en Los Angeles Este aquel fin de semana, según él, para provocar un desastroso motín en la comunidad mexicano-norteamericana. Alabó a sus ayudantes por su habilidad y su celo en la tarea de restaurar el orden en la zona, cosa que habían conseguido sólo en dos horas y media, «evitando así un gigantesco holocausto de proporciones mucho mayores».
Pitchess no identificaba a ninguno de los «conocidos disidentes», pero insistía en que habían cometido «cientos de actos de provocación». No se sabe por qué el alguacil no se acordó de mencionar que sus hombres habían encarcelado ya a uno de los militantes chicanos más destacados del país, «Corky» Gonzales había sido detenido durante el motín del sábado, en base a una serie de acusaciones que en realidad la policía nunca llegó a componer. Gonzales, que huía de la zona de combate en una camioneta con otros veintiocho, fue detenido primero por una infracción de tráfico, luego por llevar armas ocultas y por último por «sospecha de robo», cuando la policía le encontró en el bolsillo trescientos dólares. El inspector John Kinsling dijo que era una detención «rutinaria». «Cuando hay una infracción de tráfico y descubrimos que llevan un arma en el coche y que sus ocupantes tienen una cuantía apreciable de dinero —dijo—, les detenemos por sospecha de robo».
Gonzales ridiculizó la acusación, diciendo: «Siempre que encuentran a un mexicano con más de 100 dólares, le acusan de un delito». La policía había dicho al principio que Gonzales llevaba una pistola cargada y más de mil proyectiles, junto con varios peines vacíos… pero el miércoles, habían retirado ya todas las acusaciones. En cuanto a lo del «robo», Gonzales dijo: «Sólo un chiflado o un memo creería que veintinueve individuos que cometen un robo se suben luego, los veintinueve, en una camioneta para huir». Iba en la camioneta con sus dos hijos, explicó, y se subió allí para huir de la policía que estaba gaseando la concentración, a la que había sido invitado como uno de los principales oradores. Los trescientos dólares, explicó, era el dinero que necesitaba para sus propios gastos y los de los niños, para comer en Los Angeles y para pagar los tres billetes del autobús de vuelta.
Esta fue la participación de Corky Gonzales en el incidente de Salazar. A primera vista, parece que no vale la pena mencionarlo siquiera, sí no fuera porque entre los abogados de Los Angeles corría el rumor de que la acusación de robo sólo era un ardid, una acción restrictiva necesaria, para preparar a Gonzales para un montaje judicial por conspiración, acusándole de haber ido a Los Angeles con la intención de provocar un motín.
El alguacil Pitchess y el jefe de policía de Los Angeles, Edward Davis, se aferraron rápidamente a esta teoría. Era el instrumento ideal para resolver aquel problema. No sólo asustarían a los chicanos locales y a los militantes de prestigio nacional como Gonzales, sino que además podía crearse así una especie de pantalla de humo, «amenaza roja» que dejaría en segundo plano el desagradable asunto de la muerte de Rubén Salazar.
El alguacil lanzó la primera andanada, que le proporcionó un gigantesco titular en el Los Angeles Times del martes y un editorial claramente pro-policial en el Herald Examiner del miércoles. El jefe de policía, por su parte, lanzó una segunda andanada desde su puesto de escucha de Portland, adonde había ido para dar rienda suelta a su sabiduría en la asamblea de la Legión Americana. Davis achacaba toda la violencia de aquel sábado a un «reducido grupo de agentes de la subversión que se infiltraron en la manifestación contra la guerra y la convirtieron en un motín», empujando a la multitud a un frenesí de saqueos e incendios. «Hace diez meses —explicaba—, el partido comunista de California dijo que abandonaba a los negros para concentrarse en los mexicano-norteamericanos».
En el editorial del Herald no se mencionaba por parte alguna (ni tampoco en la declaración del alguacil ni en la del jefe de policía) el nombre de Rubén Salazar. El Herald, en realidad, había procurado ignorar lo de Salazar desde el principio. En el primer reportaje del domingo sobre el motín (mucho antes de que surgiesen «complicaciones») era evidente la clásica mentalidad Hearst en este titular a toda plana del periódico: «La concentración pacifista de Los Angeles Este estalla en violencia sangrienta… Un hombre muerto a tiros; edificios saqueados e incendiados». El nombre de Salazar aparecía brevemente, en la declaración de un portavoz del departamento del alguacil del condado de Los Angeles; se afirmaba sin más que el «veterano periodista» había sido alcanzado en Laguna Park, por algún disparo, obra de desconocidos, en medio de un sangriento choque entre la policía y los militantes. No se decía nada más de Rubén Salazar.
Cosa muy natural en el Herald Examiner, periódico verdaderamente asqueroso, que afirma ser el diario vespertino de mayor tirada del país. Como uno de los pocos órganos de Hearst que quedan, sirve a unos intereses corrompidos, y cumple su papel como monumento a todo lo mezquino, perverso y malévolo que pueda existir en el campo de las posibilidades periodísticas. Resulta difícil entender, la verdad, que los marchitos ejecutivos de Hearst puedan encontrar aún número suficiente de papistas lisiados, fanáticos y trastornados para formar el equipo de un periódico tan asqueroso como el Herald. Pero, en fin, lo cierto es que lo consiguen… y también que consiguen vender un montón de publicidad para ese monstruo. Lo cual significa que el monstruo se lee, que lo leen de veras, y quizás hasta lo toman en serio, cientos de miles de habitantes de la segunda concentración urbana de los Estados Unidos. En la parte superior de la página editorial del miércoles (justo al lado del aviso de la amenaza roja) había un dibujo grande titulado «En el fondo de todo». Aparecía un cóctel Molotov, llameante, rompiendo una ventana y en el fondo (el fondo, ¿entendido?) de la botella había una hoz y un martillo. El editorial en sí era fiel eco de las acusaciones de Davis y Pitchess: «Vinieron muchos disidentes de otras ciudades y de otros estados para unirse a los agitadores de Los Angeles y desencadenar un motín gigantesco, perfectamente planeado… Si el holocausto no adquirió mayores proporciones se debió al valor y a la habilidad de los ayudantes del alguacil… Los detenidos deberían ser juzgados y todo el peso de la ley debería caer sobre ellos… Debemos aumentar las precauciones para impedir que estos actos de irresponsabilidad criminal se repitan». La existencia prolongada del Examiner de Hearst dice mucho acerca de la mentalidad de Los Angeles… y puede que también sobre el asesinato de Rubén Salazar.
Así que la única manera de actuar era reconstruir todo el asunto, basándose en el testimonio de los testigos presenciales que había a mano. La policía se negaba a hacer comentarios al respecto, sobre todo a la prensa. El alguacil dijo que se reservaba «la verdad» para las investigaciones oficiales del coroner.
Entretanto, aumentaban las pruebas de que Rubén Salazar había sido asesinado… deliberadamente o sin ningún motivo. El testimonio contrario a la policía más perjudicial procedía de Guillermo Restrepo, un periodista e informador de la KMEX-TV, de veintiocho años, que cubría el «motín» con Salazar aquella tarde y que había entrado con él en el Silver Dollar «a echar una meada y tomar una cerveza rápida antes de volver a los estudios para montar el reportaje». El testimonio de Restrepo bastaba para arrojar una sombra inquietante sobre la versión original de la policía. Pero cuando presentó otros dos testigos presenciales que explicaron exactamente la misma historia, el alguacil abandonó toda esperanza y encerró otra vez a sus guionistas en la pocilga.
Guillermo Restrepo es muy conocido en Los Angeles Este. Es una imagen familiar para todo chicano que tenga televisor. Restrepo es el rostro que ve el público en los noticiarios de la KMEX-TV… y hasta el 29 de agosto de 1970, Rubén Salazar era el hombre que estaba detrás de las noticias: el redactor.
Trabajaban bien juntos, y aquel sábado en que la «manifestación pacífica» de los chicanos se convirtió en un motín callejero tipo Watts, Salazar y Restrepo decidieron que quizás fuese prudente el que Restrepo (de origen colombiano) llevase a dos amigos suyos (colombianos también) como ayudantes y como guardaespaldas.
Eran Gustavo García, de treinta años, y Héctor Fabio Franco, también de treinta años. Los dos aparecen en la fotografía (tomada unos segundos antes de la muerte de Salazar) de un ayudante del alguacil que apunta con un arma a la puerta de entrada del Silver Dollar. García es el individuo que está justo frente al arma. Cuando tomaron la foto acababa de preguntarle al policía qué pasaba, y el policía se limitó a decirle que retrocediera hacía el interior del bar porque, si no, dispararían.
La oficina del alguacil no supo de esta foto hasta tres días después de que la hicieran (junto con unas doce más) otros dos testigos presenciales, que eran, además, casualmente, directores de La Raza, un periódico chicano militante que se autodenomina «La voz del barrio de Los Angeles Este». (En realidad, no es el único: los Boinas Marrones publican un tabloide mensual llamado La Causa, La Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho La Raza, tiene su propio órgano mensual: Justicia O! El partido socialista de los trabajadores cubre el barrio con The Militant y la organización de derechos sociales de Los Angeles Este saca su propio tabloide: La causa de los pobres. También se publica Con Safos, una revista trimestral de arte y literatura chicanas).
Raúl Ruiz, profesor de estudios latinoamericanos de la universidad estatal del valle de San Fernando, de veintiocho años, fue quien tomó las fotos, Ruiz hacía de corresponsal de La Raza precisamente aquel día en que la concentración se convirtió en una guerra callejera con la policía. El y Joe Razo (estudiante de derecho de 33 años, y MA[3] en psicología) estaban siguiendo los acontecimientos por el Bulevar Whittier cuando vieron que un grupo de policías se disponía a asaltar el Silver Dollar.
Su versión de lo sucedido allí (junto con las fotografías de Ruiz) se publicó en La Raza tres días después de que la oficina del alguacil dijese que Salazar había muerto a más de un kilómetro de distancia, en Laguna Park, víctima de los pacos y/o «una bala perdida».
Lo de La Raza fue como una bomba. Las fotos no eran gran cosa individualmente, pero juntas y unidas al testimonio Ruiz/Razo mostraban que en la segunda versión (revisada), que habían dado de la muerte de Salazar, los policías seguían mintiendo.
El reportaje confirmaba además el testimonio Restrepo-García-Franco, que había desmoronado ya la versión original de la policía al demostrar, de modo irrebatible, que Rubén Salazar había sido asesinado por un ayudante del alguacil, en el café Silver Dollar. De eso estaban seguros, pero no sabían nada más. Se quedaron desconcertados, según dijeron, cuando aparecieron los policías apuntándoles y amenazándoles. Pero, de todos modos, decidieron largarse (por la puerta trasera, dado que los policías no les permitían hacerlo por la delantera) y fue entonces cuando empezó el tiroteo, menos de treinta segundos después de que García fuera fotografiado delante del cañón del fusil en la acera.
La debilidad del testimonio Restrepo-García-Franco era tan patente que ni siquiera a los polis podía pasarles desapercibida. Los testigos no sabían lo que había pasado dentro del Silver Dollar en el momento de la muerte de Salazar. No había manera de que pudieran haberse enterado de lo que pasaba fuera, o por qué empezaron a disparar los policías.
La explicación llegó casi instantáneamente de la oficina del alguacil: a través del teniente Hamilton, de nuevo. La policía había recibido un «informe anónimo», dijo, según el cual en el café Silver Dollar había «un hombre armado». Este era el meollo de su «causa probable», su razón para hacer lo que hicieron. Estas acciones, según Hamilton, consistieron en «el envío de varios hombres» para resolver el problema… y lo resolvieron situándose enfrente del Silver Dollar y lanzando un aviso con un altavoz diciendo a todos los que estaban dentro que salieran con las manos en alto.
No hubo respuesta alguna, dijo Hamilton, así que uno de los policías disparó dos proyectiles de gases lacrimógenos hacia el interior del bar, por la puerta de entrada. En ese momento, por la parte de atrás huyeron dos hombres y una mujer, y los policías que había apostados allí quitaron una pistola del calibre 7,65 a uno de los hombres. No le detuvieron (ni le interrogaron siquiera) y, en ese momento, un policía disparó dos proyectiles más de gases lacrimógenos por la puerta de entrada del local.
Tampoco en este caso hubo respuesta y, tras una espera de quince minutos, uno de los ayudantes más valerosos del alguacil se acercó y cerró la puerta de entrada de un diestro portazo… sin entrar añadió Hamilton. La única persona que realmente llegó a entrar en el bar, según la versión policial, fue Pete Hernández, el propietario, que apareció una media hora después del tiroteo y preguntó si podía entrar a coger su rifle.
¿Por qué no?, dijeron los polis. Así que Hernández fue por la puerta trasera y sacó su rifle del almacén de la parte de atrás… que quedaba a unos veinte metros de donde yacía el cadáver de Rubén Salazar entre una niebla de gas rancio.
Luego, en las dos horas siguientes, unas docenas de ayudantes del alguacil acordonaron la calle delante de la puerta principal del Silver Dollar. Esto lógicamente atrajo a muchos chicanos curiosos, no todos amistosos… a uno de los cuales (una chica de dieciocho años) le alcanzó la policía en una pierna con el mismo tipo de bazoka de proyectiles de gas que había destrozado la cabeza de Rubén Salazar.
Es una historia fascinante… y quizás lo más interesante del asunto sea que no tiene el menor sentido, ni siquiera para el individuo deseoso de aceptarlo como la verdad absoluta. Pero ¿quién podría creerlo? En fin, en medio de un motín terrible de un ghetto hostil con una población chicana superior al millón de personas, el departamento del Alguacil de Los Angeles había lanzado a las calles a todos los hombres disponibles en un vano intento de controlar los saqueos e incendios de las multitudes coléricas… y, pese a ello, cuando el motín estaba en su punto álgido, una docena de ayudantes del alguacil por lo menos, de la fuerza especial de élite, estaba disponible al instante para atender a un «informe anónimo» de que había «un hombre con un arma» oculto, por alguna razón, en un café razonablemente tranquilo que quedaba a más de diez manzanas de distancia del motín propiamente dicho.
Llegaron al lugar y se encontraron con varios hombres que intentaban escapar. Les amenazaron con matarles (pero no hicieron ninguna tentativa de detenerles ni de registrarles) y les obligaron a volver a entrar en el local. Luego, utilizaron un altavoz para advertir a todos los que estaban dentro que debían salir con las manos en alto. Luego, casi inmediatamente después del aviso, dispararon (por la puerta abierta del local y desde una distancia no superior a los tres metros) dos potentes proyectiles de gases lacrimógenos que se utilizaban «contra las barricadas», capaces de atravesar a cien metros una tabla de madera de pino de dos centímetros y medio. Luego, cuando un hombre que lleva una pistola automática intenta huir por la puerta trasera, le quitan el arma, y le dicen que desaparezca. Por último, después de lanzar otros dos proyectiles de gas por la puerta de entrada, cierran el local (sin entrar siquiera en él) y se quedan allí fuera durante las dos horas siguientes, bloqueando un importante paseo y atrayendo con ello a mucha gente. Al cabo de dos horas de esta locura «les llega el rumor» (de nuevo es una fuente anónima) de que podría haber un hombre herido en el bar que cerraron un par de horas antes. Así que «derriban la puerta» y encuentran el cadáver de un eminente periodista… «el único chicano de Los Angeles Este al que los polis temían de veras», según Acosta.
Aunque parezca increíble, el alguacil decidió aferrarse a esta historia… pese a que un número creciente de versiones de testigos presenciales contradecía la versión policial de la «causa probable». La policía afirma que acudió al café Silver Dollar para detener a aquel «hombre armado». Pero ocho días después de la muerte de Salazar seguían intentando localizar la fuente de aquella fatídica información.
Dos semanas después, durante las investigaciones del coroner, apareció misteriosamente el testigo clave del alguacil sobre este punto concreto. Era un individuo de cincuenta años llamado Manuel López que se responsabilizaba de la información y permanecía fiel a su versión de que había visto a dos hombres armados (uno con un revólver y otro con un rifle) que entraron en el Silver Dollar poco antes de la muerte de Salazar. López acudió rápidamente a los policías que estaban estacionados cerca, dijo, y éstos actuaron, aparcando un coche patrulla justo frente a la entrada del Silver Dollar, en la otra acera del paseo de tres carriles. Luego, los policías dieron dos avisos claros por un altavoz a los que estaban en el bar, conminándoles a «tirar las armas y salir con las manos en alto».
Luego, tras una espera de cinco o diez minutos, según López, dispararon contra el bar tres andanadas de gases lacrimógenos, y uno de los proyectiles rebotó en la puerta de entrada y dos entraron zumbando y atravesaron una cortina negra que colgaba a medio metro de la puerta, por dentro. Estaba demasiado oscuro para ver lo que pasaba en el bar, añadió López.
Según admitió él mismo en la investigación del coroner, la conducta de López en la tarde del sábado 29 de agosto fue un tanto singular. Cuando estalló el motín y la multitud empezó a saquear y quemar, el señor López se quitó la camisa, se atavió con un chaleco de cazador rojo fluorescente y se plantó en medio del Bulevar Whittier como policía voluntario. Desempeñó el papel con tanto celo y con tan fanática energía que al caer la noche era famoso. En el punto álgido de la violencia se le vio arrastrar un banco de autobús y colocarlo en medio del paseo para bloquear todo el tráfico y desviarlo por las calles laterales. También le vieron apartando a la gente de un almacén de muebles en llamas… y más tarde, cuando el motín parecía terminado, se le vio conduciendo a un grupo de ayudantes del alguacil hacia el café Silver Dollar.
Nadie puso en duda, pues, su afirmación de dos semanas después de que había estado presente en el lugar de los hechos. Su testimonio en la investigación del coroner parecía perfectamente lógico y tan documentado que no se podía entender muy bien cómo no había sido citado antes un testigo tan importante y extrovertido, o al menos mencionado, por las docenas de informadores, investigadores y mirones diversos con acceso al caso de Salazar. La oficina del alguacil no había mencionado siquiera el nombre de López, que podría haber librado a las autoridades de muchas angustias innecesarias. Hubiese bastado con indicar que se contaba con un testigo tan valioso como Manuel López. No se habían mostrado reacios a exhibir a sus otros dos testigos «favorables»… ninguno de los cuales había visto «hombres armados», aunque ambos respaldasen la versión de López sobre el tiroteo. O la respaldaron al menos hasta que la policía desempolvó al otro. Luego, los otros dos testigos se negaron a declarar en la investigación del coroner y uno de ellos admitió que su verdadero nombre era David Ross Ricci, aunque la policía en principio le había presentando como «Rick Ward».
La vista del caso Salazar se prolongó dieciséis días, y atrajo a grandes multitudes; hubo informaciones en directo por la televisión desde el principio al final. (En un raro ejemplo de unidad al margen de los beneficios, las siete emisoras locales de Televisión formaron una especie de equipo, asignándose la información de modo rotativo, de forma que los acontecimientos diarios iban apareciendo en canales distintos). La información del Los Angeles Times, obra de Paul Houston y de Dave Smith, fue tan completa y en ocasiones tan llena de pasión personal que el archivo Smith/Houston parece una novela-reportaje meticulosamente detallada. Si se leen aisladamente los artículos sólo son periodismo bueno. Pero como documento, ordenados cronológicamente, el conjunto es más que la suma de sus partes. El tema principal parece aflorar casi a regañadientes, cuando ambos periodistas se ven abocados a la evidente conclusión de que el alguacil, junto con sus ayudantes y todos sus aliados oficiales, han estado mintiendo todo el tiempo. Nunca se dice esto en concreto, pero las pruebas son abrumadoras.
La investigación de un coroner no es un juicio. Su objetivo es determinar las circunstancias que rodean la muerte de un individuo… no quién puede haberle matado ni por qué. Si las circunstancias indican juego sucio, el siguiente paso corresponde al fiscal del distrito. En California, el veredicto del coroner sólo puede tener dos formas concretas: la muerte fue «accidental», o fue «obra de otro». En el caso de Salazar, el alguacil y sus aliados necesitaban un veredicto de «muerte accidental». Cualquier otra cosa dejaría abierta la vía del proceso judicial: no sólo la posibilidad de que se procesase por asesinato u homicidio involuntario al ayudante del alguacil Tom Wilson, que admitió al fin haber disparado el arma mortal, sino también la amenaza de que la viuda de Salazar le pusiera un pleito al condado por negligencia y reclamase una indemnización de un millón de dólares.
El jurado debía decidir, en realidad, si podía o no creer el testimonio de Wilson, lo de que había disparado al interior del Silver Dollar (hacia el techo) con el fin de que el proyectil de gases rebotase en el techo y penetrase en la parte trasera del local para obligar a aquel desconocido armado que había dentro a salir por la puerta principal. Pero al parecer Rubén Salazar se las había arreglado para meter la cabeza en plena trayectoria de aquel proyectil cuidadosamente disparado. Wilson decía que no conseguía entender lo que había pasado.
Ni tampoco podía entender cómo se las había arreglado Raúl Ruiz para «manipular» aquellas fotos en las que parecía que él y por lo menos otro ayudante del alguacil apuntaban con las armas al Silver Dollar, directamente a la cabeza de los que estaban dentro. Ruiz no tenía problema para explicarlo. Su declaración durante la investigación del coroner era igual que la que había hecho unos días después del asesinato. Una vez concluida la investigación, no había nada en las 2.025 páginas de testimonio (de 61 testigos y 204 informes) que arrojase dudas serias sobre el «informe de testigos presenciales chicanos» que escribió Ruiz para La Raza cuando el alguacil aún sostenía que Salazar había sido víctima de «una bala perdida» durante los incidentes de Laguna Park.
La investigación del coroner concluyó con un veredicto no unánime. El primer párrafo de Smith en su artículo del Times del 6 de octubre parece una nota necrológica: «El lunes terminó la investigación de la muerte del periodista Rubén Salazar. Esta investigación de dieciséis días, que ha sido con mucho la más larga y costosa de la historia de este condado, concluyó con un veredicto que confunde a muchos, satisface a pocos, y que prácticamente no significa nada. El jurado del coroner emitió dos veredictos: la muerte fue “obra de otra persona” (cuatro jurados) y la muerte fue “accidental” (tres jurados). Así, pues, podemos considerar estas pesquisas una lamentable pérdida de tiempo».
Al cabo de una semana, el fiscal del distrito, Evelle Younger (un firme defensor de la ley y el orden) comunicó que había revisado el caso y había llegado a la conclusión de que «no cabe ninguna acción penal», pese al inquietante hecho de que dos de los jurados que habían votado por el veredicto de «muerte accidental», declaraban ahora que habían cometido un error.
Pero, por entonces, ya no le importaba a nadie en realidad. Hacia la mitad del segundo día, la comunidad chicana había perdido toda posible fe en la investigación y los demás testimonios únicamente espolearon su cólera ante lo que la mayoría consideraba una farsa vil. Cuando el fiscal del distrito declaró que no se acusaría de nada a Wilson, algunos de los portavoces chicanos más moderados pidieron una investigación federal. Los militantes pidieron un motín. La policía guardó silencio.
Pero había una cuestión crucial, que la investigación aclaró sin posibilidad de duda razonable. Era muy poco probable que Rubén Salazar hubiera sido víctima de una conspiración policial de alto nivel, meditada; que hubiesen querido librarse de él preparando una «muerte accidental». La increíble y demencial estupidez y la peligrosa incompetencia a todos los niveles de los funcionarios del poder ejecutivo, que la investigación puso al descubierto, fue quizás lo más valioso de ésta. Era imposible que quien oyera tal testimonio creyera capaz al departamento del alguacil del condado de Los Angeles de organizar un trabajo tan delicado como matar a un periodista a propósito. Su actuación en el caso Salazar (desde el día de su muerte hasta el final de la investigación) hacía pensar seriamente que era una imprudencia temeraria dejar sueltos por la calle a los policías. Un incapaz que ni siquiera puede acertar a un techo de siete metros no es lo que se necesita, en estos tiempos, para montar un asesinato en primer grado limpio y decente.
Pero la premeditación es sólo precisa para una acusación de asesinato en primer grado. El asesinato de Salazar fue un trabajo de segundo grado. Según el apartado 187 del Código Penal de California, y en el contexto político de Los Angeles Este en 1970, Rubén Salazar fue liquidado «ilegalmente» y con «premeditación dolosa». Se trata de conceptos muy traidores, y hay sin duda tribunales en Norteamérica ante los que podía alegarse provechosamente que un policía tiene derecho «legítimo» a disparar con un mortífero bazoka de proyectiles de gas contra una multitud de gente inocente, a quemarropa, basándose en la infundada sospecha de que uno de los miembros de esa multitud pudiera estar armado. Podría alegarse también que este tipo de agresión demencial y asesina puede realizarse sin «premeditación dolosa».
Puede que sea así. Quizás la muerte de Rubén Salazar pueda desdeñarse legalmente como «accidente policial», o como «negligencia». Es probable que la mayoría de los jurados burgueses dominados por blancos aceptasen la idea. ¿Por qué, en realidad, va a matar un joven oficial de policía deliberadamente a un inocente ciudadano? Ni siquiera Rubén Salazar hubiese creído (diez segundos antes de morir) que un policía estaba a punto de volarle el coco sin motivo alguno. Cuando Gustavo García le advirtió que los policías que había fuera iban a disparar, Salazar dijo: «Es imposible; no estamos haciendo nada». Luego, se levantó y recibió la bomba de gases en la sien izquierda.
La malévola realidad de la muerte de Rubén Salazar es que fue asesinado por policías furiosos, sin ningún motivo; y que el departamento del alguacil de Los Angeles estaba, y sigue estando, dispuesto a defender este asesinato basándose en que estaba plenamente justificado.
Dicen que Salazar murió porque estaba casualmente en un bar donde la policía creía que también había «un hombre armado». Le dieron una oportunidad, dicen, por medio del altavoz… y al ver que no salía con los brazos en alto, no tuvieron más remedio que disparar con el bazoka al interior del bar… y, de paso, volarle la cabeza. Mala suerte. Pero ¿qué hacía él allí, en realidad? ¿Qué hacía metido en aquel bar chicano en medio de un motín comunista?
En realidad los policías creen que Salazar tuvo lo que se merecía… por un montón de razones, pero, sobre todo, porque se metió en medio cuando ellos tenían que cumplir con su deber. Fue una muerte lamentable, pero sí tuviesen que volver a hacerlo todo otra vez, harían exactamente lo mismo.
Esta es la cuestión que quieren dejar bien clara. Es una variante local del tema típico de Mitchell-Agnew: no jodas, chaval, y si quieres andar por ahí con los que se dedican a jodernos, no te sorprendas cuando te llegue la factura… cuando llegue silbando a través de las cortinas de un bar a oscuras una tarde soleada en que los policías deciden dar un escarmiento.
La noche antes de irme de la ciudad, estuve en casa de Acosta con Guillermo Restrepo. Ya había estado allí anteriormente, pero el ambiente estaba muy cargado. Como siempre, en casos como éste, parte de la tropa empieza a ponerse nerviosa por el extraño que anda rondando. Estaba yo en la cocina viendo a Frank preparar unos tacos y preguntándome cuándo empezaría a esgrimir el cuchillo ante mi cara y a recordarme a gritos la vez que le apliqué Mace[4] en el porche de mi casa de Colorado (esto fue seis meses atrás, al final de una noche muy larga durante la cual todos habíamos consumido gran cantidad de derivados de cactus; y cuando él empezó a enarbolar un hacha pensé que la única solución era el Mace… que le hizo fosfatina durante unos cuarenta y cinco minutos, y cuando, por fin, salió de aquello, dijo: «Si alguna vez te veo en Los Angeles Este, amigo, te aseguro que desearás no haber oído jamás la palabra Mace, porque te la grabaré en todo tu maldito cuerpo»).
Así que no me sentía muy cómodo viendo a Frank picar la carne en pleno centro de Los Angeles Este. Todavía no había mencionado el Mace, pero yo sabía que saldría a colación, tarde o temprano… y estoy seguro de que así habría sido si no fuese porque de pronto un tipo se puso a gritar en el salón: «¿Qué coño hace aquí ese maldito cerdo escritor gabacho? ¿Es que estamos locos de remate? ¿Cómo podemos dejarle oír toda la mierda que estamos hablando? ¡Ha oído suficiente para que nos encierren a todos durante cinco años, demonios!».
Muchos más años, pensé yo. Y en ese momento, dejé de preocuparme por Frank. En el salón se preparaba una tormenta (y el salón quedaba entre la puerta de salida y yo), así que decidí que era hora de doblar la esquina y encontrarme con Restrepo en el Carioca. Cuando me iba, Frank me dedicó una gran sonrisa.
Un individuo que, según la policía, atacaba a mujeres ancianas, fue acusado el martes de un cargo de asesinato y doce de robo. Frazier DeWayne Brown, cuarenta y cuatro años, uno ochenta y cinco, noventa y dos kilos, antiguo asesor del alguacil del condado de Los Angeles, fue acusado en el mismo juzgado en el que trabajó en otros tiempos. La policía llevaba mucho tiempo buscando a un hombre que entablaba contacto amistoso con ancianas en las paradas de autobús y luego las atacaba y las robaba. Entre las pruebas que hay contra Browm figuran objetos tomados a víctimas de robos con violencia y hallados en su domicilio.
Los Angeles Times, 31-3-71
Volvimos varías horas después, Guillermo quería hablar con Oscar sobre la posibilidad de presionar a la dirección de la KMEX-TV para que le mantuviesen (a Restrepo) en antena. «Quieren deshacerse de mí —explicó—. Empezaron a presionar al día siguiente de la muerte de Rubén… ¡el mismo día siguiente!».
Estábamos sentados en el salón, en el suelo. Fuera, por encima, el helicóptero de la policía giraba en el cielo sobre el Bulevar Whittier, barriendo el barrio con un foco gigante que no mostraba nada… y que no tenía otro objetivo que el de enfurecer aún más a los chicanos. «¡Esos hijos de puta! —masculló Acosta—. ¡Habéis visto ese maldito chisme!». Todos habíamos salido al patio a contemplar el monstruo. No había manera de ignorarlo. El ruido era bastante molesto, pero el foco era un hostigamiento tan obvio y ofensivo que resultaba difícil entender que incluso un policía pudiera explicarlo como algo distinto a provocación y a burla deliberadas.
—Ahora dime —dijo Acosta—. ¿Por qué hacen esto? ¿Por qué? ¿Crees que no saben qué efecto nos hace?
—Lo saben —dijo Restrepo.
Encendió un cigarrillo mientras volvíamos al interior.
—Escucha —dijo—. Todos los días recibo unas quince llamadas telefónicas de personas que quieren contarme historias sobre lo que les ha hecho la policía… historias terribles. Llevo años oyéndolas, todos los malditos días. Y lo curioso del caso es que yo no solía creer a esa gente. No del todo. No creía que estuvieran mintiendo, sólo exagerando.
Hizo una pausa y miró a su alrededor, pero nadie habló. En estos sectores no se confía del todo en Restrepo; forma parte del sistema… como su amigo Rubén Salazar, que salvó ese escollo por la vía dura.
—Pero desde lo de Rubén —continuó Restrepo— creo esas historias. Son verdad… ahora lo entiendo. Pero ¿qué puedo hacer?
Se encogió de hombros, nervioso, dándose cuenta de que sus interlocutores habían hecho ese descubrimiento mucho tiempo atrás.
—La otra noche, sin ir más lejos —dijo—, me llamó un hombre que me dijo que la poli había matado a su sobrino en la cárcel. Era homosexual, un joven chicano, no había nada político… y según el informe de la policía se había ahorcado él solo en su celda. Suicidio. Así que investigué. Y, amigo, era algo repugnante. El cuerpo del muchacho estaba lleno de golpes, tenía marcas negras y azules por todas partes… y tenía dieciséis puntos recientes en la frente.
»El informe de la policía decía que había intentado escapar y por eso habían tenido que dominarle. Los puntos se los habían dado en el hospital, pero cuando le llevaron a la cárcel, el carcelero, el encargado o como le llamen, no quiso admitirle, porque sangraba demasiado. Así que le llevaron otra vez al hospital y se consiguieron un médico que firmase un papel diciendo que estaba en condiciones de ingresar en la cárcel. Pero tuvieron que transportarle. Y al día siguiente, le sacaron una foto colgando del extremo de la litera de arriba con su propia camisa atada al cuello.
»¿Creéis eso? Yo no. Pero decidme: ¿Qué puedo hacer? ¿Dónde busco la verdad? ¿A quién puedo preguntar? ¿Al alguacil? Maldita sea, no puedo exponer en la televisión que los polis han matado a un chaval en la cárcel si no tengo pruebas… Dios santo, eso lo sabemos todos. Pero no basta con saberlo. ¿Entendéis? ¿Comprendéis por qué no he explicado esa historia en la televisión?
Acosta asentía. Como abogado, entendía muy bien que hacen falta pruebas: tanto en la televisión y en los periódicos como en el juzgado. Pero Frank no estaba tan convencido. Estaba bebiendo una botella de Key Largo dulce, y, en realidad, ni siquiera sabía quién era Restrepo. «Lo siento, amigo —había dicho antes—, pero no veo los noticiarios de televisión».
Acosta pestañeó. Él ve y lee todo. Pero la mayoría de los que le rodean, cree que Las Noticias (las de la televisión, las de la radio, las de los periódicos, todas) no son más que asquerosos trucos gabachos, otro cuento como los demás. «Las noticias», para ellos son pura propaganda… pagada por los anunciantes. «¿Quién paga la factura de todo ese cuento? —preguntan—. ¿Quién está detrás de eso?».
¿Quién realmente? Ambas partes parecen convencidas de que el «verdadero enemigo» es otra malévola conspiración de algún género. La estructura del poder anglo sigue diciéndose a sí misma que «el problema mexicano en realidad es obra de una pequeña organización de agitadores comunistas bien adiestrados, que trabajan veinticinco horas al día para convertir Los Angeles Este en una devastación de violencia constante: hordas de chicanos enloquecidos por las drogas recorriendo las calles continuamente, aterrorizando a los comerciantes, lanzando bombas contra los bancos, saqueando las tiendas, devastando las oficinas y reuniéndose de vez en cuando, armados con pistolas Stern chinas para asaltos directos a la fortaleza del alguacil local».
Hace un año, esta lúgubre visión habría sido un mal chiste, los torpes delirios de algún ultraconservador histérico y paranoide. Pero ahora, las cosas son muy distintas; el ambiente del barrio cambia tan deprisa que ni siquiera los activistas chicanos jóvenes más militantes pretenden saber lo que está pasando de verdad. En lo único que todo el mundo está de acuerdo es en que la cosa se está poniendo muy fea, en que el nivel de tensión sigue subiendo. La dirección de la corriente es clara. Hasta el gobernador Reagan está preocupado. Hace poco nombró a Danny Villanueva, que jugó en tiempos con los Rams de Los Angeles y ahora es director general de la KMEX-TV, embajador personal del embajador ante toda la comunidad chicana.
Pero, como siempre, la solución de Reagan es parte del problema. A Villanueva le desprecia mayoritariamente la misma gente a la que Reagan dice que «intenta llegar». Es el clásico vendido. «Afrontémoslo —dice un periodista chicano que no suele identificarse con los militantes—. Danny es un cerdo asqueroso. Rubén Salazar me lo dijo. Ya sabéis que antes la KMEX era, en general, una buena emisora de noticias para los chicanos. Rubén fue uno de los que lo consiguieron, y Danny tuvo miedo a intervenir para impedírselo. Pero a las veinticuatro horas de la muerte de Rubén, Villanueva empezó a desmantelar el departamento de noticias. Ni siquiera permitió a Restrepo pasar las películas de la pasma gaseando a la gente en Laguna Park, al día siguiente de la muerte de Rubén. Y ahora intenta librarse de Restrepo, censurar las noticias y convertir de nuevo la KMEX-TV en una emisora Tío-Taco segura. ¡Mierda! Y está consiguiendo salirse con la suya».
La castración total de la KMEX-TV sería un golpe paralizante para el movimiento. Un medio de información importante puede ser un instrumento de movilización de valor incalculable, sobre todo en una gran extensión urbana como Los Angeles. Lo único que hace falta es un director de noticias enterado y competente, con peso e integridad personal suficientes para abordar las noticias de modo personal. El hombre que contrató a Rubén Salazar, el antiguo director de la emisora, Joe Rank, le consideró lo bastante valioso como para superar lo que pagaba el Los Angeles Times por los servicios de una de las principales plumas del periódico… así que nadie puso pegas cuando Salazar exigió independencia absoluta en la dirección de los noticiarios de la KMEX. Pero, muerto Salazar, los propietarios anglos de la emisora se lanzaron rápidamente a recuperar el control de los noticiarios.
Guillermo Restrepo, el heredero lógico de Salazar, descubrió que no tenía allí ningún peso. Le redujeron al papel de locutor de noticias. Ya no tenía autonomía para investigar y escribir lo que le pareciese importante… Si el Comité Chicano del Moratorio convocaba una conferencia de prensa para explicar por qué organizaban una concentración de masas contra «la brutalidad policial», por ejemplo, Restrepo tenía que obtener permiso para informar de ello. Y los activistas chicanos aprendieron pronto que una información de dos minutos en el noticiario de la KMEX era esencial para el éxito de una concentración de este tipo, porque la televisión era el único medio de llegar deprisa a una gran audiencia de chicanos. Y no había ninguna otra emisora de televisión en Los Angeles interesada en noticias chicanas, salvo que se tratase de motines.
«Perder a Rubén fue un desastre terrible para el movimiento —dijo Acosta hace poco—. En realidad no estaba con nosotros; pero al menos estaba interesado. Demonios, la verdad es que el tipo nunca llegó a gustarme del todo, pero era el único periodista de Los Angeles con verdadera influencia, capaz de acudir a una conferencia de prensa en el barrio. Esa es la verdad. En fin, sólo podremos conseguir que esos cabrones nos escuchen alquilando un salón en un buen hotel de Hollywood Oeste o algo parecido a eso… un sitio donde ellos puedan sentirse cómodos, y celebrar allí nuestra conferencia de prensa. Café y pinchos gratis para la prensa. Pero aún así, la mitad de esos mierdas ni siquiera vendrían si no les diésemos también bebida gratis. ¡Demonios! ¿Tú sabes lo que cuesta eso?».
Este era el tono de nuestra conversación aquella noche en que Guillermo y yo fuimos al piso de Oscar a tomar una cerveza y a charlar un poco de política. Reinaba allí una tranquilidad extraña. Ni música, ni yerba, ni tipos bato loco malhablados espatarrados en los jergones de la habitación delantera. Era la primera vez que aquel piso no me parecía una zona de estacionamiento de tropas para el enfrentamiento infernal que podría estallar en cualquier momento.
Aquella noche la tranquilidad era absoluta. La única interrupción fue un súbito tamborileo en la puerta y voces gritando «¡Vamos, hombre, abre! ¡Traigo a unos hermanos conmigo!». Rudy corrió a la puerta y miró por la mirilla. Luego, retrocedió y cabeceó enfáticamente.
—Son unos muchachos del proyecto —le explicó a Oscar—. Les conozco, pero todos están muy pasados.
—Maldita sea —masculló Acosta—. Lo que me faltaba esta noche. Líbrate de ellos. Diles que tengo que ir mañana al juzgado. ¡Dios santo! ¡Tengo que dormir un poco!
Rudy y Frank salieron a parlamentar con los hermanos. Oscar y Guillermo volvieron a la política… mientras yo escuchaba, percibiendo una corriente descendente en todos los frentes. Nada salía a derechas. Aún estaba pendiente el juicio de Corky; Acosta no se mostraba optimista. Esperaba también una decisión sobre su desafío al gran jurado en el caso de los «seis de Baltimore». «Probablemente perderemos también —decía—. Los cabrones creen que nos tienen ya controlados; creen que estamos desmoralizados… así que seguirán presionando, seguirán apretándonos las clavijas —se encogió de hombros—. Y puede que tengan razón. Mierda. Estoy cansado de discutir con ellos. ¿Cuánto tiempo esperan tenerme bajando hasta su maldito juzgado a suplicar justicia? Ya estoy cansado de esa mierda. Todos estamos cansados… —Movió lentamente la cabeza y luego abrió una lata de cerveza—. Este rollo legal no conduce a nada —continuó—. Tal como están ahora las cosas, creo que estamos a punto de terminar con este juego. Sabes que en el descanso del mediodía de hoy tuve que impedir a un grupo de esos condenados batos locos patera al fiscal del distrito. ¡Dios mío! Eso me habría jodido definitivamente. ¡Me encerrarían por alquilar matones para atacar al fiscal! —cabeceó de nuevo—. Francamente, creo que todo está fuera de control. Sólo Dios sabe en lo que parará esto; las cosas están poniéndose muy feas, puede que pasen cosas realmente graves».
Desde luego, no era necesario pedirle que aclarase lo que quería decir exactamente. El barrio estaba plagado de bombas esporádicas, explosiones, tiroteos y violencias menores de todo tipo. Pero los policías no ven nada «político» en estos incidentes. Poco antes de abandonar la ciudad, hablé por teléfono con un teniente de la oficina del alguacil de Los Angeles Este. Estaba ansioso por convencerme de que la zona estaba completamente pacificada.
—Tenga usted en cuenta —dijo— que en esta zona siempre ha habido mucha delincuencia. Tenemos muchos problemas con las bandas de adolescentes, y las cosas empeoran. Ahora andan por ahí con rifles del 22 y pistolas, enfrentándose unos con otros. Creo que podíamos decir que son algo parecido a los Blackstone Rangers de Chicago, salvo que nuestras bandas son más jóvenes.
—Pero no están metidos en política, como las bandas de negros de Chicago… —dije.
—¿Bromea usted? —contestó—. La única cosa política que han hecho los Blackstone Rangers ha sido liar a alguien para que les consiguiese una subvención federal de un montón de dinero.
Le pregunté sobre algunas cosas que había oído de bombas, etcétera, pero se apresuró a negarlo todo, diciendo que eran rumores. Luego, durante la medía hora siguiente de charla inconexa sobre lo que había pasado en las últimas semanas, mencionó un caso de explosión de dinamita y el incendio de un edificio de la universidad de Los Angeles Este, y también la bomba que había estallado en la oficina inmobiliaria de un político local vendido.
—Pero se equivocaron de tipo —dijo el teniente—. Pusieron la bomba en la oficina de un tipo que se llamaba igual que el otro.
—Qué malo —murmuré, pasando a mi propio dialecto—. Pero aparte de todo eso, ¿no creen ustedes que está cociéndose algo? ¿Qué me dice de esas manifestaciones que acaban en motines?
—Siempre es el mismo grupo de agitadores —explicó—. Cogen a una multitud que se ha reunido por otras razones, y la sublevan.
—Pero esa última manifestación se convocó para protestar contra la brutalidad policial —dije—. Y luego se convirtió en un motín. Vi las películas: cincuenta o sesenta coches de la policía alineados en el Bulevar Whittier, la policía disparando contra la multitud…
—No había otro remedio —contestó—. La gente perdió el control. Nos atacaban.
—Comprendo —dije.
—Déjeme que le explique otra cosa —continuó—. La manifestación en realidad no fue para protestar contra la «brutalidad policial». El tipo que la organizó, Rosalio Muñoz, me contó que utilizó esa consigna sólo para sacar a la gente al parque.
—Bueno, ya sabe usted como son —dije.
Le pregunté luego sí podía darme los nombres de algún dirigente chicano con quien pudiera hablar si decidía escribir el artículo sobre la situación en Los Angeles Este.
—Bueno, tiene usted al congresista Roybal —dijo—. Y a ese agente inmobiliario del que le hablé…
—¿El que le pusieron la bomba?
—Oh no —contestó—. El otro… al que querían ponerle la bomba.
—Muy bien —dije—. Anotaré esos nombres. Sí decidiese echar un vistazo por el barrio, me ayudarían ustedes, ¿verdad? ¿No hay problema para andar por allí, con esas bandas tiroteándose…?
—No hay ningún problema —dijo él—. Le proporcionaremos incluso un coche para que se pasee por allí con unos cuantos agentes.
Dije que estupendo. ¿Qué mejor medio, después de todo, de conocer la realidad por dentro? Pasarse unos cuantos días recorriendo el barrio en un coche de la policía, sobre todo en este momento, en que reinaban la paz y la tranquilidad.
—No vemos ningún indicio de tensión política —me dijo el teniente—. La comunidad nos apoya mucho —rió entre dientes y añadió—: Y además tenemos un servicio de información muy activo.
—Eso está muy bien —dije—. En fin, tengo que colgar, porque si no perderé el avión.
—Ah, así que ha decidido usted hacer el reportaje… ¿y cuándo llegará a la ciudad?
—Llevo aquí dos semanas —le dije—. Mi avión sale dentro de diez minutos.
—Pero creí que decía usted que llamaba desde San Francisco —dijo.
—Eso dije, sí, pero estaba mintiendo. Clic.
Estaba claro que era hora de largarse. El último cabo suelto del caso Salazar había quedado anudado aquella mañana, cuando el jurado emitió un veredicto de «culpable» en el juicio de Corky Gonzales. Le condenaron a «cuarenta días y cuarenta noches» de prisión en la cárcel del condado de Los Angeles, por posesión de un revólver cargado el día de la muerte de Salazar. «Apelaremos», dijo Acosta. Pero, desde el punto de vista político, el caso está terminado. Todo el mundo sabe que Corky sobrevivirá los cuarenta días de cárcel. Queríamos enfrentar al sistema judicial gabacho con un hombre que toda la comunidad chicana sabía que era inocente desde un punto de vista técnico y dejarles extraer sus propias conclusiones sobre el veredicto.
—Demonios, nosotros no negamos en ningún momento que pudiese haber alguien con una pistola cargada en aquel camión. Pero no era Corky. El no se atrevería a llevar un arma encima. El es un dirigente. No tiene por qué llevar un arma encima, por la misma razón que no tiene por qué llevarla encima Nixon.
Acosta no había subrayado este punto en el juicio, por miedo a alarmar al jurado y a inflamar a la prensa gringa. Y no digamos ya a los policías. ¿Por qué darles el mismo género de excusa superficial para disparar contra Gonzales que habían utilizado ya para justificar el disparar contra Rubén Salazar?
Corky se limitó a encogerse de hombros al oír el veredicto. Tiene cuarenta y dos años y se ha pasado la mitad de la vida bregando con la justicia gringa, por lo que enfoca ya el sistema judicial anglo con un tranquilo humor fatalista que Acosta aún no ha logrado asimilar. Pero Oscar va camino de acostumbrarse muy deprisa. La semana de abril del día de los inocentes de 1961, fue para él terriblemente deprimente; sufrió una serie de retrocesos y reveses que parecían confirmar sus peores sospechas.
Dos días después del juicio de Corky, Arthur Alarcón (un destacado jurista mexicano-norteamericano), juez del tribunal superior, rechazó el alegato cuidadosamente construido de Acosta, con el que se proponía desbaratar las acusaciones contra los «seis de Baltimore», por «racismo institucional subconsciente» en el sistema del Gran Jurado. Esta estrategia significaba casi un año de trabajo duro, en gran parte realizado por estudiantes de derecho chicanos que reaccionaron ante el veredicto con amargura similar a la de Acosta.
Luego, en aquella misma semana, el Comité de Supervisores de Los Angeles votó el uso de fondos públicos para pagar todos los gastos legales de los policías acusados recientemente de matar «por accidente» a dos mexicanos: un caso conocido en Los Angeles Este como «El asesinato de los hermanos Sánchez». Era un caso de error de identidad, según los policías. Al parecer, les habían dado la dirección equivocada de un apartamento donde creían que se ocultaban «dos fugitivos mexicanos», así que aporrearon la puerta y gritaron un aviso de que «salieran de allí con los brazos en alto o entrarían disparando». No salió nadie, así que los polis entraron tirando a matar.
¿Cómo podrían haber sabido ellos que atacaban otro apartamento? ¿Y cómo podrían haber sabido que los hermanos Sánchez no sabían inglés? Hasta el alcalde Sam Yorty y el jefe de policía Ed Davis admitían que aquellas muertes habían sido una auténtica desgracia. Pero cuando el fiscal del distrito federal inició un proceso contra los policías, tanto Yorty como Davis manifestaron públicamente su enojo. Ambos convocaron conferencias de prensa y salieron en la televisión criticando la decisión del fiscal, en un tono que curiosamente recordaba las protestas de la Legión Norteamericana cuando se acusó al teniente Calley del asesinato de mujeres y niños en My Lai.
Los alegatos de Yorty y Davis eran tan burdos y toscos que un juez del distrito emitió por fin una «orden de silencio» para mantenerles callados hasta que se juzgara el caso. Pero habían dicho ya suficiente para encender en todo el barrio la cólera ante la idea de que los dólares en impuestos de los chicanos se utilizaran para defender a unos «policías rabiosos» que admitían haber matado a dos mexicanos. Parecía una reposición de lo de Salazar: el mismo estilo, la misma excusa, el mismo resultado… aunque esta vez con hombres distintos y distinta sangre en el suelo. «Si no pago impuestos, me meten en la cárcel —decía un joven chicano mientras veía un partido de fútbol en un campo local—, luego cogen mi dinero de los impuestos y lo usan para defender a un cerdo asesino. ¿Qué habría pasado si hubiesen acudido a mí casa por error? Pues que ahora yo estaría muerto».
Se hablaba mucho en el barrio de «derramar un poco de sangre de cerdo, para variar», sí los inspectores llegaban a aprobar el uso de fondos del estado para defender a los polis acusados. Algunos llegaron a llamar al ayuntamiento con amenazas anónimas en nombre del «Frente de Liberación Chicano». Pero los inspectores no se arredraron. Votaron el martes, y al mediodía se conoció la noticia: la ciudad se hacía cargo de la factura.
El martes por la tarde, a las cinco y cuarto, el ayuntamiento de Los Angeles fue dinamitado. Habían colocado una bomba en uno de los retretes de la planta baja. No hubo heridos, y, según la declaración oficial, los daños fueron «menores». Unos cinco mil dólares, dijeron… una minucia comparado con la bomba que destrozó una pared de la oficina del fiscal del distrito el otoño pasado, tras la muerte de Salazar.
Cuando llamé a la oficina del alguacil para preguntar sobre la explosión, me dijeron que no podían hablar del asunto. El ayuntamiento quedaba fuera de su jurisdicción. Pero se mostraron muy dispuestos a hablar cuando pregunté sí era verdad que la bomba era obra del Frente de Liberación Chicano.
—¿Dónde ha oído usted eso?
—En el noticiario.
—Sí, es verdad —dijo—. Llamó una mujer y dijo que lo habían hecho en memoria de los hermanos Sánchez, que lo había hecho el Frente de Liberación Chicano. Hemos oído cosas de esos tipos. ¿Qué sabe usted de ellos?
—Nada —dije—. Por eso llamé al alguacil. Pensé que su red de información sabría algo.
—Claro que saben —dijo él, rápidamente—. Pero toda esa información es confidencial.
Rolling Stone, núm. 81, 29 de abril de 1971