La gran caza del tiburón

Son ahora las cuatro y media en Cozumel; asoma ya la aurora sobre estas playas de un blanco suave orientadas hacia el oeste, en el estrecho de Yucatán. A treinta metros de mi patio del Cabañas del Caribe, se mueve el oleaje, muy suavemente, sobre la playa; ahí fuera en la oscuridad, pasadas las palmeras.

Esta noche hay aquí miles de malignos mosquitos y de niguas. En este complicado hotel a pie de playa hay sesenta unidades, pero mi habitación (la número 129) es la única llena de luz y de música y de movimiento.

Tengo las dos puertas y las cuatro ventanas abiertas de par en par: un imán luminoso e inmenso para todos los insectos de la isla… Pero no me pican. Tengo cubierto todo mi cuerpo (desde las plantas de mis sangrantes y vendados pies al extremo de mi cabeza achicharrada) con repelente de insectos 6-12, un aceite barato y fétido sin más características estéticas o sociales redentoras que la de que es eficaz.

Estos malditos insectos andan por todas partes: sobre el cuaderno, en mis muñecas, en los brazos, dando vueltas al borde de mi gran vaso de Bacardí Añejo con hielo… pero no hay picaduras. He tardado seis días en resolver este problema infernal de los insectos… lo que es una excelente noticia en el nivel uno, pero, como siempre, la solución de un problema no hace más que levantar otra capa y dejar al descubierto una zona nueva y más sensible.

Pero lo que menos me preocupa a estas alturas son cosas como los mosquitos y las niguas… porque de aquí a unas dos horas y veintidós minutos tengo que salir de este hotel sin pagar una factura inadmisible, recorrer casi cinco kilómetros costa abajo en un Volkswagen Safari alquilado que no puede pagarse, tampoco, y que puede que ni siquiera llegue a la ciudad, debido a graves problemas mecánicos; y luego sacar a mi asesor técnico Yail Bloor del Mesón San Miguel sin pagar su factura, tampoco, y luego seguir los dos hasta el aeropuerto en ese maldito cacharro Safari para coger el vuelo de Aeroméxico de las siete cincuenta para Mérida y Monterrey, donde cambiaremos de avión camino de San Antonio y Denver.

Así que nos espera un día muy agitado… hay más de tres mil kilómetros entre esto y nuestra casa, no tenemos un céntimo, diez días brutalmente caros en tres hoteles con la cuenta de crédito de Yates de Aluminio Striker, que nos arrebataron en cuanto el equipo de relaciones públicas local decidió que actuábamos de forma demasiado rara para ser lo que pretendíamos (con lo que hemos quedado reducidos a unos cuarenta y cuatro dólares extra entre los dos), con mi factura en el Cabañas rondando los seiscientos cincuenta dólares y la de Bloor en el San Miguel no mucho menos; más once días de ese coche destartalado que le debemos al representante local de Avis, que me sacó cuarenta dólares en efectivo por un parabrisas roto, y que sólo Dios sabe cuánto me pedirá cuando vea en qué condiciones está ahora el coche… más unos cuatrocientos dólares de coral negro que encargamos en Chino: puño de dos pulgares, cucharillas de coca, dientes de tiburón, etc., y esa cadena de oro de dieciocho quilates de ciento veinte dólares en el mercado… además del collar de coral negro de Sandy. Necesitaremos todo el dinero disponible para el coral negro… así que cosas como las facturas de hotel y el alquiler del coche tendremos que dejarlas de lado y pagarlas con cheques, sí alguien los acepta… o cargárselas a Yates de Aluminio Striker, que fue quien en realidad me metió en este embrollo. Pero la gente de Striker ya no está con nosotros; hay una hostilidad clara y abierta. Bruce, Joyce… incluso ese hipócrita disoluto de Eduardo. ¿Cómo destruimos la imagen?

Querido señor Thompson… Adjuntamos algunos datos informativos sobre el crucero y el torneo de pesca internacional de Cozumel… Respecto al programa del crucero, unos catorce Strikers saldrán de Fort Lauderdale el 23 de abril, llegarán a Key West por la noche, saldrán de Key West al mediodía del 25, para asegurarnos de que bordearán la costa cubana de día, y llegarán a Cozumel a media tarde del 27 o el 28. Además de la pesca de pez vela confirmada, habrá un día dedicado sólo al marlín, el sábado 6 de mayo, en una tentativa inicial en la base de cualquier cuantía de determinar cómo está la pesca del marlín azul… Durante el torneo, todas las noches habrá cócteles a los que asistirán unas doscientas cincuenta personas, mariachis y música de la isla, etc… Nos complace mucho que pueda usted hacer el viaje… Hay vuelos diarios desde Miami a Cozumel con salida a las dos cuarenta y cinco. Necesitará usted una tarjeta de turista mexicana, que puede recoger en el Departamento de Turismo Mexicano, Bulevar Biscayne 100, departamento 612, Miami. No hacen falta fotos.

Atentamente,

Terence J. Byrne

Delegado de relaciones públicas

Yates de Aluminio Striker

Fort Lauderdale, Florida

Ciertamente… ninguna foto: sólo una tarjeta de turista, abundancia de Coppertone, un par de flamantes zapatos, una magnífica sonrisa de gringo para los funcionarios de aduana. La carta conjuraba visiones de deporte fuerte en alta mar, mano a mano con peces vela gigantes y marlines de récord mundial… Sacar del agua a los cabrones, izar a los tiburones con grandes garfios, fijados a una silla especial blanda Naugahyde blanca en la cabina de un crucero de alto copete… luego vuelta al puerto al oscurecer a echar un trago de ginebra con tónica, a beber unos buenos tragos en el crepúsculo, haraganeando por las frescas sillas de cubierta mientras la tripulación prepara los cebos y una banda ambulante de mariachis recorre el muelle, gimiendo quejumbrosas canciones olmecas de amor…

Oh, sí, estaba dispuesto para aquello, no había duda. Dieciséis semanas de pura política me habían dejado tambaleante al borde de la crisis nerviosa. Necesitaba un cambio, algo completamente aparte de mi línea de trabajo habitual. Cubrir la política es una prueba diabólica que acaba con la salud de uno y que exige a menudo ocho o nueve tomas seguidas (dos o tres veces por semana en la temporada punta), así que la inesperada misión de «cubrir» un torneo de pesca en alta mar en las costas de Yucatán, en Méjico, fue un alivio que agradecí después de los horrores de la campaña presidencial de 1972.

Sí. Las cosas serían distintas: buen sol, brisa marina, acostarse temprano y madrugar… Daba toda la impresión de ser un chollo: volar hasta el Caribe como invitado de los ricos ociosos, haraganear en sus barcos una semana o así y luego fabricar un articulillo para cubrir los gastos y poder comprar una moto nueva y volver a las Rocosas. El artículo en sí quedaba un poco nebuloso, pero el editor de Playboy dijo que no había que preocuparse. Casi todos los que habían sido lo bastante desdichados como para haber tenido tratos conmigo desde el final de la campaña parecían convencidos de que yo tenía la urgente necesidad de tomarme unas vacaciones (un período de recuperación, una posibilidad de refresco) y este torneo de pesca de Cozumel parecía lo ideal. Me sacaría la política de la cabeza, decían, y me obligaría a seguir nuevo rumbo: a salir del valle de los muertos y a volver a la tierra de los vivos.

Pero había algo más: yo acababa de volver de «vacaciones». Era la primera vez que lo había intentado, o al menos la primera que lo había intentado desde que me echaron de mi último trabajo regular el día de Navidad de 1958, cuando el director de producción de la revista Time rompió mi tarjeta perforada en un ataque de furia tartamudeante y me dijo que me largara de allí. Había estado en paro desde entonces (en el sentido formal de la palabra) y cuando llevas sin trabajar fijo catorce años, es casi imposible relacionarse con una palabra como vacaciones.

Así que estaba sumamente nervioso cuando las circunstancias me empujaron, a finales del invierno del 72, a coger un avión e irme a Cozumel con mi mujer, Sandy, con el objeto de no hacer nada en absoluto.

Tres días después me quedé sin respiración en una resaca, a treinta metros de profundidad, en los Arrecifes de Palancar, y tan a punto estuve de ahogarme, que luego me dijeron que había tenido suerte de acabar sólo con un caso grave de aeroembolismo. La cámara de descompresión más próxima estaba en Miami, así que alquilaron un avión y me facturaron hacía allí aquella misma noche.

Pasé los diecinueve días siguientes en una esfera presurizada de un sitio que quedaba en el centro de Miami, y, cuando al fin salí, la factura era de tres mil dólares. Mi mujer logró localizar a mi asesor jurídico en una comuna de drogadictos de los arrabales de Mazatlán. Voló inmediatamente a Florida e hizo que los tribunales me declarasen pobre de solemnidad para poder salir de aquello sin problemas legales.

Volví a Colorado con la idea de descansar por lo menos seis meses, pero a los tres días de llegar a casa, llegó este encargo de cubrir un torneo de pesca. Era natural, decían, porque yo ya estaba familiarizado con la isla. Y, además, necesitaba salirme un poco de la política.

Lo cual era cierto, en parte… pero yo tenía, además, razones personales para querer volver a Cozumel. La noche antes de mi inmersión con escafandra autónoma en los Arrecifes de Palancar, había guardado cincuenta unidades de MDA pura en la pared de adobe de la piscina de los tiburones del acuario local, cerca del Hotel Barracuda… y este tesoro no se había apartado de mi pensamiento mientras me recuperaba del aeroembolismo en el hospital de Miami. Así que cuando me llegó el encargo de Cozumel, cogí el coche y fui inmediatamente a la ciudad a consultar con mi viejo amigo y compinche de drogas Yail Bloor. Expliqué las circunstancias con todo detalle, luego pedí consejo.

—Está clarísimo —masculló—. Tenemos que bajar hasta allí inmediatamente. Tú te encargarás de los pescadores, de la droga me encargo yo.

Estas fueron las razones por las que volví a Cozumel a finales de abril. Ni el director ni los pescadores deportivos de alto copete de la tripulación tendrían la menor idea de mi verdadera razón para hacer el viaje. Bloor lo sabía, pero tenía un interés encubierto en mantener el secreto porque yo le llevaba a él, incluido en el presupuesto, como «asesor técnico». A mí me parecía muy razonable: para informar sobre una situación sumamente competitiva, necesitas que te ayude alguien en quien tengas plena confianza.

Cuando llegué a Cozumel el lunes por la tarde, todos los individuos de la isla que tenían algo que ver con el negocio del turismo estaban medio locos de emoción ante la idea de tener entre ellos una semana o diez días a un auténtico «escritor de PLAYBOY» de la vida real. Cuando bajé del avión de Miami, me recibieron como a Búfalo Bill en su primer viaje a Chicago: había una manada entera de especialistas en relaciones públicas esperando el avión, y tres de ellos por lo menos estaban esperándome a mí: ¿Qué podían hacer por mí? ¿Qué quería yo? ¿Cómo podían hacerme la vida agradable? ¿Llevar mis maletas?

Bueno… ¿por qué no?

¿Adónde?

Bueno… Hice una pausa, percibiendo una inesperada apertura que podía llevar casi a cualquier parte…

—Creo que tengo que ir al Cabañas —dije—. Pero…

—No —dijo uno de los porteadores—. Tiene usted una suite de prensa en el Cozumeleño. Me encogí de hombros.

—Cualquiera está bien —murmuré—. Vamos. Yo le había pedido al agente de viajes de Colorado que me consiguiera uno de esos jeeps Volkswagen Safari (del mismo tipo que el que había tenido en mi último viaje a Cozumel), pero la bandada de relaciones públicas del aeropuerto insistía en llevarme directamente al hotel. Mi jeep, me dijeron, me sería entregado en el plazo de una hora, y, entre tanto, me trataron como a una especie de dignatario de alto nivel: unas cuantas personas llegaron realmente a llamarme «señor Playboy» y los demás no hacían más que tratarme de «Sir». Me metieron en un coche que estaba esperando y salimos por la autopista de dos carriles, cruzando la selva de palmeras camino del Sector Norteamericano, un racimo de hoteles a pie de playa en el extremo nordeste de la isla.

Pese a mis débiles protestas, me llevaron al hotel más nuevo, mayor y más caro de la isla: una inmensa mole de hormigón de un blanco firme que me recordaba la cárcel de la ciudad de Oakland. En recepción, nos saludaron el director, el propietario y varios empleados que explicaron que el ruido terrible y martilleante que oía eran sólo los obreros que estaban dando los últimos toques a la tercera planta de lo que habría de ser un coloso de cinco pisos.

—Ahora tenemos sólo noventa habitaciones —explicó el director—. Pero en Navidades tendremos trescientas.

—¡Santo Dios! —mascullé.

—¿Qué?

—Nada, nada —dije—. Están haciendo ustedes aquí una cosa tremenda, de eso no hay duda. Es de lo más impresionante en todos los sentidos. Pero lo curioso es que yo creía que tenía reservas en el Cabañas.

Y añadí un simpático gesto y una sonrisa, ignorando la sobre-cogedora frialdad que empezaba ya a asentarse sobre nosotros.

El director soltó una inconexa carcajada que parecía tos.

—¿El Cabañas? No, señor Playboy. El Cozumeleño es muy distinto al Cabañas.

—Sí —dije yo—. Eso se ve enseguida.

El botones maya había desaparecido ya con mis maletas.

—Le hemos reservado una suite —dijo el encargado—. Creo que quedará satisfecho.

Su inglés era muy preciso, su sonrisa extrañamente impenetrable… y era evidente, con sólo echar un vistazo a aquel comité de bienvenida de campanillas, que iba a ser su huésped por lo menos una noche… Y en cuanto se olvidaran de mí, escaparía de aquel depósito de cadáveres inmerso de hormigón y me ocultaría en la cómoda paz decadente y sombreada de palmeras del Cabañas, donde me sentía más en casa.

En el viaje desde el aeropuerto el relaciones públicas, que llevaba una gorra azul de béisbol y un niqui de manga corta blanquiazul muy elegante, ambos etiquetados con la insignia resplandeciente de STRIKER, me había explicado que el propietario de aquel inmenso hotel nuevo, el Cozumeleño, pertenecía a la familia que era dueña de la isla.

—La mitad de la isla es suya —dijo, con una sonrisa—. Y lo que no es suyo lo controlan completamente, con la licencia de combustible.

—¿Licencia de combustible?

—Sí —dijo el relaciones públicas—. Controlan cada litro de combustible que se vende aquí: desde la gasolina que usamos en este jeep hasta el gas de las cocinas de todos los restaurantes de los hoteles e incluso hasta el combustible de los reactores del aeropuerto.

No hice mucho caso a esta charla, por entonces. Me parecía el mismo tipo de cuento ruin y servil que puede esperarse de un adorador del poder, como suelen ser los relaciones públicas en todas partes, cuando hablan de cualquier tema y en cualquier situación…

Mí problema estaba claro desde el principio. Yo había ido a Cozumel (al menos oficialmente) para cubrir no sólo un torneo de pesca sino un ambiente: le había explicado al director que la pesca deportiva de este género atrae a un tipo determinado de gente y que lo que a mí me interesaba era la conducta de esta gente, más que la pesca. En mi primera visita a Cozumel había descubierto el puerto pesquero por puro accidente una noche en que Sandy y yo andábamos en coche por la isla, más o menos desnudos, bien cargados de MDA y la única razón de que localizásemos el puerto de yates fue que me equivoqué en una curva hacia la medía noche e intenté (sin darme cuenta de lo que estaba haciendo) saltarme un control de carretera vigilado por tres soldados mexicanos con metralletas que había a la entrada del único aeropuerto de la isla.

Recuerdo que fue un momento difícil y ahora que lo analizo desde aquí, sospecho que aquel polvillo blanco y mohoso que habíamos tomado probablemente fuese algún tipo de tranquilizante para animales en vez de auténtico MDA. Hay muchísimo PCP en el mercado de drogas en estos tiempos; si alguien quiere poner en coma a un caballo, puede comprarlo fácilmente en… bueno… no quiero decirlo.

En cualquier caso, estábamos cargados… y después de que los guardias armados del aeropuerto nos hicieron retroceder, cogí el primer camino despejado que vi y acabamos en el puerto de los yates, donde había una fiesta en marcha. Oí el ruido como a medio kilómetro de distancia, así que me fui guiando por la música y crucé la autopista y unos doscientos metros de una rampa empinada cubierta de yerba hasta el muelle. Sandy se negó a salir del jeep, diciendo que aquél no era el tipo de gente con quien le apetecía mezclarse, dadas las circunstancias, así que la dejé acurrucada en una manta en el asiento delantero y me acerqué solo al muelle. Era exactamente el tipo de escena que yo estaba buscando: unos 35 blancos ricos completamente borrachos de sitios como Jacksonville y Pompano Beach, rondando por allí a media noche, en aquel puerto mexicano, con sus cruceros de doscientos mil dólares, maldiciendo a los nativos por no proporcionar suficientes putas adolescentes que hiciesen juego con la música de los mariachis. Era una escena de decadencia absoluta y me sentía allí como en casa. Empecé a mezclarme con la gente y a intentar alquilar un bote para la mañana siguiente… lo cual resultó muy difícil, porque nadie era capaz de entender lo que decía.

¿Qué demonios pasa aquí?, me preguntaba. ¿Tiene anfetamina esta droga? ¿Por qué no puede entenderse esta gente?

Una de las personas con quienes estaba hablando era un tipo de Milwaukee, propietario de un Chris-Craft de veinte metros. Había llegado de Key West aquella tarde, dijo, y lo único que parecía interesarle de verdad en aquel momento era la «chica argentina» con la que forcejeaba en la popa. La chica tenía unos quince años, pelo rubio oscuro y ojos enrojecidos, pero era difícil verla bien, porque «Capitán Tom» (así fue como se presentó él) estaba doblado sobre ella encima de una caja de cebos de gomaespuma llena de cabezas de delfines, intentando sorberle la clavícula al tiempo que hablaba conmigo.

Le dejé al fin y encontré a un patrón de pesca local que se llamaba Fernando Murphy, que estaba tan borracho que podíamos comunicarnos perfectamente, aunque él hablaba poco inglés.

—De noche no hay pesca —dijo—. Venga a mi oficina de la plaza del pueblo mañana y ya le alquilaré una buena embarcación.

—Maravilloso —dije—. ¿Cuánto costará?

Soltó una carcajada y cayó contra una rubia descolorida de Nueva Orleans que estaba demasiado borracha para poder hablar.

—Para usted —dijo—, ciento cuarenta dólares al día… y pesca garantizada.

—Magnífico —dije—. Estaré allí al amanecer. Tenga la embarcación preparada.

¡Chingado! —gritó.

Dejó caer el vaso sobre el muelle y empezó a forcejear con sus propios omoplatos. Aquello me sorprendió muchísimo, pues, por unos instantes, no me di cuenta de lo que pasaba… hasta que vi a un tipo de ciento veinte kilos, con vaqueros y gorra de béisbol roja, riéndose a carcajadas en la parte baja de la popa de una embarcación próxima llamada Black Snapper, y vi que había enganchado a Murphy por la camisa con una caña de marlín de doce kilos e intentaba izarle.

Murphy retrocedió tambaleante, gritando «¡Chingado!» otra vez, mientras caía de costado sobre el muelle rompiéndose la camisa. En fin, pensé, no tiene objeto intentar hacer negocios con esta gente esta noche y, en realidad, no salí a pescar siquiera en aquel viaje. Pero el tono vulgar general de aquella fiesta se me quedó grabado: una caricatura en vivo de basura blanca desmadrada en playas extranjeras; un reportaje asombroso, y no sin cierto grado de Interés humano.

El primer día del torneo, pasé ocho horas en el mar a bordo del probable ganador: un striker de 54 pies llamado Sun Dancer, propiedad de un próspero industrial de mediana edad, Frank Oliver, natural de Palatka, Florida.

Oliver dirigía una flota de embarcaciones en el Canal Interior de Jacksonville, según dijo, y Sun Dancer era la única embarcación del puerto de Cozumel en la que ondeaba una bandera confederal. Había invertido en él «unos trescientos veinticinco mil» (incluyendo la red de enchufes empotrados de la aspiradora, para poder limpiar las mullidas alfombras) y, aunque dijo que se pasaba «unas cinco semanas al año» en el barco, era un pescador muy serio y se proponía ganar el torneo.

Con este fin, había contratado a uno de los mejores capitanes de embarcaciones pesqueras del mundo (un tipejo nervioso llamado Cliff North), dejando en sus manos el Sun Dancer por un año. North es una leyenda viva en el mundo de la pesca deportiva y la idea de que Oliver le contratase como capitán no resultaba del todo aceptable para los demás pescadores. Uno de ellos explicó que era como si un jugador de golf rico de fin de semana contratase a Arnold Palmer para que jugase por él la final del campeonato. North vive en el barco con su mujer y dos jóvenes «ayudantes» que hacen todas las tareas serviles, y durante los diez meses del año en que Oliver no está, alquila el Sun Dancer a todo el que pueda pagar la tarifa. Lo único que tiene que hacer (a cambio de esta sinecura) es asegurar que Oliver gane los tres o cuatro torneos de pesca en los que tiene tiempo para participar durante el año.

Gracias a North y a su buen manejo de la embarcación, Frank Oliver figura ya en los libros de récords de pesca deportiva como uno de los mejores pescadores del mundo. Que Oliver pudiera o no ganar algún torneo sin North y sin Sun Dancer es tema que ha levantado mucha polémica y de algún que otro comentario duro entre los profesionales de la pesca deportiva. Ni siquiera los pescadores más egoístas negarán que un buen barco y un buen capitán al mando del mismo son factores decisivos en la pesca en alta mar; pero hay una clara división de opiniones entre los pescadores (que son básicamente aficionados ricos) y los profesionales (los capitanes de embarcación y las tripulaciones) respecto al valor relativo de cada actividad.

Casi todos los profesionales con quienes hablé en Cozumel se mostraban reacios, en principio, a hablar de este tema (al menos para la grabadora), pero después de tres o cuatro tragos acababan, invariablemente, sugiriendo que los pescadores eran más un peligro que una ayuda y, como regla general, podías pescar más si sujetabas simplemente la caña en una abrazadera al final de la popa y dejabas que el pez hiciera el trabajo. Después de dos o tres días en los barcos, el cálculo más generoso que pude conseguir de los profesionales fue que aun el mejor pescador significa como mucho un diez por ciento, más o menos, en un torneo, y que la mayoría constituían un obstáculo.

—Dios del cielo —dijo un capitán veterano de Fort Lauderdale una noche en un bar de un hotel local—, ¡si te contase las cosas que he visto hacer a esos imbéciles, no te lo creerías!

Se reía, pero era una risa nerviosa y su cuerpo parecía estremecerse al evocar aquellos recuerdos.

—Una de las personas para quienes trabajo —explicó— tiene una mujer que está sencillamente loca. No quiero que me interpretes mal, cuidado, la aprecio mucho como persona, pero cuando se pone a pescar, maldita sea, me gustaría trocearla y echar los pedacitos a los tiburones.

Hizo una pausa y bebió un largo trago de su ron con coca-cola.

—Sí, me fastidia decirlo, pero no sirve para otra cosa… Cebo de tiburón y nada más… Dios mío, el otro día estuvo a punto de matárseme. Enganchó un pez vela grande y cuando pasa eso tienes que moverte muy rápido, ¿sabes? Pero, de pronto, oigo que se pone a chillar como una loca y cuando miro desde el puente, ¡se había enganchado el pelo en el carrete!

Soltó una carcajada y luego continuó:

—¡Maldita sea! ¡Es increíble! ¡Estuvo a punto de arrancarse el cuero cabelludo! Tuve que saltar abajo, más de cuatro metros de altura, la cubierta húmeda y la mar estaba mal, el barco se movía mucho… en fin, tuve que cortar el cordel con el cuchillo. ¡Si tardo diez segundos más, se queda sin pelo!

Pocos pescadores (y, sobre todo, los ganadores como Frank Oliver) aceptan esta proporción de 90-10 de que hablan los profesionales.

—La relación es básicamente de trabajo de equipo —dice Oliver—, es como una cadena sin eslabones débiles. El pescador, el capitán, la tripulación, el barco: todos son básicos, funcionan como un engranaje.

Bueno… quizás. Oliver ganó el torneo con veintiocho peces vela en los tres días válidos, pero pescaba sólo en el Sun Dancer (una embarcación tan lujosamente pertrechada que podría haber pasado por el rincón náutico del apartamento que tiene Nelson Rockefeller en la Quinta Avenida) y con el Arnold Palmer de la pesca deportiva en el puente. La mayoría de sus adversarios pescaban, en grupos de dos y tres, en embarcaciones alquiladas que les asignaron al azar, con capitanes gruñones y despectivos a quienes habían visto por primera vez en su vida el día anterior por la mañana.

—El competir con Cliff North es ya un problema bastante grave —decía Jerry Haugen, capitán de un pobre cascarón llamado Lucky Striker—, pero si tienes que ir contra North y sólo un pescador, con todo dispuesto exactamente tal como él quiere, la cosa resulta prácticamente imposible.

Pero las normas de la pesca deportiva en gran escala no se oponen a ello. Sí Bebe Rebozo decidiese coger prestados quinientos mil dólares del Pentágono sin intereses y participar en el torneo de pesca de Cozumel con el mejor barco que pudiera comprar y con una tripulación de infantes de marina del ejército de Estados Unidos especialmente adiestrada, competiría en mi misma base, aunque yo entrase en el asunto con un viejo barco fluvial y una tripulación de políticos enloquecidos por las drogas del Meat Possum Athletic Club. Según las reglas, estaríamos en igualdad de condiciones… Y mientras Bebe podría pescar sólo en su barco, los organizadores del torneo podrían asignarme un trío de pescadores de pesadilla como San Brown, John Mitchell y Baby Huey.

¿Podríamos ganar? Imposible. Pero nadie relacionado con ese torneo olvidaría jamás la experiencia… que fue casi lo que en realidad pasó, por otras razones, hacia el tercer día del torneo, o puede que fuese el cuarto, yo había perdido todo el control de mis tareas informativas. Hubo un momento, cuando Bloor se desmadró y desapareció durante treinta horas, en que me vi obligado a sacar a rastras a un drogadicto del único club nocturno de la isla y ponerlo a trabajar como «observador especial» de Playboy. Pasé el último día del torneo a bordo del Sun Dancer esnifando coca en la popa y explicándole balbucientes y disparatadas historias a North, mientras el pobre Oliver se debatía desesperadamente por mantener su ventaja de un pez sobre la maníaca tripulación del Lucky Striker de Haugen.

La noche del jueves fue sin duda el punto culminante. La relación que Bloor y yo pudiésemos haber establecido con la gente de Striker estaba desvaneciéndose ya después de tres días de conducta cada vez más extraña y de la actitud antisocial que manifestamos palpablemente en el gran cóctel de Striker en el bar de la playa de Punta Morena, que fue algo claramente inaceptable. Al anochecer, casi todo el mundo estaba borracho perdido y la cota de fealdad era elevada. Allí estaban todos aquellos grandes pescadores (prósperos negociantes de Florida, la mayoría) insultándose y riéndose unos de otros como luchadores callejeros de Harlem Este poco antes de una pelea largamente esperada:

—¡Eh, tú, pijo barrigudo! ¡Tú no serías capaz de enganchar un pez ni en un barril!

—Cuidado con lo que dices, imbécil: ¡estás pisando a mi mujer!

—¿A la mujer de quién, cara de sebo? No me pongas la mano encima.

—¿Dónde está ese camarero de mierda? ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Aquí! Tráigame otro trago, ¿quiere?

—A ver qué te parece, amigo, ¿por qué no nos vamos ahora mismo a pescar? Tú y yo solos… Van mil pavos, ¿hace? Vamos, dime, ¿qué te parece?

La gente andaba dando traspiés por la arena con platos llenos de macarrones fríos y salsa de gambas. De vez en cuando, alguien sacaba una de las tortugas gigantes del tanque del patio y se la echaba a la cara a algún espectador de ojos vidriosos, riéndose a carcajadas y luchando por sostener aquel bicho, que agitaba sus grandes aletas verdes frenéticamente en el aire y lanzaba un chorro de pútrida agua de tortuga sobre todos los que se encontraban en un radio de tres metros…

—Ven: ¡quiero que conozcas a mi amiga! Te hará un trabajo de primera. ¿Estás muy caliente?

No era una escena muy adecuada para abordarla con la cabeza llena de ácido. Bebimos copiosamente, intentando actuar con naturalidad, pero la droga nos separaba claramente de todo aquello. Bloor pasó a obsesionarme con la idea de que estábamos entre un grupo de avaros borrachos que tenían el propósito de convertir Cozumel en un Miami Beach mejicano… lo cual era verdad, en cierto modo, pero él insistía en la cuestión con un celo que provocaba amargo resentimiento en todos los grupos en los que intervenía. De pronto, me lo encontré gritándole al director del hotel en que paraba:

—¡Sois todos una pandilla de mierdas dispuestos a amasar dinero como sea! Todos esos cuentos sobre turismo y desarrollo. ¿Qué queréis organizar aquí, otro Aspen?

El tipo del hotel no entendía nada.

—¿Qué es Aspen? —preguntó—. ¿Pero de qué habla?

—Sabes muy bien de qué hablo, ¡cabrón de mierda! —gritaba Bloor—. Esos asquerosos hoteles de hormigón que estáis construyendo por la playa, esos puestecitos de asquerosos perros calientes…

Crucé corriendo el patío y le agarré por el hombro.

—Cálmate, Yail —dije, intentando centrar por lo menos uno de mis ojos en el tipo con quien él hablaba—. Es que no se ha adaptado aún al cambio de altura.

Intenté sonreírle, pero me di cuenta de que no funcionaba… una mueca drogada, ojos desquiciados y movimientos demasiado espasmódicos. Oía mis propias palabras, pero las palabras no tenían el menor sentido.

—Aquellas condenadas iguanas por toda la carretera… vimos como ciento ochenta o así allí en la curva, atrás… Yail agarró el freno de mano en cuanto vio todos aquellos bichos, y lo arrancó, sí… menos mal que llevábamos esos neumáticos especiales para nieve. Es que vivimos en un sitio que queda a cinco mil pies de altura, sabe, allí la presión atmosférica es mínima, pero aquí, a nivel del mar, la sientes como una prensa de tornillo que te estuviera aplastando el cerebro… y es algo que no hay manera de evitar, ni siquiera puedes pensar a derechas…

Nadie sonreía; yo balbucía descontrolado y Bloor seguía aún aullando contra los que «violaban la tierra». Le dejé y me fui hasta el bar.

—Nos vamos —dije—, pero quiero un poco de hielo para el camino.

El camarero me dio una taza de pepsi-cola llena de trocitos de hielo casi licuados.

—Con eso no tendremos bastante —dije… en fin, me llenó otra taza. No hablaba inglés, pero pude darme cuenta de lo que intentaba decirme: no había ningún recipiente disponible para la cantidad de hielo que yo quería y, además, se les estaba acabando.

En ese momento, mí cabeza empezó a palpitar violentamente. Apenas podía centrar la vista en su cara. En vez de discutir, fui hasta el aparcamiento y volví con el Safari por entre una hilera de arbolitos de playa, metiéndome en el patío, donde aparqué el coche justo delante de la barra e indiqué al asombrado camarero que quería que me llenase de hielo el asiento de atrás.

Los de Striker estaban asombrados.

—¡Chiflado hijo de puta! —gritó alguien—. ¡Destrozaste lo menos quince árboles!

Asentí, pero las palabras no se grababan. Sólo podía pensar en el hielo, en echar copa tras copa de hielo en el asiento trasero. Por entonces, el ácido me había jodido la vista hasta el punto de que veía cuadrado por un ojo y redondo por otro. Era imposible centrarse en nada. Tenía la sensación de tener cuatro manos…

El camarero no me había engañado: el tanque de hielo de Punta Morena estaba prácticamente vacío. Arañé unas cuantas copas más del fondo (mientras oía las furiosas maldiciones de Bloor en un punto indeterminado detrás y encima de mí), luego salté por encima de la barra y me metí en el asiento delantero del jeep.

Nadie parecía darse cuenta, así que le di a fondo al motor y me eché sobre la bocina, mientras me arrastraba muy despacio en primera por entre los árboles y matorrales aplastados. Detrás se alzaban, al parecer, voces estentóreas y, de pronto, Bloor subió por atrás, gritando «¡Deprisa, maldita sea, deprisa!». Pisé a fondo el acelerador y salimos derrapando del aparcamiento.

Al cabo de treinta minutos, tras una carrera a toda pastilla salpicada de insectos hasta el otro lado de la isla, entramos en el aparcamiento de lo que parecía ser un club nocturno. Bloor se había calmado un poco, pero aún estaba bastante pirado cuando paramos a poco más de metro y medio de la puerta de entrada Oí música fuerte en el interior.

—Necesitamos beber unos tragos —murmuré—. Tengo la lengua como si hubiese estado mascándomela una iguana.

Bloor bajó del coche.

—No apagues el motor —dijo—. Voy a echar un vistazo.

Desapareció en el interior y yo me retrepé en el asiento para mirar directamente hacia arriba, hacia aquel cielo loco de estrellas. Era como si estuviese a dos metros de mis ojos. O quizás a veinte o a doscientos. No podía estar seguro, y daba igual, en realidad, porque, para entonces, yo estaba convencido de que iba en la cabina de un 727 y que estaba entrando en Los Angeles a media noche. Dios mío, pensé, estoy completamente ciego. ¿Dónde estoy? ¿Estamos bajando o subiendo? Pero en el fondo de mí cerebro sabía, de algún modo, que estaba sentado en un jeep en el aparcamiento de un club nocturno de una isla de la costa mejicana… pero ¿cómo podía estar seguro, en realidad, si otra parte de mi cerebro estaba convencida de que contemplaba el inmenso cuenco resplandeciente de Los Angeles desde la cabina de un 727? ¿Era aquello la Vía Láctea? ¿O era el Bulevar Sunset? ¿Era Orion o era el hotel Beverly Hills?

Qué coño importa, pensé. Es muy agradable estar aquí echado y mirar abajo o arriba. Notaba un frescor agradable en los ojos y el cuerpo descansado…

Luego, Bloor me gritaba otra vez.

—¡Despierta, coño, despierta! Aparca el coche y vamos dentro. He encontrado una gente magnífica.

El resto de aquella noche es algo muy nebuloso en mi memoria. En el interior del club había un ambiente muy ruidoso y el local estaba casi vacío… salvo por la gente que había encontrado Bloor, y que resultaron ser dos traficantes de coca medio locos con una caja grande de plata llena de polvo blanco. Cuando me senté en la mesa, uno de ellos, que se presentó como Frank, dijo:

—Toma, creo que necesitas algo para la nariz.

—¿Por qué no? —dije yo, aceptando la lata que me echó en el regazo—. Y necesito también un poco de ron.

Llamé a gritos al camarero y luego abrí la lata, pese a la algarabía de protestas que provocó en la mesa.

Miré mi regazo, sin hacer caso de la actitud nerviosa de Frank, y pensé ¡zang! es evidente que esto no es Los Angeles. Tenemos que estar en otro sitio.

Miraba fijamente lo que parecía toda una onza de cocaína pura de un blanco resplandeciente. Mí primer instinto fue sacar un billete de cien pesos del bolso y enrollarlo rápidamente con propósitos esnifadores, pero esta vez Frank me puso una mano en el brazo.

—Por amor de Dios —susurró—, no hagas aquí eso. Hazlo en el retrete.

Y así lo hice. Fue un viaje difícil por entre todas aquellas sillas y aquellas mesas, pero al fin conseguí acomodarme en el inodoro y empecé a atizarme el material nariz arriba sin pensar siquiera en el ruido espantoso que estaba haciendo. Era como arrodillarse en una playa y meter una paja en la arena; al cabo de unos diez minutos, tenía los dos conductos de la nariz taponados y no había logrado siquiera hacer una depresión visible en la duna que tenía ante mis ojos.

Dios mío, pensé, esto no puede ser verdad. ¡Tengo que estar alucinando!

Cuando volví tambaleante a la mesa, los otros se habían calmado ya. Era evidente que Bloor había metido ya la nariz en la lata, así que se la devolví a Frank con una tortuosa sonrisa.

—Ten cuidado con esto —murmuré—. Te hará gelatina los sesos.

Frank sonrío.

—¿Y vosotros qué hacéis aquí?

—Si te lo explicara no lo creerías —le dije, aceptando un gran vaso de ron que me ofrecía el camarero.

La banda estaba tomándose un descanso y dos de los músicos se acercaron a nuestra mesa. Frank decía algo de una fiesta más tarde. Me encogí de hombros, luchado aún por despejar mis conductos nasales con rápidas oliscadas de ron. Percibí que este último acontecimiento podría tener graves consecuencias en el futuro de mi artículo, pero eso ya no me preocupaba demasiado…

Y, de pronto, de las profundidades del recuerdo brotó un borroso fragmento de conversación entre un obrero de la construcción y el encargado de un bar de Colorado. El obrero explicaba por qué no debía tomar otro trago: «No puedes revolearte como un cerdo por la noche y remontarte como un águila por la mañana», dijo.

Pensé brevemente en esto y luego lo deseché. Mi situación personal era completamente distinta. Eso me parecía. En unas tres horas, yo debía estar en los muelles con mi cámara y mí grabadora para pasar otro día en uno de aquellos barcos de mierda.

No, pensé, aquel tipo de Colorado se había equivocado por completo. El verdadero problema es cómo revolcarse como las águilas por la noche y remontarse luego como los cerdos por la mañana.

En cualquier caso, esto no cambió en absoluto las cosas. Por una serie de razones, perdí el barco a la mañana siguiente y pasé la tarde aletargado en la arena de una playa vacía a unos quince kilómetros del pueblo.

El viernes por la noche, se hizo ya evidente que el artículo no sólo era un agujero seco sino quizás hasta una cavidad seca. Nuestro problema más grave era el jodido aburrimiento que significaba perder ocho horas al día en alta mar bajo un sol abrasador, bamboleándote en el puente de una lancha motora de gran potencia, viendo cómo negociantes de mediana edad izaban peces vela por el costado de la embarcación de cuando en cuando. Bloor y yo habíamos pasado un día entero en el mar (en los únicos barcos del torneo en los que de verdad pasaba algo, Sun Dancer y Lucky Striker) y al oscurecer del viernes habíamos llegado a la firme conclusión de que la pesca en alta mar no es un deporte adecuado para espectadores. He visto muchos espectáculos deportivos detestables, desde la competición de lucha profesional por equipos de Flomaton, Alabama, al Roler Dervy en la televisión de Okland y los torneos de softball intramuros de la base de las Fuerzas Aéreas de Scott, Illinois… pero, que me cuelguen si puedo recordar algo tan disparatado y jodidamente aburrido como aquel tercer torneo anual de pesca internacional de Cozumel. Lo único que se le aproxima, en mis recuerdos recientes, es una tarde del marzo pasado, que me cogió un atasco de tráfico en la autopista de San Diego… pero hasta eso tenía un cierto factor adrenalínico; al final de la segunda hora, estaba tan loco de rabia que rompí la parte de arriba del volante del Mustang alquilado que llevaba, luego reventé la bomba de agua poniendo el motor a toda potencia y, por último, abandoné definitivamente aquel trasto en el canal de salida a unos tres kilómetros al norte de la desviación de Newport Beach.

Creo que fue el sábado por la tarde cuando la niebla cerebral se había despejado lo bastante para permitirnos considerar clara y detenidamente nuestra situación… que había cambiado drásticamente, por entonces, tras tres noches sin dormir y una serie de espasmódicos enfrentamientos con la gente de Striker. Me habían echado de un hotel y me había instalado en otro, y a Bloor le había amenazado con la cárcel o la deportación el director del suyo, en la plaza del centro del pueblo.

Yo había conseguido pasar otro día en el mar como un zombi, con la ayuda constante de la lata de Frank, pero nuestra relación con la gente de Striker parecía haberse jodido definitivamente. Nadie relacionado con el torneo quería saber nada de nosotros. Nos trataban como a leprosos. Con los únicos que nos sentíamos a gusto por entonces era con una heterogénea colección de freaks locales. Borrachos, putas y buceadores que pescaban coral negro y que se reunían, al parecer, todas las tardes en la terraza cubierta del Bal-Hai, el principal bar del pueblo.

Nos acogieron en seguida… un súbito cambio en las viejas relaciones con la isla, que me obligó a empezar a firmar todas las facturas, dividiéndolas mitad por mitad entre Striker y Playboy. Nadie parecía preocuparse, sobre todo la creciente multitud de nuevas amistades que venían a beber con nosotros. Esta gente entendía y le divertía vagamente la idea de que hubiésemos caído en desgracia con los de Striker y con la estructura de poder local. Durante los últimos tres días de insomnio, habíamos estado reuniéndonos en el Bal-Hai para cavilar públicamente sobre la posibilidad de represalias masivas por parte de los jefes locales enfurecidos por nuestra detestable conducta.

Fue hacía el oscurecer del sábado, acodado en una gran mesa redonda de la terraza del Bal-Hai, cuando me di cuenta de que el Mustang verde guisante pasaba por segunda vez frente a nosotros en menos de diez minutos. Sólo hay un Mustang verde guisante en la isla, y uno de los buceadores me había dicho que pertenecía al «alcalde»: un joven y fornido político, un funcionario nombrado y no elegido, que parecía un salvavidas de panza cervecesco de alguna playa de Acapulco. Le habíamos visto con frecuencia las últimas semanas, normalmente al atardecer y cruzando siempre arriba y abajo por la frontera del litoral.

—Ese hijo de puta está empezando a ponerme nervioso —masculló Bloor.

—No te preocupes —dije—. No dispararán… mientras estemos aquí con más gente.

—¿Qué? —Una mujer de pelo canoso de Miami que estaba sentada junto a nosotros, había captado la palabra disparar.

—Es la gente de Striker —expliqué—. Nos hemos enterado de que han decidido ir a por nosotros.

—¡Dios mío! —dijo un piloto aéreo retirado que llevaba viviendo en su bote, en el mar, y en la terraza cubierta del Bal-Hai los últimos meses—. No creeréis que van a empezar a disparar, ¿verdad?, ¡en una isla pacífica como ésta!

Me encogí de hombros.

—Aquí no. No dispararían contra una multitud. Pero no podemos dejar que nos cojan solos.

La mujer de Miami empezó a decir algo, pero Bloor la cortó con un exabrupto que hizo volverse cabezas por toda la terraza.

—Mañana se van a llevar el susto de su vida —masculló—. A ver lo que hacen cuando vean lo que sale de ese jodido transbordador de Playa del Carmen por la mañana.

—¿Pero de qué demonios hablas? —preguntó el expiloto.

Bloor no decía nada, miraba fijamente hacia el mar. Yo vacilé un momento, luego, instintivamente, recogí el hilo:

—Matones —dije—. Hicimos unas cuantas llamadas anoche. Mañana por la mañana saldrán de ese barco como una manada de lobos.

Nuestros amigos de la mesa se miraron nerviosos. El crimen violento es algo casi insólito en Cozumel. La oligarquía nativa es partidaria de variedades mucho más sutiles… y la idea de que el Bal-Hai pudiera ser escenario de un tiroteo tipo Chicago resultaba difícil de asimilar, incluso a mí me resultaba difícil.

Bloor intervino de nuevo, sin dejar de mirar hacia tierra firme.

—En Mérida puedes contratar lo que quieras —dijo—. A esos tipos los conseguimos a diez pavos por cabeza, más gastos. Son capaces de partir todos los cráneos de la isla sí hace falta… y quemar luego todos los barcos de esos carcas de mierda hasta la línea de flotación.

No habló nadie durante un momento y luego la mujer de Miami y el piloto retirado se levantaron para irse.

—Ya nos veremos —dijo secamente el piloto—. Es que tenemos que volver al barco a comprobar unas cosas.

Instantes después, también se fueron los dos buceadores que estaban sentados con nosotros, diciendo que quizás nos viesen al día siguiente en la fiesta de Striker.

—No contéis con ello —masculló Bloor.

Los buceadores se largaron con una mueca nerviosa hacia la frontera con sus pequeñas Hondas. Nos dejaron solos en la gran mesa redonda, sorbiendo margaritas y contemplando el crepúsculo que se dibujaba en la península de Yucatán, a unos dieciocho kilómetros de distancia, al otro lado del estrecho. Tras unos largos instantes de silencio, Bloor hurgó en el bolsillo y sacó un ojo de vidrio hueco que había comprado a uno de los vendedores callejeros. Tenía una tapa de plata por detrás y la abrió y luego metió por el agujero la paja de su margarita y esnifó copiosamente antes de pasármelo.

—Toma —dijo—. Prueba un poco de lo mejor de Frank.

El camarero estaba al lado, pero le ignoré… hasta que me di cuenta de que tenía problemas y entonces alcé la vista del ojo de cristal que tenía en la mano y pedí otros dos tragos y una paja seca.

Cómo no —silbó él, alejándose a toda prisa de la mesa.

—Se ha apelmazado todo con la humedad —le dije a Bloor, mostrándole la paja llena de polvo—. Tendremos que cortarla así a lo largo.

—No te preocupes —dijo—. Hay mucho más en el sitio de donde vino esto.

Asentí, aceptando un nuevo trago y unas seis pajas secas que me daba el camarero.

—¿Viste lo deprisa que se largaron nuestros amigos? —dije, inclinándome otra vez sobre el ojo—. Sospecho que se creyeron todo el cuento.

Bloor dio un sorbo a su nuevo vaso y miró fijamente el ojo de cristal de mi mano.

—¿Y por qué no iban a creérselo? —masculló—. Hasta yo estoy empezando a creérmelo.

Sentí un gran adormecimiento al fondo de la boca y en la garganta mientras cerraba la tapa y le devolvía el ojo.

—No te preocupes —dije—. Somos profesionales… has de tenerlo en cuenta.

—Ya lo tengo en cuenta, ya —dijo él—. Pero tengo miedo de que ellos también lo tengan.

Fue a última hora de la noche del sábado, si no recuerdo mal, cuando nos enteramos de que Frank Oliver había ganado oficialmente el torneo: quedó delante de la pobre gente del Lucky Striker por un pez. Lo anoté en mi cuaderno mientras vagábamos por el muelle donde estaban amarrados los barcos. Nadie nos dijo que subiéramos a bordo para «un trago amistoso» (como les decían algunos pescadores a otros del muelle); en realidad, fueron muy pocos los que llegaron a hablar con nosotros siquiera. Frank y su amigo tomaban cervezas en un bar al aire libre que quedaba cerca, pero su tipo de hospitalidad no estaba en armonía con esta escena. A lo más que puede llegar la gente de Striker es a Jack Daniel y al magreo intenso en la cubierta de popa… y, después de una semana de creciente aislamiento respecto a aquel mundo que teóricamente yo estaba «cubriendo», me enfrentaba a la lúgubre y desagradable verdad de que «mi reportaje» se había jodido. La gente de los barcos no sólo me miraba con clara desaprobación, sino que ya casi nadie se creía siquiera que trabajase para Playboy. Lo único que sabían seguro es que había algo muy raro y descentrado, como mínimo, en mí y en todos mis «ayudantes».

Lo cual, en cierto modo, era verdad y esta sensación de alejamiento por ambas partes se complicaba, por la nuestra, con una paranoia galopante inducida por las drogas, que proporcionaba a cada pequeño incidente, a medida que pasaban los días, un tono agrio y temible. La sensación paranoide de aislamiento era ya suficientemente mala (junto con lo de intentar vivir en dos mundos completamente distintos al mismo tiempo). Pero el peor problema era el hecho de que me había pasado una semana con aquel maldito reportaje y aún no tenía la más remota idea de lo que era, en realidad, la pesca en alta mar. No tenía ni idea de lo que era pescar realmente un pez grande. Sólo había visto a una pandilla de negociantes carcas enloquecidos que, de vez en cuando, alzaban sombras oscuras por el costado de las diversas embarcaciones, justo lo suficiente para que algún ayudante de los de a dólar por hora pudiese cortar la sotileza y apuntar un tanto para el «pescador». No había visto en toda la semana un pez fuera del agua… salvo en las raras ocasiones en que un pez vela enganchado había saltado, por un instante, a cien metros o así de la embarcación, antes de volver a sumergirse para el largo viaje de recogida que, normalmente, duraba de diez a quince minutos de silenciosa lucha y acababa siempre con el pez bien eludiendo el anzuelo o bien arrastrado lo bastante cerca del barco para ser «tocado» y liberado a continuación.

Los pescadores me aseguraban que todo esto era muy emocionante, pero, por lo que veía, no podía creerlo. A mí me parecía que de lo que se trataba en la pesca era de enganchar a un buen monstruo marino del tipo que fuese y meter realmente al bicho en el barco. Y luego comérselo.

Todo lo demás me parecía un cuento para diletantes… como cazar jabalíes con un pulverizador, desde la seguridad de una ranchera… y fue esta sensación medio loca de frustración la que me llevó, por último, a vagar por los muelles intentando contratar a alguien que nos llevase a mí y a Bloor a pescar tiburones comedores de hombres en la noche. Parecía la única forma de llegar a tener una sensación auténtica de aquel deporte: pescar (o cazar) algo verdaderamente peligroso, un animal capaz de arrancarte una pierna en un instante si cometías el más leve error.

Esta idea no era comprendida, en general, en el muelle de Cozumel. Los negociantes-pescadores no veían que tuviera sentido encharcar la popa de sus costosas bañeras con sangre de verdad, y, sobre todo, si la sangre podía ser la suya… pero, al final, conseguí dos colaboradores: Jerry Haugen, del Lucky Striker, y un capitán maya local que trabajaba para Fernando Murphy.

Ambas tentativas acabaron en desastre… por razones totalmente distintas y también en momentos distintos; pero siento la imperiosa obligación de incluir un breve comentario al menos de nuestras expediciones a la caza del tiburón por la costa de Cozumel. Lo primero que he de decir es que vi más tiburones por casualidad en las inmersiones realizadas de día con escafandra autónoma que en nuestras complicadas y costosas «cacerías» nocturnas en los barcos pesqueros; y lo segundo es que cualquiera que compre algo más complejo o caro qué una botella de cerveza en la costa de Cozumel se expone a graves problemas.

La Cerveza Superior a 75 centavos la botella en la terraza del Bal-Hai es un chollo auténtico (aunque sea sólo porque al menos sabes lo que te dan) comparado con los viajes de pesca en alta mar y de inmersión con «escafandra autónoma» disparatados, e incluso mortíferamente ineptos, que se ofrecen en los muelles, en sitios como El Limón o los de Fernando Murphy. Esta gente alquila embarcaciones a los gringos tontos por 140 dólares al día (o la noche) y luego te llevan al mar y te echan por la borda con un equipo de bucear deficiente, en unas aguas llenas de tiburones durante el día, o te ponen a navegar en círculo durante la noche (una especialidad de Fernando Murphy) buscando teóricamente tiburones a unos quinientos metros de la costa. Hay bocadillos de salchichón en abundancia mientras esperas, sin poder comunicarte verbalmente con el avergonzado ayudante maya o el capitán; los dos saben qué clase de cascarón están manejando, pero que no hacen más que seguir las órdenes de Fernando Murphy. Este, por su parte, está en el pueblo haciendo de maître en La Piñata, su club nocturno al estilo Tijana.

Encontramos a Murphy en su club nocturno después de perder seis horas inútiles «en el mar» en una de sus embarcaciones, y a punto estuvimos de que nos zurraran y encarcelaran cuando destruimos ruidosamente el buen ambiente del lugar acusándole de «robo descarado», basándonos en que su empleado había admitido ya que nos había tomado el pelo… y lo único que impidió que nos atizasen los matones de Murphy fue el oportuno fogonazo del flash de un fotógrafo norteamericano. No hay nada como el súbito y blanco flash de un fotógrafo gringo profesional para paralizar el cerebro de un rufián mejicano el tiempo suficiente para que las potenciales víctimas efectúen una huida rápida y pacífica.

Nosotros contábamos con esto y salió bien la cosa; fue el triste final del único intento que hicimos de contratar pescadores locales para una cacería del tiburón. Murphy cobró sus ciento cuarenta dólares en efectivo por adelantado, nosotros recibimos nuestra dura lección objetiva en tratos comerciales en el muelle de Cozumel… y con las fotos en la lata, comprendimos que lo más prudente era abandonar de inmediato la isla.

La otra cacería nocturna del tiburón que hicimos (con Jerry Haugen en Lucky Striker) fue un tipo de experiencia completamente distinto. Hubo en ella, al menos, el valor de lo auténtico. Haugen y su tripulación de dos hombres eran los «hippies» de la flota Striker, y nos llevaron a Bloor y a mí una noche a una cacería de tiburones en serio: una extraña aventura en la que casi se les hundió la embarcación al dar con bajío en plena oscuridad kilómetro y medio mar adentro y que terminó con todos nosotros encaramados en el puente mientras una cría de tiburón de menos de metro y medio coleaba enloquecida por la cubierta de popa, pese a que Haugen le había pegado cuatro tiros en la cabeza con una automática del cuarenta y cinco.

Pensando ahora en todo aquello, la única sensación que me produce la pesca en alta mar es de absoluta y visceral aversión. Hemingway tenía razón cuando decidió que la pistola ametralladora del cuarenta y cinco era el instrumento más adecuado para pescar tiburones, pero se equivocaba respecto al blanco. ¿Por qué disparar contra peces inocentes cuando los culpables se pasean tan tranquilos por los muelles, alquilando embarcaciones a ciento cuarenta dólares al día a pobres borrachos que se autodenominan «pescadores deportivos»?

Nuestra salida de la isla no fue tranquila. El plan era, en esencia (tal como lo concebí yo con la cabeza llena de MDA la noche anterior), esperar hasta más o menos una hora antes del primer vuelo de la mañana a Mérida en Aeroméxico, eludir ambos nuestras facturas de hotel saliendo a toda prisa al amanecer, al acabar el turno del encargado de la noche… y firmar en ambas facturas «Playboy/ Yates de Aluminio Striker». Yo pensaba que este doble y falso imprimátur bastaría para desconectar a los dos encargados lo suficiente para permitirnos llegar al aeropuerto y huir.

Nuestro único problema sería ya (aparte de conectar con el brujo del coral negro que esperaba por lo menos trescientos dólares en metálico por el trabajo que le habíamos encargado) dejar el jeep alquilado de Avis en el aeropuerto no más de tres minutos antes del momento de embarcar: yo sabía que la gente de Avis me tenía vigilado por el mismo furtivo observador que me había endilgado la factura del parabrisas roto, pero también sabía que había estado vigilándonos lo suficiente para saber que ambos nos levantábamos muy tarde. Sin duda, tenía que estar adaptado a nuestro horario. Tenía que llevar ya bastante tiempo ajustándose a nuestro tradicional horario de trabajo del mediodía al amanecer. Sabía también que el horario que había estado siguiendo la última semana se alejaba tanto de su programa normal sueño-vigilia que seguramente estaría deshecho y nervioso por tener que seguir el ritmo de una pandilla de gringos locos que se alimentaban de un talego aparentemente sin fondo lleno de anfetaminas, ácido, MDA y coca.

Todo se reducía a cuestión de armamento (o de falta de él) y sus efectos a largo plazo en el asunto. Considerando mi experiencia personal de muchos años, confiaba en conseguir funcionar a nivel de plena eficacia, al menos por un breve período, después de ochenta o noventa horas sin dormir. Había factores negativos, por supuesto. Ochenta o noventa horas de mame continuo, junto con esporádicos destructores de energía/adrenalina, como nadar frenéticamente esquivando rocas de noche con la marea alta y los súbitos enfrentamientos, en que te arriesgabas al desastre, con directores de hotel… pero, en igualdad de condiciones, yo estaba seguro de que el factor drogas nos proporcionaba una ventaja clara. Un detective privado animoso puede desplegar en un período de veinticuatro horas energía suficiente para mantener el ritmo de unos usuarios de drogas veteranos… pero después de cuarenta y ocho horas seguidas, y sobre todo después de setenta y dos, empiezan a manifestarse intensamente los síntomas de fatiga (alucinaciones, histeria, crisis nerviosa generalizada). Al cabo de setenta y dos horas, cuerpo y cerebro quedan tan agotados que sólo el sueño puede resolverlo… mientras que el usuario de drogas habitual, muy acostumbrado ya a este ritmo frenético y extraño, aún dispone por lo menos de un par de horas de reserva para seguir a tope.

Para mí no había duda alguna (en cuanto el avión despegó de Cozumel) sobre lo que había que hacer con las drogas. Me había tragado tres de las cinco cápsulas de MDA que quedaban durante la noche y Bloor le había dado nuestro hash y todas nuestras píldoras púrpura menos seis al mago del coral negro como extra por sus esfuerzos de toda la noche. Mientras cruzábamos el estrecho del Yucatán a dos mil quinientos metros de altura, hicimos recuento de lo que nos quedaba:

Dos unidades de MDA, seis pastillas de ácido, como gramo y medio de cocaína pura, cuatro rojitas y un puñado de anfetamina. Eso (más cuarenta y cuatro dólares y la loca esperanza de que Sandy hubiese hecho y pagado nuestras reservas en Monterrey, México) era todo lo que teníamos entre Cozumel y nuestro refugio/destino en la casa de Sam Brown en Denver. Salimos de Cozumel a las ocho y media y, si todo iba bien, llegaríamos al aeropuerto internacional de Denver antes de las siete.

Llevábamos unos ocho minutos en el aire cuando miré a Bloor y le expliqué lo que había pensado.

—No llevamos droga suficiente aquí para arriesgarnos a pasarla por la aduana —dije.

El asintió pensativo y dijo:

—Bueno… para ser pobres vamos bastante bien provistos.

—Sí —contesté—. Pero yo tengo que velar por mi reputación profesional. Y sólo hay dos cosas que no hecho nunca con drogas: venderlas y pasarlas por aduana… sobre todo cuando podemos reponer todo lo que llevamos por unos noventa y nueve dólares en cuanto salgamos del avión.

Se retrepó en su asiento sin decir nada. Luego me miró.

—¿Qué quieres decir? ¿Que lo tiremos todo?

Medité un instante.

—No. Yo creo que deberíamos tomarlo.

—¿Qué?

—Sí, ¿por qué no? No pueden detenerte por lo que tienes ya disuelto en el estómago… por muchas cosas raras que hagas.

—¡Dios mío! —masculló él—. ¡Si tomamos todo eso nos pondremos locos perdidos!

Me encogí de hombros.

—Piensa dónde nos tocará pasar la aduana —dije—. San Antonio, Tejas. ¿Estás dispuesto a dejar que te metan en la cárcel en Tejas?

Se miró fijamente las uñas.

—¿Te acuerdas de Tim Leary? —le dije—. Diez años por llevar tres onzas de yerba en las braguitas de su hija…

Bloor asintió.

—Dios mío… ¡Tejas! Lo había olvidado.

—Yo no —dije—. Cuando Sandy pasó por la aduana en San Antonio hace unas tres semanas, le miraron absolutamente todo lo que llevaba. Tardó dos horas en volver a ordenarlo.

Me di cuenta de que se lo estaba pensando.

—Bueno… —dijo al fin—. ¿Y si tomamos todo eso y nos volvemos locos… y nos enganchan?

—No, hombre, no —le dije—. Le damos al bebercio también y si nos cogen, las azafatas declararán que estábamos borrachos.

Se lo pensó un momento; luego soltó una carcajada.

—Sí… dos buenos muchachos con una sobredosis de alcohol. Vuelven borrachos perdidos a su país después de unas vacaciones vergonzosas en México… totalmente jodidos.

—Eso —dije—. Pueden ponernos en pelota sí quieren. No es ningún crimen entrar en el país borracho perdido.

Se echó a reír.

—Tienes razón. ¿Por qué empezamos? No hay que tomarlo todo de una vez. Sería demasiado.

Asentí, buscando en el bolsillo el MDA; le ofrecía una píldora y me metí la otra en la boca.

—Vamos a tomar ahora un poco del ácido, también —dije—. Así ya lo habremos asimilado, cuando tengamos que tomar lo demás… y podemos dejar la coca para una emergencia.

—Y las anfetaminas —dijo él—. ¿Cuántas quedan?

—Diez dosis —dije—. Polvo de anfetamina blanco puro. Si las cosas se ponen mal, nos despejaría enseguida.

—Eso deberías dejarlo para el final —dijo él—. Si empezamos a pasarnos un poco, podemos utilizar eso.

Tragué la píldora púrpura, ignorando a la azafata mexicana con su bandeja de sangría.

—Tomaré dos —dijo Bloor, estirándose por encima de mí.

—Yo igual —dije, cogiendo otros dos vasos de la bandeja.

Bloor sonrió con una mueca a la azafata.

—No nos haga caso. Somos sólo turistas… hemos bajado aquí a hacer un poco el tonto.

Momentos después, aterrizábamos en el aeropuerto de Mérida. Pero fue una parada rápida e inocua. A las nueve, cruzábamos el centro de México a veinte mil píes de altura, rumbo a Monterrey. El avión iba medio vacío y podríamos habernos paseado por él sí hubiéramos querido… pero miré a Bloor, intentando utilizarle como espejo para imaginar mí propio estado, y decidí que no sería prudente lo de pasear por el pasillo. Una cosa es hacerte notorio… y otra muy distinta hacer que los inocentes pasajeros se estremezcan con una sensación de asombro y repugnancia. Una de las pocas cosas que no puedes controlar del ácido es el brillo de los ojos. Por mucho que bebas nunca te sientes así, con ese sutil resplandor predatorio del primer fogonazo del ácido, por la columna vertebral arriba.

Pero Bloor quería movimiento.

—¿Dónde está la maldita cabeza? —murmuró.

—No te preocupes —dije—. Ya casi estamos en Monterrey. No llames la atención. Allí tenemos que pasar por Inmigración.

Se enderezó en su asiento.

—¿Inmigración?

—Nada serio —dije—. Sólo entregar nuestras tarjetas de turistas y ver lo de los billetes de Denver… pero tendremos que comportarnos correctamente…

—¿Por qué? —preguntó él.

Lo pensé un momento. ¿Por qué, en realidad? Estábamos limpios. O casi limpios, en realidad. Sobre una hora después de salir de Mérida habíamos tomado otra ronda de ácido… con lo que quedamos con dos ácidos más, más cuatro rojos y la coca y la anfeta. Lo echamos a suertes y a mí me tocó la anfeta y el ácido. Bloor tenía la coca y las rojas… y cuando se encendió el letrero de ABRÓCHENSE LOS CINTURONES sobre Monterrey, estábamos de acuerdo, más o menos, en que lo que no hubiésemos tomado cuando llegáramos a Tejas tendríamos que tirarlo por el retrete de acero inoxidable del lavabo del avión.

Habíamos tardado unos cuarenta y cinco torturados minutos en llegar a este acuerdo porque, a aquellas alturas, ninguno de los dos era capaz de hablar claramente. Yo intentaba cuchichear, a través de los dientes apretados, pero no conseguía formular una frase que no pareciese resonar por todo el avión como si estuviese susurrando por un megáfono. En determinado momento me acerqué lo más posible al oído de Bloor y murmuré: «Rojas… ¿cuántas?», pero el sonido de mi propia voz me asustó tanto que retrocedí horrorizado e intenté fingir que no había dicho nada.

¿Estaba mirando la azafata? No podía estar seguro. Bloor parecía no haberse enterado… pero, de pronto, empezó a moverse en su asiento y a arañar frenético debajo de sí con ambas manos.

—Pero qué coño… —chillaba.

—¡Tranquilo! —mascullé—. ¿Qué te pasa?

Se debatía con el cinturón, sin dejar de gritar. La azafata corrió por el pasillo y le desabrochó el cinturón. Había miedo en su rostro cuando retrocedió y vio a Bloor levantarse del asiento de un salto.

—¡Cabrón de mierda! —me gritó.

Yo miraba fijo al frente. Dios mío, pensé, se ha pasado, no puede controlar el ácido, debería haber abandonado a este loco cabrón en Cozumel. Sentía que mis dientes rechinaban pero procuraba ignorar aquel ruido… luego, volví la vista y le vi hurgando entre los asientos hasta que sacó una colilla humeante.

—¡Mira esto! —me gritó.

Sostenía la colilla en una mano y se tocaba la pernera del pantalón con la otra…

—Me ha hecho un agujero en los pantalones —decía—. ¡Me escupió esta sucia colilla en mi asiento!

—¿Qué? —dije, tanteando delante de mi boca para localizar el cigarrillo de mi filtro… pero el filtro estaba vacío y, de pronto, comprendí.

La niebla de mí cerebro se disolvió bruscamente y oí mi propia risa.

—¡Ya te avisé de estos malditos Bonanzas! —dije—. ¡Siempre se caen del filtro!

La azafata le empujaba para que volviera a sentarse.

—Abróchese el cinturón —decía—. Abróchese el cinturón.

Le agarré del brazo y tiré de él, haciéndole perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el respaldo del asiento. El asiento cedió y se derrumbó sobre las piernas de quien estuviese sentado atrás. La azafata volvió a colocarlo rápidamente en posición erecta y luego se inclinó para abrochar el cinturón de Bloor. Vi que el brazo izquierdo de éste salía culebreando y se instalaba afectuosamente alrededor de los hombros de la azafata.

¡Dios mío!, pensé. Ya está. Ya veo los titulares del periódico de mañana: «INCIDENTE CON UNOS DROGADICTOS EN UN AVIÓN DE MONTERREY; GRINGOS DETENIDOS POR INCENDIO Y AGRESIÓN.»

Pero la azafata se limitó a sonreír y retrocedió dos pasos, rechazando la torpe tentativa de Bloor con un manotazo en el brazo y una gélida sonrisa profesional. Intenté devolverla, pero la cara no me funcionaba como es debido. Ella achicó los ojos. Era evidente que le había ofendido más mi mueca demencial que la tentativa de Bloor de hundirle la cabeza en su regazo.

Bloor sonrió feliz mientras ella se alejaba.

—Así aprenderás —dijo—. Es una verdadera pesadilla viajar contigo.

El ácido iba asentándose ya. Por su tono de voz, percibí que ya había salido de la etapa maníaca. Ya había desaparecido el cuchicheo espasmódico y paranoico. Se sentía ya tranquilo. Su expresión se había asentado en ese resplandor de frágil serenidad que invariablemente ves en la cara del consumidor veterano de ácido que sabe que ha pasado el primer fogonazo y que ya puede acomodarse para unas seis horas de buena diversión.

Yo, por mi parte, no estaba del todo allí, pero sabía que ya estaba llegando… y aún nos quedaban unas siete horas más y dos cambios de avión para llegar a Denver. Sabía que el paso por Inmigración en Monterrey era una simple formalidad… hacer cola con los demás gringos un rato y no ponerse histérico cuando el poli de la puerta te pidiera la tarjeta de turista.

Yo estaba convencido de que podíamos superar aquello tranquilamente, gracias a nuestra prolongada experiencia. Cualquiera que siga en la calle después de siete u ocho años de consumo público de ácido ha aprendido a confiar en su glándula adrenalínica para superar los enfrentamientos rutinarios con la burocracia: citaciones de tráfico, controles de autopista, ventanillas de las líneas aéreas…

Y nos enfrentábamos a una de estas situaciones: sacar el equipaje de aquel avión y no perderlo en el aeropuerto hasta que descubriésemos qué vuelo nos llevaría a San Antonio y Denver. Bloor sólo llevaba dos maletas. Pero yo tenía que arrastrar dos inmensas maletas de cuero, una bolsa de playa de lona y la grabadora con dos altavoces portátiles. Si teníamos que perder algo, quería perderlo al norte de la frontera.

El aeropuerto de Monterrey es un edificio pequeño, fresco y luminoso, tan inmaculadamente limpio y eficiente que nos sentimos casi de inmediato acunados y aposentados en un estado de euforia sonriente. Todo parecía funcionar a la perfección. No perdimos ninguna pieza del equipaje, no hubo súbitos arrebatos de farfulleo salvaje en la ventanilla de Inmigración, ni motivo de pánico ni ataques de desesperación en la ventanilla de los billetes… Se habían hecho ya nuestras reservas de primera clase y estaba confirmado todo hasta Denver. Bloor opuso cierta resistencia a pagar treinta y dos dólares más «sólo por sentarse delante con los ricos», pero yo lo consideré necesario.

—Hay muchas más libertad para hacer lo que uno quiera en primera —le dije—. Las azafatas de la sección turística no tienen tanta experiencia en conducta extraña, así que es más probable que se desquicien si creen que tienen entre manos a un loco peligroso. Me miró furioso.

—¿Parezco yo acaso un loco peligroso?

Me encogí de hombros. Resultaba difícil mirarle detenidamente a la cara. Estábamos de píe en un pasillo, junto a las tiendas de souvenirs.

—Pareces un caso grave de drogadicción —le dije al fin—. El pelo revuelto, los ojos chispeantes, la nariz colorada y…

De pronto vi aquel polvo blanco en la parte superior de su bigote.

—¡Pedazo de cerdo! ¡Has estado tomando coca! Sonrió con los ojos en blanco.

—¿Por qué no, hombre? Sólo un pellizquito, nada más; para darme marcha. Cabeceé.

—Sí. Espera a que tengas que explicárselo al agente de aduanas en San Antonio, con ese polvo blanco manándote de la nariz —solté una siniestra carcajada—. ¿Nunca has visto esas linternas grandes en forma de bala que utilizan para registrar el recto? Estaba frotándose vigorosamente la nariz.

—¿Dónde habrá una farmacia? Tengo que comprar un poco de ese pulverizador nasal.

Buscó en el bolsillo de atrás y vi que se le ponía la cara gris, —¡Dios mío! —masculló—. ¡He perdido la cartera! Seguía hurgando en los bolsillos, pero no aparecía ninguna cartera.

—¡Jesús! —gimió—. ¡Está en el avión! —Sus ojos chispeaban desquiciados mirando por el aeropuerto—. ¿Dónde está la puerta? —masculló—. La cartera tiene que estar debajo del asiento.

Cabeceé tranquilamente y dije:

—No te molestes, es demasiado tarde.

—¿Qué?

—El avión. Lo vi despegar mientras estabas en la sala de espera esnifando la coca.

Se quedó pensando un momento y luego lanzó un sonoro y tembloroso aullido.

—¡Mi pasaporte! ¡Todo mi dinero! ¡No tengo nada! Sin documentación no me dejarán volver a entrar en el país.

Sonreí.

—No seas ridículo. Yo respondo por ti.

—¡Vete a la mierda! —dijo—. ¡Tú estás loco! ¡No hay más que mirarte a la cara para ver que estás loco!

—Anda, vamos a ver si encontramos el bar —dije—. Nos quedan cuarenta y cinco minutos.

¿Qué?

—Cuanto más borracho estés, menos te importará —dije—. Lo mejor que podemos hacer en este momento es conseguir que tú te pongas borracho perdido. Diré que te pusiste delante de un avión en la pista en Mérida y que el motor te arrancó la chaqueta y la succionó por la turbina.

Todo aquello parecía absurdo.

—Tú tenías la cartera en la chaqueta, ¿vale? Yo fui testigo. Lo único que pude hacer fue impedir que la turbina te succionara entero.

Se me escapaba la risa; la verdad es que la escena era muy animada. Casi podía sentir la terrible succión mientras nos debatíamos por clavar los talones en el asfalto caliente de la pista. A lo lejos, de un punto indeterminado, llegaba el quejido de una banda de mariachis sobre el estruendo de los motores, que iban arrastrándonos más y más hacia las aspas giratorias. Oí el alarido de una azafata que contemplaba impotente la escena. Un soldado mejicano con metralleta intentó ayudarnos, pero de pronto la turbina le sorbió y desapareció como una hoja arrastrada por el viento… gritos desquiciados a nuestro alrededor, luego un zump estremecedor, mientras el soldado desaparecía, los pies primero, en la bocaza negra de la turbina… El motor pareció atascarse por unos instantes, y a continuación escupió una ducha repugnante de hamburguesa y esquirlas por toda la pista… más chillidos detrás nuestro cuando desapareció la chaqueta de Bloor; yo estaba sujetándole por un brazo cuando otro soldado con metralleta empezó a disparar contra el avión, primero contra la cabina y luego contra el motor asesino… luego, explotó de pronto, como una bomba que estallase justo frente a nosotros; el fogonazo nos lanzó a más de setenta metros de distancia por encima de la pista y a través de una valla de alambre…

¡Dios mío! ¡Qué escena! Un fantástico cuento para soltárselo a los de aduanas de San Antonio…

«Y después, oficial, mientras estábamos allí tumbados en la yerba, demasiado conmocionados para poder movernos, ¡explotó otro motor! ¡Y luego otro! ¡Unas inmensas bolas de fuego! Fue un milagro que escapáramos con vida… Sí, por eso el señor Bloor está en el estado en que está. Se ha pasado toda la tarde muy agitado, casi histérico… quiero llevarle a Denver de nuevo y darle un sedante…».

Tanto me atrapó esta terrible visión que no me di cuenta de que Bloor estaba de rodillas hasta que le oí gritar. Había esparcido el contenido de su maletín por el suelo del pasillo y rebuscaba entre el montón y, de pronto, le vi que sonreía feliz a la cartera que tenía en la mano.

—La encontraste —dije.

Asintió, agarrándola con ambas manos, como sí pudiese escapársele saltando con la fuerza de una lagartija medio capturada y desaparecer por el atestado vestíbulo. Miré a mí alrededor y vi que la gente se paraba a mirarnos. Aún giraba en mi cabeza la feroz alucinación que se había apoderado de mí, pero conseguí arrodillarme y ayudar a Bloor a meter de nuevo sus pertenencias en el maletín.

—Estamos llamando la atención —murmuré—. Vamos al bar, allí estaremos más seguros.

Momentos después estábamos sentados en una mesa desde la que se dominaban las pistas, sorbiendo margaritas y observando a los empleados del aeropuerto que descargaban el 727 que nos llevaría a San Antonio. Mi plan era atrincherarnos en el bar hasta el último momento, luego salir pitando a coger el avión. Habíamos tenido muchísima suerte hasta el momento, pero la escena del vestíbulo había activado una ola de paranoia en mi mente. Tenía la sensación de que llamábamos la atención. La actitud de Bloor era cada vez más psicótica. Bebió un trago de su vaso y luego le dio un papirotazo y lo derramó sobre la mesa y me miró fijamente.

—¿Qué es esto? —masculló.

—Un margarita doble —dije, mirando a la camarera para ver si nos miraba.

Nos miraba, y Bloor le hizo un gesto llamándola.

—¿Qué quieres? —murmuré.

—Un glaucoma —dijo.

Antes de que pudiera oponerme llegó la camarera. El glaucoma es un combinado complicadísimo que contiene unos nueve ingredientes insólitos; a Bloor le había explicado la composición una mujerzuela vieja que conoció en la terraza del Bal-Hai. La vieja había enseñado al encargado del Bal-Hai a prepararlo: contenía cuantías muy precisas de ginebra, tequila, kahlua, hielo machacado, zumos de frutas, rodajas de limón, especias… todo perfectamente mezclado en un vaso grande y muy frío.

No es el tipo de bebida que deba uno pedir en un aeropuerto con la cabeza llena de ácido y una visible dificultad de vocalización. Y menos cuando ni siquiera hablas el idioma local y acabas de derramar la primera bebida que has pedido por la mesa.

Pero Bloor insistió. Cuando la camarera abandonó toda esperanza, se acercó al mostrador a hablar con el encargado. Yo me derrumbé en mi asiento, sin perder de vista el avión y con la esperanza de que estuviésemos ya a punto de salir. Pero ni siquiera habían cargado el equipaje todavía: aún faltaban veinte minutos para la salida… tiempo suficiente para que un pequeño incidente se convirtiese en un problema grave. Observé a Bloor que hablaba con el encargado, señalando diversas botellas de las estanterías y utilizando de cuando en cuando los dedos para indicar medidas. El encargado cabeceaba pacientemente.

Por fin Bloor volvió a la mesa.

—Ya está haciéndomelo —dijo—. Vuelvo de aquí a un minuto. Tengo que hacer una cosa.

Le ignoré. Mi mente divagaba de nuevo. Dos días y dos noches sin dormir, más una dieta persistente de drogas psicoactivas y margaritas dobles empezaban a influir en mi capacidad de concentración. Pedí otro vaso y miré hacia los cerros de un marrón oscuro que había al otro lado de las pistas. El bar disponía de un buen aire acondicionado, pero a través de la ventana sentía perfectamente el calor del sol.

¿Por qué preocuparse?, pensé. Hemos conseguido superar lo peor. Lo único que tenemos que hacer ahora es no perder el avión y salir de aquí. En cuanto crucemos la frontera, lo más que puede pasarnos es que tengamos un pequeño incidente en la aduana en San Antonio. Puede que tengamos que pasar una noche en la cárcel, pero ¿qué demonios? Una pequeña acusación sin importancia (embriaguez, escándalo público, resistencia a la autoridad), nada grave, ningún delito. Cuando aterrizásemos en Tejas, ya nos habríamos tragado toda prueba de delito.

Mi única preocupación real era la posibilidad de que nos hubieran puesto una denuncia en regla en Cozumel. Después de todo, habíamos dejado atrás dos facturas de hotel que totalizaban unos quince mil pesos, además de aquel jeep medio destrozado de Avis que habíamos dejado en el aparcamiento del aeropuerto (otros quince mil pesos); y habíamos pasado los últimos cuatro o cinco días en compañía constante de un traficante de drogas descarado de primera categoría, todos cuyos movimientos y contactos, en realidad, podrían haber estado vigilados e incluso fotografiados por agentes de la Interpol.

¿Dónde estaría Frank? ¿En la seguridad de su casa en California? ¿O preso en Ciudad de México, jurando desesperadamente que ignoraba qué podían ser aquellas latas de polvo blanco halladas en su equipaje? Casi podía oírle: «¡Tiene que creerme usted, capitán! Fui a Cozumel a estudiar una inversión inmobiliaria. Y una noche, estaba sentado en el bar, pensando en mis cosas, cuando, de pronto, aparecen aquellos dos ácidoadictos borrachos y se sientan a mí lado y me dicen que trabajan para Playboy. Uno de ellos tenía un puñado de píldoras encarnadas y fui tan idiota que me tomé una. Cuando me di cuenta, estaban utilizando mí habitación del hotel como cuartel general. No dormían nunca. Intenté controlarles, pero tuvieron muchas ocasiones en que yo estaba dormido y pudieron meter cualquier cosa en mi maleta… ¿qué? ¿que dónde están ahora? Bueno… con seguridad no puedo decirlo, pero puedo decirle los hoteles en los que paraban».

¡Dios mío! ¡Aquellas terribles alucinaciones! Intenté apartarlas de mi mente y terminé la bebida que me quedaba y pedí más. De pronto, un súbito estremecimiento paranoico me hizo saltar de mi asiento. Me incorporé y miré alrededor. ¿Dónde estaba el cabrón de Bloor? ¿Cuánto tiempo hacía que se había ido? Miré hacia el avión y vi el camión del combustible aún aparcado debajo del ala. Pero habían cargado ya el equipaje. Diez minutos más.

Me tranquilicé de nuevo, mostrando a la camarera un puñado de pesos para pagar nuestras bebidas, intentando sonreírle. Cuando, de pronto, todo el aeropuerto pareció retumbar con el sonido de mí nombre lanzado por un millar de altavoces… luego, oí el nombre de Bloor… una voz áspera, con mucho acento, aullando por los pasillos como el alarido de un espectro… «LOS PASAJEROS HUNTER THOMPSON Y YAIL BLOOR PRESÉNTENSE INMEDIATAMENTE EN LA VENTANILLA DE INMIGRACIÓN…».

Me quedé demasiado aterrado para moverme.

—¡Por mí madre! —mascullé—. ¿De verdad lo he oído? —Me agarré a los brazos de mi asiento e intenté concentrarme. ¿Estaba alucinando otra vez? No había forma de cerciorarse…

Luego oí de nuevo la voz, atronando por todo el aeropuerto:

LOS PASAJEROS HUNTER THOMPSON Y YAIL BLOOR PRESÉNTENSE INMEDIATAMENTE EN LA VENTANILLA DE INMIGRACIÓN…

¡No! pensé. ¡Esto es imposible! Tenía que ser demencia paranoide. ¡Mi miedo a que me engancharan en el último momento se había hecho tan intenso que oía voces imaginarias! El sol que se filtraba por el ventanal había hecho hervir el ácido en mi cerebro; una inmensa burbuja de drogas había roto una vena débil en mi lóbulo frontal.

Luego, vi que Bloor entraba corriendo en el bar. Tenía los ojos desencajados, braceaba vesánicamente. —¿Lo oíste? —gritó. Le miré fijamente. En fin… Nos han jodido, pensé. También él lo oyó o sí no lo oyó, sí los dos estamos alucinando, significa una sobredosis… significa que estaremos totalmente descontrolados las próximas seis horas, enloquecidos de miedo y de confusión, sintiendo que nuestros cuerpos desaparecen y que las cabezas se nos hinchan como globos y seremos incapaces de reconocernos…

—¡Despierta! ¡Maldita sea! —gritó él—. ¡Tenemos que ir corriendo al avión!

Me encogí de hombros.

—Es inútil. Nos agarrarán en la puerta.

El intentaba cerrar la cremallera de su maletín frenéticamente.

—¿Estás seguro de que los nombres eran los nuestros? ¿Completamente seguro?

Asentí, sin moverme aún. En algún punto de mi semiadormecido cerebro empezaba a agitarse la verdad. No estaba alucinando. La pesadilla era real… y, de pronto, recordé lo que había dicho el relaciones públicas de Striker sobre aquel jefe todopoderoso de Cozumel que tenía la exclusiva del combustible.

Claro. Un hombre de tanta influencia debía tener relaciones por todo Méjico: policía, líneas aéreas, inmigración. Era una locura pensar que podíamos engañarle sin problemas. También debía controlar, sin duda, la delegación de Avis… y debía haberse puesto en movimiento en cuanto sus sicarios encontraron el jeep en el aparcamiento del aeropuerto con el parabrisas roto y una factura de once días sin pagar. Las líneas telefónicas sin duda habían estado tarareando a veinte mil pies por debajo nuestro todo el camino hasta Monterrey. Y ahora, cuando ya nos quedaban menos de diez minutos, se lanzaban sobre nosotros.

Me levanté y me eché al hombro la bolsa de playa justo en el momento en que la camarera traía el glaucoma de Bloor. Bloor la miró, luego cogió el vaso de la bandeja y se bebió aquello de un trago. «Gracias, gracias», murmuró, entregándole un billete de cincuenta pesos. Ella se dispuso a darle el cambio, pero él hizo un gesto con la cabeza.

Nada, nada, quédese el cambio —dijo.

Luego, señaló hacia la cocina.

—¿La puerta de atrás? —dijo con vehemencia—. ¿¡Salida!?

Señaló con un gesto el avión que quedaba a unos diez metros en la pista. Vi que algunos pasajeros empezaban ya a subir.

—¡Mucha prisa! —decía Bloor a la camarera—. ¡Importante!

Ella le miró desconcertada, y luego señaló la entrada principal del bar.

Bloor tartamudeó impotente un momento y luego empezó a gritar:

—¿Dónde está en este lugar la jodida puerta trasera? ¡Tenemos que coger ahora mismo ese avión!

Un chorro largamente esperado de adrenalina empezaba a despejar mi cabeza. Le agarré por el brazo y me lancé hacia la puerta principal.

—Vamos —dije—. Pasaremos corriendo por delante de esos cabrones.

Aún tenía el cerebro nublado, pero la adrenalina había activado un instinto básico de supervivencia. Nuestra última esperanza era correr como ratas desesperadas por la única abertura posible y esperar un milagro.

Mientras corríamos por el pasillo, saqué de mí bolsa de playa una de las tarjetas de PRENSA y se la di a Bloor.

—Tú enséñales esto cuando lleguemos a la puerta —dije, saltando a un lado para esquivar a un grupo de monjas que se interponían en nuestro camino.

—¡Pardonnez! —grité—. ¡Prensa! ¡Prensa! ¡Mucho importante!

Bloor captó la consigna cuando nos aproximábamos a la puerta, corriendo a toda pastilla y gritando incoherentemente en un farfullante español. La ventanilla de inmigración estaba justo al otro lado de las puertas de cristal que llevaban a la pista. La escalerilla del avión estaba aún llena de pasajeros, pero el reloj que había sobre la puerta marcaba exactamente las once y veinte, que era la hora de salida. Nuestra única esperanza era pasar como un rayo delante de los polis que había allí y llegar al avión y subir a bordo en el mismísimo instante en que la azafata cerrase la gran puerta plateada…

Tuvimos que aminorar la marcha cuando ya estábamos cerca de las puertas de cristal, agitando los billetes hacia los polis y gritando «¡Prensa! ¡Prensa!» a todos los que se nos ponían delante. Yo sudaba a mares por entonces, y los dos jadeábamos.

Un poli pequeño y musculoso de camisa blanca y gafas oscuras se nos plantó delante cuando cruzábamos la puerta.

—¿Señor Bloor? ¿Señor Thompson? —preguntó ásperamente. La voz de la condenación.

Frené vacilante y me desplomé contra la pared, pero las botas de suela de Bloor no se asentaron en el suelo de mármol y resbaló pasando ante mí a toda pastilla hasta chocar con una palmera enmacetada de unos tres metros, soltando el maletín y destrozando varias ramas a las que se agarró para no caerse.

—¿Señor Thompson? ¿Señor Bloor? —nuestro acusador tenía una mente de una sola vía. Uno de sus ayudantes había corrido a ayudar a levantarse a Bloor. Otro cogió su maletín del suelo y se lo entregó.

Yo estaba demasiado agotado, no podía hacer más que cabecear mansamente. El poli que había pronunciado nuestros nombres me cogió el billete que tenía en la mano y lo miró. Luego me lo devolvió enseguida.

—¡Aja! —dijo, con una mueca—. ¡Señor Thompson!

Luego miró a Bloor:

—Usted es el señor Bloor.

—¡Pues claro que sí! —gritó Bloor—. ¿Qué demonios pasa aquí? Esto es un abuso… ¿por qué tiene que echar tanta cera en estos suelos? ¡He estado a punto de matarme!

El poli volvió a sonreír. ¿Había un deje sádico en su sonrisa? No podía estar seguro. Pero ya no importaba. Nos habían agarrado. Por un instante, pensé en toda la gente que conocía que estaba detenida en Méjico; drogotas que se habían arriesgado demasiado, que no habían tenido cuidado suficiente. Encontraría amigos en la cárcel, desde luego; casi les oía ya lanzar sus alegres gritos de bienvenida cuando nos llevasen al patio y nos soltasen.

Esta escena pasó por mi cabeza en milésimas de segundo. Los gritos salvajes de Bloor aún flotaban en el aire cuando el policía empezó a empujarme por la puerta hacia el avión.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —decía… y detrás oí que su ayudante empujaba a Bloor.

—Teníamos miedo de que perdieran el avión —le decía—. Por eso les llamamos por los altavoces. Y sonreía ya claramente. —Casi pierden ustedes el avión.

Ya estábamos casi en San Antonio cuando por fin logré recuperar el control de mí mismo. La adrenalina aún bombeaba violenta ente en mi cabeza. El ácido, el trago y la fatiga habían quedado completamente neutralizados por la escena de la puerta. Tenía los nervios tan agarrotados, cuando el avión despegó, que tuve que pedir a la azafata dos whiskies con agua, que utilicé para tragar dos de las cuatro rojas que teníamos.

Bloor se tomó las otras dos, con la ayuda de dos bloody maries. Todavía le temblaban mucho las manos y tenía los ojos inyectados en sangre… pero, mientras iba volviendo a la vida, se puso a maldecir a «esos sucios cabrones con los altavoces», que le habían hecho aterrarse y deshacerse de toda la coca.

—¡Dios mío! —dijo, quedamente—. No puedes imaginarte lo horroroso que fue… yo estaba allí de pie orinando, con la polla en una mano y la cucharilla de coca en la otra (metiéndome el asunto en la nariz e intentando mear al mismo tiempo) cuando, de repente, explotó a mi alrededor. Tienen un altavoz allí en un rincón de los lavabos, y es todo de azulejos.

Bebió un buen trago de su bloody mary.

—Mierda, casi me vuelvo loco. Fue como si alguien se hubiese puesto detrás de mí sin que me diera cuenta y me hubiese colocado un petardo en la espalda. Lo único que se me ocurrió fue deshacerme de inmediato de la coca. La tiré en uno de los inodoros y salí corriendo hacia el bar como un cabrón. Soltó una nerviosa carcajada y continuó:

—Ni siquiera me subí la cremallera de los pantalones; salí al pasillo con el pijo colgando por fuera.

Sonreí, recordando la sensación de desesperación casi apocalíptica que se apoderó de mí cuando oí la primera llamada.

—Qué raro —dije—. A mí nunca se me ocurrió siquiera deshacerme de las drogas. Yo pensaba en todas aquellas facturas del hotel y en aquel maldito jeep. Si nos llegan a enganchar por eso, unas cuantas píldoras no hubieran significado gran cosa.

Pareció cavilar un instante… luego habló, mirando fijamente al asiento de delante.

—Bueno… no sé tú… pero yo no creo que pudiese soportar otro susto como éste. He pasado unos noventa segundos de terror absoluto. Tenía la sensación de que mi vida había terminado. ¡Dios mío! Estar allí de pie meando con la cucharilla de coca en la nariz y oír de pronto mi nombre por aquel altavoz… —suspiró suavemente—. Ahora sé cómo debió sentirse Liddy cuando vio entrar corriendo a aquellos polis en Watergate… ver que se desmoronaba toda su vida, pasar de ser un pez gordo en la Casa Blanca a verse encerrado veinte años en la cárcel, todo en sesenta segundos…

—Que se vaya a la mierda Liddy —dije—. Eso no le habría pasado a un buen chico.

Solté una sonora carcajada y añadí:

—Liddy fue el cabrón que organizó la Operación Bloqueo… ¿te acuerdas?

Bloor asintió.

—¿Qué crees tú qué habría pasado si Gordon Liddy hubiese estado en la puerta cuando pasamos nosotros?

Sonrió, bebió un trago.

—Estaríamos en estos momentos en una cárcel mexicana —dijo—. Sólo una de estas pastillas —alcé una de las pastillas de ácido— habría bastado para lanzar a Liddy a un frenesí de odio. Nos habría hecho encerrar como sospechosos de todo, desde asalto a mano armada a contrabando de drogas.

El miró la pastilla que yo sostenía, luego estiró la mano para cogerla.

—Acabemos de una vez con ellas —dijo—. No puedo soportar estos nervios.

—Tienes razón —dije, buscando otra en el bolsillo—. Ya casi estamos en San Antonio.

Me tragué la píldora y le pedí otro whisky a la azafata.

—¿Ya está? —preguntó—. ¿No nos queda nada?

Asentí.

—Salvo la anfetamina.

—Deshazte de ella —dijo—. Ya estamos llegando.

—No te preocupes —contesté—. Este ácido empezará a hacer efecto justo cuando aterricemos. Debíamos pedir más bebida.

Me desabroché el cinturón y avancé por el pasillo hacia el lavabo, con el propósito de tirar la anfetamina por el inodoro… pero cuando entré, una vez cerrada la puerta, contemplé aquellas mariconas descansando tan pacíficamente allí en mí palma… diez cápsulas de anfetamina en polvo blanca pura y pensé: No, podríamos necesitarlas, si surge otra emergencia. Recordé la peligrosa letargia que se había apoderado de mí en Monterrey.

Luego, contemplé mis botas de baloncesto de lona blanca y vi lo bien que ajustaban las lengüetas debajo del cordón… allí había presión suficiente, pensé, y sitio suficiente para diez cápsulas… así que las metí allí todas y volví a mi asiento. Pensé que no tenía sentido decírselo a Bloor. Él está limpio, y, por tanto, es totalmente inocente. Pensé que decirle que llevaba todavía encima las cápsulas reduciría su capacidad de justa cólera… después de que hubiéramos cruzado tranquilamente la aduana, cuando nos arrastrásemos ciegos por el aeropuerto de San Antonio, me lo agradecería.

San Antonio fue coser y cantar, no hubo el menor problema… pese al hecho de que, prácticamente, nos caíamos del avión, ciegos otra vez, y que cuando cogimos nuestras maletas en la cinta transportadora camino del funcionario de aduanas, un negro altísimo, los dos nos reíamos como tontos del rastro de píldoras de anfetaminas naranja que íbamos dejando en el suelo del cobertizo de aduanas de tejado metálico. Yo estaba discutiendo con el agente cuánto debería pagar de impuestos por las dos botellas de tequila que llevaba cuando me di cuenta de que Bloor casi se caía de risa a mi lado. Acababa de pagar 5,88 dólares por su tequila, y estaba destornillándose mientras el agente discutía mi tarifa.

—¿Qué coño te pasa ahora? —le dije, volviendo la vista hacía él… Entonces me di cuenta de que estaba mirándome a los pies, y que le costaba tanto trabajo contener la risa que a duras penas mantenía el equilibrio.

Yo también miré y allí, como a quince centímetros de mí zapato derecho, había una cápsula de un color naranja brillante. Había otra en el felpudo negro de goma a unos sesenta centímetros detrás mío… y sesenta centímetros más lejos, otra. Parecían tan grandes como balones de fútbol.

Disparatado, pensé. Hemos ido dejando un rastro anfetamínico desde el avión hasta este aduanero de cara de escarabajo… que me entregaba en aquel instante el recibo de mi tasa por el licor. Lo acepté con una sonrisa que estaba desintegrándose ya en histeria cuando lo cogí de su mano. El miraba hoscamente a Bloor, que ya había perdido el control y seguía riéndose tirado en el suelo. El aduanero no podía entender de qué se reía Yail, porque quedaba entre nosotros la cinta transportadora… pero yo podía. Era otra de aquellas malditas bolas anaranjadas, que descansaba sobre la puntera blanca de lona de mi zapato. Me agaché con la mayor naturalidad posible y me la guardé en el bolsillo. El aduanero nos miraba con claro disgusto y nosotros cogimos las maletas y cruzamos las puertas giratorias de madera, y entramos en el vestíbulo del aeropuerto de San Antonio.

—¿Verdad que es increíble? —dijo Bloor—. ¡Ni siquiera nos abrió las maletas! ¡Por él, pudimos pasar con doscientas libras de heroína pura!

Dejé de reírme. Era verdad. Mi gran maleta (la de piel de elefante con cantoneras de bronce) aún estaba bien cerrada. No habían abierto ni una sola de nuestras maletas ni para una inspección protocolaria. Habíamos incluido las botellas de tequila en el impreso de declaración… y era todo lo que parecía interesarles.

—¡Dios mío! —decía Bloor—. Sí lo hubiésemos sabido.

Sonreí, pero aún estaba muy nervioso. Había algo casi mágico en lo de dos carcajeantes y tambaleantes drogatas pasando por uno de los puntos más controlados del mapa aduanero sin que ni siquiera les abriesen las maletas. Era casi ofensivo. Cuanto más lo pensaba, más furioso me ponía… porque aquel negro de fríos ojos había acertado absolutamente. Nos había catalogado con una sola mirada. Casi podía oírle pensar: «¡Maldita sea! Mira estos dos blanquitos babeantes. Nadie que esté tan trompa puede ir en serio».

Y era verdad. Sólo pasamos con una cápsula de anfetaminas, y hasta esto fue un accidente. Así que, la verdad, se había ahorrado un montón de trabajo innecesario ignorando nuestro equipaje. Yo habría preferido no entender este embarazoso suceso tan claramente, porque me hundió en un ataque de depresión… a pesar del ácido, o, quizás, a causa de él.

El resto del viaje fue una pesadilla de disparates paranoides y de esa clase de pequeñas humillaciones que te persiguen varias semanas después. Cuando íbamos a mitad de camino, entre San Antonio y Denver, Bloor se asomó al pasillo y agarró por una pierna a una azafata haciéndola caer con una bandeja en la que llevaba veintiún vasos de vino, que se hicieron añicos a sus pies y alzaron furiosos comentarios entre los demás pasajeros de primera clase que habían pedido vino con el almuerzo.

—¡Eres un cochino drogadicto cabrón! —mascullé, procurando ignorarle en el estallido de indignación que nos rodeaba.

El hizo una mueca estúpida, ignorando los aullidos de la azafata y fijando en mí una mirada desvaída e incrédula que confirmó, definitivamente, mis convicciones de que nadie que tenga la más mínima inclinación latente a usar drogas debería intentar pasarlas por aduana. Nos sacaron prácticamente a empujones del avión en Denver, entre carcajadas y tumbos, en tan mal estado que apenas sí pudimos recoger el equipaje.

Meses después, recibí una carta de un amigo de Cozumel, peguntándome sí aún me interesaba comprar una participación en unos acres de playa de las costas del Caribe. Llegó justo cuando me preparaba a salir para Washington a cubrir la «impugnación de Richard Nixon», acto final de un drama que empezó, para mí, casi exactamente un año antes, cuando compré un News a un vendedor en la terraza del Bal-Hai de Cozumel y leí la primera protesta de John Dean, que se negaba a ser el «chivo expiatorio».

En fin… mucha locura ha pasado por debajo de nuestros diversos puentes desde entonces, y es muy probable que todos hayamos aprendido muchas cosas. John Dean está en la cárcel, Richard Nixon ha dimitido y ha sido perdonado por el sucesor que él se eligió. Y lo que pienso de la política nacional es más o menos lo mismo que pienso de la pesca en alta mar, de comprar tierra en Cozumel o de cualquier otra cosa en la que los que pierden acaban dando coletazos en el agua enganchados en un anzuelo de púas.

Playboy Magazine, diciembre 1974