Capítulo 24
Diane

«Cuando uno persigue al hombre como yo lo he hecho, aun a hombres muertos y a sus ruinas, sube hacia lo alto de las montañas donde acaso los seres humanos hayan huido y construido algún reducto final, como el Machu-Picchu, o desciende hacia profundos arroyos donde tal vez sus huesos se asomen de los muros o sus mandíbulas petrificadas se abran en las bocas de ripio. O uno se interna en cavernas y con suene logra salir, aunque no necesariamente con tesoros».

LOREN ELSELY,

All the Strange Hours

Mi madre yacía herida al fondo del muro de piedra caliza y yo no conocía la salida de la caverna. No respondía cuando la llamaba.

—¿Liz? ¿Madre? Maldita sea, no puedes dejarme aquí. Debes ayudarme. ¿Liz?

La cueva me devolvió el eco de mis palabras y la oscuridad se llenó de imprecaciones.

—Despierta. Levántate. ¡Levántate! —Las palabras rodaban como el trueno de pared en pared, estrellándose, repitiéndose. Arrojé el haz de luz sobre su cuerpo magullado.

—Muy bien. Por mí puedes morirte. Me da igual. ¡Puedes morirte!

Luego las palabras me abandonaron y me encontré aullando de ira, en un grito que comenzó siendo un débil gemido y se convirtió en un chillido que me hería los oídos y formaba eco tras eco tras eco. Traté de detener el sonido, pero no podía contenerme; salía de mí como el agua que desborda un dique. Golpeé las manos abiertas contra el borde rugoso del peñasco, sintiendo el dolor y dejando que alimentara mis aullidos. Tenía el rostro húmedo y caliente, y no podía dejar de gritar. Era culpa de mi madre. Todo: la ira, el aullido, la sangre de mis manos, y el terrible dolor. Casi todo el dolor.

A través de las lágrimas, vi que una sombra se movía por el límite del haz de luz. La anciana estaba de pie, mirándome. Tanteé el suelo para dar con alguna roca suelta que arrojarle, no hallé nada, y con un rápido movimiento me quité las sandalias y se las lancé; primero la derecha, luego la izquierda. Se desvaneció en la oscuridad y me eché a reír, con una risa semejante a mis chillidos.

Mi madre yacía herida al pie del peñasco. No recuperaría la conciencia. Quería dejarme sola allí, en la oscuridad. Pero no se lo permitiría. Debía levantarse y hablarme.

Busqué algo que arrojarle para que despertara, pero no tenía nada. Las sandalias se habían perdido en la oscuridad, detrás, y no deseaba arrojarle la linterna. Estudié el risco de piedra caliza y decidí bajar trepando por la pared para no dejar que me abandonara una vez más.

La superficie era irregular y tenía salientes y restos fósiles. Introduje la linterna en el bolsillo trasero de mis pantalones y descendí cautelosamente por la pared, buscando sostén con los pies. Respiraba entrecortadamente, como jadea un perro después de mucho correr. Los bordes rugosos de la piedra caliza dejaban nuevas marcas sobre la piel de mis pies y me cortajeaban las manos. La luz de la linterna se movía con mis caderas, y el haz perseguía sombras sobre el techo de la caverna.

A mitad del descenso perdí el equilibrio y quedé balanceando los brazos, buscando en qué apoyarme. Un poco más abajo, una roca se aflojó en mi mano y me adherí a la superficie desigual, tanteando con la mano áspera y sangrienta. Hallé una roca que sobresalía. La sometí a prueba empujándola suavemente, y después con más intensidad.

Luego, descansé el peso sobre ella y seguí bajando.

Al llegar al fondo, los brazos y las piernas me dolían. Respiraba con dificultad y las lágrimas me empañaban la visión. Me puse de pie al lado de mi madre y la observé. Yacía de espaldas, con un brazo cruzado sobre el pecho y otro extendido sobre la pierna herida.

El rostro estaba muy pálido a la luz de la linterna. Me acuclillé a su lado y posé la mano sobre su frente. La piel era húmeda y fría al tacto.

—No es tan fácil —musité—. No vas a salir de esto tan fácilmente. No te lo permitiré. —Hablaba para mis adentros, en una corriente constante de insultos y maldiciones. Sabía que hablaba para mí misma, pero había decidido que era lo correcto. Nadie me oiría. En ese instante yo no era yo—. Mierda, no me dejarás aquí. No dejaré que te mueras.

No recordaba qué había que hacer con víctimas de conmoción: ¿elevar las piernas, la cabeza, o ambas cosas? La dejé tal como estaba. Gimió suavemente y trató de hacerse a un lado cuando desgarré la tela de sus pantalones con mi navaja de bolsillo para examinarle la pierna. La carne era de color púrpura y se hinchaba alrededor de un bulto en mitad de la pantorrilla. Gimió otra vez cuando tiré del tobillo para extenderle la pierna.

No tenía con qué entablillarla salvo una regla plegable de metal que había en su bolsillo.

Hice jirones las perneras del pantalón y con el lienzo sujeté la regla a la pierna. Las manos me temblaban, pero no reparaba en ello. Me llevó tres intentos anudar el último jirón de tela. Y mientras tanto, me escurría el sudor de los ojos y maldecía sin cesar.

Su rostro era sereno e inmóvil. La camisa húmeda se le adhería al cuerpo y veía lo delgada que estaba: frágil, de huesos pequeños y débil. La insulté mientras yacía sobre el suelo de piedra caliza; le decía que esta vez no podría huir de mí, que no podría salir de esto tan fácilmente.

Las bandas de tela que sujetaban la tablilla tenían manchas oscuras: mis manos y pies estaban sangrando. Con el agua fría del estanque me lavé las heridas. Al principio el agua me produjo dolor, pero luego pareció adormecer los cortes. Me lavé el rostro y salpiqué el agua por los brazos.

Apagué la linterna por un instante y me senté en la oscuridad, oyendo la respiración de mi madre. Superficial y agitada, pero constante. Aún no iría a ningún sitio. Escuché un sonido de alas y arrojé la luz contra el techo justo a tiempo para enfocar un murciélago que pasaba. Apagué la linterna otra vez y volví a oír el sonido: otro murciélago que se dirigía a un sitio desconocido.

La oscuridad no me importaba tanto. Era tranquilizador estar sentada al lado de mi madre. Sostuve su mano para serenarme y oí los murciélagos. Me había acostumbrado a la oscuridad cuando llegaron las luces. Eran débiles puntos vacilantes, amarillos y anaranjados a lo lejos. Se movían erráticamente como luciérnagas o puntos titilando ante mis ojos. Me puse de pie y atisbé en dirección a ellas. No provenían del peñasco por el que yo había descendido sino de un lugar más profundo de la caverna, de un túnel que no había advertido. Las luces subían y bajaban hacia nosotras, cada vez más grandes y brillantes.

—¡Por aquí! —grité—. Estamos aquí.

La cueva reverberó mi voz, y luego se hizo el silencio. No hubo respuesta. Las luces no aceleraron su marcha. Encendí la linterna y la moví hacia ellas, pero prosiguieron su curso lento, avanzando de forma constante.

Aguardé a que se acercaran. Eran antorchas, docenas de antorchas que ardían con una llama naranja y dorada que vacilaba con el movimiento de quien la transportaba. La luz se reflejaba por las paredes, atrapada en las incrustaciones de las conchas.

Las sombras marchaban por los muros de la caverna. Enormes y distorsionadas como espectros de jorobados, gigantes y animales fantásticos bailando y meciéndose con el bamboleo de las antorchas. Los que las portaban, quedaba empequeñecidos por las sombras.

La luz quedaba capturada en unos mantos de pluma que la reflejaban intermitente. Los tocados de plumas se agitaban rítmicamente. La luz de las antorchas brillaba sobre los dientes afilados: una cabeza de zorro de fauces abiertas contemplaba el techo desde el tocado de un hombre ataviado de pieles. Bajo la cabeza del zorro, los ojos del hombre estaban inyectados en sangre. Al bailar mecía una cola de zorro entre las piernas. Otros animales danzaban a su lado: una mujer vestía la piel tersa de un ciervo; un hombre, las garras de un jaguar.

Ahora sí los oía. El son del tambor repicaba por las paredes y cada golpe se multiplicaba infinitas veces, y cada nota aguda se repetía más y más. Las sonajas se sacudían a la par del tambor, en un constante susurro como el oleaje del mar. Los cánticos se sobreponían al tambor y a las sonajas: eran voces humanas que oscilaban en palabras que no alcanzaba a comprender. Voces salvajes, apasionadas, imperiosas.

Cada tanto, un aullido, como el de un animal atormentado acompasaba el cántico.

Parecía extenderse por la procesión a medida que distintas voces se apropiaban de él, y que las cabezas bestiales se inclinaban hacia el techo ahumado, clamando a los dioses.

La mujer que los conducía no caminaba; bailaba, se agachaba, se enroscaba y giraba bajo la luz de las antorchas. Su sombra primero era una joroba, luego, un gigante.

Llevaba una túnica azul confeccionada con una delgada tela que dejaba pasar la luz de las antorchas, y revelaba la sombra del cuerpo cimbreante. Tendría mi edad, no más. Era joven y ágil. Su piel brillaba de sudor, pero bailaba como si acabara de empezar, sacudiendo la cabeza para que las plumas entrelazadas en su cabello se agitaran y revolotearan.

Se acercaba a nosotras. Me agaché al lado de mi madre, apagando la linterna y estrechándome contra ella. Pasé un brazo bajo sus hombros. Así pude verlas con más claridad. Una de sus mejillas estaba marcada con espirales oscuras, y la delicada piel estaba pintada por debajo de los ojos con rayas rojas que se abrían hacia afuera como los rayos de un sol dibujado por un niño. El cabello negro lo llevaba recogido atrás con una tirilla de cuero trenzado, y entre las trenzas había plumas de quetzal. De la correa de cuero que llevaba a la cintura pendía un objeto negro que parecía ser la cabeza de un mono. De la oreja derecha colgaba una piedra de jade sostenida a una anilla de cuero.

Entonces la reconocí. Era la mujer de la cabeza de piedra. Más joven, más graciosa, y llena de vida.

Danzaba en un amplio espacio al otro lado del agua. Los demás formaban un círculo a su alrededor. Era una respetuosa congregación de oscuros rostros tatuados y cuerpos brillantes. El aire pesaba por el aroma de incienso y humo. El son de los cánticos y del tambor colmó la caverna hasta que el temblor de mis manos pareció responder al sonido.

Cuando la mujer que bailaba arrojó la cabeza hacia atrás y gritó, apreté los puños y gemí del súbito dolor que partió de mis cortes y heridas.

Sostenía algo en la cabeza. La luz de la antorcha refulgió sobre él: un cuchillo de obsidiana. Por primera vez reparé en la formación rocosa en torno a la cual danzaba. Era una plataforma elevada que formaba un altar natural. El grito animal comenzó por detrás de la multitud y se propagó como una ola por el mar, cobrando más fuerza hasta que la piedra caliza pareció sacudirse con él. El grupo se mecía al son que la mujer bailaba, y las luces de las antorchas parpadeaban sobre los brillantes murales que adornaban las paredes.

Al principio no vi a la niña que había a un lado del altar. Yo miraba a la mujer que danzaba, mientras aplicaba el filo de la hoja contra las muñecas y producía cortes que sangraban profusamente. Ungió el altar con la sangre y dejó oscuras manchas que brillaban bajo la luz.

La niña estaba vestida de azul, y su rostro y sus manos también lucían marcas azules.

La pequeña observaba a la mujer, con ojos grandes y fascinados. Su rostro había sido pintado de azul destellante, del color que adquiere el cielo cuando avanza la tarde. La pintura había sido aplicada con esmero; sólo los labios y los oscuros ojos marrones quedaban libres de ella. Las manos, también azules, se unían bajo el mentón. La niña se movía al ritmo de la mujer que danzaba, hacia atrás y hacia delante. A su alrededor, la letanía de las voces era grave y honda como el zumbido de la tierra.

Mientras observaba, la mujer que bailaba cogió un cuenco de calabaza de un joven y lo acercó a la niña. La mujer se inclinó, levantó las manos de la pequeña para que sostuviera el recipiente y guió el movimiento hacia sus labios. La niña bebió la pócima y toda la multitud estalló en un nuevo aullido. El sonido sobresaltó a la pequeña, que terminó de beber y sin soltar el cuenco miró a su alrededor. La mujer de azul le hizo cosquillas en las manos con una de los plumas y la niña dejó caer el cuenco, distraída. La mujer tocó suavemente la cabeza de la pequeña, la tomó entre sus brazos y la llevó consigo mientras bailaba.

Ahora el repique del tambor era más rápido, y la mujer se zarandeaba con la niña. Esta reía y extendía la mano hacia las brillantes plumas del tocado de la mujer. Una mano triunfal aferró el trofeo ansiado. La mujer bailaba más deprisa, girando, con los ojos ardientes bajo la luz de las antorchas.

La danzarina apoyó a la niña sobre el altar de piedra. La tendió de espaldas, con los brazos extendidos a ambos lados como una niña sobre la hierba en un día estival. Estaba manchada con la sangre de las muñecas de la mujer, y en una mano aferraba la pluma azul. La bailarina le desató el cinturón y tiernamente dobló el manto azul. Vi que la pequeña echaba a reír cuando la mujer rozaba su mentón con otra pluma, pero no pude oír el sonido, por los cánticos. Los ojos de la niña estaban entrecerrados, y parecía estar a punto de dormir.

Cuatro hombres en taparrabos blancos avanzaron desde el círculo y cada uno tomó uno de los miembros de la niña. La pequeña sonrió a la danzarina, aguardando a que comenzara el juego siguiente. La mujer alzó el cuchillo de obsidiana, vaciló un instante y luego hundió la hoja en el pecho de la criatura. El aullido de la multitud ahogó cualquier ruido que se pudiera haber producido.

Grité y cerré los ojos, y debí haber apretado la mano de mi madre porque se estremeció, y tiró débilmente de la mía. Dijo algo que no alcancé a oír a causa de las sonajas y los tambores. Me acerqué a ella y observé sus labios. Se esforzaba por recuperar la conciencia pero sus intentos eran vanos. Yacía inmóvil, con la mano muerta sobre la mía.

El altar estaba empapado de sangre; los cuatro hombres tenían salpicaduras oscuras.

La bailarina sostenía algo negro y pequeño sobre su cabeza. El golpeteo del tambor prosiguió, pero su danza era más débil. Vi otra vacilación en sus pasos; el son del tambor cesó y los cánticos perdieron vigor.

Vi correr a una sombra antes de que la multitud lo notara. Una sola antorcha se dirigía tumbando hacia ellos, y se hacía cada vez mayor. Vi primero que daba grandes zancadas, y luego distinguí un hombre; un joven sin más atavío que un taparrabos. En la mano izquierda llevaba una antorcha, el brazo derecho sangraba de una herida en el hombro. Tambaleó al llegar hasta la multitud, y debió de haber gritado porque uno de los hombres le miró y corrió a ayudarle.

La letanía se apagó. El tambor prosiguió, pero la gente se agolpó alrededor del joven, casi apretándose contra él. El tambor no se oyó más. Ahora advertí, viendo la congregación en torno al joven, que los hombres de la multitud eran marchitos, de cabellos grises, sin dientes.

El cántico se había convertido en un murmullo de voces. El poder se había extinguido.

El tambor había cesado su golpeteo. Las sonajas detuvieron su murmullo. La gente dio la vuelta, cogió las antorchas en alto y se retiró por donde había venido, llevando al joven consigo.

La mujer, la danzarina, permaneció en su lugar. Había levantado la cabeza para oír el clamor, pero no se fue con los demás. A su lado ardía una sola antorcha, incrustada en una grieta del muro. El eco de las voces se alejaba.

La mujer se acuclilló al lado del altar. Su expresión se había endurecido. Levantó la pluma azul que yacía sobre el suelo de la caverna allí donde la niña la había dejado caer y la acarició entre sus dedos. Entonces, deprisa, como alguien que sale de su aturdimiento, extendió la mano y acarició la mejilla de la pequeña. Una sombra de duda cruzó su rostro. Luego, estrechó el cuerpecito contra ella y hundió su rostro en la tela azul del manto.

El tormentoso poder de los cánticos y del tambor se habían quedado conmigo.

Observando a la mujer, sentí que la afligía algo más que la muerte de la niña. Me pregunté qué noticias había traído el joven. En cierta forma, parecía que éstas habían cambiado el valor de la muerte de la pequeña. La caverna estaba a oscuras; el templo había caído.

Permaneció un tiempo así. La contemplaba, sin saber si compadecerla o temerle. La cabeza me ardía y el corazón seguía latiendo al ritmo del tambor. Desde una cierta distancia, oí el llanto de una mujer. Fui hacia ella, con la cabeza hecha una llamarada.

Levantó la vista, con la mirada vaga y sin enfocar bajo la luz de la antorcha, y creo que me vio.

Cuando se puso de pie regresé al lado de mi madre. Mientras la mujer arreglaba el manto azul alrededor del cuerpo de su hija, yo comprobé la tablilla de mi madre. Era inadecuada, mas no hallaba forma de mejorarla. Usé otra banda de tela para anudarle las manos.

Poniéndome de rodillas, me introduje por el círculo que dejaban sus brazos y la cargué a la espalda, inclinándome hacia delante para que su cuerpo cayera sobre el mío. Al ponerme de pie casi me fui de bruces, pero logré detenerme antes de caer. La mujer levantaba el cuerpo de la niña, vacilando un poco bajo el peso. Tendió el peso sobre su hombro, de tal forma que el rostro de la pequeña, aún pintado de azul y manchado de sangre, me miraba. En la otra mano, la mujer llevaba la antorcha. Seguí su reflejo, que subía y bajaba mientras ella se alejaba del estanque.

Caminaba lentamente, deteniéndose para ajustar el peso, para descansar, y para aferrar mejor la antorcha. La luz vacilante de la llama me señalaba el camino. A ratos, algún murciélago volaba sobre nuestras cabezas: un aleteo sonoro y un agudo chillido.

Oía nuestros pasos, el tintineo musical y distante del agua que caía, la respiración entrecortada de mi madre. Cada vez me pesaba más, pero la mujer se detenía con frecuencia, y cada vez que lo hacía aprovechaba para descansar, reclinándome contra la pared de la caverna. Los ojos muertos de la niña me observaban desde el hombro de la mujer.

El aire seguía cargado de olor a incienso. El sudor me corría por la espalda y los pantalones se me adherían húmedos a las piernas. La piedra sobre la que andábamos era suave, erosionada por tantos pasos y pasos. Una vez resbalé y estrellé la rodilla contra el suelo. Al dolor de mis manos y pies debía agregar uno más ahora. ¿Era éste el segundo o el tercer recinto lleno de estalactitas? ¿Hacía horas, días, semanas o años que deambulaba por la oscuridad? No importaba. La respiración de mi madre me rasgaba los oídos y aún podía caminar. Era lo único que importaba.

Mi madre pesaba mucho. Pensé en tenderla en el suelo y descansar a su lado un instante, pero la antorcha se distanciaba de mí. No me detuve. Mis pasos seguían el ritmo del tambor: un firme latido que acompasaba mi corazón y los tenues suspiros de mi madre que entraban y salían.

Las barreras estaban bajas. La ira que había surgido de mi interior y que me había hecho gritarle a mi madre y estrellar las manos sangrientas contra las rocas aún seguía conmigo, pero era distinta. Al principio me había hecho gritar; ahora sentía una corriente fuerte y constante, más parecida al movimiento de la marea que al romper de una ola, o tal vez al río lento e inmenso, fuerte, suave y sinuoso como una serpiente. Me arrastraba, como un bote sobre la corriente. Las aguas eran oscuras y turbias, y no podía ver bajo la superficie. Pero debía flotar en el agua, no podía resistirme.

El río inmenso me bañaba, me limpiaba de todo pecado, me conducía en la sangre de mis propias heridas, me arrastraba por túneles oscuros y cavernas hacia un camino sin salida. Entonces, la antorcha se extinguió. La mujer había desaparecido. Era el final.

Deposité a mi madre en el suelo y me senté a su lado. Sus manos estaban oscuras e hinchadas allí donde las ataduras le habían parado la circulación. Aflojé las bandas y froté las manos para que la sangre fluyera y se entibiaran. Cerré los ojos, feliz de poder descansar.

Oí el vuelo de un murciélago sobre mi cabeza, pero sin reparar en ello. Oía el suave ulular de una lechuza en algún lugar, de la oscuridad que se cernía en el exterior de la caverna. Podía detectar el olor seco y fresco del monte nocturno.

El foco de mi linterna halló la abertura: una estrecha grieta sobre mi cabeza, en el muro de la caverna. Dejé a mi madre en el suelo y comencé a trepar. La pared era resbaladiza y los salientes estaban cubiertos por los excrementos de generaciones enteras de murciélagos. Trepé casi dos metros, lancé un brazo sobre una cornisa y me impulsé por la estrecha abertura.

El monte estaba a oscuras, pero no tanto como la cueva. Me tendí de espaldas y escuché los sonidos: el roce de los animales y extraños trinos de aves. Ahora todo iría bien. De algún modo podía sacar a mi madre de allí. La lechuza ululaba a lo lejos y eché a reír a gritos.