El domingo fue Chicchán, día de la serpiente celestial. Carlos, Maggie, John y Robin regresaron al campamento para cenar a última hora de la tarde, limpios y descansados.
Estaban alegres: una tumba que excavar, una caverna que explorar y sólo dos semanas para marcharse. Durante la cena conversaron de lo que planeaban hacer antes de regresar a la universidad. Carlos y Maggie pensaban pasar una semana en Isla Mujeres.
John y Robin viajarían al sur; querían atravesar Belize y visitar las ruinas mayas de Altun Ha y Xunantunich. Todos estaban muy animados, como gorriones que se posan un instante en el jardín, picotean migajas y alzan el vuelo. Diane parecía ausente y no participaba en la conversación. La sorprendí observándome subrepticiamente y después apartando la mirada cuando dirigía la vista hacia ella. Ella y Tony me estudiaban y me pregunté si no habrían estado hablando desde que Diane me fue a buscar a la tumba.
Cuando Barbara llegó, después de cenar, yo estaba en mi choza tratando de descansar y librarme de la fiebre que me silbaba en los oídos. Oí a los lejos el motor de su Volkswagen y pensé si Diane le contaría a Barbara nuestra conversación en la tumba, donde había perdido el control. No salí a saludarla.
Intenté dormir, pero los sonidos nocturnos me lo impedían: los grillos, el techo de palmera en la brisa y los pasos de alguien —creo que era Carlos— yendo a su choza.
Cuando logré dormirme soñé con la hoja de obsidiana que yacía en la tumba al lado del esqueleto.
En el sueño, estaba en la cocina del apartamento de Los Ángeles, sosteniendo el cuchillo en la mano. Deslizaba el dedo por la hoja para probar el filo. Me agradaba su contacto: frío, afilado, del peso preciso. La hoja estaba sedienta de sangre. Sentada al otro lado de la mesa había una mujer joven que bebía cerveza y oía el ronroneo del calentador. Me miraba y me decía algo que no lograba descifrar. Le ofrecía el cuchillo de obsidiana y se ponía de pie, alejándose de mí. En algún lugar, muy lejos, lloraba una niña.
La cocina ya no estaba, la mujer tampoco, pero sabía que la criatura seguía llorando.
Estaba en un sitio muy oscuro y salía en busca de la niña. Estaba muy cansada, cansada hasta los huesos, y lo único que quería hacer era echarme a descansar, pero debía hallar a la niña. Vagaba, desorientada y confundida, con la hoja de obsidiana en una de sus manos.
Me detuve en la puerta de la choza, oyendo un coro de respiraciones y grillos. Barbara, creo que era ella, musitaba algo en sueños y cambiaba de posición, meciéndose lentamente en su hamaca. Suspiró profundamente, y luego su respiración se serenó. Veía el cabello cobrizo de Diane en la oscuridad. Su respiración iba y venía suave y fácilmente, con toda delicadeza; se detenía tan fácilmente…
Cuando Diane tenía cuatro años y era un querubín de tiernos ojos verdes, solía despertar por la noche con pesadillas. Iba hasta el dormitorio que compartía con Robert, y permanecía muda y de pie ante la puerta. Yo siempre me despertaba, siempre sabía que al mirar hacia la puerta habría una aparición diminuta, aguardando pacientemente a que la reconociera. Esas noches, la llevaba a su habitación y me tendía a su lado en un lecho atestado de juguetes. En la oscuridad, me contaba horrendas historias de rostros que se acercaban a ella en la noche, de sombras que se movían en el baño. Jamás le dije que las sombras y los rostros no existían. Sólo le contaba que no le harían daño. Que estaba segura.
Me detuve en la puerta y escuché su respiración, preguntándome por qué no se despertaba para verme allí de pie. Algo había que hacer con el cuchillo que llevaba. Algo había que hacer para completar el ciclo del tiempo. Di un paso hacia ella, y cuando me internaba en la choza, me detuvo una mano en mi hombro.
Tony, todavía vestido, estaba de pie a mis espaldas.
—¿Qué sucede? —preguntó con suavidad—. ¿Qué haces?
Me estremecí, todavía inmersa en recuerdos.
—Observo a la niña —expliqué, y mi voz fue tenue como el polvo sobre el que reposaban mis pies desnudos. Parpadeé y unas lágrimas cayeron rodando por mis mejillas.
Tony me envolvió con su brazo y me encaminó hacia mi choza. Su brazo era cálido y reconfortante; olía a tabaco. Me secó las lágrimas con un pañuelo polvoriento.
—¿Qué está sucediendo, Liz? —preguntó—. ¿De qué se trata?
Sacudí la cabeza. Me era difícil dar con las palabras en la suave penumbra que me rodeaba.
—La anciana de la tumba dice que el ciclo debe ser completado. La niña debe morir, tal como murió su hija. —Las palabras eran tenues. Mi propia voz parecía distante—. Debe tener cuidado. Lo comprendes, ¿verdad? Debo mantener a salvo a la niña.
—¿Quién es la anciana de la tumba? —preguntó.
—Se llama Zuhuy-kak. Es la que hizo que se abandonaran las ciudades, hace mucho tiempo. Es una mujer fuerte, muy obstinada. He hablado con ella, y le tengo miedo.
—La mujer de la tumba ha muerto, Liz.
—Por eso es tan poderosa. Es más fuerte que yo. Y está loca, más loca que yo. Quiere que mate a mi hija.
—Yo cuidaré de ti, Liz —me tranquilizó—. No te preocupes.
—¿Quién velará por la niña? —pregunté—. Estoy tan cansada, pero ¿quién cuidará de ella?
Su mano me acarició los hombros suavemente.
—Yo os cuidaré a las dos. Puedes confiar en mí. Pero ahora debes descansar. —Noté su mano fría sobre mi frente—. Tienes fiebre. —Una mano en mi hombro, la otra cogida de la mía. Vaciló, sintiendo la nueva herida en mi muñeca—. ¿Qué es esto?
Miré el arañazo rojo y dije:
—Estuve probando el filo. Nada más.
Me condujo a la choza y me ayudó a subir a la hamaca. Noté que ya no tenía la hoja entre las manos y supe que se hallaba en la tumba.
Me senté en la hamaca, aferrándome a las cuerdas para no flotar en el aire. Me sentía muy liviana y la cabeza era demasiado grande para mi cuerpo. Debía aferrarme a la hamaca, para no salir volando. Dejé caer las piernas a un lado, sin soltar las manos de la red. Entonces Tony volvió a estar a mi lado, y su mano me empujaba nuevamente desde el hombro.
—He de ir a la tumba —dije—. Debo hablar con la anciana.
—No irás a ninguna parte, Liz —dijo Tony—. Te quedarás aquí.
—Debo encontrarla para decirle que no puede pedirme a la niña. Puede tenerme a mí, pero no a la niña. Debo decírselo.
—Yo iré a la tumba. Yo se lo diré.
—¿Lo prometes? —pregunté—. ¿Irás a la tumba? ¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Me recosté en la hamaca y cerré los ojos.
—Ten cuidado —dije suavemente—. Ten mucho cuidado. —Oí un tintineo de píldoras, y el agua que caía dentro de una taza de café. Me hizo tomar esas pildoritas que hacen dormir y las acepté, sosteniendo su mano con firmeza. Me hundí en el sueño, mientras le oía decir que todo iría bien.
El lunes desperté al amanecer. Era el día Cimi, nombre que corresponde al dios de la muerte. No era un día de suerte. Abrí los ojos con recuerdos difusos de la noche anterior, producto de la droga. Mis pies desnudos estaban sucios de polvo y al lado de la taza de café, sobre el escritorio, había un frasco de somníferos.
Salí en busca de Tony, pero no estaba en su choza. Los pollos que escarbaban en la plaza y el lechón que dormía bajo la sombra me miraron: era la primera persona en asomar la cabeza. Tampoco estaba en el cenote. Proseguí por el camino que conducía a la tumba.
Estaba a punto de llegar a la excavación cuando lo vi. Yacía inmóvil, tendido en mitad del sendero como si hubiera caído mientras se encaminaba hacia el campamento. Corrí hacia él y las moscas levantaron el vuelo. Y mientras me agachaba a su lado, revoloteaban curiosas en torno a mi cabeza.
Tenía el pañuelo rojo anudado alrededor de la pierna justo sobre la rodilla. Había rasgado la pernera con el cuchillo para dejar al descubierto la piel de la pantorrilla. A través de la sangre pude advertir el desgarro de dos heridas, separadas por poco más de un centímetro: la distancia que separa los colmillos de una serpiente. De la herida borboteaba lentamente la brillante sangre fresca.
Su respiración era superficial e inquieta. El pulso rápido. La piel, del color de los bloques de piedra caliza que lo rodeaban, y ligeramente fría y húmeda al tacto. Lo llamé, lo sacudí ligeramente, pero no hubo respuesta. Levanté un párpado: el ojo estaba inyectado en sangre y la pupila era como la punta de un alfiler.
Pasé su brazo sobre mi hombro y traté de arrastrarlo pero no logré ponerlo de pie. Lo volví a intentar. La sangre me silbaba en los oídos y el latido de mi corazón me aturdía en el silencio de la mañana. Caminé tres pasos con él y luego caímos los dos.
Lo aferré mientras íbamos al suelo, casi me torcí un tobillo y apoyé todo mi peso sobre una rodilla.
—Tony —grité—. Tony, maldita sea, tienes que ayudarme…
La respiración se le interrumpió en la garganta, y resurgió de nuevo. Pero no se movía.
Lo apoyé sobre el camino yermo, irracionalmente coloqué mi sombrero bajo su cabeza a modo de cojín y luego lo aparté para que le diera el sol a la cara. Deslicé la tela de los pantalones para que protegiera la herida abierta y corrí hacia el campamento.
No corría deprisa. Ya estaba demasiado vieja para correr. El sol era un borrón caliente en el cielo. Mis pulmones no podían tomar aire, por mucho ruido de fatiga que hicieran.
Me sentía como si observara desde lejos: una anciana, vencida por el paso de los años, corría lentamente por una senda árida, luchando por introducir aire en sus pulmones tapados de humo de cigarrillo, luchando por pedir ayuda a gritos entre las ruinas donde habían vivido y muerto generaciones enteras. Corría, y entonces juré que si Tony se salvaba dejaría el cigarrillo. No fumaría más. No sabía a qué dioses jurar, pero prometí dejar de fumar para salvarlo. El dolor que se enterraba al costado de mi cuerpo era intenso, nítido y caliente como la herida de una hoja de obsidiana.
Por un momento, bajo la luz movediza que destellaba entre mis lágrimas, creí ver a una anciana vestida de azul sobre el camino, ante mí. De no haber sido por el cansancio, la habría maldecido, pero no podía insultarla ni siquiera dirigirme a ella. Traté de correr más rápido, pero no lograba alcanzarla. Era una mera figura a lo lejos.
El campamento seguía en silencio. Intenté gritar, pero ya no tenía más aire. Llegué hasta el camión de Salvador, aparcado fuera de la plaza y me acerqué a través de la ventana abierta hasta hacer sonar la bocina mucho rato, como si la duración del sonido pudiese dictar la rapidez de la respuesta de Salvador. Lo vi salir de su choza. Era una diminuta silueta lejana, sin camisa y sin sombrero. Solté la bocina y la hice sonar otra vez.
Corrió hacia mí.
—Tony —exhalé cuando se acercó—. Mordedura de serpiente. —Sacudí la cabeza en dirección a la tumba—. Inconsciente en la senda. —Comenzó a mascullar en español una larga retahíla de maldiciones.
Tardamos demasiado en llegar hasta Tony. Salvador conducía el camión por el viejo sacbe lo más rápido que podía. El vehículo trotaba apático sobre lomas y pozos, y la carrocería crujía y rezongaba. Una vez, tras un golpe particularmente extraño, oí un ruido seco y agudo, pero no sucedió nada. Salvador me dejó atrás y echó a correr por la senda donde yacía Tony. Yo me encaminaba hacia la tumba cuando me encontré a Salvador que regresaba por el camino. Traía a Tony, acunándolo entre sus brazos como si de un niño se tratara. Los músculos del torso desnudo de Salvador brillaban bajo el sol, y Tony parecía aún más frágil, más pequeño.
Tardamos demasiado en llegar al hospital. Salvador conducía como un salvaje, pero aun así íbamos lentos. Patinó sobre la gravilla al pasar a un autobús de pasajeros que traqueteaba por el centro del camino. Un hombre que estaba reparando la calzada se hizo a un lado al ver acercarse el camión de Salvador, que rehusaba aminorar. Tony estaba tendido en el asiento delantero, con la cabeza apoyada sobre mi regazo. A pesar del ruido del camión, oía dificultosa su respiración. Al llegar a las afueras de Mérida, el aliento vaciló y se detuvo, y comencé a aplicarle la respiración boca a boca. La labor constante me hacía sentir que estaba luchando por algo.
En el Hospital Juárez, dos jóvenes médicos se hicieron cargo de Tony, y aplicaron una máscara de oxígeno sobre su rostro. Se lo llevaron. Tenía frío; oía el suave balbuceo de las voces en la sala de espera del hospital. Las paredes estaban pintadas de blanco y verde pastel, pintadas a rayas en la parte inferior. Una joven mujer de típicos rasgos mayas estaba sentada en una silla de plástico naranja. Sostenía un niño que gemía en un lamento constante. La mujer pronunciaba suaves palabras tranquilizadoras en maya: la misma mentira gastada una y otra vez. Todo irá bien. Todo irá bien. Una anciana ataviada en un huipil arrugado hablaba en voz baja a un anciano con la cabeza vendada; se inclinaban juntos como las piedras de un arco curvado. El viejo nos miraba con su único ojo sano. Un joven, con el sombrero de paja y las ropas holgadas del que trabaja en la hacienda, sostenía una tela blanca contra el brazo; veía el rojo brillante de la sangre atravesando el paño. Al pasar a su lado, noté el vaho del aguardiente: frecuentador nocturno de bares… Salvador y yo encontramos dos sillas de plástico, nos sentamos y nos dispusimos a esperar.
La enfermera que leyó mi nombre llevaba un vestido almidonado a rayas azules, y un delantal blanco. El cabello negro, se ocultaba en la cofia de enfermera. La seguí, tras el roce rígido de su falda. Me llevó a una oficina pequeña y sofocante, donde un joven médico de guardia me interrogó acerca de Tony. El doctor tenía rostro delgado y olía a desinfectante como si fuera loción para después de afeitar. Me desagradó inmediatamente.
Recité el nombre completo de Tony, su edad, residencia y profesión. Cada pregunta parecía provenir de la lejanía, como si el médico se desvaneciera a lo lejos.
—No sé cuánto tiempo ha estado allí —dije—. Desde la noche anterior no lo veía.
Supongo que debe de haber salido a caminar muy temprano.
Mi voz era opaca. En mi imaginación, veía la serpiente, aún perezosa tras la noche fresca, reposando bajo el sol. Imaginé a Tony, preocupado por la necesidad de encerrar en un manicomio a su amiga y colega, marcando los pasos en la senda. Seguramente no habría dormido esa noche: seguramente estuvo solo, sentado y bebiendo, pensando en las sombras.
—¿Por qué habría ido a pasear tan temprano?
—No lo sé.
Sí lo sabía, pero no me molesté en decírselo. ¿Por qué habría salido a atravesar el monte a la pálida luz del amanecer? Porque alguien a quien quería estaba loca; hablaba de secretos en las sombras. Pensaba en mí, y por eso no vio la serpiente.
Tony murió temprano por la tarde, sin recuperar la conciencia. El inglés que hablaba el médico era impecable, pero por debajo de su tono profesional de comprensión advertí una nota de reprobación.
—Había estado bebiendo mucho —observó el joven—. Probablemente por eso fue incapaz de llegar al campamento en busca de ayuda. —Sabía tan poco de la vida ese joven médico… Parecía creer que beber mucho era algo inusual.
Salvador estaba allí, de pie detrás de mi silla. Una enfermera le había prestado una camisa, demasiado pequeña para él. Estaba sin abotonar.
—¿Desean que se prepare el cuerpo para ser trasladado a los Estados Unidos? —preguntó el facultativo.
Tenía estilográficas en el bolsillo, y un estetoscopio alrededor del cuello. Nada sabía de rocas, de hierbas, ni de huesos antiguos. Pero su rostro, mientras miraba el formulario que tenía sobre el escritorio, era una réplica, rasgo por rasgo, del rostro del joven dios del maíz de los jeroglíficos. Este joven médico pertenecía a las rocas, y no lo sabía.
Levantó la mirada del formulario y repitió la pregunta. Salvador posó una mano sobre mi hombro.
—Sí —dije entonces—. Sí. Que preparen el cuerpo.
Desde un teléfono que había en el pasillo contacté con la universidad y hablé con la secretaria del departamento, una mujer de mi edad que lo sabía todo sobre todos. Se mostró apropiadamente conmocionada, pero con tacto y cautela se preocupó por averiguar las circunstancias. No me gustaba esa mujer, y en situaciones normales yo tampoco a ella. En ese momento su voz transmitía comprensión y falsa calidez.
—Qué horror —decía—. Qué horror.
Asentía con cansancio. Era una delgada voz que provenía de lejos. No era real.
Mientras escuchaba sus palabras solidarias y tranquilizadoras de pie en el blanco pasillo pasó una enfermera. Vi moverse su sombra sobre la pared blanca. Aquí en el hospital, las sombras tenían contornos rígidos. No se confundían una en la otra. Aquí la gente estaba viva o muerta, consciente o inconsciente. No existían las zonas grises de la incertidumbre.
Colgué después de explicar a la secretaria que arreglaría todo para embarcar el cadáver, después de prometerle que la llamaría al día siguiente.
—Tal vez usted deba quedarse en el pueblo, señora —dijo Salvador—. Yo regresaré al campamento.
Negué con la cabeza.
—Sabes que debo volver.
Salvador apenas se encogió de hombros con un mínimo movimiento. Era un hombre práctico. No discutía. Condujo de regreso con la cuidadosa dignidad de un hombre en una procesión fúnebre. Hablamos poco. No teníamos nada que decir.
El campo estaba en silencio. Un delgado hilo de humo salía de la cocina: María estaba chamuscando la cena. Barbara, John, Robin y Diane estaban sentados en la plaza.
Apenas llegamos, se acercaron hasta nosotros.
—Tony falleció esta mañana en el Hospital Juárez —fueron mis palabras—. Mordedura de serpiente. —Todos me miraban, y sus rostros se borraban en el calor y las lágrimas. Apoyaba una mano sobre la puerta abierta del camión, para mantenerme en pie—. Mordedura de serpiente, y mala suerte —dije. Barbara avanzó hacia mí pero la detuve con un gesto. Era Cimi, día de la muerte, y tocarme entrañaba riesgo.
—Haced las maletas —les pedí—. Id a pasar la noche a Mérida. No trabajaremos ni mañana ni pasado mañana. Es fiesta. —No les dije que el día siguiente sería el comienzo del fin. El primero de los últimos cinco días del año maya. Días de mala suerte.
Me observaban, indecisos y confusos. Me armé de autoridad, convocándola desde el distante pasado, de tantas clases magistrales donde los rostros voraces habían hecho de mi voz un látigo. Les ordené que se fueran, como una maestra, dura e irascible, sin trazas de suavidad. Les dije que recogieran sus cosas. Que se marcharan. Carlos y Maggie habían regresado del cenote, atraídos por el sonido del camión. Estaban de pie, aún chorreando agua, detrás del resto. Miré a Diane y me dirigí a todos:
—Iros de este sitio. Volved más tarde a levantar el campamento, pero ahora marcharos. Tony lo hubiera querido así.
Me observaron inexpresivamente y recordé incontables aulas polvorientas donde luchaba por darles a esos rostros en blanco fragmentos de mis sueños, describirles el mundo del pasado que jamás lograrían vislumbrar, vistiendo cuidadosamente mis palabras con los ropajes del profesor, del erudito, del arqueólogo, temiendo que alguno pensara que creía demasiado en mis sueños, que veía demasiado, que vivía en otro mundo.
—Marcharos —les pedí—. Inmediatamente.
Los dejé allí. Fui a mi choza, simulando hacer las maletas, pero tomé una linterna y me dirigí por el sendero hacia la tumba. Era a la última hora de la tarde. El aire estaba cargado de humedad, y el cielo, de nubes. Hallé mi sombrero en el polvo, donde Salvador lo había dejado. Lo recogí, lo sacudí contra la rodilla, para quitarle el polvo, enderecé el ala y lo llevé en la mano. Seguí avanzando. No tenía ganas de ponérmelo en ese momento.
Unos metros más allá estaba el sitio donde Tony había dejado caer la botella de gin.
Los fragmentos de cristal lanzaban destellos bajo el sol de la tarde. Debió de haber tirado la botella al caer. Por el sendero, el pasto se veía pisoteado, y el suelo manchado de sangre.
Seguí caminando. Ya estaba llegando a la tumba cuando Zuhuy-kak apareció. Caminó a mi lado.
Junto a un montículo, cerca de una piedra que habría sido cómodo asiento, encontré restos de tabaco encendido, vaciados de una pipa. Tony había estado allí, pensando en mí, en una vieja amiga con problemas, pensando cómo ayudarme. Había descansado allí hasta el alba, luchando contra demonios menos visibles que los míos, y luego se encaminó hacia el campamento, topándose con la serpiente de regreso.
La mujer seguía a mi lado. Oía el suave roce de sus sandalias contra el suelo arenoso.
Me volví hacia ella con brusquedad.
—¿Por qué me sigues? —le pregunté.
—Se aproxima la hora —dijo. Su voz era muy tenue, como el manso susurro del viento sobre las rocas del templo—. El año concluye.
—¿Por qué ha muerto Tony? —dije de pronto.
Bajo la luz refulgente de la tarde era tan sólida como las silenciosas piedras que nos rodeaban.
—Tus enemigos quieren detenerte —sentenció. Su voz era suave y desprovista de emoción—. Te lo advertí.
—Mi vida no es como la tuya —le dije—. No sacrifiqué a mi hija. No seré arrojada al cenote.
—El año termina y suceden cosas —vaticinó—. Tal vez no las mismas cosas que sucedieron en mi época. Pero así y todo ocurren cosas.
—Déjame sola —le pedí.
—De nada te servirá ignorarme —me previno. Le volví la espalda. Bajé los escalones sin mirar atrás.
En la cámara interior se estaba fresco y tranquilo. Arrojé la luz sobre el esqueleto. Al menos él descansaba en paz. El cráneo de su hija escudriñaba desde su nido de huesos.
—Usé ese cuchillo —insistió Zuhuy-kak, moviendo la cabeza en dirección al cuchillo de obsidiana que yacía sobre la plataforma de piedra—. Está muy afilado. El dolor será breve.
Levanté la hoja y probé el filo. Aún era cortante: en mi pulgar se formó un punto escarlata de sangre. Inspeccioné las viejas heridas de mi muñeca. La piel era delgada y vulnerable. Pero Tony no aprobaría que manchara de sangre un artefacto valioso. En cambio, podía valerme de mi cuchillo de monte.
—Aún no —me detuvo Zuhuy-kak—. Primero tu hija, y luego tú.
—Conseguí que mi hija se marchara.
La mujer no me escuchaba. Levantó la cabeza como si oyera algo fuera de la tumba, y sonrió.
—¿Liz? —La voz de Diane provenía de la oscura brecha que conducía al mundo exterior—. ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
¿Qué hace uno cuando está cayendo? ¿Extiende la mano en busca de apoyo? Si no se tiene cuidado, uno arrastra a los demás consigo. Hay que tener mucho cuidado.
El foco de una linterna dio con el agujero del muro y lo inundó de luz amarilla. Por detrás, la cabeza de Diane.
—Éste no es tu lugar —la detuve—. Regresa.
La mano que sostenía la linterna temblaba.
—No me digas lo que he de hacer. —Trepó por la abertura y se hundió en la tumba.
—No. —Di un paso atrás, lejos de ella. En sus ojos se agazapaban las sombras, y hacían de ellos dos huecos oscuros, como las cuencas de un cráneo.
Avanzó hacia mí, y extendió una mano a modo de súplica o amenaza. No supe distinguirlo. Retrocedí, con la hoja en la mano, internándome en la cueva. No temía a las sombras. No temía a la muerte; morir era una forma fácil de escapar. No podía dar nombre a ese temor, pero lo hallé en la mano extendida de mi hija.
Lancé a correr, como una rata sorprendida en terreno desconocido. Cierto oscuro instinto se había apoderado de mí y me inducía a escapar, a internarme en cualquier túnel que me alejara de la luz, a reptar donde no pudiera correr, a apretujarme por estrechos pasadizos, a huir del foco persecutorio de luz. Era un animal nocturno en busca de la segura oscuridad.
Mi hija estaba detrás de mí, siempre detrás de mí.
—¿Liz? —Cayó mi linterna y no me detuve a recuperarla. La oía a mis espaldas mientras me abalanzaba hacia adelante, con las manos extendidas como un ciego, tocando los muros fríos y las estalactitas redondeadas.
—¿Madre? —La voz era tan cercana que me incliné un poco más. Durante mucho tiempo perdí pie. Caí por la oscuridad tibia y aterciopelada, sabiendo que esto era lo que debía ocurrir, que éste era el destino del katun que vendría.
Desperté con un dolor agudo en la pierna, rodeada por el agua fría. Por un momento pensé que flotaba en la Fuente Sagrada, pero abrí los ojos en la oscuridad. Descansaba sobre un charco de agua helada, formado sobre una depresión de piedra caliza. Tenía las caderas en el agua y los hombros contra la roca. La pierna estaba torcida por debajo, y la tenaza del dolor me impedía pensar en la molestia de mi cabeza. Respiré hondo y me incorporé sobre los brazos, tratando de enderezar la pierna. El esfuerzo me hizo gemir de dolor.
En respuesta al grito, como una respuesta de los dioses, se encendió un rayo de luz desde arriba, cegándome y haciéndome gritar nuevamente. No veía la fuente de luz —sólo era un punto brillante muy arriba— pero reconocí la voz de mi hija, desgarrada.
—¿Por qué has corrido? No debiste haberlo hecho.
Miré hacia el foco de luz.
—Ya lo sé.
Mi voz era áspera como la piedra caliza que yacía debajo de mi cuerpo. Estaba más tranquila. El instinto que me había hecho huir había quedado contenido. Miré mi cuerpo, y bajo la luz de la linterna de Diane vi mi pierna torcida. Rota, supuse. Cuando traté de levantar el peso y soportarlo con las manos, los huesos me parecieron astillados. Durante un instante la luz pareció desvanecerse y mi cabeza se llenó de una oscuridad rojiza y opaca como el trueno.
Cuando volví a escuchar, la voz despavorida de mi hija llegaba desde arriba.
—¿Estás bien? Di algo. ¿Estás bien?
—Tengo una pierna rota —le respondí con voz quebrada—. Regresa y pide ayuda.
—No puedo. —La luz no se movió de mi rostro. Su voz era delgada y tensa, al borde del llanto—. No conozco el camino. Perdí el sentido de la orientación. Corrías muy rápido.
Se hizo un momento de silencio en que sentí el sonido dulce y agudo del agua que goteaba. Miré a mi alrededor. Al lado del estanque una estalagmita se alzaba del suelo de piedra caliza para unirse con otra estalactita que pendía del techo. Cerca de este pilar había una piedra redondeada, una especie de altar. Alrededor de la base del pilar se apiñaban vasijas y figurines de cerámica. Sobre las paredes lejanas alcanzaba a ver imágenes pintadas: Ix Chebel Yax me miraba desde el muro, y la serpiente enroscada en su tocado sonreía. En una mano, sostenía un rayo; en la otra, un trozo de arco iris. Ante ella danzaban mujeres, y, pintada de azul brillante, una criatura yacía sobre el altar, con el pecho arqueado para recibir el cuchillo.
—¿Por qué corriste? —preguntó—. ¿Por qué huiste de mí?
Las gotas caían como música líquida y constante. La pierna me palpitaba, pero mientras no me moviera, no sentiría los dolores punzantes que me hacían gritar. No respondí a mi hija: no tenía respuestas. ¿Qué le daría por satisfecha? Había estado soñando con sangre. Tenía un cuchillo de obsidiana en mis manos y temía ir demasiado lejos. Sabía que pronto moriría, y que la muerte me evitaría la necesidad de dar respuestas.
—Yo también estoy loca —decía mi hija en voz baja. Me estremecí en la oscuridad—. Las sombras me siguen. La anciana me sigue.
—Eso no es estar loca —repuse, pero hablar me suponía un gran esfuerzo. El agua fría me horadaba los huesos y me endurecía la voz. No podía dejar de temblar.
—Llámalo como quieras. —La luz se movió, como si hubiera avanzado de posición—. ¿En qué cambia las cosas? Estoy perdida aquí arriba y tú lo estás ahí abajo. No puedo bajar. No iremos a ninguna parte. No importa.
—Salvador te encontrará.
—Lo dudo.
Cerré los ojos por la luz. Seguramente no me sería tan difícil salir del agua. La piedra caliza se hundía en un ángulo suave. No sería tan difícil. Moriría, pero no deseaba hacerlo en el agua. Abrí los ojos e hinqué las manos en el fondo del estanque. El primer empujón me permitió subir la pendiente unos centímetros, y grité como un perro herido. Respiré y volví a intentarlo; avancé otros dos centímetros. Y otra vez más. Sabía que si me detenía ya no podría volver a comenzar, así que no me detuve. Después de la décima vez de intentarlo perdí la cuenta. Para entonces, el grito se había convertido en un gemido constante que subía y bajaba con el dolor.
Cuando sentí la tierra seca bajo mi cuerpo me extendí y dejé de moverme. La pierna estaba más o menos recta. Me era más fácil soportar el dolor quieta que en movimiento.
Descansé, y luego advertí que mi hija me había estado hablando. Regresé del lejano lugar que había estado visitando y abrí los ojos.
—¿Qué?
—¿Recuerdas la Navidad en que me regalaste una camisa quetzal de Guatemala?
Me recliné sobre la espalda, y oía el gotear del agua.
—Sí.
—¿Por qué no me dejaste ir contigo cuando te marchaste?
Ésas son las preguntas que no tienen respuestas apropiadas.
—No podía.
—No es una buena respuesta.
Cerré los ojos y recordé esa Navidad. Diane me había seguido hasta el coche para preguntarme si podía venir conmigo. Su rostro era abierto, vulnerable, lleno de cruda imperiosidad.
—No podía cuidar de ti. Apenas podía cuidar de mí misma. Quería que estuvieras a salvo. Sabía que Robert te protegería.
—Yo habría cuidado de mí misma. Quería…
—Querías demasiado. —Las palabras fueron un grito—. Sigues queriendo demasiado.
El temblor había vuelto y el dolor era cada vez mayor. Mantuve los ojos abiertos esta vez. Si los cerraba me sentía sola junto al dolor. El agua fría me había adormecido la pierna, pero el efecto había pasado.
—Lo siento —dije entonces—. Lo siento. No debí haber sido madre. Yo…
—¿Por qué te fuiste?
—Tenía que hacerlo.
—¿Por qué no me llevaste contigo?
—No podía cuidarte. —Estaba cansada, tan cansada que deseaba morir—. No podía.
—Las mismas preguntas, las mismas respuestas, una y otra vez.
El dolor surgió dentro de mí y dije en voz baja:
—No me arrepiento de haberme ido. Tuve que hacerlo. Te quería y deseaba quedarme, pero no podía.
Sus palabras caían como copos de nieve en un día de invierno.
—Te odio.
—Muy bien —repliqué suavemente—. Lo entiendo.
—Tal vez Zuhuy-kak tuviera razón. Ella y yo teníamos mucho en común. Ambas habíamos hecho sacrificios inaceptables, y habíamos fracasado.
Cerré los ojos y comencé a regresar hacia ese lugar lejano donde ya no sentía el dolor.
—¿Madre? —El grito me hizo volver.
—Estoy aquí.
—¿Qué son las sombras que me siguen?
—Sombras del pasado. —Musité a la oscuridad. Traté de incorporarme sobre un codo, pero el movimiento gatillo un nuevo dolor por mi pierna y me hundí una vez más, dejando que la mejilla descansara sobre la piedra fresca y áspera.
—Ya te acostumbrarás a ellas.
Quería decirle algo más, pero no lograba recordar qué. Parecía lejana, más lejana que nunca. Cerré los ojos y me alejé.