Desperté el sábado, día Kan, dura y dolorida como si hubiese estado vagando por el monte durante el sueño. El cielo estaba encapotado y la mañana casi había concluido. Me detuve en la cocina y María me dio —a regañadientes, creo— un desayuno de atole.
Barbara y Diane se habían marchado a Mérida; a Tony no se le veía por ningún sitio.
Este día está gobernado por el dios joven y de rostro afable que hace crecer el maíz.
Es un buen día, según la mayoría de las fuentes, favorable para comenzar nuevos proyectos y proseguir con los viejos.
Pensaba en esto mientras comía el atole, sentada en la plaza. Después fui a por mis herramientas y me dirigí a la tumba.
Había recorrido la mitad de la distancia cuando Zuhuy-kak irrumpió en mi camino.
Cojeaba ligeramente y recordé el fémur fracturado que le había causado el dolor. Miré el ancho rostro y pensé en la superficie blanca y suave que se extendía bajo la piel. La observé en silencio.
—¿Estás contenta con los descubrimientos que hiciste? —preguntó. Al oírla, recordé las fauces abiertas del esqueleto.
Habíamos llegado a la boca de la tumba. Sin reparar en la presencia de Zuhuy-kak, hice a un lado el toldo que cubría la excavación y descendí por los escalones hasta la tumba. En el pasadizo, encendí la linterna, la introduje por la abertura para dejarla en el suelo y entré detrás de ella.
En el interior aún era de noche, gobernada por el jaguar, aspecto oscuro del sol. La linterna arrojaba un círculo de luz que se desvanecía antes de llegar al techo. En la oscuridad silenciosa oía el rápido latido de mi corazón, como si hubiera corrido un largo trecho. Levanté la linterna y contemplé el final de la tumba. El suelo se alejaba, concluía en la oscuridad. Las cavernas forman la entrada a Xibalba, el submundo maya habitado por los dioses de la muerte y el sacrificio. El aire frío subterráneo me erizaba la piel de los brazos. Me estremecí; Sobre la pared de piedra veteada mi sombra se agitaba, monstruosa y extraña. Vi a Zuhuy-kak de pie en el límite del círculo de luz, observándome.
El viernes habíamos comenzado a limpiar el área, apartando el polvo y la tierra.
Nuestro primer hallazgo había sido un jarrón que yacía de lado cerca de la cabeza del esqueleto. Apoyé la linterna sobre la plataforma de piedra, para que la vasija quedara iluminada.
Me acuclillé al lado del recipiente. Aunque lo había limpiado el viernes, aún seguía cubierto de polvo y restos de paja acumulados por generaciones de roedores. Utilicé el cepillo de alambre para limpiar la superficie de arriba.
—Yo hice esa vasija —dijo Zuhuy-kak—. Y cuando emergí del estanque, la pinté mientras mi pierna sanaba.
Noté que las manos me temblaban y me detuve un instante, aguardando a que cesara el temblor para proseguir mi tarea. Respiré hondo, y percibí el estremecimiento de mi interior aunque mis manos ya se habían calmado. Reconocí un jeroglífico, el que señalaba el sitio de Chichón Itzá. En la parte inferior del cuenco, bajo la franja de jeroglíficos, distinguió una delgada línea negra sobre la cerámica color crema. Seguí cepillando. Ahora el polvo salía sin dificultad, dejando ver el elaborado tocado de un sacerdote o de un noble. El contorno negro era la mano, elevada sobre la cabeza. Estaba mirando hacia abajo.
Seguí quitando el polvo del recipiente. El canto que había quedado al descubierto, de un centímetro de altura aproximadamente, estaba rodeado por una hilera de signos negros sobre fondo rojo: jeroglíficos borrosos e ilegibles a la pálida luz de la linterna.
Sobre la vasija, un sacerdote de pie en un acantilado, junto a otros sacerdotes y nobles.
Todos miraban hacia abajo. Mi cepillo de alambre destapó primero los pies, luego un manto azul, flotando a su alrededor mientras caía. El cabello era una corriente que flotaba por detrás. La mujer que caía. Las manos del sacerdote estaban en lo alto porque la había arrojado desde arriba. Los brazos de la mujer estaban cruzados sobre su pecho; tenía los ojos abiertos y miraba algo, pero yo no sabía qué. Caía por un espacio vacío, tal como había estado haciéndolo durante tantos años.
La imagen al pie del jarrón era borrosa, pero pude distinguir olas de aguas turbulentas, espirales negras sobre el fondo color crema. Entre las olas, sobre las fisuras y brechas se veía un brazo elevado junto a un rostro desconsolado, y varias figuras pequeñas que luchaban contra las espirales del agua.
—Traje el cántaro cuando bajé aquí. Lo quería conmigo. Traje los huesos de mi hija…
Oí la lluvia, que empezaba a caer en el exterior. El toldo aleteaba por el viento y el agua se filtraba por los peldaños, produciendo un suave chapoteo, que recordaba el ruido que hacen los gatos al lavarse con la lengua.
Usé el palustre para apartar la tierra que rodeaba la vasija y vertí los restos y el polvo en un cubo. El cántaro ya casi estaba libre de tierra. Al cepillarlo lo moví ligeramente, y volvió a su sitio. Esperé por un instante a que cesara el temblor de mis manos. Entonces, con cuidado, levanté el recipiente del suelo.
La capa de barniz que había estado en contacto con el suelo estaba resquebrajada y fisurada, pero el dibujo permanecía intacto. La mujer de azul —la mujer que caía— yacía sobre una plataforma. A sus pies se veía una concha, símbolo del agua de la cual había emergido y del mundo subterráneo donde muere y renace el sol. Una mano sostenía un cuchillo de obsidiana con forma de hoja. El otro brazo, extendido, mostraba una brecha de la que manaba sangre. La mujer sonreía, con expresión triunfal.
—Te suicidaste aquí… —susurré.
—No quedaba quien me matara —respondió con suavidad—. La diosa ya no tenía poder, y yo había hecho que la gente huyera.
Zuhuy-kak se había sentado al borde de la plataforma de piedra, y parecía tan sólida como los huesos que tenía a su lado. Inclinaba los hombros hacia delante y se miraba las manos entrelazadas. Por un instante compadecí a esta pobre sombra enloquecida, exiliada por sus propios actos, sola y perdida. Sin pensar, extendí mi mano hacia ella.
Levantó la vista y me detuve.
—¿Cómo murió tu hija? —le pregunté.
Zuhuy-kak tropezó con mi mirada. Tenía las manos apoyadas en el regazo.
Permaneció callada un momento.
—La sacrifiqué a los dioses —dijo por fin.
—Sacrificaste a tu hija… —repetí, mirándole a la cara.
Zuhuy-kak permaneció un instante sin hablar.
—Los ahnunob se acercaban y perdíamos la batalla —recordó—. Habíamos capturado a sus guerreros. Yo los maté en el altar y apilamos sus cráneos en los patios, pero no fue suficiente.
Se retorcía las manos con fuerza. Miró la oscuridad que se cernía al final de la caverna y se balanceó como si acunara a una criatura entre los brazos. Su voz era una letanía.
—Hubo muchos muertos, muchos muertos en el campo de batalla y en el templo. Mi esposo, un hombre de poder y nobleza, un buen hombre, había muerto esa semana combatiendo. El aire estaba impregnado del olor denso y pesado de la sangre que inundaba el templo, surcaba los patios, se esparcía por los lugares sagrados y corría por el sacbe: era un río perfumado de un denso rojo y adornado con humo de incienso. El son del tambor y la sonaja me seguía por doquier, retumbaba como mi corazón, fuerte y tenaz. Como mi corazón.
Había llevado las manos al pecho, y se movía hacia delante y hacia atrás, hacia atrás y hacia delante, como al ritmo de un tambor que yo no podía oír. Comenzó a hablar deprisa.
—El humo, el olor de la sangre, los gritos de los heridos asistidos por los curanderos… parecía ser lo natural. —Había cerrado los ojos—. Ofrendé mi hija a los dioses para detener la llegada de los ahnunob. Quise que fuera un sacrificio sincero, una ofrenda. La preparé, la vestí, la perfumé y le di a beber balche con hierbas. La llevé al lugar del sacrificio, invadido por el poder de la diosa. No se opuso. Me sonreía, porque le había dicho que Ixtab vendría y la llevaría al paraíso. Me sonreía, a pesar del miedo. Pero en el momento en que aferré la hoja del cuchillo, cuando el poder de la diosa debía haber sido mayor, dudé. Mi hija me miró, y yo desconfié del poder de la diosa. —Abrió los ojos y la extraña luz que los inundaba me hizo recordar a la loca que decía ser Jesucristo—. Desconfié y los ahnunob invadieron la ciudad. El ciclo cambió y la diosa perdió su poder.
Me dolió el estómago, y fue un dolor sólido y constante, como el que había sentido en mis entrañas durante el embarazo. Era una sensación triste y grave, como si cargara un peso demasiado grande. El doctor que me atendió durante el embarazo decía que no era nada, que era psicosomático. Muchas mujeres encintas se sentían infelices, explicó. No era anormal. Sí, que se sentían infelices; lo recuerdo. No se le ocurrió pensar que tal vez tenían alguna buena razón para sentirse así, que tal vez les dolía, que tal vez llevaban un peso demasiado grande para ellas. Me pregunté qué diría ese doctor ahora.
—Ha llegado la hora del cambio de los ciclos. Puedes hacer que la diosa retome el poder. Tu hija…
—No —la interrumpí.
—Tú puedes —insistió. Advertí que sostenía el cuchillo de obsidiana—. Será fácil. Y entonces, una vez que lo hagas, podrás descansar.
—Eres como yo —dijo—. Te conozco. Te conocí cuando te vi en el cenote. Tú también hiciste un sacrificio que no sirvió de nada. Tú comenzaste a caer tal como yo lo hice cuando mi hija murió y el poder de la diosa murió con ella. Comencé a caer mucho antes de que los sacerdotes me arrojaran al cenote —dijo.
—Puedes descansar ahora —le propuse—. Puedes detenerte.
—Ya lo intenté. Cuando la gente huía y la ciudad desembocaba en el caos, pedí a dos albañiles que me emparedaran, y cumplieron mi deseo. Me encerraron aquí y me detuve.
Quería descansar. Pero no he tenido descanso. El ciclo está cambiando otra vez. Se acerca la hora de hacer sacrificios. Una vez que lo hagas, podremos descansar, tú y yo.
—Tú puedes hacerlo —le dije—. No tienes necesidad de estar aquí. No habrá sacrificios ni se derramará sangre.
Me miró con ojos tan apagados como la oscuridad que se extendía más allá de la tumba.
—¿Por qué estás aquí? —dijo, y sin aguardar mi respuesta añadió—: Estás aquí porque quieres saber secretos. Quieres poseerlos, pero temes aprenderlos. Quieres poder, y temes al poder. Te asusta saber de qué eres capaz. —Deslizó su dedo por el cuchillo de obsidiana—. Habrá sangre.
Lo extendió, pero yo atrapé la hoja en mi mano y la apoyé delicadamente sobre la piel de mi muñeca, probando el filo. Sólo probándolo. La sangre manó sobre la hoja y sentí que una nueva tibieza y una nueva fuerza subía por mi brazo hasta el corazón. El contacto con la obsidiana fría me trajo a la memoria el intento de suicidio. Recordé la sensación de ardorosa imperiosidad, la sensación de que el dolor era insignificante al lado del poder que obtendría. Observé el hilo de sangre que surcaba la herida del brazo y me sentí ardiente y poderosa.