Capítulo 20
Diane

El viernes por la noche me despertó el sonido de pasos sobre el camino. La choza estaba a oscuras. Barbara respiraba serenamente. Maggie murmuraba algo entre sueños y se revolvía inquieta en su hamaca. Robin dormía plácidamente, como un animalito acurrucado en su madriguera.

No sé qué me despertó: un cambio en el chirriar de los grillos, el ulular de un búho, algo, no lo sé. Pero me senté en la hamaca y miré por la puerta abierta. Me puse de pie y me detuve antes de salir. Sentí el frío del suelo de tierra contra mis pies descalzos.

La luna estaba baja y no había luces encendidas. El cielo era inmenso: una interminable oscuridad salpicada de estrellas y estrellas. Tony aún dormía: la luz de su choza estaba apagada. Un murciélago voló sobre mi cabeza, chillando con excitación y cubriendo fugazmente las estrellas.

Vi que algo se movía en la oscuridad cerca del barril del agua. Miré con atención y se volvió a mover: era una sombra más oscura que la penumbra.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté suavemente, para no despertar a los demás—. ¿Quién anda ahí?

Nadie respondió. Creí saber la respuesta; en la oscuridad me aguardaba una anciana vestida de azul.

Bajo la luz de las estrellas, el mundo era negro y blanco, como una película nocturna por un televisor en blanco y negro. En esas películas, los monstruos viven en las sombras. La heroína siempre sale a investigar y el monstruo siempre la atrapa. Siempre.

Cuando veía las películas de horror por la noche nunca entendí por qué la heroína no iba a dormir y se cubría la cabeza con la sábana hasta el día se siguiente, hasta que el sol saliera y los pájaros trinaran y los vampiros y los lobos regresaran a sus madrigueras. Yo no era ninguna de esas heroínas: podía regresar a mi choza y dormir hasta el amanecer.

Salvo por la incertidumbre que me venía fastidiando desde que vi a esa mujer en el monte; y la sospecha, vaga pero cada vez más tenaz, de que no tardaría en volverme loca como mi madre. Temía a las cosas que no existían. Veía sombras de día, oía ruidos de noche. Sin que lo advirtiera, los puños se me crispaban, como ahora.

Cogí la linterna de la mesa, traspuse la puerta y me dirigí hacia la sombra a paso ligero.

Iba deprisa porque si no me apresuraba, regresaría a la choza y no lograría dormir en toda la noche, oyendo cómo se acercaban los pasos.

La figura que había al lado del tonel no se movió cuando me vio acercarse. Encendí la linterna y la dirigí hacia las sombras; mi madre parpadeó bajo el inesperado resplandor.

Enfundada en su pijama azul, con el cabello desgreñado, descalza, abría y cerraba los ojos como una lechuza. Tenía el rostro desencajado y los ojos inmensos. Posé la mano sobre su hombro y sentí sus huesos frágiles bajo la fina capa de ropa y piel. Temblaba.

—¿Qué haces aquí? —pregunté—. ¿Qué sucede?

—Estoy cuidando a la niña —dijo. Sus ojos se habían apartado de la luz, pero se perdían en el espacio.

—Me asustas —le dije—. No has contestado a mi llamada.

Pero no me escuchaba.

—Alguien debe velar por la niña —insistió—. Es demasiado joven para que la dejen sola. —Me miraba, pero creo que no me veía—. No puedo escapar otra vez.

La rodeé con el brazo y traté de alejarla de la choza. No se movió. Notaba su estremecimiento.

—La vigilaré —dije—. Yo cuidaré de ella.

—Debes tener mucho cuidado —me dijo como ululando—. Es muy obstinada y no quiere marcharse. Pero no está a salvo aquí.

—Tendré cuidado.

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

—Soy su amiga. Muy buena amiga. —Vacilé, y luego pregunté a media voz—: Dígame… ¿de quién la debo cuidar?

—De la anciana —dijo, parpadeando en la oscuridad—. Vigile a la anciana.

Me dejó que la acompañara hasta su choza por el campamento silencioso. Una vez allí, encendí la vela que había sobre su escritorio. La inmensa cabeza de piedra me observaba desde el rincón mientras ayudaba a mi madre a subir a su hamaca. La cubrí con la sábana que estaba arrollada a los pies de la red. Tenía la piel seca y caliente, y pensé que tal vez estuviera con fiebre. Se revolvía en su sueño. Luego se puso a hablar en maya con gente que yo no veía. La tranquilicé, diciéndole que todo iría bien, y deseé no estar mintiéndole. Me senté a su lado, mientras oía los sonidos de fuera y la cogía de la mano. En cuanto asomó la línea gris del alba por la puerta abierta, soplé la vela y regresé a mi choza. Mi madre dormía serenamente. Apenas me había vestido cuando Barbara se despertó.

—Vamos —le dije—. Salgamos de aquí.

Me miró aún dormida.

—Oye, dame un minuto para que me despierte. Aguardé a que se vistiera y saliera de la hamaca, y caminamos hacia la plaza.

—Pensé que hoy nos quedaríamos por aquí para ver qué encuentra Liz en la tumba —comentó—. Después de todo, es nuestro primer gran hallazgo.

—Sea lo que fuere, seguirá allí el lunes —sostuve—. ¿Prefieres quedarte sin una ducha caliente con tal de verlo un día antes?

—Tienes razón. —Se detuvo ante el tonel del agua y se salpicó el rostro—. De pronto te muestras ansiosa por ir al pueblo sin más. ¿Marcos te ha robado el corazón?

Moví la cabeza, preguntándome qué le podría contar a Barbara.

—Necesito salir de aquí.

—¿Más problemas con Liz?

Asentí.

Estudió mi rostro, y luego se encogió de hombros.

—Supongo que tienes razón. Los secretos de los antiguos mayas no pueden competir con una ducha caliente. Vamos.

Llegamos temprano a la ciudad por la mañana y desayunamos en la mesa de siempre debajo de unos árboles que desprendían flores que al tacto eran como el pelaje de un gato. Emilio llegó con sus hamacas a la hora de siempre, y nos convidó con la habitual ronda de café.

Fue Barbara y no yo la que preguntó por Marcos. Al parecer, estaba ocupado ese día; ciertos asuntos lo mantenían alejado. Emilio se mostraba evasivo, no me miraba. Barbara frunció el ceño, le hizo algunas preguntas en español, y sacudió la cabeza. Terminamos el café en silencio, y entonces Emilio dijo que estaría vendiendo hamacas en el zócalo y que nos vería a la hora de comer.

Una vez que Emilio se marchó, Barbara pidió más café.

—Al parecer, teníamos razón acerca del juego —reflexionó—. ¿Estás bien?

—Sí. Si está ocupado, está ocupado. —Me encogí de hombros—. No importa.

—Puedes dejar de fingir cortesía —sugirió—. Emilio ya no está.

—De verdad no me importa. No cambian las cosas.

Me observó las manos.

—Estás destrozando la servilleta —dijo con lentitud.

Dejé los trozos de papel sobre el mantel de cuadros.

—No debería afectarme. No significa nada para mí. No tiene importancia.

—¡Qué imbécil! —dijo.

Repetí el gesto de indiferencia.

—Nada serio.

—Mira —dijo. Se inclinó y posó su mano sobre la mía—. Sé que no es nada serio. Sé que no te ha roto el corazón ni nada por el estilo. Pero no por eso deja de estar mal. Si quieres, puedes lamentarte.

Bebí el café y contemplé a un mendigo ciego tratando de vender un animal de madera torpemente tallado a una pareja en la mesa de al lado.

—¿Crees que debo mandar a Emilio a paseo?

—¿Por qué? Él no tiene la culpa.

—Como quieras. —Se reclinó en la silla y agregó más azúcar al café—. Tal vez debamos salir de la ciudad hoy. Ir a las ruinas de Uxmal. Ver algo distinto.

—Estoy bien —le dije—. No te preocupes.

Estudió mi rostro, y luego asintió.

—Como quieras. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a nadar?

—De acuerdo.

Fuimos a nadar a la piscina del hotel, un pequeño retazo de agua en una cuenca de cemento turquesa. Me tumbé al lado de la piscina sobre el cemento y traté de leer la novela, un relato insulso sobre gente hermosa que siempre viste a la perfección. El mundo de la heroína estaba lleno de vagas angustias, de miedos ampulosos. Me sentía identificada.

Barbara nadaba y de vez en cuando trataba de hacerme hablar. Después de una hora le dije que no tenía hambre, y que fuera sola a comer con Emilio.

—Creo que iré a pasear por el mercado. A lo mejor me compro un vestido. Te veré de regreso aquí en el hotel.

Caminé. No fui al mercado. No me sentía con ánimos para andar entre la multitud.

Deambulé por el zócalo, compré un helado de limón a un vendedor ambulante y me senté a saborearlo en un banco cerca de la catedral. El reloj del Palacio Municipal marcaba la una y media, pero parecía mucho más tarde. El aire presagiaba lluvia.

No echaba de menos a Marcos. Había esperado poco de él. Era una persona a la que aferrarse cuando acosaban las sombras. Nada más. Y ahora, ni siquiera tenía eso.

Delante de la catedral, mendigaban sentadas dos ancianas enjutas envueltas en mantones de color rojo oscuro. Dos mujeres de mediana edad que vendían imágenes de santos a la puerta de la catedral cerraban su puesto, envolviendo los marcos en papel de diario y empacándolos en una caja de cartón. En lo alto, las palomas iban y venían por la cornisa de piedra.

Sobre la acera deambulaban los turistas. Una mujer prolijamente vestida, con la nariz bronceada por el sol, se maravillaba ante las postales. Un hombre con un flamante sombrero panamá tomaba una foto del Palacio Municipal. Todos extraños. Ninguno de ellos me entendería si le dijese que temía que mi madre estuviera loca, que yo misma temía estar loca. No comprenderían que estaba siendo hechizada por una anciana igual que la cabeza de piedra de la choza de mi madre.

Pensé en llamar a mi antiguo amante, Brian. Desde que había renunciado al trabajo, no hablaba con él. ¿Qué decirle? Estoy viendo fantasmas y mi madre está loca. No. No le diría nada.

Tenía miedo. Una amiga mía tuvo un perro que corría tras la luz de la linterna, incapaz de atraparla e incapaz de hacer otra cosa. El perro corría detrás de la luz y ladraba cuando ésta subía por las paredes, hasta que caía exhausto. El pobre animal no sabía que jamás podría alcanzarla. Yo me sentía igual. No conocía las reglas y no había quien me las explicara. Era como andar tras una luz, o como intentar atrapar pompas de jabón que se iban con la brisa. Una siempre termina con las manos vacías.

No vi que la curandera se acercaba. Se sentó a mi lado en el banco y sostuvo mi mano firmemente entre las suyas, cálidas y secas. Me dijo algo con voz imperiosa y grave.

Sacudí la cabeza. No le entendí. Traté de liberar mi mano, pero no me dejó. Llamó a un vendedor de hamacas y le dijo que se acercara. Sin soltarme la mano, le habló con rapidez. El hombre me observó con curiosidad, divertido por la situación.

—¿Habla usted inglés? —le pregunté—. ¿Sabe decirle que me deje ir?

—Un poco —respondió. Se dirigió a la mujer, que movió la cabeza y dijo algo más.

—Quiere que le diga… —Vaciló, como si buscara las palabras adecuadas—. Debe marcharse —logró decir—. No regrese donde está su madre.

—¿De qué habla? ¿Por qué no habría de volver?

Se encogió de hombros.

—Dice que su suerte es desfavorable. —Repitió el gesto—. Es lo que dice.

—Dígale que comprendo —intervine. Observé a la anciana y me devolvió la mirada—. Yo comprendo —le dije en español. Su mano había aflojado la tensión y conseguí soltarme. Me puse de pie y me aparté de ella.

—Oiga —me gritó el vendedor—. ¿No quiere comprar una hamaca?

Salí a trompicones, casi corría por el zócalo. Un relámpago atravesó el cielo, de nube a nube. Regresé al hotel a por mi bolso y hallé a Barbara y a Emilio en la mesa de siempre.

Le dije a Barbara que iba a coger un taxi para volver al campamento. Intentó detenerme, pero me encogí de hombros. Sabía que debía regresar. No entendía por qué la anciana quería apartarme de mi madre, pero supe que tenía que volver.

Las primeras gotas pesadas de lluvia cayeron mientras salía del hotel hacia la parada de taxis. La estatua de bronce miraba fijamente los relámpagos desde su pedestal sin reparar en mis apresuradas negociaciones con el taxista.

Bajo la lluvia, el trayecto hasta las ruinas parecía más largo. El conductor trató de entablar conversación, creo que se quejaba de tener que conducir bajo la lluvia. Me encogí de hombros, pues no lograba entender más que algunas palabras. Vi sombras bajo la lluvia: nunca nítidas, pero siempre presentes. En una ocasión, casi pedí al conductor que se detuviera… observé a una anciana cruzando el camino. Pero se desvaneció en la lluvia. Una sombra, nada más. El trueno vibró en lo alto, como un edificio que se desmorona.