Capítulo 19
Elizabeth

El domingo fue Etz’nab, día de dolor y sacrificio. Desperté mareada y dolorida, sin ganas de desayunar. Me quedé en la choza para evitar a Tony hasta altas horas de la mañana, cuando partí a dar un paseo por la excavación de la tumba. En el camino vi a un anciano agitando un cuenco de cerámica que calentaba al lado de un hornillo. La esencia resinosa de la savia llenaba el aire. La bolsa de tela tejida que descansaba a su lado estaba manchada de arcilla azul oscuro; la vara de madera tallada con que agitaba el contenido del cuenco estaba teñida de un vivido azul.

Azul es el tono con que los antiguos mayas pintaban las tortas de incienso que quemaban en las ceremonias. Azul es el color con que pintaban a las víctimas que sacrificaban en honor de los dioses.

No me agradaba el aspecto del anciano ni el de su pote de pintura. Caminé rápidamente y no volví la mirada.

Los estudiantes regresaron al campamento esa noche, vapuleados por la civilización.

En todas las excavaciones hay momentos como éste. La gente se cansa de los rigores del campo y no se siente satisfecha con la limitada civilización que tiene a su alcance. Las relaciones se tornan más tensas. Maggie y Carlos estaban riñendo debido a un escarceo que había ido más allá de lo tolerable; Robin y John se aferraban el uno al otro porque la despedida y la separación se aproximaban demasiado deprisa. En tres semanas terminaría el ciclo lectivo en el campo.

Diane y Barbara regresaron tarde. Cuando llegaron, yo aún estaba sentada en la plaza bebiendo otra taza de té caliente. Diane saludó y luego fue hacia su choza. Parecía tranquila y desanimada pero no la seguí. No sabía qué decirle.

El lunes fue Cauac, gobernado por el dragón celestial que provoca tempestades, truenos y lluvias feroces. Desperté antes del desayuno y salí a caminar. Rumbo al cenote vi a un tallador dando forma a unas hojas ceremoniales de obsidiana, extraordinariamente afiladas. Sonreía mientras trabajaba y no me detuve a observarlo.

El lunes durante el desayuno hubo poco de qué hablar, pero lo que se dijo fue turbulento. Barbara había perdido la cuerda que empleaba para trazar los mapas de la inspección y no hubo paz hasta que la encontró arrollada en un rincón de la choza de Tony, donde la había dejado el viernes. El grupo de inspección salió a excavar media hora tarde.

John y Robin, al parecer, habían tenido una discusión sobre algo, vaya uno a saber qué, y comieron en silencio. John se marchó temprano a la excavación de la tumba; Robin fue al laboratorio. Todos estaban inquietos e irritables y perdían la calma con facilidad.

Cuando llegué a la tumba, a las nueve, John estaba sacudiendo el cedazo. Llevaba un pañuelo rojo alrededor de la nariz y la boca para detener las nubes de polvo que se levantaban cada vez que agitaba la pantalla rectangular para cernir laminillas de piedra y vasijas de la tierra. Al verme dejó el tamiz, aguardó a que el polvo se depositara y luego se quitó el pañuelo, dejando expuesta la piel limpia.

—Estamos encontrando fragmentos de pedernal y algunas vasijas grandes, y hemos dado con algo que se parece endemoniadamente a una pared.

El pedernal era buena señal. Por lo general, el material de relleno que conducía a las tumbas mayas contenía fragmentos de pedernal.

El obrero que subía los ocho escalones de piedra desde el interior del pasadizo, cargando una cubeta de tierra, sonrió apenas me vio: sabía que eso significaba una pausa. Me preguntó si quería echar un vistazo a la labor que habían hecho hasta el momento. Su sonrisa se hizo más ancha cuando dije que sí, y llamó a los otros dos, que aún estaban abajo. Llevaban los pantalones sucios y polvorientos, y el torso desnudo cubierto de polvo de piedra caliza. A cada uno le ofrecí un cigarrillo y se retiraron a fumar a la sombra.

Bajé por el túnel y parpadeé por un instante en la oscuridad repentina. El aire estaba húmedo y olía a sudor. El pasadizo se extendía unos dos metros por debajo del último escalón. Era oscuro y angosto y resultaba opresivo. Sobre el suelo de piedra, ahí donde habían estado trabajando los hombres, había un pico, un cepillo de alambre y una cubeta.

John tenía razón: las piedras al final del pasillo parecían ser una pared construida apresuradamente. No estaban tan bien alineadas como las de los muros, ni tan revueltas como las que los obreros habían retirado del pasadizo.

—¿Qué crees? —preguntó John. Se había detenido en el escalón inferior—. ¿Será el final?

—Haz que lo limpien un poco —le pedí, señalando las paredes laterales. El ángulo donde el muro se unía con el suelo lo habían dejado lleno de tierra—. Cada vez son más descuidados. Documentan esto, y luego siguen con otra cosa.

Llevé las vasijas más grandes para que Tony las analizara. Dejé los cuencos, describí brevemente la situación en la tumba y me retiré a la choza a descansar. La fiebre me extenuaba con facilidad, y me impedía concentrarme.

Esa noche me senté en la plaza después de cenar. Bebí ginebra y oí a Robin y Tony hablar de las vasijas. Tony había logrado situar cronológicamente un gran cántaro gris de finales del período Floreciente Puro, aproximadamente en la época en que la construcción de nuevos edificios en Dzibilchaltún había cesado. Especuló con que la pieza más grande era un fragmento de un cántaro de agua. La arcilla era de grano grueso y estaba templada con arena de calcita; la vasija había sido ligeramente pulida con cueros secos y cubierta con una capa de arcilla húmeda, lo que le daba al cuenco su terminación gris. No me. interesaban tanto los detalles como la conclusión.

—No anterior al año 900 d. C. —se pronunció Tony.

Eso concordaba con mis cálculos y con la fecha que habíamos descifrado en la piedra que cubría la tumba. Sea lo que fuere aquello que había detrás de la pared databa de la época en que las ciudades mayas habían sido abandonadas, poco tiempo después de que los toltecas invadieran la región.

Tony y Robin siguieron hablando de la vasija mucho rato, pero yo ya no les escuchaba.

Maggie estaba sentada en una mesa cercana, escribiendo una carta. Probablemente un mensaje para algún novio de su ciudad. Diane compartía la luz de su farol y leía una novela de bolsillo. La observé, pero no pasaba las páginas. Ocasionalmente levantaba la vista, contemplaba la oscuridad lejos del haz de luz y luego regresaba a la misma página.

Se sobresaltó cuando me senté a su lado.

—¿Qué tal ha ido la excavación? —le pregunté.

—Bien.

—¿El libro es bueno?

Se encogió de hombros y me mostró la cubierta. Era una novela rosa, a juzgar por el aspecto.

—No hay mucho que elegir en Mérida —dijo—. O esto o una de vaqueros.

—¿La arqueología te resulta aburrida?

Sacudió la cabeza bruscamente.

—En absoluto. —Se sentó con las manos en el regazo, aferrando el libro. No me miró.

La oscuridad nos rodeaba. Tony y Robin estaban absortos en su conversación; Maggie se había ido a la choza.

—¿Qué habéis hecho Barbara y tú este fin de semana? —pregunté.

—El sábado visitamos Chichén Itzá.

—¿Qué te pareció?

Se mordió el labio, contemplando la penumbra.

—No lo sé. Pensé… No me gustaron algunos de los grabados, los cráneos. Jaguares sosteniendo corazones humanos. Eran bastante desagradables.

—Es la influencia de los toltecas —expliqué—. Un grupo de hombres del valle de México que invadió este área y tomó Chichén Itzá como capital. La mayoría de los lugares mayas muestran la influencia de los toltecas en los últimos años. El guerrero que había en la estela que encontraste es tolteca. La mujer que había a sus pies era una deidad maya.

La obra original maya ha quedado enterrada debajo de la de sus conquistadores.

—¿Qué les sucedió a los mayas?

Me encogí de hombros, incómoda.

—Trabajaron los campos y siguieron adelante con su vida, supongo. Incorporaron a su panteón a los nuevos dioses. La gente que no estaba dispuesta a aceptar las nuevas costumbres, callaba o moría, según creo entender. —Dejé de hablar—. Esto debe aburrirte mucho…

—De ningún modo.

Aguardé, pero no prosiguió. Se movió hacia las sombras, y no pude leer la expresión de su rostro. Los músculos de su cuello estaban tensos.

—Entonces, ¿qué? —pregunté.

Me observó y cerró el libro entre las manos.

—Me siento como a la espera de que algo suceda. A veces tengo miedo.

—¿Miedo de qué? —Mi voz era grave.

Se encogió de hombros, con una rápida sacudida, como si quisiera espantar algún insecto.

—No lo sé. Si lo supiera, tal vez podría hacer algo. —Hizo un ademán con la cabeza—. O tal vez no.

—Puedes ir a Cancún —aconsejé—. Te encontraré allí una vez que la excavación haya concluido. La costa del Caribe es…

—No —me interrumpió—. Me quedaré aquí.

Se fue a dormir al poco rato. Regresé a la mesa con Tony y Barbara y escuché su conversación. Advertí que Tony no bebía. Después de unos instantes, también yo me fui a dormir.

La semana terminó y necesitábamos más obreros. El incidente de la estela había atemorizado a los de más edad pero, aunque algunos se marcharon, nuestra suerte mejoró.

No vi a Zuhuy-kak. La busqué, pero no di con ella. Cuando salía a buscarla por la mañana, me encontraba a Diane en el cenote. Si paseaba por las tardes hacia el Templo de las Muñecas, también me encontraba a Diane. Entonces, volvíamos juntas al campamento en silencio. Tenía poco que decirle. Sentía que ya había hablado mucho, que le había permitido acercarse demasiado.

El miércoles fue Ahau, día del sol, una jornada favorable. No se estropeó ninguna herramienta, ningún hombre enfermó. No lograba acabar con mi fiebre, y eso me preocupaba e irritaba. Sólo me sentía satisfecha cerca de la tumba, viendo a los hombres trabajar. Pero aun allí temblaba y me daban escalofríos.

Esa noche tuve sueños extraños, vividos y febriles. Recuerdo haber danzado bajo la lluvia, sosteniendo un cuchillo de obsidiana. La Luna brillaba, casi llena, y yo era joven otra vez. La ropa revoloteaba a mi alrededor. Dentro de mí surgía una sensación de poder, de poder antiguo que provenía de la Luna.

El jueves fue Imix, día del monstruo de la tierra, una criatura de nariz protuberante y forma de dragón. Un buen día para excavar, para arrancar cosas de raíz. Por la tarde, al fin, Pich pudo extraer una piedra de la pared donde había estado un millar de años.

Pasé la mayor parte del día en la excavación y bajé al túnel. Por la brecha del muro soplaba aire húmedo y fresco. Con una linterna, atisbé por la abertura, tratando con poco éxito de ver qué había más allá de la pared: un gran espacio abierto, una plataforma baja, difusas formas claras que podían ser esqueletos o vasijas… no era mucho lo que podía distinguir. La pared tenía casi un metro de espesor.

El jueves los obreros trabajaron hasta tarde, pero a las cinco ya vieron que no podrían quitar otra roca ese día. Entonces nos detuvimos, cubrimos la abertura con un toldo y nos marchamos a regañadientes.

Fui al cenote esa noche después de cenar y me senté al borde del estanque, oyendo el sonido de los grillos y viendo las sombras de las aldeanas que venían en busca de agua.

Zuhuy-kak no se acercó. Mi hija tampoco. Estaba sola cuando la Luna se elevó por los cielos. Me fui a dormir.

El viernes fue Akbal, un día de oscuridad. Lo gobierna el jaguar en su aspecto nocturno, dueño y señor del mundo subterráneo.

Ese día, Tony me acompañó a la excavación. Al mediodía los obreros habían aflojado y retirado otra piedra, con lo cual quedaba un espacio suficiente para que me deslizara boca abajo, con la linterna alumbrando por delante.

El esqueleto yacía sobre una laja de piedra, de espaldas y con las piernas extendidas.

El armazón de las costillas se había desmoronado: el haz de luz brilló sobre un cúmulo de huesos pálidos con forma de luna creciente y destelló contra las piedras de jade dispersas entre las costillas y las vértebras. Un brazo se extendía sobre el torso y la caja pélvica; los pequeños huesos de la mano estaban tendidos sobre el fémur. El otro brazo estaba cruzado sobre el pecho y los dedos de la mano se perdían en la confusión de vértebras y costillas. Los huesos de los pies se habían esparcido tal vez a causa de los roedores que buscaban comida. No lejos del brazo cruzado sobre el pecho yacía un cuchillo de obsidiana sobre la plataforma de piedra. Cerca, la piedra estaba teñida por un borbotón rojo: cinabrio vertido del plato de nácar que había a su lado.

El cráneo, deformado y aplastado en un abrupto ángulo, formaba una vasta frente. La boca había quedado abierta y los dientes estaban intactos. Reconocí a Zuhuy-kak por las incrustaciones de jade de los dientes frontales. Sobre la pelvis yacía algo blanco y dirigí hacia ella el haz de luz: la concha que pendía de su cinturón. Un fémur dejaba ver una protuberancia en el centro: una fractura que nunca había curado apropiadamente.

Oí que Tony se deslizaba por la estrecha abertura detrás de mí. El haz de su linterna se posó sobre las vasijas que rodeaban al esqueleto: una jarra con forma de pavo, un recipiente crudo de tres patas pintado con jeroglíficos, una vasija panzona con forma de concha espiralada, un incensario que remedaba un jaguar y varios cuencos, cántaros y recipientes.

La luz de Tony se detuvo en un gran cántaro junto a los pies del esqueleto: era del tamaño del círculo que yo podría formar con mis brazos. Estaba artísticamente ornamentado de jeroglíficos e imágenes. La tapa de cerámica había quedado inclinada.

Tony se acercó unos pasos, miró dentro del cántaro y luego levantó la tapa con suavidad.

Nos sonrió un cráneo del tamaño de un gran pomelo: un niño de ojos oscuros cuyos dientes habían caído de las mandíbulas hacía tiempo. Pálido y suave, el cráneo se apoyaba sobre las costillas curvas y los largos huesos como un huevo entre las ramas de un nido. Por todas partes los huesos estaban manchados de cinabrio. Por el aspecto, el joven esqueleto había sido desenterrado, limpiado, empolvado con cinabrio, prolijamente colocado en el cántaro y vuelto a enterrar. Me acerqué, y vi las cuencas oscuras de los ojos, hundidas bajo la frente aplanada. Era tan frágil… podía coger fácilmente las costillas entre mis manos. Era tan joven… Los huesos habían sido dispuestos suavemente en el cántaro. Me pregunté quién se habría ocupado de hacerlo.

Al final, las grandes transformaciones de la civilización cuentan poco. Lo que interesa es el cráneo de un niño al lado del esqueleto de su madre. Miré los huesos de Zuhuy-kak y el cuchillo de obsidiana que había a su lado. Lo que importaba era cómo había muerto esta criatura. Sentí una brisa fría y húmeda y me estremecí.

—Sigue —dijo Tony, y por un instante no comprendí lo que me quería indicar. Luego acompañé su haz de luz con la mirada y vi que la oscuridad era un pasaje descendente, el comienzo de una caverna de piedra caliza que se extendía por debajo de la tierra. Las paredes de caliza estaban cubiertas de conchas marinas. Se me puso la piel de gallina. A lo lejos alcanzaba a percibir el olor del agua. No había otro sonido más que mi respiración y la de Tony. Avanzó hacia la abertura.

—No —dije con ferocidad—. No te metas ahí.

Se volvió para mirarme y sólo entonces advertí que había hablado en voz demasiado alta.

—¿Sucede algo? —preguntó, acercándose a mí.

—No —respondí—. Nada.

—Se ha detenido el trabajo por nosotros —dijo—. No había previsto que perdiéramos tanto tiempo observando grutas como si fuéramos turistas.

—Es que no estamos equipados —aduje. Recorrí las paredes con mi linterna y supe que había sombras más allá del alcance del haz de luz. No quería que Tony se internara en la cueva. No quería que nadie entrara en la cueva.

—Hasta ahora no había sido impedimento —dijo—. Veré si John desea organizar una expedición mañana.

Comenzamos la excavación de la tumba ese mismo día; John y Robin se pusieron a trabajar con palustres y escobillas mientras los hombres continuaban derribando el muro, Cuando el grupo de inspección llegó se abalanzó hasta el lugar para asombrarse ante el esqueleto. Por fin dejamos de trabajar cuando el sol se ocultó.