En general, no confío en los estudiantes. Me traen recuerdos de salas de conferencias colmadas de olor a tiza, de cuadernos con hojas que se arrancan, de jóvenes arrogantes con el aspecto satisfecho y relamido de los lobos en otoño, después de un verano de abundante caza.
Recuerdo las clases vespertinas en el salón atestado. Afuera, la lluvia oscurece los caminos de cemento, bate las hojas y hace crecer en despavoridos remolinos a Strawberry Creek, el arroyo de la universidad. Los estudiantes se adormecen en el sopor del aula.
Sé que no puedo dejar que vean mi verdadero yo, delgado, hambriento y empapado como un gato vagabundo que se acurruca debajo de un coche aparcado para refugiarse un instante de la lluvia. La universidad es mi refugio temporal; para conservar este cargo académico debo despertar a estas bestias somnolientas y enseñarles algo, hacerles pestañear, sacudir sus cabezotas, y buscar respuestas en sus mentes perezosas. Debo insuflar vida en el aire polvoriento.
Dicto mis clases tal como un chamán conjura las fuerzas de los espíritus para que cobren vida. Me esfuerzo: arrojo preguntas como peñascos, zarandeo anécdotas sobre mi cabeza como si fueran bolos, invoco visiones de rituales fúnebres y de ciudades antiguas; doy vueltas, camino, siempre me muevo. Tengo miedo, pero los mantengo a raya, alerta pero cautelosa, algo confundida, siempre en guardia. Nadie se duerme. Conservo mi puesto.
El viernes, día Cib, es representado en los jeroglíficos con una concha, símbolo del renacimiento, del paso por el submundo y del regreso a la luz. No sé qué dios rige este día.
El viernes, la tensión pendía del aire, corría junto a las lagartijas sobre las rocas, susurraba en el viento con los pastos. El cuerpo me dolía, y toda la noche había seguido congestionada y con escalofríos. La fiebre, aunque escasa, me ponía irritable e inquieta.
Al fumar, el pecho me temblaba y el corazón parecía latir demasiado deprisa.
Durante todo el día el viento arrastró el son de los cánticos. En algún lugar del pasado, hombres y mujeres alzaban sus voces con el batir del tambor, el murmullo de las sonajas, y el tronar de las trompetas de cuernos de caracola. No lograba distinguir las palabras.
Buscaba y buscaba, pero no hallaba la fuente de dónde provenía el sonido.
Permanecí en el campamento, bebiendo té caliente con aguardiente y tratando de descansar. Encendía un cigarrillo tras otro, hundiendo el humo en los pulmones como si la nicotina pudiera aliviarme y detener los estremecimientos. Pero éstos no cesaban.
Parecían parte del lugar, como las malezas del monte, o el polvo de las rocas. Por la tarde, deambulé hasta el Templo de las Siete Muñecas. En la plaza cercana al templo, un grupo de jóvenes decoraba sus escudos con plumas ricamente coloreadas de alguna ave de la selva. No hablaban; trabajaban mudos y sonrientes, preparándose para la guerra.
Por la tarde, Carlos, Maggie, Barbara y Diane se marcharon a Mérida en busca de los dudosos placeres de la ciudad. Sólo Tony, John y Robin se quedaron en el campamento.
Preparamos nuestra cena en el horno del lugar y por primera vez en varios días los alimentos no estuvieron quemados ni excesivamente condimentados. Tomé té con aguardiente, y luego aguardiente sin té. El alcohol me reconfortaba, pero no detenía el temblor. Tony y Robin hablaban de vasijas.
Durante las semanas anteriores, Robin había estado ayudando a Tony en algunos análisis sencillos de cuencos. La joven parecía compartir el interés de éste por el tema: hablaba con contenido entusiasmo del color en la canilla de Munsell y de la dureza en la escala de Mohs, de barnices y composición de los pigmentos, de motivos decorativos y de picos y terminaciones.
John la escuchaba con un interés que no parecía propio del tema del que conversaban.
En un momento, se acercó, apartó un mechón de cabello de los ojos de Robin y suavemente la cogió del hombro. Ella sonrió y posó su mano sobre la de él. Comprendí que eran amantes, y me pregunté cuánto haría que el romance había comenzado.
Después de cenar, antes de que la luz del día se desvaneciera y nos obligara a encender las linternas, John trajo su cuaderno de espiral y nos mostró los dibujos que había hecho de las excavaciones: planos parciales del suelo y bocetos de las estructuras que rodeaban la tumba.
Si bien durante las excavaciones había echado un vistazo fugaz al progreso de sus dibujos, ésta era la primera vez que veía su trabajo en conjunto.
John había estudiado arquitectura, y sus esquemas reflejaban la instrucción: estaban meticulosamente trazados con tinta china, finas líneas rectas y cuidadoso sombreado. En todo caso, los trazos eran demasiado precisos, demasiado rectos, demasiado rígidos. El dibujo del montículo que había al noroeste de la tumba no alcanzaba a capturar el aire de abandono, de descomposición, la suavidad de la erosión del tiempo sobre las rocas de piedra caliza. Pero aun así era un hermoso trabajo.
Pasaba las páginas con lentitud, deteniéndose en las ilustraciones de la excavación y yendo más rápido en las que no consideraba de nuestro interés: rápidos bosquejos a lápiz, un detallado dibujo que mostraba la ubicación exacta de un dintel sobre determinado portal, un retrato de los suaves rasgos de Pich, un perfil de Robin mirando una vasija. Se detuvo en el dibujo de la abertura que daba a la tumba, que mostraba el sitio de cada ladrillo de piedra, y luego dejó el cuaderno sobre la caja de madera que había a su lado.
Mientras Tony y Robin alababan el trabajo, cogí el cuaderno y repasé las páginas, hasta dar con una que había llamado mi atención: un boceto a lápiz de la plaza cercana a la tumba. En un gesto nada común, John se había distendido, y se permitía imaginar las estructuras tal como debían haber sido. El trabajo combinaba detalles meticulosos con cierta vaguedad, en un estilo que recordaba al de Frederick Catherwood, el artista decimonónico que representó las ruinas por vez primera.
La fachada del palacio a la izquierda estaba decorada con máscaras de Chaac y serpientes de estuco; los peldaños que descendían estaban cubiertos de jeroglíficos indescifrables. Reconocí el sitio de mi sueño; la pila de cráneos había descansado ante estos escalones; yo había estado de pie en el extremo de la plaza y los cuervos habían levantado el vuelo, graznando vaticinios.
Algo no está bien, pensé al observar la fachada del templo y recordar cómo me lo había descrito Zuhuy-kak y cómo lo había soñado yo. Éste era el templo de la diosa de la luna, y las máscaras del Chaac y las serpientes nada tenían que hacer allí. Nada en absoluto.
—¿Qué sucede? —preguntó John, y por un instante pensé que yo había hablado en voz alta. Se me acercó, observando el dibujo sobre mi hombro—. Tenías el ceño fruncido.
¿Hay algo que está mal?
Sacudí la cabeza para aclarar los pensamientos.
—La fachada no es la correcta. Debería haberse parecido más al templo de Tulúm, con peces y conchas marinas.
Cogió el dibujo de mis manos.
—¿Por qué lo dices?
¿Por qué lo decía? Porque había estado bebiendo y recordando un sueño. Porque el aguardiente me hacía zumbar, la cabeza. El pasado y el presente se habían cruzado momentáneamente. Traté de sonreír, pero tenía el rostro congelado.
—Sólo es una sensación.
Me miró con aire extrañado. A John no le agradaban las afirmaciones basadas en sentimientos imprecisos.
—En realidad, no dispongo de información suficiente para hacer una reconstrucción.
Estaba divagando un poco.
—No hay nada de malo en ello —le dije—. Nada de malo en usar la imaginación.
Se hizo una pausa incómoda. John cogió el cuaderno como si no supiera qué hacer con él y me miró con ceño fruncido. Finalmente, Robin se inclinó y lo apartó con suavidad, preguntando si podía observarlo. Tony se puso de pie para encender la linterna y me sirvió otra taza de té. La conversación prosiguió.
Me senté al borde del círculo de luz, escuchando y observando a los tres. John se había vuelto a relajar, al cabo de un instante. Los tres estaban cómodos juntos: Tony y Robin bromeaban acerca de las vasijas que analizaban, y el brazo de John descansaba ligeramente sobre el respaldo de la silla de Robin; cada tanto, ella le sonreía o tocaba su mano levemente. Los observaba, como observo las sombras del pasado: soy espectadora, mas no participante. Pero no podía irme.
Mucho tiempo después, John y Robin se alejaron del círculo de luz, caminando de la mano hacia el cenote. Tony me sirvió otro vaso de aguardiente. Estábamos sentados juntos bajo la luz del farol, contemplando las vueltas de las mariposas. Sentía en la garganta el sabor del aguardiente, y me parecía que entre Tony y yo había algo nuevo, o algo muy viejo que se agitaba una vez más. Algo subía inquietamente hacia la superficie.
Bebí otro vaso de aguardiente, me recliné y cerré los ojos contra la luz de la linterna. El licor marrón me reconfortaba, serenaba el latido de mi corazón confundiéndolo con los trinos de las aves y los insectos del monte.
La silla de Tony crujió cuando se inclinó para coger la pipa. Oí el roce del tabaco en la bolsa mientras iniciaba el interminable proceso de cargar la pipa y de encenderla. El aroma dulce del tabaco sin arder se notaba en el aire. Percibí el roce de la cerilla y el olor sulfuroso. Luego, el primer humo del tabaco. La voz de Tony era cálida y áspera como un bloque de granito al sol.
—Últimamente he bebido demasiado —manifestó con suavidad—. Quería que supieras que dejaré de hacerlo.
Abrí los ojos. El vaso que tenía a su lado estaba vacío y sus manos se atareaban con la pipa. Vi que no compañía el aguardiente conmigo, pero no le di demasiada importancia.
Me miró.
—Sé que te preocupaba que bebiera. Se convirtió en un hábito desde la muerte de Hilde. Asentí, sin saber qué decir.
—Me lo figuraba.
—Es un hábito al que he de renunciar. Quería que lo supieras.
—Muy bien.
Su pipa se había extinguido y comenzó a hurgar el tabaco con una cerilla usada.
Evitaba mi mirada, y sabía que iba a abordar un tema difícil.
Aguardé un momento, y luego le pregunté:
—¿Qué ocurre, Tony?
—Diane me dijo que le pediste que se marchara —irrumpió.
—Así es. —Me recliné en la silla, fingiendo una serenidad que no sentía.
—¿Por qué?
—¿Qué importancia tiene? Se niega a partir.
Se sentó en el borde de la silla, con las manos entrelazadas y pendiendo entre las rodillas. A sus espaldas, la puerta abierta era un haz de luz. Se contempló las manos.
—Diane dijo que la curandera te había sugerido que se marchara.
—¿Te parece algo propio de mí, escuchar el consejo de una hechicera maya?
Negué con la cabeza.
—En ese caso, ¿por qué quieres que se marche?
—Pensé que debería conocer algo más del Yucatán y no sólo una pequeña excavación. Fue una sugerencia.
—Se afligió muchísimo. Al parecer piensa que solamente deseas verla lejos.
Me encogí de hombros con irritación.
—Sí, hay momentos en que querría que se marchara. Parece esperar algo de mí que no puedo darle. —Pasé la mano por mi frente, en un afán de barrer la fiebre y el licor y de pensar con claridad—. Está tratando de averiguar quién es y está convencida que yo puedo decírselo. Y no puedo.
—Creo que sería un error echar a Diane de aquí —propuso Tony en voz baja—. Me parece que quieres huir de una situación que temes no poder manejar. Temes conocer a tu hija, temes ser herida. Pero no puedes vivir eternamente con miedos.
—Tony —lo interrumpí, inclinándome—. Tony, escúchame. —Me detuve. ¿Qué podía decirle? Nada. Una antigua sacerdotisa de un culto lunar extinguido hace siglos muestra un interés nada saludable por mi hija—. Presiento algo malo en este lugar. Creo que en cierto modo es peligroso para Diane, tal vez peligroso para todos. No puedo controlar lo que aquí sucede.
—¿Qué es lo que sucede aquí? —preguntó—. ¿Qué es lo que tú ves y yo no?
Me recliné sobre la silla y observé mis manos: viejas cicatrices y uñas rotas.
—¿No puedes sentir el peligro? —le pregunté—. Sé que no ves las cosas igual que yo, pero debes comprender que lo que ves no es todo lo que existe en el mundo. Cuando uno va caminando solo por la oscuridad, o a la tenue luz del alba o del ocaso, siempre hay cosas que exceden nuestra mirada. —Estudié su rostro—. Apuesto a que no sueles caminar solo. Tú estás rodeado de gente. Aun cuando estás solo, sigues pensando en tus amigos, te preocupas por ellos, los mantienes a tu alrededor como una manta que te abrigara. —Sacudí la cabeza—. Yo vivo en un sitio más solitario.
—No tienes que hacerlo —dijo. Levantó los ojos, me miró y me extendió sus manos—. No tienes que estar sola. Negué con un ademán.
—Creo que a Diane le costó encontrarte. Si la echas de aquí, no esperes que vuelva a buscarte.
—No espero nada de ella.
—¿Y de mí?
—Nada, Tony. No hay nada que puedas hacer. —Tenía las manos abiertas sobre las piernas y quería extender las mías y aferrarme a él. Pero yo era peligrosa. Lo lastimaría si me acercaba. Apreté los puños en el regazo y sacudí la cabeza.
Levantó la vista y vaciló.
—Liz, hace mucho tiempo que nos conocemos. Sé que… —Se detuvo y volvió a comenzar—. Desde que te conozco sé que ves cosas que no existen. Lo acepto. No me molesta. Jamás te lo he mencionado porque pensé que si lo hacía me darías la espalda.
Siempre he temido hablar de esto. —Me observaba con firmeza; sostenía la pipa, pero con las manos quietas—. ¿Lo crees?
Asentí, sin confiar en mi voz. En el monte, los grillos canturreaban. Sobre nosotros, el techo de palmera silbaba como si estuviera plagado de serpientes. Sentía el roce de la brisa que me estremecía el vello de los brazos y el cabello en la nuca. El campamento estaba en silencio.
—Últimamente te he oído hablar en maya cuando estás sola, en tu choza o en las excavaciones. Me pregunto con quién hablabas. —Su voz era muy suave.
El aguardiente me había tranquilizado la mente y el cuerpo. Me incliné hacia él, con la taza entre las manos.
—No debes preocuparte por esto, Tony. Como dices, hace años que veo gente que no existe para los demás. ¿Por qué has de preocuparte ahora?
—Diane teme por ti —comentó.
Sentí un acceso de cólera, producto del aguardiente. Lo sabía.
—Te dijo que estaba preocupada por mi salud mental, ¿verdad?
—Hizo mención a ello.
Me recosté en la silla, noté que una de mis manos aferraba a la otra con fuerza y la aflojé con deliberación.
—¿Y tú qué le respondiste?
—Le dije que no estabas más loca que de costumbre. —Se encogió de hombros—. Y es lo que pienso.
—¿Y cuál es mi locura habitual?
Me miró fijamente.
—Depende de la definición que uno use. No me preocupa que veas gente que no existe. Sólo comienzo a inquietarme cuando ignoras a los que sí existen. No creo que debas alejar a Diane de aquí.
Me senté en silencio. La luna estaba en lo alto. Recordé mi visión de la luna desde la sala del manicomio. Sólo podía verla si me subía a uno de los retretes y atisbaba por una diminuta ventana enrejada. Aferrada a la cornisa polvorienta, veía cómo la Luna levantaba a regañadientes su rostro marcado sobre el horizonte y contemplaba la Tierra.
Aprovechaba las flores que me traía Robert para sobornar a una de las mujeres: debía vigilar la puerta mientras yo veía elevarse la Luna. La miraba hasta que me asfixiaba el olor a orina y desinfectante, o hasta que algún enfermero me descubría y me escoltaba rudamente hacia mi cama.
Tony se acercó para tomarme de la mano, pero me puse de pie y fui hasta el borde del círculo de luz. Tambaleé ligeramente y busqué apoyo en el respaldo de la silla. El aguardiente me había dejado el cuerpo pesado y la cabeza liviana. Cuando volví la cabeza, el mundo se movió a mi alrededor demasiado deprisa.
—No me importa que digan que estoy loca —proferí, mirando la plaza—. No me importa lo que piensen al respecto. Pero no me encerrarán.
—¿De qué hablas, Liz? No dije nada acerca de…
—No, no dijiste nada. —Comenzó a ponerse de pie para acercarse a mí, pero le lancé una mirada y se volvió a sentar—. Hace años que crees que estoy loca.
—Sabes que no es así.
Mi mano era un puño y las uñas dejaban marcas profundas sobre la palma. La tensión me rodeaba. Tenía miedo. No podía decir palabra. Buscaba qué decir, pero pensaba en el gran silencio que rodeaba los montículos al amanecer, en el correteo de las lagartijas sobre las rocas, en el lamento de las aves en el monte, en el susurro de los pastos bajo la brisa ligera. Y era incapaz de pronunciar una sola palabra.
—Me quedaré —dijo—. He estado luchando contra mis propias sombras durante años.
Me hace bien luchar contra las tuyas.
Me sentía vacía. Oí mis propias palabras entumecidas por el alcohol, recordé con demasiada lucidez el hedor del manicomio. Miré a Tony, recostado en su silla, y me acordé de la forma en que me consolaba cuando me sentía afligida.
—No te preocupes —le dije entonces—. No haré que Diane se marche. No te preocupes.
—Escucha —me interrumpió, extendiendo su mano—. Tranquilízate. No…
—He dicho que no pasa nada. No te preocupes. —Lo dejé y me marché a la seguridad que me ofrecía mi choza.