Diane y Barbara regresaron al campamento el domingo por la noche, a toda marcha, una hora después de la puesta de sol. Tony, John y yo estábamos sentados al lado de la choza de Tony cuando apareció el coche. Barbara nos hizo señas y de inmediato trajo una botella de vino tinto que había comprado en Mérida. Insistía en que la compartiéramos entre todos. Se la veía exuberante, feliz de haber ido a Mérida, feliz de regresar. Diane estaba algo más alicaída.
Barbara acercó unas sillas plegables, bebimos el vino y escuchamos lo relatos de Barbara sobre cómo vendía hamacas a los turistas. El vino era demasiado dulce. Diane habló muy poco, y me encontré viendo el movimiento de las sombras. La mujer que bailaba no regresó. Me sentía inquieta y fuera de lugar. Me disculpé después de terminar un vaso de vino y me marché sola al cenote.
Acaricié el amuleto que llevaba en el bolsillo. Tony me había regalado la moneda el mismo día que me confesó su amor por mí. No recuerdo qué fue lo que le dije. Tengo mejor memoria para lo que dicen los demás que para mis propias palabras.
Regresábamos a casa después de haber ido al cine. Tony había insistido en llevarme. Me dijo que estaba trabajando demasiado, que necesitaba distraerme un poco. Cuando llegamos a mi apartamento, extrajo de su bolsillo una caja azul oscuro y me la dio.
—Te he comprado un obsequio —dijo—. ¿Te das cuenta —prosiguió, mientras yo la abría— de que significas mucho para mí? —Era tímido y algo torpe.
Recuerdo que al abrir la caja esperaba que saltara una serpiente de goma, o que sonara una campanilla chillona, o cualquier cosa que indicara que se trataba de una broma. La moneda resplandeció bajo la luz.
—Te amo, Liz. ¿Sabes? —declaró Tony lentamente.
Lo sabía, aunque no lo había querido admitir hasta entonces. Dije, creo que dije «no quiero nada de esto. Lo siento». Creo que le tendí la moneda, esperando que la guardara.
Cogió mi mano y la posó suavemente sobre el obsequio. Permaneció así un instante.
—Piénsalo —sugirió. Dio la vuelta y se marchó, dejando la moneda en mi mano.
Recuerdo haberme quedado sentada en el apartamento. No encendí la lámpara. La luz de la calle me permitía distinguir el contorno difuso de los muebles. No quería más luz que la que se filtraba a través de las persianas. Lo que le había respondido a Tony era verdad: no podía amarlo. Había ocluido esa parte de mí que sabía cómo amar. Quedaba muy cerca de la parte que sabía cómo odiar, que se erigía en el centro de la locura. Lo había ocluido todo, dejando en su lugar un sitio muerto, un sitio donde nada dolía porque no había sensibilidad. Había cortado los vínculos, había cauterizado la herida. Me senté a la pálida luz, en un horrible apartamento que necesitaba pintura. Traté de contactar con el punto muerto, de pensar en Roben, de pensar en el dolor de la locura. Nada.
No creo que hubiera llorado. No recuerdo haber llorado. Sí recuerdo haberme dado una ducha y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Pensé: siento el agua, de modo que debo de estar viva. Pero el agua no llegaba hasta esa parte de mí que yo había cercenado.
Tony y yo seguimos siendo amigos, muy buenos, amigos. Traté de devolverle la moneda, pero insistió en que me quedara con ella. Cada tanto salíamos a cenar juntos, a almorzar juntos. Con el tiempo me comentó que estaba saliendo con Hilde, una de las secretarias que trabajaban en el departamento.
El cenote estaba silencioso y oscuro. Me detuve en el borde del estanque y sostuve la moneda ligeramente en la mano. Algo se agitaba en mi mente, algo que no quería examinar de cerca. Sentimientos que había enterrado mucho tiempo atrás se asomaban a la superficie. Di vueltas a la moneda en la mano una y otra vez.
Oí un crujido de telas a mis espaldas. Zuhuy-kak dio un paso a mi lado, sonriendo a la luz de la luna.
—Ah, conque estás aquí —dijo—. Está bien: éste es tu lugar. Le devolví la sonrisa.
Verla me ayudaba a calmar mi inquietud. Ése era mi lugar. Siempre lo había pensado.
—Vine a decirte que se acerca un día de mala suerte —vaticinó—. El día Ix, dentro de tres días, no será favorable. Lo rige el dios jaguar, que no desea que la diosa regrese al poder. Debes ofrendar a la diosa para que tenga más fuerza y te pueda ayudar contra sus enemigos.
—¿Qué puedo ofrecer?
—Algo que valores.
Zuhuy-kak observaba la moneda y cerré mi mano para ocultarla. Vi de pronto la imagen de la moneda arqueándose en los aires, atrapando la luz de la luna antes de hundirse en la negrura del agua.
—Dudas —observó.
—Sí —confesé—. Pensaba que jamás me has dicho qué encontraremos cuando terminemos de cavar.
Frunció el ceño.
—Te preguntabas si el resultado valdría el sacrificio. No puedes regatear con los dioses.
—En estas cosas pensamos de modo distinto. —Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres hallar, Ix Zacbeliz?
Cavilé un instante. Tony y yo hablábamos sobre las máscaras de jade y el oro, pero no eran más que bromas. ¿Qué quería? ¿Una tumba que nos diera más conocimientos sobre los rituales religiosos? ¿Murales como los de las cuevas de Bonampak?
—Sé lo que quieres —aseguró Zuhuy-kak con lentitud—. Puedo decírtelo. Quieres poder. Eso es lo que encontrarás cuando llegues al final. Encontrarás el poder de la diosa.
Yo daba vueltas a la moneda en mi mano.
—Debes hacer un sacrificio para obtener el favor de la diosa. Has de ofrendar con sincera disposición.
Sostuve la moneda, reacia a dejarla ir. La iluminó la luz de la luna y brilló en mi mano.
Un sonido procedente del camino me distrajo. La voz de mi hija.
—¿Quién anda ahí? —Me volví hacia ella, resbalé en la roca, comencé a caer y moví los brazos para recuperar el equilibrio. La mano se abrió y la moneda se escurrió entre mis dedos. La oí golpear la roca, deslizarse y caer chapoteando sobre las aguas. Se había perdido.
—¿Quién anda ahí? —gritaba Diane. Mi hija se había detenido en la oscuridad, donde el camino terminaba al borde del estanque. Estaba sola—. ¿Quién es?
Caminé alrededor del cenote hasta llegar a su lado.
—¿Qué haces aquí? —Mi voz sonó algo tensa, y luché por controlarla—. Es tarde para andar vagando por aquí.
Se encogió de hombros.
—Pensé en darme un baño —explicó—. Creí que tal vez me ayudaría a dormir.
—El agua debe de estar fría. —Quedé de pie con las manos en los bolsillos vacíos, mirando el cenote.
—¿Qué hacías aquí? —preguntó Diane dubitativa.
—Pensaba —repliqué—. Es un sitio más fresco. Y más silencioso.
—Siento interrumpirte —dijo rápidamente—. No sabía que…
—Está bien —le dije—. No te preocupes. —A la luz de la luna sus ojos parecían tan grandes como los de una niña—. Ya regresaba al campamento.
—Ah —replicó con un dejo de alivio. Dio la vuelta, inclinándose ante el cenote para probar el agua con la mano.
Y de pronto, sin saber por qué tuve miedo de dejarla sola.
—Te esperaré —propuse—. Iré contigo hasta el campamento.
Frunció el ceño, intrigada.
—No hace falta. Puedo volver sola.
—No. Me quedaré. De todas formas quisiera quedarme un rato más —insistí.
Se encogió de hombros.
—Si eso es lo que quieres…
Se zambulló, e hizo añicos la luna de plata que flotaba sobre la superficie del estanque.
La luz de la luna ondeó a su alrededor. Creo que abrevió su baño porque yo me encontraba allí. Se hundió una o dos veces bajo la negra superficie, dio unas lentas brazadas hacia el otro extremo del estanque y regresó.
Al caminar por el sendero oscuro al lado de mi hija, comprendí que ella me atemorizaba. No estoy acostumbrada a cuidar de nadie. La brisa soplaba y creí oír risas en las ramas que se cernían sobre nosotras.
Esa noche soñé con la ciudad de Dzibilchaltún antes de que llegaran los ahnunob.
En el sueño, caminaba hacia el norte por el sacbe que partía desde las afueras hasta el centro de la ciudad. Ésta estaba silenciosa y en calma. La mayoría de las casas se hallaban vacías, pero la deserción parecía eventual. Podía ver las chozas a través de los portales abiertos. En una de ellas, una anciana cuidaba un fuego y agitaba un cuenco de atole. En otra lloraba un niño, y el sonido era tenue y solitario como el rasguido de una uña sobre la pizarra de la escuela una hora después del término de las clases. En un solar vi altos cántaros, elegantemente pintados de negro y rojo. Una mujer corría por el sacbe, mirando con cautela sobre su hombro. Vi a un hombre tendido en una hamaca, y una mujer sentada a su lado, con la cabeza inclinada, le mecía como si fuera un niño.
Estimé que la fecha del sueño sería alrededor del año 900, poco antes de la invasión tolteca.
Las chozas que dejaba atrás cada vez se hacían más suntuosas a medida que me acercaba al centro de la ciudad. Primero, las chozas de los campesinos acomodados; luego, las de los ricos mercaderes. Una efigie de Ek Chuah, el dios de ojos oscuros guardián de los mercaderes, me observaba desde un patio. Era desagradable, y la talla de cedro lo representaba fielmente: el labio inferior deforme, las marcas negras sobre el rostro, la carga sobre la espalda. Finalmente, las chozas de la nobleza y el clero. Los solares que rodeaban las viviendas estaban bien atendidos y llenos de flores. Pero algo estaba fuera de lugar. En el aire se advertía un olor maléfico. El humo cubría el horizonte.
Dejé las chozas detrás y entré a la primera plaza ceremonial. Mientras me aproximaba al final del descampado levantaron el vuelo tres cuervos, chillando y lanzando imprecaciones. Las negras aves habían estado sobre una pila de cocos blanqueados por el sol, y eso era extraño ya que en esta parte del Yucatán no se daban los cocos.
Los cocos me sonreían y me miraban con ojos huecos.
Pero no eran cocos, sino cráneos humanos. De pronto comprendí lo que estaba sucediendo: Dzibilchaltún estaba en guerra. Eran los cráneos de los guerreros enemigos muertos en la batalla. De los cráneos superiores de la pila colgaban lonchas de carne seca; eran los más recientes. Los otros ya llevaban más tiempo allí, y habían sido vaciados por los pájaros, los insectos y las ratas errabundas. En el aire flotaba el ligero olor de la carne muerta.
Me vi rodeada por el pesado aroma de la muerte. El cielo estaba cubierto de nubes y el aire era espeso. A lo lejos oí el lento batir del tambor, que a cada golpe se hacía más intenso.
Cuando desperté, estaba bañada en sudor. La choza, a oscuras. Encendí una vela, pero eso apenas bastó para empujar las sombras hacia atrás, no para espantarlas. Era extraño caminar por el campamento a oscuras y temer a las sombras. Estas sombras de la oscuridad me apretujaban muy de cerca, me oprimían. Algo no marchaba bien. El olor de la muerte se había quedado conmigo.
Me detuve ante la puerta abierta de la choza de Diane. Recordé una noche lejana, más oculta que cualquier máscara de jade, en que observé dormir a mi hija de cuatro años.
Estaba cubierta con una colcha, rodeada de juguetes. Su cabello cobrizo se abría sobre la almohada. En la oscuridad, su pulgar había dado con la boca. Al día siguiente, hice la maleta y me marché a Nuevo México por primera vez.
Ahora oía la suave respiración de las cuatro voces. La de Diane era un áspero susurro dentro del coro. Estaba serena en su hamaca, en paz. Dormía, y me fui.
Zuhuy-kak estaba en las sombras, al lado del tonel de agua. Caminó a mi lado mientras me aproximaba a mi choza.
—Tú y yo tenemos mucho en común —sostuvo—. Yo también una vez tuve una hija. —Andaba en las sombras y no podía ver su expresión.
—¿Qué sucedió con ella?
—Llegaron los ahnunob y murió. Muchos murieron. —Su voz era muy suave.
El residuo inquieto de mi sueño persistía.
—He soñado con la época anterior a la llegada de los ahnunob —le conté.
—Has soñado con la mala suerte —dijo llanamente—. Viene la mala suerte. No hiciste una ofrenda sincera a la diosa.
Caminé en silencio durante un rato, imaginando qué diría Tony si yo sugería que nos tomáramos unas vacaciones a mediados de semana porque temía a la mala suerte.
Cuando entré en mi choza estaba sola. Regresé a mi hamaca, pero tardé mucho en dormir.
La semana comenzó mal y siguió peor. El lunes, John vio una serpiente de cascabel que caminaba hacia la tumba; a Robin le dio una urticaria solar; a Pich le picó un ciempiés, y se le formó una molesta hinchazón poco después de haberle clavado el aguijón.
Los estudiantes comenzaban a sentirse inquietos. Durante el desayuno y la cena los oía hablar de lo que harían cuando terminara la excavación. Estaban nerviosos como las aves antes de la tormenta, e iban de aquí para allá sin otro propósito que el del movimiento mismo. Creo que sentían la tensión en el aire, pero que le echaban la culpa a la insolación, a los días cálidos y a las noches solitarias.
El martes, dos obreros no fueron a trabajar y otros dos llegaron tarde. Ya estaba de mal humor cuando fui a Mérida en la camioneta para conseguir la polea y el malacate que necesitábamos para levantar la estela. Después de mucho buscar encontré un hombre que nos alquilaría el equipo el jueves, más tarde de lo pensado, pero mejor que nada. En el camino de regreso se pinchó una rueda, descubrí que el gato estaba roto y finalmente tuve que detener a un camión en el camino para que me acercara. Llegué al campamento acurrucada en la parte trasera de una camioneta junto a un cerdo plañidero. Pasé la tarde con Tony, bebiendo aguardiente y lanzando maldiciones a los obreros que no habían venido.
Y el miércoles, el día Ix, nuestra suerte fue de mal en peor. El hermano menor de María, Felipe, estaba trabajando en el pasadizo cuando una inmensa roca cayó sobre su pie derecho.
Felipe era un joven jugador de baloncesto y boxeador, un atleta universitario que se ganaba algún dinero haciendo tareas que consideraba inferiores a su capacidad. Salvador lo había contratado, pero creo que, en parte, lo había hecho a petición de María. En realidad, el joven era fuerte, pero carecía de las características que se requieren para ser un buen obrero de excavación.
Los hombres de edad son los mejores trabajadores: valoran la virtud del paso lento y firme; aprovechan las demoras para descansar a la sombra y fumar un rato; son fibrosos y resistentes, pero no excesivamente musculosos. Saben cómo conservar la energía.
Temperamental e inquieto, ansioso por ver señales de progreso, Felipe se había impacientado con el trabajo, enfadado ante las frecuentes demoras que se imponían mientras John fotografiaba la excavación. En el pasadizo húmedo y caluroso había aplicado la palanca con demasiada fuerza, valiéndose de los músculos torneados a fuerza de horas en el gimnasio. Una piedra que se vio suelta inesperadamente cayó con tal velocidad que Felipe no tuvo tiempo de apartarse a un lado. La roca atrapó el pie del joven.
Es difícil trabajar en un estrecho pasadizo, apretujado entre paredes implacables de mampostería. A los demás obreros les llevó media hora levantar la roca del pie herido.
Cuando Salvador y Pich lo retiraron del pasadizo, nada quedaba de su entereza y arrojo.
Estaba pálido, la mandíbula le colgaba y tenía el rostro bañado en sudor. Salvador y Tony lo llevaron al hospital en la camioneta.
Esa noche no cenamos bien. Creo que María buscaba vengarse de que hubiéramos causado aun indirectamente algún daño a su hermano menor. El pollo estaba quemado, y la salsa que lo cubría dejaba la lengua dormida y ardiente. La ensalada no tenía sabor y las tortillas de maíz estaban frías.
Me quedé en la plaza bebiendo una taza de café amargo. Oí el motor estertoroso de la camioneta de Salvador. Al cabo de un rato, Tony vino con los informes. Felipe tenía el tobillo roto y el pie gravemente lesionado. Había regresado con el pie enyesado. Ahora que el mal rato había terminado, recuperaba el ardor.
Por insistencia de María, Felipe se quedaría con la familia de Salvador hasta que se hubiese recuperado. María había resuelto cuidarlo para que sanara.
—Mañana —dijo Tony— quiere que yo vaya a Chicxulub a buscar a la curandera para que venga a verlo. Al parecer cree que esto va más allá de una cuestión médica.
Le ofrecí un cigarrillo a Tony y encendí uno para mí.
—Desde luego —dije—. Quiere una especialista en cuestiones de mala suerte, vientos desfavorables y brujería.
—No creo que podamos hacer mucho para convencerla de que deje de lado esas ideas.
—No creo. —Me recliné en la silla y observé la brasa roja de mi cigarrillo—. Eso nos priva de otro hombre y quedamos marcados como aves de mal agüero. —Me encogí de hombros—. No hay nada que podamos hacer. Nada.
—¿Crees que tenemos alguna posibilidad de que nos dé un certificado de buena salud? De que no hay malos espíritus aquí…
Sacudí la cabeza.
—Lo dudo. En el mejor de los casos, echará la culpa a los aluxob. —Los aluxob eran duendes traviesos que encantaban las ruinas y ocasionalmente hostigaban a las personas que perturbaban los lugares antiguos—. En el peor de los casos, necesitaremos un exorcismo, con lo que perderemos unos días de trabajo.
—No está tan mal. Podría hacer frente a eso —replicó Tony.
Vi que las sombras crecían más y más y confié en que tuviera razón.
El jueves, día Men, arrastramos el malacate y el resto del equipo por el sacbe para levantar la estela. Salvador y cinco de los hombres de su grupo construyeron un trípode de madera y dispusieron una serie de poleas que culminaban en el malacate movido a gasolina. Salvador cortésmente ignoró mis advertencias acerca de cómo montar las poleas y lo hizo a su modo en silencio. Finalmente, me senté con Tony en el montículo a recoger espinas y cardos de mi ropa mientras oía a los obreros. Al cavar para deslizar una cuerda por debajo de la estela había espantado un nido de hormigas ponzoñosas y se entretenían gritando obscenidades muy ilustrativas, con gran lujo de detalles anatómicos imposibles.
No lejos del lugar pero a gran distancia temporal, dos jóvenes h’menob o aprendices de h’menob jugaban a algún juego de azar con las alubias rojas que leían la fortuna. Traté de oír su conversación, pero Tony no dejaba de interrumpirme con comentarios acerca del tiempo, de la excavación y de la estela.
Durante toda la mañana, el cielo resonó con truenos y el sol se ocultó detrás de una sólida masa de nubes grises. Salvador olió el aire y dijo que no llovería antes de la tarde, pero yo albergaba mis dudas.
Justo antes del mediodía, mientras la gente de Salvador cavaba una depresión para que descansara la estela una vez que la erigieran, llegó el grupo de inspección caminando pesadamente por el monte. El punto final de su último trayecto estaba a un kilómetro y medio de distancia, así que habían decidido unirse a nosotros para levantar la estela. Diane estaba animada y sonriente a pesar de que los insectos se ensañaban con sus piernas.
Cuando Salvador puso en marcha el malacate, éste hizo un horrible ruido intermitente y se detuvo de inmediato. Salvador lanzó una maldición, hizo varios ajustes y volvió a intentarlo. Esta vez lo logró, y comenzó a girar. Un hombre en cada esquina de la estela sostenía un alambre grueso que enderezaba la gran laja de piedra. Tembló, luego comenzó a inclinarse, y a erigirse lentamente de su lecho de tierra y hojas. Al principio se movía con suavidad.
El viento empezó a soplar, arremolinando a nuestro alrededor las hojas de los árboles.
Los pájaros se lanzaron al vuelo, chillando de inquietud. El cielo se aclaró la garganta y la lluvia se desencadenó justo cuando el extremo superior de la laja estaba a medio metro del suelo y ascendiendo con firmeza. En minutos quedamos empapados. El firme ascenso de la estela vaciló, a medida que los hombres que sostenían los alambres resbalaban en el fango. Corrí a ayudar al obrero que orientaba el extremo noroeste de la estela, aferrando la cuerda y clavando los talones en el suelo en un vano intento por no resbalar.
Tony estaba en la otra cuerda, gritando palabras de aliento. Diane y Barbara tiraban de otro alambre, ayudando a un hombre enjuto que clamaba a gritos la ayuda de los santos.
La lluvia era un látigo que me hacía arder la piel desnuda, que me atravesaba la delgada ropa. Los relámpagos partían el mundo en fragmentadas imágenes blancas y azules. El rostro de Tony, su boca abierta en el grito, las manos de Diane, con los nudillos blancos al tratar de aferrar la cuerda, la negra extenuación del malacate, el metal húmedo brillando bajo la lluvia… Los truenos estallaban como si el cielo se fuese a derrumbar sobre nosotros, imponiéndose abrumadamente sobre los gritos de Tony, las instrucciones de Salvador y las oraciones del anciano.
La laja estaba casi erecta, hundiéndose lentamente en el hoyo que habían cavado para ella, cuando estalló un trueno con intensidad cataclísmica y el rayo cayó sobre la punta de la piedra, impregnando el aire de crepitante olor a ozono. Oí la voz del hombre clamando en español por la misericordia de la virgen María. Otro invocaba a san Miguel y a los Chaacob. El malacate tosió una vez, en una burda imitación del trueno, y luego rugió con inusitada fuerza, tirando de la estela. Aferramos las cuerdas con manos húmedas y resbalosas y pies tambaleantes en el barro pero la gran masa de roca continuó cayendo con majestuosa gracia, superó nuestros nimios esfuerzos por detenerla, y prosiguió su sino lento e inevitable. Cayó al suelo.
El trueno se burlaba de nosotros con demoníaca risa, y corrí a tientas sobre el fango para ver la estela, hundiendo el cuello involuntariamente cada vez que estallaba algún rayo. La piedra caliza se había partido al caer. El relieve quedaba atravesado por una fisura diagonal que separaba la laja en dos partes.
La tierra y las hojas que se adherían a la superficie destacaban el relieve. En la parte superior, un guerrero tolteca miraba hacia abajo, resplandeciente en su tocado de plumas de águila, su manto de piel de jaguar y en pleno atuendo militar. Su ojo era un oscuro cúmulo de fango, y por sus vestiduras corrían enfurecidas las hormigas, invadiendo su espada y su escudo circular.
La grieta lo separaba de la mujer maya que se inclinaba a sus pies. Mantenía la cabeza agachada y las manos tendidas portando una ofrenda, un cuenco. Reconocí su rostro: Ix Chebel Yaz, la imprevisible diosa de la luna que unas veces traía la salud y otras la muerte.
El rayo volvió a estallar y el trueno rodó con más suavidad, como si se alejara, concluida su labor. Levanté la vista y vi que Zuhuy-kak me observaba desde el extremo opuesto de la estela, sonriendo bajo la lluvia. Furiosa, le pregunté en maya por qué había sucedido todo eso. No respondió.
El trueno volvió a oírse, lejano, y tomé conciencia de la gente que me rodeaba. Los obreros mayas se refugiaban bajo los árboles, lejos de la estela. La lluvia caía, pero amainada. Diane estaba de pie a mi lado, empapada como un gato ahogado. Barbara, Tony y Salvador rodeaban el malacate, gritando al unísono como si quisieran tapar el trueno que había dejado de retumbar.
Diane miraba el lugar en donde había estado Zuhuy-kak, tratando de adivinar a quién me había dirigido con tal furia. Posé mi mano sobre su hombro para distraerla.
—¿Estás bien? —le pregunté. Asintió—. Bienvenida al romance de la arqueología —fueron mis palabras.