«Las malezas lo cubren casi todo; es el fondo en el que yacen todos los demás rasgos de la superficie de la Tierra. Las malezas jamás son reducidas por entero para el uso del hombre; los milpas no son más que demandas temporarias que los hombres presentan a la buena voluntad de las deidades que animan y habitan el monte».
ROBERT REDFIELD,
Folk Culture of the Yucatán
Esa noche fuimos al partido de baloncesto de la universidad y vimos perder al equipo de Marcos. El partido transcurrió en un patio central rodeado de altos edificios de estuco.
Sobre nuestras cabezas, en el retazo de cielo, veíamos unas pocas estrellas. Los gritos de los espectadores reverberaban por las paredes amarillas, y un niño anotaba los tantos en una gran pizarra. El equipo de Marcos se componía de jóvenes de largas piernas y uniforme verde brillante que corrían, gritaban y robaban el balón a otros jóvenes de piernas largas y uniforme azul. Por encima de la cancha las estrellas se movían con lentitud por el rectángulo del cielo.
Barbara y yo nos sentamos en el escalón superior de las gradas de cemento. Éramos las únicas norteamericanas entre los espectadores. Barbara se reclinó contra el edificio que hacía de respaldo a las gradas y puso las manos por detrás de la cabeza. Sus ojos seguían a los hombres mientras corrían de un lado a otro del campo de baloncesto.
—Envuélvamelos —dijo en voz baja—. Nos los llevaremos a todos a casa.
Sobre la pista, Marcos movía la pelota de un lado a otro para perderla finalmente a manos de un gigante vestido de azul. Lo reconocí sólo por el número de su camiseta.
—Creo que Liz no estaría de acuerdo.
—Sí, lo estaría. Su forma de encarar el sexo es evitarlo. —La miré y se encogió ligeramente de hombros—. Al menos hasta donde yo sé…
—¿Cuánto hace que la conoces? —también yo me recliné, imitando su pose informal.
—Siete años —respondió—. Durante los últimos tres años hemos estado trabajando juntas en la universidad. —Levanté la mirada del partido para dirigirla al cielo—. No es fácil conocerla. Le gusta mantenerse distante. Sólo me invitó a su casa después de un año y medio de trabajar junto a ella.
—¿Dónde vive? —La pregunta salió antes de que pudiera detenerme a pensar.
—En un pequeño apartamento de una sola habitación de un viejo edificio. Lleno de libros, vasijas y artefactos. Cocina diminuta. Creo que casi siempre come fuera. —Barbara me miró, todavía con aire informal—. ¿Sabes? Aún no me has contado la historia. Eres hija de Liz, pero no la conoces ni ella te conoce a ti. Apareces inesperadamente y te quedas. —Hizo un gesto sin mirarme—. Cuéntamelo, si quieres.
—Ella y mi padre se divorciaron cuando yo tenía cinco años. Mi padre me crió. Sólo vi unas pocas veces a mi madre después del divorcio. Mi padre no quería que ella tuviese nada que ver conmigo. Por eso no la conozco. No la conozco en absoluto.
—¿Tu padre le prohibió verte? ¿Y a todo eso qué decía Liz?
—Aparentemente nada. —Me encogí de hombros.
La gente estalló en vivas cuando el equipo de Marcos tomó el balón e hizo un tanto, el primero en diez minutos. Barbara aguardó a que los ecos murieran y siguió a los hombres con la mirada.
—¿Crees que te acostarás con él?
Hice un gesto de indiferencia, agradecida de que hubiera cambiado de tema y sabiendo que lo había hecho en mi beneficio.
—Si lo haces, no esperes gran cosa —fue su consejo—. Los mexicanos actúan con normas diferentes.
—Pareces la voz de la experiencia…
—He oído cosas —se defendió.
No pude oír ninguna de esas cosas. Desde el pie de las escalinatas, Emilio nos saludaba y subía hasta donde estábamos. Se sentó un peldaño más abajo y apoyó la espalda contra las piernas de Barbara. Le sonrió, mostrando su diente de oro, y dijo:
—Sabía que Marcos y yo tendríamos suerte hoy.
El domingo por la mañana Barbara y yo nos despertamos temprano, al oír el sonido de las campanas de la iglesia que, llamaban a la gente a misa. Marcos y Emilio llegaron a la cafetería cuando terminábamos el desayuno.
Emilio arrojó un fardo de hamacas sobre el respaldo de u a silla y se hundió en otra.
Pidió a la camarera que trajese dos cafés.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marcos en español, sentado a mi lado—. ¿Qué queréis hacer? —repitió en mi idioma.
—¿Una hamaca? —ofreció Emilio a una pareja que pasaba.
A continuación, lo que hicimos fue observar el intrincado juego de negociaciones cautelosas que siguió entre ambas partes. La mujer dijo que no, y el hombre que sí, y después de un rato el hombre dijo tal vez, y la mujer dijo quizá. Finalmente, tras mucho regatear, la mujer dijo que sí, y el hombre que también. Emilio regresó a la mesa, sonriente.
—Bueno, ¿qué hacemos? —insistió Barbara, pero Emilio, distraído ante la perspectiva de ganancias había avistado a dos turistas franceses al otro lado de la cafetería y observaba cómo otro vendedor de hamacas trataba de convencerlas de que compraran una.
—Mañana les venderé una yo —se propuso.
—Dejemos aquí a estos tipos y marchémonos a algún sitio fresco —me sugirió Barbara. Marcos se inclinó y dijo:
—Podríamos ir al parque de atracciones. No lo habéis visto aún, ¿verdad?
Cogimos el autobús urbano, un vehículo desvencijado que había venido a Mérida a acabar sus días. Crujiente, estertoroso, atiborrado, y seguramente maltratado, habría apostado a que antes de llegar a Mérida había funcionado muchos años en Estados Unidos o en alguna provincia más rica de México. El autobús nos llevó al parque, que apenas si estaba algo más fresco que la cafetería.
Subimos al trenecito que daba vueltas al parque, y nos apretujamos en un rincón del vagón atestado de señoras gordas con vestidos de campesina y niños felices que olían a caramelo y a salsa picante. Alquilamos un bote con viejos remos de madera y paseamos por un pequeño estanque de cemento lleno de agua verde clara que no nos llegaría más arriba de la cintura. Barbara y Emilio remaban con entusiasmo. A mitad de camino chocamos con un bote conducido por un robusto padre mexicano; su esposa y sus hijos nos miraban con asombro mientras nos disculpábamos en castellano y en inglés. De regreso, rozamos un bote en el que viajaban dos jovencitos de la escuela secundaria que al parecer interpretaron la colisión como alguna clase de desafío. El joven más alto chapoteó con los remos en el agua para lanzar una cascada de agua verde hacia donde estábamos y nos apresuramos a regresar a la costa.
Nos montamos en dos vehículos espaciales rojos y dorados, pasamos por sobre el estanque y arrojamos patatas fritas a los estudiantes y, accidentalmente, al padre, quien proseguía valientemente remando, en un vano e inútil intento por llegar hasta la lejana costa.
Vimos patinar a un grupo de estudiantes sobre una pequeña pista de cemento. Marcos compró un globo a un viejo arrugado y me lo obsequió. Barbara y Emilio trataron de vender una hamaca a dos jóvenes norteamericanos.
Al lado del puesto de refrescos, sentadas a una mesita de metal, dos ancianas en huípiles bebían coca-cola y comían patatas fritas. Una jauría de niños ruidosos correteaba por los caminos; los perseguía una mujer que cargaba un bolso demasiado grande.
Cuatro estudiantes paseaban por el sendero con las manos en los bolsillos y los ojos ocultos tras las gafas de sol. Emilio nos compró unos sorbetes fríos y dulces que llevaban semillas de melón desmenuzadas Con el zumo de la fruta. Marcos cogió mi mano pegajosa por el helado y paseamos detrás de los estudiantes, disfrutando el ritmo del día.
El zoológico era pequeño y olía a animales sudorosos, a heno caliente, a estiércol tibio.
A lo lejos, una lechuza pendía del último rincón de su jaula. Era un ave pequeña de plumaje pardusco y delicados penachos en las orejas. Cuando Barbara le aulló suavemente, imitando el sonido que oíamos de noche en el campamento, la lechuza parpadeó, se acomodó las plumas y volvió a cerrar los ojos.
El jaguar paseaba en su jaula; avanzaba tres pasos en una dirección, cruzando un pie por delante del otro, y luego daba tres más para volver, siguiendo una interminable rutina.
Me devolvió la mirada. Marcos se inclinó sobre la baranda a mi lado.
—¿Hay jaguares en el monte? —le pregunté—. No me gustaría toparme con uno de ellos por la noche en el campamento…
Sacudió la cabeza.
—No cerca de Mérida. Ya no. —Rodeó ligeramente mi cintura con su mano—. ¿Tienes miedo de estar sola en el campamento de noche? Regresaré contigo y te protegeré.
Eché a reír.
—Ah, tal vez no haya jaguares en Mérida, pero sí lobos…
—Te entiendo. —Frunció el ceño.
Volví a reír.
—Nada. No tiene importancia. —Vi a Barbara y a Emilio cerca del recinto del camello y nos encaminamos hacia aquella dirección. Aferró mi mano y me empujó nuevamente hacia él. Posó la mano con suavidad sobre mi nombro y me besó fugazmente en los labios.
—No debes reírte de mí cuando no comprendo —advirtió—. Yo no me río de ti cuando eres tú la que no comprende.
Creo que me sonrojé.
—Lo siento —me disculpé—. No quise… —Volvió a besarme, y luego se acercó hacia donde Emilio y Barbara alimentaban con palomitas a los camellos a través de los barrotes.
Cuando regresamos a Parque Hidalgo, el día tocaba a su fin. La cola, que salía del cine se extendía por un lado de la acera, y los vendedores ofrecían globos a la gente que salía por la esquina de la iglesia. Marcos y yo nos sentamos en un banco de cemento para enamorados, a un lado del parque; Emilio y Barbara compartieron otro. Los asientos para enamorados en los parques de Mérida son dos bancos de cemento unidos por una curva en «S»: la persona que se sienta en uno queda mirando a la otra, pero ente ambas se interpone un ancho brazo de cemento. Intimidad y distancia. Seguía con las gafas de sol puestas, y el mundo me parecía oscuro y lejano.
Marcos sostenía mi mano amistosamente y yo observaba a Barbara y a Emilio. Emilio trataba de persuadir a ésta de que se quedara una noche más y que se acostara con él.
Barbara decía que volvería a verlo la semana siguiente. Sabía de qué hablaban porque la conversación se había iniciado en el autobús, mientras regresábamos del parque. Ella reía y desistía moviendo la cabeza.
El calor del día me abrumaba. En la plaza de ladrillo, dos palomas se cortejaban. El macho rodeaba a la hembra, arrullándola e hinchando el plumaje del cuello para que atrapara la luz. La hembra buscaba migajas de pan, indiferente a su reclamo.
Dos pequeñuelos, un varón con vaqueros y camisa azul y una niña con vestido desteñido se acercaron con un ramito de flores. Marcos me compró una y la sujeté detrás de la oreja. La niña sonrió: tenía los dientes sucios y el cabello necesitaba un peine. La palmeé en el hombro, como se palmea a un gatito o a un cachorro, y le di una moneda.
—¿Vendrás el próximo fin de semana? —me preguntó Marcos.
—Seguro —dije—. Creo que sí.
Me estrechó la mano ligeramente.
—A veces —comentó— parece como si estuvieras a gran distancia de aquí. ¿Qué te ocurre en esos momentos?
—Pienso. Nada más. No sabría explicarlo.
Estudió mi rostro y luego se encogió de hombros.
—Sea lo que fuere, no hay problema. Estás en Mérida con nosotros. —Volvió a estrechar mi mano—. Qué bien. Seremos buenos amigos.
Al otro lado del camino, los intentos de Emilio por persuadir a Barbara habían sido interrumpidos por los niños de las flores. Emilio trataba de ahuyentarlos y de proseguir su conversación con Barbara pero el niño no hacía más que sonreír y aparecer nuevamente con las flores. Qué pillos, no paraban de sonreír y de ofrecer las flores, viendo cómo reía Barbara. Finalmente Emilio levantó las manos con impaciencia, compró una flor al varón y sobornó a la pequeña con una moneda.
—No estés tan triste —dijo Marcos—. Volverás en una semana. Una semana pasa volando. —Movió la mano por el aire.
Barbara caminaba hacia mí, haciendo girar una flor blanca entre el pulgar y el índice.
Emilio, derrotado, pero sin perder las esperanzas, andaba a su lado. Barbara y yo partimos en un automóvil perfumado de flores marchitas.