Capítulo 11
Elizabeth

«Los dioses que han muerto son sólo aquellos que no hablan para la ciencia o el orden moral de la época… cualquier dios muerto puede ser conjurado para que vuelva a vivir».

JOSEPH CAMPBELL,

The Way of the Animal Powers

El sábado por la mañana, antes de que despertara, Diane y Barbara se habían ido a Mérida. En cierto sentido me alivió que Diane se marchara. Esa semana que estuvo en el campamento se las arregló para interrumpir mis momentos de soledad más de lo que hubiese podido imaginar.

Todos los días, al alba y al crepúsculo, recorría el lugar. Observaba a un alfarero, un joven de satinado cabello negro que brillaba bajo el sol matinal, moldear una vasija con forma de perro panzón. Me sentaba a la sombra y oía el roce de una hoja de obsidiana contra la madera de cedro: una anciano marchito tallaba la estatua de algún dios. No vi a Zuhuy-kak. En los momentos en que más esperaba ver a la mujer, aparecía mi hija.

Por la mañana, cuando me sentaba en un resto de pared en la capilla española observando a un artífice trabajar la piedra, Diane avanzó hacia mí por el camino que venía del cenote. Al ocaso, mientras paseaba por la Estructura 701, observando cómo se congregaban las sombras, oía el sonido de las botas de Diane sobre el sendero que provenía del campamento y las sombras desaparecían. Por la tarde me detenía al borde del cenote, observando el aleteo de los murciélagos sobre las aguas. Diane me saludaba alegremente mientras andaba por el camino.

Se la veía ansiosa y dispuesta a caminar conmigo y a oírme hablar de la excavación.

Dije muchas cosas. A veces, a la brillante luz del día, pensé haber dicho demasiado.

Durante la semana, la excavación había proseguido en los montículos de las viviendas, en el Templo de la Luna, y en la tumba. El trabajo iba lento: antes de poder tocar nada había que apañar la tierra, y luego el polvo debía ser tamizado para recoger posibles cacharros o láminas de piedra tallada. Era una labor pesada, tediosa y polvorienta.

En la excavación de la tumba, los obreros habían descubierto ocho peldaños de piedra que conducían hacia abajo, en lo que parecía ser el comienzo de un pasadizo subterráneo. Los escombros que quitaron de las escalinatas habían revelado pocas cosas de interés: unas vasijas domésticas y algunas piedras talladas con jeroglíficos muy borrosos para ser leídos.

El sábado por la mañana, temprano, caminé sola hasta la excavación. Mientras cruzaba la plaza abierta, vi un destello azul cerca de la excavación. Zuhuy-kak estaba de pie al lado de los toldos que cubrían el foso abierto. Su mirada me seguía a medida que me iba acercando a ella. Estaba de pie bajo la luz del sol y su cuerpo arrojaba una sombra. La saludé en maya, me senté a la sombra de la excavación y encendí un cigarrillo. Zuhuy-kak permaneció de pie, mirando hacia el montículo.

—Ya ves —dijo, señalando la elevación—. Ya ves cómo los ahnunob han profanado el templo. Pero pronto su tiempo terminará. Pronto los ciclos cambiarán.

Seguí su mirada pero no vi más que el montículo de escombros, el sendero que los obreros abrieron hurgando a su alrededor. Una iguana me miró desde la altura de una derruida piedra del templo.

—¿Qué día es hoy, Ix Zacbeliz? —preguntó. Sabía que se refería al día del calendario maya.

—No lo sé —respondió—. Ahora utilizamos un calendario distinto.

Frunció el ceño.

—¿No lo sabes? Entonces, ¿cómo sabes qué hacer cada día? —Parecía más confiada que la primera vez que nos habíamos visto. Estaba erguida, y su mano descansaba ligeramente sobre la concha que pendía de su cinturón—. ¿No sabes los ciclos del tiempo, Ic Zacbeliz? Sabes que lo que ha sucedido volverá a ocurrir, y que se repetirá incesantemente. Debes saber también qué día es, para que pueda aconsejarte. Se acerca el tiempo en que Ix Chebel Yax retornará al poder.

—Trataré de calcularlo.

—Debes hacerlo. —Su mirada parecía desconcertante y directa.

—Sí, lo haré —dije, con algo de aspereza—. Pero ahora me preocupa esta excavación.

¿Puedes decirme cuánto tendremos que cavar aquí? ¿Y qué hallaremos por fin?

Pero ya no estaba allí. El viento silbaba a mis pies, como serpiente entre las hojas secas, sacudía los toldos y lanzaba demonios polvorientos a la fuga por el monte.

Esa noche, durante la cena, eché de menos a Diane y a Barbara. Sólo John y Tony se habían quedado en el campamento. Todos los demás habían huido a Mérida, a dormir en camas limpias y a darse duchas calientes. Los tres nos sentamos en la plaza y bebimos café y aguardiente mientras el sol se ponía. John y Tony conversaban mientras yo contemplaba el ocaso a través de la plaza. La Luna se veía justo sobre los árboles: era un delgado cuarto creciente con los dos cuernos apuntando al cielo. Por una vez, las sombras estaban en calma: el sacerdote había terminado de rascar el pellejo del jaguar, y ningún tallador trabajaba a la luz de la luna.

—¿En qué piensas, Liz? —preguntó Tony.

—¿Qué? No estaba prestando atención.

—John decía que hay problemas en tu excavación predilecta. Miré a John, reparando súbitamente en él. Inclinó los anchos hombros hacia delante, como para protegerse de mí.

—¿Qué clase de problemas? —quise saber. John envolvió la taza de café con ambas manos.

—El trabajo marcha con lentitud. Me marcho para supervisar a la gente de Carlos, y cuando regreso, los hombres siempre van con retraso. El cernidor se rompe. La cabeza de un pico se afloja. A un hombre le pica un escorpión. Otro ve una serpiente de cascabel.

Siempre pasa algo.

—Has puesto a Pich al frente de los obreros, ¿verdad? Suele ser muy trabajador.

John hizo un gesto de duda.

—Esta vez no.

—Le preguntaré a Salvador qué piensa —me dirigí a Tony—. Tal vez debamos turnar a la gente.

—Sería mejor —concluyó.

Al cabo de un rato me disculpé y fui hasta la choza de Salvador. Alcancé a ver la silueta de un hombre de pie en el patio, fumando. Llamé a Salvador y vino hasta la albarrada que rodeaba el solar, es decir la pared de fragmentos de caliza que circundaba el patio lindero a la casa. Encendí un cigarrillo y me recosté contra la pared, a su lado.

Aquí el aire olía a hierba. Dentro del solar, la vegetación era frondosa. María cuidaba el jardín con esmero. Un árbol de aguacate daba sombra al portal de la casa, y al lado de la albarrada crecían plantas de chili y hierbas. Notaba el olor de las naranjas dulces que pendían del árbol, al otro lado del jardín.

—¿Cómo andas? —le pregunté.

—Bastante bien. —Observé la brasa de su cigarrillo brillar por un instante, y luego tornarse rojo opaco. No lograba verle el rostro.

—Qué tranquilo está todo cuando los demás se marchan —comenté.

—Sí. Aquí siempre hay tranquilidad.

—John me dice que en su excavación las cosas van lentas —fui al grano—. Que siempre surge algún problema.

Apagó el cigarrillo contra el muro de caliza y sobre la piedra áspera se abrieron chispas rojas.

—No es época de suerte, ni es un sitio de suerte —agregó—. El trabajo avanza lento porque la suerte nos es adversa.

Le ofrecí otro cigarrillo y le di fuego. Bajo la débil llama de mi encendedor pude ver su expresión: calma, firme, reflexiva. Cuando el cigarrillo se encendió volvió a hablar.

—Cuando teníamos ganado, los animales solían espantarse en aquel lugar. Es de mal agüero.

—No me dijiste nada de eso antes.

El cigarrillo se detuvo antes de llegar a su boca.

—No me habría hecho caso —fue su respuesta. En la oscuridad era invisible, y lo sabía.

—Debemos excavar allí. Es el sitio más prometedor que hemos hallado. —Hice una pausa. La punta del cigarrillo volvió a brillar mientras daba otra calada—. ¿No podemos emplear más hombres? ¿No serviría de ayuda?

—Es un pasaje estrecho —caviló—. Sólo pueden trabajar tres a la vez: uno para mover rocas, otro para mover tierra y otro para cernir.

—Tal vez otros tres trabajadores distintos —propuse—. Que no sepan que es un sitio de mala suerte, o que no les importe.

—Tal vez. —Su tono era distante—. Asignaré otros tres hombres.

Esa noche me senté en mi choza, consulté el libro de referencias y calculé la fecha según el calendario maya. No fue sencillo. Sylvanus Morley, un notable erudito sobre los mayas que vivió hacia el 1900, obtuvo una fórmula para convertir fechas mayas a datos del calendario moderno, pero aparentemente no se le ocurrió que alguien pudiese querer convertir fechas del calendario moderno al maya.

Después de mucho calcular, verificar y volver a comprobar, decidí que ese día era Oc en el tzolkin, o almanaque sagrado: el cuarto día de Cumku, último mes del haab o año vago. El año maya estaba próximo a su fin. En dieciséis días tendríamos sobre nosotros el final del año… los cinco días de la mala suerte. Me pregunté si la proximidad del final del año sería la causa del temor a la mala suerte que afectaba a Salvador. Según el período largo, también estábamos por concluir un katún, y habría un cambio de tiempo.

De todas formas, el día Oc no era demasiado malo. En los jeroglíficos, estaba representado por la cabeza de un perro que guía al Sol en su travesía nocturna por el mundo subterráneo.

Supongo que si hubiera un horóscopo como el de los periódicos, basado en los días mayas, lo interpretaría como «un día para recibir orientación».

Esa noche soñé con nitidez. Soñé con Los Ángeles, esa ciudad vulgar y derruida que abandoné hace tanto tiempo.

El Sol acababa de asomar y la luz matinal era tenue. El mundo no tenía límites precisos: un suave manchón verdigris formaba los arbustos del jardín de un vecino; una línea marrón oscura era la cerca rota que señalaba la línea de propiedad entre dos tierras pálidas, salpicadas de verde intenso allí donde crecían las malezas. Un viejo escarabajo Volkswagen azul opaco y oxidado descansaba sobre sus ruedas en un pastizal. Tenía los neumáticos desinflados, desde hacía años. La ciudad estaba en silencio. Los perros no ladraban; los pájaros río cantaban, los coches no circulaban. La gente no estaba.

Diane caminaba a mi lado. Era una niña de cinco años, carita redonda y solemnes ojos verdes. Su manita suave, cogida de la mía. Avanzaba a mi lado sin quejarse, a pesar de que hacía mucho rato que paseábamos.

Bajo nuestros pies, la acera estaba resquebrajada y abombada. Diane tropezó en un tramo donde el cemento tenía un desnivel y la atrapé mientras caía. Cuando levantó la mirada hacia mí, sus ojos estaban empañados por las lágrimas.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Te has hecho daño?

Negó con la cabeza, pero las lágrimas comenzaron a rodar. Estaba atrapada por esa extraña inquietud que me obligaba a seguir caminando pese a las llagas que tenía en los pies.

—Vamos —le dije—. Tenemos que seguir andando. —No se movió, aun cuando la tomé de la mano y la arrastré—. Si no vienes, tendré que dejarte aquí.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas y caían. Dejaban gotas oscuras sobre el cemento. La cogí entre mis brazos, arqueando la espalda para levantarla.

—No llores —la consolé.

En ese momento, oí un rugido a mi espalda. Miré hacia atrás y vi un jaguar deslizarse por detrás del Volkswagen y echar a andar hacia nosotras, sin prisa, como si estuviera seguro de la presa.

Comencé a correr, pero corría a velocidad de sueños: mis pies se movían lentamente, mis pasos no me conducían a ningún sitio. Diane había estrechado sus brazos alrededor de mi cuello; era una carga que no podía arrojar. Tropecé con una baldosa de la acera y caí pesadamente sobre una rodilla. Diane se soltó de mí y cayó al suelo.

Escuché el rugido del jaguar detrás de mí. Supe que no tenía tiempo ni fuerzas para salvar a la niña.

Desperté en mi hamaca. El trueno volvió a retumbar, como el rugido de un jaguar, como el ruido de cascos de los caballos que los chaacob tenían fama de montar. No llovía, sólo tronaba. Truenos del cielo del conejo, decían los mayas. Mal signo. Los chaacob montaban, pero no traían lluvias. Un signo particularmente infausto para nosotros, si presagiaba el final de la estación seca. Cuando comienzan las lluvias, la excavación debe concluir.

Salí a la puerta de la choza a mirar la plaza. Mi reloj marcaba la una y cuarto. Un farol encendido pendía del techo de cinc corrugado que cobijaba un pequeño sector justo enfrente de la choza de Tony. Me vestí —sabía que pasarían horas hasta que pudiera volver a dormir— y crucé la plaza.

Tony estaba sentado en una de sus dos sillas. Su vieja bata, la misma que traía al campamento cada año, se ceñía contra su cuerpo, llevaba unas pantuflas de cuero, y por encima de ellas sus piernas se veían lastimosamente delgadas y marcadas por las picaduras de los mosquitos. Un cajón de madera hacía las veces de mesilla; sobre él, la pipa de Tony, una caja de cerillas, un vaso, una botella de ginebra, otra de tónica. Leía un grueso libraco azul que reconocí como un catálogo de estilos mayas sobre moldeado de vasijas.

Levantó la vista al oír mis pasos, sonrió y dejó el libro a un lado.

—Sigues despierto —me anuncié—. El trueno me despertó. ¿No crees que las lluvias sé están adelantando?

—En absoluto —respondió—. Es sólo una tormenta de verano. Ven y bebe algo conmigo. Te ayudará a dormir.

Se puso de pie y fue a buscar un vaso para mí. Lo noté algo torpe al caminar, algo vacilante. Jamás me había preocupado por el hecho de que Tony bebiera, hasta que falleció su esposa Hilde, dos años atrás. Antes de eso, sabía que bebía en el campo pero asumía que Hilde le impediría excederse en casa. Ahora vivía solo en Las Cruces, y sospechaba que bebía copiosamente todo el año. Había notado que los círculos que rodeaban sus ojos eran este año más oscuros. Parecía más delgado, más pálido, algo más deteriorado…

La bebida que me sirvió estaba tibia y la tónica sabía mal, pero no presté atención. La silla crujió cuando me senté y estiré las piernas por delante. El aire estaba quieto y sofocante. El trueno volteaba por el cielo como las piedras de un imperio en ruinas.

Mi primera excavación fue en un enclave Hopi, situado en los montes Mongollan, en Arizona. Durante dos meses, viví en esa aldea multicolor de tiendas de campaña agujereadas que la Universidad Estatal de Nuevo México llama campamento. Durante mi primera noche, me despertó el sonido de un trueno, el tintinear del agua y una sensación de humedad. Cogí mi linterna y el haz de luz se estrelló sobre la superficie movediza de una pequeña cascada que caía al lado de la tienda. Mi vivienda era un modelo sobrante del ejército, de olor nauseabundo, que proveía la universidad. Mis zapatos se habían empapado en un charco que se aproximaba a la tienda. Afuera, la lluvia golpeaba contra las paredes de lona y sacudía los postes. La lona mojada de color caqui ondeaba inciertamente a mi alrededor.

Había salido reptando del húmedo saco de dormir y me estaba vistiendo cuando oí el crujido de los postes que se salían de su sitio, el tirón abrupto de una soga que cedía y el suave suspiro de la lona mojada que perdía tensión. Un lado de la tienda se desmoronó y luego lo hizo el resto, derrumbándose, volviendo a su posición original.

Abandoné mis pertenencias y me abrí paso hasta la puerta, maldiciendo con pasión, lanzando exóticas obscenidades que había aprendido de las locas del manicomio, pateando la lona que chorreaba y azotándola con puños y linterna. Escapé bajo el diluvio.

La tienda yacía como un animal moribundo, retorciéndose esporádicamente en el viento.

La lluvia golpeaba sobre mi cabeza, me aplastaba el cabello al cráneo, me empapaba la ropa. Estaba descalza en el fango. Oí la risa contenida de alguien. Se hallaba bajo el alero de otra tienda, con las manos en los bolsillos de su bata de franela, seco, limpio y divertido. Me encaminé hacia él con ánimo de matarlo. Dejó de reír cuando vio que me acercaba.

—Deja de reírte o te mataré —le amenacé. Hacía poco que había salido del manicomio, y me costaba un gran esfuerzo mantener una conducta socialmente aceptable. Sin ese esfuerzo, regresaba fácilmente a un estado primitivo.

—Lo siento —dijo—. ¿Quieres entrar y secarte?

Creo que fue su voz lo que me convenció. Aún a los treinta años, Tony tenía una voz ronca y tranquilizadora, suavemente áspera, como el roce de una buena manta de lana contra la piel desnuda, o el pelaje cálido de un perro amigo. Me ofreció una toalla, me prestó ropa seca que me quedaba grande, me preparó un chocolate caliente en la cocina del campamento y por la mañana me ayudó a resucitar mi tienda caída.

Tony y yo jamás fuimos amantes. Fuimos buenos amigos, durante un tiempo los mejores amigos, pero jamás dormimos juntos. Entendí que así sería mejor.

Recuerdo la boda de Tony con más claridad que la mía. Pensar en mi enlace con Robert es como ver las piedras en el fondo de un estanque cristalino. Las distingo, pero sé que sus formas quedan distorsionadas por el correr del agua, que los colores que veo no son auténticos. Sé que las piedras no son tan suaves como parecen, pero no puedo tocarlas para cerciorarme. El agua es muy fría y traicionera: no puedo arriesgarme a investigar. Debo mantener distancia. Cuando pienso en esa época creo que me casé con Robert en un esfuerzo por ser una persona que no era. Una persona común y corriente.

Cuando recuerdo mi boda, nos imagino a Robert y a mí, vestidos pulcra e incómodamente en nuestro mejor atuendo, de pie ante un juez de paz en una oficina que olía a flores marchitas. Siento frío al recordarlo. No sé si entonces lo sentí.

La boda de Tony se celebró en una iglesia llena de flores y buenos deseos. Yo permanecí en el fondo, tras rehusar un sitio en el banco de las madrinas. Hilde me lo había pedido, pero me habría sentido extraña y torpe vestida de encaje. Recuerdo a Tony cuando avanzaba hacia el altar, manipulaba el anillo, levantaba el velo blanco y besaba a la novia. Aún recuerdo lo que pensaba. Me preguntaba por qué no me sentía herida.

Reflexionaba sobre lo curiosamente vacía que estaba, como una casa a medio construir o un recipiente agujereado. Tenía el vacío alojado en el estómago y me preguntaba si no estaría incubando un resfriado.

Después de la boda les deseé lo mejor y bebí champaña. Las burbujas subían y estallaban en el gran vacío que tenía dentro, mas no conseguían llenarlo. Bailé pésimamente con hombres que no me agradaban.

Poco después de la medianoche regresé a casa. Me senté ante el escritorio, en ese horrible apartamento de una sola habitación atestado de muebles; observé el papel floreado de las paredes y la espantosa alfombra verde, y me puse a trabajar en mi proyecto de tesis, a leer y tomar notas meticulosas. Al amanecer fui hasta la biblioteca de la universidad para estar allí apenas abriera y durante el camino me crucé con un grupo de indios que iban de cacería. Cuando Tony regresó de su luna de miel le di la bienvenida y retomamos nuestra amistad sin tropiezos.

Ahora habíamos llegado a esto: viejos amigos que tomaban gin-tonic caliente y que escuchaban los truenos.

—Me gusta tu hija —dijo sin trabas—. Se parece mucho a ti en tu primera excavación.

—¿Sí? ¿Y cómo era yo?

—Cuidadosa —comenzó—, muy cauta. Es amigable, pero jamás baja la guardia por completo. Por debajo de esa calma algo está sucediendo, aunque no sé qué podrá ser.

—Ni yo.

El trueno retumbó y Tony aguardó a que cesara. El viento soplaba con más fuerza y nuestras sombras se mecían cada vez que un vendaval sacudía el farol.

—No creo que debas preocuparte por Carlos. Diane es demasiado lista para él.

—Probablemente tengas razón.

Comenzaron a caer grandes gotas de agua. Cada una dejaba su marca, del tamaño de una moneda, sobre el polvo apisonado de la plaza. El viento soplaba por detrás, barriendo la lluvia sobre el tejado de cinc.

—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Cómo te llevas con tu hija?

Me encogí de hombros, mirando la lluvia. El recuerdo del sueño seguía vivido en mí. Mi mundo estaba lleno de incertidumbres que no podía explicar.

—Bien, supongo.

—He estado pensando que… estás como preocupada por algo. ¿Hay algo de lo que quieras hablarme? —Se inclinó hacia delante, con el vaso entre las manos.

No me agrada que mis amigos se inclinen hacia delante y me pregunten qué es lo que me sucede; particularmente cuando me interrogan sobre preocupaciones que aún no he admitido para mis adentros. Tenía la ligera sensación, aún menos que un presentimiento, de que la balanza se desequilibraba y que perdía el control.

—Aquel primer verano en Arizona mantuviste todo bien envuelto, y guardado, suave como el cristal. Pero sabía que dentro de ti había algo explosivo. Si algo perforaba la superficie, estallarías. Ahora me causas la misma impresión.

Había cruzado los brazos sobre mi pecho. Negué con un gesto. En algún lugar de la oscuridad que se extendía más allá del círculo vacilante de la luz del farol, las sombras se estaban congregando. El mundo perdía el equilibrio.

—¿Qué te sucede?

—Me siento como… —Hice un rápido gesto de impotencia con las manos. Vacía, abierta, vulnerable—. No lo sé.

Se reclinó en la silla.

—Siempre me he preguntado quién de los dos lo pasa peor. Tú mantienes a todos a distancia, y los dejas fuera para que no te lastimen. Yo acerco tanto a todos que no pueden evitar herirme. —Su voz era firme y lenta, ligeramente nublada por la ginebra—. Ninguno de los dos puede hallar el punto medio.

Cogió una de mis manos entre las suyas, y la sostuvo con ternura y delicadeza. Me gustaba sentir sus manos sobre la mía. Su voz era cálida y reconfortante. Sus manos, ásperas por el ácido que usaba para limpiar el sedimento de limo de los cacharros.

Me cuesta dejar que la gente me ayude. Siempre me ha sido difícil. Tony lo sabía. No me presionaría.

—Tengo miedo —confesé.

El trueno rugió y la lluvia golpeteó el tejado de cinc que nos cubría. Bajo la luz del relámpago que iluminó la plaza vi una sombra avanzar por el espacio abierto, moverse junto con la lluvia que barría el polvo duro, pero sin reparar en ella. En su mundo, no llovía.

—No tengas miedo —oí que Tony me decía.

Otro relámpago y vi la sombra con más claridad: una mujer joven vestida de azul, con el rostro iluminado por una luna que a mis ojos era invisible. La reconocí por los tatuajes: era Zuhuy-kak, mucho más joven. Escuché el firme batir de un tambor, un son hueco de madera. La mujer danzaba, levantaba los brazos sobre la cabeza y saltaba hacia el cielo.

Otro relámpago. Ella se enroscaba, y la luz hacía destellos en el cuchillo de obsidiana que tenía en la mano. Los golpes del tambor se confundían con el trueno. Su expresión era de regocijo; los ojos, enormes y cargados de poder. Sentí que la luz de la luna corría por mis venas, y por un instante, quise unirme a ella y bailar bajo el astro.

—¿Liz? —Tony estrechó mi mano para llamar mi atención—. Recuerda que puedes hablar conmigo.

—Lo tendré en cuenta.

El relámpago se encendió, y la plaza quedó vacía, salvo por la lluvia. Cogí la mano callosa de Tony y traté de no tener miedo.

Estaba cansada. La lluvia había cesado apenas me fui de la choza de Tony, pero dormí sólo a ratos. Una y otra vez me despertaron ruidos cotidianos: la puerta que se sacudía ante el viento, el croar de una rana, los truenos. Al amanecer, me alegré de abandonar la hamaca y de salir a inspeccionar la zona del sudeste.

La tierra despedía vapor bajo el sol matinal. Casi toda el agua había sido absorbida por el suelo. Los pájaros se bañaban en los pocos charcos que quedaban. Uno de los cerdos de María dormitaba sobre el fango cerca de la albarrada.

En la excavación todo marchaba bien. Sólo muy poca agua había traspasado el toldo que cubría la abertura. Las piedras estaban húmedas.

Bajé los escalones. Un ciempiés serpenteó por el suelo para ocultarse entre los escombros. Cuando me puse de pie en el pasadizo, el sombrero rozó las lajas de piedra.

Sería un pasillo de un metro cincuenta de alto por casi un metro de ancho. Su construcción no era nada notable: las paredes de la escalinata eran de suave mampostería y los ladrillos cuadrados estaban prolijamente apilados. En lo alto, las piedras que sobresalían formaban un borde sobre el cual descansaban las losas planas que constituían el techo. Sobre estas losas se había vertido la argamasa de la plaza. El pasadizo sólo me interesaba en tanto me condujera a algún sitio de interés. Subí las escaleras y salí al sol.

Zuhuy-kak estaba en cuclillas a la sombra, como si estuviera esperándome. La saludé y me hizo un gesto, aceptando mi presencia. Me senté sobre una roca cercana y encendí un cigarrillo.

—Ayer fue el día Oc —le dije—. Cuarto día de Cumku.

Sonrió.

—Así es. El año pronto concluirá. Se acerca la hora. ¿Has visto a mis enemigos, Ix Zacbeliz?

—Ayer por la noche soñé con un jaguar que me perseguía a mí y a mi hija —dije lentamente.

—Sabe que se acerca la hora de los cambios —sentenció—. Los ciclos han de cambiar. —Tocó la concha de nácar pensativamente—. Mis enemigos tratarán de evitar que la diosa regrese al poder. Debes tener cuidado. —Se alejó de mí, y con los ojos trazó el contorno de un edificio derruido mucho tiempo atrás—. Qué silencioso ha quedado este lugar desde que la gente se marchó —musitó. Una lagartija tan larga como mi brazo nos observaba desde una roca soleada sobre el montículo. La hierba susurraba con suavidad—. No sabía que habría tanto silencio.

Se la veía triste y cansada. Comencé a acercarme a ella, deseosa de ofrecerle consuelo. Mi mano la atravesó como si fuera humo y quedé sentada al lado de la tumba, hablando sola en el intenso calor de la mañana.