Capítulo 10
Diane

«El crepúsculo es la hendidura que divide a los mundos».

CARLOS CASTANEDA,

Las enseñanzas de Don Juan

Cuando llegué a mi choza trepé a la hamaca. Me dolían los huesos tras el largo día de caminata. Recuerdo que me rasqué unas picaduras de mosquito, que pensé en levantarme para buscar agua y que luego caí en una oscuridad silenciosa y honda como el fondo del cenote. Me despertó la bocina. Bajo la brillante luz del sol no recordé mis sueños nocturnos.

El segundo día de excavación fue idéntico al anterior. Seguimos un nuevo camino transversal hasta el lugar donde habíamos hallado la estela. Estábamos pegajosos y teníamos calor; nos acosaban los insectos, nos amenazaban las hormigas.

Laboriosamente trazamos el mapa del sitio donde habíamos encontrado la estela.

Utilizando una soga y pequeños banderines de alambre a modo de señaladores, dividimos el área en cuadrados y Barbara designó algunos de ellos como muestra al azar para buscar vasijas y piedras labradas. Tuve la mala suerte de escoger una zona cubierta de arbustos espinosos que no dejaban de molestarme. Al terminar el rastreo, tenía los brazos surcados de rasguños.

Cuando mi madre llegó estábamos descansando a la sombra. Venía avanzando alegremente por el monte, apartando a un lado las ramas punzantes con el bastón que tenía en una mano y espantando las moscas con la otra. La seguía un obrero y conversaban en maya mientras caminaban.

—Hola —nos saludó.

Barbara abrió un ojo y miró por debajo del ala del sombrero.

—Hace demasiado calor para estar tan alegre —sentenció.

—He venido por el sache —dijo mi madre—. Es mucho más fácil de llegar.

Barbara rezongó.

—Lo sé. Pero como tenemos que regresar por el monte, no me importa.

—Intuyo que hoy no habéis hallado nada maravilloso —aventuró mi madre.

—Hemos decidido limitarnos a un hallazgo maravilloso cada dos días —continuó Barbara—. No queremos excedernos. —Barbara abrió el otro ojo y se encaminó a mostrarle la estela a mi madre.

Las observé con los ojos entrecerrados por la luz. No podía oír su conversación; sólo el sonido de sus voces subiendo y bajando a lo lejos. Mi madre se valió del bastón para apartar las ramas y se aproximó al monumento caído. Quería ponerme de pie y unirme a ellas, pero creía que eso sería una intromisión. Barbara y mi madre parecían congeniar.

No necesitaban mi ayuda.

Las oí reírse de algo. Era una risa aguda, como la de las aves exóticas que pueblan los árboles, y cerré los ojos por el sol, celosa de la camaradería que Barbara tenía con mi madre y de sus conocimientos de arqueología… Ella era la hija de mi madre, y yo, un pájaro de ciudad fuera de lugar allí entre tantas moscas y espinos. Una sombra cayó sobre mi rostro y abrí los ojos. Mi madre estaba de pie a mi lado.

—¿Cómo estás? —me preguntó vacilante. Me acomodé sobre un codo.

—Bien. Bastante bien.

—Cuando regresemos al campamento, ponte un poco de antiséptico sobre los rasguños —sugirió.

Eché un vistazo a los brazos lacerados.

—No es para tanto…

Barbara seguía al lado de la estela, haciendo fotografías con la cámara que mi madre había traído consigo. Maggie estaba dando consejos que nadie le había pedido. Robin dormitaba al otro lado del claro.

—Lo estás haciendo muy bien para ser alguien que jamás había estado en una excavación —dijo mi madre en voz baja, y sin mirarme. Su mirada se posaba sobre algo al otro lado del claro, pero cuando seguí el trayecto no vi más que árboles y la luz del sol—. No te compares con Barbara. Hace años que está haciendo este trabajo.

—Lo sé.

—Me alegro. Recuérdalo. —Apoyó la mano sobre mi hombro con suavidad—. Ven a mi choza a buscar el botiquín de primeros auxilios cuando regreses al campamento.

Después de varias horas de polvo y calor, con nuevas picaduras y laceraciones, fui a la choza de mi madre. Estaba sola, sentada a la mesa que hacía las veces de escritorio, examinando unas pocas páginas mecanografiadas.

—He venido a por el botiquín —me disculpé—. Lamento interrumpirte.

—No tiene importancia —dijo, y señaló el estante que contenía una caja metálica pintada con una brillante cruz roja—. Lávate los rasguños con agua oxigenada. Mientras estés fuera deberás cuidarte…

La mitad del fresco espacio interior estaba repleto de provisiones y equipos: un conjunto de bolsas de arpillera liados con cordel; una pila de cajas de cartón plegadas, una caja llena de bolsas de papel doblado, otra con un revoltijo de bolsas de papel señaladas con números y letras.

Estaba curando mis heridas cuando mi madre volvió a hablar.

—Quiero pedirte disculpas por haber retirado a Carlos de tu grupo.

—Da igual.

—No sé tratar muy bien a la gente.

Levanté la vista y la miré. Tenía el rostro curiosamente rígido; las manos sostenían un lápiz que rodaba entre sus dedos, en un incesante movimiento sin sentido.

—De verdad, da igual —dije, esta vez con sinceridad—. Fue un error. Eso es todo.

Asintió, apoyó el lápiz sobre la mesa y sonrió con inseguridad.

—¿Has visto el último hallazgo? —Señaló la cabeza de piedra que miraba desde las sombras, desde un rincón lejano de la choza.

Dejé el botiquín de primeros auxilios abierto en el estante y fui a examinar la cabeza más de cerca. Yacía sobre una envoltura de arpillera y miraba hacia arriba. No me gustó la expresión de su rostro. Me observaba con desdén, con los labios retraídos hacia atrás y los ojos hostiles, bien abiertos.

Me puse en cuclillas al lado del rostro y posé la mano sobre el tocado ornamentado.

Era frío al tacto. Con un dedo seguí la fisura que le atravesaba el rostro. Me estremecí, sin ninguna razón en especial.

—La han traído hoy de las excavaciones —dijo mi madre a mis espaldas—. Me sorprende que haya sobrevivido al traslado con semejante grieta.

—¿Era parte de una escultura?

—Es más probable que haya sido parte de la fachada de algún edificio. Está hecha de estuco de piedra caliza —aclaró.

Asentí y me puse en cuclillas.

—¿Quién era?

Mi madre se encogió de hombros.

—Es difícil de saber. De vez en cuando han surgido evidencias de unas pocas mujeres que ejercieron el poder. Pero me inclino a pensar que se trató de una sacerdotisa. Sobre la costa del Caribe, en Cozumel y en Isla Mujeres, había templos en honor de una deidad llamada Ix Chebel Yax, diosa de la luna. Querría pensar que la estructura que estamos excavando fue un templo erigido a la diosa. Si es así, se trataría del primer caso de un culto de este tipo en esta costa. —Se acuclilló a mi lado y deslizó un dedo por la espiral de la mejilla—. Es un tatuaje ritual —dijo suavemente—. Muy común entre los sacerdotes y la nobleza. —Tocó una larga púa entretejida con las conchillas en el cabello de la mujer—. Es una púa de raya —dijo—. Por lo general, se usaban en las ceremonias donde había derramamiento de sangre. El devoto se atravesaba los lóbulos de las orejas o la lengua con espinas o agujas y ofrecía la sangre a los dioses.

—Me parece una forma cruel de vivir. Sacrificios humanos, ofrendas de sangre a los dioses… Se sentó en el suelo.

—Ah, ahora empiezas a parecer tan estrecha como Robin. No me digas que tú también les temes a los huesos que hay en el fondo del cenote.

Hice un gesto de impaciencia.

—Yo no he dicho eso. Sólo que me parecía una forma cruel de vivir.

—La gente siempre piensa en los sacrificios humanos como si fueran una actividad aberrante e inusual —caviló reflexivamente—. A lo largo de los siglos, ha sido algo común en cierto número de sociedades. Piénsalo. En los Estados Unidos hay religiones cuyo culto se centra en un sacrificio humano en particular. —Me miró a los ojos.

—Jesucristo en la cruz —dije lentamente.

—Cierto. Miles de personas consumen la sangre y el cuerpo de Cristo cada domingo.

—Es distinto.

Se encogió de hombros.

—No creas. Cristo murió hace mucho tiempo en un lugar lejano, y eso puede que haga parecer distintas las cosas. Sus adoradores sostuvieron que se trató de Dios encarnado, pero los aztecas dijeron lo mismo del rey dios que sacrificaron. Sucedió una sola vez, lo cual habla de moderación por parte de los cristianos, pero eso no es una diferencia fundamental, sino de grado. —Me sonrió, obviamente disfrutando el momento—. Además, sospecho que la gente sobreestima el número de sacrificios humanos realizados por los mayas. Uno a veces tiene la impresión de que los sacerdotes mayas pasaban casi todo el tiempo dando garrotazos en la cabeza a sus pares y arrojándolos a la fuente más cercana, por las buenas o por las malas. Y no fue así. El sacrificio era una ocasión importante e infrecuente. Y debes cuidar de no aplicar tus parámetros a otra cultura. Ellos tuvieron reglas propias. Esta mujer tal vez haya participado en sacrificios humanos, pero según sus normas, eso era algo bueno. Las víctimas de los sacrificios iban a una especie de paraíso, y todo estaba bien.

Se puso de pie y fue hasta su escritorio a buscar un cigarrillo. Lo sacó del paquete y lo sostuvo entre los dedos sin encenderlo. Seguía mirándome.

—El carácter cruento del acto es fundamentalmente el mismo, se trate de soldados romanos atravesando las manos de Cristo con clavos o de h’menob arrancando el corazón de algún soldado cautivo. La sangre ejerce un poder, una fuerza, una magia.

Se había recogido las mangas de la camisa y pude ver las cicatrices sobre la piel blanca de sus muñecas. Encendió el cigarrillo, inhaló el humo profundamente y arrojó una nube de volutas. Luego me sonrió.

—Lo siento. A veces me dejo llevar. Es el riesgo de ser profesora.

—Parece como si prefirieras los mayas a los cristianos.

Se echó a reír.

—Digamos que los comprendo mejor. —Apoyó el cigarrillo sobre el borde de un frasco que hacía las veces de cenicero y caminó hacia el botiquín de primeros auxilios—. Sería mejor que me dejaras vendarte las heridas —dijo, y por esa noche no oí hablar más de los antiguos mayas.

Los rigores cotidianos de la inspección me dejaban exhausta, pero la inquietud que me había mantenido de un lado para el otro en la casa de mi padre no había desaparecido.

Aquí tenía más sitio para caminar. Cuando despertaba por las mañanas antes de que se oyera la bocina o cuando me sentía intranquila después de cenar salía a caminar, más allá de la cocina, donde el aire siempre tenía un dejo de olor a humo, más allá del cenote y hasta la excavación de la tumba, más allá del arco de la capilla española y hasta el Templo de las Siete Muñecas, donde podía mirar desde arriba las copas verdes y pardas del monte. A menudo me encontraba con mi madre en estas caminatas. La hallaba en la capilla española, sentada en un resto de pared y mirando hacia el templo. Sola en el cenote, chapoteando con los pies dentro del agua y observando las aves que volaban rozando la superficie. La veía en la excavación de la tumba, musitando para sus adentros mientras inspeccionaba el lugar. Cuando nos encontrábamos, parecía contenta de verme.

El aire era más fresco al amanecer y en el ocaso, y mi madre se volvía más contemplativa, más serena. En esas ocasiones en que nos veíamos caminábamos juntas.

Le hablaba un poco de mí misma; la vida de Los Ángeles me resultaba distante e intrascendente, como una instantánea velada donde los colores y las formas no eran nítidos ni correctos. El mundo de mi madre estaba pintado en vividos tonos, con líneas claras y contornos definidos. Mientras andábamos juntas, conversaba lentamente y con cuidado, como si al hablar fuera acomodando las ideas, o buscando el siguiente fragmento para ubicarlo en su sitio. Sus frases parecían letra escrita, cuidadosamente redactada, pero sin imprimir.

Se explayaba sobre los mayas y sus dioses.

—Por cada metro que los mayas tomaban del monte, hacían una ofrenda a los dioses: Un pavo, un cuenco de balche o una jícara de atole, especie de gachas de maíz endulzadas con miel silvestre. Las ofrendas a los dioses se hacían libremente con espíritu de buena voluntad. Los hombres sabios no regateaban con los dioses. El hombre mezquino que ofrendaba a regañadientes sufría de mala salud, o sus cosechas se echaban a perder. Los mayas reconocían que todo lo que realizaban era gracias a la protección y al permiso de los dioses. Las cosas sólo eran suyas temporalmente. En última instancia, pertenecían a los dioses. Nuestra sociedad tiende a considerar el monte y la naturaleza salvaje como a un enemigo. Los cristianos combatieron y sometieron a la naturaleza. Los mayas tienen una forma mucho más sana de ver el mundo, en mi opinión.

Mi madre era una mujer extraña. Cuando yo tenía quince años, fue a casa de mi padre por Navidad, pero noté que ése no era su lugar. Pero no fue entonces cuando comprendí que, en realidad, su lugar no estaba en ninguna parte. Caminaba junto a mí, pero no pertenecía al mundo que yo conocía. Mientras paseábamos no era a mí a quien miraba: siempre tenía los ojos posados sobre el monte, como si allí hubiera algo que la fascinara.

Nos sentamos en las ruinas de la capilla española y le pregunté sobre sus libros.

—En el último capítulo de tu primer libro dices «en el mundo hay más de lo que la mayoría está dispuesta a admitir». ¿Qué quisiste decir? —le pregunté.

Se quedó mirando a lo lejos, donde el sol de la mañana ya alumbraba la hierba escasa y la tierra estéril.

—Por allí, al final de la plaza, un artífice de la piedra se sentó hace tiempo a convertir terrones irregulares de obsidiana en las afiladas hojas que los sacerdotes empleaban para los sacrificios o en las puntas de flecha que utilizaban los cazadores. Se acuclilló en el suelo, bajo la sombra de un toldo de tela azul brillante. Y al trabajar, el sudor le empapaba el rostro. Era un hombre bien alimentado, entrado en carnes de tanto comer los venados y pavos con que los cazadores le pagaban. Para ser un maya, era inusualmente corpulento. —Mi madre se inclinó hacia adelante, como para mirar mejor al artífice—. ¿No lo ves, sentado bajo el sol, afilando pacientemente un hoja de obsidiana? Yo sí. Es un trabajador muy prolijo. Uno puede elegir verlo, o ver la tierra desnuda. —Observó mi rostro—. A eso me refería. ¿No lo ves? —Su tono era ligero y hablaba como si nada.

Me sentía incómoda, viendo el lugar vacío sobre la tierra. Recordé el sueño que me había llevado a descubrir la estela. Pero eso había sido un sueño, y ahora estaba despierta. Me encogí de hombros.

—Yo veo la luz del sol sobre las rocas. Eso es todo. Asintió.

—No hay nada malo en ello. A veces pienso que para ver el pasado claramente uno debe renunciar a gran parte del presente. —Hizo un gesto de resignación—. Es una elección que hice tiempo atrás. Una especie de sacrificio.

—¿Quieres decir que lo ves de verdad? ¿Del mismo modo que me estás viendo a mí?

Permaneció tanto tiempo en silencio que pensé que no me iba a responder. Y cuando habló, lo hizo con suavidad.

—A veces creo que veo las sombras del pasado con más claridad que a cualquier ser viviente. —Sacudió la cabeza, como para librarse del pensamiento, y rápidamente se puso de pie para regresar al campamento.

No seguí todo lo que dijo. Me resistía a hacer preguntas. Éstas parecían perturbar el conjuro, violar cierta regla tácita. Si preguntaba demasiado, mi madre se encogería de hombros y permanecería muda, o sugeriría de inmediato que regresáramos al campamento. A veces parecía que nuestras caminatas matinales eran sueños ambulantes, inquietos, sutilmente perturbadores. En mi cabeza golpeteaban pensamientos y emociones que no lograba distinguir. Me agradaba mi madre, pero no la comprendía. En absoluto.

Con el calor del día, mi madre era otra persona: enérgica, veloz, impaciente al ver que la excavación marchaba con lentitud. Discutía con Tony por la distribución de los obreros, por el significado de la cabeza de piedra, por las probabilidades de que la cámara subterránea resultara ser en realidad una tumba…

Al cuarto día ya me sentía como en casa. Me parecía que había estado siempre lavándome la cara en el agua tibia y arenosa del barril negro que olía a plástico, que cada noche de mi vida había ido tambaleando al fétido retrete en la oscuridad.

Barbara me preguntó si quería ir a Mérida con ella ese fin de semana. Conocía un hotel barato que tenía piscina. Podríamos darnos una ducha caliente, tal vez ir a ver alguna película y a comer palomitas en un cine con aire acondicionado. Le pregunté a mi madre si en su opinión valdría la pena hacer un viaje a Mérida y me alentó a ir.

El sábado por la mañana me desperté temprano. Barbara no había puesto el despertador: habíamos planeado dormir hasta tarde y marcharnos del campamento a media mañana. Cuando desperté vi a Barbara, que se incorporaba para mirar el reloj.

—¿Qué hora es? —susurré. Maggie y Robin aún dormían.

—Las siete y media —respondió en un murmullo. Se reclinó en la hamaca, con una mano detrás de la cabeza. Tenía el ceño fruncido—. Ya ni siquiera puedo dormir hasta tarde —rezongó—. Es ridículo.

Nos vestimos en silencio, empaquetamos ropa limpia y nos fuimos de la choza. Nos detuvimos en el barril de agua para asearnos, y en el aire cálido de la mañana el ruido del agua contra la tina de metal se oyó sonoramente. El campamento dormía; la única señal de vida era la delgada humareda que se elevaba de la cocina de María.

—Ah —dijo Barbara—. Tal vez podamos convencer a María para que nos invite a una taza de café.

Me detuve a cierta distancia cuando Barbara se acercó a la puerta de la cocina. La mirada que María nos lanzó distaba de ser amistosa. Teresa se escondió tras la falda de su madre. Barbara se alejó de la cocina, con el ceño fruncido.

—Creo que tendremos que tomar café en Mérida. María dice que esta mañana no ha preparado café.

Seguí a Barbara hasta el coche. Miré por encima del hombro y alcancé a distinguir a Teresa, que nos observaba desde la puerta de la cocina.

—Creo que a María no le gusto —comenté.

—Desde luego que no. Tampoco yo le agrado. Tú y yo somos mujeres jóvenes, pero llevamos pantalones y estamos casi todo el tiempo con hombres. —Barbara meneó la cabeza—. No nos comportamos correctamente. No nos aprueba.

—Pero habla con Liz.

—Tampoco Liz le agrada. Ninguno de nosotros goza de su aprobación.

Asentí. Me tranquilizaba la seguridad de Barbara de que no era la única a quien María reprobaba.

El escarabajo Volkswagen desvencijado de Barbara saltaba a cada bache o loma del camino de salida del campamento. Pillaba todos los hoyos posibles, se hundía en ellos y emergía triunfal del otro lado. Barbara conducía con jovial entusiasmo y a innecesaria velocidad; cada vez que veía la ruta libre para acelerar pisaba el pedal a fondo, y sólo tocaba un poco el freno cuando el coche se daba contra algún escollo.

—¿Qué prisa tienes? —le grité por encima del rugido del motor.

—Estoy cansada de moverme con lentitud, eso es todo —me respondió con un aullido. Giró bruscamente para evitar un hoyo, se enterró en otro sin remedio, encendió el motor y siguió andando—. Estoy cansada de polvo y moscas. —Se topó con otro agujero—. Quiero darme una ducha caliente, tomar un café, desayunar, ver luces brillantes y estar con algún hombre que sepa hablar de algo que no sea cacharros viejos. —Apartó la mirada del camino y me sonrió con pícara malicia—. Quiero buscar problemas. —Atravesamos otro hoyo.

—Conozco a una persona en Mérida que tal vez sepa dónde hallarlos —le grité—. Alguien que conocí en el avión.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre.

—Claro. No hay que perder el tiempo. —No supe si se refería a mí o al hombre. De todas formas, daba lo mismo—. ¿Es guapo?

Pensé un momento. Mi recuerdo de Marcos era algo difuso, pero me había resultado presentable.

—No está mal.

—Bien. Seguro que tiene algún amigo. Siempre lo tienen.

Llegamos a la avenida principal, aquel camino que me había resultado tan angosto durante mi travesía al campamento. Ahora me parecía una autopista. El coche tomó velocidad y bajamos las ventanillas para dejar que entrara el aire. Al pasar a un camión cargado de obreros que se dirigían a saber dónde, saludamos con la mano y tocamos la bocina como colegiales que se hubiesen fugado del internado para ir de excursión al campo. Pasamos cerca de un conjunto de casitas y saludamos a una mujer que tendía la ropa y a un grupo de niños que jugaban en el camino.

—Primero una ducha caliente. Luego, el desayuno —propuso Barbara a gritos.

—Fantástico —acepté. Todo era fantástico. El viento, la ruta, la promesa del desayuno.

El hotel era un viejo establecimiento, a unas calles de la plaza principal de Mérida y a metros del Parque Hidalgo, el sitio que Marcos había mencionado. Algo venido a menos.

El conserje hablaba muy mal el inglés. En el vestíbulo había un gato enjuto y negro que parecía vivir allí. La baranda de la escalera de caracol tenía un bello ornamento tallado, pero le hacía falta un poco de lustre. Y las baldosas azules y doradas del suelo pedían escoba y cepillo. Detrás de las macetas con palmeras se ocultaba el polvo. Pero el sol se filtraba por el arco abierto que conducía justo al Parque Hidalgo y sobre el mostrador de la conserjería había flores frescas.

Dejamos nuestros datos y antes de desayunar nos dimos una ducha caliente. Mientras Barbara se duchaba, me senté en una de las camas gemelas, y me froté las piernas con loción alrededor de las picaduras de mosquitos y de los rasguños. Por primera vez en una semana llevaba sandalias y falda en lugar de pantalones vaqueros y botas, y sentía el cabello limpio. El ventilador del techo giraba con un traqueteo constante. Barbara cantaba en la ducha.

El Parque Hidalgo era una pequeña plaza con suelo de ladrillos. Unos árboles altos y de hojas anchas arrojaban su sombra y unos capullitos amarillos sobre los hombres que pasaban el día sentados en los bancos de la plaza. En el centro, se alzaba una estatua de bronce de un hombre de pie sobre un pedestal blanco de piedra. Jamás logré aprender su nombre.

Desayunamos en una cafetería de paso, al lado del hotel que había junto al parque.

Mesas de metal ornamentado, sombrillas con flecos, manteles rojos y blancos, y una camarera corpulenta que parecía disgustada.

—¿Hamacas? —preguntó un hombre robusto con un gorro amarillo de béisbol. Sobre un hombro llevaba un atado de hamacas envueltas en plástico. Sobre el otro, una hamaca suelta, que abrió para que la examináramos.

—¿Usted se llama Emilio? —le pregunté—. Busco a un vendedor de hamacas llamado Emilio. —Sacudió la cabeza pesadamente y se marchó a otra mesa, donde hubiera turistas con necesidades más simples. Barbara echó un vistazo a las páginas de una guía turística de Mérida, que había cogido del vestíbulo del hotel. Indicaba el camino al zoológico, al mercado, a las ruinas de Chichén Itzá, a los mejores lugares para almorzar y bailar. Leía en voz alta las informaciones que le parecían interesantes.

—A la plaza principal la llaman zócalo —me contó.

Asentí, mirando el trajín de la gente por la calle. El café era bueno y me sentía satisfecha. No me había dado cuenta de que el hecho de estar en una excavación me había puesto nerviosa hasta ahora, que conseguía distenderme.

—¿Te interesa un viaje a Chichén Itzá? —me preguntó—. En coche tardaremos una hora desde aquí.

—Tal vez mañana —le dije.

—Podríamos ir a Casa Montejo, la mansión que construyeron los españoles en 1549 —propuso—. O visitar la catedral. O ir al mercado.

—Lo que quieras.

Decidimos ir al mercado, calculando que tendríamos tiempo de pasar por la catedral de regreso y aun de dormir la siesta antes de cenar.

Estábamos terminando el café del desayuno cuando vi a Marcos en el otro extremo de la cafetería. Le hice un gesto a Barbara.

—Es más apuesto de lo que recordaba —le dije.

Era un hombre delgado y joven, de huesos menudos, ojos castaños, dientes blancos y pómulos altos y oscuros. Sonreía mientras observaba cómo un vendedor de hamacas —supuse que sería Emilio— mostraba una a un matrimonio norteamericano: la mujer llevaba un vestido liviano y el hombre, una camisa hawaiana. Emilio había tendido un extremo de la hamaca sobre el brazo de una de las sillas de hierro forjado. Vaciló por un instante, sosteniendo la hamaca bajo el brazo, y luego la abrió con un gesto elegante, del mismo modo que un camarero descorcha una botella de vino. El ademán transmitía la importancia del acto y el valor del producto. La hamaca era de un carmesí intenso que retenía la luz del sol.

Entonces Marcos nos vio y se sentó en nuestra mesa.

—Hola —me dijo—. ¿Cómo estás? —Apañó una silla. Vimos a Emilio cerrar su venta; la pareja de norteamericanos se marchó con dos hamacas y Emilio echó al bolsillo un buen puñado de billetes.

Se aproximó a la mesa y arrojó el fardo sobre una silla.

—Hoy va a ser un buen día —predijo—. Estoy de suerte. —Era una cabeza más bajo que yo, compacto y de hombros anchos. Ojos oscuros, tez morena, y una sonrisa que podría haber sido la de un chico norteamericano de no ser por la funda de oro que asomaba detrás de uno de los dientes.

—Conque son las amigas de Marcos… —el encanto fácil del vendedor nato—, ¿quieren comprar una hamaca? Les haré un buen precio.

—Ya tenemos hamacas —desistió Barbara—. En realidad, estamos hartas de ellas.

—¿Cómo es posible que alguien se canse de las hamacas? —preguntó Emilio, y Barbara se molestó en explicarle al detalle por qué estaba tan harta de las hamacas.

—Compra una para llevar de obsequio —sugirió Emilio y luego nos invitó a una rueda de cafés, con la misma gracia con que exhibía una hamaca. Hablamos de los turistas y del tiempo mientras transcurría la mañana. Emilio y Marcos parecían estar en la cafetería como en su casa, y tener confianza con la camarera. A la entrada de un cine cercano se comenzaba a formar una hilera de personas. El aire tibio olía a palomitas.

Al cabo de un rato, Emilio intentaba convencer a Barbara de que visitara una caverna aislada en un lugar llamado Homún. Un río subterráneo en una gruta de caliza con estalactitas.

—Hermoso —dijo—. Realmente hermoso.

Marcos me miró.

—¿Qué piensas? —me preguntó en español y luego en inglés.

—Nada en especial. Me encogí de hombros.

—Parecías estar pensando en algo…

Repetí el gesto. Emilio empleaba ambas manos para describir las estalactitas de la caverna. Barbara no parecía muy convencida.

—En el avión se te veía muy triste. ¿Qué te ocurría? —quiso saber Marcos.

No dije nada. Hice un movimiento evasivo.

Miró a Emilio, que cada vez adquiría más elocuencia en sus intentos de persuadir a Barbara; según él, una visita a la caverna solitaria de Homún era una actividad perfecta para cualquier joven americana de vacaciones veraniegas.

—Ya estoy cansado de estar sentado —dijo Marcos—. Vamos. Caminemos un rato y regresemos luego. —Dejamos a Barbara y Emilio conversando de ríos subterráneos.

En Mérida se pasea. Afuera, por los parquecitos, donde la brisa es más fresca que el aire que arrojan por doquier los ventiladores de los techos… Deambulamos por la esquina principal.

—¿Qué hacías en Los Ángeles? —le pregunté a Marcos.

—Fui a visitar a mi tío. Como no había trabajo, volví. Aquí tampoco hay trabajo, pero tengo amigos.

Señalaba el camino por la esquina, entre los pequeños carruajes tirados por caballos en los que paseaban los turistas.

—¿Por qué estabas triste? —inquirió—. Puedes decírmelo. Me encogí de hombros y le conté que había venido a la excavación para encontrar a mi madre, y que hacía años que no la veía. Me escuchó y asintió.

—¿Qué quieres de tu madre? Abrí las manos sin decir nada.

—No sabes lo que quieres.

—Creo que no.

—Hoy por la noche juego a baloncesto con la universidad. ¿Quieres acompañarme?

—¿Baloncesto? Veamos qué opina Barbara. Me tomó de la mano.

—Aunque ella no quiera venir, hazlo tú. Verás cómo juego, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

De regreso en el café, Emilio le preguntaba a Barbara qué pensábamos hacer ese día.

—Ir al mercado —dijo—. Pasear por Mérida.

—¿Y mañana? —insistió—. ¿Qué hacéis mañana?

—Hablábamos de ir a Chichén Itzá —vaciló—. Pero está lejos.

—Yo os llevaré —se ofreció Emilio—. No hay problema. Llevaré hamacas para vender.

¿De acuerdo? —Barbara se echó a reír, pero Emilio no se dio por vencido—. Te diré qué haremos. Si queréis ir a Chichén Itzá, mañana por la mañana nos encontramos aquí. Yo os llevaré. Lo pasaremos bien. —Sonrió, mostrando el diente de oro.

Terminamos el café, y Emilio y Marcos se marcharon al zócalo a vender su mercadería.

Barbara y yo fuimos al mercado, y para llegar seguimos la calle 60, de calzada y aceras estrechas. Todas las calles eran angostas. Las casas y los comercios se apretujaban contra la calle, pared contra pared, presentando un sólido frente al mundo.

Abrimos una puerta y entramos en un recinto colmado de conversaciones masculinas y olor a cerveza. Un joven de pie en la entrada nos sonrió, pero no le devolvimos la sonrisa.

Sí sonreíamos a los niños, a las mujeres, a los perros… Los pequeños se mostraban cordiales, los perros y las mujeres, no.

Un hombre de mediana edad vendía cocos en un carrito. Le observamos perforar el extremo de una cascara, pinchar la fruta redonda y blanca e introducir una pajita.

Compramos un coco cada una y bebimos la leche dulzona mientras andábamos.

Reconocí el mercado, pero no el trayecto entre el hacinamiento depuestos. Echamos un vistazo por los largos pasillos que conducían a la oscuridad. En la penumbra que se producía allí donde no llegaba la luz del sol vi cajas de fruta y verdura, jaulas de pollos y carne colgada. Barbara consultó su guía turística y me llevó hasta el lugar donde se vendía la ropa. Quedaba en un extremo del mercado iluminado por el sol. Cada puesto resplandecía de mantones, vestidos, camisas, faldas.

—Me gusta éste —dije a Barbara, señalando un hermoso mantón de color burdeos con un motivo de flores pintadas.

La mujer que entendía el puesto nos saludó, sonriente y calculadora. Llevaba pendientes de oro que hacían juego con los dientes y parecía fascinada por mi cabello y decidida a venderme el mantón. Regateé en mal español, y creo que terminé pagando demasiado por la prenda. Barbara compró un vestido blanco bordado a cuadros azul oscuro. Ya eran más de las tres cuando nos encaminamos al hotel.

—Es hora de dormir la siesta —propuse.

—Detengámonos en la catedral —replicó Barbara—. Nos queda de camino y estará fresco.

Puse una moneda en la mano de la mendiga que estaba en el arco de la entrada. Me bendijo con la señal de la cruz.

El interior era oscuro y frío. Por las ventanas altas y octogonales se filtraba la luz.

Varias columnas blancas se elevaban hasta un techo abovedado, trabajado con piedra tallada que no podía apreciarse en la oscuridad. Al final del pasillo pendía cansado de la cruz un Cristo enjuto. En los bancos delanteros unas ancianas se postraban de rodillas.

Atrás, un pequeño hacía cuentas en un cuaderno escolar.

Alrededor del recinto deambulaban algunos turistas. Vacilé apenas puse el pie adentro.

Me sentía incómoda; no era la inquietud que uno siempre experimenta al entrar en una iglesia desconocida; era cierto rechazo a acercarme a la figura de Cristo. Pero Barbara ya había comenzado a andar por una de las naves laterales, y la seguí.

Sobre las paredes de piedra blanca se veían placas que representaban los sufrimientos y la muerte de Cristo. No me detuve a contemplarlas. Recordé la observación de mi madre de que el Cristianismo era una religión de sacrificios humanos y me sentí obligada a darle la razón. A mitad de la nave hice una gran pausa para observar una estatua elaboradamente ornamentada de la virgen María. Sobre una mesa pequeña emplazada ante la estatua ardían unas cuantas velas, y el aire estaba cálido y cargado de aroma a incienso y a cera derretida. La luz de las velas titilaba sobre los ropajes de madera tallada de la virgen María.

Las manos de María se extendían generosas; su boca se curvaba apenas en una sonrisa. Pero en su expresión había algo que no encajaba. El artista que había pintado los rasgos había dado a su piel un tinte varios tonos más oscuro que el habitual blanco pálido. Los ojos eran oscuros, capturaban las sombras. Carecía de la delicadeza que había visto en otras representaciones de la Madonna; los rasgos parecían más indios que españoles. Parecía mayor que la célebre doncella María. Mayor y más sabia. Su sonrisa delataba cierto saber.

La luz de las velas arrojaba sombras espiraladas sobre sus mejillas, y la frente resultaba curiosamente aplanada. Ahora sentía el incienso con más nitidez: era un olor intenso y resinoso, como el del pino al arder. El mismo aroma que había notado esa noche en la choza de mi madre. La Madonna me observaba desde las sombras. Se había rodeado de penumbra y las velas no bastaban para que la viera con claridad. La reconocí entonces: era el mismo rostro que el de la estatua de piedra que me había mostrado mi madre en su choza.

Me sentí mareada y el estómago me dio vueltas. Aparté la mirada del rostro, di un paso atrás y me apoyé en el extremo de uno de los bancos para no caer. Cerré los ojos y aguardé a que pasara la náusea.

Los abrí sólo cuando volví a sentir el suelo firme bajo mis pies. La Madonna miraba por encima de mi cabeza, y su expresión irradiaba una aceptación benigna. No me observaba. Ese rincón de la catedral estaba tan bien iluminado como el resto.

Me apresuré a unirme a Barbara al otro lado de la iglesia. Se encaminaba hacia la puerta. Cuando salimos al sol me sentí inmediatamente mejor. Puse otra moneda en la mano de la mujer y recibí su bendición una vez más.

—Estás pálida —dijo Barbara—. ¿Te encuentras bien?

—Me mareé un poco adentro. Fue sólo un minuto.

—¿El contacto con los turistas?

—Tal vez. Ya me siento mejor.

—Te repondrás después de una siesta.

El aire de nuestra habitación estaba cargado, pero más fresco que fuera. Barbara puso el ventilador a alta velocidad, se deshizo de la ropa y se arrojó a la cama.

—La siesta… —exclamó, me dio la espalda y cayó dormida de inmediato.

Permanecí despierta mucho rato, viendo girar las paletas del ventilador, y oyendo la rítmica respiración de Barbara.