Esa noche, durante la cena, Maggie se sentó al lado de John y mantuvo una animada conversación sobre pollos y tomates guisados. Presumí que se había peleado con Carlos y me pregunté cuánto tardarían en reconciliarse. Diane y Barbara hablaban tranquilamente sobre el libro que leía Diane.
—Hoy he estado leyendo acerca del calendario maya —me dijo—. Parece bastante confuso: veinte días son un mes; dieciocho meses, un año; veinte años un… —se detuvo—. Lo olvidé.
—Un katún —la ayudé—. Pero las cosas se ponen peores aún. Al parecer has estado leyendo sobre los largos períodos. Pero también está el haab, un ciclo de trescientos sesenta y cinco días divididos en dieciocho meses, con cinco días finales de la mala suerte. Está el tzolkin, un ciclo de doscientos sesenta días divididos en trece meses. Y luego está el ciclo de los katunes, que se repite cada doscientos cincuenta y seis años.
Pero no debes preocuparte por los nombres y los números. Lo que sí debes es comprender el propósito. El calendario les permitía a los mayas seguir los ciclos del tiempo y predecir el futuro a partir del conocimiento del pasado. Lo que sucedió en una época en particular volverá a suceder cuando regrese el tiempo. Si el último katún ocho fue un katún de discordia y revueltas, éste lo será también. El h’men, sacerdote maya, puede determinar qué dios influye en cierto día particular, y ya que conoce los dioses, puede predecir qué sucederá en esa ocasión. Puede aconsejarte si en un día en particular debes esperar buena o mala fortuna, si es propicio para la siembra del maíz, o para cazar, o para ofrendar incienso. Los mayas buscaban esquemas.
Diane asintió, y sonrió de forma extraña. Nos encontrábamos en una pequeña isla de silencio. Tony hablaba con Robin, Carlos observaba el coqueteo de Maggie, con rostro inexpresivo; Barbara escuchaba sin formular comentarios.
—Tiene cierto sentido —comentó Diane—. Creían que para entender el futuro había que conocer y comprender el pasado…
—Sí —repliqué lentamente—. Supongo que sí.
Volvió a asentir y no habló más del tema.
Después de cenar me quedé en la plaza bebiendo café. Barbara conversaba de sus planes de inspección de Tony. Éste asentía con aire concentrado y fumaba en pipa. Diane se había trasladado al otro extremo de la plaza. Estaba sentada en una silla plegable, cara a la débil luz del crepúsculo. Leía un libro de tapa dura: alguno de los textos de Barbara sobre los mayas.
Me encontré observando a mi hija. Había estado nadando en el cenote antes de cenar, y se había peinado el cabello hacia atrás para que se secara. Caía en cascada sobre sus hombros. Sus manos, suaves y esbeltas, sostenían el libro ante sus ojos; cada uña tenía una forma perfecta. Se inclinaba hacia adelante, y el cuello abierto de su camisa dejaba ver los fuertes músculos del cuello. Levantó una mano hacia la cabeza para aportar un mechón que caía, y noté sus músculos flexibles y torneados.
Miró hacia mí y me sorprendió observándola. Sus ojos se abrieron y por ellos cruzó una sombra de duda, pero sonrió. Creo que lo hizo como defensa, que usó la abierta vulnerabilidad de su sonrisa como escudo, del mismo modo que un cachorro mueve el cuello ante un perro más fuerte. La sonrisa era una oferta de paz, antes de que comenzara el conflicto.
En la otra mesa había comenzado el inevitable juego de cartas. Maggie, Robin y Carlos se repartían la baraja. Carlos no participaba. Seguía sentado a la mesa de la cena, y fumaba un cigarrillo con aire pensativo. No me cabía duda de que era una pose estudiada. Sostenía el cigarrillo sin fuerza y se hallaba reclinado en la silla, con la camisa blanca abierta y la cabeza hacia arriba para contemplar el cielo.
Oí el golpeteo de las cartas contra la mesa, el suave murmullo de la conversación, y vi cómo Carlos cruzaba la plaza en dirección a Diane. Se detuvo a su lado y apoyó una mano sobré su hombro. No pude oír qué le decía. Diane inclinó la cabeza ligeramente a un lado y se reclinó contra el respaldo de la silla. No me gustaba la forma en que Carlos sonreía a mi hija. Carlos jamás me había gustado mucho.
—Tony —dije en voz baja mirando a la mesa. Conversaba con Barbara, pero levantó la vista ante mi llamada—. ¿Qué te parece hacer algunos cambios en las asignaciones? John podría valerse de la ayuda de Carlos durante unos días en el sector del sudeste. Los montículos de las viviendas quedan algo lejos de la otra excavación. Y me imagino que si Diane está ayudando a Barbara en los recorridos de inspección, ésta contará con suficiente ayuda.
Barbara me lanzó una mirada especulativa, y luego asintió.
—No lo echaré de menos.
Tony siguió mi mirada hacia donde estaban Diane y Carlos, y dijo:
—¿Quieres que Diane siga en la inspección?
Asentí. Hizo tintinear el hielo contra el vaso y se mostró de acuerdo.
—Me sorprende no haber notado antes que el cambio era necesario. Carlos reía y volvió a posar la mano sobre el hombro de Diane. Tony se puso de pie, y llevó el vaso consigo.
—Se lo diré a Carlos —profirió, y se dirigió hacia la pareja. Lo observé unirse a ellos, acercar una silla y acomodarse como si pensara quedarse un rato. Tony lo manejaría bien. Sabía cómo tratar a la gente. Observé por un momento mientras Tony hablaba con Carlos. Éste frunció el ceño, pero luego asintió. No pude ver la expresión del rostro de Diane.
Esa noche trabajé en mis notas para el próximo libro. La choza era opresivamente sofocante, a pesar de haber mantenido la puerta abierta para dejar que la brisa crepuscular la refrescara. Trabajaba a la luz de un pequeño candil, que por su escaso resplandor no atraía muchas polillas. Escribía en mi máquina, una Olivetti compacta que me había prestado buenos servicios durante los pasados cinco años. Y mientras lo hacía, la mesa de madera tambaleaba y la vela titilaba. Ya había terminado mi descripción de Zuhuy-kak cuando advertí la figura que yacía de pie en las sombras, justo detrás de la luz del farol. Me acomodé en la silla para verla. En la penumbra, distinguí el nácar blanco que adornaba su cabello y el cinturón. Encendí un cigarrillo con la colilla del que acababa de terminar y la saludé en maya en voz baja. No respondió. Permaneció en las sombras.
Sentí un aroma cálido y resinoso, como el de un leño en brasas.
—Soñé contigo —le dije—. Soñé con el día en que te arrojaron al cenote de Chichén Itzá.
—No sabía que las sombras soñaran —comentó. Avanzó un paso hacia mí y se detuvo al borde de la luz del farol. Miraba en mi dirección pero no creo que me viera con claridad.
Levantó una mano, para proteger sus ojos de la luz.
—Sueño —le dije.
Sacudió la cabeza, como para despejarla.
—Tuve enemigos —dijo en voz suave, como si hablara para sus adentros—. Después de que llegaran los ahnunob tuve muchos enemigos. Sabía demasiado, ¿sabes? Era muy poderosa. Los h’menob de la nueva religión no veían bien que una mujer supiera tanto. —Sus dedos buscaron la concha de nácar que tenía en el cinturón, como buscando consuelo.
Eso me permitió ubicarla en el tiempo: reconocí la palabra ahnunob como parte de los Libros de Chilam Balam. Significaba «los que hablan nuestro idioma de forma entrecortada», y se refería a los toltecas del norte de México, que invadieron el Yucatán alrededor del 900 d. C. Hasta donde uno podía afirmar basándose en los registros arqueológicos, los invasores habían desplazado a la nobleza maya y modificado la religión incorporando al panteón maya a Kukulcán, la serpiente emplumada, y a otros dioses. Los invasores habían tomado Chichén Itzá como punto central.
—Yo servía a Ix Chebel Yax, diosa de la luna y del mar, protectora de las parturientas y de los locos; la que arquea el arco iris y la que trae las lluvias. —Una de las manos de Zuhuy-kak acariciaba la suave superficie interna de la concha—. Cuando llegaron los ahnunob, tomaron mi templo. Rasgaron los relieves que honraban a la diosa y los sustituyeron por serpientes que se ondulaban y enroscaban alrededor de los arcos. —Una mano aferró la concha como si fuera un garrote. Permaneció tanto tiempo en silencio que pensé que volvería a hundirse en la oscuridad.
—¿Cómo es que te entregaron a los dioses? —le pregunté, tratando de atraer su atención, de que siguiera hablando.
Alzó la cabeza con gesto altivo y enderezó los hombros, y parecía un viejo general recordando lides pasadas.
—Los h’menob no podían matarme. Temían la mala suerte. Pero dijeron que yo era uno de los mensajeros elegidos de los dioses. Escogieron doce que visitarían la fuente; sólo uno habría de sobrevivir. Uno regresaría con la profecía del katún próximo, del katún 10.
Contemplaba la distancia, sin percatarse de mi presencia.
—Fue un largo viaje: siete días a pie hasta Chichén Itzá. El día llamado Cimi, las mujeres me prepararon. Me ungieron la piel con tintes azules, me vistieron con un manto de plumas, y entrelazaron mi cabello con plumas de quetzal.
Caminé desde el sector de las mujeres hasta la boca de la fuente. A diestra y siniestra caminaban los sacerdotes de los ahnunob, y sus cálidas manos contra la piel de mis brazos. La multitud se abría ante nosotros, y nos seguía el humo de los incensarios. El son del tunkúl nos señalaba el camino.
Algunos de los elegidos lloraban. Un esclavo de Palenque gemía con un lamento plañidero. La hija de un noble venido a menos se condolía con sollozos entrecortados que subían y bajaban, se detenían, y volvían a comenzar otra vez. También recuerdo a un hermoso jovencito, un esclavo. Había bebido el balche que los h’menob nos ofrecieron.
Se inclinaba ante el sacerdote que tenía a su lado mientras andaba y cantaba una tonada infantil que seguía el ritmo de las sonajas de caparazón de tortuga. Yo caminaba detrás de él, escuchando su cantar, sin decir palabra. Los h’menob nos condujeron al borde del estanque y nos arrojaron.
Cesó de hablar, como si recordara el aullido de la multitud. Afuera, se oía el suave susurro de las hojas de palmera, frotándose unas con las otras.
—Caí durante largo tiempo. —Mecía la concha de nácar entre las manos y deslizaba el dedo por el terso borde lustroso. El interior de la valva era rosado y suave como la piel de un niño—. El murmullo de la multitud se convirtió en el roce del viento contra mi cuerpo, que me arrancaba el manto, que desataba de mi cabello las plumas de quetzal y las dispersaba por los aires. Entonces, el agua helada me envolvió. Recuerdo haber subido a la superficie como una burbuja, y que una pierna me dolía insoportablemente. —Cambió de posición, como si evocar el dolor la afectara. Su voz había adquirido una cadencia musical—. Durante un tiempo floté sobre la superficie entre los reflejos de las nubes. Durante un tiempo escuché gritar a alguien, creo que a uno de los esclavos, pero el gemido se hizo más y más débil, hasta que cesó por completo. El agua fría me adormecía la pierna, y quedé flotando en el cielo entre las nubes, pensando en la profecía para el año siguiente. Escuchaba el tunkúl y las sonajas y el griterío de la muchedumbre, que se acercaba hasta mí desde la tierra, mucho más abajo.
»Los h’menob no esperaban que sobreviviera. Les habría gustado retirar de las aguas a cualquiera de los demás: al esclavo, a la joven de la nobleza, al hermoso jovencito… Pero a los demás no les había sido deparado el placer de flotar en los cielos. Sus lamentos habían concluido y sólo quedaba yo. Al mediodía, cuando el sol se alzó sobre el borde del estanque, levanté mis manos y le di la bienvenida. Los h’menob me retiraron del agua, a regañadientes, pensé, y con bastante rudeza, teniendo en cuenta la santidad que había adquirido.
»Ya sabía la profecía para el año siguiente, y sonreí al decirla: “Ríndanse, hermanos mayores, y hermanos menores. Sométanse al destino infeliz del katún que vendrá. Deben abandonar las ciudades y dispersarse por los bosques. Deben derribar los monumentos y no erigir otros en su lugar. Tales son las palabras para el katún que vendrá”. —Su voz había crecido y era poderosa como un viento feroz que arrastrara la lluvia por delante—. Les dije: “Sométanse al destino infeliz. Si no lo hacen, serán apartados de la tierra que pisan sus pies. Si no se someten, mordisquearán los troncos de los árboles y las hojas de los arbustos. Sobrevendrá tal peste que los buitres harán nido en las casas. La tierra será sacudida por un terremoto. Se escucharán truenos en el cielo sin que caiga una gota. El polvo se apoderará de la tierra, las plagas azotarán los suelos, no quedará hoja tierna, y la gente vagará por el monte”.
Sonreía cuando se volvió para mirarme.
—Hablé en voz alta para que la multitud pudiera escucharme. Y los h’menob me envolvieron en suaves ropajes y me llevaron deprisa al palacio donde vivían las mujeres santas. Creo que me desvanecí por el dolor que sentía en la pierna, y por eso no recuerdo el trayecto hasta la casa de las mujeres. Desperté en un lecho mullido. Me asistía una doncella atemorizada que me cuidaba con ternura y atenciones pero que no me dirigía la palabra. Los h’menob vinieron y me hablaron, y les volví a transmitir la profecía.
Enderezó los hombros, aún sonriendo.
—Llevó tiempo para que mis palabras llegaran a oídos de todos. Los h’menob suavizaron la profecía, pero no pudieron negarla ni destruirme, pues cualquiera de las dos cosas habría deparado mala fortuna. Así que la gente comenzó a marcharse de la ciudad, a internarse en los bosques. Los alfareros derribaron las estatuas que habían erigido, los albañiles abandonaron sus herramientas y dejaron los templos sin terminar. Los labriegos se marcharon, entonces no hubo quién cuidara los campos, y sobrevino el hambre. Y la peste. Una ciudad tarda en desmoronarse. Pero sucedió. En éste y en otros centros. Mis enemigos fueron destruidos porque intentaron destruirme. Ésa fue la orden del katún. Tal fue lo que Ix Chebel Yax dijo que sucedería.
Se echó a reír y el sonido fue como el batir de las ramas bajo el viento furioso.
—Los h’menob dijeron que estaba loca. Estaba loca por haber dicho palabras que no deseaban escuchar, por no haberme dejado controlar. No podían pasearme como a un perro amordazado. Y por eso dijeron que estaba loca.
El imperio maya fue destruido y las ciudades, abandonadas por la profecía iracunda de una diosa vengativa.
—Tú sabes que no estoy loca —aseveró—. Tú y yo nos comprendemos. Tenemos mucho en común.
Alguien golpeó el marco de mi puerta.
—Tuve enemigos… —repitió Zuhuy-kak suavemente.
—¿Liz? —reconocí el tono inquisidor de mi hija.
—Sí. —Zuhuy-kak se había ido, se había desvanecido en las sombras—. Pasa.
Diane se detuvo apenas traspuso el umbral; parecía no estar segura de ser bienvenida.
Llevaba aún el cabello alrededor de los hombros y a la luz del farol los ojos parecían inmensos. Tenía el aspecto de un niño perdido vagando por la oscuridad.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté.
—No podía dormir —se excusó—. Vi tu luz. —Se encogió de hombros, y luego olisqueó el aire—. ¿Qué es ese olor?
Noté que todavía olía a incienso.
—Cera de la vela —atiné a decir—. Y un dejo de loción insecticida.
—Saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí.
Seguía de pie ante la puerta, incómoda.
—Siéntate —le dije.
Se acomodó torpemente en un extremo de mi baúl.
—Me siento inquieta. A veces me sucede. Si duermo cuando estoy así, tengo pesadillas. —Otra vez se encogió de hombros—. Así que no fui a dormir. ¿Por qué estás despierta todavía?
—Ya me iba a acostar. Después de este cigarrillo.
—No quería interrumpirte. Quiero decir que si estabas trabajando en algo…
Balbuceaba ligeramente. Había estado bebiendo con Tony. Eso explicaba por qué había tenido la valentía de venir a visitarme, a pesar de la incomodidad que le impedía sentarse si no la invitaba expresamente.
—No hay problema. ¿Barbara ya se ha acostado?
—Hace un rato. Todo el campamento parece estar en silencio.
—Cuando eras pequeña no te gustaba estar en sitios desconocidos —dije, sorprendida por el súbito recuerdo—. Llorabas dondequiera que fuéramos. Y de niña solías tener pesadillas.
Se levantaba por las noches y en su camisón de franela parecía más diminuta aún. Yo la llevaba de regreso a su cama, la acunaba, me acurrucaba a su lado y oía el ir y venir de su respiración.
Diane hizo un gesto de incertidumbre, y se inclinó hacia delante.
—Sigo teniendo pesadillas. Siempre me cuesta dormir en una cama nueva. Al llegar a la universidad estuve un mes entero con insomnio. Se lo comenté a papá y me recetó píldoras para dormir. No las tomo a menudo.
—Robert siempre prefirió los remedios externos —dije con sequedad—. Siempre trataba el síntoma, jamás la causa. —Me detuve, di una calada al cigarrillo y observé el rostro de Diane.
—¿Cuál es la causa? —inquirió.
—Si lo supiera, yo también dormiría mejor. Asintió, mirando la oscuridad, y evitando mi mirada.
—Dime… —comenzó, se detuvo y volvió a intentarlo—. Dime cómo empezaste a volverte loca.
La choza estaba en silencio. Era un silencio cristalino que parecía a punto de resquebrajarse. Un pozo de oscuridad se había tendido a sus pies.
—Robert decía que estaba loca —respondí en voz baja—. Jamás estuve de acuerdo.
—¿Entonces crees que no lo estuviste?
—Opino que muchas personas que llamamos insanas sólo están en el sitio incorrecto en el momento incorrecto. —Me encogí de hombros—. Me oponía a las normas de la sociedad, y por eso Robert me definía como loca. Aquí nadie me llama loca. —La estudié bajo la pálida luz. Tenía el rostro vuelto hacia el suelo y el cabello ocultaba su expresión—. ¿Por qué lo preguntas? —Quería acercarme a ella, tomarla del hombro y acariciarle el cabello, pero no pude conseguir moverme.
—Creo… antes de partir pensé que me estaba volviendo loca. Pensé que era una locura venir hasta aquí. —Su voz era grave—. Cuando papá murió y renuncié a mi trabajo, no sabía qué hacer. No dejaba de caminar y caminar. Iba de una habitación a la otra, y llevaba y traía cosas de los estantes a la mesa, y de la mesa a los estantes.
Caminaba y caminaba, sin ningún propósito en especial. —Una de sus manos frotaba la otra, rascando una picadura de mosquito y levantando una roncha roja—. Pensé en quitarme la vida, con tal de poder descansar.
Di una larga calada al cigarrillo.
—Cuando Robert me internó, los doctores tuvieron que curarme los pies. Tenía llagas infectadas, en las plantas y a ambos lados de los pies. Los doctores me preguntaron por qué no había dejado de caminar cuando comenzaron a dolerme. —Me encogí de hombros—. Quería irme y no podía. Caminar me parecía una reacción razonable.
Me miró y dijo:
—¿Venir hasta aquí ha sido una reacción razonable para mí?
—Supongo que sí —le dije.
Lanzó una sonrisa tímida.
—La noche anterior fue la primera vez que dormí en semanas. Soñé, pero pude dormir toda la noche.
Miré el reloj que había sobre un estante. Las agujas luminosas indicaban la medianoche.
—Iré contigo hasta tu choza —dije—. Mañana tendrás que salir de inspección temprano.
Asintió lentamente pero no se movió.
—Tú y Tony echasteis a Carlos de mi grupo.
—Sí —comenté—. Pensamos que Barbara ya tenía suficiente gente y que John necesitaba algo más de ayuda.
Su expresión no varió.
—Quiero decirte algo: he cuidado de mí misma durante mucho tiempo. No soy ninguna estúpida.
—Lo sé. Yo…
—No es que no aprecie tu preocupación. Pero me haces sentir como una tonta. —Observaba mi rostro.
—No era ésa mi intención. No pude leerle en los ojos.
—Muy bien.
—Te acompañaré hasta tu choza.
—No hace falta —se defendió—. Sé cómo llegar. —Desapareció tras la puerta y me dejó sola con las sombras.
Tony y yo fuimos hasta la Estructura 701 el martes por la mañana. Caminábamos lentamente, y las sombras de las mujeres mayas se cruzaban por el camino. Llevaban ofrendas al templo: cestas llenas de maíz, vasijas de balche recién fermentado, ropas tejidas, pellejos curados de ciervo… Sin duda eran preparativos para alguna fiesta. Traté de espiar a dos ancianas que conversaban sobre el mal comportamiento de sus vecinos, particularmente sobre el mal manejo de los asuntos domésticos que hacía una mujer.
Pero las mujeres hablaban rápido, y Tony no dejaba de interrumpirme con comentarios sobre el tiempo y la excavación, y no pude seguir la conversación.
Las sombras se desvanecieron cuando llegamos a la plaza. El sol se hacía sentir. Los tres obreros que habían retirado la piedra de su lugar estaban de pie a la sombra, fumando y bebiendo agua de un calabacín mientras Tony y yo nos agachábamos ante la laja vuelta de lado, cepillando el polvo seco, adherido a la superficie de la piedra. Por abajo, la laja estaba tallada con una serie de jeroglíficos.
Las piedras de los cuatro lados del área que había cubierto la losa parecían haber sido paredes. El centro era un montón de guijarros y material de relleno.
—Apuesto a que es un pasadizo, intencionadamente obstruido. —Miré a Tony—. Que conduce a un sepulcro lleno de vasijas, jade y artefactos de obsidiana.
—Supongo que querrás algunos hombres de los montículos de las viviendas para proseguir con la excavación…
—Supones bien… Frunció el ceño.
—Máscaras de jade —imaginé—. Discos de oro batido. Vasijas dentro de un contexto conocido.
—Una cámara vacía y muchísimo tiempo perdido —predijo sombríamente.
Busqué mi amuleto de la suerte en el bolsillo.
—Lanzaré la moneda al aire. Si es cara, tomaré dos hombres de los montículos y los del grupo de Salvador. Si es cruz…
—Olvídalo —dijo, meneando la cabeza—. Cuando arrojas una moneda, siempre pierdo. Si no la hubiera arrojado yo mismo, diría que es una engañifa. —Hizo un gesto de impotencia—. Llévate a los hombres y veremos qué encuentras.
Le sonreí.
—Eso sí que es una buena idea…
Por la tarde caminé hasta la estela caída y elaboré planes para levantarla. Ese proyecto requeriría equipo adicional y obreros que en ese momento estaban excavando en los montículos de las viviendas. Tony protestaría, pero lograría convencerlo.
Esa noche trabajé junto a Tony descifrando los jeroglíficos que había copiado de la superficie de la laja que había cubierto lo que yo insistía en llamar la tumba. Los jeroglíficos citaban una fecha que, según el período largo de los mayas, correspondía al año 948, alrededor de la época en que el pueblo había abandonado la ciudad. Eso concordaba con la historia de Zuhuy-kak.
Los hombres comenzaron la excavación y yo me senté a hacer lo que más difícil me resultaba: aguardar hasta ver qué encontrábamos.