«Las ruinas jamás hablan, salvo que nuestra mente les dé poder magnético, les dé fuerza. Por esta razón, no debemos confundirnos creyendo que el espíritu, que las sombras del mal son las que nos atemorizan… las que nos dan muerte. Uno es quien se atemoriza a sí mismo; no las sombras».
Eduardo el curandero,
palabras de un curandero peruano.
A las seis de la mañana el aire ya estaba caliente. Las lagartijas tomaban el sol sobre las piedras, y cuando nos acercábamos se apartaban un metro y luego se detenían otra vez a observarnos.
Barbara indicaba el camino y yo andaba a su lado, luciendo el sombrero que mi madre me había regalado. Carlos, Maggie y Robin seguían nuestros pasos.
—Estamos caminando sobre la historia —reflexionó Barbara, plantando una bota sobre la tierra que se extendía bajo nuestros pies—. Éste es un sendero de piedra caliza, construido por los mayas. Abrieron kilómetros de rutas por todo el lugar. Dios sabrá por qué. Comercio, ceremonias religiosas… —Se encogió de hombros. Sus gestos y forma de hablar me recordaban a alguien pero aún no sabía a quién. Luego me acordé de la caminata que había hecho junto a mi madre por el Templo de las Siete Muñecas. Barbara había adoptado el mismo estilo sucinto: abreviado y concreto—. A los caminos los llamaban sacbeob. En singular es sache. En plural, sacbeob. Este sendero es nuestra línea de referencia para realizar la excavación.
Los árboles crecían tupidos a cada lado. A nuestros pies se amontonaban pastos y malezas pero, comparado con el monte que nos rodeaba, el camino era despejado.
Al igual que mi madre, Barbara no esperaba a que yo le preguntara. Daba por hecho mi interés.
—Las inspecciones aéreas no sirven de nada aquí —comentó—. Lo único que te aportan es una hermosa vista de las copas de los árboles. La única forma de trazar mapas de la región es caminar y familiarizarse con cada árbol, roca, insectos y espinos.
Esta ruta va hacia el este. Estamos explorando el cuadrante que se extiende desde aquí hasta una línea que corre por el sur. Eso significa que tendremos que recorrer cada metro cuadrado y anotar cada ruina, montículo y monumento. Y tal vez tomar muestras de algo que nos parezca prometedor.
—¿Y luego qué?
—Luego pienso formular una teoría a partir de lo que encuentre, obtener mi doctorado y hacerme llamar doctora Barbara. —Se detuvo al lado de un árbol marcado con un cuchillo y esperamos a que llegaran los demás. Entonces, se internó en el monte, siguiendo lo que parecía una senda de animales que conducía a otro árbol marcado.
Tal como Barbara me lo describió, el procedimiento de la inspección era muy simple. El grupo se dispersaba, y cada uno avanzaba a una distancia de veinte pasos. Carlos iba al final de la hilera y Barbara al comienzo. Carlos hacía una señal en los árboles a medida que los dejaba atrás, y Barbara seguía las marcas que habían sido hendidas la jornada anterior. Debíamos seguir la brújula rumbo al este. Barbara me enseñó a utilizarla y me ubicó en mitad de la hilera.
Era una tarea pegajosa, calurosa y aburrida: abrirse paso por el monte, sortear ramas, trepar por las rocas, lanzar un grito cada vez que uno veía algo interesante y luego esperar a que Barbara apuntara cuidadosamente el sitio en su mapa. Los primeros tres montículos que hallamos ya habían sido registrados por el grupo de la Universidad de Tulane hacía varios años, pero Barbara metódicamente comprobaba la localización y anotaba ligeras correcciones.
Las moscas revoloteaban frente a mis ojos, bailoteando y zumbando. Eran un estorbo constante. Avanzaba pesadamente bajo el calor, escuchando el chirrido de los insectos, el rumor de los animales y aves, el sonido de los pasos, el ocasional topetazo cada vez que alguien se llevaba por delante una rama oculta y las imprecaciones que se sucedían de inmediato. A intervalos regulares, los sonidos del monte se veían interceptados por el impacto sólido del machete de Carlos contra los árboles inocentes. Me rasguñé varias veces antes de aprender a evitar las espinas. Me costó mucho saber distinguir las hileras de rocas que según Barbara señalaban los lugares donde antaño se habían levantado paredes, y los montículos donde alguna vez hubo chozas o templos.
A medida que el día se tornaba más sofocante, la conversación decaía. Incluso cuando esperábamos a que Barbara completara sus anotaciones sobre el mapa, nos manteníamos en línea, nada dispuestos a movernos para tener que regresar luego a nuestra posición. Las mañanas siempre eran calurosas; a media mañana, la temperatura era bochornosa. A eso de las once, al lado del montículo más grande que habíamos encontrado hasta entonces, Barbara hizo un alto para almorzar.
Nos sentamos bajo la escasa sombra de una ceiba, sin apenas hablar. Bebimos agua y comimos las tortillas de maíz y el queso que María nos había preparado. Maggie seguía enfadada con Carlos, al parecer. Ella y Robin se sentaron a cierta distancia de nosotras, compartiendo el almuerzo y riéndose entre ellas. Carlos intentó iniciar una conversación con Barbara y conmigo, pero Barbara lo ignoró y yo estaba demasiado cansada para enfrascarme en una charla.
Me recosté contra el tronco macizo de un árbol y, mareada por el calor, dejé que mis párpados se cerraran. Qué sitio tan pacífico, pensé. Aún seguía cansada de mis noches de insomnio en Los Ángeles, y por primera vez en varias semanas disfrutaba de un momento de paz. Me relajé.
El árbol que tenía a mis espaldas emanaba un aroma intenso y dulzón, como el humo del incienso que arrastra la brisa. A lo lejos, un pájaro lanzaba una nota prolongada, grave y hueca, como el sonido que hace un niño al soplar por el cuello de una botella. El trino concluyó, luego volvió a sonar, y fue un tono vacío, como un diapasón. El zumbido de los insectos pareció crecer más y más, como en respuesta al trino del ave. Una brisa cálida me abanicó el rostro, y el aroma dulzón se hizo más intenso.
Soñé que oía voces, voces extrañas. En la íntima oscuridad que se cernía bajo mis párpados cerrados, oía voces pero sin comprender el lenguaje en que hablaban.
Abrí los ojos, pero seguía soñando. Frente a mí, un templo de ladrillos de caliza tallada brillaba bajo el sol de la tarde. Entrecerré los ojos por el reflejo de luz.
Las voces prosiguieron, murmurando suavemente en un idioma extranjero. Vi a dos hombres, de pie bajo la luz resplandeciente. Miraban una laja de piedra tallada. Vestían con taparrabos blancos y en los torsos desnudos lucían tatuajes intrincados con motivos de grandes espirales, que parecían las olas de un mar turbulento. A sus pies, un incensario con forma de gato acuclillado. De la boca del gato salían blancas volutas de humo, que tras surcar los filosos dientes se perdían en la brisa.
En cierto modo y con la certeza de quien sueña, sabía que los hombres representaban una amenaza para mí. No me agradaban. En sus rostros había algo de crueldad. No sonreían, y sus voces eran duras, abruptas.
Me senté muy quieta, sin moverme siquiera para apartar el sudor de mi frente. Si permanecía inmóvil tal vez no me vieran, tal vez lograse escapar. Sentí el mismo pánico que me había invadido aquel día en el balcón de mi padre.
Una gota de sudor resbaló por mi frente y se me introdujo en los ojos. Parpadeé y los hombres desaparecieron. Sus voces ya no se oían. El templo ya no estaba. Estaba sola, sentada bajo un árbol y mirando la luz del sol que se filtraba entre las hojas delgadas. Un árbol retorcido crecía allí donde habían estado los hombres. En su base había un tronco caído, cubierto de enredaderas y arbustos espinosos.
Desorientada, fui hasta donde había visto a los hombres. El aire era cálido y sofocante como el de un altillo cerrado. Las moscas zumbaban, titilando como puntos negros ante mis ojos. El sudor me corría por la espalda, y la camisa se me pegaba a la piel. Mientras me agachaba al lado de la forma que yacía bajo el árbol, se enganchó en mi camisa una rama errante, plagada de espinos y ávida de causar estragos.
Pero aquello no era un tronco caído. Las plantas rastreras habían cubierto por completo la superficie de un inmenso bloque de piedra caliza. Aparté con cautela una de las ramas y observé la roca tallada que había debajo. Miré a mi alrededor y reconocí a Barbara, que estaba hurgando entre los setos a un lado del montículo.
—He hallado algo aquí —anuncié.
Avanzó despacio entre las malezas hasta llegar a mi lado. Se acuclilló ante el bloque de piedra y utilizó el palustre que llevaba en la cintura para arrancar más enredaderas. Sin preocuparse por las espinas ni por los insectos negros que corrían bajo la luz repentina, cortó unas ramas y apartó otra hacia atrás. Alcancé a ver la superficie gastada de una laja tallada, enterrada entre la tierra y los escombros.
—Es una estela —dictaminó. Debí mirar a Barbara atónita—. Un monumento. Los erigían para conmemorar determinadas fechas: festividades religiosas, eventos históricos, sucesos astronómicos… Por lo general están talladas con jeroglíficos. En algunos lugares, como Chichén Itzá o Copan, hay docenas de ellas. Pero aquí sólo se descubrieron unas pocas.
La piedra se hallaba socavada por siglos de lluvias. Distinguí el perfil de un rostro, delineado por oscuros fragmentos de hojas en descomposición. Por todas partes reconocí restos de otros grabados.
—Traeremos a alguien para que la recoja —dijo Barbara—. Tal vez del otro lado esté mejor conservada. —Sonreía—. Buen trabajo. Esperaba encontrar algo que nos ayudara a ubicar cronológicamente esta zona, para saber si fue habitada en la misma época que el área central. Esto nos permitirá tener una idea de la población que vivió en este centro. —Se puso de pie y miró a su alrededor como si esperara hallar algo más—. En esto eres tan afortunada como tu madre.
Recorrimos el resto de la zona y no dimos con más monumentos. Maggie descubrió un tronco poblado de hormigas ponzoñosas. Y yo, otro repleto de espinas. Traté de olvidar a los dos hombres del sueño. No hubo nada más digno de mención. Durante el camino de regreso seguimos una línea transversal adyacente a la que habíamos recorrido a la ida.