—¿Quiénes son sus dioses? —La anciana despedía un olor rancio. Su atuendo era como un templo maya: capas sobre capas y más capas. Por los raídos agujeros de una chaqueta de pescador, color marrón, se veía asomar un suéter anaranjado de cuello alto. El dobladillo de una falda color burdeos ondulaba debajo de su vestido verde. Estaba vestida para un clima más cálido que el de Berkeley en primavera; se diría que podía enfrentarse a ventiscas del ártico. Se había dirigido hacia mí entre la multitud de curiosos que hurgaban en la librería de artículos usados, reconociéndome como una hermana paria, vagabunda—. ¿Quiénes son sus dioses? —Tenía la voz quebrada; una parodia de susurro confidencial. Se acercó y el olor a ropa sucia me envolvió.
Hacía un año que daba conferencias en la Universidad de Berkeley y me había ganado fama de ser entrometida, de no echarme atrás, de no claudicar. Pero cuando miré los ojos de la vagabunda —azules e inocentes, con el color y la luminosidad del cristal antiguo y resquebrajado— retrocedí.
—No sé —musité antes de huir a otra estantería de libros.
Me persiguió, sacudiendo el dedo con gran energía. Me conocen: estas criaturas extrañas con ojos cristalinos, que ven lo que los demás no advierten, me conocen.
—Lo siento —masculló el empleado que nos seguía. Hablaba para sí y para nosotras. Lamentaba tener que ser el que echara a la mujer—. Lo siento, pero usted está molestando a nuestros clientes. —Miraba a la mujer cargada de bultos, pero en cierta forma sentí que me incluía a mí como causante de los problemas—. Debo pedirle que se retire.
—No hace daño a nadie —vacilé con voz tan débil que ninguno de mis alumnos habría podido reconocer.
Demasiado tarde. La vieja se dirigía a la calle, mascullando y tirando de los suéteres que llevaba puestos. El empleado me lanzó una mirada dubitativa, y supe que se me consideraba una extraña, una mujer qué hablaba con la escoria humana que deambulaba por la Telegraph Avenue. Casi de inmediato, me alejé de la librería.
John, el alumno favorito de Tony, siempre me observó con un aire de duda que me hace recordar al empleado de la tienda de libros usados. No confiaba en John, ni él confiaba en mí.
Después del desayuno, Tony y yo nos quedamos conversando mientras tomábamos café. Diane se había ido de excavación y llevaba puesto su nuevo sombrero de ala ancha y una pródiga capa de crema para el sol que le había facilitado Barbara. Ésta parecía haber tomado a su cargo a mi hija: se aseguraba de que fuera correctamente vestida, le enseñaba a utilizar la brújula… Diane sonreía cuando se marchó. A la luz del día, los recuerdos de mi pasado parecían menos urgentes que durante la noche. Mi hija parecía feliz; conversaríamos, y la inquietud que se abría entre las dos acabaría por disolverse. Mi preocupación inmediata era un pasado de antigüedad considerablemente mayor.
Tony había asignado a John para que supervisara a los obreros que desmalezaban la zona donde se emplazaba la piedra; esa piedra que acaso escondiera una cámara subterránea. Yo había querido supervisar la operación por mí misma, pero Tony creía que había que permitir que esa tarea la hiciera un alumno.
—Deja que se diviertan un poco —me aconsejó.
John poseía el ardor de una feroz dedicación que no se veía complicada por la imaginación, ni por la avidez de especular. Era meticuloso, prudente y obsesivo por los detalles. Sus informes del monte eran dignos de mención por la cantidad de información que podía almacenar en una sola página de rasgos menudos y prolijos.
Tony me sirvió otra taza de café. No pensaba dejarme partir hacia la zona de excavación después del desayuno.
—Te entrometerás, te pondrás a dar vueltas, y harás todo lo posible por acabar con una gran sofoquina.
La mañana era demasiado calurosa para café caliente, pero ignoré la temperatura y bebí el contenido del pocillo, endulzado con un azúcar sin refinar que era del color y la consistencia de la arena de las playas de California. La leche condensada que vertí, como sustituto de la crema, le dio cierto gusto metálico.
—¿Cuándo me he metido en el medio? —pregunté. Sonrió y se reclinó hacia atrás.
—Ahorra energías —fue su consejo.
Incluso de joven, Tony había sido de movimientos lentos, aunque no perezoso; sabía trabajar con tesón si la situación lo requería. Pero siempre procuraba evaluar exactamente cuánto trabajo era necesario y cuánto podía evitarse. Consideraba cada problema cuidadosamente antes de actuar, sin desperdiciar un solo movimiento. Mi propia tendencia era abordar el problema de inmediato, e intentar diversos enfoques hasta dar con uno productivo. «Tú te abocas a un problema del mismo modo que un perro de ciudad persigue conejos» había dicho Tony en una ocasión. Tony esperaba a que los conejos se acercaran a él.
Dimos a John una hora de ventaja. Tal vez un poco más: Tony insistía en marchar rumbo al sudeste a un paso irritantemente lento. Llegamos justo cuando los obreros retiraban la última rama. John dirigía el trabajo, con su gorro de béisbol echado hacia atrás y un pañuelo atado al cuello. Tenía el rostro enrojecido de cansancio y del sol del día anterior. Por debajo de los brazos, el sudor le oscurecía la camisa. Tenía los brazos rasgados por las espinas.
Observé la piedra, ladeada. Medía un metro por un metro y un borde sobresalía unos ocho centímetros con respecto a la plaza, donde resquebrajaba la argamasa que la cubría. La depresión donde la piedra se hundía había quedado rellena de tierra.
—Acaso sea un chultún —aventuró Tony haciendo una mueca—. Las cámaras subterráneas de depósito llamadas chultunes a menudo encierran vasijas intactas, cosa que en este lugar constituye una novedad.
—Tal vez una tumba —arriesgué—. Algún individuo de alta estirpe, quizás, enterrado en las inmediaciones de un templo importante. —Las herramientas y los objetos hallados en las tumbas son una rica fuente de información sobre la concepción maya de la vida de ultratumba.
A John le preocupan las evidencias, no la especulación.
—No entiendo aún cómo reparó en ella —confesó—. Ni siquiera le había dado un segundo vistazo. Me encogí de hombros.
—Ve a dar un paseo al amanecer —aconsejé—. A esa hora las sombras son mejores.
—Pero mientras formulaba mi sugerencia dudaba mucho de que John fuese a seguirla.
Incluso al amanecer su imaginación seguiría siendo limitada. No le creo capaz de advertir a una dama maya de pie en la penumbra. Observé el lugar donde había estado Zuhuy-kak, pero no vi rastros de ella. En la vegetación, un ave lanzaba un trino de interrogación, que en mí no hallaría respuesta.
—Está muy adherida al lugar —comentó John—. Nos llevará todo el día aflojaría, según calculo. Y necesitaré dos de los hombres que trabajan en los montículos de las viviendas para que lo hagan. Tony frunció el ceño. Los montículos de las viviendas eran su sitio favorito; estaba ansioso por hallar vasijas, y no le agradaba que se intentara quitarle gente que trabajaba en ese proyecto.
—¿Merecerá la pena? —preguntó.
—Es sólo por un día, Tony. Meneó la cabeza, pero sin seguir discutiendo.
Supervisamos la investigación de los montículos de las viviendas que había cerca de la plaza, otra operación que estaba a cargo de John. Cuatro hombres cavaban un foso de pruebas a través de un montículo. El cabecilla del grupo, un hombre mayor apodado Pich, me sonrió y trepó por la fosa cuando lo saludé en maya. Se quitó el sombrero de paja de la cabeza, se restregó las manos sobre los pantalones blancos, sucios de tierra polvorienta, me estrechó la mano y se quejó de la falta de suerte que habían tenido hasta ese momento. Después de retirar carretilla tras carretilla de tierra sólo habían hallado fragmentos de utensilios de cocina sin señales y herramientas para moler maíz. Palmeé a Pich en el hombro, sugerí que la gente se tomara un descanso para fumar un rato, repartí cigarrillos y les di ánimos.
Al otro extremo del claro, la sombra de una mujer, muerta largo tiempo atrás, molía maíz, frotando los granos entre dos piedras e inclinándose a cada golpe. Cerca, un niñito desnudo jugaba con un perro cachorro. Sospeché que por mucha tierra que quitáramos de este sitio, sólo encontraríamos vasijas domésticas rotas y herramientas de molienda.
Hasta ese momento, allí sólo había visto sombras de labriegos realizando sus tareas cotidianas. Pero no podía decírselo a Tony. Dejamos a John, a Pich y al grupo y seguimos el camino ondulante que bordeaba el montículo hasta el otro lado, donde Salvador supervisaba otro grupo. El sol estaba alto. Las sombras eran retazos angulosos sobre la tierra yerma. Trepamos bajo el sol de la tarde, por la senda que habían abierto los obreros. Durante las dos semanas pasadas, los hombres habían estado retirando la tierra que cubría la cima del montículo. Pero no aparecía gran cosa: un bulto de escombros con la cúspide aplanada; un revoltijo de piedras chatas. El trabajo había dejado al descubierto una pared del templo sobre la cresta, y de ella nos valíamos para establecer la orientación del edificio.
Los edificios mayas se construían con enormes cantidades de rocas y cemento de piedra caliza. Utilizaban arcos voladizos, que erigían sobre una abertura curvada donde cada ladrillo descansaba más lejos que aquél sobre el cual reposaba. A veces empleaban como sostén vigas de sapodilla, una madera típica del lugar. Cuando las vigas se vencían y los techos caían, las habitaciones se llenaban de escombros y los edificios quedaban convertidos en montículos.
—Me alegro de haber confiado en tu juicio, Liz —dijo Tony a mis espaldas. Se había detenido en la senda a descansar bajo la sombra escasa de un árbol, Mientras subíamos al montículo se había mantenido unos pasos detrás de mí—. Si cualquier otra persona hubiera insistido en excavar esa región a costa de las viviendas, habría sostenido una discusión.
—Me alegro —respondí. Esperé a que se alejara de la sombra.
—Ahora, Liz —continuó, inclinando el sombrero de paja que llevaba puesto para que el sol no le diera en los ojos—, dime qué razón encuentras para asignar dos hombres de los montículos para que aflojen esa piedra.
—Parece ser prometedor.
—Dame una razón mejor.
—Es un presentimiento —me justifiqué—. No creo que encontremos mucho más en los montículos de las viviendas.
—Maldita desgracia —se quejó—. Ojalá tus presentimientos no fueran certeros tan a menudo. Está bien. Me rindo.
Antes de ver a Salvador olí el aroma de su cigarrillo. Nos esperaba al final del camino.
—¿Cómo andas? —le pregunté en español.
Se puso en cuclillas para apagar la colilla contra el suelo y la metió en el bolsillo de sus amplios pantalones blancos.
—Hemos encontrado algo —anunció en español e hizo señas para que lo siguiéramos por la cumbre del montículo.
El foso de pruebas tenía dos metros cuadrados, y se hallaba enclavado en el extremo opuesto, entre los escombros. Desde la última vez que había venido a este lugar, los hombres habían cavado el foso hasta una profundidad de un metro. Tony se agachó en el borde y comenzó a abanicarse con el ala del sombrero.
Permanecí de pie a su lado y observé el hueco. Los hombres levantaron el rostro para lanzarme una sonrisa. El suelo era un montón de piedras de gran tamaño que bien podían haber sido parte de un tejado. Sobre una de ellas distinguí una decoración desvaída.
Otras habían sido obviamente modeladas.
—Por allí —señaló Salvador, apuntando al extremo más lejano del foso, ligeramente más elevado que el resto del lugar. Un obrero (que reconocí como el sobrino de Salvador) se hizo a un lado para dejarme ver mejor. Entre dos lajas de piedra, una gran cabeza de roca yacía encajada contra el suelo.
Ordené a los hombres que se tomaran un descanso y descendí al foso con cuidado.
Después de haber andado bajo el sol, sentí un frescor agradable. Utilicé un cepillo duro para limpiar el polvo de la superficie. El tamaño de la cabeza era tres veces el natural. En realidad no era piedra: había sido esculpida sobre ese resistente estuco que los mayas fabricaban con la piedra caliza del lugar. Reconocí los tatuajes espiralados que decoraban una de las mejillas. Zuhuy-kak, el espectro que me asaltaba, había sido una dama poderosa en su época. Las trenzas talladas estaban decoradas con nácar esculpido.
Debajo del tocado, la frente se veía aplanada. La punta de la nariz parecía haber sido tronchada largo tiempo atrás. Por la frente corría una hendidura que surcaba el ojo y la mejilla izquierda.
Deslicé un dedo por la fisura, pero no pude detectar si era superficial o si atravesaba la talla por dentro. A simple vista habría pensado que esos ojos habían mirado el cielo por última vez al menos mil años atrás.
—Parece haber sido parte del ornamento de algún techo o de una fachada decorativa —comenté a Tony, procurando contener mi excitación—. En ese caso, debe haber más.
¿Qué opinas: siglo octavo o noveno?
Se encogió de hombros y me sonrió. Me encontré devolviéndole el gesto.
—No creo que impone mucho, ¿verdad?
—Ya es tarde para seguir trabajando hoy. Supongo que llevará unos días poder retirarla de aquí. Mañana comenzaremos por apartar todo esto del camino —dije, palmeando la menor de las dos rocas que había a un lado de la talla—. Tal vez consigamos retirarla intacta.
Extendí mi mano para aferrarme a Tony, quien me ayudó a trepar nuevamente hacia el sol. Salvador estaba de pie a un lado.
—Buen hallazgo —lo alenté.
Salvador se encogió de hombros y sonrió.
—Mañana continuaremos trabajando.
Dejamos la cabeza donde la encontramos, mirando al cielo desde los escombros de un antiguo tejado.