Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

¿Por qué venimos aquí a hurgar en el polvo, a vivir en chozas y a tener que arreglárnoslas sin duchas, combatiendo los insectos y avanzando pesadamente bajo el calor de la tarde? Algunos creen que los arqueólogos buscamos tesoros: máscaras de jade, delicadas joyas de nácar, ornamentos de oro bruñido. En realidad, indagamos el pasado pétreo y gris en busca de algo mucho más escurridizo.

Andamos a la caza de esquemas. Buscamos trozos del pasado e intentamos recomponerlos. ¿Quién vivió aquí? ¿Cómo se vivía? ¿Quién gobernaba y cómo se le elegía? ¿Quiénes eran los dioses y cómo se les veneraba? ¿La gente que vivía en este lugar trocaba sal y tallas de nácar del golfo por potes de Tikal, herramientas de obsidiana de Colha, figurines modelados de la isla de Jaina? ¿Qué noticias traían los mercaderes que viajaban por los sacbeob, esos caminos de piedra caliza que unían las ciudades?

¿Hablaban de nuevos gobernantes, de los festivales que se realizaban para honrar a los dioses, del fracaso de la cosecha de cacao, de las superabundancia de plumas de quetzal producida este año, de las últimas modas en Uxmal, de los rumores de guerra en el norte?

Cada uno de nosotros busca esquemas a su modo. Anthony Baker, mi codirector, es bueno con el cepillo y el palustre, dotado de paciencia portentosa y de las diestras manos de un mecánico. Durante su juventud, Tony desmontaba y volvía a montar relojes, motores eléctricos, motores de explosión, juguetes mecánicos y, en un cálido día de verano, incluso el mecanismo planetario perversamente intrincado en el eje de una bicicleta de tres velocidades, que viene a ser un dispositivo construido con engranajes dentro de engranajes y ruedas dentro de ruedas.

Estos días, Tony se ocupa de enmarañadas construcciones de distinta clase. Tony estudia vasijas. O, para ser más exactos, estudia fragmentos de vasijas: cuencos, trozos rotos de recipientes, jarrones, incensarios, y pequeñas pipas y cántaros ceremoniales.

Hace mucho tiempo, las vasijas se rompieron y las piezas partidas fueron apiladas junto a montones de trastos, arrojadas a los cimientos de alguna construcción, olvidadas e ignoradas. Tony recoge estos fragmentos y los toma en consideración.

Cuando Tony encuentra una vasija rota, lo más probable es que la introduzca en su boca para limpiarla con saliva. Los arqueólogos suelen estar acostumbrados al sabor del polvo, y él sostiene que el sabor y la textura de una vasija le enseñan mucho sobre ella.

Cada recipiente lleva una historia consigo. ¿Qué clase de arcilla empleó el alfarero? ¿Qué la añadió a la arcilla para darle consistencia? ¿Cómo se dio forma al cuenco, cómo se decoró, esmaltó y horneó? Tony se dedica a estas cosas, y a veces creo que se sentiría muy cómodo conversando con los artesanos del siglo IX sobre las virtudes de los pigmentos orgánicos sobre los tintes minerales, y de la arcilla templada con arena sobre la que no lo está. Detrás de su casa de Albuquerque tiene un estudio donde modela y cuece objetos de arcilla.

Las modas en lo que se refiere a vasijas cambiaron mucho con los años, y los recipientes son testimonios fehacientes de las distintas épocas. La presencia de ciertos tipos determina las eras. El cuenco que hallamos en el terraplén de un palacio nos permite identificar la fecha en que fue construido.

A John, uno de los estudiantes graduados más apreciados por Tony, le preocupan otros aspectos. Si bien jamás se lo pregunté, creo que su padre debe haber sido carpintero o albañil, constructor de alguna clase. John admira un muro bien levantado. Es capaz de pasarse horas hablando de arcos, señalando las diferencias de las técnicas de construcción utilizadas en el siglo quinto y en el octavo. Creo que sería más feliz si nos asignaran los fondos para reconstruir un templo o dos, y si tuviéramos que montar piedras en los lugares adecuados. Bosqueja elegantes reconstrucciones, y partiendo de piedras derruidas llega hasta los planos según los cuales podría haber sido construido el edificio.

En sus dibujos, vuelve a alinear las paredes, endereza los techos, ubica cuidadosamente en su lugar cada piedra de los arcos, y las pone al sesgo para formar una suave línea.

Sus dibujos son en blanco y negro: finas líneas de tinta sobre el papel impecable. John sabe que los mayas pintaban la piedra y el estuco con trazos rojos y negros que aún hoy siguen adheridos a la roca. Pero su imaginación carece de color. Le agradan las piedras, sólidas, inmensas, grises, y no se ocupa en embellecerlas.

¿Y qué es lo que me gusta a mí? Me gusta hacerme preguntas imposibles sobre restos menos tangibles, pero no menos duraderos que las vasijas y muros. Mi preocupación son los dioses antiguos, la mitología, las leyendas, las clases de veneración, los sistemas de creencias. ¿Qué motivó al alfarero para dar forma a ese incensario, qué motivó al albañil para construir el muro? Cuando un niño despertaba llorando por la noche, ¿qué lo atemorizaba y a quién oraba para hallar consuelo? Cuando una mujer iba a morir en el alumbramiento, ¿a qué dios pedían ayuda?

Las preguntas son imposibles: las respuestas, elusivas. Tengo menos indicios que Tony o John: textos antiguos en jeroglíficos indescifrables, registros poco fiables legados por los monjes franciscanos sobre una religión pagana que querían destruir; objetos ceremoniales arrojados en cenotes y sellados en tumbas, textos de sabiduría conservados por los actuales h’menob. Y los adornos de mi propia imaginación. En mis sueños del remoto pasado, los edificios siempre están pintados de vividos colores y los pueblos de fantasmas.

Tony arma vasijas, John construye muros… y yo erijo castillos en el aire.