Después de la muerte de mi padre, en esas dos semanas en que no pude dormir ni comer, mi amiga Marcia sugirió que acudiera a un psicólogo. Fui a ver a su psicóloga, una mujer de hombros cuadrados, de suaves ojos grises que contrastaban entre las líneas angulosas y rectas de su rostro. En las paredes de su consultorio, revestidas de madera, pendían unos cuadros en tono pastel, enmarcados de negro: una curiosa mezcla de severidad y suavidad. Se sentó en una mecedora. Yo lo hice en un sillón demasiado mullido.
Me pidió que le hablara de mí misma. Pensé, por un momento, en hablarle de la noche anterior al funeral de mi padre. El recuerdo me había acosado. Durante tres noches seguidas había estado soñando con el amplio valle oscuro que se veía desde la terraza de mi padre. Recordaba los sueños con mucha vaguedad, y cada vez me despertaba con una sensación de pánico y de estar cayendo. Si no dormía, rechazaba la terraza, especialmente de noche.
Pasaba los días revisando sus cosas, decidiendo qué ropas donaría a la beneficencia y qué papeles interesarían a los colegas de mi padre en el hospital. La tía Alice me preguntaba una y otra vez cuándo regresaría al trabajo. No le había dicho que había renunciado al empleo y que había rescindido el alquiler de mi apartamento. De noche bebía, veía la televisión e intentaba dormir. Pero cada vez que lograba conciliar el sueño despertaba, inquieta y apenada, huyendo de sueños extraños.
Le dije a la psicóloga que mi padre había muerto, que no podía comer y que me costaba dormir. Que estaba muy nerviosa y afligida. Me preguntó sobre mi padre y mi relación con él. Le dije que habíamos tenido una buena relación, una muy buena relación.
Me preguntó acerca de mi madre y le dije que mi madre no formaba parte de esto, que hacía quince años que no la veía.
—¿Cómo se siente cuando piensa en su madre? —me preguntó. Su voz concordaba con sus ojos: gris pálido y suave.
—No lo sé —me encogí de hombros—. Triste, supongo. Triste por el hecho de que se haya ido.
—¿Qué están haciendo sus manos?
Esperó, estudiándome.
Mis manos eran dos puños apretados. No abrí la boca.
—¿Por qué no deja que sus manos hablen en voz alta y digan lo que sienten?
Moví la cabeza rápidamente y obligué a mis manos a relajarse.
—Están aferrándose —dije con una fuerte voz que no parecía mía—. Creo que están aferrándola. Yo no quería que se marchara.
Los ojos grises me estudiaron sin sentimiento, por lo que pensé que no me creía.
La primera mañana que pasé en el campamento me despenó el bocinazo de un camión. El reloj que había en el baúl daba las ocho. El aire ya estaba cálido. Las hamacas de Barbara y Robin estaban vacías. Maggie seguía durmiendo, acurrucada y cubriéndose la cabeza con la sábana. Sentía una calma que desde hacía meses no experimentaba, y decidí, recostada en mi hamaca, adoptar la actitud despreocupada de Tony y tomar las cosas tal como vinieran.
Me deslicé de la hamaca y me vestí apresuradamente. Barbara estaba ante el tonel de agua, lavándose la cara. Le di los buenos días y descolgué mi toalla del árbol.
—Desearía que no te mostraras tan alegre antes de desayunar —refunfuñó, pero esperó a que terminara de lavarme.
De camino a la plaza pasamos por la cocina, una pequeña choza construida con tablones. A través de la puerta abierta, vi una mujer delgada vestida de blanco que cuidaba un pequeño fogón y cocinaba tortillas en una sartén ennegrecida.
—Es María —explicó Barbara—. La esposa de Salvador, el capataz.
A su lado estaba una niñita de grandes ojos oscuros. Me miraba con solemnidad. En una mano sostenía una tortilla. Le sonreí, y se ocultó detrás de su madre. María giró la cabeza para ver por qué se escondía la niña.
Sonreí, pero María no me devolvió la sonrisa. Me estudió seria y suspicazmente, según creí entender. Un instante después volvió a ocuparse del fuego y las tortillas. La niña me lanzó una sonrisa, y acto seguido se tapó el rostro con la falda de su madre.
Tony y mi madre ya estaban sentados a la mesa. El desayuno consistía en huevos rancheros, tortillas de maíz, café fuerte y zumo de naranja. Mi madre parecía cansada, pero llena de vitalidad. Me saludó y me señaló una silla. Luego prosiguió haciendo su lista de compras.
—Sí, sí. Pina. Compraré fruta fresca. ¿Qué más? Sé que he olvidado algo importante.
Mi madre terminó de repasar su lista, y luego me miró.
—Hoy por la tarde iré al mercado. Si quieres venir, podemos comprarte un sombrero.
—Me encantará —acepté.
Los ojos de Tony estaban enrojecidos. Su voz fue tan áspera al hablar, como la lana contra la piel.
—Iré a darme un baño después del desayuno —dijo en voz baja—. ¿Queréis venir conmigo Barbara y tú? Os da tiempo.
Dijimos que sí.
Los demás estudiantes venían a desayunar cuando Tony, Barbara y yo regresábamos a nuestras chozas para ponernos los trajes de baño. Nos unimos a Tony en el camino.
En la cima de un montículo me detuve para echar un vistazo a mi alrededor. A lo lejos, el Templo de las Siete Muñecas se alzaba sobre la tierra yerma.
—Según el libro que leí, ésta es una de las zonas arqueológicas más extensas del Yucatán —dije. Contemplé la vegetación que nos rodeaba y sacudí la cabeza—. ¿No falta algo? ¿Dónde están todos los edificios?
Tony descargó suavemente el pie contra el suelo.
—Debajo de ti —dijo—. A tu alrededor. —Movió la mano en dirección al templo—. Debes aprender a mirar. ¿No crees que los montículos son más regulares que los de cualquier colina? Y ya ves que están dispuestos de tal forma que forman un bello sendero. —Trazó una línea en el aire con la mano—. Y mira las rocas que hay dispersas por doquier. No son rocas comunes.
—Me imagino —dije dubitativamente.
—Estamos de pie sobre la cima de un antiguo templo —dijo.
—¿Cómo sabes que es un templo?
—Todo es un templo hasta que alguien demuestre lo contrario —dijo Barbara en un tono algo irónico—. Incluso podríamos darle un nombre: Templo del Sol, por ejemplo. O Templo del Jaguar, sí… éste suena mejor. Los nombres son siempre arbitrarios.
—Cuidado —advirtió Tony con una débil sonrisa—. Estás divulgando secretos de la profesión.
—Quedará en familia —se defendió Barbara—. Es de confianza.
Siguió avanzando por la senda y la seguimos. Estudié las rocas que aparecían a nuestro alrededor mientras caminábamos. En una ocasión vi una que tenía restos de grabados, pero la mayoría parecía sólo rocas.
El cenote era un estanque de aguas claras y azules, enclavado en la piedra caliza. Al lado del cenote, la roca se hundía suavemente en el agua. En el extremo opuesto, las rocas sobresalían en una formación abrupta que se elevaba un metro sobre la superficie del agua. No se distinguía el fondo del estanque. A lo lejos flotaban los nenúfares.
Dejamos las toallas sobre la roca, al sol. Barbara y yo nos internamos lentamente. El agua estaba fría; después del calor de la mañana, producía una conmoción. Nadé, en unas brazadas, hasta los nenúfares lejanos, y regresé. Había diminutos pececillos, del tamaño de mis dedos, agitándose bajo los nenúfares. Nadé hacia ellos y se dispersaron hacia la oscuridad.
Tony se sentó en las rocas redondeadas, descansando bajo el sol como un viejo reptil tratando de absorber el calor. Había recostado la cabeza sobre sus manos y exponía el rostro al sol. Ahora que se había quitado la camisa, veía lo delgado que era. Su moreno, del color del cuero viejo, le favorecía tan poco como la ropa prestada por alguien más corpulento.
Trepé por las rocas, a su lado. Barbara seguía en el agua, flotando plácidamente de espaldas. Extendí mi toalla al lado de la de él y reconoció mi presencia con un gesto.
—¿Qué profundidad tiene el estanque? —le pregunté.
Se encogió de hombros sin abrir los ojos.
—Más de la que crees. Según el grupo de la Universidad de Tulane, llega verticalmente hasta los cuarenta y cinco metros, y desde allí sigue descendiendo en ángulo. Hicieron un buen trabajo bajo el agua.
—¿Vais a bucear este verano? —inquirí.
Tony movió la cabeza de un lado a otro.
—No tenemos presupuesto. La universidad cree que éste no es un sitio muy atractivo para destinar grandes fondos.
Lo entendía. Hasta ahora, no había visto nada que resultara particularmente impactante.
—Es un lugar importante —decía Tony—. El centro ceremonial más antiguo. Pero para convencer a la universidad de que nos dejen regresar el año próximo, debemos hallar algo espectacular.
—¿Como por ejemplo?
—Máscaras de jade, oro, vasijas con pinturas de significado ritual. O tal vez una serie de murales como los que hay en Bonampak, en Chiapas. —Dio la vuelta, apoyándose lentamente como si se le fuera a quebrar algún hueso—. Algo llamativo… lo ideal sería una tumba llena de tesoros. Algo que pudiera ser de atracción turística.
—¿Crees que hay posibilidades?
Sus ojos seguían cerrados. Se encogió de hombros sin abrirlos.
—Es difícil saberlo. Estamos apostando. Siempre tenemos que apostar. A Liz le gusta apostar, creo. Pero jamás pierde mucho. Tiene suerte. Los académicos no la tienen en estima, pero tiene suerte.
—Espero no estorbar aquí —dije. Mi voz sonó débil e insegura—. No quiero interponerme en el camino de mi madre. Entreabrió los ojos y me lanzó una mirada.
—¿Qué esperas encontrar aquí? —me preguntó. Su voz era un grave retumbo, como el tronar de las olas del océano en una tibia playa o como la lluvia sobre un tejado de cinc en una mañana de invierno—. Algunos vienen en busca de conocimientos secretos; otros, de aventura. ¿Y tú?
Hice un gesto de incertidumbre.
—No lo sé en realidad.
—Hallarás algo, de eso no hay duda. Pero jamás es lo que uno espera.
—¿Qué buscas tú aquí? —pregunté a mi vez, cerrando los ojos ante el sol.
—Calidez y paz —me respondió—. Solía esperar más, pero los años me han hecho cambiar.
—¿Qué debería hacer? —pregunté ociosamente, con los ojos aún cerrados—. ¿No esperar nada y ver qué pasa? Permaneció un minuto en silencio.
—Podría resultar. —Vaciló—. Tu madre no sabe qué hacer contigo… te lo puedo asegurar. Es por eso que está algo tensa. No sabe qué papel representar.
Abrí los ojos y rodeé mis piernas con los brazos. El sol me había secado la piel y la piedra sobre la cual me apoyaba ya estaba caliente.
—A mí me pasa lo mismo —confesé.
—Lo has estado haciendo bien —dijo—. Sigue como hasta ahora. No lo miré. En cambio, contemplé a Barbara, que buceaba y aparecía flotando como un corcho.
—Creo que le hará bien a Liz tenerte aquí —aventuró—. Me parece que necesita de la gente más de lo que suele admitir. —Le oí cambiar de posición, pero no lo miré—. Alguien me dijo una vez que los arqueólogos son antropólogos a los que no les gusta la gente viva. Desentierran a los muertos porque éstos no replican. No es del todo cierto, aunque creo que los vivos son demasiado rápidos para la mayoría de los arqueólogos. Nosotros somos de movimientos lentos. Observamos cambios, en la fabricación de vasijas, que tardaron en producirse cientos de años y nos parecen variaciones rápidas. Estamos acostumbrados a tomarnos nuestro tiempo. Tendrás que esperar a que Liz se habitúe a la idea de que tiene una hija.
—Muy bien —dije lentamente—. Lo haré. —Me recosté sobre la toalla y dejé que el sol me acariciara.
Al cabo de un rato Barbara salió del agua y se tendió a nuestro lado. Tony se marchó tras quince minutos tumbado al sol, alegando que tenía que finalizar unas lecturas en el campamento. Barbara levantó la cabeza para verlo partir. Nos saludó con un gesto desde la cresta de la colina y luego desapareció de nuestra vista.
—Me apuesto lo que quieras a que cuando regresemos ya estará por el tercer gin-tonic —dijo Barbara como si se tratara de un hecho consumado.
La miré fijamente.
—No me malinterpretes —me detuvo—. Tony me cae bien. A todos nos cae bien, aunque sabemos que bebe demasiado. —Giró y se tumbó boca arriba, con la cabeza apoyada sobre un brazo. El cabello oscuro le caía hacia atrás, aún brillando y mojado—. Hasta ahora ello no ha interferido en su trabajo. Sigue siendo un brillante maestro, a juzgar por lo que oigo. Se excede sólo aquí.
Recordé lo que había dicho de la calidez y la paz. Barbara observó mi rostro y se encogió de hombros.
—Lo siento. Supongo que no debí mencionarlo. Después de cierto tiempo, en el campamento no hay mucho que hacer excepto hablar de los demás. Los muertos, por muy fascinantes que sean, jamás interesan tanto como los vivos. —Volvió la cabeza y abrió un ojo para buscar mi mirada—. ¿No crees?
—Supongo que tienes razón.
—Claro que sí —aseguró—. Ahora… ¿qué crees que estarán diciendo de nosotras Carlos, Maggie y Robin?
—¿Qué te hace pensar que estén hablando de nosotras?
—Creí habértelo dicho ya. Están hablando de nosotras porque los vivos son más interesantes que los muertos. No creerás que los arqueólogos hablamos de arqueología todo el tiempo, ¿verdad? No, hablamos de otros arqueólogos. Dime, ¿qué crees que estarán diciendo de ti y de mí?
—Casi seguro que Maggie piensa que soy una engreída —dije, adoptando su tono—. Probablemente piensa lo mismo de ti.
—No te lo discuto —respondió Barbara—. Y Robin se mostrará de acuerdo, porque siempre está de acuerdo con lo que dice Maggie. Tiene el sello de la eterna sombra obediente. ¿Y Carlos?
—Si Carlos tiene algo de cerebro, se mantendrá al margen.
—Ah, tu primer error de juicio. Carlos no tiene cerebro. Apuesto a que tratará de defendernos… al menos a ti. Carlos y yo no somos precisamente amigos.
—Ya me he dado cuenta —dije con sequedad. Barbara hizo un gesto con la cabeza.
—Sé lo que estás pensando, pero jamás me acosté con Carlos. Lo he visto acostarse con cuatro mujeres distintas el verano pasado, cortejar a las cuatro con igual energía y pasión, y abandonarlas del mismo modo. —Se encogió de hombros—. La primera de ellas era muy amiga mía. Tuvo que andar con la cabeza gacha todo el resto del verano observando cómo Carlos proseguía sus planes con la número dos, la tres y la cuatro.
Todas ellas eran muy agradables. Todas se dejaron embaucar. —Volvió a hacer un gesto de incertidumbre—. No sé por qué lo hace, pero creo que le gustan los problemas. Ten cuidado.
—Gracias por la advertencia. Ya me lo había figurado.
—John, por otra parte, es adicto al trabajo. Dudo que se haya percatado de la existencia de las mujeres. —Cerró los ojos ante la luz cegadora—. ¿Quieres apostar a que mañana cuando vayamos de excavación Maggie y Robin irán maquilladas?
Nos tendimos al sol y conversamos. Barbara era muy lista y observadora, y se divertía a costa de los demás.
Aproximadamente después de una hora, oímos gritos y risas en el camino. Un grupo de jóvenes y niños mexicanos, de cinco a quince años, se acercaba al cenote. Los observamos nadar durante un rato, pero recogimos nuestras cosas para marcharnos cuando los mayores comenzaron a competir para ver quién salpicaba más arrojándose al agua desde las rocas escarpadas. La piedra sobre la cual descansábamos estaba dentro del área de la salpicadura previsible, de modo que largarnos nos pareció la salida más inteligente.
—Les pertenece a ellos el resto del año —dijo Barbara mientras regresábamos—. Nosotros sólo lo tomamos prestado.
—¿Viven cerca de aquí?
—En la hacienda, creo. Es el rancho que hay hacia el lado de la autopista. En medio de los campos de henequén.
—Está lejos de aquí —calculé. Se encogió de hombros.
—Cuando sólo hay un lugar donde bañarse, supongo que no importa mucho cuánto hay que caminar.
El campamento permanecía en silencio. Tony estaba sentado a la sombra, fuera de su choza, con un vaso cuidadosamente apoyado en uno de los brazos de la silla. Mi madre parecía trabajar en su libro: se oía el ruido de la máquina de escribir. Barbara anunció que la única cosa productiva que se podía hacer era dormir una siesta. Le pedí un libro prestado, me senté a la sombra en una de las mesas y me dispuse a leer.
Los pollos picoteaban la tierra a mi alrededor, cloqueando absortos en su tarea. Cerca de la cocina había un lechen negro, echado contra el muro y durmiendo una prolongada siesta. Oía el canturreo de la hija de la cocinera. Se encontraba al otro lado de la pared, escarbando la tierra con una ramita. No distinguía la letra de la canción. Podía haber sido cualquier tontería, o un canto maya. Cuando se asomó le sonreí y le dije «buenos días».
Se ocultó detrás de la pared y permaneció unos minutos en silencio. Luego volví a oír el rasguido de la ramita y la melodía de la canción.
El primer capítulo del libro de Barbara contenía una historia general del imperio maya, profusamente ilustrada con fotos de Chichén Itzá y Uxmal. Dzibilchaltún se mencionaba como el más antiguo centro ceremonial continuamente ocupado, pero el texto no incluía fotos. Comprendía por qué.
Los mayas habían ocupado la península del Yucatán desde el año 3000 a. C.
Absorbieron varias invasiones de México. A juzgar por el libro, tuve la impresión de que la fortaleza maya no radicaba en su agresividad militar sino en su capacidad de absorber al invasor, de adoptar algunas de sus costumbres, de retener ciertos hábitos propios. La mayoría se mantuvo independiente hasta que llegaron los españoles. Los conquistadores superaban a los ejércitos mayas; la Iglesia católica sometió a los supervivientes. Los frailes, según señalaba el libro, parecían preocuparse por la salvación de las almas de los indígenas, aun cuando ello significara acabar con sus vidas.
Paré un momento para beber agua del barril colocado a la sombra. Pensé en regresar al cenote para darme otro baño, pero la idea de semejante caminata bajo el calor me desalentó. En la plaza hacía calor, incluso a la sombra. Tony se había ido a su choza a dormir la siesta o a prepararse otra bebida, supuse.
El segundo capítulo describía la noción maya del tiempo, señalando que su filosofía del tiempo era parte esencial de su modo de pensar. El libro no lograba en absoluto presentarlo como algo esencial. Había leído el primer párrafo tres veces y ya estaba pensando en dar un paseo por las ruinas cuando apareció la camioneta rodeada de una nube de polvo. Carlos y Robin estaban sentados en el asiento delantero; Maggie, sola en el de atrás.
—Oye, Robin —oí que decía Maggie—, llevemos todo esto a la choza y vayamos a dar un paseo.
Las dos mujeres se marcharon juntas con sus fardos de ropa lavada, sin mirar a Carlos. Contuve una sonrisa y volví mi atención al libro, pensando en los comentarios que Barbara habría hecho sobre esta escena particular de los rituales de apareamiento.
Traté de concentrarme en el libro, pero la descripción del calendario maya era tan árida como la tierra que tenía bajo mis pies. Había avanzado hasta el segundo párrafo, pero apenas era mejor que el anterior. Un ciclo de veinte días formaba un mes; dieciocho meses formaban un año. Cada día tenía un nombre, y los mayas creían que cada día era responsabilidad del dios de ese nombre. Parecía haber un número inusitado de nombres, dioses y ciclos.
—¿Quieres una cerveza?
Levanté la vista. Carlos sostenía una botella abierta. El vidrio marrón estaba cubierto de gotas de condensación y del cuello de la botella salía una espiral de vapor helado.
Carlos la apoyó sobre la mesa enfrente de mí sin esperar mi respuesta. Se sentó en la otra silla y bebió un gran trago.
Dejé el libro y acepté un trago. La botella estaba helada y la cerveza me refrescó la garganta.
—Gracias —le dije—. Ha sido una viaje muy corto a la ciudad, ¿no?
Asintió y me ofreció una sonrisa. Estaba bronceado, era apuesto y lo sabía. Llevaba pantalones cortos blancos y traslucía cierto aire de confianza en sí mismo. Alejó la silla de la mesa y apoyó los pies en otra silla cercana.
—Lo suficiente para lavar la ropa y pelear un rato.
—¿Pelear? ¿Por qué?
Se le veía tranquilo, plácido y satisfecho como un gato bien alimentado.
—Discutí con Maggie comentando lo hermosa que eras.
—Barbara me advirtió que te gustaban las discusiones —le dije.
Me lanzó una mirada, inclinó hacia atrás la cabeza y se echó a reír.
—Supongo que tiene razón —admitió—. Me encuentro con problemas a menudo.
—¿Estás seguro de que no los buscas? —le pregunté. Se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.
—Podría ser. Pero de todas formas eres preciosa. ¿Eres de Los Ángeles?
—Sí.
—Pasé cinco años allí. Nací en México. Los Ángeles es una ciudad preciosa. ¿Por qué diablos decidiste pasar tus vacaciones en un sitio perdido?
No le miré. Reparé en el vapor que se condensaba sobre la botella. Una gota se abría camino entre las demás y llegaba hasta la mesa.
—Tenía ganas de pasar una temporada con mi madre.
—Ya entiendo. —Dio vueltas al libro, que yo había apoyado sobre la mesa, y leyó el título—. Suponía que siendo la hija de Liz ya tendrías que saber todo esto…
—No sé casi nada —repliqué—. Es mi primera excavación.
En la pared de la cocina, una lagartija pequeña, azul con rayas amarillas, descansaba bajo el sol. El lechón negro cambió de posición, suspiró, y siguió durmiendo. Aún se oía a la niñita canturrear suavemente. Los pollos escarbaban la tierra. Los miré y lamenté haber aceptado la cerveza. No quería hablar de las razones que me habían llevado hasta allí.
—¿Por qué no me cuentas algo interesante sobre los antiguos mayas? —le pedí.
Vi que meditaba posibles comentarios.
—Tus ojos son del verde más hermoso que he visto en mi vida —dijo por fin.
Enarqué las cejas.
—Eso no tiene nada que ver con los mayas.
—Es cierto. —Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo lentamente, escogiendo cada palabra con sumo cuidado—. Los antiguos mayas tallaban elaborados ornamentos de jade sólo con instrumentos de piedra. El jade que tallaban era del mismo color que tus ojos.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa.
—Vas mejorando. Inténtalo una vez más, pero sin hacer mención a mis ojos.
Extrajo un cigarrillo del paquete y lo encendió, estudiando la expresión de mi rostro.
Luego comentó:
—La gente que se ha dedicado a traducir los jeroglíficos mayas ha llegado a la conclusión de que muchos de los símbolos son acertijos y retruécanos. Xoc, por ejemplo, significa «contar». También es el nombre de un pez mítico que vive en los cielos. Así, los mayas empleaban la cabeza del pescado para representar la acción de contar. Pero dado que el pez era difícil de grabar, sustituyeron el símbolo por el del agua, ámbito en el cual vive el pez. El símbolo del agua es un guijarro de jade, pues ambos son verdes y valiosos.
Así, jade significa agua, que significa pez, que significa contar. —Carlos se detuvo un instante, dio una calada al cigarrillo y exhaló una nube de humo—. Y por muy confuso que pueda parecer, es la simplicidad misma comparado con la mente de una mujer. —Dejó caer la ceniza y contempló mi rostro—. ¿Te gusta más así?
—No —sostuve, pero sin poder evitar una sonrisa. Se esforzaba mucho por ser seductor—. De todas formas, creo que aprenderé más sobre los mayas si me dedico a leer un libro.
—Tal vez. Pero soy mucho más entretenido que un libro. Te hice sonreír un segundo.
—Eso sí. —Estudié su sonrisa. Era astuta, deshonesta y encantadora—. ¿Cuántas veces te has valido de la misma artimaña?
Se encogió de hombros.
—Jamás uso dos veces el mismo método.
—¿Es cierto todo eso que dijiste acerca de los jeroglíficos?
—Puede ser falso, pero yo no lo inventé. Eso es labor de los profesores. Cuando llegue a esas alturas, elucubraré mis propias teorías extravagantes. —Se reclinó en la silla, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, y las piernas extendidas.
Le creí cuando dijo que no utilizaba dos veces un mismo método. Era un pescador, y preparaba el cebo con cuidado pensando en un pez en particular.
Se hizo un momento de silencio. La lagartija alzó la cabeza de pronto y huyó por el muro. El canturreo de la niña ya no se oía. Mientras yo miraba, se asomó y nos vio.
—¿Cómo se llama la niña? —le pregunté a Carlos—. No quiere hablar conmigo.
—Teresa. ¿Qué tal Teresa? —le preguntó Carlos en español.
La pequeña le sonrió y musitó algo. Él le respondió, pero las únicas palabras que entendí fueron «la señorita». Teresa sacudió la cabeza y lanzó una frase a toda velocidad que ni siquiera pude distinguir. Dio la vuelta y se marchó corriendo hacia la cocina.
Carlos me miró.
—Le pregunté por qué no te dirigía la palabra. Dijo que su madre no se lo permitía.
—Me pregunto por qué…
Carlos se encogió de hombros.
—Tal vez le preocupe que su hija se corrompa por estar con americanas disolutas.
—¿Qué le hace pensar que somos disolutas? —inquirí.
Alzó las cejas y sonrió.
—Todas las americanas son disolutas —acotó—. Pregúntaselo a cualquier mexicano.
—No sé por qué, pero no me fiaría de ti como experto en americanas. —Me recliné en la silla y advertí que mi madre nos observaba desde la puerta de su choza. La saludé con la mano y salió a pasear por la plaza.
—Dentro de quince minutos parto para el pueblo —anunció.
—Estaré preparada. —Terminé mi cerveza y me puse de pie.
Le lanzó una mirada a Carlos, y se alejó sin decir palabra.
—Sabes… —dijo cuando ella ya no podía escucharlo—, creo que a tu madre no le gusto.
El viaje al pueblo fue caluroso. La camioneta tropezaba en cada bache del camino y los asientos no eran muy mullidos. El rugido del motor hacía imposible mantener una conversación. Cada tanto, mi madre gritaba y señalaba algún punto de la carretera: el camino que conducía a cierta aldea, las plantas de henequén, alguna escuela secundaria local…
El mercado de Mérida se hallaba emplazado en un edificio de acero ondulado; era un lugar ruidoso, de techos bajos, olores intensos y confusión. Una mendiga envuelta en una pañoleta de flecos descansaba acurrucada a un lado de la puerta. Mi madre dejó caer una moneda en su mano y se internó en la multitud. La seguí a unos pasos de distancia.
Una mujer con un vestido blanco bordado con flores en el escote y la cenefa llevaba una cesta de plástico colmada de unos extraños frutos amarillos. La balanceaba sobre la cabeza, enderezándola con una mano, y se abría paso tenazmente entre el gentío.
Un hombre gritó a mis espaldas y me hice a un lado. Llevaba tres canastas apiladas sobre la espalda, aseguradas con una cuerda enlazada alrededor de la frente. Lo dejé pasar, y luego me apresuré a alcanzar a mi madre.
Una anciana campesina ofrecía un recipiente de plástico lleno de pimientos, anunciando el precio a voces. Una mujer más joven, acaso su hija, se acuclillaba a su lado formando con los pimientos una pirámide sobre un lienzo blanco.
Mi madre se detuvo ante un puesto. Había un anciano enjuto, rodeado de sacos de arpillera atiborrados de alubias. Todos los sacos estaban abiertos y dejaban al descubierto su contenido: alubias rojas, negras, arroz, maíz seco. Mi madre tocó unas cuantas alubias negras e intercambió unas palabras con el hombre. Éste arrojó varios puñados de alubias negras en uno de los platillos de metal de la balanza y los vertió en una bolsa más pequeña.
Mi madre echó un vistazo para ver si estaba con ella, hizo señas de que la siguiera y proseguimos nuestro itinerario a través de la muchedumbre.
—María hace casi todas las compras —comentó—. Sabe regatear mejor. Hoy sólo llevaré algunas cosas.
Otra vez nos detuvimos para comprar pollos. Mi madre regateaba y los pollos la observaban nerviosamente por entre los listones de madera de su jaula. Desde el fondo del puesto se oía su piar; sobre un pasillo de tierra yacían tres inmensos pavos, exhaustos por el calor. Las tres gallinas negras que mi madre adquirió picoteaban las manos del chiquillo que las llevaba hasta el camión, aún enjauladas.
Mi madre se abrió camino entre la multitud con confianza, sin detenerse en el puesto del carnicero, donde un cerdo sacrificado miraba con ojos vacíos.
Parecía no dejarse impresionar por el aroma dulzón de la fruta madura y el olor a podredumbre que se ocultaba detrás. Rodeó a las mujeres en cuclillas que pregonaban el precio de los tomates; se hizo a un lado para esquivar un perro que lamía un mango estrellado contra el pavimento. Cada tanto saludaba a algún tendero, y se detenía a comprar algo: una bolsa de plástico llena de pimientos de color de la sangre, plátanos, una bolsa de calabazas amarillas…
La seguí, cargando sus bultos, deteniéndome cuando ella lo hacía. Me sentía fuera de lugar; no comprendía una sola palabra de las rápidas transacciones que acontecían a mi alrededor. Pero estaba junto a mi madre y me sentía protegida. Obviamente, ella sí se hallaba en su lugar. Traté de no separarme de su lado.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó cuándo nos internábamos en otro pasillo, a través de la tenue luz y del calor tropical. Sin esperar la respuesta, anunció:
—Pronto nos detendremos a beber algo fresco. —Compró dos pinas, rábanos y dos lechugas marchitas.
Dejamos los alimentos en la camioneta junto a los pollos y me compró una coca-cola, demasiado dulce pero líquido, al fin. Nos sentamos en un lateral, y la muchedumbre pasó a nuestro lado.
—¡Qué confusión! —exclamé.
Sacudió la cabeza, sonriendo.
—Al principio, supongo que lo es. Luego te acostumbraras.
—Me gustaría. —Tal vez tuviera la oportunidad de acostumbrarme.
Cuando terminamos las bebidas, mi madre me condujo a otro sector del mercado: una hilera de puestos colmados de vestidos, hamacas, echarpes, sandalias, mantas, baratijas para turistas. Se detuvo ante el puesto de un vendedor de sombreros y conversó con el hombre que estaba detrás del mostrador. Algo en su comportamiento había cambiado. Se la veía más distendida, más relajada. Encendió un cigarrillo y echó a reír ante una ocurrencia del vendedor. Me mantuve a un lado, examinando con los dedos el borde de un sombrero, feliz de sentir la brisa que soplaba desde la calle y que alejaba un poco el olor a descomposición.
El hombre me tendió un sombrero de copa de ala ancha.
—Pruébatelo —insistió mi madre.
El hombre asintió y sonrió. Dijo algo en rápido español que hizo reír nuevamente a mi madre. Le respondió, y él se encogió de hombros y abrió las manos a modo de negativa.
—Dice que eres muy guapa —tradujo mi madre—. Y que te pareces a mí. —Sonrió y se inclinó ante el mostrador—. Le he contestado que sólo lo decía para conseguir una venta.
Cuando reía aparentaba menos edad; sus ojos azules quedaban atrapados en una red de arrugas, y el rostro bañado por la sombra del ala de un sombrero de paja muy parecido al que yo llevaba puesto.
—¿Te gusta?
Me observé en el espejo que el hombre sostenía.
—Estupendo.
Regatear por el sombrero llevó más tiempo que por la comida. Mi madre iba a paso más tranquilo, entre carcajadas y sonrisas. Finalmente se concretó la adquisición, y mi madre arrojó al suelo la colilla de su cigarrillo, la pisó contra el asfalto y empleó ambas manos para ajustarme el sombrero. Lo contempló con ojo crítico y asintió.
—Te sienta muy bien. Llévalo cuando vayas de excavación. Eso fue todo. Regresamos con nuestro botín, y los pollos chillaban cada vez que atravesábamos un surco.