Saqué un cigarrillo del paquete y observé el punto nítido de la lámpara de Barbara que avanzaba en dirección a la choza de las mujeres. Barbara y Diane eran sombras en la distancia.
Esta hija mía era tan fría que parecía incrustada en cristal, aislada del mundo por una invisible barrera protectora. No es que fuera antipática: durante la cena había sonreído y bromeado con los demás. Pero permanecía cauta, alerta, y ni siquiera cuando se quitaba las gafas podía adivinar lo que pensaba. Encendí mi cigarrillo, protegiendo la llama del viento con la mano. Sacudí el fósforo para extinguirlo. Tony estaba sentado a mi lado, preparándose una copa. Creo que era la cuarta.
En un rincón de la plaza, no lejos de la mesa donde los estudiantes jugaban interminablemente a las cartas, un sacerdote tolteca en taparrabos arrancaba restos de carne del pellejo de un jaguar recién sacrificado. Una antorcha humeante proyectaba una luz roja sobre su espalda y sus hombros desnudos. A su lado, se quemaba incienso en un recipiente de cerámica con forma de jaguar. Mientras trabajaba, entonaba incesantes cánticos y su voz competía con el rock and roll de la cassette de Carlos.
—Tu hija es una joven muy agradable —dijo Tony—. Creo que se adaptará muy bien.
No dije palabra. El sacerdote salmodiaba y el grupo de rock cantaba sobre el amor.
—Habréis hablado bastante cuando paseasteis por los alrededores ¿no?
—Te noto muy curioso.
—Pues sí. —Se reclinó en la silla. En una rodilla tenía la mano que sostenía el vaso.
En la otra, la mano vacía. Aguardaba. Una polilla golpeteaba el vidrio del farol. Atenué la luz y trasladé la linterna al otro lado de la mesa, pero el insecto dio la vuelta, halló la lámpara y persistió en sus esfuerzos por morir.
—No sé qué quiere de mí —dije por fin.
—¿No se lo preguntaste? —quiso saber Tony.
—Sí. Dijo que quería desenterrar el pasado y ver qué había debajo de los escombros.
Asintió.
Durante un momento oímos el deslizarse de las barajas, el tenue murmurar de la conversación de los estudiantes, y el suave traqueteo de la cassette mientras rebobinaban la cinta. El sacerdote había dejado de entonar y se oía el chasquido del cuchillo de obsidiana contra el pellejo. Observé que tenía mi cigarrillo encendido pero no fumaba. Di una larga calada y exhalé el humo lentamente.
—No comprendo para qué ha venido aquí —dije de pronto—. Es una historia antigua.
La abandoné. ¿Por qué quiere que la consuele ahora?
—¿Te está buscando para que la consueles?
—Está buscando a su madre y yo no soy la madre de nadie.
—En ese caso, ya lo descubrirá —dijo—. Y se marchará. ¿No es lo que quieres?
Me encogí de hombros, sin poder decir lo que quería.
—Estaría bien. Simplemente bien.
—Bueno —concluyó Tony—. Tal vez sea eso lo que ocurra.
Permanecimos en silencio un rato. El sacerdote prosiguió con sus cánticos, pero el juego de barajas parecía decaer. Carlos rodeaba a Maggie con su brazo y los dos reían a menudo.
—Parece haber congeniado con Barbara —comenté.
—Es cierto. Y otra persona ayudando en la excavación no nos vendrá mal.
—Supongo que no. —Fruncí el ceño en la oscuridad—. Me pregunto qué la mantendrá tan alerta. Supongo que es obra de Robert.
—Dale una oportunidad a tu hija, Liz —me dijo—. Dale una oportunidad.
—Parece inteligente —dije a regañadientes.
—Pues ya es algo.
—De acuerdo —convine—. Para venir sola hasta aquí por voluntad propia tiene que ser valiente. ¿Es esto lo que esperabas que dijera?
Hizo un gesto de incertidumbre.
—No esperaba nada. Sólo creo que haber llegado sin avisar es lo que tú habrías hecho en su lugar.
—Supongo que tienes razón —admití sin muchas ganas.
—Creo que la tengo.
Carlos pulsó la tecla del magnetófono y la música cesó. Él y Maggie se alejaron, cogidos de la mano, por el camino que conduce al cenote, hablando en susurros. John y Robin se dirigieron a sus chozas. Tony se sirvió otra bebida.
—¿Te irás a dormir alguna vez? —me preguntó.
—Más tarde —dije—. Aún no estoy cansada.
—Todo marchará bien —me tranquilizó.
Me encogí de hombros y lo vi alejarse. Quedé sola, sentada a la mesa.
Bajo la pálida luz del farol sólo distinguía las siluetas de las chozas. El chirriar de los insectos en el monte sonaba con cierto ritmo interno, y supe con la certeza que da la experiencia que si me retiraba a la choza en ese momento no dormiría. Observaría las sombras sobre el techo, meciéndose al compás de mi hamaca, y esperaría la llegada del alba. En momentos como éste, había aprendido a esperar. El alcohol me haría dormir un rato, pero cuando bebía para conciliar el sueño despertaba a las cinco de la mañana, con los ojos endurecidos y bien abiertos. Las pastillas para dormir me harían descansar —el facultativo de la universidad me había recetado un frasco para mis ataques de insomnio— pero no me gustaba recurrir a las drogas. Una píldora sofocaría las luces, con la misma eficacia que una almohada oprimida contra el rostro, y no habría nada que pudiera hacer para ahuyentar la oscuridad.
Ésta se apoderaba de mí. El calor era opresivo. La llegada de Diane había hecho renacer el pasado con dolorosa vividez.
Las dos semanas antes de huir a Nuevo México por primera vez, había caminado kilómetros y kilómetros. Iba y volvía por las calles angostas, dejaba atrás patios cercados llenos de malezas, dejaba atrás perros que ladraban, ancianos en los porches y niños que lloraban, y que siempre correteaban o peleaban. Cada mañana, apenas Robert se marchaba al hospital, yo abandonaba nuestro pequeño apartamento. Siempre me ponía un inmenso sombrero para el sol y un vestido holgado. Los días que Diane no asistía a la guardería, venía conmigo y sus piernecitas se esforzaban por seguir mi paso ligero. Si se quejaba y lloriqueaba, la alzaba durante unas calles. Entonces la dejaba en el suelo y continuábamos andando.
No seguía ningún camino en particular. No iban a ningún sitio. Sólo paseaba, deambulaba al azar por las calles maltrechas del barrio de Los Ángeles, donde vivíamos alquilados. Tenía que caminar; si me quedaba en el apartamento, me costaba respirar.
Las paredes me agobiaban y no podía estarme quieta.
Mi matrimonio con Robert se había tornado intolerable; era una jaula en la que había entrado por propia voluntad, pero de la cual no podía escapar. Robert y yo nos conocimos en una clase de química durante mi primer año en la universidad. Me había costado seguir estudiando, pero lo logré gracias a una pequeña beca del Rotary Club de mi pueblo natal y del dinero que ganaba mecanografiando trabajos para profesores y alumnos más prósperos que yo. Era una vida dura, pero no peor que la que había llevado en casa de mis padres.
Era hija única. Mi padre era un hombre austero y recto que se ganaba la vida como fontanero y que creía en un Dios cristiano austero y recto. Pensaba que las mujeres no necesitaban recibir educación superior. Reprobaba mi pasión por coleccionar puntas de flecha indias, herramientas de piedra y fragmentos de vasijas. Mi madre, como las hembras de muchas especies de aves, había desarrollado una coloración opaca protectora que le permitía confundirse con el entorno, invisible mientras se mantuviera en silencio. Me alentaba a adoptar la misma estrategia: ser callada y dócil. Pero jamás lo conseguí. Siempre me sentí como un cucú huérfano, nacido de un huevo depositado en un nido extraño, y demasiado grande, locuaz y turbulento para sus padres adoptivos.
Cuando finalicé la escuela secundaria, mi padre sugirió que me colocara como administrativa en el colmado del barrio. Hice las maletas y me fui.
En la universidad, la gente me dejaba sola. Podía leer y hacer lo que quería. Llevaba una vida de aislamiento, y tenía muy poco en común con las mujeres que compartían conmigo el internado. No me interesaba hacer sociales, ni salir con chicos, ni presenciar partidos de fútbol. Me sentía mucho más atraída por las clases de ciencias y los libros.
Robert era estudiante becario, un joven muy centrado que cuidaba mucho sus estudios.
Comenzamos discutiendo acerca de un experimento en la clase de química y terminamos yendo juntos a bailar. Congeniamos. Él me consideraba inteligente; se reía de mis bromas. Creo, mirando retrospectivamente, que jamás me había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que, con Robert, dejé de estarlo, íbamos a bailar, al cine cuando lográbamos reunir el dinero entre los dos, compartíamos helados en la cafetería de la universidad. Por primera vez, me hacían un hueco: tenía un lugar junto a Robert. Cambié para él: mis modales se refinaron, empecé a ser comedida y a prestar más atención a mi apariencia y a la ropa que vestía.
Una noche perdí mi virginidad en el asiento trasero de un Chevrolet prestado, después de haber bebido una botella de vino. Semanas más tarde, el periodo no llegó en la fecha debida. Nos casamos. En esa época, era la única solución razonable. Dejé los estudios y seguí mecanografiando trabajos para ganarme la vida, pero con el inmenso peso de llevar un hijo en el vientre. Después del nacimiento de Diane, mientras Robert proseguía sus estudios de medicina, yo escribía a máquina mientras cuidaba al bebé, lavaba la ropa y cocinaba sopa y pasta. Sopa, porque era económica; pasta, porque satisfacía el estómago.
Comencé a recordar con nostalgia las largas noches que pasaba sola en el pequeño dormitorio del internado, leyendo hasta el alba, y levantándome para asistir a clases. Allí, el tiempo era limitado, pero era todo para mí. Siendo madre, era inexistente. Sólo conseguía leer cuando Diane dormía. Asistí a unas charlas sobre arqueología en un centro local, pero Diane se inquietaba y perturbaba las conferencias llorando o haciéndome en voz alta preguntas ininteligibles. El profesor me pidió que no trajera más a la niña, pero no podíamos pagar a una niñera.
Me sentía cada vez más nerviosa y mis sueños cobraban vividez. Vagaba por junglas exóticas plagadas de flores brillantes, de gentes extrañas, de ruinas decrépitas. Me sentía impaciente y enojada conmigo misma y con el mundo.
Robert y yo peleábamos incesantemente: sobre Diane, sobre el dinero y la falta de dinero; sobre el orden doméstico y la falta de orden doméstico. Recuerdo con claridad una noche que estábamos en casa. Diane se había dormido y yo estaba zurciendo unos calcetines de Robert mientras veía un documental por televisión acerca de los indios de la selva brasileña. Robert estaba en casa, y despierto, cosa bastante rara. Caminaba, enérgico y nervioso. En una fiesta dada por uno de sus compañeros, un hombre presuntuoso había hablado acerca de las limitaciones de lo que él llamaba la «mente primitiva». Al parecer, para él todas las razas eran primitivas, salvo la blanca. Discutí un rato con él, y terminé llamándolo «estúpido fanático», insulto que llegó a oídos de Robert.
—¿No podrías haber tenido un poco de tacto? —me preguntó.
—¿Querías que le rindiera pleitesía a semejante imbécil?
—Quiero que tengas un poco de sentido común. Ese idiota es jefe de cirugía y en el hospital tiene muchísima influencia —dijo Robert—. Debes tener más cuidado. Antes lo tenías.
Observé cómo un indio hendía un árbol de caucho con un machete y recogía la savia que fluía en una cubeta.
—¿Qué es lo que te pasa últimamente? —inquirió—. ¿Por qué estás tan susceptible?
—No me gusta estar aquí. —Confesé con tristeza, apartando la vista del televisor.
Robert dejó de dar vueltas, mostrándose súbitamente comprensivo.
—Tampoco a mí. —Se sentó a mi lado en el sofá y me rodeó con los brazos—. Las cosas se solucionarán. No siempre viviremos aquí. Cuando tenga una buena posición nos trasladaremos a un barrio mejor.
Pensé en ese hipotético barrio e imaginé interminables vistas de senderos ajardinados, cercas blancas y niños sonrientes.
—No —le dije.
Estrechó mis brazos con suavidad.
—Ya casi estamos allí. Un año más…
Un año más me acercaría por un año más a una casa en un barrio que no deseaba.
—No —repetí—. Quiero ir a la jungla.
—¿Qué?
Hice un gesto hacia la pantalla del televisor, donde las mujeres indias se acuclillaban ante un fogón.
—Ésa es mi idea de una zona mejor.
—Está bien —dijo.
Se echó a reír. Mi padre también se había reído cuando le dije que seguiría estudiando.
—Éste no es mi sitio. No sé cuál es, pero sé que no está aquí. Sacudió la cabeza, aún sonriendo, incrédulo y divertido por la idea.
—Para ser una mujer inteligente, eres bastante tonta. ¿Qué cuernos harías allí?
Además, después de una semana entre los bichos y la mugre estarías de regreso en casa.
Lo miré con frialdad, preguntándome de pronto si alguna vez me habría escuchado cuando le hablaba de la arqueología y antropología. Lo veía con claridad pero muy distante, como si al reírse se hubiera interpuesto entre los dos una pared de cristal. Diane me llamó desde su habitación. Quería un vaso de agua. Sin decir palabra, me retiré para atender a la niña.
Robert jamás comprendió la naturaleza de mi descontento, ni después de marcharme de casa, ni cuando me corté las muñecas. Siguió esperando que volviera a ser la mujer con la cual se había casado, sin jamás comprender que era una farsa, que nunca existió.
Y así paseaba por el barrio, intentando quemar la energía que me mantenía despierta por las noches, la misma que me impedía descansar. Fue durante una de esas caminatas cuando comencé a ver sombras del pasado. Un grupo de indios partiendo de cacería.
Cuatro mujeres cargando cestas de mimbre llenas de raíces desconocidas. Recuerdo haber visto a un fraile español, montado en un burro cansado, cruzándose en mi camino rumbo a algún lugar importante. Una tropa de soldados a caballo levantaba una polvareda al trotar por la calle asfaltada, y desaparecía al atravesar un edificio que obstruía su camino.
Recordé claramente un día en que no salí a caminar. Diane tenía cinco años y estaba con gripe. Me quedé en casa para cuidarla, dando vueltas por el apartamento. Era agosto y la temperatura no bajaba de los 38 grados. Era una ola de calor que el locutor del informe meteorológico prometía que descendería. Después de horas de rezongar y quejarse, Diane finalmente se durmió. Robert trabajaba de noche en el hospital. Me senté en la mesa de la cocina en una silla de madera que tambaleaba. Hacía calor, mucho calor, y había estado bebiendo cerveza toda la tarde con una vecina, una mujer desaliñada que no tenía nada bueno que decir sobre nadie. Había bebido con ella sólo porque no podía tolerar estar sola. Yo tenía veintiséis años, y me parecía mal estar sola, bebiendo una cerveza tras otra. Pero a las seis, cuando la vecina se marchó, seguí bebiendo cerveza fría y mirando las paredes.
En ese viejo apartamento, el calentador retumbaba, el refrigerador rechinaba, el suelo se resquebrajaba sin ninguna razón visible. Cuando me detuve a escuchar el ruido de la nevera, advertí voces. Parecía una conversación lejana en una fiesta.
Después de irse la vecina, tomé conciencia de que no estaba sola. Muy lentamente, pude ver a la mujer que estaba sentada a la mesa en el sitio que la otra había dejado vacío. Me observaba. La luz de la cocina era tenue. No había encendido la luz del techo y la iluminación crepuscular se filtraba entre la suciedad de las ventanas. El rostro de la mujer estaba en la penumbra, por lo que no lograba reconocerlo.
Sostuve su mirada durante un instante, preguntándome vagamente cómo habría hecho para entrar.
—¿Quiere una cerveza? —le ofrecí.
Rehusó con un gesto.
—¿Qué cree que debo hacer? ¿Huir, o quedarme aquí para cuidar a la niña?
Le había dicho a mi vecina que pensaba dejar a Robert. Se había echado a reír. Según ella, después de unos meses de soledad regresaría corriendo a casa.
La mujer cuyo rostro no lograba distinguir no se rió.
—Huye.
¿Había hablado o se trataba del murmullo del calentador? Las sombras nunca se habían dirigido a mí de ese modo.
Sentí algo frío en el estómago. La cerveza me había sentado mal, el calor me mareaba.
—No puedo abandonar a la niña.
Me esforcé por verle el rostro, pero estaba oculto en las sombras.
—¿Por qué te escondes? —le pregunté—. Háblame. ¿Qué debo hacer?
—Huye. —Otra vez, oí el susurro.
—No puedo huir. Debe haber algo más que pueda hacer. Debe haberlo.
Miró sus manos y las levantó por encima del borde de la mesa para mostrarme lo que tenía entre ellas. En sus palmas abiertas, como una ofrenda ante un altar, había un cuchillo, una afilada hoja de obsidiana que destelleaba bajo la tenue luz.
En algún lugar lejano oí el llanto de un niño y me sobresalté. Reconocí la voz de Diane.
Había despertado de su larga siesta y me llamaba. Miré hacia las sombras y la mujer había desaparecido.
Estaba sentada sola en la plaza. Una enorme polilla —acaso la hermana de la otra, que tanto había luchado por llegar hasta la luz y morir— voló de la oscuridad, se arrojó a la llama pálida de la linterna Coleman, se alejó del cristal y regresó de nuevo a la noche. Me puse de pie; ya no deseaba estar quieta. No quería recordar. Caminé hacia el Templo de las Siete Muñecas, en busca de Zuhuy-kak.
El monte jamás estaba mudo. Al caminar, los arbustos se agitaban a mi alrededor con los suaves y cautos movimientos de los animalitos. Se oía el son de los insectos y a veces el aleteo de los murciélagos nocturnos. Sonidos inofensivos: estaba acostumbrada al monte de noche. Crucé la choza de Salvador y seguí la senda que se perdía en las antiguas ruinas.
Oí un roce, como el de una falda contra el suelo. Miré a mis espaldas: sólo el viento.
Un joven médico arrogante del manicomio me había explicado que me costaba discernir entre mis fantasías y la realidad.
—Usted lo objeta porque no reconozco su realidad —le dije—. Pero yo no tengo problemas para reconocer mi propia realidad.
Por aquel entonces, el doctor sería pocos años mayor que yo, tal vez tendría veintinueve o treinta años. Llevaba el pelo cortado a la usanza militar, estaba bien afeitado, bien bañado, y su consultorio olía a crema de afeitar.
—No veo la diferencia. Hay una sola realidad.
—Ésa es su opinión.
Aún tenía las muñecas vendadas con gasa quirúrgica hasta el codo. Las heridas casi habían cicatrizado pero todavía sentía los brazos rígidos e hinchados. Los crucé sobre el pecho con aire desafiante.
—No me agrada su realidad. No me gusta tampoco la realidad de mi esposo, pero él no me permite modificarla. El joven doctor frunció el ceño.
—Debe cooperar, Betty —dijo, con aspecto de genuina preocupación—. Deseo ayudarla.
—Mi nombre es Elizabeth.
—Su esposo la llama Betty.
—Mi esposo es un imbécil. No sabe mi nombre. Mi esposo intenta acabar conmigo.
El joven doctor protestó: mi esposo se preocupaba mucho por mí, mi esposo quería protegerme. El joven doctor no comprendía que la realidad tiene sombras. La metáfora es lo que quedó de la realidad. Le dije que Robert quería acabar conmigo. En realidad, quería que fuera sumisa y complaciente, tan buena como sólo puede serlo un muerto. No era malvado, pero no comprendía lo que yo necesitaba para vivir. Quería que yo estuviera muerta para el mundo. Cuando vi que las paredes de la sala se cerraban, también lo viví como una especie de verdad. El mundo en que vivía era pequeño y cada vez menguaba más.
El joven doctor creía en una sola realidad, en la que los jóvenes doctores se hacen cargo de las cosas y los pacientes se muestran muy agradecidos. Jamás admitiría una realidad en la cual los espíritus del pasado habitaran las calles de Los Ángeles. Eso no encajaría; no podría ser. En aquella época, el doctor era un joven imbécil. Probablemente ahora fuese un viejo imbécil.
Al llegar a la iglesia española fumé un cigarrillo e intenté oír sonidos de pasos sobre el sendero. Nada. Estaba sola. Acaricié el vendaje que cubría los arañazos allí donde la rama me había desgarrado la piel. La muñeca me dolía, y el dolor me evocó recuerdos. Mi hija dormía cerca y eso también traía recuerdos.
A veces, vuelvo a vivir las imágenes del intento de suicidio, llegan a mí sin que las llame ni las busque. El perfume de la loción para después de afeitar que Robert usaba, el calor húmedo del vapor que se elevaba de la bañera a medida que la llenaba, el contacto del cristal frío contra la piel de mis muñecas… recuerdos de la vez en que cerré la frágil puerta del baño y abrí el grifo del agua caliente para que borboteara en la bañera. No me agradaba la idea de abrirme las muñecas con una navaja, de sentir el frío metal contra la piel. Sostuve un largo fragmento de fino cristal en la mano y sonreí. Eso sería mejor, más apropiado.
Dolió. Lo recuerdo; pero junto al dolor había una especie de anticipación. Estaba de pie al borde de algo enorme; es lo mismo que se siente justo antes del orgasmo, cuando el cuerpo arde con intensidad nueva y cada nervio late con vida, tanta vida que cada movimiento produce dolor y regocijo. Hay sensaciones tan grandes que no pueden ser contenidas en el cuerpo. A estas sensaciones las llamamos dolor, a falta de un nombre mejor. Mientras oprimía el cristal contra la piel sentía más que dolor, más que el frío borde del cristal, y que el flujo cálido de la sangre bajando por el brazo. Podía ver cómo la sangre manaba a borbotones, al ritmo de mi corazón, y dejé que inundara y desbordara la bañera, que recorriera mi cuerpo desnudo. Podría haber luchado contra Robert, pero, cuando irrumpió en el baño yo estaba medio inconsciente. Había ido más allá de la lucha, hasta un gran sitio vacío que rugía con el sonido del mar. Estaba dispuesta a proseguir pero Robert me retuvo.
A veces lo recuerdo. Pero procuro no hacerlo.