Apoyé la frente contra la ventanilla del avión y contemplé la sombra de la nave agitarse sobre la tierra parda que se extendía debajo. El avión se sacudió, como un coche circulando por un camino pedregoso. Volábamos por una zona de turbulencias y sentí un vahído de náuseas. Las manos me temblaban.
Aun así, no me sentía peor que las dos últimas semanas. Tampoco mejor. Al menos me movía. Alejé la mirada de la ventanilla y me restregué los ojos. Ardían de tanto llorar y no dormir. ¿Cuándo fue la última vez que dormí? Hace tres días, tal vez. Algo así. Había intentado dormir, pero cuando me iba a la cama permanecía despierta, con los ojos abiertos y la mirada perdida. Volví a frotármelos y los cubrí con las manos durante un instante, tapando la luz. Tal vez ahora pudiera dormir. Tal vez.
—Disculpe —dijo una voz masculina—. ¿Se siente bien? —alguien me tocó el hombro, me sobresalté, aparté el brazo.
En realidad no había visto al hombre cuando ocupó su asiento a mi lado. Era mexicano, unos años más joven que yo, acaso rondara los veinticinco. Cabello oscuro, pómulos altos.
—Sí —respondí. Mi voz sonó áspera. Me aclaré la garganta—. Algo cansada. —Traté de sonreír para tranquilizarlo, pero mi rostro tenso se resistía a cooperar.
—Pensé que estaba enferma —me observaba con preocupación. Me sentía pálida y medio muerta.
—Estoy bien —repetí.
No se me ocurría ninguna otra cosa que decir. Mi padre había fallecido, podría señalar.
Acabo de terminar una mala relación sentimental o he renunciado a mi empleo como artista gráfica. Podría contarle eso. Me dirijo a ver a mi madre, a quien hace quince años que no veo y creo que me voy a volver loca. Entonces me echaría a llorar y escondería el rostro en el hombro de su chaqueta deportiva y dejaría una enorme mancha húmeda.
Parecía muy serio y muy preocupado por mí.
—Estoy bien —dije, y volví el rostro hacia la ventanilla.
—¿Pasará mucho tiempo en Mérida? —preguntó—. Si es así, puedo sugerirle buenos restaurantes.
Sonreí con cortesía: era una sonrisa de plástico, de muñequita Barbie, una mera curva de labios sin ningún propósito que la sostuviera.
—Gracias, pero estaré en las excavaciones arqueológicas de las afueras de Mérida. No pienso pasar mucho tiempo en la ciudad.
—Seguramente debe de ir a Dzibilchaltún —aventuró, y sonrió cuando asentí.
—¿Cómo lo sabe?
Se encogió de hombros.
—Mérida no es tan grande. Es la única excavación arqueológica del lugar. He oído hablar de la doctora Elizabeth Butler, la mujer que dirige el grupo.
—¿Qué ha oído?
—Que escribe libros.
—Lo sé. —Sonreí muy a mi pesar. Había leído todos los libros de mi madre, cuyos ejemplares de tapa dura compraba apenas salían a la venta.
—¿Cuánto tiempo se quedará?
—No lo sé.
Me recliné contra el respaldo del asiento y cerré los ojos para desalentar toda conversación. Por una vez, el mundo de mi mente quedó en silencio y a oscuras. El avión me llevaba al sur, y no había nada que yo pudiera hacer para acelerarlo ni retrasarlo.
Ahora no se requería nada de mí. No podía detenerme aunque quisiera.
Mis recuerdos de las dos semanas pasadas eran difusos, pero algunas escenas permanecían claras. Recordé la noche anterior al funeral de mi padre. No podía dormir, y en cierto momento, creo que a medianoche, tomé la botella de whisky del estante de licores de mi padre y comencé a beber. El alcohol no detuvo el ruido que latía en mi cabeza, pero su efecto me ayudó a ahogar las voces rezongonas que me decían lo mal que me estaba comportando, y lo avergonzado que estaría mi padre si pudiera verme.
Encendí el televisor y cambié ociosamente de canal, sin detenerme tras el primer anuncio, hasta que sólo quedó un canal en el aire, que transmitía viejas películas hasta el amanecer.
Me senté en el sillón de mi padre y observé a una hermosa actriz platinada discutir con un hombre de rostro escabroso. No necesité ver el resto de la película para saber que la disputa terminaría en nada. Tarde o temprano el hombre de rostro escabroso estrecharía a la rubia entre sus brazos y ella se dejaría estrechar, olvidando todas las desavenencias del pasado. Supe que al final se besarían y se reconciliarían. En las películas siempre se besaban y se reconciliaban.
Mi madre y mi padre solían pelearse, pero por alguna razón nunca llegaban a besarse ni reconciliarse. Cuando discutían jamás gritaban, pero aun cuando mi madre mantenía la voz baja, sus palabras tenían una intensidad aguda y brillante, como el efecto del alcohol sobre una herida abierta. Mi padre también era obcecado, no daba el brazo a torcer.
Recuerdo la vez en que me dijo que mi madre estaba loca. En su tono había un duro deje de reproche, como si de algún modo esa demencia hubiese sido culpa de ella.
Pasaron un anuncio publicitario, y bebí el resto del whisky. Dejé el televisor encendido y deambulé hacia el balcón. La casa de mi padre estaba encaramada en la ladera de una colina, y desde la terraza se obtenía una vista panorámica de Los Ángeles: un manto de luces rutilantes, calles resplandecientes como mándalas distantes, luces de neón, y luces hogareñas. Permanecí contra la baranda, observando la ciudad y pensando en mi madre.
En un momento de súbito adormecimiento, cerré los ojos.
Los abrí ante la oscuridad y el silencio. No había luces, excepto la de la pálida luna creciente que pendía baja sobre el valle sombrío. Se habían apagado las luces de neón, de calles y de autos. La brisa fresca que abanicaba mi rostro traía el distante aroma de fogón de los campamentos. Oí a una lechuza ulular a lo lejos y el rápido latir de mi corazón.
Aferré la baranda con ambas manos, luchando contra una oleada de vértigo. El pánico se apoderó de mí: temí caer sobre la cerca dentro del negro hueco que se abría bajo la terraza y hundirme eternamente en la oscuridad. Cerré los ojos ante la visión y al abrirlos vi las luces de Los Ángeles, lejanas y frías, pero infinitamente tranquilizadoras.
No volví a beber. No dormí, pero dejé de beber. Y en las horas que preceden al amanecer decidí ir en busca de mi madre. La necesidad de verla parecía ligada a mi ebria visión de la caída y a la inquietud que me invadía incluso antes de la muerte de mi padre.
Me revolví intranquila en el asiento, escuchando el zumbar sereno de los motores del avión. Traté de imaginar el rostro de mi madre, dibujándolo en la oscuridad. Un rostro delgado, dominado por vivaces ojos azules. Cabello corto y desordenado, castaño con mechas grises, del color de un perro pastor inglés. Una mujer delgada, cuya ropa era demasiado grande para ella, cuyas manos siempre estaban en movimiento y cuyos ojos miraban curiosos y brillantes. Aunque la imagen mental que me había formado de mi madre era estática y congelada, la recordaba en constante movimiento: caminando, limpiando, cocinando.
Cuando era niña, tenía un ensueño diurno permanente acerca de mi madre: que regresaba a casa. Por qué venía y cómo era algo que cambiaba en cada ocasión. Unas veces llegaba en una camioneta y nos íbamos a una excavación arqueológica. Otras, rugiendo en una motocicleta y me llevaba a vivir con ella en Berkeley. Irrumpía en la ciudad montada en un caballo negro y nos alejábamos galopando hacia la puesta del sol.
Los detalles cambiaban: vestía pantalones vaqueros, atuendos mexicanos, ropa de safari, vestidos comunes… Pero los sueños siempre eran nítidos y brillantes, y el final, feliz.
Quince años atrás había dejado de soñar.
Era la época de Navidad. El aire olía a pinos; el vino de mi madre burbujeaba en su copa. Yo tenía quince años, y estaba sentada sobre la alfombra al lado del fuego. Robert, mi padre, descansaba cerca en un sillón.
Mi madre se sentó sola, en un sillón antiguo de horrendos brazos tallados y tapizado de brocado. Apoyaba el brazo izquierdo por encima del respaldo del sillón, y la manga de la camisa, muy holgada para ella, quedó replegada dejando al descubierto las cicatrices blancas que surcaban sus muñecas. Alrededor de las marcas, la piel estaba bronceada.
Robert y mi madre hablaban con toda cortesía.
—¿Te quedarás en la ciudad? —preguntó Robert.
—En el Biltmore —respondió—. Mañana regreso a Berkeley. He estado en Guatemala dos meses, y tengo mucho que hacer.
En ese momento, me preguntaba qué tendría que hacer mi madre. Parecía fuera de lugar en casa de mi padre, pero no lograba imaginar ningún sitio donde ella no estuviera fuera de lugar. Estaba un tanto nerviosa y a menudo miraba el reloj que había sobre la chimenea.
—¿En qué lugar de Guatemala estuviste? —le pregunté.
—Cerca del lago Izabal —replicó mi madre—. Excavando una zona muy pequeña. Un centro comercial. Hallamos vasijas de Teotihuacán, cerca de Ciudad de México, hacia el norte. —Se encogió de hombros—. Discutiremos durante meses acerca de cómo interpretar los hallazgos. —Esbozó una sonrisa brillante y sincera, muy distinta a aquella con la que había saludado a Robert—. Después de todo, los arqueólogos necesitamos ocupaciones en invierno.
—¿Deseas más vino? —preguntó Robert, interrumpiendo mi siguiente pregunta. Se apresuró a llenarle la copa.
Luego él cambió de tema y habló de la casa, de sus negocios y de mis estudios.
Cuando mi madre terminó el vino, intercambiamos regalos. El mío estaba envuelto en papel marrón, y ella se disculpó por el envoltorio.
—El mercado guatemalteco no ofrece gran cosa en cuanto a papel de envolver se refiere —dijo en un tono seco que parecía implicar que yo ya había estado en Guatemala y conocía muy bien el mercado.
Era una camisa de una pesada tela tejida en hilos negros y burdeos. En los bolsillos y en la espalda se veía bordado y ribeteado un estilizado pájaro.
—En el mercado se ve a las mujeres tejer estas túnicas —aclaró mi madre—. Es un pájaro quetzal, el símbolo de Guatemala. Se les llama camisas quetzal.
Me puse la prenda sobre la camiseta. Me venía algo grande, pero la estreché con los brazos.
—Es preciosa —dije—. Preciosa.
—Es un poco grande —acotó Robert desde su silla cerca del fuego.
—Ya creceré para llenarla —respondí, sin mirarlo—. Estoy segura de que me irá bien.
Hubo más conversación de cortesía pero no la recordaba toda. Robert la felicitaba por su segundo libro, que acababa de publicarse y recibía buenas críticas. Mi padre la despidió en la puerta. Acompañé a mi madre hasta el coche. Ese día había llovido y las calles estaban algo húmedas. Pasó un automóvil y los neumáticos chirriaron sobre el pavimento. Las luces navideñas que mi padre había colocado en el porche frontal se encendían y se apagaban intermitentemente: rojas, azules, verdes, amarillas…
Me detuve al lado del coche de mi madre. Cuando abrió la puerta delantera se encendió la luz del interior y vi un tumulto de cosas en el asiento de atrás: dos paquetes envueltos también en papel marrón y atados con cintas, un sucio talego de loneta adornado con hebillas de equipaje y un sombrero de paja con una banda de cuero de serpiente que sostenía tres plumas azules. Mi madre se sentó en el asiento y cerró la puerta.
—¿Dónde pasarás la Navidad? —le pregunté.
—Con algún amigo —respondió—. Al día siguiente me marcharé a Berkeley. —Oí el sonido metálico de la llave al hundirse en el contacto del vehículo.
—¿Puedo ir? —le pregunté deprisa—. No molestaré. Pensé que tal vez… —Me detuve, atrapada en un enredo de palabras.
Las luces de colores se reflejaban en su rostro: rojas, azules, verdes, amarillas, rojas, azules. Lo recuerdo con claridad, congelado como en una foto instantánea. El aire era muy frío.
—¿Venir conmigo? Pero tu padre… —se interrumpió—. Debes pasar la Navidad con él.
—Quiero pasarla contigo —dije en voz baja—. Lo necesito.
Observé su rostro bajo la luz intermitente. Ya no estaba congelado: sus ojos se habían entrecerrado y la boca estaba tensa. Cansada, infeliz, tal vez atemorizada. Su mano aferraba el volante y las luces insistían: rojas, azules, verdes…
—Pronto me marcharé —comenzó—. Otra excavación. No puedo… Algo no había funcionado como en mis sueños. Me aparté del coche.
—No importa —respondí—. Olvídalo. Olvídalo.
—Toma —me dijo. Extendió la mano hacia el asiento trasero y sacó una pluma azul de la cinta que rodeaba el sombrero—. Es una pluma de quetzal. Trae buena suerte.
Permanecí de pie en la calzada, sosteniendo la pluma azul mientras ella daba marcha atrás para partir. Las luces de colores se reflejaban en el pavimento húmedo, y mientras se alejaba, las llantas se despidieron con un susurro. Arrojé la pluma a la acera. Cuando la busqué por la mañana, se la había llevado el viento.
Me despertó el sonido rasposo de la voz de la azafata por el altavoz. «Atención, por favor, ajústense los cinturones y coloquen sus asientos en posición vertical. Vamos a aterrizar en el aeropuerto de Mérida. Deseamos que disfruten de su estancia en Mérida y agradecemos su confianza en la compañía Mexicana». La voz repitió rápidamente el mensaje en español. Capté unas pocas palabras, aprendidas en las clases de castellano de la escuela secundaria largo tiempo atrás.
El hombre que viajaba a mi lado me sonrió y dijo:
—¿Se encuentra mejor?
Asentí, le obsequié con mi sonrisa mecánica y miré hacia la ventana para eludir la conversación. A través de ella vislumbré una alfombra verde polvorienta, moteada de quemaduras de cigarrillo, y unas manchas de un gris blancuzco. A medida que el avión se acercaba para aterrizar en Mérida, la alfombra se convirtió en arbustos espinosos; las manchas, en caminos y pequeños campos. Divisé finas líneas negras que dividían la superficie: rutas que se dirigían al golfo de México o a la costa del Caribe. Luego el avión tomó tierra y sólo vi la pista y la terminal.
Me sentía desorientada y extraña. El mundo fuera del avión parecía plano e irreal, como una imagen sobre la pantalla de un televisor. El sol deslumbrada; parpadeé, pero aun así hería la vista. El avión se internó en la sombra del aeropuerto y las personas a bordo empezaban a desperezarse, a conversar y a abrirse paso entre los pasillos, ansiosas de ir a alguna parte. El hombre que había viajado a mi lado ya estaba de pie. Me miró un instante.
—¿La puedo ayudar en algo? —preguntó.
—No —le dije—. No, gracias.
No quería ayuda. Quería estar sola. No se movió, y comencé a hurgar debajo de mi asiento para dar con mi bolso. Cuando lo encontré, ya se había dado por vencido y avanzaba por el pasillo. Mientras los pasajeros descendían, extraje un espejito de mi neceser y me observé. Estaba pálida. Al levantar las gafas de sol reparé en las ojeras que enmarcaban mi mirada. Me senté un rato, esperando que saliera otro grupo de pasajeros, y me encaminé hacia la puerta tras el último.
Mientras descendía las escaleras en Mérida, advertí que nadie me detendría. Viajaba huyendo de mi casa, de mi trabajo, de mi antiguo amante. Nadie me había detenido.
Vacilé, parpadeando ante el sol estridente. La escalera de embarque me parecía demasiado alta; el aeropuerto, muy lejano. Recordé mi visión de la caída y me aferré al pasamanos, incapaz de dar un paso más.
—¿Tiene algún problema, señorita? —me preguntó la azafata a mi lado.
—No —me apresuré a decir—. Ningún problema.
Las escaleras producían un ruido metálico bajo mis pies. Mientras me dirigía a la terminal sentía el calor que despedía el asfalto.
Avancé hacia la sombra del edificio, con la cabeza erguida y la sonrisa compuesta.
Esperé a que la cinta transportadora me devolviera la maleta y dejé que la multitud se apiñara a mi alrededor. Intenté captar alguna expresión coloquial en español, pero no lo conseguí. Atrapé la maleta y salí del edificio.
—¿Taxi? —ofreció un viejo de pie ante un Chevrolet azul, viejo y sucio. Asentí y le dije en mi mejor español académico que quería ir a las ruinas, pero se negó a comprender.
—Sí —dijo—. A Mérida.
Llevaba un sombrero de paja ladeado en la cabeza, y al sonreír mostraba unos dientes partidos y oscurecidos por la nicotina.
—Al pueblo —se empecinó.
—No —repliqué—. A Dzibilchaltún. —El nombre se me atascó en la garganta y el taxista frunció el ceño.
El joven del avión apareció a mi lado y apoyó la mano muy suavemente sobre mi hombro.
—¿Quiere ir a Dzibilchaltún? —me preguntó.
Luego habló con el taxista en rápido español. Los dos discutieron un instante, y el hombre del avión me dijo:
—La llevará hasta allí por setecientos pesos. ¿Le parece bien? Y si está en la ciudad, prométame que vendrá a verme. Me llamo Marcos Ortega. Me encontrará en el Parque Hidalgo. Busque a un vendedor de hamacas llamado Emilio. Es mi amigo y sabrá si estoy por allí. —La mano seguía posada sobre mi hombro—. ¿Prometido?
Asentí y le ofrecí una sonrisa casi real. Mientras partía en el taxi me volví para mirarlo.
De pie en la curva, me observaba con una curiosa expresión.
Las calles de Mérida son estrechas y onduladas, apenas mejores que callejuelas. Las casas y las tiendas se apiñan unas con otras, formando un muro ininterrumpido de fachadas descascarilladas pintadas de colores que alguna vez debieron de haber sido brillantes: turquesa, naranja, amarillo, rojo. El sol destiñe la pintura y les añade un suave tono pastel.
Vi la ciudad fragmentada desde la ventanilla del taxi: una hilera de escaparates, cada uno de sus marcos pintados en distintos tonos de azul, y todos descascarillados. A través de una puerta abierta vislumbré un interior en penumbra y una hamaca meciéndose. Un grupo de hombres holgazaneaba en una esquina, fumando. Un pequeño parque con una estatua en el centro. Una gruesa mujer paseando a un niño por la vereda. Una hilera de edificios de piedra enmarcando el extremo del parque. Árboles coronados de capullos carmesí. El taxi apenas esquivó una motocicleta que llevaba a un hombre, una mujer, un bebé y una niña, y sorteó un carro tirado por un caballo de aspecto cansino. Finalmente, nos alejamos de la ciudad por una ancha carretera.
La autopista se extendía recta a través de un paisaje de árboles amarillentos y de malezas, interrumpido cada tanto por un puñado de chozas. Pasamos a un grupo de hombres que estaba reparando el camino. El taxista tocó la bocina y siguió avanzando sin detener la velocidad.
Pensé decirle al hombre que había cambiado de opinión; que diera la vuelta y regresara a Mérida. Pero no podía decirle todo eso en español, y él ya se desviaba por un camino lateral. Mantuve los puños cerrados, e hice un esfuerzo para relajarme. Intenté respirar hondo para tranquilizarme.
Había cometido una locura esta vez, y lo sabía. Iba a aparecer sin avisar en un sitio donde nadie me quería. Había sido estúpido pensar que podía hacerlo. Me sentí mareada.
A un lado del camino, crecían en hileras ininterrumpidas arbustos espinosos. Al otro lado, los árboles y matorrales sobrepasaban el vehículo. El taxista no reducía la velocidad ante los pozos, el coche se sacudía y tambaleaba contra las rocas y levantaba nubes de polvo. Pasamos un puñado de casas de estuco algo derruidas. El conductor aminoró la marcha para que unos pollos se alejaran de nuestro paso. Cruzó un arco y se internó por un camino polvoriento hacia un grupo de cabañas con techo de palmera que se veían aún más devastadas que las casas de estuco.
El polvo se asentó lentamente. El lugar parecía desierto. De una choza colgaba una soga con ropa tendida: tres camisetas y un par de pantalones vaqueros. El toldo que daba sombra a un grupo de mesas plegables ondeaba al compás de la ligera brisa.
El taxista abrió la puerta y dijo algo en español. Vacilé, y luego salí del vehículo.
—¿Dónde están las ruinas? —pregunté.
—¿Las ruinas? —contestó en español. Frunció el ceño y señaló las chozas con la mano.
Vi que un hombre de cabello blanco se asomaba por la cortina de una de las chozas, echaba un vistazo al taxi y se acercaba hacia nosotros. El sol quemaba la piel. Traté de sonreír al hombre de cabello blanco. Afortunadamente las gafas de sol escondían mis ojos.
—Usted querrá que el taxista espere —aventuró el hombre. Se detuvo, con las manos en los bolsillos, bajo la sombra dispersa de un árbol—. No hay mucho que ver aquí y tendrá que caminar un largo trecho hasta llegar a la parada de autobús o a la autopista más cercana.
—¿No hay una excavación aquí? —titubeé.
El hombre no apartó las manos de los bolsillos.
—Es cierto —dijo—. Pero no hay mucho que ver.
—Estoy buscando a Elizabeth Butler —anuncié—. Soy su hija, Diane Butler. ¿Está aquí?
Sacó del bolsillo una de las manos para echarse atrás el sombrero de paja. Sus ojos eran azules y acechantes.
—Ya entiendo —dijo—. Bueno… —hizo una pausa—. En ese caso debería dejar que el taxi regrese. —Otra pausa—. Liz no me dijo que vendría.
—No lo sabe.
—Ah —asintió.
—¿Está aquí?
—Está nadando. Enviaré a alguien a buscarla. —Dio la vuelta y miró hacia las chozas. Un hombre avanzaba por la plaza en nuestra dirección—. Hey, John, ¿podrías ir a buscar a Liz? Tiene visita.
Detrás de mí, el taxista sacaba mi maleta del portaequipajes. La apoyó en el suelo a mi lado y dijo algo en español. Revolví en mi bolso buscando dinero, agradecida por poder desviar la mirada del hombre aun por un instante. El taxi se alejó en una nube polvorienta y allí me dejó.
El hombre agarró la maleta con una mano y con la otra me aferró del brazo.
—Debes de tener calor y sed. Te prepararé algo de beber mientras esperamos a tu madre.
—Creo que se sorprenderá al verme —dije. No disimulé las lágrimas que comenzaban a correr por mis mejillas. Ni siquiera sabía por qué lloraba.
—Tranquila. Todo irá bien. —Me rodeó los hombros con su brazo cálido y polvoriento.
No podía parar. Las lágrimas parecían brotar por su propia voluntad, no porque yo lo quisiera, y su voz se escuchaba muy distante. El pañuelo que me ofreció olía a polvo.
—Te prepararé algo de beber y me contarás qué sucede. —Me hizo dar la vuelta y caminamos lentamente.
—Lo siento… —Las palabras se me atragantaron y no pude decir nada más.
—No tienes de qué preocuparte —me tranquilizó, y mantuvo su brazo alrededor de mis hombros.
Me condujo por una plaza central hasta el interior de una de las chozas. La cortina que obstruía el paso se cerró detrás de nosotros.
Su choza era una habitación pintada de cal blanca, amueblada con dos sillas plegables, una nevera, un pequeño baúl, una mesa plegable que servía de escritorio, y una hamaca que colgaba de la viga central de la choza y se ataba a un costado de la habitación. La mitad de la choza estaba repleta de cajas de cartón duro, picos, palas y sacos.
Me ofreció una de las sillas, hurgó en el baúl buscando vasos de plástico y luego en la nevera en busca de una botella de ginebra.
—Soy Anthony Baker —me contó—. Pero llámame Tony. Si eres hija de Liz, te gustará el gin-tonic…
Asentí y traté de sonreír. No tuve más éxito que afuera. La sonrisa quedó retorcida en el rostro, como una mueca.
Tony sirvió dos vasos y buscó cubitos de hielo en el fondo del refrigerador. Estudié su rostro cuando me acercó la bebida. Era como el tío que todos desean tener. Se sentó en la otra silla y apoyó el vaso en una rodilla y la mano en la otra.
—¿Reciben muchas visitas inesperadas? —pregunté.
—No muchas.
Bebí un sorbo. La bebida era fuerte y sabía ligeramente a hielo derretido y a plástico.
—Lamento hacerte perder el tiempo —me disculpé.
—No te preocupes. Tengo mucho tiempo —dijo—. Eso es algo que los arqueólogos terminamos por aprender. No tenemos prisa. Las ruinas han estado allí durante miles de años. Esperarán un poco más. —Estudió mi rostro sobre el borde de su vaso—. Estar en el Yucatán cambiará tu concepto del tiempo. La gente que vive aquí piensa como los arqueólogos. Hace dos mil años, sus tataratatarabuelos quemaron una extensión de tierra en el monte y sembraron maíz con una rama. Esta primavera, Salvador quemará una extensión de tierra en el monte y sembrará maíz haciendo hoyos con una rama. La gente que vive con un esquema de tiempo tan grande no se preocupa mucho por lo que se tarde en tomar una bebida con la hija de una vieja amiga. —Se encogió de hombros—. Si te quedas aquí algún tiempo aprenderás esa actitud. Sabrás tomarte tu tiempo.
Miré el vaso de plástico, y lo hice girar entre mis manos.
—Tenía que hablar con mi madre —expliqué—. Sé que debería haber escrito o llamado, o algo, pero… —me encogí de hombros—. Es un poco extraño aparecer aquí sin avisar.
—Algunos dicen que es extraño que un adulto pase los veranos cavando entre el polvo.
Personalmente, intento no hacer juicios de valor.
—Tenía que haber escrito primero —insistí.
—No veo que eso sea un problema —dijo—. Podemos extender otra hamaca. Puedes aprender a dormir en ella, ¿no?
Asentí.
Retiró el vaso vacío de mi mano y me sirvió otra bebida sin preguntarme si quería.
Cuando tomaba el primer sorbo oí pasos fuera de la choza, y un golpe en la viga de la puerta.
—Oye, Tony —dijo una voz de mujer—. ¿Qué es eso de que hay visitas?
El haz de luz que entró en la choza cuando descorrió la cortina me cegó por un instante. Parpadeé, mirando la figura que entraba por la puerta.
El cabello de mi madre era más gris de lo que recordaba. Estaba húmedo, y las puntas se rizaban en su cuello a medida que se iban secando. Llevaba una toalla extendida sobre los hombros.
Tenía el ceño fruncido. Quise sonreír, pero una vez más fracasé en el intento.
—Hola —le dije—. Sorpresa. —Me puse de pie y me sentía incómoda. No sabía qué hacer con las manos. En un primer momento se mostró preocupada. Asombrada y preocupada, pero no enfadada, pensé.
—¿Diane? —exclamó—. ¿Estás bien? ¿Qué diablos haces aquí? Tony estaba sirviendo otra bebida, con tal de mantenerse ocupado.
—Mi padre ha muerto —dije—. Hace dos semanas. —No lloré y mantuve la voz firme.
Esperé su reacción, pero la expresión de mi madre no varió. Se sentó en el borde del baúl.
—Entiendo —se limitó a decir.
—Murió de un ataque al corazón —comencé a hablar muy deprisa, pero no podía detenerme—. Quería conversar contigo. Papá siempre me lo impedía. Pensé que podía venir y quedarme un tiempo.
—¿Aquí? —Todavía parecía preocupada e intrigada—. Durante un tiempo… Supongo que puedo quedarme.
—Podría ocupar el lugar de esa alumna mía que se retiró —dijo Tony ofreciéndole un gin-tonic—. ¿No te parece? Te enseñaremos a clasificar vasijas —me alentó.
Yo observaba a mi madre. Asintió con cautela y aceptó la bebida que Tony le había preparado. ¿Estaría aliviada? ¿Enojada? ¿Preocupada? No conseguía interpretar su rostro.
—¿Quieres hacerlo, Diane?
—Me gustaría intentarlo —dije—. Prometo no molestar. No ocasionaré problemas. De verdad.
Tony se sentó en la silla y mi madre en el baúl. Hablaron de qué choza ocuparía, en qué grupo me incluirían y otras circunstancias. Sostuve mi vaso y observé el rostro de mi madre y sus manos mientras hablaba. Por un instante me sentí menos tensa.
Antes de cenar, mi madre me llevó a recorrer la zona central de las ruinas. Su paso era ligero, y hablaba de gente que había muerto un millar de años atrás. Parecía muy encariñada de esas personas muertas. Mientras caminaba, observaba las rocas que había a nuestro alrededor, los árboles y la tierra que se extendía bajo nuestros pies. No miraba mi rostro, pero no porque me quisiera evitar. Los árboles, las piedras y la tierra árida le resultaban más interesantes que yo. Su sombrero de paja dibujaba sombras en su cara. Vestía pantalones color caqui y una camisa holgada de manga larga.
Pasamos una pared baja y un fragmento derrumbado perteneciente a un arco.
—La vieja iglesia —explicó mi madre—. Los españoles la construyeron con mano de obra india y piedras de los templos mayas.
Hablaba a fragmentos: breves ráfagas de información en una especie de taquigrafía verbal que eliminaba las palabras cortas y recortaba las frases. Esta forma de hablar coincidía con su actitud general; desbordaba ansiedad por actuar, por iniciar nuevos proyectos, por terminar viejos planes, por talar la vegetación y construir pirámides. Era un palmo más baja que yo, pero debí esforzarme por seguir su paso.
—Acabo de encontrar una posibilidad interesante allí —dijo, con un gesto difuso—. Cámara subterránea, creo. El lunes comenzaremos a trabajar.
La luz se reflejaba en las rocas y agradecí haber traído las gafas de sol. El cielo era de un azul ininterrumpido: no había nubes, ni atisbo de sombras. Ni siquiera la espesa vegetación parecía fresca: los árboles se veían sedientos y marchitos. El camino estaba flanqueado por cúmulos de escombros de los cuales brotaban los arbustos.
—Necesitarás un sombrero —profirió mi madre, mirándome—. Mantente alejada del sol, o terminarás desmayándote. En el mercado puedes comprar uno.
Asentí rápidamente, consciente de que ésta era la primera vez que admitía que su hija se quedaría algún tiempo. En la choza, Tony había sugerido dónde quedarme, qué hacer… Mi madre se había limitado a dar su aprobación.
—No sabía que haría tanto calor —confesé.
—A veces no hace tanto —me dijo—. Pero otras es más fuerte. —Me lanzó una sonrisa fugaz, tan rápida que cuando se apagó apenas pude creer que la había visto—. Cuando llegan las lluvias hace el mismo calor, pero es más pegajoso. —Levantó su sombrero y pasó la mano por el cabello sin vacilar ni detenerse un solo paso.
Había visto fotos de las ruinas de Chichén Itzá, Copan y Palenque: grandes montículos derruidos de bloques de piedra, casi ocultos debajo de las enredaderas y plantas tropicales; inmensas pirámides y fachadas esculpidas; gigantescas cabezas de piedra que asomaban entre el denso follaje. Ahora esperaba sombras y misterio, la prosa de algún secreto.
Aquí el sol brillaba demasiado para que hubiera secretos, y no se veían pirámides.
Al final de nuestro camino, sobre una plataforma baja, se erigía un pequeño edificio construido de piedra color arena. La edificación era una caja con techo plano. Sobre la caja había otra caja más pequeña. Y sobre ésta, una tercera, formando una pila de tres cuerpos: grande, mediano y pequeño. Salvo por el techo, el edificio parecía el dibujo infantil de una casa: suelo plano, un rectángulo oscuro en lugar de la puerta y dos ventanas cuadradas.
—… el Templo de las Siete Muñecas —estaba diciéndome mi madre—. Es el único edificio que se ha reconstruido. Estamos trabajando sobre algunos templos aislados por allá. —Otro gesto vago de su mano en dirección al sol poniente.
Seguí sus pasos hacia el Templo de las Siete Muñecas. Dos palomas volaron a medida que nos acercábamos a la cima.
—Verás algunas abejas —me anticipó—. Hay una colmena en una de las vigas.
Llegamos arriba. Mi madre se sentó en el escalón superior, a un lado de la puerta abierta, donde el edificio la resguardaba del sol.
—Descansa —sugirió.
Vacilé un momento, preguntándome si no sería una especie de prueba. Tal vez debía explorar el edificio antes de descansar. Tal vez debía hacer preguntas, y no sentarme.
Me senté al otro lado de la puerta y miré hacia el campamento.
Mi madre sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos. Extrajo uno y me convidó.
Negué con la cabeza y apoyé el paquete sobre los escalones, a su lado.
—Mala costumbre, lo sé —dijo, encendiendo el cigarrillo y reclinándose en la puerta—. Hace cinco años que Tony intenta hacerme dejar de fumar. —Se encogió de hombros—. A mi edad, ya no parece valer la pena.