Hace un millar de años, siglos antes de que llegaran los conquistadores españoles, los mayas abandonaron sus centros ceremoniales. A partir del año 900 d. C. dejaron de erigir templos, y ya no tallaron estelas, esos monumentos de piedra con jeroglíficos grabados que conmemoraban importantes eventos. Huyeron de los centros ceremoniales y se internaron en el bosque.
¿Por qué? Nadie lo sabe, pero todos están dispuestos a especular. Cada arqueólogo tiene su teoría. Algunos mencionan el hambre causada por la superpoblación y por años de agricultura intensiva. Otros sostienen que hubo una catástrofe: un terremoto, una sequía o alguna plaga. Algunos lo atribuyen a la invasión de los toltecas, grupo militarista proveniente del valle de México, y aún otros sugieren que la clase campesina se rebeló y se alzó para derrocar a la elite gobernante.
Me gusta señalar los vacíos de las demás teorías pero admito, con toda libertad y sinceridad, qué no tengo la menor idea de por qué los mayas abandonaron sus ciudades y se dispersaron a lo ancho y a lo largo del monte. Mi teoría favorita es la que una vez me contó un macilento maya medio santo que vivía cerca de Chichén Itzá, sobre una botella de aguardiente: «Los dioses dijeron que la gente tenía que irse. Y la gente se marchó».
A veces sueño con una ciudad abandonada. Sueño que cada día el sol brilla sobre las paredes, destiñe las pinturas estucadas y resquebraja el yeso que cubre la piedra. El viento del crepúsculo, al soplar deshilacha el lienzo que alguna vez separó las habitaciones del mundo exterior e introduce hojas y polvo por las rendijas de las puertas.
Cuando llegan las lluvias, socavan los peldaños de piedra, arrastran restos de argamasa y ahogan las pequeñas plantas que habían logrado asomar por las hendiduras. Los ciervos pacen en la nueva hierba que crece sobre los patios. Los roedores devoran el maíz olvidado en las cámaras subterráneas y desparramado por los labriegos en la premura de la partida. Los ratones, roedores de corta memoria, no temen el regreso de los habitantes.
En la habitación de un templo, una hembra de jaguar ha hecho su hogar, y amamanta a sus crías debajo de una estatua del Chaac y entre un revoltijo de hojas traídas por el viento.
A veces sueño con temblores: la tierra se estremece como si tiritara de frío. Las vigas de madera que sostienen los techos se parten y las paredes de ladrillos se tuercen de tal forma que no hay piedra que pueda seguir descansando sobre la otra. El muro se derrumba.
En mis sueños, brilla sobre los templos mayas el sol junto al rostro de Ah Kinchil, la suprema deidad. Desde las grietas de las piedras, pequeños árboles se elevan hacia el astro. La lluvia cae y corre sin orden ni concierto entre las piedras que se inclinan a un lado y a otro. Los pájaros cantan sobre las ramas y las lechuzas acuden por la noche a cazar, haciendo presa de los ratones petulantes que tenían el lugar por suyo.
Con escasa frecuencia, sueño con un hombre delgado vestido con los pantalones blancos del habitante de Yucatán o con una mujer ataviada en un pulcro huípil blanco, el vestido bordado que lucían las campesinas. El hombre, o la mujer, llega en silencio a las ruinas, cauteloso por miedo a que los dioses de los ancestros desaprueben su visita. Los que regresan temen más que los ratones. Recuerdan el pasado y conocen su poder. La luz de las velas persigue las sombras un instante. El visitante quema incienso, musita plegarias y oraciones, y sacrifica un pavo para los dioses. Luego desaparece en la noche.
El jaguar y sus cachorros acaban el pavo y las sombras retornan a las ruinas.
La ciudad con la que sueño no es siempre la misma. A veces es Uxmal, y veo cómo las golondrinas construyen sus nidos en las fachadas elaboradamente talladas. Otras es Tulúm, y escucho el romper de las olas bajo la Casa del Cenote, y el zumbido de las abejas que levantan su colmena en la torreta del vigía, al norte de la muralla que rodea la ciudad. A veces es Coba, y veo los árboles echar raíces entre las piedras del campo de pelota, ladeando las piedras talladas. El musgo se apodera de las ramas y a su alrededor revolotean los pajaritos, esas aves que ríen. La ciudad con la que sueño no es la misma, pero la lenta decadencia siempre está allí. Las sombras persisten.
No sé por qué se fueron los mayas. Sólo sé que las sombras quedaron en su lugar.