Capítulo 1
Elizabeth Butler

—Yo revuelvo trastos viejos —le dije a la elegante joven enviada por un popular semanario femenino para que escribiera una breve nota sobre mi trabajo—. Ando entre la suciedad, eso es lo que hago. Desentierro indios muertos. En realidad, los arqueólogos no somos mucho mejor que los basureros: curioseamos los restos que deja la gente cuando muere, se muda, construye una nueva casa, una nueva aldea, un nuevo templo. En realidad somos recolectores de basura. ¿Ha quedado claro?

La sonrisa de la esbelta jovencita vaciló trémula, pero prosiguió la entrevista, haciendo gala de su entereza.

Eso fue en Berkeley, poco antes de la publicación de mi último libro, pero el recuerdo del reportaje ha permanecido en mi memoria. Sentí lástima por la periodista y por el fotógrafo que la acompañaba. Era tan obvio que no sabían qué hacer conmigo…

Soy una mujer mayor. Tengo el cabello gris y castaño. Del color de los monumentos de piedra caliza que los mayas erigieron un milenio atrás. Los años me han curtido el rostro; el sol ha hendido surcos alrededor de mis ojos, el viento ha tallado arrugas. A mis cincuenta y un años, ya soy una anciana problemática.

Mi nombre es Elizabeth Butler; mis amigos y alumnos me llaman Liz. La Universidad de Berkeley, en California, me cuenta entre sus conferenciantes y arqueólogos, pero en realidad soy un topo, un recolector de residuos. Me sorprende y a la vez me complace haber sido capaz de abrirme paso en la vida con semejante ocupación.

Suelo discutir con la gente que se dedica a hurgar en la basura. Tengo fama de hacer demasiadas preguntas embarazosas en las conferencias cuando los demás revelan sus hallazgos. Siempre me ha gustado hacer preguntas embarazosas.

A veces, para desesperación de mis colegas académicos, escribo libros acerca de mis actividades y de las suyas. En general, creo que mis compañeros recolectores de residuos ven mi trabajo con ojos suspicaces porque se ha hecho bastante popular. La popularidad no es garantía de una labor académica debidamente rigurosa. Desconfían de mi obra, y en ello intuyo la desconfianza que sienten por mí. Mi trabajo tiene cierto deje especulativo. Narro historias sobre la gente que habitó las ruinas y a mis colegas no les interesan estos cuentos. En los círculos académicos me quedo al margen, donde nunca llega el calor del fuego; soy una extraña irreverente, una solitaria que prefiere el trabajo activo a la universidad, y la lectura general a las publicaciones académicas.

Pero tampoco gozo del favor de la prensa. Sé que inquieté a esa periodista. Hablé de la suciedad y de cerámicas cuando ella quería escuchar romances y aventuras. El fotógrafo —un joven más acostumbrado a retratar beldades platinadas que arqueólogos vetustas— no sabía qué hacer con mis arrugas y fisuras. Me hacía colocar en una posición, y luego en otra. Finalmente, tomó fotografías de mis manos señalando el dibujo de una vasija, sosteniendo un pendiente de jade y mostrando cómo utilizar la mano y el metate —mortero donde los mayas trituraban el maíz.

Mis manos dicen más de mi historia que mi rostro. Están curtidas y arrugadas, y en el dorso puede rastrearse el derrotero de las venas. Las uñas son cortas y duras, como las pezuñas de algún animal excavador. En las muñecas se ven las blancas cicatrices verticales que testimonian el intento de huir de mi ex esposo y del mundo de la manera más drástica posible. El fotógrafo de la revista procuró que las cicatrices no se vieran.

Creo que la reportera que me entrevistó esperaba relatos sobre tumbas, oro y glorias.

Le hablé del calor, de las enfermedades y de las picaduras de insectos. Describí la ocasión en que se me rompió un eje de la camioneta a ochenta kilómetros del sitio más cercano, esa otra vez que todos mis alumnos enfermaron simultáneamente de diarrea y cuando las autoridades locales me retiraron la mitad de los obreros para reparar una carretera.

—Las postales jamás muestran los insectos —le dije—. Hormigas ponzoñosas, avispas, mosquitos, cucarachas del tamaño de una mano. Las postales nunca muestran el calor.

A pesar de no haberle dicho lo que ella deseaba escuchar, me divertí. Supongo que no creyó todas mis historias. Todavía piensa que los arqueólogos andan ataviados con cascos y que descubren tesoros todas las mañanas antes de desayunar. Me preguntó por qué me pasaba la vida entre excavaciones, si las condiciones eran tan desagradables como las pintaba. Recuerdo que al preguntármelo dejó escapar una sonrisa, esperando que hablara de la excitación de los hallazgos y del placer de desenterrar civilizaciones perdidas.

—Lo hago porque estoy loca —confesé, pero sospecho que no me creyó.

Hacía tres semanas que había comenzado la temporada de excavación en Dzibilchaltún cuando Tony, Salvador y yo nos reunimos en consejo de guerra. Nos sentamos alrededor de una mesa plegable en un extremo de la plaza central, un área de tierra apisonada rodeada por chozas de adobe. La plaza servía de comedor, aula, punto de encuentro y, en ese momento, de sala de conferencias. La cena había concluido y bebíamos con morosidad un café acompañado de un fuerte aguardiente autóctono.

La situación era la siguiente: contábamos con treinta hombres para realizar un trabajo que sería difícil lograr con el doble de obreros. Nuestro presupuesto era escaso, y nuestro tiempo, limitado. Ya llevábamos tres semanas de trabajo de las ocho que teníamos asignadas. Hasta entonces no habíamos tenido suerte. Las autoridades acababan de disponer de diez de nuestros hombres para reparar el camino que iba de Mérida a Progreso. En el Yucatán, la temporada de obras viales coincide con la de excavación, y se extiende durante un breve periodo antes de que comiencen las lluvias primaverales. En cinco semanas —o antes, si la suerte nos era adversa— vendrían las precipitaciones y tendríamos que concluir nuestro trabajo.

—¿Les parece que vaya a ver al comisario de la Dirección de Carreteras? —pregunté—. Le diré que necesitamos estos hombres. Estoy segura de poder convencerlo.

Salvador dio una calada a su cigarrillo, se reclinó en la silla y cruzó los brazos.

Trabajaba en las excavaciones desde que, de adolescente en Piste, colaboró en la restauración de Chichén Itzá. Era un buen capataz, un hombre inteligente que respetaba a sus empleados y a quien no le agradaba contradecirme. Su mirada se posó en algún punto a mis espaldas.

—Supongo que eso quiere decir que no —dije, mirando a Tony.

Éste sonrió. Anthony Baker, quien dirigía conmigo la excavación, me llevaba pocos años de edad. Nos habíamos conocido treinta años antes en las ruinas Hopi, en Arizona.

De joven había sido afable y despreocupado. Seguía siendo despreocupado. Sus ojos eran de un deslumbrante tono azul. Su cabello rizado —hoy blanco, antaño rubio— era ralo allí donde antes fuera espeso. Tenía el rostro delgado por el paso de los años, y bronceado como siempre. Cada temporada se bronceaba, se despellejaba y se volvía a broncear, pese a todos sus esfuerzos por eludir el sol. Tenía la voz grave y ronca de tanto whisky; era un profundo alud que provenía de la garganta, como la voz de los osos en los cuentos de hadas.

—Diría que tienes razón —convino.

—Qué pena —me lamenté—. Me hubiera gustado irrumpir en el despacho del comisario. Sé cómo intimidar a los hombres jóvenes. —Bebí un sorbo de café—. Es una de las pocas ventajas de ser vieja.

Salvador dio otra larga calada a su cigarrillo.

—Hablaré con mi primo —dijo por fin—. Mi primo hablará con el comisario y le hará entrar en razón —me miró pero no desplegó los brazos—. Costará algo de dinero…

—Está previsto en el presupuesto —asentí.

—Bien.

—Si no resulta, siempre cabe la posibilidad de ir a negociar con el hombre —persistí.

Salvador tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Llevaba sandalias. No hizo comentarios. Tony echó otra pizca de aguardiente en cada taza.

El sol se ocultaba. El hueco tronar de las trompetas de caracol que tocaban los sacerdotes mayas sobrepasó el trino de los grillos y retumbó en la plaza. Sólo yo escuchaba el son plañidero y dulce. Ni Tony ni Salvador podían oír los ecos del pasado.

En torno a una mesa plegable, al otro lado de la plaza, tres de los cinco estudiantes de posgrado que trabajaban este verano en la excavación jugaban a las cartas. Cada tanto se oían sus risas.

—Este año los estudiantes forman un buen grupo —comentó Tony.

Me encogí de hombros.

—Es igual que cualquier otro. Cada año me parecen más jóvenes; o quieren encontrar una máscara de jade y un brazalete de oro debajo de cada roca, o desean vivir una experiencia mística en las ruinas bajo la luz de la luna llena.

—O las dos cosas —agregó Tony.

—Cierto. Algunos lo ocultan mejor que otros, pero en el fondo todos son cazadores de tesoros.

—Nosotros lo disimulamos mejor que ellos —reflexionó—. Llevamos más tiempo en esto.

Observé su rostro y no pude seguir siendo cínica al ver cómo me sonreía.

—Supongo que tienes razón. ¿Crees que este año encontraremos por fin una tumba más grande que la de Tutankamón y que lograremos interpretar los jeroglíficos?

—¿Por qué no? —respondió—. Me parece una buena idea.

Nos sentamos en la creciente oscuridad y conversamos acerca de las posibilidades que ofrecía el lugar. Tony, como siempre, era optimista a pesar del escaso éxito que habíamos alcanzado hasta el momento.

Entre 1960 y 1966 un grupo de investigadores de la Universidad de Tulane había rastreado la mitad del centro ceremonial de Dzibilchaltún, realizando extensas excavaciones en diversas estructuras y cavando orificios para tomar muestras de otras seiscientas estructuras. A diferencia del grupo de Tulane, nosotros nos dedicábamos a áreas periféricas y no al centro ceremonial. Estábamos aumentando el área recorrida y sondeada.

Cuando la Luna escalaba el cielo y la oscuridad era absoluta, Tony y yo ya estábamos planeando el tercer año de excavaciones. Salvador se había retirado, impaciente. No comprendía que nos interesaran más los planes del año siguiente que la tarea inmediata.

Terminamos con el tercer año y Tony se marchó hacia donde estaban los alumnos para unirse a ellos durante un rato.

Siempre se entendía con los estudiantes: bebía con ellos, compartía sus dificultades y se reía de sus bromas. Al final del verano le llamaban Tony y le trataban con afecto y yo seguía siendo una desconocida para ellos. Prefería las cosas de ese modo.

Bajo la luz de la luna, fui a dar un paseo hasta el cenote sagrado, la antigua fuente que antaño surtiera de agua a la ciudad. Por el camino me crucé con una mujer que regresaba del pozo. Caminaba donosa y con una mano enderezaba el cántaro que llevaba en la cabeza. A juzgar por el dibujo blanco y negro que decoraba el borde de la vasija, supe que había vivido durante el periodo clásico, unos 800 años después de Cristo.

No vivo enteramente en el presente. Unas, veces me asaltan los fantasmas del pasado.

Otras pienso que yo los asalto a ellos. Nos encontramos en las inciertas horas del alba y del crepúsculo cuando el día y la noche se confunden.

Cuando vago por la Universidad de Berkeley al amanecer, huelo el humo tenue de los fogones que se encendieron y se extinguieron unos mil años atrás. Una sombra revolotea por el camino ante mí. No… dos sombras: son niñitas enfrascadas en un juego donde interviene una pelota, una vara, un aro y mucha risa. Durante un momento las oigo reír, estridentes como aves, y luego la risa se desvanece.

Me saluda uno de los alumnos de mi seminario para graduados, un joven alto y desgarbado vestido con un chaquetón de color verde oscuro. Nos detenemos a conversar, me pregunta algo acerca del siguiente examen y sobre la fecha de vencimiento de la entrega de un trabajo. Me distraigo al ver pasar a una vieja mujer india, que acarrea una cesta de hierbas. El diseño de la canasta no me es familiar y lo estudio mientras ella avanza con dificultad.

—¿Cree que podría resultar? —pregunta ansioso el joven. Me hablaba del tema que había escogido para su trabajo final, pero yo no le escuchaba.

—Hablemos de esto hoy por la tarde, en mis horas de trabajo —le propuse.

A veces los estudiantes me encuentran brusca y maleducada. Intento mostrar interés por sus inquietudes pero las apariciones del pasado desvían mi atención.

He crecido acostumbrada a mis fantasmas. No es peor, supongo, que otras incapacidades. Algunos son cortos de vista, otros oyen poco. Yo veo y oigo demasiado, y eso me distrae de los asuntos que tengo entre manos.

Normalmente los fantasmas me ignoran, atareados en sus propios asuntos. Estas sombras y mis estudiantes viven en tiempos distintos. La aldea india que veo ha desaparecido: pasado. El campus por el que paseo es el ahora: presente. Para los demás no hay superposición entre ambos. Yo vivo en el límite y veo los dos lados.

El agua del cenote era clara y fría. El aire que bordeaba el estanque olía a nenúfares y a fango húmedo. Me detuve en la orilla, me senté y recliné la espalda contra una piedra cortada que años atrás había formado parte de alguna construcción.

Por todas partes asomaban piedras de templos. Hace tres mil años los mayas habían construido uno ahí. Mil años atrás lo habían abandonado para retirarse a los bosques.

Ningún arqueólogo sabía por qué y los antiguos mayas aún no lo habían dicho. Aún no.

Las pesadas lluvias de miles de primaveras habían socavado las rocas y los vientos las habían cubierto de polvo. La hierba había crecido cubriendo las piedras y ocultando sus secretos. En la cresta de los montículos se habían levantado árboles, cuyas retorcidas raíces habían volteado y hendido la roca. La vegetación había transformado las tierras.

Me gustaba ese lugar. De día observaba las sombras de las mujeres que iban al estanque en busca de agua y de los esclavos y labriegos que se inclinaban para llenar los cántaros de agua cristalina. Luego cargaban las tinajas sobre la cabeza y se alejaban con esa gracia estática que se requiere para no verter los cántaros colmados. Hablaban, reían y bromeaban. Me gustaba escucharlos.

El viento agitaba las aguas y la luz de la luna trazaba una línea de plata sobre la brillante superficie. Los murciélagos se arrojaban al estanque para atrapar insectos.

Percibí un movimiento en el sendero que conducía al cenote y esperé. Tal vez fuera un esclavo enviado a buscar agua. Quizás una joven al encuentro de su amante.

Oí el suave golpeteo de unas sandalias contra la roca y vi que una sombra cruzaba entre el estanque y yo. La figura cojeaba ligeramente. En su cabeza se adivinaba un tocado de trenzas. Se inclinó con gracia femenina para tocar el agua. Dio media vuelta para proseguir el camino, luego se detuvo, y dirigió la mirada hacia mí.

Esperé. Los grillos chirriaban a mi alrededor. Se oyó el croar de una rana, pero ninguna le respondió. Por un momento pensé que había confundido a una mujer de mi época con una sombra del pasado. La saludé en maya, idioma que hablo medianamente bien después de diez largos años de vacilaciones y balbuceos. Mi acento no es bueno. Lucho con las sutilezas de entonación y se me escapan los retruécanos y chanzas pero suelo comprender y hacerme entender.

La persona que me observaba, de pie a la orilla del estanque, permaneció en silencio un instante. Luego dijo:

—Veo una sombra viviente. ¿Por qué está aquí?

Por el tono de su voz, calculé que sería una mujer de mi edad. Hablaba maya con acento antiguo.

Las sombras no hablan conmigo. Quedé muda un momento. Las sombras vienen y se van, y yo las observo, pero no hablan ni me contemplan.

—Háblame, sombra —dijo la mujer—. Hace tanto tiempo que estoy sola… ¿Por qué estás aquí?

Los grillos llenaron el silencio con su estridencia. No sabía qué decir. Las sombras no hablan conmigo.

—Me detuve a descansar —repliqué con cautela—. Es un sitio muy tranquilo.

No era más que una afilada sombra en la penumbra y yo no podía distinguir detalles.

Se echó a reír, con un sonido grave y tenue como el agua que brota de un cántaro.

—La paz no es tan fácil de conseguir. Si crees que éste es un sitio pacífico, no conoces este lugar.

—Lo conozco —me defendí con aspereza. Me disgustaba que aquella sombra pusiera en duda mi conocimiento de un lugar que yo consideraba mío—. Para mí es pacífico.

Permaneció inmóvil un momento e inclinó la cabeza a un lado.

—¿Así que crees que éste es tu sitio, sombra? ¿Quién eres?

—Me llaman Ix Zacbeliz.

Cuando supervisaba una excavación en Ikil, los obreros me habían dado ese nombre, que significa «mujer que transita el sendero blanco». El apodo era lo más parecido que podía tener a un nombre maya.

—Hablas en maya —concedió la sombra suavemente—. ¿Pero hablas el lenguaje de los zuyúa? —Su voz era un desafío.

El lenguaje de los zuyúa es un antiguo enigma verbal. Había leído las preguntas y respuestas en los Libros de Chilam Balam, escritura sagrada maya que había sido transcrita en caracteres europeos y preservada cuando se destruyeron los libros originales que contenían los jeroglíficos. El texto que rodeaba las preguntas daba a entender que los acertijos habían sido utilizados para distinguir a los auténticos mayas de los invasores, a la nobleza de los campesinos. Si hablaba el lenguaje de los zuyúa, yo era del lugar. Si no, era una extraña.

La mujer del estanque volvió a hablar, sin esperar mi respuesta.

—¿Por qué agujeros canta la caña de azúcar?

Ése era sencillo.

—Por los de la flauta.

—¿Quién es la niña con muchos dientes? Tiene el cabello retorcido en un penacho y su aroma es dulce.

Me recliné contra la piedra, pensando en el texto del libro sagrado. Según recordaba, muchos acertijos se referían a los alimentos.

—La niña es una mazorca de maíz, asada en un hornillo.

—Si te digo que me traigas la flor de la noche, ¿qué harás?

Ése no lo recordaba. Miré sobre su cabeza y observé las primeras estrellas de la noche.

—Allí está la flor de la noche: una estrella en el cielo.

—¿Y si te pido la luciérnaga de la noche? Tráemela con la lengua del jaguar.

Éste no estaba en el libro. Consideré la pregunta mientras sacaba un cigarrillo del paquete y lo encendía con un fósforo. La mujer se echó a reír.

—Ah, ya veo. Hablas el lenguaje de los zuyúa. La luciérnaga es la vara de humo y la lengua del jaguar es la llama. Seremos amigas. Hace mucho tiempo que estoy sola —inclinó la cabeza a un lado pero en la oscuridad no logré ver su expresión—. Tú buscas secretos y yo te ayudaré a encontrarlos. Sí. Ha llegado el momento.

Se volvió y avanzó hacia el camino que conducía al sudeste, lejos del cenote.

—Espera —la detuve—. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?

—Me llaman Zuhuy-kak —respondió.

Había oído antes ese nombre, si bien tardé un momento en recordarlo. Zuhuy-kak significaba «virgen de fuego». Algunos libros se referían a ella. Según se decía, era la deificación de la hija de un noble maya. Pero he comprobado que a la hora de identificar a las sombras que encontraba en las ruinas, los libros eran muy poco fiables.

Con los ojos entrecerrados recliné la cabeza en la roca y la observé partir.

Un psiquiatra moderno —uno de esos hechiceros sin ritual— diría que Zuhuy-kak fue una alucinación y un deseo de realización, producidos por el cansancio, la comida picante y el aguardiente. Si se le insistiera, diría con un ademán que Zuhuy-kak —y otras sombras menos elocuentes que me asaltan— son aspectos de mí misma. Mi inconsciente me habla por medio de las visiones de los indios.

O tal vez diría que estoy loca.

De todas formas, jamás he hecho la prueba. Nunca hablé a nadie de mis sombras. Yo me quedo con mis hechiceros estrafalarios. Denles incienso y cascabeles, y huesos que arrojar; quítenles los libros. Que los hechiceros del mundo actual, con sus guardapolvos blancos, persigan sombras en la oscuridad. Conozco mis fantasmas. Pero ellos no hablan ni me consideran su amiga. Mis fantasmas mantienen la distancia y, cuando los observo, siguen con sus asuntos. Esta mujer maya llamada Zuhuy-kak no seguía las reglas que yo conocía. En medio de la noche perfumada de nenúfares me pregunté si las reglas estarían cambiando.

De regreso a la choza que durante la temporada me servía de morada, me recosté en la hamaca y escuché el lento latido de mi corazón. El techo de hojas de palmera murmuraba bajo la brisa nocturna.

La hamaca se meció hasta dormirme. Los sonidos cambiaron. El latido era ahora el de un tunkúl, un platillo hueco de madera que se golpeaba con una vara. El canto del grillo se tornó más áspero e intenso, como el rumor de los guijarros sacudidos dentro de un sonajero de calabaza. El susurro del techo de palmera se convirtió en un murmullo de voces: una multitud me rodeaba y me oprimía por todas partes. Sentía el peso de las trenzas sobre la cabeza y un incómodo manto en torno a mi cuerpo. Una mano me empujó hacia delante y abrí los ojos.

Ante mí había un precipicio. En el fondo, el agua verde jade. El golpeteo apresurado de un tambor aceleraba el pulso de mi corazón y de pronto yo era una mujer que caía.

Desperté sobresaltada, con los dedos aferrados a la red de la hamaca. El viento estremecía el techo de palmera y arrastraba algunas hojas delgadas por el suelo de tierra apisonada de mi choza.

Desde el abismo, había reconocido los escarpados muros de piedra caliza y las verdes aguas del cenote sagrado de Chichén Itzá. El aroma, pensé, procedía del incienso copal.

La música de tambores y sonajas era la de una procesión religiosa.

Cerré los ojos y volví a dormir, pero mis sueños fueron de un pasado más reciente.

Soñé con la antigua época en que había sido esposa y madre. No me gustaban esos sueños y desperté al amanecer.

Las mejores horas para explorar las ruinas son el alba y el ocaso. Cuando el sol está bajo, las sombras revelan en las piedras de los templos débiles imágenes de grabados antiguos. Delatan irregularidades que pueden ocultar restos de escalinatas, plazas, muros y caminos. Las sombras arrojan un aire de misterio al tumulto de rocas que alguna vez fue una ciudad y desvelan tantos secretos como los que esconden.

Me marché de la choza para caminar por las ruinas. Era sábado y el desayuno se serviría tarde. Paseé sola por el silencioso campamento. Los pollos buscaban insectos entre los pastos. Una lagartija que tomaba el primer sol de la mañana sobre una roca me observó y corrió a refugiarse en la hendija de un muro. En el monte, un pájaro cantaba en dos tonos: grave, agudo, grave, agudo, reiterativo como un niño que acabara de aprender a silbar. El sol apenas se había asomado y el aire era relativamente fresco.

Mientras caminaba, palpé el amuleto de la suerte que llevaba en el bolsillo: una moneda de plata que Tony me había regalado cuando ambos éramos estudiantes de posgrado. El dibujo era una antigua moneda romana. El mismo Tony había fundido la plata en un taller de orfebrería y me la regaló el día del aniversario de mi divorcio.

Siempre la llevaba conmigo, y al deslizar el dedo sobre el borde acordonado advertí que me sentía nerviosa.

Estaba alterada, inquieta y perturbada por mis sueños y por el recuerdo de la vieja llamada Zuhuy-kak. Me sobresalté cuando cuatro avecillas echaron a volar desde un arbusto cercano, y tropecé cuando una lagartija se cruzó en mi camino. Mi encuentro con Zuhuy-kak me había dejado más turbada de lo que estaba dispuesta a admitir, aún para mis adentros.

Seguí el sendero polvoriento rumbo al cenote. Sobre el horizonte, alcancé a ver los restos de la vieja iglesia española. En 1568, los españoles habían extraído piedras de los antiguos templos mayas y las habían empleado en una nueva iglesia, erigida para los nuevos dioses sobre los huesos de los viejos. Su iglesia no había prosperado más que los templos mayas. Lo único que quedaba de ella era un amplio arco y los restos de una pared.

Cada vez que partía de California y regresaba a las ruinas las encontraba más desconcertantes. En Berkeley, los edificios estaban apoyados ligeramente sobre la tierra.

Era una adición temporal: nada más. Aquí, era historia erigida sobre historia. Los conquistadores españoles habían usurpado la tierra a los toltecas, que habían invadido la tierra de los mayas. Con cada conquista, los rostros de los viejos dioses se transformaban en rostros de dioses más aceptables para el nuevo régimen. Las palabras de la misa española se mezclaban con vocablos del antiguo ritual: en una misma oración, los aldeanos invocaban a la virgen María y a los Chaacob. Aquí, era común reconstruir ruinas sobre ruinas, pirámides sobre pirámides. Estratos sobre estratos, secretos que ocultaban secretos.

Me detuve un rato al final del campamento. Un tallador de roca, trabajando solo en la madrugada, grababa una serie de jeroglíficos sobre una laja de piedra caliza. El repiqueteo del cincel sobre la piedra contrastaba con la monótona llamada del pájaro distante. Me incliné para identificar los símbolos que tallaba, pero en ese momento un pollo deambuló sobre el espacio ocupado por la piedra caliza. El tallador y sus herramientas se desvanecieron en el polvo y la luz del sol, y yo proseguí mi camino.

Pasé el cenote, siguiendo la senda que había tomado la sombra llamada Zuhuy-kak y sorteé los matorrales hasta la plaza del sudeste, donde habíamos comenzado a excavar un montículo que llamamos Estructura 701 o Templo de la Luna, como Tony la bautizó.

Avancé lentamente por la ladera del montículo en busca de irregularidades que pudieran delatar lo que había bajo los escombros.

Unos mil años atrás —cien años más, cien menos— el área abierta al lado del montículo había sido una plaza llana, cubierta por una capa de argamasa de piedra caliza.

Aquí y allá subsistían restos del yeso original, aunque las lluvias de los siglos pasados habían arrastrado casi todo.

Los obreros habían limpiado la zona de matorrales y árboles, y dejado visibles las láminas de piedra caliza que sostenían la argamasa. A la sombra de un árbol inmenso, en el extremo del montículo, se habían apilado los matorrales arrancados de raíz. Llegué hasta ellos. Me disponía a irme pero volví a echar un vistazo.

Una piedra medio cubierta por las malezas se asomaba en ángulo —difería del resto— como si estuviera hundida en un hueco bajo la plaza. Me acerqué. Era muy parecida a las demás piedras: un cuadrado de caliza sin tallar, cuya única peculiaridad era su renuncia a quedar plana. Pero en este tipo de cuestiones he aprendido a seguir mi intuición.

Los sedientos árboles que echan raíces en el magro suelo del Yucatán son enjutos y resistentes, acostumbrados a la adversidad y a la sequía. Pese a haber caído y a quedar expuestos a la muerte, los árboles luchan y extienden espinos y ramas partidas hacia todo aquel que levante el machete contra ellos. Traté de apartar una rama para contemplar mejor la piedra ladeada, pero el árbol se aferraba con fiereza a la pila de matorrales.

Insistí, se retorció en mi mano y cedió tan deprisa que perdí el equilibrio. Mientras caía, otra rama rasguñó con espinas de un centímetro la delgada piel de mis muñecas, provocando un sangriento zarpazo.

El monte se resistía. Apenas había movido la rama y la piedra seguía resultando prometedora. Envolví la muñeca con un pañuelo para detener la sangre y decidí aguardar hasta que los obreros pudieran quitar las malezas. Me dirigí al campamento.

Una mujer mayor que no pertenecía a mi época estaba de pie a la sombra de un árbol.

El aire que me rodeaba era cálido y silencioso. Un pájaro lanzó un trino chillón, como si hiciera una pregunta inquietante.

El cabello oscuro de la mujer estaba recogido en trenzas a modo de espiral sobre su cabeza. Entre las trenzas asomaban unas cintas de brillante tela azul decoradas con pequeñas conchas blancas. Alrededor del cuello lucía un collar de abalorios de jade, cada uno pulido y redondeado, como si los hubiera erosionado el mar. De sus orejas colgaban unos pendientes redondos, tallados de conchas de ostras. El manto, más azul que las cintas del cabello, llegaba hasta las sandalias de cuero. Del cinturón de cuero entrelazado pendía una trompeta de caracol y un bolsillo incrustado con escamas de serpiente.

No era una mujer atractiva. La frente seguía un sesgo antinatural hacia atrás, como si en la infancia la hubieran aplastado con la tabla de alguna cuna. En una mejilla tenía una espiral de puntos tatuada en azul oscuro, lo cual indicaba su noble estirpe maya. Sus dientes estaban apilados como los ladrillos de piedra de un antiguo muro. En los palatales lucía incrustaciones de jade, otra señal de nobleza.

Me miró con ojos entrecerrados, como si el sol la cegara.

—Otra vez la sombra —dijo suavemente en maya. Me observó durante un momento—. Háblame, Ix Zacbeliz…

—¿Me ves? —le pregunté en maya—. ¿Qué ves?

—Veo una sombra que habla. Hacía mucho que no hablaba con nadie, ni con una sombra. Cuando alejé al pueblo de aquí no sabía que estaría tan sola —sonrió, mostrando sus dientes incrustados.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo sabrás. Seremos amigas y te enseñaré secretos —sus manos se entrelazaban por delante, y noté que desde el codo hasta las muñecas tenía los brazos vendados con tela blanca.

El sol fulminaba mi espalda y mis hombros. El corazón parecía latirme demasiado deprisa.

—Tú y yo tenemos mucho en común. Tú buscas secretos, y yo una vez también lo hice. —Hablaba lentamente, como para sus adentros—. Pero los h’menob de la nueva religión dijeron que estaba loca. A menudo la sabiduría se confunde con la sinrazón. ¿No es cierto?

No dije palabra.

—Levanta esta piedra y encontrarás secretos —anunció—. Yo los oculté aquí, tras alejar al pueblo. Puedes encontrarlos. Es hora de que salgan a la luz. El ciclo termina.

—¿Cómo alejaste a la gente? —quise saber.

La plaza brilló tenuemente bajo la luz del sol y me vi sola. Zuhuy-kak se había ido. El pájaro del monte volvió a trinar, formulando una pregunta que ninguna persona con vida podría responder. Marché hacia el campamento, y sólo una vez volví la vista atrás.