En la península mexicana del Yucatán no hay ríos. La tierra es plana, árida, polvorienta. El suelo, apenas profundo, no es más que un delgado manto de tierra arable tendido sobre una terraza de piedra caliza. La vegetación que cubre el terreno se compone de árboles de hojas finas y arbustos espinosos que durante el largo estío se vuelven amarillentos.
No hay ríos, pero sí agua, oculta bajo la piedra caliza. Por todas partes, la tierra se resquebraja y cede paso a las aguas frescas del interior de la tierra que forman estanques en la superficie.
Los mayas llamaban ts’not a estos estanques. Vaya palabra abrupta y angular… Los conquistadores españoles que llegaron al Yucatán suavizaron el sonido y denominaron cenotes a estas antiguas vertientes. Sea cual fuere su nombre, sus aguas son frías y profundas.
Sumergidos bajo el agua hay fragmentos de la antigua civilización maya: vasijas rotas, figurillas, ornamentos de jade y restos de huesos… a veces huesos humanos. Dentro de la mitología maya, los cenotes eran centros de poder que pertenecían a los Chaacob, deidades provenientes de los cuatro rincones de la Tierra que provocaban las lluvias.
Dzibilchaltún, la ciudad más antigua de la península del Yucatán, fue construida alrededor de un cenote conocido como Xlacah. Según los cálculos mayas, la gente se asentó allí en el noveno katun. De acuerdo con el calendario cristiano, la fecha se sitúa unos mil años antes de la muerte de Cristo. Pero los cálculos cristianos parecen fuera de lugar aquí. Pese a los esfuerzos de los frailes españoles, el cristianismo apenas ha echado raíces sobre esta tierra.
Las ruinas de Dzibilchaltún se extienden sobre unos cincuenta kilómetros cuadrados.
Sólo hay mapas de la zona central. Se ha reconstruido una sola estructura: un edificio con forma de caja erigido sobre una elevada plataforma. Los arqueólogos han dado en llamarlo el Templo de las Siete Muñecas, ya que en el suelo se encontraron enterradas siete figuras de cerámica con apariencia de muñecas. Los arqueólogos no saben cómo denominaron los mayas el edificio, ni con qué fines utilizaban el templo.
El Templo de las Siete Muñecas brinda la mejor vista del área circundante: una monótona expansión de árboles sedientos y matorrales. Cerca del Templo de las Siete Muñecas ha desaparecido la vegetación, y de la tierra plana emergen montículos de roca.
A través del terreno y del pastizal apenas se vislumbran los restos de muros y las secciones de las galerías de blanca piedra caliza. El paisaje sería sombrío de no ser por la vastedad imperturbada y azul del cielo interminable.
No esperen hallar revelaciones en las antiguas ruinas. Sólo encontrarán aquí lo que traigan: recuerdos incompletos, vestigios del pasado tenues como nubes de verano y fragmentos de roca tallados con símbolos que, a veces, casi tienen sentido.