9

Cuando Susanna Weiss escuchaba la radio en su despacho, solía buscar algo de Mozart, Händel, Haydn, Beethoven o Bach. Verdi o Vivaldi servían en caso de necesidad. Los italianos eran unos frívolos reconocidos, pero seguían siendo aliados; no podías meterte en problemas por escucharlos.

A veces, también dejaba que Wagner sonara por la sala. Aquello era camuflaje, puro y simple, y no solo porque lo despreciara por antisemita. No importaba cuánto se les cayera la baba a los nazis con él durante los últimos ochenta años. Ella no podía tomarlo en serio.

«Una mujer solitaria encima de un escenario que trata de hacerse oír», había escrito un inglés a principios del siglo XX. «Ciento cuarenta hombres, armados con poderosos instrumentos, bien organizados y la mayoría de ellos con aspecto de estar bien alimentados, se combinan para imposibilitar que una sola nota de esa pobre mujer se oiga por encima de todo el follón». Ella ya lo había visto de esa manera mucho antes de leer a Jerome K. Jerome. Ahora ni siquiera podía escuchar a Wagner sin que le entraran ganas de reír como una tonta.

Sin embargo, en aquellos días había menos música clásica en la radio. Sintonizaba con mayor frecuencia las noticias. Mucho de lo que oía era la misma clase de propaganda retorcida que había evitado durante años. Mucho, pero no todo. De vez en cuando, el altavoz dejaba oír cosas sorprendentes. Escuchaba con la esperanza de oír más de estas últimas.

Cada vez que el Führer daba un discurso, se veía a sí misma instándole a continuar, pensando: Puedes hacerlo. Sé que puedes. A veces, Heinz Buckliger lo hacía, y otras veces no. En ocasiones era rotundo y prosaico y hablaba sobre la manufactura, la agricultura o las Juventudes Hitlerianas. Luego, al igual que le había pasado con muchos novios, decidía que se había estado haciendo ilusiones. Con los novios había estado en lo cierto. Con Buckliger…

El problema con Buckliger era que podía ser un tipo asombroso. Estaba discutiendo un parcial con un estudiante que tenía problemas para entender por qué solo había sacado un 73. Susanna sabía la razón: no era muy listo y no había estudiado lo suficiente. A pesar de lo mucho que lo deseaba, no podía decírselo a la cara. Tenía la radio puesta, no muy alta, mientras repasaba el examen punto por punto. Era una de esas reuniones dolorosas. Si el estudiante trabajara más duro, podría tener un 76 la próxima vez, o incluso un 78. Nunca explotaría y sacaría un 92.

Susanna apenas se oía a sí misma mientras explicaba los millones de maneras en que el muchacho había malinterpretado una adivinanza en inglés medieval. La mayor parte de su atención estaba en Heinz Buckliger, que estaba hablando a una audiencia de mujeres farmacéuticas. Estaba charlataneando acerca de lo vital que eran los farmacéuticos para la salud del Reich y de cómo el grupo de mujeres al que estaba hablando tenía una larga tradición de devoto servicio. No parecía uno de sus esfuerzos más inspirados.

Pero entonces, con solo unas pocas palabras, todo cambió.

—Debemos examinar la historia del Reich de la misma forma: lo que es bueno y también lo que no es tan bueno —continuó Buckliger—. No debemos vacilar al encontrar los fallos de nuestros predecesores.

—Fräulein Doktor profesora, creo que debería subirme la nota porque…

—Espera —dijo Susanna. El estudiante trató de seguir hablando. Ella le hizo un gesto con la mano—. Silencio. Quiero oír esto. —Él no podía quejarse, no cuando a quien escuchaban era al Führer. Aun así, parecía… ofendido. A Susanna no le importó.

—Aquellos que se quejan del reciente énfasis en la primera edición de Mein Kampf ignoran ciertos hechos esenciales —continuó Heinz Buckliger—. Es obvio que en la raíz de pasadas ilegalidades, arbitrariedades y represiones, crímenes basados en el abuso del poder, había una interpretación inadecuada por parte del Volk.

—Profesora Weiss… —volvió a intentar el estudiante.

—Silencio, te digo —le cortó Susanna. Las farmacéuticas estaban aplaudiendo al Führer, pero vacilantes, como si no estuviesen seguras de lo que estaban oyendo. Susanna sí lo estaba. De lo que no estaba segura era de si podía creer a sus oídos. Lo que Buckliger estaba diciendo era cierto. De hecho, se quedaba muy corto. ¡Pero que el Führer del Gran Reich Alemán dijera tanto…!

Y Buckliger no había acabado.

—La responsabilidad de los líderes nacionalsocialistas del pasado —no nombró ni a Hitler ni a Himmler, pero ¿a quién se iba a referir?—, y de aquellos cercanos a ellos, por las represiones e ilegalidades, es difícil de perdonar y de admitir. Pero debemos hacerlo. Incluso ahora, los escritores tratan de ignorar cuestiones importantes de nuestra historia. Intentan fingir que no ha ocurrido nada fuera de lo normal. Eso es un error. Atenta contra la realidad histórica, de la cual todos debemos ser conscientes.

Hizo una pausa para los aplausos. Obtuvo… unos pocos. Si Susanna hubiera estado entre el público, estaría de pie dando vítores y gritos. El estudiante trató una vez más de desviar su atención hacia su pobre e inepto ensayo. Ella le silenció con una mirada.

—El deseo más arraigado de todos —siguió Buckliger— es que el Reich y su ideología permanezcan inalterados durante los mil años que Hitler nos prometió. Pero la historia no trabaja así, por mucho que lo deseemos. O encontramos formas de desarrollarnos o nos estancaremos y nos hundiremos.

Los murmullos decían que las farmacéuticas no sabían qué pensar de las duras verdades que Buckliger les estaba diciendo. Hasta el Führer parecía preguntarse si no habría ido demasiado lejos.

—El fascismo —prosiguió— ha ofrecido al mundo respuestas a las preguntas fundamentales de la vida humana, en el centro del cual descansa el Volk. Lo errores que hayamos podido cometer no deben desviarnos del camino en el que nos embarcamos en 1933. Estamos viajando hacia el Nuevo Orden, hacia el mundo del Reich y del Volk. Nunca dejaremos esa senda.

Allí, por fin, les dio a las fervorosas mujeres que habían acudido a oírlo algo que podían masticar. Lo celebraron estruendosamente. Susanna quería bostezar. El discurso siguió, pero solo con banalidades.

—Fräulein Doktor profesora… —El estudiante era, al menos, persistente.

Ja, ja. —Susanna se dio cuenta de que tenía que librarse rápido de él para poder pensar. Señaló el ensayo—. Comprendes que la respuesta ostensible a este acertijo es una clave. Eso te da puntos. Pero no detectas todos los dobles significados que se esconden entre líneas. ¿Qué más podría tener un hombre en su cadera que pueda llenar un agujero si se sube la ropa?

—¿Disculpe? —El estudiante se la quedó mirando como si de pronto hubiese empezado a hablar en hindú—. Lo siento mucho, pero… —Cortó la frase. Ella podía decir con exactitud cuándo lo había entendido. Al mismo tiempo, la mirada del chico cambió de un gesto a otro. Se sonrojó como una colegiala. Debido a ciertos problemas propios, Susanna reconocía un buen sonrojo cuando veía uno—. Pero… pero… —farfulló, y luego lo intentó de nuevo—: Pero esto… ¡esto es un texto, Fräulein Doktor profesora!

—Es un texto ahora —dijo Susanna—. Es un texto para ti. Pero para el hombre que lo escribió era un acertijo, una broma. Y si no puedes ver la broma, bueno, lo siento, pero no mereces más que un simple aprobado.

Él intentó discutir un poco más, pero no pudo, o no muy bien. Estaba desmoralizado y avergonzado. De haber sido un perro, se habría ido de su despacho con el rabo entre las piernas.

De manera milagrosa, nadie más fue a quejarse del examen. Aquello dejaba a Susanna unos minutos para asombrarse de lo que había escuchado. Heinz Buckliger había tenido cuidado con lo que había dicho. Había rodeado el meollo de su discurso con oscura y humeante retórica. Pero el meollo estaba allí. Había admitido que el régimen nazi había cometido errores. También había admitido que los habían encubierto. Y también, que no deberían haberlo hecho.

Una vez que había ido tan lejos, ¿qué más le quedaba? Solo nombrar los errores cometidos. ¿Tendría Buckliger el valor de hacerlo? ¿Lo tendría alguien, ahora que el Führer había dado su permiso? Quizá sí, si la gente empezaba a ver que decir la verdad no significaba un viaje a un campo o una bala en la nuca.

Susanna apenas podía esperar a descubrirlo.

Lise Gimpel estaba ordenando la ropa lavada (una labor para Sísifo), cuando las niñas llegaron del colegio. Francesca, por una vez, no empezó a quejarse de la Bestia. Ella y Roxane entraron en la cocina para hacerse la merienda. Roxane abrió la nevera.

—¡Aceitunas! ¡Ñam! —exclamó. Sus hermanas mayores hicieron un sonido de disgusto. Excepto Heinrich, ella era la única de la familia a la que le gustaban.

Alicia se dirigió hacia Lise en lugar de comer algo. Se sentó en la cama junto a ella y dijo:

—Hoy en clase hemos hablado del discurso del Führer.

—¿Sí? —La mente de Lise estaba más concentrada en calcetines y ropa interior que en clases.

—Te lo aseguro —dijo Alicia, solemne—. ¿De verdad dijo que el Reich hizo cosas mal, cosas que iban contra la ley?

—Creo que sí —respondió Lise—. No obstante, no puedo decirlo seguro. No oí el discurso.

—Bueno, supongo que sí que lo dijo. —Alicia esperó hasta que Lise asintió, para mostrar lo que ella suponía. La hija mayor miró fuera de la puerta del dormitorio para asegurarse de que Francesca y Roxane no podían oír y luego continuó en voz baja—: ¿Significa eso que cree que el Reich estaba equivocado con lo que le hizo a los judíos?

—No lo sé —dijo Lise—. Lo que la gente le hizo a los judíos no estaba en contra de la ley, porque hicieron esas leyes antes para poder decir que estaban permitidas esas cosas.

—Pero estuvo mal —dijo Alicia, feroz.

—Oh, sí. Estuvo mal. Lo creo tanto como tú. Pero… —Lise se interrumpió y puso ambas manos en los hombros de Alicia—. Es probable que la gente que gobierna no crea que estuvo mal. Tienes que recordar eso. Incluso aunque digan que piensan que estuvo mal, no podemos simplemente salir y decir: «Oh, sí, aquí estamos. Ahora ya podemos seguir con nuestras vidas».

—¿Por qué no? —Estaba claro que Alicia quería hacer exactamente eso.

—Porque podría ser una trampa. Podrían estar intentando atraernos para poder librarse de nosotros de una vez por todas. Los nazis nos han estado matando durante casi ochenta años. ¿Por qué iban a parar ahora?

Alicia se mordió un labio. Después de todo, solo tenía 10 años.

—¿Harían eso? —susurró.

—¿Lo harían? No lo sé —respondió Lise—. ¿Podrían? Dime, cariño. ¿Qué te enseñan sobre los judíos en el colegio?

—Cosas malas. —Alicia hizo una mueca—. Cosas horribles. Ya sabes.

—Bueno, sí, lo sé —dijo Lise—. Quería asegurarme de que tú también.

—Oh. —Alicia meditó aquello y luego asintió—. Voy a merendar algo antes de que mis hermanas se coman todo lo rico que hay en la casa. —Salió corriendo de la habitación y empezó a llamar a Francesca y a Roxane. Ni siquiera molestó a Roxane con las aceitunas. Para ella, no eran parte de las cosas ricas de la casa y Roxane podía comérselas si quería.

Lise regresó a la tarea de apilar los calcetines y la ropa interior, un montón para cada miembro de la familia. Deseó que hubiese un hada de la colada que hiciera el trabajo por ella, pero no hubo suerte. Si ella no lo hacía, nadie se encargaría. Al menos, Heinrich apartaba su ropa limpia sin que hiciese falta decírselo. Las niñas… Lise volvió a desear un hada de la colada.

También quería compartir el optimismo de Alicia. Quería, quizá más que nada en este mundo. Odiaba vivir escondida, temiendo una llamada en la puerta que significara el fin, no solo para ella sino para todos a los que amaba. Sentir que llevaba el peso del mundo no había sido fácil cuando era niña y no se había hecho menos complicado al crecer.

Pero así me siento, pensó con tristeza. Todos nosotros, el puñado de nosotros que queda. Si desaparecemos, si nos rendimos, o si, Dios no lo quiera, nos atrapan, todo un mundo desaparecerá con nosotros.

—¿Por qué tienes gesto de preocupación, mami? —Allí estaba Roxane, en la puerta, con una aceituna empalada en un mondadientes.

—¿Lo tengo? —Lise estaba segura de que sí. Intentó que el fruncido de ceño desapareciera de su frente—. Así. ¿Mejor?

—Un poco —dijo Roxane, vacilante.

—¿Qué tal así? —Lise sacó la lengua y bizqueó los ojos.

Roxane se rió. Eso sugería alguna mejora. Pero entonces, la más joven de los Gimpel dijo:

—No me has dicho por qué estabas así. —Su vena terca era tan profunda como la de su madre. Probablemente, le ayudaría a ser una buena judía cuando creciera lo suficiente para descubrir que era una de ellos. Mientras tanto… Mientras tanto, le hacía ser difícil de distraer.

—Cosas de mayores —respondió Lise—. Nada de lo que tengas que preocuparte. —No todavía. No durante unos años. Y cuando lo descubras, serás una más de los que lo saben… y una más que podría delatarnos. Dejar que los niños supieran lo que eran era la parte más dura de aquella vida secreta. Considerando el resto del asunto, no era nada trivial.

Roxane puso una de sus caras.

—¿Qué tiene de bueno ser mayor, si hay que poner cara de preocupación tan a menudo? —Se marchó, sin esperar una respuesta.

—¿Qué tiene de bueno ser mayor? —repitió Lise. Pensó en las cosas obvias, las cosas que resultaban atractivas para un niño… Irse a la cama tan tarde como quisieras, conducir, tener dinero, no volver a la escuela, no tener a nadie detrás que te gritara «¡No!» todo el tiempo. Luego pensó en las preocupaciones que se acumulaban cuando eras adulto. Cuando tenías una familia, estabas a tope de preocupaciones aunque no fueses judío. Si lo eras…— ¿Qué tiene de bueno ser mayor? —volvió a decir Lise. Era, bien pensado, una excelente pregunta.

En la estación de tren de Stahnsdorf, Heinrich Gimpel señaló:

—Hoy en día nunca se sabe lo que saldrá en el periódico.

—Dios sabe que eso es cierto —replicó Willi Dorsch—. A veces te preguntas si quieres descubrirlo.

Metieron quince pfennigs cada uno en la máquina expendedora. Nada podía evitar que cogieran dos ejemplares del Völkischer Beobachter cuando Willi abrió la máquina para coger el suyo. Nada les habría detenido, pero eso no le ocurría a todo el mundo. Un hombre tenía que hacer toda clase de cosas para apañárselas en el Tercer Reich. Sin embargo, ese tipo de robo insignificante sería propio de un no-alemán. Willi era un buen alemán. En la mayoría de los aspectos, Heinrich también.

El tren llegó en cuanto alcanzaron el andén. Se sentaron juntos y empezaron a examinar el periódico. Parte de la conmoción del discurso de Heinz Buckliger a las farmacéuticas empezaba a apagarse. Nadie había dicho mucho en público a excepción de Rolf Stolle, el Gauleiter de Berlín, y había estado a favor. También había arrojado temerosos avisos sobre todos los Bonzen que odiaban la idea de una reforma. Heinrich pensó que Stolle era tan payaso como político (con amigos como él, ¿quién necesitaba enemigos?). Payaso o no, sin embargo, era probable que no se equivocase con los Bonzen.

—No parece que hoy haya mucho que contar —dijo Willi.

—No, yo tampoco veo nada interesante. —Heinrich trató de no parecer decepcionado. La gente podría preguntarse el porqué. Si aquella distensión acababa (y sabía muy bien que así podría ser), alguien podría recordarlo. Meterse en problemas por estar en el lado equivocado de una riña política sería tan malo para él como meterse en problemas por ser judío (aunque quizá no afectase a los que le rodeaban). Siguió ojeando el Völkischer Beobachter. Cuando llegó a la página ocho, se detuvo.

—¡Vaya! ¿Qué es esto?

—¿Qué es qué? —Willi aún no había llegado.

—Dos hombres arrestados en Copenhague por exhibir pancartas anti-alemanas por la calle —respondió Heinrich—. Querían la independencia total para Dinamarca.

—Malditos idiotas —dijo Willi—. Demonios, los daneses ya la tienen, o casi. Esos estúpidos no saben cuándo tienen bastante. Deberían ir a Polonia o a Serbia una temporada. Eso les enseñaría.

—Seguro. —Heinrich esperaba que sonara como que estaba de acuerdo. Los daneses estaban mejor que los polacos o que los serbios, o que lo que quedaba de los rusos y los ucranianos. Al igual que los holandeses, los noruegos y los ingleses, los daneses se libraban por ser arios. No eran Untermenschen eslavos. Siempre habían sido pacíficos (o al menos, permanecido resignados) bajo la ocupación alemana.

Pero estaba claro que aún recordaban lo libres que habían sido durante siglos antes de 1940. Heinrich se preguntó si… Antes de poder terminar el pensamiento, Willi se lo cortó:

—Es probable que hayan oído el discurso del Führer del otro día y se hayan figurado el resto ellos solos.

—No me extrañaría —dijo Heinrich. Si hubiese terminado el pensamiento, se lo habría guardado para sí. Willi, confiado en quién y qué era, no se censuraba a sí mismo con tanta severidad.

Tampoco le tenía demasiada simpatía a los daneses.

—Tienen suerte de haber sido solo arrestados y no abatidos en el acto. Somos más blandos que en tiempos de Hitler. Ya te lo había dicho antes. —Luego cambió de tema—. ¿Quieres almorzar hoy?

—No puedo —contestó Heinrich—. Dentro de tres días es el cumpleaños de nuestra ahijada y tengo que comprarle un regalo. —Anna Stutzman no era literalmente su ahijada (los judíos no tenían esa costumbre), pero se acercaba bastante a la realidad. Heinrich no pudo resistirse a preguntar—: Además, ¿qué pasa con Ilse?

—No tengo 18 años, por Dios —dijo Willi—. No puedo hacerlo todos los días. Y tengo que guardar algo para Erika. De otro modo, se pondrá más cascarrabias de lo que ya está.

—Qué generoso de tu parte —murmuró Heinrich. Intentó sonar sarcástico. No le salió así. Willi tenía su propio estilo inimitable, pero al menos parte de su corazón parecía estar en el sitio correcto.

En ese momento, sonreía.

—¿Verdad que sí? —dijo, complaciente. El tren traqueteó hasta llegar a la Estación Sur de Berlín.

Cuando llegó la hora de almorzar, Heinrich se subió a un taxi en dirección al Kurfürstendamm. Sabía, por las detalladas instrucciones de Lise, lo que se suponía que iba a comprar para Anna. Como toda persona que respirase y estuviese medio consciente, había visto anuncios de las muñecas Vicki, importadas de los Estados Unidos. Tenían el pelo muy rubio, expresiones despreocupadas, una figura imposible y ropas que Mata Hari habría envidiado. Parecían arias perfectas. Quizá por eso fuesen tan populares en el Reich. O quizá no: con los niños, nunca se sabe. Heinrich sabía eso muy bien, ya que tenía tres.

Al menos, en aquellos días la gente ya no llegaba a las manos para conseguirlas, como ocurrió cuando las muñecas llegaron por primera vez. Heinrich le había preguntado a Lise si estaba segura de que no le estaban comprando a Anna algo pasado de moda. Ella había sacudido la cabeza.

—Ya lo he comprobado con nuestras hijas —había respondido—. Siguen siendo populares. Con todos los vestidos diferentes que se pueden conseguir para ellas, estarán ahí durante años. —Si las niñas lo habían dicho, tenía que ser verdad.

Heinrich se preguntó quién hacía los vestidos para tamaña multitud de Vickis. No eran muy caras y no procedían del Imperio de Japón, con su gran cantidad de obra de mano barata. ¿Conocía el fabricante de las muñecas a un oficial que pudiera sacar costureras de un campo de concentración? ¿O, en lugar de sacarlas, hacerles trabajar en el mismo campo? Coserían como si sus vidas dependieran de ello. De hecho, dependerían.

Hizo una mueca. Hoy en día, uno se podía plantear esas cuestiones acerca de un montón de cosas. A veces, no saber era lo mejor. Meneó la cabeza. Eso no estaba bien. Heinz Buckliger estaba ahí en entredicho. Pero la ignorancia podía ser mejor para la paz interior.

Meterse de lleno en la juguetería Ulbritch desterró esos pensamientos tan lóbregos. Si no podías ser feliz en Ulbritch, es que probablemente estabas muerto. Muñecas, peluches, libros infantiles de brillantes colores, balones de fútbol y baloncesto, conjuntos de tiro con arco, soldados de juguete y marineros, tanques, submarinos, aviones de combate (el Landser Sepp era el equivalente de Vicki para los chicos y venía con suficiente material para conquistar Bélgica), todos esperaban tu dinero. Una música alta y alegre te obligaba a sonreír… y a sacar tus marcos del Reich.

Allí estaba. Le habían dicho que cogiera esa: la Vicki New Orleans, vestida de encaje y satén, con aspecto de recién salida de Lo que el viento se llevó. Esa había sido una de las películas favoritas de Hitler. Seguían reestrenándola cada cierto número de años. A Susanna le gustaba ir a verla y reírse del doblaje. Heinrich cogió la caja.

La mano de una mujer se cerró sobre ella al mismo tiempo que la suya.

Molesto, desvió la mirada de la muñeca para ver quién más la quería… solo para descubrir a Erika Dorsch, también molesta y también alzando la mirada de la muñeca por la misma razón. Se quedaron mirándose el uno al otro y estallaron en risas.

—Es para la hija de mi hermana Leonore —dijo.

—Para mi ahijada —dijo Heinrich—. ¿Hay otra igual en el estante?

—Veamos. —Erika tuvo que rebuscar un poco, pero encontró una. Se la pasó a él—. Toma.

—Oh, bien —dijo—. Ahora no tendremos que ir a juicio, como hicieron aquellas mujeres hace unos meses cuando la locura por esta muñeca llegaba a lo máximo. Si me lo preguntas, el juez debería haber hecho de Salomón y cortar la muñeca en dos.

Ja. —Erika inclinó la cabeza, estudiándole—. Si no vamos a ir al juzgado, ¿adónde podríamos ir?

—Yo iba a pagar esto y a volver a la oficina —dijo Heinrich—. Hay mucho trabajo.

—No puede haber tanto trabajo, si mi querido Willi se lleva a Ilse tan a menudo —dijo Erika—. ¿Y no deberías devolverle la moneda por el trabajo extra que te obliga a hacer?

¿Devolverle la moneda, cómo?, se preguntó Heinrich. Tenía miedo de lo que Erika le diría… o le mostrara. Tenía miedo de muchas cosas. Que esa fuese una de ellas, le parecía de lo más injusto.

—No es para tanto —dijo.

Aquello tampoco satisfizo a Erika. Debería haberlo sabido.

—También eres demasiado conformista para tu propio bien —dijo ella—. Dejas que la gente te empuje, te haga cosas… Todos menos yo.

—¡Je! —rió Heinrich con evidente falsedad—. Ja, ja. ¿Qué me harías?

Ella lo besó, justo enfrente de la estantería de las muñecas Vicki. Hizo un buen trabajo. Detrás de Heinrich, alguien tosió. Sus orejas estaban a punto de echar fuego. Al igual que el resto de él, de forma diferente. La única forma en que podría haber evitado devolverle el beso y estrecharla con sus brazos era haber muerto allí mismo.

—Esto —dijo, rompiendo el beso de manera tan brusca como lo había empezado—. Hasta luego. Disfruta del trabajo. —Se fue hacia la caja, con la Vicki New Orleans todavía en la mano.

Heinrich se la quedó mirando. Un hombre con bigote a lo Hitler (probablemente, un abuelo comprando para su nieta) le guiñó un ojo.

—Un tío con suerte. Si Ulbritch vendiera muñecas como esa, me compraría una para mí ahora mismo —dijo, y se rió de su propia ocurrencia como una gallina cacareando.

—Suerte. Claro —dijo Heinrich, mareado. El anciano también pensaba que era muy divertido. Aún cacareando, se fue hacia un estante lleno de cocinitas.

Heinrich rebuscó en su bolsillo en busca de un pañuelo. Se frotó la boca. Aún saboreaba la dulzura del carmín de Erika… y de sus labios. El pañuelo acabó manchado del mismo rosa brillante que llevaba Erika. Para asegurarse de que se había quitado todo, fue al baño de caballeros y se miró al espejo. E hizo bien: se había dejado una gran mancha incriminatoria. Un poco de agua dio cuenta de ella.

Iba a salir del baño cuando se detuvo. Su pañuelo manchado acabó en la papelera llena de pañuelos de papel. Explicar cómo lo había perdido (con una mirada inocente y un «no lo sé») sería más fácil que decirle a Lise por qué tenía esas manchas. Cualquier cosa será más sencilla que esa.

Pagó por la Vicki y salió al Kurfürstendamm, para hacerle señas a un taxi y volver a las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Un taxi paró. El conductor salió y le ayudó a abrir la puerta.

—Adelante, señor —dijo.

—Gracias. —Heinrich se deslizó al interior. El taxi se puso en marcha a toda velocidad. Heinrich miró la bolsa de Ulbritch que tenía entre los pies. Había pagado por la muñeca, de acuerdo.

Alicia Gimpel miraba por la ventana.

—Ahí viene —siseó de pronto, y retrocedió agachada como un francotirador que debía permanecer oculto para sobrevivir. Les hizo un gesto a las demás chicas reunidas en el salón—. ¡Silencio, todo el mundo!

Tuvo que decirlo tres veces antes de que le prestaran atención. Al final lo hicieron, justo cuando Anna Stutzman y su madre llegaban al camino de la entrada de la casa. La madre de Anna llamó al timbre. Alicia y su madre contestaron. Francesca y Roxane estaban detrás de ellas en el vestíbulo. Eso estaba bien. Anna podía ver a las hermanas pequeñas de Alicia. Vivían allí, después de todo. Y había silencio (mucho silencio) en el salón.

—Hola —dijo la madre de Alicia, abriendo la puerta—. ¿Cómo estáis? ¡Cielos, Anna, qué mayor te estás haciendo!

—Apenas un poco más que Alicia —dijo Anna. Eso era cierto, pero Alicia mostraba signos de que podría ser muy alta cuando fuese mayor. Anna no.

—¿Cómo es tener doce años? —preguntó Alicia después de que se abrazaran.

—Como tener once, pero uno más —respondió Anna. Ambas rieron. Alicia no había descubierto lo que era tener once hasta unas semanas antes.

—Entrad, entrad, entrad —dijo su madre. Alicia creyó que Francesca y Roxane estropearían las cosas en ese momento, porque pusieron unas de las caras más ridículas que jamás había visto. Pero Anna no pareció darse cuenta. Puede que pensara que las hermanas de Alicia siempre hacían el ridículo. Alicia solía pensarlo.

Francesca y Roxane corrieron hacia el salón. Aquello también podría haber sido una pista, pero no. Alicia, Anna y sus madres fueron detrás, más despacio. Anna estaba diciendo:

—¿Has visto los nuevos cantantes del…?

—¡Sorpresa! —gritaron una docena de niñas.

—¡Sorpresa! —repitió Alicia, con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Había funcionado! A pesar de todo, había salido bien.

La mirada en el rostro de Anna valía más de cien marcos del Reich.

—¡No! —le dijo a Alicia—. Te voy a… —Anna se volvió hacia su madre—. Y tú lo sabías… —acusó.

—¿Quién, yo? —dijo Frau Stutzman. Eso hizo que todos rieran.

Pronto dejó de convertirse en una fiesta sorpresa y se convirtió en una fiesta de cumpleaños. Alicia no conocía muy bien a todas las amigas de Anna. Algunas de ellas vivían cerca de Anna y otras iban a clase con ella. Parecían bastante majas. Aceptaron a las hermanas pequeñas de Alicia. Algunas de ellas debían tener hermanos o hermanas pequeños. Alicia se habría enfadado si se hubiesen mofado de Francesca o Roxane. Ese era su trabajo. Hasta donde podía ver, ninguna de las otras niñas compartía el secreto de Anna y Alicia. Eso les hacía ser especiales. O, al menos, eso creía ella. ¿Cómo podía saberlo con seguridad? No podía.

También hacía que Francesca y Roxane fuesen especiales. Aún no lo sabían, y no serían felices cuando lo descubrieran. Alicia sacudió la cabeza. Todo aquel asunto seguía siendo muy raro.

Pero luego, en medio de los juegos, las canciones, el pastel, el helado y los «auténticos perritos calientes americanos» de un establecimiento que había abierto en la zona (a Alicia le sabían como cualquier otra salchicha), se olvidó de todo lo referente al secreto. Cuando se enteró, no pensó que jamás sería capaz de hacerlo.

Anna desenvolvió los regalos. Chilló con un extra de volumen cuando abrió la Vicki New Orleans. Varias de las otras chicas soltaron exclamaciones de envidia.

Alicia se sintió especialmente bien por ello. Quería darle a Anna un regalo realmente precioso.

Más pastel y helado.

—Vas a hacer que enfermen —le dijo Frau Stutzman a la madre de Alicia. No obstante, no lo decía en serio. No mucho después, se fue a casa diciendo—: Te veré por la mañana, Anna. Feliz cumpleaños, cariño.

Las invitadas corretearon, cantaron más canciones, jugaron a juegos e hicieron el tonto con las muñecas y los juguetes de las hermanas Gimpel. Cuando se hizo tarde, extendieron sacos de dormir en el suelo del salón. Nadie que hubiese ido a alguna reunión de las Bund deutscher Mädel lo hacía sin saco de dormir. Francesca y Roxane también tenían los suyos, aunque no tuviesen la edad suficiente para unirse a la organización para chicas alemanas.

Deberían haberse metido en los sacos de dormir. Las luces deberían haberse apagado. Sin embargo, no iba a dormirse tan pronto. El padre de Alicia hizo una breve aparición, a medio camino de las escaleras.

—Tratad de dejarlo en un suave estruendo, por favor. —Lo dijo como si supiera que era una causa perdida.

Las niñas rieron. Cotillearon. Contaron historias de miedo, que parecían más atemorizantes en medio de la oscuridad. Una de las amigas de Anna había leído una traducción de El corazón delator. Aquello les puso la piel de gallina.

Roxane empezó a dormitar. De vez en cuando decía, en voz baja y ausente:

—Estoy despierta. —Aún era pequeña, aunque lo negara con indignación.

Una a una, las niñas cayeron en el sueño. Los ronquidos reemplazaron las protestas de Roxane. Un par de niñas de la edad de Anna ya estaban roncando para cuando Francesca se rindió y se durmió. A Alicia no le sorprendió. Sabía lo cabezota que era Francesca.

A las dos de la mañana, los ronquidos y las respiraciones pesadas llenaban el salón de los Gimpel. El saco de dormir de Alicia estaba al lado del de Anna. No solo eran las mejores amigas, sino que la fiesta era en casa de Alicia. Tenía el doble de derecho a estar ahí. Con la voz transformada en un diminuto susurró, preguntó:

—¿Sigues despierta?

—No —susurró Anna, y ambas rieron.

—¿Has tenido un cumpleaños feliz? —preguntó Alicia.

Anna asintió. Alicia apenas podía ver el movimiento.

—Diría que sí —contestó Anna.

—Bien. Me alegro —dijo Alicia, y luego—: ¿Cómo van… las cosas?

—Todo me va muy bien. —Anna levantó la cabeza para asegurarse de que ninguna más estaba despierta y escuchando. Alicia hizo lo mismo. Estaba segura de que Anna sabría lo que quería decir con «las cosas» y tenía razón. Su amiga usó la misma palabra y la misma pausa para preguntar:

—¿Cómo te van a ti… las cosas?

—No tan mal, supongo. —Pero Alicia no podía dejarlo así—. Creo que es más difícil cuando en casa hay gente que no lo sabe. —Volvió a estirar la cabeza y a escuchar. Esta sería una ocasión muy mala para descubrir que Francesca solo fingía dormir.

—Te creo —dijo Anna. Hizo una pausa antes de continuar—. Gottlieb me dijo lo mismo una vez. Yo era muy pequeña cuando él se enteró. Menor que Roxane ahora. —Se rió de las locuras de su infancia—. Debía haber querido matarme un montón de veces.

Alicia había querido patear a sus hermanas en muchas ocasiones. El problema era que le devolverían las patadas. El otro problema era…

—Todo lo que aprendemos en la escuela. Lo que vemos en la tele. Lo que…, todo, es todo. Yo creía en todo eso antes de enterarme. —Con una voz más baja aún, añadió—: Parte de mí todavía quiere creerlo.

—¡Oh, gracias! —dijo Anna. Alicia parpadeó. Anna se explicó—. Tenía miedo de ser la única que pensaba cosas como esa. —Las dos salieron a medias de sus sacos para abrazarse la una a la otra.

Alicia se dio cuenta de que no habían dicho la palabra «judío» ni una sola vez. Incluso aunque alguna de sus hermanas estuviese escuchando, no sabría de lo que estaban hablando. Ambas habían sido muy cautelosas. Tenían que serlo. Si no, estarían muertas. Alicia había sabido que eso era lo que le ocurría a los judíos mucho antes de saber que era una de ellos.

—¿Qué piensas del nuevo Führer? —le preguntó Anna.

—¡Iba a preguntarte lo mismo! —exclamó Alicia. Le gustaba cuando Anna y ella pensaban lo mismo. Nadie más pensaba lo mismo en el mismo momento, excepto su padre de vez en cuando. Como Anna había preguntado primero, tuvo que contestar—: Parece… mejor, creo.

—Sí, ¿verdad? —dijo Anna—. Habla de cómo deberían ser las leyes, no solo… del triunfo de la voluntad. —Las dos habían visto la película. Todo el mundo, en el colegio y en la televisión. Era antigua. Se podía notar cuando la veías. Pero seguía teniendo la fuerza de una mula.

—¿Sabes la mujer que hizo la película? —preguntó Alicia. Anna asintió—. Murió hace unos pocos años. Tenía más de cien…, más vieja todavía que Kurt Haldweim. —Se estremeció, recordando cómo había formado una hilera frente al cadáver encogido y marchito del Führer en la Gran Cúpula.

—Qué miedo —dijo Anna. Fue el turno de Alicia de asentir—. Cuando tus hermanas hablan de… cosas que no saben, ¿cómo lo soportas?

—No lo sé —contestó Anna—. Justo después de enterarme, solían volverme loca. Ahora no, o no mucho, al menos. No saben la verdad y así será durante una temporada. Son demasiado pequeñas.

—Qué divertido —dijo Anna. Alicia hizo un sonido de interrogación, amortiguado. Su amiga continuó—: Gottlieb decía casi lo mismo de mí… hasta que al final descubrí lo que era. —Las últimas palabras salieron amortiguadas por un bostezo.

Alicia también bostezó. Ambas habían pasado de largo su hora habitual de irse a dormir. Desde luego, para eso eran las fiestas de pijama. La cabeza de Alicia descendió.

—Creo que ahora me voy a dormir —dijo—. Feliz cumpleaños otra vez.

—¡Ha sido el más feliz! —dijo Anna. En un par de minutos, ambas roncaban junto a las demás niñas.

Algo peculiar estaba sucediendo en la plaza Adolf Hitler cuando Heinrich Gimpel y Willi Dorsch se apearon del autobús procedente de la Estación Sur.

—¿Qué ocurre? —preguntó Heinrich. Tenía problemas para ver, no solo por la niebla y la ligera lluvia, sino por la forma en que humedecían sus gafas.

—Parece… —Willi se protegió los ojos con la mano. Heinrich se preguntó por qué. Su amigo no llevaba gafas. Puede que la mano ayudase a la visera de su gorra a mantener sus ojos a salvo del agua. Después de otear, Willi dijo—: Que me aspen. Parece que algunos holandeses están haciendo una manifestación.

—¿Holandeses? —dijo Heinrich. Entonces, entre las gotas de lluvia, él también detectó el rojo, blanco y azul de la bandera de franjas horizontales, no verticales como en la francesa. Un par de docenas de hombres y mujeres se amontonaban tras la bandera mojada. Unos cuantos llevaban pancartas. La distancia y la lluvia evitaban que Heinrich pudiese distinguir las palabras. De todas formas, habría tenido que intentar adivinar el mensaje. El holandés tenía una familiaridad casi graciosa para alguien que hablara alemán e inglés.

Vrijheid! —gritaba un holandés. Heinrich no tuvo que hacer mucho esfuerzo para adivinar lo que quería decir. Se parecía bastante a Freiheit, la palabra alemana para libertad—. ¡Vrijheid!

Willi también lo entendió.

—¿Dónde está la Policía de Seguridad? —exigió.

—Aquí vienen. —Si Heinrich estaba consternado (y lo estaba), no lo demostró.

—Justo a tiempo —dijo Willi, quien sí mostraba lo que pensaba.

Los hombres con túnicas y pantalones negros entraron al trote en la plaza. Portaban porras y pistolas; un par de ellos tenían rifles de asalto. ¿Serían arrestados o masacrados? Con las luces relampagueando y las sirenas aullando, los coches de policía siguieron a las tropas. Los arrestaron. Los holandeses no trataron de huir. Mientras la Policía de Seguridad los conducían a furgones que se marchaban quemando rueda, ellos seguían gritando:

Vrijheid!

La plaza Adolf Hitler volvía a estar tranquila. Todo el asunto no había durado más de tres minutos.

—Deben de estar locos —dijo Willi—. No tienen ni la menor idea de lo que tienen. Un puñado de malditos estúpidos, como esos daneses. Les das un poco, los tratas de manera medio decente porque son arios, ¿y qué hacen ellos? ¿Te lo agradecen? ¡Diablos, no! Tratan de robarte a dos manos.

—Quizá se están tomando al nuevo Führer en serio —dijo Heinrich mientras Willi y él subían las escaleras hasta las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht.

Willi lo miró de forma extraña.

—Quizá se están tomando a Buckliger demasiado en serio —replicó—. ¿Qué será lo próximo? ¿Los polacos exigiendo la libertad? ¿Los rusos? ¿Los judíos? —Echó atrás la cabeza y se carcajeó.

Igual que Heinrich. La idea, cuando lo pensabas, era divertida. Intentó imaginar a un puñado de los judíos supervivientes en Berlín saliendo en mitad de aquella enorme plaza y reclamando su libertad. ¿Necesitaría siquiera la Policía de Seguridad acudir? ¿O sería la gente normal la que les pegaría y lapidaría hasta la muerte, antes de que los hombres de uniforme negro apareciesen? Allí todo el mundo, o casi tanto que no había diferencia, sentían la misma repugnancia por los judíos.

—¿Crees…? —Willi sonaba como si hubiese decidido tomar en serio a Heinrich, después de todo, en lugar de reírse de él—. ¿Crees que Buckliger tiene la intención de que sucedan cosas como esta?

Heinrich ni siquiera trató de contestar hasta que los guardias de seguridad comprobaron sus tarjetas de identificación y les dieron acceso al edificio. Después dijo:

—Lo dudo. ¿Quién haría eso? ¿Cómo vas a hacer cambios de manera que las cosas funcionen, cuando ni siquiera puedes hablar de los cambios sin que te arresten?

—Oh, venga —dijo Willi—. Eran holandeses. Los otros eran un puñado de daneses locos. Ahí no había alemanes, ¿no?

—Ni uno —concedió Heinrich. Se preguntó si los habría alguna vez. El Partido se había pasado las tres últimas generaciones enseñando a los alemanes a ser dóciles ante sus gobernantes, sin importar lo feroces que eran cuando se ponían sus uniformes y desfilaban hacia la guerra. ¿Se atreverían a decir lo que pensaban? Después de tres generaciones de propaganda nazi, ¿tendrían alguna mente propia de la que hablar? Él no era optimista. Con una pregunta como esa, no se podía permitir serlo. El coste de equivocarse era demasiado alto.

—¡Café! —exclamó Willi cuando llegaron a la sala donde trabajaban. Desapareció, presumiblemente hacia la cantina, y volvió cinco minutos después con una taza de la que salía un vapor fragrante. Se la bebió y luego suspiró, dichoso—: ¡Ahhh!

Heinrich también quería una taza. Aun así, dijo:

—He visto borrachos que no quedaban tan satisfechos con una botella de alcohol barato como tú con ese café.

—Si vas a disfrutar de algo, mejor disfrutarlo a tope, ¿no? —dijo Willi—. ¿Para qué quedarse a medias?

—¿Porque a veces «a tope» es demasiado? —sugirió Heinrich. Willi volvió a reírse de él. No le cogió por sorpresa. La ideología nacionalsocialista menospreciaba la idea de la contención. Siempre lo había hecho. Heinrich se preguntó si Heinz Buckliger podría cambiar eso, o si al nuevo Führer se le habría ocurrido intentarlo. Tenía sus dudas.

También tenía su trabajo. Fue a por un café para sí mismo. Se lo llevó con él sin aspavientos a su mesa y se puso al trabajo. Estaba seguro de que los americanos, reducidos sus impuestos, pagarían menos aún que antes. Estaban tratando de ver cuánto les permitiría el Reich antes de que este tuviera que tomar medidas. Si no hubiera estado ya seguro de ello, el asunto le habría enfurecido.

El café no había tenido tiempo de enfriarse cuando sonó el teléfono. Lo descolgó.

—Sección de análisis, Herr Gimpel al habla.

Guten Morgen, Herr Gimpel —dijo una voz con acento americano—. Aquí Charlie Cox. ¿Wie geht's mit Ihnen?

—Bien, gracias —respondió Heinrich de manera automática. Luego parpadeó—. Aún no es por la mañana donde está usted, Herr Cox. Es medianoche. ¿Está levantado tarde, o temprano?

—Tarde —dijo Cox—. Quería preguntarle algo extraoficialmente.

—Bien, adelante —le dijo Heinrich—. Por supuesto, una respuesta a una pregunta como esa vale su peso en oro.

Aber natürlich —dijo Cox. Supo entonces que la respuesta no sería tan extraoficial. Dada la naturaleza de las cosas, no podía serlo. Eso significaba que la pregunta extraoficial tampoco lo era. Cox procedió a formularla—: Exactamente, ¿cuán serio es Herr Buckliger respecto a la reforma del sistema nacionalsocialista?

—Esa es una buena pregunta —dijo Heinrich. Podía adivinar por qué los americanos y sus líderes querían saberlo. Mucha gente en el Imperio Germano y en el Gran Reich Alemán también quería averiguarlo. A Heinrich no le sorprendería que Heinz Buckliger fuese uno de ellos—. Sin embargo, lo único que puedo decirle es que no lo sé.

—Extraoficialmente, maldita sea. —Charlie Cox parecía molesto.

Idiota. ¿Te crees que este teléfono no está pinchado? Alguien te oirá (y a mí), si no ahora mismo, cuando escuche la grabación. Heinrich replicó, en voz alta:

—De modo oficial o no, obtendrá la misma respuesta. Venga, Charlie. Use la cabeza. —Más te vale—. No me encargo de la política. Todo lo que hago es obedecer.

—El Führer habla con usted —dijo Cox.

Así que las noticias habían cruzado el Atlántico, ¿verdad? O se había extendido más de lo que Heinrich había pensado, o los americanos tenían mejores espías de lo que creía Inteligencia. No obstante, esa no era la preocupación inmediata de Heinrich.

—Por el amor de Dios, tan solo me consultó sobre unas cifras para poder hacer política. De eso va el Führerprinzip.

Ja —concedió Cox—. Pero si le gusta la primera edición tanto como dice, ¿cuánto le importa el Führerprinzip?

Muchas personas en el Imperio y en el Reich estarían también preguntándose eso.

—Lo siento mucho —dijo Heinrich—, pero sigo sin saberlo. Si quiere consejo…

—Aceptaré el que usted me dé —le interrumpió el americano—. Siempre me ha parecido un tipo decente.

¿Eres tan ingenuo que asumes eso de cualquiera en el Reich, o crees que yo soy tan ingenuo para creerme tus lisonjas? En cierto modo, Heinrich se sentía halagado, pero no de una forma que a Cox le sirviera.

—El único consejo que puedo darle es que espere. Lo que el Führer haga le mostrará exactamente lo que tiene en mente.

—Esperaba alguna pequeña advertencia anticipada. —Pero debía de haberse dado cuenta de que no la obtendría de Heinrich. Con lo que podía ser tanto un suspiro como un bostezo, dijo—: De acuerdo. Me voy a la cama. Gracias por su tiempo, Herr Gimpel. —Colgó.

Heinrich hizo lo mismo, con una fuerza bastante innecesaria.

—Sonaba como si alguien tratara de sacarte algo —dijo Willi.

—Un americano —dijo Heinrich—. Creo que sería mejor que escribiera un informe. —Si lo hacía, la gente que con toda seguridad escuchaba la línea tendría menos razones para detectar una deslealtad en nada de lo que había dicho. Sin embargo, cuando empezaba a teclear, se preguntó qué bien haría. Si los poderes fácticos decidían que era un traidor, no se preocuparían de las evidencias. Inventarían alguna y simplemente se librarían de él.

¿Lo harían, con este Führer? El que Heinrich pensara eso decía bastante acerca de cuántas cosas habían cambiado… y cuántas no.

Walther Stutzman era un hombre racional y lógico. Tenía que serlo, para tener éxito en Zeiss. Sin embargo, de vez en cuando, se veía aturdido por lo que él y otros hacían (tenían que hacer) para mantenerse ocultos ante el omnisciente ojo del estado.

Hitler había anunciado que había una conspiración judía contra el Volk alemán, contra el Reich. En ese momento, todo eran tonterías. Los judíos no se habían confabulado contra Alemania. La mayoría de los judíos de Alemania habían pensado en sí mismos como alemanes, igual que cualquier otro. Ahora, por otra parte…

Ahora, el puñado de judíos que quedaba en Berlín, en Alemania por extensión, tenían que conspirar contra el Reich si querían seguir respirando. Los campos de exterminio de Hitler habían tenido el efecto irónico de convertir en realidad algo que no existía antes de los discursos. Ni siquiera ahora se trataba del mismo tipo de conspiración al que él se refería. El objetivo no es dominar el Reich, sino tan solo esconder de él a los pocos judíos supervivientes. Pero indudablemente se trataba de una conspiración.

Allí estaba Walther sentado, controlando los códigos informáticos que le valdrían una bala en la nuca si alguien supiera que los tenía. Algunos de los códigos borraban sus huellas después de haber usado otros, lo que hacía que descubrirle fuese más difícil. En el Oberkommando der Wehrmacht, Heinrich Gimpel mantenía los oídos abiertos. Había un judío en un puesto bastante alto del Ministerio del Exterior. Había incluso tres o cuatro en las SS. Walther había ayudado a crear falsas genealogías para un par de ellos. A los demás solo los conocía por encima; no estaba seguro de cómo habían establecido la legalidad de su situación. Su propio trabajo allí seguía preocupándolo. Si era descubierto, lo más probable es que fuese por ese lado. Otros ministerios importantes también contaban con uno o dos judíos.

Cuando un judío oía algo que podría ser importante, los demás se enteraban pronto. Un subsecretario jefe o un ayudante de un ministro podía encontrarse con un amigo en una cena o telefonear a un colega de otro ministerio (a veces, no a un judío, pero a alguien que se esperaba que trasmitiese las noticias a un judío que necesitaba la información). Heinrich decía que la expresión era radio macuto. Se le ajustaba bastante.

Y ese subsecretario o ese ayudante del ministro a veces llegaba a proponer una política que, por la más pura casualidad, desde luego (¡desde luego!), hacía que las cosas fuesen un poquito más fáciles, un poquito más seguras, para los judíos. O, siendo como era la burocracia, uno de esos funcionarios podía ignorar o suavizar una directiva que podría hacer daño a su gente. Muy a menudo, una mala idea bloqueada valía tanto como tres buenas iniciadas.

Una conspiración judía en el corazón del Reich. A Hitler le habría dado un ataque. Habría ordenado matar a todos los judíos y hecho escarmentar de manera horrible a los alemanes que no cumplieran dicha orden. Walther pensaba en cuchillos y en estrangulamientos con cuerdas de piano. Himmler también habría matado a los judíos y dado ejemplo a los alemanes, pero se habría librado de ellos de forma más humanitaria. Kurt Haldweim se habría cargado a los judíos y les habría dado una reprimenda, o quizá degradado, a los alemanes.

¿Heinz Buckliger? Walther se rascó la cabeza. No lo sabía. No se atrevía a imaginarlo. ¿Quién osaría, cuando las consecuencias de equivocarse eran tan irrevocables? Sin embargo, por primera vez en su vida, podía pensar en el Führer sin sufrir de inmediato un escalofrío.

—¡Oye, Walther! ¿Qué estás haciendo ahí?

La atronadora voz le sacó del ensueño.

—No mucho, jefe —contestó con sinceridad, ahogando el sobresalto—. Estoy distraído, me temo.

—¿Tú? —Gustav Priepke se carcajeó—. No llegará ese día. Escucha, ha pasado algo y necesito que le eches un vistazo.

Walther le había dicho la verdad y Priepke no le había creído. Todo gracias a tener fama de trabajar duro. Si hubiese tenido reputación de no hacer nada, podría haber estado haciendo seis cosas a la vez y su jefe tampoco lo habría creído. Hizo todo lo posible por parecer despierto y solícito, aunque no se sentía así.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—El nuevo sistema operativo… ¿Qué iba a ser? —contestó Priepke—. Tenemos que hacerlo funcionar, o… —No dijo cuál era la alternativa, pero no hacía falta. El proyecto iba muy retrasado. El que fuese tan retrasado lo hacía también más complicado.

—Bueno, hay una respuesta obvia que aún no hemos intentado —dijo Walther.

—¿Cuál? —preguntó su jefe—. Pensaba que habíamos hecho todo lo obvio.

Walther meneó la cabeza.

—No, hay una cosa que no hemos hecho y que puede ahorrarnos mucho tiempo. —Priepke dejó escapar un gruñido de interrogación—. Podemos ver cuánto código de los japoneses podemos robar y adaptar.

Donnerwetter! —Gustav Priepke lo miró como si hubiese sugerido cambiar todos los Ratskeller del Reich en restaurantes de sushi—. ¡Qué gilipollez de idea! ¿Qué saben los japoneses de programar…?

—Es justo lo que necesitamos ahora —lo interrumpió Walther.

—¡Jesucristo! —dijo Priepke con seriedad—. Ya sabes lo que Hitler decía de los japoneses en Mein Kampf. Si no tuviesen arios de los que robar ideas, su cultura se congelaría en un chasquido de dedos. —Hizo el gesto con los suyos.

—¿Quiere hablar de política o de ordenadores? —preguntó Walther—. No me interesa la política. En absoluto. Lo que me importa son los ordenadores. Los japoneses tienen algunas ideas que podemos usar y creo que podemos sacárselas sin muchos problemas. ¿Qué es más importante, la ideología o el sistema operativo?

—No te habrías atrevido a hablar así en tiempos de Himmler, y no digamos en los de Hitler.

—Oh, claro que sí —dijo Walther—. Los rusos tenían un tanque tremendo en la Segunda Guerra Mundial. El T-34 era mejor que cualquier cosa que nosotros le poníamos enfrente, pero teníamos mejores tripulantes, así que ganamos. Nuestro siguiente tanque, el Panther, tomaba prestadas (o robaba) toda clase de ideas del T-34. A los diseñadores no les importaba quién lo construyera. Todo lo que les importaba era que se trataba de una buena máquina.

Su jefe volvió a gruñir, esta vez meditando.

—¿Y si el código tiene trampas?

—Si no podemos encontrarlas, ¿somos de verdad más listos que los japoneses? —preguntó Walther.

Otro gruñido. Priepke dijo:

—No puedo decidir esto por mi cuenta. No quiero que la Policía de Seguridad se nos eche encima una hora después de empezar. —Se fue a toda prisa del cubículo de Walther.

Walther se preguntó si debería haber mantenido la boca cerrada. ¿Empezaría la Policía de Seguridad a hacerle preguntas comprometidas? Todo lo que quería era hacer el trabajo que la gente que tenía por encima le encomendaba. ¿Era eso demasiado esperar? Quizá sí. Ninguna buena acción se queda sin castigo, pensó con amargura.

Gustav Priepke no volvió en más de una hora. Eso también le preocupó. ¿Estaba su jefe en jaleos? ¿O era a él a quien le esperaban los problemas? Se relajó (un poco) cuando volvió Priepke. El hombre grande y rechoncho le hizo una cómica reverencia oriental.

Pelfecto. Lo intentalemos —dijo en lo que imaginaba él que sería alemán con acento japonés.

Walther hizo una mueca.

—Ojalá nunca lo hubiera sugerido —dijo. Priepke se rió con ganas. Pensaba que Walther bromeaba, como él. Walther sabía muy bien que no era así.

Un viento frío soplaba por Stahnsdorf. La lluvia acechaba, pero aún no había llegado. En el interior del hogar de los Gimpel, todo era cálido y acogedor. Heinrich se movía bajo las directrices de su mujer, apartando esto y limpiando lo otro. No se movía lo bastante rápido para satisfacerla.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. Los Dorsch llegarán en un momento. ¿No tienes ganas de jugar al bridge?

—No es eso —dijo Heinrich, y no lo era. Él siempre estaba dispuesto a jugar al bridge.

—Entonces, ¿qué? —Antes de que Lise continuara, miró nerviosa alrededor para asegurarse de que las niñas estaban fuera del alcance de sus palabras—. ¿Te pone nervioso Erika?

—Ja, ja —dijo con voz fingida. Por supuesto que Erika le ponía nervioso. No había dicho ni una palabra sobre su encuentro con ella en Ulbritch. Aún no sabía qué pensar. El timbre sonó. No iba a tener oportunidad de hacerlo en ese momento.

Lise estaba más cerca, así que abrió la puerta. Todos se abrazaron y dijeron hola, se preguntaron sobre los niños y dijeron lo contentos que estaban de verse. Con un ademán ostentoso, Willi le dio a Lise su habitual ofrenda de una botella de vino.

—Ábrela ahora —dijo—. Cuando cometemos errores en la mesa de bridge, siempre necesitamos algo a lo que echarle la culpa.

Erika abrió la boca. Heinrich sabía exactamente lo que iba a decir. No tenía ganas de que los Dorsch empezasen las hostilidades antes siquiera de salir del vestíbulo. Por tanto, se adelantó a Erika:

—¿Cómo… va todo?

Podían interpretarlo de la forma que quisieran. Willi se lo tomó de la manera a la que Heinrich se refería. Movió su palma abierta de un lado a otro.

—Así, así —dijo—. Tenemos nuestras subidas y bajadas. —No era de los que perdía la posibilidad de hacer un chiste, así que concluyó—: Puede que no tan a menudo como cuando tenía 22, pero lo conseguimos.

Lo conseguirías más si no fuese por Ilse. Hasta tú lo sabes. Heinrich no dijo eso. Se preguntó si Erika lo haría y cómo podría desviar el tema si lo hiciese. Por fortuna, se mantuvo callada. Sin embargo, Heinrich no habría querido ser el destinatario de la mirada que le echó a Willi.

—Iré a abrir el vino —dijo Lise—. ¿Por qué los demás no os sentáis?

Willi repartió la primera mano.

—Ahora voy a darme trece diamantes —dijo con grandiosidad.

—Mientras me des a mí trece corazones, no me importa —dijo Heinrich.

La realidad volvió tan pronto como cogió sus cartas, que contenían la habitual mezcolanza de palos y figuras. Willi abrió la subasta con una y tréboles. Heinrich pasó. Erika dijo:

—Dos tréboles. —Eso significaba que tenía alguna ayuda para Willi, pero no una gran mano. Este subió a tres después de que los demás pasaran. E hizo tres tréboles sin bazas de más pero sin muchos problemas.

—Una manga —dijo mientras Erika anotaba los 60 puntos.

Heinrich recogió las cartas y empezó a mezclarlas.

—Para lo único que sirven las mangas es para completar un chaleco —dijo.

Repartió la siguiente mano y abrió con una de picas. Después de la subasta, Lise y él habían subido hasta cuatro picas. Willi dobló. Si lo conseguían, se llevarían la partida y borrarían la puntuación parcial de los Dorsch. Si fallaban, el precio sería muy alto.

Erika salió con corazones; Willi había estado apostando por ellos. Cuando Lise mostró la mano del muerto, Heinrich se llevó una desagradable sorpresa. Él tenía el as, la reina, el diez y el nueve de picas, además de una pequeña. Su esposa tenía cuatro picas pequeñas hasta el ocho. Aquello dejaba al rey y a la jota escondidos, junto a dos pequeñas para protegerlos. Considerando los demás problemas que tenía en la mano, aquello supuso un gran golpe.

Willi se llevó la baza con el rey de corazones y luego jugó el as. Cuando pasó sin fallo de nadie, sonrió a Heinrich y dijo:

—Te tengo.

—Quizá. —Heinrich se encogió de hombros. Él también creía que Willi lo tenía, pero que lo condenaran si iba a admitirlo.

—Nada de quizá. —Willi salió con un diamante. Esa no era la forma de acabar con Heinrich. Tenía el as en su mano, mientras que el rey estaba sobre la mesa. Pensó que preferiría ser el muerto, así que cogió la baza con el rey. Luego salió con una pequeña de picas de la mano del muerto. Willi jugó otra. Heinrich dudó, pero solo por un momento. Bajó el diez. Detrás de las cartas del muerto, Lise guiñó un ojo.

Quiso gritar cuando Erika jugó un trébol. Eso quería decir que Willi tenía todas las picas que faltaban. No importaba que hubiese doblado. Pero también significaba… Con felicidad, Heinrich dijo:

—Voy a sacarte un impasse del interior de tus zapatos.

Willi lo miró, sublevado. Heinrich no lo culpó. Si la situación fuese al revés, él también se hubiese enfadado. Y tenía muchas bazas ganadoras sobre la mesa, así que podía volver al muerto cuando quisiese. Le sacó a Willi los triunfos, uno a uno; Willi no pudo hacer nada con ellos. Y cerró el contrato… doblado.

—Un impasse muy largo —dijo Willi, triste—. ¿Quién habría pensado que jugarías un impasse así? ¿Y quién habría pensado que iba a funcionar?

—Tenía que ser así —contestó Heinrich—. Era la única manera que tenía de hacer cuatro. Así que pensé, ¿por qué no?

—Así se hace —dijo Erika—. Si tienes una oportunidad… la coges. —Lo miraba directamente a él al decir eso. Heinrich le pasó las cartas con rapidez. Sabía muy bien que Erika no hablaba de bridge.

A pesar de aquella mano, Willi y ella ganaron la partida. No ganaron, por tanto, como lo habrían hecho si Willi no hubiese doblado. Erika se encargó de recordárselo a Willi cuando acabó la partida. Él le echó una mirada furiosa. —Ganamos —dijo—. Deja de quejarte.

Si esas palabras no estaban calculadas para hacer que se enfadara, hicieron un buen trabajo. La única manera que encontró Heinrich para evitar que riñeran fue sacar otra botella de vino, un buen Borgoña. Aquello hizo que Willi se preguntara en voz alta si había robado un banco o habían empezado a recibir comisiones de los americanos. A Heinrich no le importó. Si Willi se metía con él, no le lanzaría dardos a Erika. Cuando no lo hacía, era una buena compañía… y ella también. Por supuesto, cuanto más bebían, menos probable era que les importase lo que se decían. Heinrich sabía que solo estaba posponiendo el problema. Sin embargo, si no lo hacía, acabaría teniendo él los problemas.

Lise y él ganaron la siguiente partida. Todas las manos fueron repartidas, y todas sosas. Nadie pudo quejarse del juego de nadie. Eso alivió a Heinrich. Lo rápido que se vació la botella de Borgoña no, sobre todo porque Willi y Erika bebieron más de ella que Lise y él. No le dolía la pérdida del vino. Pero temía que aquello no acabase solo in vino veritas. Parecía mucho más probable in vino calamitas.

La tercera partida también fue bastante bien. Erika y Willi la ganaron con tanta facilidad y tanta competencia como Lise y él se habían llevado la segunda. El único momento malo de Heinrich vino cuando Erika empezó a ensalzar en voz alta la primera edición de Mein Kampf. Pero pudo estar de acuerdo con ella, con cautela. No podía estar muy equivocada si el Führer decía lo mismo.

Como las primeras tres partidas habían acabado tan rápido, decidieron jugar otra. Lise, que había bebido la que menos de los cuatro, sacó otra botella de vino. A pesar de lo mucho que quería, Heinrich no pudo gritar: «Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo?». Como no podía, esperó aturdido (bastante aturdido, ya que él mismo había bebido más de la cuenta) a ver qué ocurría a continuación.

Lo que pasó a continuación fue que Willi se quedó tres bazas por debajo en una mano que debería haber sido capaz de hacer con los ojos cerrados. Considerando la forma en que la había jugado, puede que los tuviera cerrados, después de todo. Cuando acabó, miró sus bazas y las de los defensores como un hombre contempla un accidente de tráfico que ha causado.

—Bueno —dijo en tono de sorpresa y arrepentimiento—, no ha salido bien.

—Te diré por qué no ha funcionado —dijo Erika—. No funcionó porque eres un idiota.

—No sé qué podría hacer… —comenzó Willi.

Ella se lo dijo. Con gran detalle. Y obviamente, tenía bastante razón. Luego añadió:

—Si con Ilse no apuntas mejor al objetivo, pobre…

Heinrich y Lise dijeron algo a la vez, cualquier cosa, para evitar que Erika acabase la frase. Más tarde, Heinrich no recordaría qué había salido de sus labios, ni de los de su mujer. Erika no terminó, tampoco: una victoria pírrica. Pero el daño mayor ya estaba causado. Willi se puso muy rojo. Su piel podría haber sido muy bien la de una manzana de ese color.

—Tienes muchísima cara, quejándote de mí —dijo, con voz baja, furiosa y severa—. Tú eres la que quieres…

—¡Basta! —No fue Heinrich, sino Lise. Rara vez alzaba la voz. Cuando lo hacía, como ahora, la sorpresa hacía que todos le prestaran atención—. Hay un momento y un lugar para todo, y este no es el momento ni el lugar para esto.

Los Dorsch podían haber explotado. Si lo hubiesen hecho, la amistad probablemente se habría roto justo allí, sobre la mesa de bridge. Heinrich esperó. La metralla de aquella explosión le dañaría a él, no a su mujer. Pero no se produjo. Erika y Willi siguieron mirándose el uno al otro, pero ninguno de ellos dijo nada nuevo e incendiario.

Después de un largo rato, Erika se volvió hacia Lise y dijo:

—Tienes mucho sentido común. Ya veo de dónde lo saca Heinrich.

—Oh, Quatsch —dijo Lise—. Ahora tendré que pensar en a quién de nosotros dos has insultado. —Recogió las cartas—. Mientras tanto, ¿podemos jugar al bridge! Golpearse la cabeza con piedras es un juego diferente y no debería ser un deporte con público.

—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó Willi, medio fanfarrón, medio divertido—. Heinrich y tú nunca lo hacéis.

Heinrich y ella rieron de manera estridente. Heinrich sabía que su matrimonio tenía sus tiras y aflojas. ¿Qué matrimonio no? Podía recordar cuatro o cinco cosas sin esfuerzo. Sin duda, Lise podía hacer lo mismo. Y seguro que algunas de las suyas no serían las mismas que las de ella, lo cual era en sí mismo otra grieta. Pero ninguna de esas cosas era asunto de nadie más que de Lise y él.

Ese pensamiento le condujo al siguiente:

—No tratamos de resolverlo cuando hay gente delante.

—Oh, pero hacer que otros estén presentes es parte de la diversión —dijo Willi. Erika asintió. Por una vez, estaba de acuerdo con su marido.

Heinrich, por otra parte, hizo lo que pudo para evitar un escalofrío. Los hombrecillos verdes de Marte no podrían tener una actitud más extraña. ¿Poner la vida delante de todos, como si fuesen personajes de un dramón televisivo? No podía imaginarse viviendo así. Una de las razones por las que Lise y él se llevaban tan bien era que su esposa era una persona tan discreta como él mismo.

—A ver, ¿a quién le toca repartir? —preguntó Willi, con tanta tranquilidad como si Erika y él no hubiesen estado bombardeándose mutuamente unos minutos antes—. Veamos si podemos causar otra masacre, ¿eh? —Erika se movió. De repente, ella dio una sacudida, sorprendida. ¿Le había dado Lise una patada por debajo de la mesa? A Heinrich le costaba imaginar a su esposa haciendo semejante cosa. Tampoco podía pensar en otro motivo por el que Erika hubiera botado así en su asiento.

Willi ganó el contrato, con tres diamantes. Lo cerró. Heinrich no había estado seguro de que pudiera, pero lo hizo. Al menos, eso alivió a Heinrich. No solía animar a los contrarios. Tampoco le gustaba. Eliminaba el aspecto competitivo del bridge.

Los Dorsch ganaron la partida. Una vez más, Heinrich no lo sintió y deseó que no fuese así. Por lo general, habrían charlado y bebido un rato más después de dejar las cartas… o habrían jugado más. Esa noche, Willi y Erika se levantaron y se marcharon con un buenas noches de cortesía. Heinrich y Lise no les pidieron que se quedaran más, ni siquiera por cortesía.

—¿Seremos capaces de invitarlos más o de ir a su casa? —preguntó Lise una vez que se habían ido—. El bridge está muy bien, pero algunas cosas causan más problemas que la pena que merecen.

—Sí, lo sé —dijo Heinrich. También temía saber lo que Willi iba a decir cuando Lise le interrumpió. Después de que Erika le soltara lo de Ilse, el podía haber pinchado a su esposa con lo de ponerle ojitos a Heinrich. Si las cosas ya habían ido mal, si se habían puesto feas, antes de eso, ¿cómo se habrían puesto después de eso?

Heinrich era un hombre que pensaba en términos cuantitativos. Si no le podía poner números a algo, no le parecía real. No podía ponerle números a esto, pero, por una vez, no le hizo falta. Las cosas se podían haber puesto muy mal. Peor imposible.

A Alicia Gimpel no le gustaba diciembre. El sol salía tarde y se ponía pronto, y las nubes y la niebla eran tan espesas que apenas podías verlo cuando estaba en el cielo. Llovía gran parte del tiempo. Cuando no lo hacía, a veces nevaba. Algunos decían que les gustaba tener estaciones, que les hacía disfrutar más de la primavera y del verano. Alicia no lo entendía. Deseaba vivir en algún otro lugar, como Italia, donde hacía bueno casi todo el año.

La única cosa buena de diciembre era la Navidad. Le gustaban el árbol, su aroma picante y sus adornos. Le gustaba el enorme pavo que su madre cocinaba todos los años. Le gustaban las vacaciones que tenía en Navidad y en Año Nuevo. Y, por supuesto, le gustaban los regalos.

Sin embargo, ese año veía la Navidad de otra forma. Hasta ahora, siempre había sido su período de vacaciones. No obstante, si era judía, eran las vacaciones de otros. Su familia haría las mismas cosas, de eso estaba segura. Tenían que hacerlo; si no, la gente se preguntaría por qué no era así. Pero la forma de celebrar la Navidad no sería ya lo mismo.

Luego se le ocurrió otra cosa. Los judíos tenían su propio día de Año Nuevo. Y también otras celebraciones. Se acordó de Purim, cuando descubrió que era judía. Le preguntó a su madre:

—¿Tenemos una celebración propia equivalente a la Navidad?

Lise Gimpel estaba friendo tortitas de patata con cebolla en una gran sartén con aceite caliente.

—¿Dónde están tus hermanas? —fue lo primero que dijo.

—Arriba —contestó Alicia.

Su madre miró en derredor para asegurarse de que Alicia estaba en lo cierto. Después dijo:

—Tenemos una fiesta en esta época del año. Se llama Jánuca —le contó lo de la guerra de Antíoco contra los judíos 2100 años atrás, y lo del aceite que ardió durante ocho días en lugar de solo uno.

Alicia escuchaba en trance. Luego, como era habitual en ella, empezó a pensar en lo que había oído.

—Los persas querían librarse de nosotros —dijo. Su madre asintió—. Y esos sirios o griegos o lo que sean querían librarse de nosotros —mamá volvió a asentir. Alicia continuó—. Y los nazis también querían librarse de nosotros.

—Ya sabes que eso es cierto —dijo su madre—. Siguen queriéndolo. Nunca lo olvides.

—No lo haré. No puedo —dijo Alicia—. ¿Pero qué hemos hecho para conseguir que tanta gente quiera acabar con nosotros?

—No creo que hayamos hecho nada —replicó su madre—. Solo tratamos de vivir nuestras vidas a nuestra manera.

—Tiene que haber más que eso —insistió Alicia. Su madre sacudió la cabeza—. Bueno, entonces, ¿por qué siempre a nosotros?

—No es solo a nosotros —respondió su madre—. Los turcos se lo hicieron a los armenios; los alemanes a los gitanos, también; los americanos a sus negros. Creo que nos ha pasado tantas veces a nosotros porque somos tercos en lo de ser lo que somos. No quisimos adorar a los dioses de Antíoco. Teníamos nuestro propio Dios. No creíamos que Jesús fuese tan especial. La gente también nos hizo pagar por eso. Queremos hacer lo que hacemos, eso es todo. Hacerlo sin que nos molesten. Nosotros no molestamos a nadie.

—Parece un… horrible montón de problemas —dijo Alicia, dubitativa.

—Bueno, sí. —Su madre logró sonreír—. Pero también creemos que es lo que Dios quiere que hagamos, ya sabes.

—Supongo. —Alicia frunció el ceño—. Sin embargo, ¿cómo sabemos qué es lo que quiere Dios que hagamos?

—No dije que lo supiéramos. Dije que lo creemos. —Su madre suspiró—. Podría decirte que es lo que la Biblia nos dice, pero si la lees y escoges esto y aquello, puedes hacer que diga cualquier cosa. Por eso, decimos que es lo que hemos pensado durante todos estos años, todas estas generaciones, desde antes incluso que los macabeos, antes de Esther y Mordecai. Es una cadena larga, muy larga, de gente. Los nazis casi la rompen, pero no lo consiguieron. ¿Quieres que lo consigan?

—No —dijo Alicia—, no si lo pintas así. —Tenía el conservadurismo de un niño: las cosas tenían que seguir siendo como eran. Y también contaba con su propio y poderoso sentido del orden, tan parecido al de su padre.

—Cuando todas vosotras sepáis lo que sois, podremos hacer algo más típico de Jánuca —dijo su madre—. Tendréis un gelt de Jánuca para las ocho noches. También encenderéis velas: una la primera noche, dos la segunda, y así hasta ocho. Sin embargo, no sé si podremos intentarlo. Si alguien nos coge, sería el fin.

Esconderse. Hacer lo que podías. Recordar lo que se suponía que tenías que hacer pero no podías. Quizá un día tus descendientes puedan hacerlo. Si eso fuese a pasar algún día, esas eran cosas que necesitarían saber. Una larga, larga cadena de gente. Eso es lo que había dicho la madre de Alicia. De pronto, Alicia se dio cuenta de que no era la última en la cadena. Otros vendrían después. Un día, en un futuro lejano, habría tantos detrás de ella como delante… si la cadena no se rompía.

—Comprendo —susurró—. En serio.

—Bien. —Su madre le dio vuelta a las tortitas con una espátula de hierro—. También hacemos de estas en Jánuca. No es parte de la religión. Solo parte de la celebración. Y lo mejor es que es seguro, porque todo el mundo hace tortitas de patata a todas horas. A nadie le interesa si lo haces.

—¿A nadie le interesa si haces qué? —preguntó Francesca desde la puerta.

Alicia dio un salto. El corazón le subió a la garganta. ¿Cuánto había estado escuchando? ¿Lo suficiente para correr hacia la Policía de Seguridad porque no sabía qué era qué? Puede que no, o no habría preguntado eso en particular. Debía de haber llegado justo antes de hablar.

A mamá no se le movió ni un pelo.

—A nadie le interesa si le das a alguien una tortita de patata antes de cenar —dijo, y sacó tres: una para Alicia, otra para Francesca, y otra para Roxane—. Cuidado con ellas, están calientes. Y Francesca, ve a por tu hermana pequeña, para que pueda comer una ella también. La tuya se enfriará mientras.

Francesca salió corriendo. Alicia compartió una sonrisa secreta con su madre. Sabían algo que las más pequeñas no. Y seguiría siendo un secreto durante un tiempo, para luego contarlo. Y la cadena seguiría adelante.