8

Como el resto de los judíos en el Gran Reich Alemán, Lise Gimpel nunca había estado, ni había visto, los servicios de los Días Sagrados. Había oído de su abuelo que se iba a la sinagoga a celebrar el Año Nuevo y el Día de la Expiación. Ser capaz de hacer las devociones de manera abierta le parecía más asombroso aún que las propias vacaciones.

Tampoco podía ayunar en Yom Kippur. «No hacer nada que llame la atención» era una regla irrompible. Si, por ejemplo, Roxane le preguntara: «¿Por qué no comes, mami?», ¿cómo podría contestarle? Dijera lo que dijera, su hija podría decirle a un amigo de la escuela que su madre había estado todo el día sin comer. Si eso llegaba a los oídos equivocados… Hasta una cosa tan pequeña podía significar el desastre.

Y por eso desayunaba con todos los demás, y en silencio pedía perdón a Dios. Heinrich, sin duda, hacía lo mismo. Por la expresión sombría en el rostro de Alicia, ella también. Lise le había explicado cuáles eran los días de fiesta, lo que significaban y cómo se suponía que había que celebrarlos si fuera posible. Francesca y Roxane comían tortitas y salchichas sin tener la menor idea de que el día de hoy era diferente a cualquier otro.

Heinrich se puso en pie y cogió su maletín.

—Me voy —dijo—. Os veo esta noche.

Recogió besos de todas y se fue hacia la puerta. La cerró detrás de sí. Lise suspiró y sonrió al mismo tiempo. No le preocupaba que se fugara con Erika Dorsch o con cualquiera, aunque ella le tomara el pelo con ello. Él no era de los que dejaran las cosas una vez empezadas. Si a veces se le iban los ojos… bueno, era un hombre. Sus manos y, más importante, su corazón, no.

—Venga, terminad —le dijo Lise a las niñas—. Y luego salid de vuestros camisones y poneos la ropa del colegio. Ya sé que no tenéis que iros tan pronto como papá, pero tampoco podéis estar todo el día a por uvas.

Obtuvo risitas por parte de sus dos hijas menores y un resoplido desdeñoso por parte de Alicia, quien dijo:

—Ésa ya la has usado, mami.

Lise no iba a meterse en crítica literaria antes de las ocho de la mañana, en especial cuando no se había terminado el café (la mayor ventaja que veía en no ayunar en Yom Kippur era que no tenía que perdérselo).

—No me importa si ya lo he dicho o no. Sigue siendo cierto. En movimiento.

Alicia era a la que tenía que obligar, a la que un pájaro, un libro u otra cosa podría distraer de la tarea que había a mano. Francesca podía gruñir antes de las diez, pero hacía lo que tenía que hacer con el piloto automático. A Roxane le gustaban las mañanas, probablemente porque a sus hermanas no.

Lise las tuvo al otro lado de la puerta principal a tiempo. Siempre lo conseguía, y siempre dejaba salir un suspiro de alivio una vez que se habían ido. Especialmente hoy, pensó. Quería el Día de la Expiación para ella sola. Si las cosas fuesen diferentes, habría sido encantador reunirse con sus amigos judíos. Pero, aunque se reunían para festividades menores como Purim, no se atrevían con las grandes. Alguien podría estar observando, escuchando, haciéndose preguntas. Nunca se sabe.

Se sentó enfrente del televisor. Estaba apagado. Lo dejó así. No quería distracciones, no mientras hacía lo posible por perdonar a la gente que la había molestado durante el año anterior. A pesar de sus tempraneros pensamientos clementes hacia Heinrich, no le sorprendió encontrar a Erika en lo más alto de la lista. La sonrisa de Lise era ligeramente amarga. Erika no podía evitar ser como era, no más de lo que podía un tigre.

Las cosas alrededor de un tigre tienden a acabar muertas. Las cosas alrededor de Erika…

De manera metódica, Lise repasó el resto de la lista, empezando con Herr Kessler, que la había irritado porque irritaba a Alicia, y acabando con el tinte que le había devuelto una blusa de lino con una quemadura y sin dos botones. Luego se puso manos a la obra con el intento más duro de todo Yom Kippur: perdonar al pueblo alemán.

Nunca lo había hecho, no de corazón. Nunca se había acercado tanto y lo sabía. No era solo porque sus crímenes fuesen tan grandes. Peor: no tenían ni idea de haber cometido tales crímenes. Estaban convencidos de que caminaban por la senda de la verdad, la justicia y la rectitud. Si no veían que tenían algo de lo que ser expiados, ¿para qué perdonarlos? ¿Cuál era el sentido? Ninguno que ella hubiese visto nunca.

Este año… Este año, por primera vez desde que era una niña, se lo planteó. Heinz Buckliger parecía tener alguna idea de que el Reich y el Volk del Reich no habían alcanzado su posición dominante en el mundo con las manos totalmente limpias. Si el Führer pensaba que los alemanes necesitaban la expiación por algunas cosas… Bien, ¿qué significaba aquello?

Buckliger no había dicho una sola palabra sobre judíos, ni en su discurso de la televisión ni en nada de lo que Heinrich y Walther habían sido capaces de descubrir. Pero había arrojado alguna duda sobre la imponente importancia de la sangre aria. ¿Y qué significaba aquello?

—Quiero tener esperanza —murmuró Lise, para sí misma y posiblemente para Dios—. Ha pasado mucho tiempo. Quiero tener esperanza.

Willi Dorsch fruncía el ceño con seriedad fingida (al menos, Heinrich Gimpel esperaba que fuese fingida) cuando subía al autobús que les llevaría a la estación de tren de Stahnsdorf. Se sentó junto a Heinrich y preguntó:

—Bien, ¿qué tienes que decir en tu favor?

¿Lo sabía? ¿Había sido Erika tan franca como siempre? ¿O había él sumado dos más dos y había llegado a, ¡sorpresa!, cuatro? Si lo sabía, iba a tener que decirlo más claro.

—Bueno, ¿qué tal un «buenos días»? —respondió Heinrich.

—Servirá. —Con una sonrisa, Willi le palmeó la espalda—. Mejor que un montón de cosas que podrías haberme dicho.

—Me alegro. —Heinrich esperaba que la ironía evitara que Willi se diera cuenta de que estaba diciendo la verdad literal y exacta. Habiéndose librado con una pregunta, probó con otra—. ¿Y tú cómo estás hoy?

—Podría estar peor. He estado peor. Probablemente, estaré peor dentro de no mucho —contestó Willi. Heinrich concluyó que Erika y él no se habían peleado durante la noche. Tal y como iban las cosas entre ellos, eso era algo—. ¿Y tú? —continuó su amigo.

—¿Yo? Simplemente vivo día a día —dijo Heinrich. Eso era bastante cierto. Los Días Sagrados le recordaban todos los años lo cierto que era.

—Simplemente vivo día a día —repitió Willi, y suspiró con tono lóbrego—. Cristo, ojalá pudiera decir lo mismo. Nunca sé si el mañana me explotará en la cara.

Ni yo, pensó Heinrich. Y tú estás hablando de tu matrimonio. Yo hablo de mi vida. Había crecido acostumbrado a pensar cosas que no podía decir. Lo que dijo fue:

—Espero que todo salga bien.

—Eres un buen tipo, ¿lo sabías? —Willi sonaba un poco sensiblero, o quizá más que un poco, como se suele estar después de beber mucho. Pero esa mañana no olía como una destilería ni daba un respingo ante cada ruido y rayo de sol, como un hombre con resaca. Quizá solo estuviera contento de tener un amigo. ¿Cuán contento estaría después de unas cuantas palabras escogidas con mala intención por parte de Erika?

Era evidente que aquellas palabras no habían llegado. Puede que no lo hicieran. Así lo esperaba Heinrich. En el Reich, el mero acto de tener esperanza era, tenía que ser, un acto de coraje para un judío. Con un encogimiento de hombros, Heinrich dijo:

—Todo lo que sé es que tengo un montón de trabajo esperándome en la oficina.

—¡Ja! ¿Y quién no? —dijo Willi—. Nuestra sección podría tener el doble de personal y aun así estaríamos atrasados. Por supuesto, si el nuevo Führer recorta el presupuesto del Imperio, como dice que va a hacer, acabaremos sin trabajo.

—¿Crees que lo hará? —Heinrich preguntó con una curiosidad incluso más genuina de la que se atrevía a mostrar.

—¿Yo? No pienso volver a tratar de adivinar cosas relacionadas con él nunca más, no señor —dijo Willi—. Me equivoqué un par de veces y eso prueba que no debería volver a intentarlo.

El autobús se detuvo en la estación de tren. Heinrich y Willi salieron deprisa. Ambos pararon a comprar ejemplares del Völkischer Beobachter en una máquina expendedora, y luego se fueron al andén para coger el tren hacia Berlín.

Se sentaron juntos, leyendo el periódico. Heinrich, como era habitual, lo leyó de manera metódica. Willi era como una mariposa, saltando de historia en historia. Encontró tantas golosinas como Heinrich, a veces más rápido incluso.

—Los americanos cuestionan el cálculo de los ingresos —dijo, señalando la página cinco.

Heinrich, que no había llegado aún, saltó a esa noticia. La leyó y después agitó la cabeza.

—Pueden cuestionarlo, pero eso no les hará ningún bien —dijo—. Las autoridades ocupantes recibirán su libra de carne de una forma o de otra.

—Ah, la carne. —Willi rió con melancolía—. Recuerdo lo divertida que solía ser.

Heinrich dio un respingo ante el retruécano. Quizá ese respingo fue lo que le hizo preguntar:

—¿Qué tal Ilse?

Normalmente, pensaría la pregunta pero no la formularía. La broma irónica le había hecho descuidar parte de sus defensas. No le gustó. No podía permitírselo, ni siquiera por un instante.

Willi parpadeó. No se había esperado la pregunta, no más de lo que Heinrich había esperado hacerla. Después de una pausa, en la que Heinrich se preguntó si contestaría, dijo:

—Ilse es dulce, y buena en la cama, pero no es lo mismo, ¿sabes lo que quiero decir?

—Creo… que sí —dijo Heinrich. Pensó en hacerle el amor a una casi extraña después de tanto tiempo con Lise y nadie más. Sí, sería muy extraño, en especial las primeras veces. Luego pensó en hacer el amor con Erika, quien era, después de todo, cualquier cosa excepto una extraña. ¿Cómo sería eso? Corta eso ya, se dijo a sí mismo con severidad. En su mayor parte, hizo caso.

—Tienes suerte, siendo tan feliz como eres —dijo Willi, y volvió al periódico.

—Sí, supongo que sí —dijo Heinrich, lo cual era cierto, ya que podría estar atrapado donde estaba fuese feliz o no. Un divorcio atraía la atención de la gente, incluso hoy en día. Los judíos solían permanecer casados, sin importar lo mal que les fuera.

Muchos goyim hacían lo mismo.

—Si no fuera por los niños —dijo Willi—, y por la forma en que la gente te mira después, Erika y yo ya nos habríamos separado. Diablos, deberíamos hacerlo, a pesar de todo eso.

—Espero que no —dijo Heinrich, lo cual era cierto por todo tipo de razones que su amigo no conocía. Escogió una que su amigo sí sabía—. Si rompéis, tendremos que encontrar a otros para jugar al bridge.

—¡Ja! ¿Qué has estado fumando? —Aquello tocó el orgullo de Willi allí donde otras pullas no habían funcionado. Y si pensaba en Heinrich como rival en la mesa de cartas, quizá no se preocupase de él en otro sentido.

El tren se detuvo en la Estación Sur. Heinrich y Willi subieron las escaleras hasta el piso superior, donde cogieron el autobús hacia las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Heinrich se dirigió a su mesa con más que un poco de aprensión, no solo porque ahora sabía que Willi se estaba acostando con Ilse, sino por lo que estaban haciendo los americanos. Cuando adoptaban esa actitud, hacían que su trabajo fuese más difícil. Ya tenía bastante de lo que ocuparse sin los problemas que venían del otro lado del Atlántico.

Cuatro personas se le acercaron en la primera hora que estuvo allí, todas ellas con el Beobachter en la mano. Todos querían saber lo que harían los yanquis, y lo que el Reich les haría a ellos después.

—Tendremos que esperar y ver —dijo Heinrich una y otra vez, lo cual no satisfizo a ninguno.

Le dijo lo mismo a otros dos por teléfono. Uno era un teniente general, una persona a la que no le gustaban las ambigüedades de ninguna clase.

—Maldita sea, necesito saber si vamos a movernos o no —gruñó el oficial.

—Yo también, señor —respondió Heinrich. El general soltó un juramento y colgó.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Heinrich también tuvo la necesidad de decir una palabrota.

—Análisis de presupuesto. Gimpel al habla —dijo.

—Buenos días, Herr Gimpel. Soy Charlie Cox, desde Omaha. —El alemán del americano era fluido, pero tenía el acento plano que los anglosajones le daban al idioma.

—Le conozco, señor Cox. Está en el Departamento del Tesoro, ¿nicht wahr? ¿Qué puedo hacer por usted?

—Puede decirme lo serio que es Herr Buckliger acerca de un nuevo trato para las diferentes partes del Imperio Germano. —Cox no se andaba con rodeos. Y esa, por supuesto, era la gran pregunta para cualquier administrador americano.

También lo era para Heinrich. Sucedía que no podía darle una respuesta, ni para Cox ni para sí mismo.

—Lo siento mucho, Herr Cox —dijo, de corazón—. Yo no hago política. Solo la aplico cuando algún otro la hace.

Cox gruñó.

—Bueno, supongo que en realidad no esperaba que me dijera otra cosa. Pero tiene que tener alguna idea de cómo van a funcionar las cosas. Está mucho más cerca que yo.

—Si lo supiera, se lo diría —respondió Heinrich, y puede que aquello también fuese en serio—. Pero me temo que no es así. La persona que se encarga de la política, a quien he mencionado hace un instante, es el Führer, no otro. Cuando decida lo que quiera hacer, lo haremos.

—Nos lo hará a nosotros —murmuró Cox en inglés. Heinrich sabía menos de aquel idioma que, por ejemplo, Susanna Weiss, pero lo hablaba bastante bien. Incluso aunque el Imperio descansara sobre Alemania, el inglés era muy útil para tratar con los americanos. Charlie Cox acababa de poner su vida en las manos de Heinrich.

—Tarde o temprano, todos veremos lo que el Führer tiene en mente —dijo Heinrich. Aunque era cierto, no era probable que sonase consolador—. Mientras tanto, le sugiero que paguen sus impuestos a tiempo. De esa forma, no se producirán incidentes desafortunados que ambos bandos lamenten.

—Incidentes que nosotros lamentaremos mucho más que el Reich. —Cox se atrevió a decir aquello en alemán.

—Es probable —concedió Heinrich—. El bando perdedor lamenta los incidentes más que el ganador.

—Si no lo supiéramos ya, Herr Gimpel, los últimos cuarenta años nos servirían de prueba —dijo Cox—. Auf wiedersehen. —Colgó.

Desde la mesa a dos metros de la suya, Willi Dorsch preguntó:

—¿Los americanos?

Heinrich asintió.

—Oh, sí. ¿Esperabas otra cosa? Quieren ver de cuánto pueden librarse.

—¿Y quién no, estos días? —dijo Willi—. Si quedaran judíos, estarían tratando de persuadirnos de que también ellos eran buenos arios. —Se rió ante lo absurdo de la idea.

Heinrich también se rió. Pero el grito interior no se esfumó. Uno de esos días, le saldría una úlcera… o le daría un ataque al corazón. Un ataque había matado a su padre. Uno paga las consecuencias de lo que hace, antes o después.

Ilse dejó unos sobres y un pequeño paquete en su mesa.

—El reparto matutino de correo, Herr Gimpel —dijo.

—Gracias —respondió sin apenas levantar la vista.

Se acercó a la mesa de Willi y le dejó el mismo tipo de material.

—Aquí está lo tuyo, Willi —ronroneó con voz de dormitorio.

—Gracias, cielo. —Hizo como si la cogiera. Riendo, ella se zafó.

Heinrich pulsó algunas teclas de su calculadora con violencia innecesaria. Si vas a tener un romance en la oficina, ¿no puedes al menos fingir un poco?, preguntó mentalmente. Haría la vida más fácil para los que te rodean…, especialmente, para los que conocemos a tu esposa.

Un momento después, otra pregunta le cruzó la mente. ¿Estoy enfadado con Willi, o tan solo celoso? Sacudió la cabeza. No quería a Ilse. Pero la idea de tener que elegir entre dos mujeres que quería… Volvió a menear la cabeza, molesto consigo mismo por rascar la superficie. En sentido puramente abstracto (o en eso insistía la mayor parte de él), le gustaba mucho aquella idea. Quizá, después de todo, estoy celoso de Willi.

A Alicia Gimpel le gustaba la idea del nuevo año que empezaba tras el verano, un nuevo año que se correspondía con el nuevo curso escolar. Le gustaba tanto, que deseaba poder hablar de ello con sus hermanas y amigas. Pero su madre y su padre le habían avisado sobre aquello.

—Nunca sabes quién te está escuchando o lo que podrían saber —le había dicho su padre. Veía el sentido que tenía todo aquello, pero no le gustaba.

El día que empezó el nuevo curso, ella y todos los demás que se habían librado de Herr Kessler parecían lo bastante alegres incluso sin celebrar un Año Nuevo real. En la parada de autobús, Emma Handrick dijo:

—Me siento como si me dejaran salir de un campo. Pase lo que pase ahora, no puede ser peor.

—Era horrible, de acuerdo —aceptó Alicia. Se giró hacia Francesca, quien estaba de pie en las inmediaciones. Con una combinación fraternal de preocupación y sadismo, le dijo—: Quizá tú lo tengas el año que viene.

—¡Eres mala! —dijo Francesca con voz aguda—. Tengo a Frau Koch este año. ¿No es suficiente?

—Estar con la Bestia es bastante malo, sí. —Alicia hablaba con simpatía sincera pero indiferente. Ella no había tenido la mala suerte de tener nunca a Frau Koch.

—Me pregunto cómo será este Herr Peukert —dijo Emma—. Es nuevo. Nadie sabe nada de él todavía. —El sonido de un motor le hizo mirar calle abajo. Asintió para sí misma: el autobús venía—. Sea como sea, no puede ser peor que Herr Kessler. —Hablaba con la convicción de alguien que había sido azotada más veces de las que pensaba que debería haberlo sido.

El patio del colegio tenía más confusión de lo normal esa mañana, con los alumnos alineándose enfrente de aulas que no les eran familiares (y con los nuevos párvulos, que no tenían ni idea de dónde hacer la fila). Sus profesores salieron pronto y les gritaron que se pusieran a la cola. Alicia sonrió ante los pequeños desde la altura de alguien que acababa de cumplir los once. Habían pasado como un millón de años desde la época en que apenas tenía idea de qué hacer. Incluso Roxane empezaba ahora en primer grado.

Guten Morgen, Kinder. —La voz de un hombre tan cerca hizo que Alicia olvidara a los párvulos y también a su hermana.

Guten Morgen, Herr Peukert —dijo, junto al resto de la cola de quinto curso. Alguien (no sabía quién) dijo:

Guten Morgen, Herr Kessler. —Falta de costumbre. Aquello produjo algunas risas de los niños cercanos, pero el coro debía haberlo amortiguado para el nuevo profesor, ya que éste no reaccionó.

Alicia lo observó. Era muy alto… un par de centímetros por encima de los dos metros. ¿Era más alto que su padre? Creía que sí. El parecido acababa en la altura. Herr Peukert era rubio, de piel morena y hombros anchos. Se ponía tan firme, que podría tener una vara en lugar de espina dorsal.

Detrás de Alicia, Emma suspiró:

—¡Oh! ¡Es muy guapo!

Bajo la mirada azul del nuevo profesor, varios de los niños de la fila trataron de ponerse firmes. Antes de llevarlos al aula, Peukert dijo sus nombres leyéndolos de una lista que traía. Miró a los estudiantes mientras respondían, poniéndole rostros a los nombres. Alicia miró atrás rápidamente cuando le tocó a ella. En ese momento no estaba pensando en ella misma como en una judía, sino solo como en alguien que se preguntaba cómo sería el próximo año (una época muy larga para alguien de quinto curso).

—¡Aquí! —dijo Emma cuando Herr Peukert dijo su nombre a continuación. Su voz tenía un toque de diversión que Alicia nunca había detectado antes. Volvió a mirar por encima de su hombro. Emma estaba mirando al nuevo profesor con lo que solo podía ser adoración. Alicia nunca había encontrado antes una cosa reconocible que se ajustara a la palabra. Ahora sí.

Cuando Herr Peukert acabó de pasar lista, guió a la clase hasta el aula. Los niños se sentaron en el mismo orden alfabético que solían tener en la fila. Luego se levantaron para hacerle el saludo a la bandera del Partido y para gritar:

Heil Buckliger!

Una vez concluidos los rituales diarios, volvieron a sentarse.

Alicia no esperaba que sucediera mucho el primer día del nuevo curso escolar y resultó que tenía razón. Herr Peukert habló un poco acerca de lo que esperaba que aprendieran durante el próximo trimestre.

—Preguntadme —les sugirió—. Las cosas están cambiando. Lo que solíamos creer que era de cierto modo ya no está tan claro. Algunas personas piensan que esto es excitante. A otros, les da miedo. Sin embargo, os sintáis como os sintáis vosotros, será así por mucho tiempo. Será mejor que os acostumbréis.

Repartió libros de aritmética, de gramática, de lectura y de geografía a los estudiantes. Alicia rellenó una tarjeta blanca y otra azul para cada libro de texto, con su nombre, el nombre de su profesor, el título del libro y el estado de la copia que tenía. Las tarjetas avisaban de que sus padres tendrían que pagarlo si el libro resultaba dañado.

—¡Una pregunta, Herr Peukert! —Trudi Krebs levantó la mano.

—Adelante, Trudi —dijo el profesor. Alicia asintió, impresionada a pesar de sí misma. Una forma que tenían los estudiantes para juzgar a los profesores era la rapidez con la que se aprendían los nombres de los niños de su clase. Peukert lo estaba haciendo bien.

—Señor, ¿dónde están nuestros libros de historia? —preguntó Trudi.

Aquello dejó pasmada a Alicia. Había estado tan ocupada rellenando las tarjetas y echándole vistazos a los libros que tenía, que no se había dado cuenta de que le faltaba uno. Hizo una mueca (no la que sus padres llamaban la Cara Enfadada para burlarse de ella, pero casi). No le gustaba que faltasen cosas, ni la más mínima.

Herr Peukert se tomó la pregunta con calma.

—Os lo he dicho, las cosas están cambiando. Están escribiendo un nuevo libro de historia, pero aún no está acabado, así que no puedo daros uno. Han decidido que el viejo no es tan bueno, así que tampoco puedo daros ese. Durante un tiempo, nos las arreglaremos sin libro.

¿Cómo podían cambiar las cosas en la Historia? Eso desconcertó a Alicia otra vez. Las cosas o han ocurrido o no, ¿verdad? Eso le parecía. ¿O quería decir el nuevo profesor que el nuevo libro de historia dejaría de lado algunas mentiras del viejo? Eso estaría bien, si ocurriera. Supuso que no podía preguntarle si el libro viejo estaba lleno de patrañas. Eso sería malo.

—¡Una pregunta, Herr Peukert! —Ésta era Emma Handrick. Alicia quiso meterse los dedos en los oídos. Emma nunca hacía preguntas. No le importaba demasiado la escuela (excepto en lo referente a evitar los azotes). Y entonces, Alicia lo comprendió. A Emma seguía sin interesarle el colegio. Le interesaba Herr Peukert.

—Adelante —dijo el profesor. No recordó el nombre de Emma, como había hecho con el de Trudi.

Emma debía haberse dado cuenta. Se daba cuenta de todo lo concerniente al profesor nuevo. Pero de todas formas, siguió adelante.

—Herr Peukert, ¿el Führer tiene siempre la razón?

Allí estaba, una pregunta que hace que la gente interesada en política se levante y preste atención. Trudi Krebs se quedó mirando a Emma. Al igual que Wolfgang Priller, a quien le gustaba la forma en que las cosas habían sido mucho más que a Trudi. Emma no se dio cuenta. Todo lo que quería era que el profesor le prestara atención.

Lo había conseguido. Herr Kessler habría dicho que sí, y habría seguido con sus asuntos. Herr Peukert parecía pensativo. Ante los ojos de Emma, aquello le hacía más intrigante. Despacio, dijo:

—Cuando habla como líder del Reich o del Partido, nos dice qué camino tenemos que seguir, y nosotros necesitamos seguirlo. Cuando habla solo como un hombre… bueno, cualquier hombre puede equivocarse.

¿Incluso usted?, pensó Alicia. Herr Kessler jamás habría admitido nada como aquello, ni en un millón de años. A Alicia siempre le había gustado el colegio; absorbía el conocimiento igual que una esponja absorbe el agua. Pero los días por venir parecían mucho más interesantes que los que acababa de sufrir con Herr Kessler.

Cuando salieron para el almuerzo, Emma suspiró y miró por encima del hombro hacia el aula.

—¿No es maravilloso? —dijo.

—Bueno… no está mal —respondió Alicia. Este de Alicia era un elogio mayor que el procedente de Emma.

Susanna Weiss siempre había visto las noticias de la tarde con interés. Si quería saber qué iba a suceder en el Reich y en el mundo (o lo que los poderes fácticos querían que la gente pensara que iba a suceder, lo cual no siempre era lo mismo, ni parecido), ese era un buen lugar para empezar. Desde la muerte de Kurt Haldweim, había presenciado las noticias con fascinación, lo cual tampoco era siempre la misma cosa.

—Buenas noches —dijo Horst Witzleben desde la pantalla de su televisor. El estudio desde el que hablaba no había cambiado. Ni su uniforme. Pero algo sí había cambiado. Susanna había necesitado un rato para darse cuenta y un poco más para saber qué era. Antes de que Heinz Buckliger se convirtiera en Führer, Witzleben había hablado a la gente del Gran Reich Alemán. Ahora hablaba «con» ellos. La diferencia era sutil, pero estaba convencida de que era real.

Echó un vistazo al examen que estaba corrigiendo. La mayoría de sus estudiantes no habrían reconocido una sutileza si pasaran junto a ella y esta les mordiera. ¿Me pasaba a mí, cuando tenía 20 años?, se preguntó. Sin falsa modestia, pensó que lo habría hecho mejor que ellos. Por supuesto, era judía. Localizar sutilezas le ayudaba a mantenerse viva.

Garabateó «¡No necesariamente!» en rojo junto a una generalización excesiva y luego hizo una pausa con el bolígrafo paralizado a un par de centímetros sobre la página. ¿Cómo sabía que ninguno de sus estudiantes era judío? No lo sabía. Todo lo que sabía era que no procedían de ninguna familia que ella conociera. Dado lo herméticos que tenían que ser los judíos, eso no probaba nada. Podría haber otras pequeñas comunidades judías en Berlín, paralelas a la suya, de las que ignoraba su existencia.

Si la situación se prolongara unos cuantos siglos más y luego tuviesen que surgir una vez más a la luz del día, ¿reconocería como judíos un grupo al otro? ¿O habrían cambiado tanto sus creencias en el aislamiento que un grupo vería al otro como una panda de herejes?

Susanna se rió de sí misma. ¡Castillos en el aire! No solo había perdido el hilo de la disertación del estudiante, sino también de lo que estaba diciendo Horst. Una distracción bastante impresionante, en especial cuando estaba haciendo cábalas sobre algo tan improbable… por no decir casi imposible.

La imagen cambió a un anuncio de Volkswagen y se dio cuenta de que toda la historia le había entrado por un oído y se le había ido por el otro. Era… algo sobre bandidos en el Cáucaso, creía. No podría jurarlo. Por un oído, y luego por el otro, sí.

Gracias a Dios, el cantarín anuncio terminó. Los atractivos rasgos regulares de Horst Witzleben regresaron a la pantalla.

—El Führer anunció hoy que una división de las tropas de ocupación volvería pronto al Reich, procedente de los Estados Unidos —dijo—. Herr Buckliger ha declarado que la situación ya no requiere una fuerza tan grande en un país tan cerca de ser ario como el nuestro.

Susanna frunció el ceño. No hacía mucho, Buckliger había cuestionado si la sangre aria era tan importante como la doctrina del Partido afirmaba. Ahora la estaba empleando como excusa para sacar soldados de Estados Unidos. ¿Qué pensaba en realidad? ¿Tenía unas creencias consistentes o simplemente usaba las herramientas a mano para encargarse de las cosas?

Antes de que Susanna pudiera decidir lo que ella misma pensaba, Witzleben continuó:

—En Londres, Charles Lynton, el recientemente elegido líder de la Unión Fascista Británica, aplaudió la iniciativa del Führer.

El rostro del presentador volvió a desaparecer, para ser reemplazado por el semblante de niño de Charlie Lynton. En un alemán bastante bueno, dijo:

—Este paso tan importante solo puede conducir a unas mejores relaciones entre el Reich y los Estados que conforman el Imperio Germano. Al reconocer la orgullosa historia de tantos de esos estados, Herr Buckliger empieza a otorgarles cierto voto en sus asuntos internos, hecho por el cual le aplaudo.

En lugar de volver a Witzleben, la imagen cambió a un anuncio de cámaras y películas fotográficas Agfa. Aquello dio a Susanna un momento para rascarse la cabeza y pensar. ¿Estaba Buckliger dando de verdad a los Estados Unidos voto en sus asuntos internos? Ella había tomado la evacuación de tropas como una medida de recorte presupuestario. Últimamente, se habían producido bastantes. Pero Lynton tenía razón. Si había alrededor menos soldados del Wehrmacht con armas apuntando a sus cabezas, los americanos podrían hacer las cosas un poco más a su gusto, con menos temor a que sus acciones fuesen reconducidas por la fuerza.

Cuando acabó el anuncio, Horst Witzleben volvió a la pantalla.

—Los líderes de Francia, Dinamarca y Finlandia también se han apresurado a expresar su aprobación sin reservas a la orden de Herr Buckliger. —Sus fotos aparecieron en la televisión, pero no se oyeron sus palabras, como había ocurrido con Charlie Lynton—. Y el rey de Italia y el Duce han calificado la iniciativa del Führer como un paso positivo. En otras noticias…

Aquel coro de aprobaciones y aplausos no parecía surgido de la nada. Sonaba como si Heinz Buckliger lo hubiese orquestado de antemano. Mientras Witzleben mostraba las horribles imágenes de un accidente de tren en Hungría, Susanna se preguntó qué significaría aquello si fuese cierto. Le sorprendía que Buckliger fuese un político de una clase que ningún Führer anterior, excepto quizá Hitler en sus primeros días, hubiese necesitado ser. Se lo tomó como una buena señal.

Pero después volvió a arrugar el gesto. ¿Por qué necesitaba Buckliger hacer esa clase de política, allí donde Hitler en la mayor parte de su carrera, Himmler y Haldweim no? La única respuesta que se le ocurrió era que Buckliger pertenecía a algún tipo de oposición que sus antecesores habían tenido. Los anteriores ordenaban y eran obedecidos. Él también daba órdenes, pero también estaba engatusando y maniobrando de una forma que los primeros no habían necesitado.

Hitler inventó la doctrina del Partido, o su mayor parte, pensó Susanna. Himmler y Haldweim creían en ella. No zarandeaban la barca, aunque hubo períodos en los que Haldweim no había hecho nada de nada. Buckliger era diferente. Buckliger sí la está zarandeando, eso seguro. No me extraña que la vieja guardia esté descontenta. Y tampoco que tenga que… ¿cómo es la expresión? Soltar y recoger hilo, eso es. Si no lo hiciera, estaría en problemas.

La siguiente historia de Witzleben era un tributo al Gauletier de Bavaria, un hombre panzudo, de mejillas caídas y pelo cano, con uniforme vistoso, que finalmente se había retirado después de gobernar el Partido en ese estado durante más de cuarenta años. Y allí estaba Heinz Buckliger, dándole la mano mientras bajaba las escaleras.

—La contribución de Herr Strauss no será subestimada —dijo el Führer con cortesía—. Ha servido al Reich y al Partido mucho y bien. Sin embargo, llega la nueva sangre. Así es la naturaleza.

Buckliger no dijo más que eso. Dejó que las fotografías hicieran el resto del trabajo por él. Se quedó allí de pie, fuerte y vigoroso, junto al renqueante oficial que había estado al cargo durante tanto tiempo. ¿A quién preferirías ver por encima de ti?, preguntaba la imagen sin palabras.

Hacer algo como aquello jamás se le habría ocurrido al gris y adusto Kurt Haldweim. Por un motivo: él era mayor incluso que Strauss, lo bastante mayor para haber combatido en la Segunda Guerra Mundial. Otra razón era que en su largo mandato nunca había creído en jubilar a nadie. Y la tercera razón era que él, al igual que Himmler, había infravalorado la televisión. Buckliger no. Al igual que Hitler mucho antes que él, comprendía exactamente lo que valían las imágenes.

Susanna deseó no haberlo pensado así. Quería que Buckliger le gustara, confiar en él, creerle, reconocerlo como una nueva estrella en el firmamento nazi. Era diferente a cualquier cosa que hubiese conocido. Pero, ¿le hacía eso ser diferente de verdad? ¿Le hacía eso mejor? Hitler, después de todo, había muerto muchos años antes de que ella naciera.

Sacudió la cabeza. Cuanto más tiempo estuvo Hitler al cargo de las cosas, más poder había reunido en sus propias manos. Buckliger parecía ir en dirección contraria. No había eliminado a Charlie Lynton por proclamar su lealtad a la primera edición, la edición democrática, de Mein Kampf. Hasta él mismo había hablado de ella.

¿Y?, se preguntó Susanna. El diablo puede citar las Escrituras para conseguir su propósito. Shakespeare no era un inglés tan medieval. Cuando se le ocurrió la cita, tuvo que consultar de qué obra procedía. Sufrió un escalofrío cuando la encontró. Era de El mercader de Venecia.

Cuando Heinrich Gimpel encontraba algo que llevarse a los dientes, trabajaba como un hombre poseído. Todo lo que le rodeaba desaparecía, no quedando más que las cifras que manipulaba, su mano derecha danzando sobre la calculadora o sobre el teclado de su ordenador y los números que salían en pantalla.

La única razón por la que levantó la vista de su particular ventisca de cálculos fue para coger otra página llena de datos de su bandeja de entrada. Cuando lo hizo, vio la oficina llena de hombres de las SS camuflados con batas y sus rifles de asalto cargados. Todas las armas parecían apuntarle a él. Se quedó paralizado, con la hoja de papel entre el pulgar y el índice.

Willi Dorsch estalló en risas. Un par de hombres de las SS también se rieron.

—¿Qué pasa, Heinrich? —dijo Willi—. ¿No te has dado cuenta de cuándo han entrado?

—Uh… no —dijo Heinrich con voz de bobo.

Willi rió un poco más.

—Te creo. Por la forma en que estabas trabajando, el mundo se podría haber acabado y no habrías notado la diferencia.

Lo que pasó por la mente de Heinrich fue: Oh, gracias a Dios. Quizá no hayan venido a por mí, entonces. Le echó otro vistazo, menos atemorizado, al enorme hombre rubio de rostro pétreo. Cuando no los mirabas con ojos de terror, las bocas de sus fusiles de asalto apuntaban a cualquier otra parte.

—Uh… —Seguía sin poder evitar el tartamudeo—. ¿Qué están haciendo aquí?

Antes de que Willi pudiese contestar, Heinz Buckliger entró caminando en la sala.

Al igual que todo el mundo, Heinrich se puso en pie de un salto. Se mantuvo tan firme como pudo. Su brazo salió disparado.

Heil Buckliger! —bramó con toda la fuerza de sus pulmones. Permaneció en el sitio, paralizado como una estatua.

De manera informal, el Führer le devolvió el saludo. De modo más informal aún, les hizo un gesto con la mano a los hombres de la sección de análisis.

—Relájense —dijo, sonando más como un humano que como un icono—. Esto no es oficial. Estoy aquí para elegir el cerebro de alguien, eso es todo —bajó la vista hacia una hoja de papel, volvió a levantarla y regresó de nuevo al papel.

Es un plano de la oficina, se dio cuenta Heinrich. Está comparando el plano con la sala. Y entonces, para su asombro, los ojos de Buckliger se encontraron con los suyos.

—Usted es Gimpel, ¿nicht wahr? —dijo el Führer.

Durante un momento de locura, Heinrich quiso negarlo. Desde luego, no serviría de nada. Consiguió articular:

—Uh… ja, mein Führer.

Heinz Buckliger parecía acostumbrado a los murmullos y a los tartamudeos cuando le hablaban.

—Bien —dijo—. Quiero hablar con usted acerca de los americanos. —Arrastró la silla que había junto a la mesa de Heinrich con el tobillo, la acercó y se sentó en ella—. ¿Cuánto podemos reducir sus impuestos para dejar que su economía respire un poco y lograr que la nuestra siga funcionando? —Al ver que Heinrich seguía de pie y firme, le hizo un gesto para se sentara en su silla. Hizo lo mismo al resto de personas de la oficina—. Ya les he dicho que se relajen. Vuelvan al trabajo. Finjan que no estoy aquí.

Eso no iba a ser fácil, con todos aquellos guardias de las SS de gatillo fácil vigilándolos. Heinrich se hundió en su asiento, mareado. La parte calculadora de su mente se ocupaba de la pregunta del Führer. Aunque otra parte de su cabeza le decía que aquello no podía estar sucediendo, se oyó a sí mismo decir:

—Bueno, señor, depende mucho de cuánto creen los americanos que pueden librarse en el pago si usted les deja. Están buscando signos de debilidad.

—No quiero ser débil —dijo Buckliger—. Quiero que el Reich sea capaz de mantenerse por sí mismo sin ser tan apoyado desde el exterior. Eso da mal ejemplo y sienta un mal precedente también, ¿no le parece?

E inclinó la cabeza a un lado. Heinrich se dio cuenta de que esperaba una respuesta. Quiero que el Reich crezca como una cebolla… con su cabeza bajo tierra. No, no podía decir eso.

Ja, mein Führer. —Era menos cierto pero mucho más seguro. En cuanto a las cifras… Su mano derecha, volando y con el piloto automático puesto, borró los números en los que había estado trabajando y empezó a introducir los que le permitirían contestar a la pregunta de Buckliger.

—Tiene la información a mano —dijo el Führer de manera aprobadora—. Eso es bueno. Muy bueno. Eficiente.

—Gracias, señor. Asumiendo que los americanos sigan pagando el mismo porcentaje menos de impuestos que en el ejercicio anterior, diría que podría reducirlo en… —Su voz se apagó mientras las yemas de sus dedos saltaban por el teclado. Consideró la respuesta que el ordenador le estaba dando y luego se la pasó a Buckliger—. Sobre un nueve por ciento.

—Esas son las cifras del ordenador, ¿verdad? —dijo Buckliger. Heinrich asintió—. ¿Cuál es su opinión personal? —le preguntó el Führer.

—Que si reduce los impuestos en un nueve por ciento, ellos pagarán entre un quince y un veinte por ciento menos. Eso si no va y cobra todos los impuestos por la fuerza. Dele a los americanos un centímetro y ellos cogerán un kilómetro.

—Quiero usar menos fuerza en América, no más —dijo Buckliger. Como había ordenado el regreso al Reich de una división, Heinrich lo creyó—. De acuerdo, entonces. Para obtener el nueve por cierto real de reducción de impuestos, ¿cuánto tengo que bajarlos?

Esa era una pregunta muy interesante.

—Esto es solo una estimación, entiéndalo —avisó Heinrich mientras empezaba a golpear el teclado otra vez—. El ordenador es muy bueno con los números, pero no tanto imaginando cuántas trampas harán las personas.

Aber natürlich. —El Führer rió—. Para eso necesitamos otras personas.

—Uh… sí, señor —dijo Heinrich. Volvió su atención a la pantalla. Diseñar al vuelo una función para calcular cuánto defraudarían los americanos si vieran que sus riesgos disminuían era algo que nunca había hecho antes, pero lo hizo. Pulsó «enter» una última vez, miró la respuesta de la pantalla y asintió para sí mismo con lentitud—. Yo diría que una rebaja del seis por ciento, mein Führer, le daría una rebaja real de nueve.

Buckliger asintió.

—Suena razonable. Danke schön. Sus cifras son las que yo había calculado.

Heinrich se preguntó cómo tomarse eso. No creía que Buckliger pudiera haber hecho esos cálculos por sí mismo. El nuevo Führer había sido un burócrata, pero no de ese tipo. Pero Buckliger no parecía estar diciéndolo solo para aparentar ser listo. Después de un momento, Heinrich se percató de que imaginar cuánto era probable que defraudaran los americanos no solo era una cuestión de cálculo matemático. También era un cálculo político. Y si había alguien que supiera de cálculos políticos, ese era, o tenía que ser, el Führer.

—Encantado de ayudarle, señor —dijo Heinrich. Sus propios cálculos internos no le habían llevado más de segundo y medio.

Heinz Buckliger le devolvió otra de sus sonrisas de solo-soy-un-tipo-normal.

—Bien. Me gusta tener gente inteligente trabajando para mí. Mantiene el engranaje en funcionamiento. —Se puso en pie y le hizo un gesto de asentimiento a las tropas de las SS—. Vamos, chicos. Ahora nos vamos a hablar con el mariscal de campo Tetzlaff. —Y se fueron, algunos de los guardias precediendo a Buckliger, y el resto siguiéndolo.

Un silencio considerable reinó en la habitación después de que el Führer se marchara. Heinrich trató de volver a lo que estaba haciendo con anterioridad, pero descubrió que no podía, no cuando todo el mundo lo miraba fijamente. Se quedó allí sentado, confuso. Los dos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza eran Oh, gracias a Dios, he salido indemne y Lise nunca se creerá esto, ni en un millón de años.

—Bueno, bueno —dijo Willi al fin—. El mariscal de campo Tetzlaff y tú, ¿no? Y vino antes a ti. No está mal, Herr Gimpel. No, señor, no está nada mal. —Se puso en pie y saludó, como había hecho unos minutos antes con el Führer.

Aquello sacó en Heinrich su cinismo casi automático de berlinés.

—Oh, Quatsch —dijo. La sala explotó en risas. La gente se acercó a darle palmadas en la espalda y a estrecharle la mano. Ilse se sentó en una esquina de su mesa, enseñando mucho de su pierna. Lo miró de forma ponderativa. Nunca lo había mirado así antes. No quería que lo mirase de esa manera, ahora en particular.

Se supone que tengo que ser invisible, maldita sea, pensó. ¿Cómo voy a ser invisible cuando la gente… me mira tanto? Se sentía absurdamente indignado.

—En serio, Heinrich, chico, yo diría que tus posibilidades de promoción acaban de recibir un buen empujoncito. —Willi no parecía estar serio. Estaba sonriendo. Para alivio de Heinrich, su amigo no parecía celoso—. Ya estoy viendo la próxima revisión. El examinador ahí plantado, mirando lo que has hecho. «Oh, vaya, consultado por el Führer». ¿Qué va a decir sobre eso?

—No lo sé. Si es como la mayoría de los examinadores, encontrará algo de lo que quejarse —respondió Heinrich. No lo había dicho como un chiste, pero todo el mundo se echó a reír. Alguien a quien el Führer consultara tenía que ser un tipo muy gracioso. Heinrich cogió el teléfono—. Disculpadme, por favor. Voy a llamar a mi mujer.

Ilse dejó de posar. Se bajó de la mesa y volvió a la de Willi. Heinrich pensó que eso sí era divertido. Marcó la línea exterior. Cuando el tono cambió, llamó a su casa.

Bitte? —dijo Lise.

—Hola, cariño. Soy yo —dijo Heinrich—. Nunca adivinarías quién acaba de entrar…

—El Führer fue a ver a un amigo mío la semana pasada —le dijo Esther Stutzman a su jefe con lo que esperaba que fuese orgullo excusable.

El doctor Dambach asintió. Nunca parecía mostrarse muy emocionado por nada.

—Qué bueno para su amigo —respondió—. Yo también conozco a algunas personas que lo han conocido, aunque yo no.

—Ni yo. —Esther tampoco había imaginado nunca que querría conocer al gobernador del Gran Reich Alemán y del Imperio Germano. Pero quizá Buckliger fuese diferente. Quizá. Hacerse aquellas preguntas le parecía algo no solo extraño, sino un poco antinatural.

—He estado haciendo algo interesante —dijo el doctor Dambach.

—¿Sí? ¿El qué? —preguntó Esther. Fuese lo que fuese, no concernía a la cafetera. Lo que el pediatra pensaba que era interesante, era probable que a los demás les resultase espantoso. Algunas de las cosas que había tratado de hacer para arreglar la cafetera merecían una mención. Sin embargo, después la cafetera había funcionado bien.

Cuando habló, Esther deseó que hubiese pasado el rato trasteando con la cafetera, ya que dijo:

—¿Recuerda que los informes genealógicos de los Klein tenían dos versiones diferentes? —Formuló la pregunta despreocupadamente, ya que no sabía lo importante que era el asunto para Esther.

—Sí —respondió ella. No es probable que lo olvide, se le pasó por la cabeza. Usted no lo sabe, pero también estaba intentando matarme a mí.

Y seguía haciéndolo, en su absoluta ignorancia.

—Bien, he estado repasando los informes de algunos de los otros pacientes, para ver si puedo encontrar más con el mismo problema.

—¡Espero de verdad que no! —exclamó Esther. El doctor Dambach reconocería en su voz el horror ante el desorden y la ilegalidad, el tipo de temor que él mismo tenía. Y, de hecho, ella se enfrentaba a ese horror todos los días. Pero lo que hizo que su voz subiera de tono y estridencia era algo más antiguo, más profundo… y menos alemán. Era miedo puro, temor al desastre, a la muerte. Tuvo que pugnar por mantenerlo a raya cuando preguntó—: ¿Ha… ha encontrado alguno?

El doctor Dambach hizo una pausa para beber de la taza de café que ella había hecho para él. Eso le dio más segundos para preocuparse y para tratar de recordar si Walther había cambiado el pedigrí de alguien más. No lo creía. No, creía que no, pero la duda la atormentaba. Quizá se había olvidado. Quizá lo había hecho sin molestarse en decírselo a ella. En el momento, puede que no fuese importante. Ahora, parecía tan grande como el mundo.

El pediatra bajó la taza.

—De hecho, sí —dijo, y Esther quiso que se le tragara la tierra. Pero luego continuó—: Sin embargo, no como el caso de los Klein.

Esther se atrevió a volver a respirar, aunque por poco.

—¿Cuál es la diferencia? —quiso saber. La pregunta era peligrosa, pero tenía que hacerla. El doctor Dambach no vería mucho detrás de ella… ¿verdad? Él había sacado la conversación… ¿no?

El doctor se tomó otro sorbo de café. ¿Intentaba volverla loca? Si era así, estaba haciendo un trabajo excelente. Volvió a posar la taza en la mesa.

—Los informes de los Klein mostraban dos árboles genealógicos diferentes, lo que me hizo preguntarme si habría más judíos entre sus ancestros de los que querían admitir —dijo, inclinando su cabeza a un lado, en espera de una réplica.

Ella se obligó a asentir.

—Lo recuerdo. —No lo olvidaré nunca. Casi los mato. Casi mato a muchos de mis amigos, a mi familia, a mí misma. El gesto afirmativo solo mostraba asentimiento amable. No la pesadilla que yacía debajo.

—No he encontrado más casos como ese —repitió Dambach.

—¡Espero que no! —repitió también Esther—. ¡Será mejor que no! —Sus tobillos no querían sujetarla. El alivio la mareó—. ¿Pero qué ha encontrado? Dijo que había hallado algo.

—He comprobado que la gente miente incluso cuando no hay motivo para ello. —El pediatra parecía tan disgustado como si hubiera encontrado gusanos en una gasa que se suponía que tenía que estar esterilizada—. He encontrado gente que se inventa ancestros, que intenta tener conexión con familias nobles… Una familia incluso pretende tener lazos con los Hitler. Todas las falsificaciones son burdas. Algunas son patéticas. Pero pasaron la criba. ¿Por qué? —Miró a Esther como si de verdad pensara que ella tenía la respuesta.

Hizo todo lo que pudo.

—Hay gente que quiere parecer más importante de lo que es en realidad.

—¡Es algo tan estúpido! —dijo el doctor Dambach—. Y puede ser peligroso para ellos. Si me creo que los antepasados de un niño son diferentes a los reales, es probable que haga un diagnóstico equivocado. ¿No piensa la gente en eso?

—Es probable que la mayoría no —dijo Esther. Trabajar para el pediatra le había servido para convencerse de que la mayoría de la gente pensaba muy poco… menos de lo que creía cuando cogió el trabajo. Luego, sin poder contenerse, preguntó—: ¿Qué va a hacer con esos informes falsos?

Sabía que lo más probable era que fuese mejor no tocar la cuestión. Pero su jefe había dado parte de los Klein sin pensarlo. ¿Sería tan minucioso con gente de la que no sospechara que fuese judía?

—De hecho, ya me he puesto en movimiento —dijo—. He hablado con la Oficina Genealógica del Reich. Quieren que les remita algunos de los casos más serios de abuso, para una posible acusación. Y me sugieren que escriba un artículo para una revista médica, alertando a otros médicos del problema.

Esther lo miró con respeto reticente. Había hecho lo que juzgaba correcto, sin importar a quién involucraba. Ella deseaba que no pensara que librarse de los judíos estaba bien. Sin embargo, ¿cuánta gente del Reich tenía esa opinión? Pocos, por desgracia. Probablemente, esa era la parte más dura de ser un judío en Berlín en estos días. Todos a quienes conocías estaban convencidos de manera sincera y honesta de que no tenías derecho a existir.

Hacer más preguntas podría haber hecho que Dambach se preguntara por qué tenía tanta curiosidad.

—Estoy segura de que el artículo será muy interesante —dijo en su lugar.

—Los artículos en las revistas se supone que no han de ser interesantes. Se supone que han de ser informativos —dijo Dambach, con un toque de frialdad en la voz.

—¿Por qué no ambas cosas? —preguntó Esther.

El pediatra sacudió la cabeza.

—Eso no sería bueno, Frau Stutzman. Alguna vez he visto algún artículo frívolo y ¿qué se puede esperar aprender de tal cosa? —Era muy serio, tan serio como quería él que fuesen los artículos médicos. Esther no podía comprenderlo. Ella pensaba que aprendería más de un artículo que fuese entretenido además de informativo. Que alguien pensase lo contrario no se le había ocurrido. Pero en el caso del doctor Dambach, así era.

Discutir con el jefe cuando este ya tenía la decisión tomada era una de las cosas más inútiles que podía hacer. Regresó a su puesto de recepcionista y trabajó en la facturación y en los registros médicos hasta que los pacientes empezaron a llegar. Carcomida por la curiosidad, miró algunos de los informes genealógicos de las carpetas. Enseguida vio que el doctor Dambach tenía razón. Algunos de los pedigríes estaban falsificados, y de forma muy visible. Estúpidos, pensó. Los Klein y su propia familia tenían la mejor de las razones para ocultar sus antepasados: ¿qué era más importante para la supervivencia? Cambiar un bisabuelo por simple vanidad… ¿Qué era eso? Era como sentir la necesidad de comprar un Mercedes porque alguien del vecindario tenía un Audi nuevo.

Casi no se dio cuenta de que la puerta de la sala de espera se abría, pero el lamento de un bebé la devolvió al mundo real enseguida. Cerró la carpeta y levantó la vista.

—Oh, guten Morgen, Frau Baumgartner —dijo—. ¿Cómo está hoy el pequeño Dietrich?

—Le están saliendo los dientes —contestó Frau Baumgartner. Habría sido una preciosidad rubia si no tuviese círculos oscuros bajo los ojos—. No quiere dormir, y si no duerme, yo tampoco puedo dormir. Espero que el doctor pueda darme algo para hacerle sentir mejor.

—Yo también lo espero —dijo Esther—. Sin embargo, su cita no es hasta las diez menos cuarto, ya sabe.

Frau Baumgartner asintió.

Ja. Lo sé. Pero pensé que si llegaba pronto, podría ver antes al doctor.

A veces las cosas eran así. A veces, no.

—No puedo prometerle nada, todavía no —dijo Esther—. No obstante, si alguna de las personas con citas tempranas no aparece…

El pequeño Dietrich se metió los dedos en la boca. De algún modo, consiguió expeler un chillido que rompía los tímpanos a pesar de la obstrucción. Su madre parecía agotada.

—¡Oh, espero que no vengan! —dijo con fervor.

Otra madre llegó a la sala de espera, esta con una niña de dos años que se tiraba de la oreja. La pequeña gritaba más alto incluso que Dietrich Baumgartner.

Guten Morgen, Frau Abetz —chilló Esther sobre el jaleo—. El dolor de oídos de Liselotte no mejora, ¿verdad?

—¿Qué? —dijo Frau Abetz, quien no habría oído las Trompetas del Juicio con todo aquel follón.

Esther repitió sus palabras, más alto esta vez. Frau Abetz llevó a Liselotte a la sala de reconocimiento. Tenía una de las citas de las nueve que Frau Baumgartner codiciaba. El movimiento redistribuyó el sonido sin amortiguarlo, al menos para Esther. El doctor Dambach salió de su despacho.

—Va a ser una de esas mañanas tranquilas, ¿eh? —dijo con una sonrisa irónica antes de meterse él mismo en la sala de reconocimiento. Momentos después, Liselotte chilló más alto que nunca.

Sí que era una de esas mañanas. Frau Baumgartner consiguió pasar a Dietrich veinte minutos antes, pero eso no hizo nada por el nivel general de paz y silencio, del cual Esther veía muy poco. Cada pocos minutos, otra madre traía otro pequeño lloroso. Además, el teléfono siguió sonando en los momentos más inconvenientes.

Para cuando llegó la pausa del almuerzo, Esther se sentía como si hubiese trabajado dos días completos, no medio. Como pediatra que era, el doctor Dambach tenía que disponer de una dosis de paciencia más alta de lo normal, pero también parecía sentirse agotado.

—Debería echarle algo de brandy al café —dijo, sirviéndose una taza.

—Estaba pensando en preguntarle si puede prescribir algo más fuerte que una aspirina para el dolor de cabeza —dijo Esther.

—Lo haré si quiere —respondió Dambach.

Ella sacudió la cabeza.

—Gracias, pero no. Solo estaba bromeando… en su mayor parte.

Cuando Irma Ritter llegó para el turno de tarde, dijo:

—¿Cómo van las cosas?

—¡No preguntes! —dijo Esther—. La única cosa buena que puedo decirte es que la consulta no se ha incendiado.

Esperando al autobús que la llevaría a casa, se le ocurrió otra más. Maximilian Ebert no había venido de la Oficina Genealógica del Reich para hablar con el doctor Dambach…, y para molestarla. Y eso, estaba convencida, eran noticias más que buenas.

Wolf Priller se acercó a Alicia en el patio. La miraba como si no la hubiese visto nunca. Ella le miró a él con desconfianza. Él no aguantaba a las chicas y ella no le soportaba a él. Ahora, sin embargo, él no dejaba de mirarla.

—¿Qué quieres? —demandó ella después de medio minuto o así.

—¿Es cierto? —preguntó él.

—¿El qué?

—¿De verdad que el Führer fue y habló con tu padre, como dice la gente?

—Oh, eso. Sí, es cierto.

Los ojos azules de Wolf se agrandaron más aún.

—Guau —suspiró, como si ella se hubiese convertido en alguien importante a costa de la noticia. Supuso que así era… al menos, para él—. ¿Cómo es que no estás más emocionada? —preguntó él después.

Alicia se encogió de hombros.

—No lo sé. No lo estoy, eso es todo.

Esa no era toda la verdad, ni siquiera se acercaba. Wolfgang Priller era la última persona a la que quería contarle la verdad. Lo cierto era que no sabía qué pensar acerca de la visita de Heinz Buckliger a su padre. Antes de descubrir lo que era, la visita le hubiese emocionado tanto como parecía que excitaba a los demás.

Ahora que sabía que era judía, toda la estructura del Reich, la estructura que había amado, le disgustaba. Al menos, cuando se acordaba de ella. A veces no ocurría así. Entonces, durante un rato, era la pequeña y buena alemana que había sido y que fingía ser. Pero, por lo que había podido ver, el nuevo Führer no parecía ser de la misma calaña que los anteriores. Quizá no fuese tan malo, después de todo.

¿Dónde la situaba a ella eso? En la confusión, ahí mismo.

—Cuando se lo conté a mi padre ayer —dijo Wolf—, dijo que él hubiese dado su dedo —y solemnemente sacó el dedo índice de su mano derecha— por poder sentarse con el Führer y hablar sobre cosas.

—No hablaron sobre cosas… no fue así —dijo Alicia—. Hablaron de asuntos que tienen que ver con el trabajo de mi padre.

—Aun así —dijo Wolf—. Mi padre estaba celoso. No tienes ni idea de lo celoso que estaba. Y yo, también. Nunca pensé que estaría celoso de una chica, pero lo estoy. —Y entonces, como temiendo haber dicho demasiado, se marchó corriendo y pateó un balón de fútbol como un salvaje.

¿Por qué está celoso de mí?, se preguntó Alicia. Yo no conocí al Führer. Fue mi padre. Nunca había pensado en la expresión «gloria reflejada», pero empezaba a hacerse a la idea.

Wolf no era el único que no la había dejado en paz. Emma se acercó a ella y le susurró:

—Qué suerte. —Y luego se fue. Lo había hecho cuatro veces desde que saltara la noticia dos días antes. Alicia se consideraba una chica con suerte por estar viva y a salvo. Aparte de eso, no le importaba nada más.

Hasta Trudi Krebs la miraba de manera diferente. No con aprobación a medio camino del asombro, como ocurría con la mayoría de sus compañeros de clase. No podía discernir qué era. ¿Decepción? Esa había sido su primera impresión.

¿Por qué iba Trudi a estar decepcionada porque su padre hubiese conocido al Führer? ¿Era Trudi judía? ¿Era posible? Alicia sabía que no debía preguntar, por si la otra chica le decía que no. Le preguntaré a mi madre, pensó. Ella lo sabrá, o podrá descubrirlo. Alicia creía que Trudi procedía de una familia con pensamientos políticos poco fiables. Eso era casi más peligroso que ser judío.

Herr Peukert también sabía lo que le había pasado al padre de Alicia, por supuesto. Herr Kessler habría montado una buena, hasta que Alicia no habría podido soportarlo más. Herr Peukert no. Tan solo parecía… interesado. Alicia apenas sabía cómo interpretar eso. Le hacía querer hablar demasiado. Si sus propios secretos hubiesen sido menos importantes, lo habría hecho.

Cuando esa tarde fue a esperar el autobús, se encontró con que Francesca ya estaba allí, con la cara atravesada por la furia.

Gott im Himmel! —exclamó Alicia—. ¿Qué ocurre?

—La Bestia me ha dado un azote —respondió su hermana, más enfadada de lo que ya estaba.

Alicia no daba crédito.

—¿Qué hiciste? —preguntó. Francesca, para ser justos, no era de las que solían ser azotadas.

—¡No hice nada! ¡Nada de nada! —explotó—. Me llamó delante de la clase y me lo dio, solo por diversión. ¡La odio! ¡Siempre la odiaré! —Cuando se enfadaba, no se andaba con chiquitas—. Esto no es un campo de concentración con un montón de judíos. ¡Se supone que es un colegio!

—Ya sabías que Frau Koch era así —dijo Alicia—. Todos lo saben. ¿Por qué te enfadas tanto ahora?

—¡Porque me lo ha hecho a mí!

Alicia empezó a reírse. Se detuvo antes incluso de que se notara. La rabia de su hermana solo era parte del motivo, y una parte pequeña. Quizás, al fin, había descubierto alguna de las razones por las que la gente no se había quejado de lo que el Partido le había hecho a los judíos. ¿Quién iba a quejarse, cuando eso le ocurría a un pequeño grupo de gente y no a ellos mismos? Aquello era doblemente cierto, ya que si se quejaran, esas cosas les hubieran ocurrido también a ellos.

—Todo irá bien —le dijo a su hermana—. Recuerda, solo estarás con la Bestia un año. No es para siempre.

—¡Parecerá que es para siempre! —Francesca siempre veía la botella medio vacía—. ¡Y el próximo año, es probable que me toque Herr Kessler! —añadió.

Sí, era posible. Alicia no quiso decírselo, en especial porque eso sería también cuando descubriera que era judía. ¿Cómo reaccionaría ante eso? Al igual que Alicia (quizá incluso más), creía todo lo que había aprendido en la escuela sobre los judíos. Tendría que cambiar de idea.

El autobús de la escuela dobló la esquina y ronroneó hacia la parada. Alicia lo señaló.

—Mira. Ahora nos vamos a casa —dijo. A veces, distraer a Francesca funcionaba mejor que hacerle preguntas.

Heinrich Gimpel nunca se habría imaginado que podría ser una celebridad. Lo que le pasaba por la mente era un pensamiento de lo menos judío: Oh, Padre mío, si es posible, aparta este cáliz de mí. La fama implicaba visibilidad. La visibilidad, en su cabeza, estaba unida de forma intrínseca al peligro.

Sin embargo, la fama se le había pegado. La mitad de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht se había acercado a él para pasar un rato. Hasta los ariscos oficiales del Wehrmacht (soldados reales, no burócratas de uniforme) se enderezaban ante él, cuando nunca lo habían hecho antes. Algunos de ellos (no todos, pero un buen número) resultaron ser unos tipos bastante agradables bajo la corteza.

Y todo porque alguien se detuvo en mi mesa durante quince o veinte minutos, pensó un tanto mareado. La gente hace eso mismo todo el tiempo. No debería ser tan importante.

Se rió de sí mismo. Otros analistas se paraban en su mesa. Los oficiales también, de vez en cuando. ¿El Führer? ¿El gobernador del Gran Reich Alemán y del Imperio Germano? Bueno, no. El Führer no solicitaba un análisis corriente todos los días.

Algunas personas no trataron de quedar bien con Heinrich. En su lugar, se habían puesto verdes de envidia, y no querían tener nada que ver con él. Estaba contento de que Willi no fuese así. Willi hacía un chiste de todo.

—¿Yo? Me voy a hacer rico por conocerte. ¿Cuánto crees que puedo cobrar por veinte minutos de tu tiempo? ¿Cincuenta marcos del Reich? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta? —Se pasó la lengua por los labios—. Se puede conseguir una preciosa putilla por ese dinero, pero mucha gente preferiría verte a ti antes. ¿Tú qué piensas?

—Pienso que se divertirían más con una chica —contestó Heinrich. Willi se carcajeó hasta enrojecer. Heinrich no estaba bromeando.

Willi no parecía haberse dado cuenta de la mirada especulativa que Ilse le había dedicado tras la visita del Führer. Como Heinrich había fingido no darse cuenta, el coqueteo de Ilse con Willi no se había detenido. Eran dados a largos almuerzos que provocaban que los demás analistas sonrieran y se dieran codazos…, pero solo cuando no estaban delante.

Lo que más le fastidiaba a Heinrich del asunto era que tenía que cubrir el teléfono de Willi durante esas largas pausas. No le importaba encargarse del trabajo. Para eso estaba. Pero encargarse de Erika Dorsch era otra historia.

—Sección de análisis, Heinrich Gimpel al habla —dijo después de transferir una llamada para Willi a su teléfono.

—Hola, Heinrich —dijo Erika—. Esperaba hablar con mi marido. Demasiado esperar, supongo.

Si de verdad quieres hablar con Willi, ¿por qué no le llamas cuando es probable que esté aquí?, se preguntó Heinrich, un tanto resentido. No lo dijo en alto. Podría causar problemas. Lo que dijo fue tan neutral como pudo:

—Cogeré el mensaje, si quieres.

—En un momento —respondió ella—. ¿Dónde está?

Ya habían bailado esa pieza.

—Almorzando —dijo Heinrich.

—Ya debería estar de vuelta, ¿no? —dijo Erika. Heinrich no contestó a aquello—. ¿Dónde ha ido? —preguntó—. Vas a decirme que no lo sabes. ¿Lo ves? Leo las mentes.

—Bueno, pues no lo sé —dijo Heinrich, a la defensiva—. Hoy comí en la cantina.

—Lo siento por ti. A donde quiera que haya ido, ¿fue con Ilse? —Erika esperó. Una vez más, Heinrich no quería responder, ni con la verdad ni con una mentira. La risa de ella tenía un tinte amargo—. Eres demasiado honesto para tu propio bien, Heinrich.

¿Era eso cierto? Heinrich no lo creía. Después de todo, había vivido bajo una mentira bien elaborada durante más de treinta años. Erika no lo sabía, claro. Mientras no lo supiera nadie que no hubiera vivido esa mentira también, podría seguir así. Sin embargo, se dio cuenta de que tenía que responder.

—Desearía que Willi y tú no tuvieseis problemas, eso es todo. —No solo lo deseaba, también era una buena respuesta para la pregunta de ella. Podría haberlo hecho mucho peor.

También mejor. La carcajada ácida de Erika era la prueba.

—Eso es como desear la Luna.

Heinrich se habría reído más amargamente aún. Cuando ella deseaba la luna, lo más que se le ocurría era reparar lo que había ido mal entre su marido y ella. El deseo de Heinrich no solo era lunar sino lunático: habría deseado tener la oportunidad de vivir abiertamente como lo que era. Sabía demasiado bien que eso no iba a pasar, por mucho que lo deseara.

Todo eso atravesó la mente de Heinrich en menos de un latido de corazón. Erika casi no había hecho pausa y continuó:

—No te hace falta desear nada, ¿verdad? Ya tienes el mundo en tus manos. —Entonces Heinrich sí que se rió. Sabía que no debía, pero no pudo evitarlo. Aquello hizo que Erika se enfadara—. En tus manos —insistió.

—No te creas —dijo Heinrich. No podía decirle por qué, pero esperaba que su voz destilara convicción.

Evidentemente no fue así, ya que ella dijo:

—¿No? No veo que el Führer le haga una visita a mi querido Willi.

Si alguien hubiese llamado a Heinrich querido con ese tono de voz, habría huido tan rápido como le fuera posible.

—Podía haber sido así, pero yo soy el especialista en los Estados Unidos y él quería saber algo sobre los americanos. —Ni siquiera diciendo eso se sintió cómodo. Además del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, también adoraba la Seguridad, un dios en verdad celoso.

—Hay veces en que también eres demasiado modesto para tu propio bien —dijo ella, despacio.

Ahora se enfada conmigo, se dio cuenta con sorprendente consternación. ¿Qué diablos he hecho yo?

—Te diré la verdad —dijo.

—No, yo te voy a decir la verdad a ti —dijo Erika—. La verdad es que el Führer fue a verte a ti. A ti y a nadie más. La verdad es que eso es importante. Podría hacerte importante. Y la verdad es que no pareces querer tener nada que ver, o ni siquiera admitirlo.

Podría tratarse de una esposa echándole la bronca a su marido. Sí que era una esposa echándole la bronca a un marido. El único problema era que él no estaba casado con ella y que Erika no lo conocía tan bien como ella creía.

—No quiero ser importante —dijo, lo cual no era lo más modesto que había dicho en su vida—. No quiero, Erika, y eso también es verdad.

Le siguió un largo silencio. Heinrich esperaba que ella perdiera los nervios, le colgara y que le dejara en paz y pensara en él como el amigo de su marido. Alguien con quien era divertido tomar una copa de vino y jugar bien al bridge, nada más que eso.

Lo que esperaba y lo que obtuvo fueron dos cosas distintas.

—Bueno, al menos tú conoces tu cerebro —dijo al fin Erika—. Al menos tú tienes un cerebro que conocer. No tienes el cerebro debajo del cinturón. Me gusta eso. Es algo muy particular en un hombre.

¿Se percataba ella de cuántos de sus propios pensamientos los hacía por debajo del cinturón? Por lo que Heinrich podía comprobar, no. Estuvo a punto de hacérselo notar. En el último momento, no lo hizo. Hablar de ella sobre cosas por debajo del cinturón le pareció una mala idea.

—Será mejor que cuelgue —fue lo que dijo—. ¿Algún mensaje para Willi?

—Dile que espero que Ilse le aplauda —respondió Erika al instante—. No tendrá oportunidad de aplaudirme a mí, y también puedes decírselo. —Entonces colgó, con fuerza.

Heinrich colgó también. Frotándose la oreja, sacó una libreta de notas del cajón de su mesa. Erika llamó mientras estabas fuera, escribió. No hace falta que le devuelvas la llamada. Si ella quería darle algún otro ultimátum, que lo hiciera ella. Pegó la pequeña hoja de papel amarillo en la mesa de Willi. No ardió espontáneamente. Mientras regresaba a su propia mesa, se preguntó por qué no.

Willi volvió a la oficina media hora después. Parecía casi indecentemente satisfecho de sí mismo (probablemente, esas eran las palabras correctas). Ilse, en cambio, solo se sentó y empezó a teclear. Willi recogió el mensaje.

—¿Qué es esto? —dijo. Lo leyó y lo tiró y después empezó a reír. Miró a Heinrich—. ¿Qué dijo en realidad?

—Pregúntale tú mismo y así lo averiguas —respondió Heinrich.

—No, gracias. —Willi volvió a reírse—. Se cree que el mundo gira a su alrededor. Ahora se da cuenta de que se equivoca.

¿Haces tú lo mismo?, se preguntó Heinrich. Pero no podía soltarle eso a Willi, más de lo que podía haberle preguntado a Erika acerca de lo que pensaba. Ninguno de los dos se habrían tomado la pregunta en serio y ambos se habrían enfadado. Era lo último que deseaba.

—Ahora eres nuestro chico dorado —dijo Willi—. ¿Por qué no le presentas a Erika a Buckliger? Eso contentaría a todos.

—¡Estás loco de verdad! —exclamó Heinrich, horrorizado.

—Gracias —dijo Willi, lo cual solo logró desconcertarlo más—. Pensé que era la… ¿Cómo lo llamas tú? La solución elegante, eso intentaba decir.

—¿Te digo todo lo que pasaría en ese supuesto? —preguntó Heinrich—. ¿Cuánto tiempo tienes? ¿Tienes todo el día? ¿Toda la semana?

—Lo que tengo es un informe que escribir. —Willi parecía lúgubre ahora—. El jefe lo quiere esta tarde. Voy a tener que darme prisa para acabarlo a tiempo.

—No sería así, si… —Heinrich se detuvo. Decirle a Willi que tendría menos que hacer si no hubiese pasado tanto tiempo tirándose a su secretaria era cierto. Sin embargo, algunas verdades no servían de ayuda.

—Sí, mamá —dijo Willi, lo cual demostraba que esta era una de esas verdades.

—Vale. De acuerdo. —Nada molestaba más a Heinrich que ser objeto de condescendencia—. Pero si vas a quejarte de todo lo que tienes que hacer, será mejor que le eches un vistazo a lo que has estado haciendo.

—Ya lo hice. Un vistazo bueno y de cerca. —La expresión de Willi no dejaba lugar a dudas de a qué se refería.

Heinrich no encontró nada que replicar, lo cual era exactamente lo que Willi tenía en mente. Meneando la cabeza, volvió al trabajo. En la otra mesa, Willi parecía tan desesperadamente ocupado como un hombre que hace malabares con cuchillos y antorchas. Tecleaba como un poseso, cambiaba a la calculadora, murmuraba ante los resultados y volvía al teclado.

A las cinco en punto, Heinrich se levantó. Se puso su abrigo y su gorra.

—Me voy a la parada de autobús —dijo—. ¿Vienes?

—No, maldita sea. —Willi meneaba la cabeza, hostil—. Sigo ocupado.

—Qué pena —dijo Heinrich, y se fue. Willi se lo quedó mirando y luego volvió al informe.