Heinrich Gimpel había ido antes a La Cuchara Grasienta y no le había gustado mucho. No importaba lo moderno que fuese el local americano, aquella comida no le entusiasmaba. Pero si Richard y Maria Klein querían ir allí a celebrarlo, Lise y él no tenían motivo para decir que no. Los Klein tenían una buena razón para hacer una celebración. La Policía de Seguridad no abandonaba una investigación todos los días, no cuando trataban de averiguar si eras judío.
—Ojalá pudiésemos hacer una fiesta apropiada en casa —dijo Maria. Ya había estado delgada y pálida con anterioridad, y los problemas de los últimos meses solo le habían dejado más delgada y más pálida. Sin embargo, tenía una sonrisa muy bonita, incluso cuando se encogió de hombros y dijo—: Ya sabéis cómo serían las cosas.
—Oh, sí. —Heinrich asintió. Lise también. Si las autoridades seguían buscando pruebas, qué mejor forma que llenar la casa de los Klein con micrófonos y escuchar todo lo que decían. Tratándose de una fiesta, también escucharían lo que dijeran sus amigos.
Richard le dio un buen mordisco a su hamburguesa de queso. Tenía las manos de un músico: dedos largos y hábiles, con las yemas ligeramente aplanadas por las interminables horas de práctica.
—No tengo ni idea de lo que les ha hecho desistir al final —dijo—. Tan solo dijeron: «Vale, hemos terminado. Sigan con sus asuntos. No parece que sean lo que creíamos que eran». —Tuvo el sentido común suficiente de no pronunciar la palabra «judíos» donde cualquiera pudiera oírla. Sonriendo con alivio, le dio un sorbo a su jarra de cerveza.
—¿Fue tu abogado? —preguntó Lise—. Por lo que dice Susanna, es un tigre.
Los Klein se encogieron de hombros al unísono.
—Armó un buen escándalo, diría yo —respondió Maria—. No obstante, no sé lo bien que lo hizo en realidad.
Una chica con un atuendo que se suponía que era el de una camarera de antes de la Tercera Guerra Mundial llegó a la mesa.
—¡Hola! —dijo (el típico saludo servicial de La Cuchara Grasienta)—. ¿Desean algún postre? —preguntó, volviendo al alemán—. ¿Pastel de cereza, quizá, o brownie?
—Aún no hemos acabado —dijo Heinrich.
—Okey —dijo de modo jovial, haciendo todo lo posible por proyectar el antiguo entusiasmo americano—. Volveré más tarde, entonces. —Y se fue. Heinrich se preguntó si las camareras en Estados Unidos habrían llevado de verdad uniformes como aquel. ¿No estarían los clientes demasiado distraídos como para pedir?
—Es posible que el abogado ayudara —dijo Richard—. Ayudó que tuviéramos el valor de contratar a uno. Eso les indicó que realmente no habíamos hecho lo que decían.
—Bien —dijo Heinrich—. Danken Gott dafür. —Seguía preguntándose qué es lo que habían pensado las autoridades. En muchas ocasiones, arrestaban gente solo porque intuían que debían hacerlo, no porque esa gente hubiese hecho nada. Las cosas parecían más relajadas con Buckliger que con Kurt Haldweim pero, ¿serían lo bastante relajadas para que los poderes ocultos dejaran escapar a los judíos entre sus dedos? Heinrich tenía sus dudas.
Pero allí estaban los Klein. Maria asintió.
—Darle gracias a Dios es lo apropiado —dijo en voz baja. Y si pensaba en Dios de manera diferente a como lo hacían la mayoría de ciudadanos del Reich… Bien, ¿quién podría saberlo, por la forma en que actuaba o por lo que decía, si unos extraños le estuvieran escuchando? Nadie. Nadie en absoluto.
Lise también habló en voz baja.
—¿Cómo está Paul?
—No ha mejorado. No va a mejorar. —Richard Klein habló a través de sus dientes apretados—. Han traído especialistas que saben mucho más de esta enfermedad que el doctor Dambach. Todos dicen lo mismo. Cuando empeore, el Centro Misericordioso sería una… bendición.
—Sin embargo, aún está feliz —dijo Maria—. No está demasiado mal y es demasiado pequeño para saber que algo malo le ocurre.
—Esa es la bendición que tenemos —concedió Richard—. No sabe que algo va mal. Pero nosotros sí. —Levantó la jarra de cerveza, la apuró e hizo un gesto para que se la rellenaran. La camarera le trajo otra y luego se fue a llevarle algo a otro cliente.
Heinrich la observó. Habría tenido que ser ciego para no hacerlo. Lise le vio observándola.
—¿Sueles venir aquí a comer? —preguntó ella.
—¿Yo? No. No está tan cerca de donde trabajo. —A Heinrich le gustaba sonar virtuoso—. De hecho, fue Walther Stutzman quien me habló de este sitio.
Pero Lise y Maria Klein se lo quedaron mirando.
—¿Walther? —dijo su mujer, sorprendida. Lise y él estaban felizmente casados. Según toda apariencia, Richard y Maria también. Pero los Stutzman eran como dos caras de la misma moneda. A Lise le costaba imaginar a Walther yendo a un restaurante donde las camareras eran tan parte de la atracción como la comida.
—Su jefe le trajo aquí —dijo Heinrich, apiadándose de ella—. A veces, no se puede decir no. —Comió algunas patatas fritas. Estaban calientes y saladas, y ciertamente hacían honor al nombre del lugar.
—Al menos, él dice que así conoció el restaurante —dijo Richard Klein, con voz picara—. Apuesto a que estaba llorando y pataleando cuando su jefe lo arrastró aquí. —Él también miraba a la camarera.
Maria miró a Lise.
—¿Qué vamos a hacer con ellos?
—Bueno, ya los hemos tenido durante un buen tiempo —contestó Lise—. No creo que nos cueste mucho cambiarlos por unos modelos nuevos.
—Mmm… quizá no. —Por la forma en que lo dijo Maria, parecía uno de esos hechos inconvenientes y desafortunados que no pueden evitarse.
Heinrich se acabó su hamburguesa y sus patatas fritas.
—Si los americanos comen esto todo el rato, ¿por qué no pesan todos doscientos kilos? —dijo—. Me siento como si me hubiese tragado una roca.
Richard asintió.
—Y yo.
Pero cuando la camarera regresó y volvió a preguntarles por el postre, ambos pidieron pastel de cereza con una bola de helado de vainilla encima. Y sus esposas también. La camarera se fue, tan alegre como siempre.
—Ahora lo entiendo —dijo Lise—. Llevan lo que llevan puesto para hacer que los hombres pidan más. —A Heinrich no le habría sorprendido que su esposa tuviera razón, sin importar lo que había pensado un rato antes sobre las distracciones. El no se había distraído tanto como para gastar unos marcos del Reich de más, ¿no?
Se defendió de la única manera que encontró:
—Tú también querías postre, cariño, y no creo que la ropa de la chica haya tenido nada que ver con eso.
Richard Klein aplaudió.
—Esa es buena. Ojalá yo supiera lanzar contraataques como ese.
—No —le dijo Heinrich—. Por lo general, solo te meten en problemas.
—Escúchale —dijo Maria—. Este es un hombre que ha estado casado más tiempo que tú. Sabe de lo que habla.
La camarera volvió con una bandeja cargada de postres. Las dos parejas se sumergieron en ellos. Heinrich hizo que su pastel desapareciera, y no fue el único que miró su plato vacío con una expresión de incredulidad.
—No hace falta que me llevéis al tren —dijo—. Podéis simplemente llevarme rodando a casa.
—Y a mí —dijo Lise—. ¿De verdad me lo he comido todo? Dime que no.
—Si no lo has hecho, entonces nosotros tampoco —dijo Richard—. Finjamos que nada de esto ha ocurrido.
Todo el mundo rió. Heinrich puso dinero en la mesa, incluido un marco o dos más en recompensa por la ropa de la camarera. Mientras salían de La Cuchara Grasienta, dijo:
—Me alegro de que todo haya salido bien. —Hablaba desde el fondo de su corazón—. Me pregunto cómo habrá sido —añadió después, por ser quien era y lo que era.
Lise le envió la clase de mirada que siempre le lanzaba cuando salía con alguna cosa de esas, la mirada que decía que ojalá tuviese más sentido común en lugar de abrir así la bocaza. Pero Richard Klein solo se rió y le palmeó la espalda.
—La leche, Heinrich —dijo—, y yo también.
Alicia Gimpel repitió las sílabas sonoras sin sentido que su padre le había obligado a aprenderse:
—Sh'ma yisroayl adonoi elohaynu adonoi ekhod.
—Bien. Muy bien —su padre asintió—. Has dicho muy bien el Sh'ma. ¿Y recuerdas lo que significan las palabras?
—Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno —dijo Alicia.
—Correcto, también —dijo su padre—. Esta es la oración más importante que tenemos. Debería ser la última cosa que tengas que decir si, que Dios no lo quiera, llega un momento en que tienes que decir unas últimas palabras. Somos todo lo que queda de Israel. Tenemos que mantener esa oración viva.
—Lo sé —a Alicia le gustaba aprender cosas en un idioma secreto, una lengua casi muerta. Fortalecía la sensación de pertenecer a un club especial—. Enséñame de nuevo lo otro —pidió.
Su padre frunció el ceño, lo que le hacía parecer más serio de lo habitual.
—De acuerdo —dijo—, pero tienes que ser especialmente cuidadosa con esto. No puedes dejar que tus hermanas lo vean, nunca, y siempre tienes que tacharlo o romperlo en pedacitos pequeños antes de tirarlo. Eso es porque dice lo que somos, si alguien lo reconoce.
—Entendido. Lo prometo. —Alicia empezó a hacer la señal de la cruz sobre su corazón, pero entonces se quedó a mitad del movimiento. Si era judía, la cruz no contaba para nada, ¿no? Había tantas cosas en las que pensar…
Con cuidadosa atención, su padre dibujó (escribió) cuatro curiosos caracteres en un pedazo de papel…
—Dice adonoi… Es el nombre de Dios. Ahora, tú.
Le dio un bolígrafo. Ella empezó… Él puso su mano sobre la de ella, deteniéndola.
—No, así no. ¿Recuerdas lo que te dije?
—¿Qué quieres decir? Son iguales que los que tú has hecho. —Pero entonces Alicia recordó—. Oh. Lo siento. He vuelto a empezar por el extremo equivocado, ¿no? —Su padre levantó su mano. Ella volvió a empezar, escribiendo una, una, una y luego otra—. ¿Por qué va de derecha a izquierda y no al revés, papi?
—No sé por qué el hebreo hace eso —respondió con tristeza—. Solo sé que lo hace. Mi padre sabía más que yo sobre ser judío, y su padre sabía más que él, porque su padre había crecido en los días en que los judíos eran libres de ser lo que eran en Alemania. Te enseñaré todo lo que pueda, y tú necesitas recordarlo para que puedas enseñárselo a tus hijos.
—Si seguimos aprendiendo menos y menos cada vez, ¿llegará el momento en que no sepamos lo suficiente? —preguntó Alicia.
Su padre parecía más triste aún.
—Eso tampoco lo sé, cariño. Todo lo que sé es que espero que no. Tenemos que intentar trasmitirlo, y eso es lo que estoy haciendo.
Alicia bajó la mirada hacia la curiosa sucesión de caracteres que había escrito.
—¿Qué dice cada letra? ¿Cuál dice «a», cuál dice «do» y cuál dice «noi»?
—No es tan sencillo —dijo su padre.
—¿Por qué no? ¿Qué quieres decir? ¡Esto es tan confuso! —dijo Alicia.
—Porque en realidad no dice «adonoi». Dice «Jahweh», más o menos. Es la palabra de la que procede Jehovah. Pero es el nombre de Dios, y se supone que los judíos no deben decir el nombre de Dios, por lo que decimos adonoi en su lugar. Significa «Señor».
—Oh. —Alicia miró las cuatro formidables letras una vez más—. Qué lío. ¿Hay libros en los que pueda descubrir más?
—Sí, los hay, y no puedes tener ninguno —le respondió su padre.
Alicia se lo quedó mirando con algo cercano a la conmoción. Su familia amaba los libros. Las estanterías de la sala y el dormitorio de sus padres tenían de todo tipo, desde novelas de misterio a libros sobre teatro, desde guías de observación de pájaros hasta estudios sobre la antigua Grecia. Pero se dio cuenta de que no había libros sobre judíos, excepto el clásico infantil de Streicher de su propia habitación. Su padre continuó hablando.
—No encontrarás esos libros en la casa de un judío. No es seguro para nosotros tenerlos. La gente podría preguntarse por qué los tenemos. Y lo último que queremos es que la gente se haga preguntas sobre nosotros. No tener esos libros es parte del disfraz. ¿Lo entiendes?
—Supongo —dijo Alicia a regañadientes—. Pero es una pena que no podamos aprender más si los libros están ahí.
—Una de las cosas que podemos aprender es qué le da a la Policía de Seguridad excusas para arrestarnos —dijo su padre—. Cuando seas mayor, podrás decidir por ti misma lo que crees que es seguro. Por ahora, no vamos a arriesgarnos.
No usaba aquel tono de voz muy a menudo. Cuando lo hacía, significaba que la decisión ya estaba tomada y que no cambiaría de opinión. Alicia suspiró. No le parecía justo. Él solía animarla a aprender tanto como pudiera. En este caso, le obligaba a no hacerlo. Pero cuando su padre hablaba así, solo malgastaría su aliento si discutía con él.
Heinrich cogió el papel en el que habían escrito el nombre de Dios, un nombre demasiado sagrado como para pronunciarlo, y comenzó a romperlo en pedacitos de forma metódica.
—La mayoría de lo que sabemos tenemos que trasmitirlo de boca en boca —dijo—. Así no es tan peligroso. Está ahí, y luego desaparece. El papel, en cambio, permanece. El papel es lo que te mete en problemas, porque se queda ahí. Incluso aunque tú te olvides, el papel sigue existiendo. Por eso se metieron en problemas los Klein… por un papel que quedó en un fichero.
—Los Klein… ¿son judíos? —preguntó Alicia. La excitación afloró en ella cuando su padre asintió. Cuanta más gente se enteraba que compartía su carga, menos pesada parecía y menos sola se sentía.
—Por ese papel —dijo su padre—, la Oficina Genealógica del Reich también pensó que lo eran. Pero nadie pudo probar nada y tuvieron que dejarlos marchar. Y una de las razones por las que nadie pudo probar nada es porque los Klein son cuidadosos con lo que guardan en su casa. No tienen nada que la gente pueda apuntar y decir: «¡Ja! ¡Tienen eso, por tanto son judíos!».
Por todo lo que Alicia había escuchado, la gente no necesitaba asegurarse para encargarse de los judíos. Así se lo hizo saber a su padre, preguntando al final:
—¿Por qué no se los llevaron de todas formas para hacerles cosas?
Eso hizo que su padre frunciera el ceño.
—No estoy seguro —admitió. Parecía malhumorado; como ella, era una persona con una curiosidad incansable e interminable por descubrir cosas—. Tiene que haber una razón. Solo espero que no sea una mala.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alicia.
—Bueno, podrían haberlos dejado libres para ayudar a capturar a otros judíos —dijo. La niña se quedó boquiabierta. Eso no se le había ocurrido. Él asintió, lúgubre—. Sí, hacen cosas como esa.
—Puede que ellos sí, pero, ¿los Klein? —quiso saber Alicia.
Su padre dejó escapar un largo suspiro.
—Cariño, no lo sé. ¿Cómo puedes saber lo que hará una persona cuando alguien le dice: «Haz esto o te mataremos»? No puedes predecir eso sobre nadie. Ni siquiera sobre ti misma.
—Yo nunca haría algo así —declaró Alicia. Su padre tan solo volvió a suspirar. No me cree, se dio cuenta ella. Empezaba a enfadarse. Luego se preguntó qué pasaría si la Policía de Seguridad le dijera que le iban a hacer algo horrible a él o a su madre, o a alguna de sus hermanas, si no hacía lo que le ordenaban. ¿No haría algo para evitar que hicieran daño a la gente que quería? Puede que sí.
Su pensamiento debió haberse mostrado en su rostro, ya que su padre alargó el brazo y le acarició el pelo.
—¿Lo ves? —preguntó con ternura.
Alicia asintió, reticente.
—Supongo. —Entonces se le ocurrió algo realmente horrible, algo que hizo que jadeara por el miedo—. ¿Y si los Klein lo están haciendo ahora? ¿Y si están ayudando a atraparnos?
—Es posible —admitió su padre. Todo el terror que Alicia había sentido cuando descubrió que era judía, terror que había disminuido un poco con el paso del tiempo, volvió en oleadas. Pero su padre siguió hablando—. Es posible, pero no creo que sea cierto. Si anoche solo estaban fingiendo que todo iba bien, podrían haber sido actores de cine, pues hicieron una gran interpretación. Además, si la Policía de Seguridad les hubiese arrancado nuestros nombres, no necesitarían andarse con juegos. Simplemente, echarían abajo la puerta en mitad de la noche y se nos llevarían.
—Ja —dijo Alicia, más que aliviada. Eso era lo que la Policía de Seguridad hacía, sí. Su corazón dejó de latir tan fuerte.
Su padre rió.
—Qué gracioso, ¿no?, que sean tan bastardos que al saber que los Klein no eran tan humildes, los liberaran.
—¡Eso es justo lo que estaba pensando! —exclamó Alicia—. ¿Cómo lo sabías?
—Porque estaba pensando en lo mismo —respondió—, y estoy tan contento por ello como tú, créeme.
Alicia lo creía.
Esther Stutzman estaba intentando hacer juegos malabares con tres llamadas de teléfono, dos madres que necesitaban fijar citas y otra madre que discutía sobre su factura, cuando la puerta de la sala de espera del doctor Dambach se abrió. Al instante, todas las mujeres con niños llorosos de la sala de espera trataron de acallarlos. La vista de un hombre de rostro severo con uniforme provocaba eso en la gente, aunque aquellas ropas marrón oscuro no fuesen de las que la mayoría de los hombres y mujeres del Reich reconocieran al instante. ¿Quién querría arriesgarse?
Maximilian Ebert caminó hasta el puesto de recepcionista. Ignorando a las madres y a los niños, el hombre de la Oficina Genealógica del Reich golpeó sus tacones, como había hecho en su primera visita a la consulta del pediatra.
—Guten Tag, Frau Stutzman —dijo—. Necesito ver al doctor Dambach ahora mismo.
Esther deseó que no recordara su nombre. Había varias razones por las que él se acordaría y no le gustaba ninguna de ellas. Se tomó toda la venganza que pudo al responder:
—Lo siento mucho, pero está con un paciente en este momento. Si no le importa sentarse y esperar, estoy segura de que no tardará mucho. —Por la forma en que lo dijo, podría haber estado segura de que serían semanas.
Pero Ebert no estaba dispuesto a sufrir inconvenientes como una persona normal.
—Por favor, dígale que estoy aquí —dijo—. Estoy seguro de que me verá de inmediato.
—¡Qué morro! —dijo una mujer a su espalda. Él se puso rígido, pero no se dio la vuelta.
—Un momento, por favor —le dijo Esther; la petición era demasiado razonable como para que ella se negara abiertamente. Cuando fue a hablar con el doctor Dambach, se lo encontró inclinado, con una aguja hipodérmica en el redondo culito desnudo de un bebé. Esperó a que pusiera la inyección y el bebé llorara—. Disculpe, doctor, pero Herr Ebert está aquí. Dice que necesita verlo ahora mismo.
—¿Herr Ebert? —Dambach parecía estar en blanco.
—De la Oficina Genealógica del Reich —dijo Esther, deseando que Ebert no hubiera tenido nunca una razón para visitar al pediatra.
—Oh. El. —Refrescada su memoria, el doctor asintió—. ¿Qué diablos quiere ahora? —Esther se encogió de hombros. El doctor Dambach murmuró algo. Antes de contestar, se giró hacia la madre del bebé—. Puede que Dora esté malhumorada y tenga un poco de fiebre uno o dos días. El Paracetamol debería aliviarle la mayoría de los síntomas. Si tiene algo más, lo cual es improbable, tráigala de nuevo.
—Gracias, doctor. Lo haré —dijo la mujer.
Aún musitando para sí, Dambach devolvió su atención a Esther.
—Supongo que será mejor que lo vea. Tráigalo a mi despacho privado y yo iré en unos minutos. Tengo que ver antes a otro paciente.
—De acuerdo, doctor. —Esther salió y le dio el recado a Maximilian Ebert.
—Muchas gracias —dijo él. Acompañó a Esther hasta el despacho privado—. ¿Tienes un número de teléfono, cielo? —dijo entonces.
Ella pensó que la última vez había sido demasiado atenta. Esta vez…
—Lo que tengo, Herr Ebert, es dos hijos y un marido.
Él se la quedó mirando con lo que parecía una perplejidad genuina y preguntó:
—¿Eso qué tiene que ver?
—Les tengo mucho cariño, muchas gracias —dijo ella—. Y ahora, si me excusa… —Volvió a su puesto de recepcionista, donde hizo un anuncio en voz alta—. El doctor Dambach tiene una visita. Estará con ustedes tan pronto como sea posible, lo prometo. —Asintió a la mujer que preguntaba sobre su factura—. Lo siento por la tardanza, Frau Mommsen. ¿Qué estaba diciendo?
Frau Mommsen le relató la historia de sus problemas, la mayoría de los cuales poco tenían que ver con los veinticinco marcos del Reich que le debía al doctor Dambach. Esther escuchaba con media oreja. La mayor parte de su atención estaba puesta en el despacho privado del pediatra. Esperaba que Dambach le dijera a Maximilian Ebert dónde podía irse y cómo hacerlo. Sabía que era una esperanza vana, pero la abrigó de todas formas.
El doctor Dambach ni siquiera entró en el despacho hasta pasados diez minutos. Esther podía oír al funcionario de la Oficina Genealógica tamborilear sus dedos sobre la mesa.
—Ya era hora —dijo Ebert cuando el doctor acabó por aparecer.
—Usted es el que está interrumpiendo mi trabajo —replicó Dambach, con voz fría—. ¿Qué quiere?
Antes de poder descubrir lo que quería, llegó alguien nuevo (una mujer con un bebé lloroso en los brazos), y tuvo que ser guiada a través de todo el papeleo necesario. Como el niño pequeño chillaba durante todo el proceso, Esther solo captó breves retazos de conversación procedentes del despacho:
— …tener mucha cara para acusarme de…
— …puesto a todos nosotros en una situación…
— …culpa, cuando yo solo intentaba…
— …pero así es como funciona…
El doctor Dambach dijo algo más en respuesta a aquello. Un momento después, Maximilian Ebert salió a toda prisa del despacho y atravesó la sala de espera, con la furia en el rostro. Trató de dar un portazo al salir al exterior, pero el sistema de absorción de golpes que había sobre la puerta lo impidió. La lenta puerta cortó sus juramentos cuando terminó por cerrarse.
—¡Dios! —dijo la mujer del bebé—. ¿Qué bicho le ha picado?
—No lo sé —respondió Esther—. Espero que uno bien gordo. —La mujer la miró, extrañada, luego decidió que no podía haber dicho lo que había oído y se olvidó de ello.
Pero Esther había querido decirlo. Estuvo ocupada hasta el mediodía, lidiando con madres, niños y algún padre ocasional. Cuando la consulta cerró para comer, volvió para llevarle una taza de café recién hecho al doctor Dambach, con la esperanza de que tuviese ganas de hablar.
—Oh, gracias —dijo, dándole un mordisco a un bocadillo—. Iba a levantarme y servirme uno ahora mismo.
Como no dijo nada más, Esther decidió coger el toro por los cuernos.
—¿Por qué ese tal Ebert salió de aquí como si tuviera un Messerschmitt pisándole los talones?
—¿Ese? —Dambach soltó un gruñido de desdén—. Creo que no volveremos a verlo, y no puedo decir que lo sienta. Lo que me dijo, básicamente, era que había hecho mi trabajo demasiado bien. Lo siento, Frau Stutzman, pero la única manera en la que sé hacer las cosas es tan bien como me sea posible.
—Sí, doy fe —dijo Esther, deseando aún que hubiera sido menos concienzudo—. ¿De qué demonios estaba hablando?
—Cuando los Klein tuvieron el bebé con Tay-Sachs y el informe genealógico alterado, estuvieron bajo sospecha de ser judíos —respondió el pediatra—. Eso ya lo sabe.
—Oh, sí —asintió Esther—. Lo sé. ¿Qué tiene eso que ver con hacer su trabajo demasiado bien?
—Todo el mundo en la Oficina Genealógica del Reich, y, por lo que sé, en la Policía de Seguridad también, estaba preparado para montar un buen revuelo, ¿y por qué no? Hace años que los judíos desaparecieron de Berlín, por el amor de Dios.
Esther volvió a asentir.
—Eso es cierto —dijo de modo casual, escondiendo sus temores—. ¿Y por qué no lo han montado, entonces?
—Porque resulta que la sobrina de Lothar Prützmann, pobre mujer, tiene un bebé con Tay-Sachs que solo es tres semanas mayor que Paul Klein —dijo Dambach—. Si acusaran a los Klein de ser judíos por ese motivo, ¿cómo iban a evitar cortarle la cabeza al de las SS con la misma espada? No podían, y lo sabían, así que han tenido que retirar los cargos contra los Klein.
—¡Dios santo! —A Esther no le importó pensar qué escapatoria tan estrecha y tan horrorosa había sido. Tampoco pudo evitar compadecerse del jefe de las SS del Gran Reich alemán, algo que jamás pensó que haría—. Pero, ¿cómo le afecta a usted la desgracia del Reichsführer-SS Prützmann?
—Es sencillo, para alguien con la mente de Herr Ebert. —El doctor Dambach frunció el ceño—. Si no hubiese sacado a la luz el primer caso de Tay-Sachs, su departamento no habría tenido problemas con Prützmann por presionar tanto. ¿Y qué hace Ebert, como resultado de todo eso? Me echa la culpa a mí, por supuesto.
—Ya veo. —Esther también lo había hecho—. Bueno, la otra opción sería culparse a sí mismo, y eso no es muy probable, ¿verdad?
El pediatra volvió a gruñir.
—Algunos milagros exigen demasiado de Dios. Pero le di una idea de lo que yo pienso antes de que se fuera. De eso puede estar segura.
—Bien por usted, doctor Dambach —dijo Esther. Era un buen doctor… y dentro de los límites de su educación, un muy buen hombre.
—Estoy cansado de dejarme pisotear por pequeños dioses de hojalata con uniformes elegantes solo porque llevan uniformes elegantes —dijo Dambach—. Creo que todo el mundo lo está, ¿no le parece? Si el nuevo Führer es sincero en lo de llamar al orden a algunas de estas personas, tendrá a un montón de gente de su parte, creo yo. ¿Qué opina usted?
—¿Yo? Nunca me preocupo por la política —mintió. Tuvo problemas para ocultar su asombro. Su jefe era serio, fiable, conservador. Si decía cosas como aquella, tenía que pensar lo mismo mucha gente.
—Yo intento no meterme tampoco en política —dijo—. ¿Quién, con la cabeza en su sitio, la necesita la mayoría del tiempo? Pero a veces la política me preocupa, como esta mañana. Y le digo, Frau Stutzman, que no me importa. No me importa en absoluto.
—Bien, por el amor de Dios, doctor Dambach, ¿quién puede culparle por ello? —dijo Esther.
¿Quién necesitaba preocuparse por la política todo el tiempo? La gente como ella, gente a la que la política le afecta constantemente. Y los mismísimos principios de la política del Partido Nazi estaban construidos sobre la preocupación sobre los judíos. ¿Pensaría Heinz Buckliger cambiar aquello? ¿Podía pensar en cambiar eso y esperar sobrevivir? Algunas de las cosas que Walther decía que había declarado en Nuremberg eran notables. Pero cambiar la forma en que los nazis veían a los judíos sería más que notable. Sería milagroso. Cuando Esther viera un milagro, lo creería. Hasta entonces, no.
—¿Por qué no se va a casa, Frau Stutzman? —dijo Dambach—. No me importa contestar al teléfono hasta que llegue Irma. De todas formas, solo serán unos minutos.
—Muchas gracias —dijo Esther—. Deje que le prepare una cafetera antes de irme. Debería durarle toda la tarde. —Si no lo hacía, él mismo enredaría con la cafetera mientras estuviese en la consulta. Quería hacer algo amable por él a cambio de dejarle salir antes… y por las noticias que le había dado. Alejarle de la cafetera era la cosa más amable que se le ocurrió.
Cuando Willi Dorsch subió al autobús, llevaba su uniforme como si hubiese dormido con él. Se había afeitado de manera errática. El pelo le salía de debajo de su gorra en todas direcciones, como el heno en un montón apilado por alguien que no sabía amontonar heno.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Heinrich Gimpel—. ¿Qué te ha pasado?
—Otra encantadora noche en el sofá —respondió Willi, dejando caer su trasero junto a Heinrich. Su aliento tenía muchos octanos. Como para explicarlo, siguió hablando—. Una botella me hizo compañía anoche. Fue más divertida de lo que ha sido Erika últimamente, eso es condenadamente seguro.
—¿Serás capaz de pensar como es debido cuando lleguemos a la oficina? —preguntó Heinrich—. Quizá debieras llamar y decir que estás enfermo, en lugar de dejar que la gente te vea así.
—El café y las aspirinas harán de mí un hombre nuevo —le aseguró Willi—. Eso no sería tan malo. Si llamo y digo que estoy enfermo, tendré que pasar más tiempo con la zorra rubia, y no estoy… preparado para eso. —Eructó levemente.
Heinrich se preguntó si debía dejar la cuestión ahí. Pero Willi y él habían sido amigos desde hacía tiempo. Sintió que tenía que hacer la siguiente pregunta:
—Si eres tan infeliz, ¿por qué sigues ahí?
—Los niños —contestó Willi, sencillamente—. Joseph y Magda lo son todo para mí. Si me voy, Erika les llenará la cabeza con mentiras sobre mí. Las cosas ya están lo bastante mal como están. —Le echó una mirada a Heinrich—. Eres un bastardo afortunado, ¿lo sabías? Las cosas te van muy bien. Hasta donde yo puedo ver, no tienes una sola preocupación en todo el jodido mundo.
Aquello sería divertido, si fuese gracioso. En lugar de soltar una estridente risotada de loco, que era lo que quería hacer, Heinrich respondió:
—Bueno, yo hubiese dicho lo mismo de Erika y de ti hace solo unos meses.
—Eso solo sirve para demostrar que no se puede hablar desde fuera —dijo Willi. Aquello era más cierto de lo que este sospechaba, pero Heinrich no se lo dijo. Su amigo apuntó al frente—. Estamos a punto de llegar a la estación.
—Pues sí. —Heinrich se preparó para apresurarse hacia el andén donde tenían que coger el tren de Stahnsdorf hasta la Estación Sur de Berlín.
Willi gruñó cuando tuvo que levantarse.
—Me va a estallar la cabeza —dijo—. Casi desearía que fuese así.
—Es probable que puedas coger aspirinas en la estación, si tanto las necesitas —dijo Heinrich.
—Bueno, seguro que puedo. Y lo haré. Y también puedo comprar café, aunque sea una mierda. Iba a esperar a llegar a la oficina y cogerlo en la cantina, pero al infierno con todo. Me siento fatal. —Willi sonó tan demacrado como parecía.
Cuando llegaron a la estación, se fue directo al pequeño puesto de la parte de atrás. Heinrich, mientras tanto, compró un Völkischer Beobachter en una máquina expendedora. Willi se unió a él en el andén un par de minutos después. También tenía un periódico en la mano. Sacó dos aspirinas de una cajita y usó un trago de café para pasarlas.
—Eso tiene que ser el infierno para el estómago —dijo Heinrich—, en especial si has bebido tanto anoche.
—Ahora pregúntame si me importa —respondió Willi—. Con lo que me duele la cabeza, no voy a preocuparme por nada que esté más abajo.
Dio un respingo cuando llegó el tren, aunque estaba impulsado por electricidad y no era tan ruidoso o maloliente como lo habría sido de contar con un motor de vapor o una locomotora diesel. Dejó a Heinrich el asiento de la ventana y se bajó la visera sobre la frente para evitarle a sus ojos tanta luz como fuese posible. Cuando el tren empezó a moverse, simuló leer el Völkischer Beobachter, pero sus bostezos y su expresión vidriosa decían que era puro fingimiento.
Por el contrario, Heinrich repasó el periódico con su habitual minuciosidad. Señaló una noticia de la página tres.
—El Führer va a hablar por televisión mañana por la noche.
—Detente, corazón mío. —Willi era la indiferencia personificada—. He oído uno o dos… mil discursos en mi vida.
—Lo sé, lo sé. Generalmente, yo diría lo mismo. —Heinrich volvió a señalar el Beobachter—. ¿Pero no crees que este discurso en particular puede ser interesante, después de lo que dijo en Nuremberg?
—Nadie sabe lo que dijo en Nuremberg. Nadie, excepto los Bonzen, y no abren mucho la boca —replicó Willi. Pero había oído los mismos rumores que Heinrich; algunos de ellos, del propio Heinrich. Y quizá las aspirinas y el café estuviesen empezando a funcionar, ya que se animó un poco—. De acuerdo, puede que sea interesante —admitió—. Nunca se sabe.
—Si algunas de las cosas que dijo allí van en serio…
—Cosas que la gente dice que dijo —le interrumpió Willi.
—Sí, las cosas que la gente comenta que dijo allí. —Heinrich asintió—. Si las dijo, y si eran en serio…
Willi volvió a interrumpirle.
—La mitad de la gente, más de la mitad de la gente, verá el partido de fútbol de todas formas, o el programa de cocina, o el del tío de las SS donde a la espía americana siempre está a punto de caérsele el vestido. Seguro que se le cae uno de estos días.
Heinrich no estaba dispuesto a que su amigo cayera en el cinismo.
—No cuando en el otro canal está el discurso del Führer —replicó—. La cabeza del director del programa rodaría si le robara tanta audiencia.
—Mmm, ahí tienes razón —dijo Willi—. Qué lástima. —Consiguió lanzar una mirada lasciva inyectada en sangre.
—¡Estación Sur! —espetaron los altavoces mientras el tren hacía su parada—. ¡Pasajeros con destino a la Estación Sur!
Heinrich subió las escaleras para coger el autobús hacia las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Willi arrastró los pies tras él como el resultado del experimento de un científico loco que no había funcionado del todo.
En cuanto llegaron a la oficina, Willi se dirigió a la cantina. Regresó con una taza grande de café en cada mano y apuró las dos en tiempo récord. No fue una sorpresa que poco después se dirigiera al servicio de caballeros, y otra vez unos minutos más tarde.
—Vitamina Pis —dijo avergonzado cuando volvió del segundo viaje—. Y hablando de pis, ¿por qué no me habías dicho que mis ojos parecían dos meadas en la nieve?
—¿Qué habrías hecho si te lo hubiese dicho? —le preguntó Heinrich.
—Bueno, nada, pero aun así… —Willi abrió como platos sus ojos enramados—. Estoy despierto. Estoy vivo. Puedo incluso decidir si quiero vivir.
Ilse llegó para dejar unos papeles en su mesa. Empezó a darse la vuelta, se detuvo y volvió a mirarlo.
—¡Dios santo! ¿Qué te ha pasado? —dijo, casi como un eco de las palabras de Heinrich una hora antes.
—Erika y yo tuvimos anoche una pequeña desavenencia —contestó Willi—. Sí, exacto. Solo una pequeña desavenencia.
—¡Pobre! —Ilse era el mismísimo retrato de la compasión. Le mimó, le masajeó el cuello, le hizo sentir tres metros más alto. Él disfrutaba como un gato frente a un bol de crema. Heinrich tuvo que suprimir un fuerte impulso de vomitar. Por otro lado, se preguntó cuánto tiempo hacía que Erika no acariciaba así a Willi. Aquellas arterías no eran su estilo.
Esa mañana, más tarde, Willi dijo:
—Hoy voy a almorzar con Ilse.
—¿Por qué no me sorprende? —Aquella respuesta áspera salió de la boca de Heinrich antes de poder detenerla.
Su amigo se puso colorado.
—No lo sé. ¿Por qué no ibas a estarlo? A ti las cosas te van bien, así que te comportas como un mojigato. Si fueses tú el que tiene problemas, yo no metería las narices en tus asuntos.
—¿No lo harías? ¿Qué tiene de divertido tener nariz si no la metes en algún sitio? —replicó Heinrich, más inexpresivo de lo normal.
Willi le miró, empezó a decir algo y luego estalló en risas.
—Maldita sea, ¿cómo voy a enfadarme contigo cuando contraatacas con cosas como esas?
—Si te esfuerzas, seguro que lo consigues —dijo Heinrich, de nuevo sin la más mínima inflexión de voz. Consiguió otra carcajada de Willi, aunque no lo había dicho en broma.
Ilse se arrimó a Willi mientras caminaban hacia la puerta. Willi le pasó el brazo por la cintura. Heinrich volvió a sus papeles. ¿Haría yo algo así si tuviese problemas con Lise?, se preguntó. ¿Quién sabe? Puede que sí. Pero tenía problemas imaginando que tenía problemas con Lise. Quizá no me doy cuenta de lo afortunado que soy.
El teléfono de la mesa de Willi sonó. Heinrich iba a dejarlo sonar hasta que quienquiera que se hartara en la otra punta de la sala lo descolgara. Pero, ¿y si resultaba ser alguien con un asunto importante? Descolgó su propio teléfono y marcó la extensión de Willi para transferir la llamada.
—Análisis. Aquí Heinrich Gimpel.
—Oh, hola, Heinrich. Quería hablar con Willi. —Era la voz de Erika Dorsch. Heinrich dio un respingo. Deseó haber ignorado el teléfono—. ¿Dónde está? —preguntó ella de una forma que no le gustó en absoluto cuando Heinrich se quedó callado.
Respondió con la verdad exacta y literal.
—No has llegado por dos minutos. Acaba de salir a comer.
—Y es obvio que no ha ido contigo —dijo Erika. Heinrich deseó con todas sus fuerzas no haber contestado—. ¿Se ha ido con la encantadora y talentosa Ilse? —continuó la esposa de Willi.
—Yo, eh, no le he visto marcharse —dijo Heinrich, lo cual era cierto en el más estricto sentido técnico, ya que estaba mirando los papeles de su mesa antes de que Willi llegara a abrir la puerta.
—Ahora cuéntame otra, Heinrich. No eres muy bueno mintiendo, ya lo sabes —dijo Erika. Lo dijo de modo que podría haber sido cierto. En varios sentidos que ella desconocía, no podría haber estado más equivocada. El que no conociera esos otros modos probaba lo confundida que estaba.
—Erika —dijo él—, no soy su padre. Ni su perro guardián. No tengo el ojo encima de él todo el tiempo.
—Alguien debería —dijo Erika con amargura—. ¿Pasa algo malo conmigo, Heinrich? ¿Soy fea? ¿No soy atractiva?
—Tú deberías saberlo mejor que nadie —dijo, demasiado sorprendido por la pregunta como para no darle una respuesta honesta.
—¿Debería? —dijo ella—. Si no pasa nada malo conmigo, ¿por qué solo hemos hecho el amor seis o siete veces en lo que va de año? ¿Por qué Willi anda por ahí con esa fulanita en vez de conmigo?
—No lo sé —respondió Heinrich, lo cual también era cierto. Si él hubiese tenido una oportunidad entre… Pero no tenía opciones como esa, así que, ¿para qué imaginarlo?—. ¿No crees que sería mejor que le preguntaras a Willi? Él podría decírtelo con más exactitud.
—Me diría un montón de basura. Que es lo que me ha estado diciendo últimamente —dijo Erika—. ¿Qué te ha estado diciendo a ti? Seguro que más basura.
Heinrich fingió no oírla. Ya era lo bastante malo tener que escuchar las dos partes de un matrimonio que se disuelve. Andar de mensajero entre ellos… Sacudió la cabeza. No. No sabía mucho de esas cosas, pero no estaba loco.
—¿Puedes librar un rato? —preguntó ella—. Si vienes aquí, puedo decirte cómo son las cosas en realidad.
¿Qué se suponía que quería decir aquello? ¿A qué sonaba? ¿Se castigaría a sí mismo durante el resto de su vida si decía que no? La mayoría de los machotes, probablemente. Podía arreglar las cosas para que Lise nunca se enterara, y…
—Erika —dijo con amabilidad—, no creo que ahora mismo eso fuese una buena idea.
—¿No? —Su voz sonó trágica—. ¿Me dices que tú tampoco me quieres?
—Yo… —Se detuvo. Otra pregunta para la que no había respuesta segura. Hizo todo lo posible—. Estoy casado con Lise, ¿recuerdas? Me gusta estar casado con Lise. Quiero seguir casado con Lise. —Miró alrededor para asegurarse de que nadie en la sala le prestaba demasiada atención. No podía hacer nada si alguien estaba espiando la llamada. De todas formas, tampoco le crearía un problema. Se consoló con eso.
Se produjo un largo silencio. Al final, Erika dijo:
—No sabía que todavía hubiese gente que hablara así. Bien. —Otro silencio—. Tiene más suerte de la que cree… o a ti tampoco se te levanta. —La línea se cortó.
Heinrich se quedó mirando el teléfono y luego puso el auricular en su sitio. Había estado dispuesto a simpatizar con Erika (aunque no estuviese dispuesto a acostarse con ella), y a pensar que Willi era un canalla y un idiota por no darle más de lo que ella, obviamente, quería. Pero si seguía haciendo comentarios como aquel, no veía cómo podría simpatizar con ninguno de los dos… excepto que ambos eran amigos suyos. Murmuró algo que no ayudaba a la situación y caminó pesadamente hacia la cantina.
Susanna Weiss amaba la buena comida. Lo que no le gustaba era cocinar. Debería haber sido de otra manera: aprender a cocinar, y a ser feliz cocinando, era algo que se inculcaba a las chicas del Gran Reich alemán desde la escuela, y en el Bund deutscher Mädel. Con Susanna no habían podido. Con Susanna, cuanto más intentabas adoctrinarla, menos probabilidades había.
La comida congelada y deshidratada la había acompañado desde que era una niña. Existían un montón de avances que habían sido militares en primer lugar; nada era lo bastante bueno para los soldados y los marines del Reich. Poco a poco, esas cosas habían acabado perteneciendo también al mundo civil. Un ligero estigma seguía rodeando al acto de comer ese tipo de alimentos demasiado a menudo. Llámese pereza, o que no te importe demasiado tu familia como para cuidar de ellos una misma. Al ser judía, a Susanna no le preocupaban los estigmas que eran simplemente «ligeros». Y estaba convencida de que tenía mejores cosas que hacer con su tiempo que estar de pie frente a un horno. Cuando comía en su apartamento, era comida congelada o deshidratada casi siempre.
Estaba comiendo un filete stroganoff procedente de una bolsa de plástico cuando Heinz Buckliger apareció en la pantalla de televisión. Los rusos, aquellos que quedaban vivos, habían sido obligados a retirarse más allá de los Urales. Algunas de sus recetas permanecían en Alemania porque se esperaba que no supusieran una amenaza.
La aparición del Führer tuvo como prefacio las versiones grabadas y abreviadas de Deutschland über Alles y de la Canción de Horst Wessel. La cámara cambió a una imagen del águila germana con la esvástica en las garras en el despacho del Führer. Como tantas otras cosas en la arquitectura nazi, la sala era de una escala titánica, que hacía todo lo posible por empequeñecer al hombre que la ocupaba. Las paredes de mármol rojo con revestimientos de ébano se elevaban hasta los casi diez metros de altura del techo artesonado de palisandro. La cámara de televisión tomaba lentas y amorosas panorámicas de dichas paredes. Junto a los símbolos repujados del Partido, contenían retratos de Bismarck, Hitler, Himmler y uno nuevo (sobre el que la cámara se detuvo) de Kurt Haldweim en actitud aristocrática y más que un poco presumida.
La imagen cambió a la mesa del Führer. Los ebanistas que habían creado los muebles excesivamente ornamentados para los nobles franceses durante el Antiguo Régimen se habrían encontrado con su talento igualado por los artesanos que habían confeccionado aquella mesa. En la pared de detrás colgaba un tapiz Gobelin auténtico del siglo XVII. Al lado del tapiz, una bandera alemana en un mástil. Sobre dicho mástil, otro águila portando una esvástica.
Mientras el ángulo de la cámara se cerraba sobre la silla de cuero ámbar oscuro en la que se sentaba Heinz Buckliger, la bandera permaneció en un lado de la imagen. Susanna había visto aquello cada vez que veía un discurso del Führer. Esa noche, lo había notado de verdad, que no es lo mismo. Hizo un gesto de aprobación de mala gana. Los propagandistas del Partido no se perdían ni un truco. Por supuesto, asociaban la cabeza del estado con el estado mismo. El que lo hicieran de manera que ella no se diese cuenta conscientemente era un testimonio de su habilidad.
Luego se percató de algo más y sus ojos se abrieron mucho. Heinz Buckliger llevaba un traje gris sencillo, no el uniforme del Partido. No podía recordar la última vez que había visto a cualquier Führer con ropa de civil. Se preguntó si habría llegado a verlo. Creía que no. La corbata de Buckliger era del mismo rojo de la bandera. Tras un momento, vio que tenía un patrón: diminutas esvásticas negras. Podría haberlo adquirido en cualquier tienda de ropa de caballeros.
¿Qué indicaba aquello? ¿Qué significaba? Cualquiera que estuviese alerta a la televisión buscaría significados detrás de los significados, lo que se decía sin que fuese pronunciada ninguna palabra. ¿Qué intentaba Buckliger comunicar aquí? Todo lo que se le ocurrió a Susanna fue: Soy tan patriótico como cualquiera, pero estoy cambiando algunas notas de la canción.
—Buenas noches, ciudadanos del Gran Reich alemán —dijo el Führer—. No hace mucho, en Nuremberg, hablé con los oficiales del Partido Nacionalsocialista acerca de algunos problemas que veo en el Reich y en el Imperio Germano. Ustedes necesitan saber también algunas de las cosas que les dije.
Como todo el mundo en el Reich, había visto películas de Hitler. Él había dominado, ya fuese clamando guerra o venganza, rogando un mayor esfuerzo o camelando a la gente para que se sacrificara. Himmler, que había gobernado a la Gran Alemania y al Imperio Germano cuando ella era niña, había dominado de manera distinta. Su estilo era más sencillo que el de Hitler, pero se podía sentir el acero subyacente. Si causabas problemas, cuidado con tu cabeza. Kurt Haldweim había hablado a la gente por encima del hombro, como si estuviese convencido de saber cosas que nadie más conocía. Si resulta que se equivocaba, ¿quién iba a decírselo? Y si se equivocaba, ¿quién iba a admitirlo? Nadie, probablemente.
Heinz Buckliger simplemente… hablaba.
—Durante muchos años, hemos estado viviendo de los grandes actos de nuestros ancestros —dijo—. Y nuestros ancestros fueron grandes hombres que hicieron grandes cosas. Pero somos como una familia que vive de la herencia del abuelo, que no se preocupa bien del dinero y que no tiene suficiente gente para salir y buscar un trabajo por sí misma. Después de un tiempo, la herencia desaparece y tienen que pensar qué hacer a continuación.
»Yo trato de pensar qué hacer antes de que nos arruinemos. Hemos obtenido mucho del mundo. Pero, ¿durante cuánto tiempo podemos continuar así? Muchos de los pueblos de Europa occidental y de Norteamérica son tan arios como nosotros. ¿Cómo podemos justificar en términos raciales su continua explotación?
Charlie Lynton había dicho cosas como aquellas en la reunión de la Unión Fascista Británica. Susanna no había esperado oírlas de él. Escucharlas del Führer era como un trueno. Al igual que Lynton, Buckliger estaba empleando la ideología fascista para disimular cosas que habrían horrorizado a sus predecesores.
—Seguir conquistando no es una opción para nosotros, como lo fue para Hitler y Himmler —continuó—. Hace cuarenta años, tuvimos suerte de que los Estados Unidos no nos hicieran mucho daño. Podríamos poner de rodillas al Imperio de Japón mañana… pero si lo hiciéramos, Japón podría ponernos a nosotros de rodillas. Tanto nosotros como los japoneses tenemos suficientes misiles para convertir una guerra en un suicidio mutuo.
»Así que, ¿qué vamos a hacer? Las cosas no son como lo eran en tiempos de nuestros padres, y seguro que tampoco como en tiempos de nuestros abuelos. ¿Seguimos encarando nuestros problemas al modo antiguo? En mi opinión, eso sería una estupidez. Cuando Hitler vio en el Reich problemas que eran nuevos en su época, ¿los resolvió de la misma manera que habían hecho sus padres y sus abuelos? ¡Por supuesto que no! Cambió con los tiempos. Debemos cambiar siempre con los tiempos o los tiempos cambiarán sin nosotros.
—¡Lo está volviendo a hacer! —exclamó Susanna, demasiado excitada para estarse callada. La ideología fascista no se prestaba a cambiar. ¿Qué era el fascismo, después de todo, sino la reacción sobre la marcha? Pero, al igual que Charlie Lynton, Heinz Buckliger lo había visto: si apelaba a la autoridad instaurada para justificar los cambios que estaba haciendo, podría tener la oportunidad de salirse con la suya. Los Bonzen del Partido (y sus miembros más comunes) seguro que estarían escuchando todo aquello. ¿Qué pensarían? ¿Comprendían lo que estaban escuchando?
¿O soy yo la única que se equivoca?, se preguntó Susanna. ¿Estoy escuchando lo que quiero oír, escuchando a mi corazón en lugar de a mi cabeza? La última vez que había hecho eso fue con su novio, el que resultó ser un borracho, con el que Heinrich aún le tomaba el pelo de vez en cuando.
Maldijo por lo bajo. Perdida en sus propios pensamientos, se le habían escapado unas cuantas frases de lo que Buckliger estaba diciendo.
… mayor respuesta a las necesidades y deseos del Volk —decía cuando Susanna empezó a prestar atención de nuevo—. Por supuesto, no podemos desafiar, ni lo haremos, la primacía del Partido y de los ideales del nacionalsocialismo, pero, ¿no somos todos arios?
Cuando decía «por supuesto», a veces quería decir todo lo contrario. ¿Cuánta gente se daría cuenta? En vez de meterse en más detalles, como ella esperaba que hiciera, continuó.
—A este tema volveré en el futuro. Quedarse en terreno conocido es siempre más seguro y certero. Ese es el motivo por el que a tantos nos gusta seguir así. Hallar un nuevo camino es más duro. Podemos cometer errores. Probablemente, lo haremos. Pero, si insistimos lo suficiente, nos encontraremos en un lugar al que nunca habríamos llegado quedándonos con lo de siempre. Emprendamos juntos ese viaje. Buenas noches.
El estudio del Führer desapareció de la pantalla del televisor de Susanna (de todas las pantallas del Reich). El noticiero familiar de Horst Witzleben lo reemplazó. El presentador dijo:
—Este era, por supuesto, Heinz Buckliger, Führer del Gran Reich alemán y del Imperio Germano. —Cuando Witzleben decía «por supuesto», eso era lo que quería decir. Parpadeó un par de veces antes de seguir—. Un discurso extraordinario. Memorable. El Führer impone su marca en el Reich. Él nos lidera, nos guía, y nosotros le seguimos. Este es el único camino apropiado (de hecho, el único posible). Una nueva era se cierne sobre nosotros y en el futuro, como ha dicho el Führer, sabremos lo que esto quiere decir. Por ahora, buenas noches. Devolvemos la conexión a la programación habitual.
La programación habitual consistía en un estúpido concurso cultural. Para Susanna, la pregunta más difícil era por qué querría nadie verlo. Sin embargo, la gente lo hacía. Les había oído hablar de él.
Lo que ella deseaba era hablar del discurso de Buckliger. Se apresuró hacia el teléfono. ¿Los Gimpel o los Stutzman?, se preguntó mientras descolgaba. Tras un momento de duda, dejó el teléfono en su sitio sin llamar a nadie. Después de un discurso como aquel, ¿no era probable que las líneas telefónicas fuesen intervenidas? ¿Y no era probable que ella estuviese bajo sospecha, ya que conocía a los Klein? Mejor estar a salvo que arrepentida. No era algo heroico, pero seguro que era más inteligente.
Tampoco la llamaron a ella esa noche. Heinz Buckliger mencionaba abandonar el terreno conocido y apuntar hacia nuevas direcciones. La gente que vivía en el Gran Reich alemán estaba demasiado acostumbrada al terreno conocido, y a sus campos de minas. Buckliger podría ser el guía. Pero, tras tanto tiempo haciendo cálculos cuidadosos, ¿lo seguiría la gente?
En la parada de autobús, Emma Handrick se sorbió la nariz.
—Vi un poco del discurso anoche —le dijo a Alicia Gimpel—. Un poco, sin embargo. No me parecía un Führer. ¿Cómo podía ser el Führer si no llevaba uniforme?
Ver a Heinz Buckliger con ropas normales también había sorprendido a Alicia. Aun así, dijo:
—Pues claro que era Führer. ¿Quién más iba a ser? Hablaba desde el despacho del Führer. Lo hemos visto un millón de veces. ¿Quién más iba a hacer eso? ¿Qué le harían ellos al que lo intentara? —No sabía quiénes podría ser «ellos», pero siempre había un «ellos» detrás de estas cosas. No había duda.
Emma volvió a aspirar fuerte por la nariz.
—No lo parecía. —Emma tenía una mente de una sola dirección—. Parecía un hombre de negocios o un vendedor. —En el régimen del Reich, no había muchos grupos que no llevaran uniforme, de una clase o de otra.
—Parecía algo distinto —dijo Alicia. Sus padres le habían advertido que no hablara mucho del discurso de Buckliger: la gente podría prestar una atención inusual a lo que dijera. Como no estaba segura de cuánto era «mucho», cambió de tema—. El nuevo año escolar empieza en dos semanas.
—¡Gracias al cielo! —exclamó Emma—. No me importa quién tengamos el próximo curso. Herr Kessler se cree que es un guardia de un campo de concentración, no un profesor.
A Emma no le importaba lo que decía, ni quién la oyera. Alicia la envidiaba.
—Algunos de los otros son igual de malos —dijo ella.
—Son muy malos, de acuerdo. Creo que hay que ser malo para querer ser profesor. Mira la Bestia Koch —dijo Emma—. Nunca la he tenido, pero aun así… Kessler es el peor que he tenido nunca.
—No es muy bueno —concedió Alicia. Ella tampoco había tenido nunca a Frau Koch, y daba gracias a Dios por ello. Señaló calle abajo—. Aquí viene el autobús.
Cuando llegaron a la escuela, jugaron en el patio hasta la hora de ponerse en fila frente a su clase. Menos de un minuto antes de que sonara el timbre, Emma dejó escapar un jadeo de horror.
—Iba a pedirte la tarea de aritmética —dijo en tono chillón—. No pude hacerla anoche.
—Ahora es demasiado tarde —dijo Alicia. El sonido del timbre confirmó sus palabras.
Herr Kessler abrió la puerta.
—Guten Morgen, Herr Kessler! —corearon los niños.
—Va a despellejarme —gimió Emma bajo aquel coro. Alicia solo pudo quedársela mirando. Era muy posible que su amiga tuviese razón.
—Buenos días, niños —dijo el profesor—. Ahora pasad y no habléis sin permiso.
Entraron en fila. Si alguien habló, Alicia no lo oyó. Tampoco Kessler. Les condujo al saludo de la bandera. Sus brazos se estiraron. Alicia recordaba cómo, hasta esa pasada primavera, había estado orgullosa de ser una alemana como los demás. Parte de ella aún lo era. El resto, coleteaba de terror ante la misma idea. Había ocasiones en que se preguntaba si no estaría partida en dos por dentro.
Pero no tenía tiempo de dividirse en dos, no cuando Herr Kessler merodeaba enfrente de la clase. Todo su ser le prestaba atención.
—¿Cuántos de vosotros visteis el discurso de anoche del Führer? —preguntó. La mayoría de los estudiantes levantaron la mano. Kessler señaló a un chico que no había alzado la suya—. ¡Hans Dirlewanger!
—Jawohl, Herr Kessler! —Hans saltó de su silla y se puso firme.
—¿Por qué no viste el discurso? —La amenaza acechaba tras la voz del profesor. Sus ojos se dirigieron a la pala colgada de la pared.
—Señor, mi padre es capitán del Wehrmacht —respondió Hans—. Llegó a casa después de cumplir con su deber en los Estados Unidos. Toda la familia salimos a cenar y después al cine. No llegamos a casa hasta tarde.
—Oh. —Herr Kessler lo consideró. A regañadientes, asintió—. Eso es aceptable. Siéntate. —Cuando Hans tomó asiento, Alicia se preguntó si el profesor escogería a alguien más para poder darle un azote. No esa mañana, sin embargo. Kessler hizo una pausa y luego encontró la pregunta—. ¿Qué es lo más importante de lo que dijo anoche el Führer?
Si hubiese preguntado algo de aritmética o de gramática, la mano de Alicia habría salido disparada al aire. Si hubiese preguntado sobre esto antes de saber lo que era, también habría estado ansiosa por contestar. Ahora dudó. No podía evitar preocuparse de que un error la pondría en peligro no solo a ella, sino a los demás judíos de Berlín, incluso a aquellos cuya existencia ignoraba.
Otros no fueron tan tímidos… y tenían menos de lo que preocuparse. El profesor apuntó a una chica.
—¡Trudi Krebs!
Esto es interesante, pensó Alicia. Probablemente, no tenga menos de lo que preocuparse que yo. Pero ahora que la nueva forma de hacer las cosas parecía tan importante, Herr Kessler pensaba que Trudi tendría las respuestas. Antes, habría querido verla a ella y a su familia metida en problemas.
—El Führer nos dijo que el Reich necesitaba cambiar para funcionar mejor —dijo Trudi.
Decirlo de esa manera parecía lo bastante seguro. El profesor asintió.
—Sehr gut —dijo—. Sí, eso es exactamente lo que dijo el Führer. Y por tanto, mientras él nos guía, nosotros cambiaremos y por ello mejoraremos. ¿Comprendéis?
—Ja, Herr Kessler! —cantaron los niños.
—Sehr gut —repitió Kessler—. Ahora, vamos con la lección del día. —Lo dijo con cierto toque de alivio, o eso le pareció a Alicia. ¿Pensaría él a veces, como ella, que hablar demasiado de política podría ser peligroso? Cuando los estudiantes erraban las respuestas, se les azotaba. ¿Qué le pasaba a los profesores que obtenían malas respuestas sobre política? Puede que Herr Kessler no quisiera descubrirlo—. Aritmética. Pasad vuestras tareas. A la vez. No habléis.
Detrás de Alicia, Emma Handrick dejó escapar un leve jadeo de desmayo. La cabeza de Kessler giró hacia ella, pero no pudo discernir quién había hecho el sonido. A veces castigaba a todos los de alrededor si no sabía quién se había pasado de la raya. Quizá ese día se sintiera en terreno inseguro, ya que apartó la mirada. Pero luego dijo:
—Haremos algunos problemas en la pizarra. —Llamó a Alicia y a varios niños que se sentaban cerca de ella. Sabía lo que estaba haciendo. Si uno de ellos no tenía ni idea de qué hacer, decidiría que esa era la persona que había hecho el ruido. No era una mala estratagema en la interminable guerra entre profesores y estudiantes… excepto que no llamó a Emma al encerado.
Alicia tenía bien su problema. Se quedó frente a la pizarra hasta que Kessler asintió y la devolvió a su asiento. Un chico cometió un error, pero era un tipo de error de descuido, obvio: al principio del problema multiplicó siete por cuatro y apuntó treinta y cinco como resultado, lo que naturalmente hizo que al final estuviese mal. Por lo demás, sabía lo que estaba haciendo. Herr Kessler le corrigió, pero no descolgó la pala.
Burlado, el profesor continuó con la lección. Alicia odiaba aquellos problemas. Si el caza alemán volaba 40 kilómetros por hora más rápido que el americano, desde una base que estaba 70 kilómetros más atrás, y despegaba quince minutos tarde, ¿a qué distancia lo alcanzaría? Tenías que tener en cuenta todo a la vez. Era buena en ese tipo de problemas, pero aun así los encontraba difíciles. Se preguntó cómo se las arreglaría la pobre Emma, que no era muy lista.
Después de la aritmética vino la gramática. Herr Kessler les pasó fichas en las que los estudiantes tenían que identificar partes del discurso y los casos de sustantivos y adjetivos. Mientras se ponían manos a la obra, él corrigió sus deberes de aritmética.
Alicia era buena en aritmética, pero era muy, muy buena en gramática. Recorrió su ficha de un lado a otro y acabó mucho antes que los demás. Desde luego, todo lo que obtuvo fue la oportunidad de quedarse sentada y en silencio mientras los demás terminaban. Observó cómo el profesor corregía los deberes. De vez en cuando, levantaba la mirada para ver si alguien estaba cometiendo alguna diablura y ella tenía que apartar la vista. Pero después él volvía a la aritmética y Alicia volvía a observarlo.
Supo cuando llegó a los deberes de Emma. Le había echado un rápido vistazo cuando los alumnos se pasaron las tareas hacia delante y en verdad eran un despropósito. La cabeza de Herr Kessler se alzó. Miró a Emma. Podría haberse confundido con un gato que divisara un jugoso ratón.
—¡Emma Handrick! —rugió.
Emma chilló de terror. Se había concentrado en su ficha y no había prestado atención a lo que hacía el profesor.
—Jawohl, Herr Kessler! —dijo, poniéndose en pie.
—¿Qué significa esta… esta Dreck que has entregado? —Kessler agitaba en alto los ofensivos deberes, para que todo el mundo los viera.
—Lo siento mucho, Herr Kessler —balbuceó Emma—. Lo intenté tanto como pude, pero no lo entendía. Por favor, perdóneme. Por favor.
—Un judío podría haber hecho un trabajo mejor que este. Los judíos son viles y malvados, pero se supone que son listos. Tú, por otra parte… —El profesor dejó la frase en el aire y luego añadió otras dos palabras—. Ven aquí.
Aplicó la pala con vigor. Emma regresó a su mesa conteniendo las lágrimas que, de haberse derramado, la hubiesen metido en un jaleo mayor. Se sentó con cuidado. Nadie dijo nada en absoluto.
En la hora del almuerzo, Trudi Krebs se arrimó a Alicia y le susurró:
—Cuando el nuevo Führer cambie las cosas, ¿crees que también cambiará la escuela?
—Gott im Himmel, eso espero —exclamó Alicia—. Sin embargo, puede que sea demasiado pedir. —Esperaba que Trudi discutiera con ella, pero la otra chica se limitó a asentir.
Cuando el autobús que partía de la estación de tren de Stahnsdorf se detuvo en la parada de Willi, Heinrich Gimpel también se apeó.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Willi—. Tú no vives aquí… o si lo haces, Erika no me lo ha dicho.
—Je. —Heinrich dibujó una sonrisa enfermiza en su cara—. Lise quiere que coja algunas cebollas y un repollo en la frutería de Tinnacher. —Señaló la tienda, la cual, por fortuna, estaba en dirección opuesta a la casa de Willi.
—Una historia probable —dijo Willi, pero no sonó como si quisiera decir algo con ello—. Diablos —continuó, con una risotada amarga—, tal y como están las cosas, ¿por qué me iba a preocupar si tú vivieras ahí en mi lugar? —No esperó respuesta, pero se dirigió a la acera que conducía a su casa.
Meneando la cabeza, Heinrich fue hasta la tienda de la esquina. Estaba encantado de que Lise no le enviara a por patatas. Ella inspeccionaba cada patata que él compraba, y no parecían gustarle ni la mitad de ellas. Era difícil que se confundiera con las cebollas y el repollo. Yo nunca sería una buena Hausfrau, ni en un millón de años, pensó.
«¡La mejor verdura de la ciudad!», se jactaba el cartel del escaparate de Tinnacher.
—Guten Tag, Herr Gimpel —dijo el dependiente cuando entró Heinrich. Tenía las mejores verduras en varios kilómetros a la redonda y ofrecía un servicio personal inigualable. Los precios más bajos en las tiendas más grandes que vendían toda clase de cosas hacían, aun así, que la marcha del negocio fuese dura.
Con cierto alivio, Heinrich sorteó los bidones de patatas y se dirigió hacia las cebollas. Lise le había dicho que quería las rosadas claritas, no las de color más vivo con la capa exterior de un marrón amarillento. Concentrado en las cebollas, Heinrich casi se tropezó con Erika Dorsch antes de darse cuenta de que estaba allí.
Si se hubiese dado cuenta antes, habría intentado salir a hurtadillas de la tienda y comprar las verduras en otra parte. Ahora era demasiado tarde.
—Hola, Erika. No quería empujarte —dijo, temiendo que su sonrisa fuese más enfermiza aún que la expresada para Willi.
Ella, por otra parte, sonrió de forma deslumbrante. Tenía una bolsa de red llena de champiñones, ajos, cebolletas y patatas y un par de enormes nabos.
—No pasa nada —dijo ella—. Cualquier atención es mejor que ninguna.
—Eh… sí —dijo, sintiendo como si caminara hacia un nido de avispas, pero incapaz de escapar. Hizo lo que pudo—. Discúlpame, por favor. Necesito algunas de esas cebollas púrpuras.
Erika no se apartó.
—Heinrich, ¿por qué no te gusto? —preguntó.
Estaba rodeado de avispas, tan seguro como que existía el infierno.
—Me gustas —dijo—. Sin embargo, sigo buscando las cebollas.
—No actúas como si te gustara —dijo Erika.
Lo dijo de manera directa… demasiado directa como para que él lo ignorara.
—Me gustas —repitió—. También me gusta tu marido. Y también me gusta mi esposa.
—A mí también me gusta tu esposa —dijo Erika—. ¿Y qué? En cuanto a mi marido, me alegro por ti. Y si te gusta de la misma forma que yo, la Policía de Seguridad os coserá un triángulo rosa en vuestro uniforme del campo de concentración.
Si Heinrich tuviese un uniforme de un campo, tendría una Estrella de David amarilla, no un triángulo rosa. ¿Para qué iban a molestarse? O si descubrieran lo que era, ¿se desharían de él como de un pañuelo de papel usado? Sospechaba que lo último era lo más probable, pero no quería descubrirlo.
—Necesito esas cebollas de verdad —dijo. Se suponía que tenía que haber dicho algo sobre que Erika no le gustaba de ese modo, pero ella habría sabido que estaba mintiendo.
—Nunca he perseguido a un hombre en mi vida —dijo Erika, con el asombro en la voz—. Hasta ahora, nunca había tenido que hacerlo. —Heinrich creyó aquello. Ella le miraba con auténtica curiosidad—. ¿Qué te hace tan tenaz?
Que soy judío, pensó. Por supuesto que soy tenaz. Tengo que serlo. Si no fuese tan tenaz, ¿seguiría siendo tan fiel? También tenía que ser tenaz para no revelarle lo que era a nadie que pudiese hacerle daño con esa información. No importaba lo preciosa que fuese Erika: ella caía en ese grupo. Ella le quería, o eso pensaba. Lo más seguro que por el reto que representaba más que por su cuerpo huesudo. Pero si ella se enteraba y decidía que ya no le quería… En ese caso, estaba a una llamada de teléfono del desastre.
Como no podía contarle la principal razón, volvió a la segunda.
—Ya te lo he dicho: me gusta Lise. Hemos sido felices durante mucho tiempo. ¿Por qué iba a querer complicarme la vida? La vida ya es lo bastante complicada.
—Haces que todo suene tan sensato, tan lógico. —Erika sacudió la cabeza—. No lo es, en realidad no.
Parte de él sabía que tenía razón. Pero se aferraba a la racionalidad, quizá porque ofrecía una especie de escudo contra los horrores que el régimen alemán había perpetrado.
—De todas formas, intento que funcione así para mí —dijo.
Ella le miró durante un momento, y luego meneó la cabeza.
—Ya te darás cuenta —dijo ella, y pasó delante de él para darle el dinero a Herr Tinnacher.
A Heinrich no le gustó cómo sonó aquello. Tampoco le gustó que fuera a casa con la bolsa llena de verduras. Era posible que Willi pensara que habían concertado una cita en la tienda. Heinrich suspiró. No podía hacer nada sobre eso. Podía coger las cebollas y el repollo. Se lo llevó todo a Tinnacher.
El dependiente pesó las mercancías, le dijo lo que costaban, cogió su billete de cinco marcos del Reich y le devolvió el cambio. Como Heinrich no tenía bolsa, Tinnacher sacó a regañadientes una de debajo del mostrador.
—Una hermosa mujer, Frau Dorsch —señaló mientras ponía las cebollas sobre el repollo.
—Ahí no puedo contradecirle —dijo Heinrich.
—Si pusiera sus ojos sobre mí, no me quejaría. —Herr Tinnacher cloqueó de risa. Tenía sesenta y tantos y parecía una rana arrugada. Las probabilidades de que Erika pusiera sus ojos sobre él eran mayores que las de ganar la lotería nacional, pero no por mucho. Por supuesto, sin evidencias de lo contrario, Heinrich hubiera dicho lo mismo acerca de las posibilidades de que pusiera sus ojos en él. Pero él tenía esa evidencia, a pesar de no quererla.
También tenía que contestarle al verdulero.
—Solo somos amigos —dijo. Tinnacher volvió a reír. Aquel graznido sabiondo era uno de los sonidos más obscenos que Heinrich había oído en la vida. Significaba que Tinnacher no se creía ni una palabra. Heinrich salió de la tienda tan rápido, que estuvo a punto de dejarse la bolsa de la compra en el mostrador.
Cuando llegó a casa, le pasó la bolsa a Lise.
—Aquí están tus condenadas verduras —gruñó.
—Lo siento —dijo sorprendida—. Si me hubieses dicho que serían un problema, me habría ido a comprarlas yo misma.
—No son las verduras —dijo—. Me encontré con Erika en la tienda.
—Oh. —Su mujer cargó de significado el monosílabo—. ¿Y? —Hizo lo mismo con esta otra palabra.
—Ella no es feliz con Willi. No es feliz con nada —dijo Heinrich.
—¿Sería feliz contigo? —preguntó Lise.
—Eso no importa. Yo no sería feliz con ella —respondió—. No más de media hora, en cualquier caso. Su parte animal era más difícil de extinguir de lo deseado.
—Ajá. —La mirada de los ojos de Lise decían que lo sabía todo de esa parte—. ¿Y dirías lo mismo si fueses un goy? —Bajó la voz en la última palabra, la cual los judíos solo podían pronunciar a salvo delante de otros judíos.
Heinrich parpadeó. Era una pregunta muy buena. En lugar de contestarla directamente, sacó dos botellas de cerveza de la nevera, las abrió y le dio una Lise.
—Toma —dijo, levantando la botella que se había quedado—. A nuestra salud. Sé cuándo tengo de sobra.
—Más te vale —le dijo. Ella sabía que, en realidad, Heinrich no le había respondido. Podría haberlo hecho. Ella sabía el porqué, sin duda. Pero bebió con él aun así. Si eso no era amor, él no sabría a qué llamar así—. No puedo enfadarme contigo —continuó Lise—. Ella es atractiva y tú pareces tener alguna idea de adonde perteneces. Alguna.
—¡Eso espero! —dijo Heinrich con fervor.
¿Con demasiado fervor? Puede, porque su mujer empezó a reír.
—Y encima, sobreactúas —le dijo, echando un trago a la cerveza.
—¿Quién, yo? —dijo él… sobreactuando. Lise rió más alto. Cambiar de tema parecía una buena idea, así que lo hizo—. ¿Cómo están las niñas? —Esperó a ver si Lise le dejaba librarse con eso.
Lo hizo, contestando:
—Están bien. Alicia está encantada de librarse pronto de la clase de Herr Kessler. No la culpo, ni un poquito. He hablado con él alguna vez. Desea haber pertenecido a las SS. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Oh, sí. —Heinrich asintió—. Yo mismo tuve un par de esos. Son los señores de la clase y se lo hacen saber a todos.
—Alicia me preguntó si los cambios del Führer afectarán a los colegios —dijo Lise—. ¿Cómo contestas a esa pregunta?
—«No lo sé» suele funcionar muy bien —dijo. Ella le hizo una mueca. Él levantó una mano—. Lo digo en serio, cariño. ¿Quién sabe cómo manejará Buckliger este asunto? Ya ha hablado más sobre cambiar las cosas que cualquier antecesor. ¿Hará algo más que hablar? ¿Se saldrá con la suya si sigue un poco más?
Su mujer se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Ya lo descubriremos. ¿Y cómo están los hijos de Erika? —Sacó la cuestión de manera casual, lo cual solo la hacía más peligrosa.
—No lo sé —dijo Heinrich, lo cual era cierto—. No me habló de ellos.
—Ajá —dijo Lise de nuevo. Nada de Mene, mene, tekel upharsin, pero una sentencia, al fin y al cabo.