6

Heinrich Gimpel besó a Lise, cogió su maletín y se dirigió a la puerta. Era una preciosa y resplandeciente mañana de verano, con el sol en lo alto del cielo. Los satélites meteorológicos en órbita predecían que esta ola de calor sería la última del resto de la semana. Una ola de calor en Berlín no sería importante en Argel, ni siquiera en Roma, pero era mejor que la semana de lluvia y niebla que vendría en mitad de julio.

Los volkswagen y los mercedes ocasionales pasaban zumbando junto a Heinrich mientras se plantaba en la esquina a esperar el autobús. Nunca le había visto mucho sentido a tener un vehículo. Para él, no eran más que una fanfarronada y más caros de lo que merecían. Con los autobuses y los trenes podías llegar donde necesitaras ir.

Para darle la razón a sus palabras, el autobús se detuvo un minuto después. Subió, metió su tarjeta en la ranura, la guardó y encontró un asiento. Unas pocas paradas después, Willi también se subió. Se dejó caer junto a Heinrich con un gruñido:

Gutten Morgen.

Gutten Morgen —dijo Heinrich—. ¿Wie geht's?

—Bueno, te diré que podría estar mejor —respondió Willi—. ¿Cómo te va a ti?

—Todo bien. —Heinrich no le podía decir a Willi lo preocupado que estaba por los Klein. Hubiese requerido demasiadas explicaciones. Pero trató de parecer de lo más comprensivo al preguntarle a Willi—: ¿Qué ocurre?

A diferencia de él, Willi no solía sufrir en silencio. Cuando Willi se sentía mal, todo el mundo se enteraba. Por eso, durante todo el camino hasta la estación de tren, Heinrich obtuvo un informe punto por punto de la última riña de su amigo con su mujer: quién dijo qué, quién arrojó qué, y cómo Willi había tenido que dormir en el sofá de la salita.

—¿Cómo es que cuando tenemos una pelea con nuestra mujer siempre somos nosotros los que dormimos en el sofá? Ellas se quedan cómodas, en la cama. La espalda me está matando.

—No lo sé. Nunca había pensado en ello —dijo Heinrich. Excepto cuando Lise se quedó en el hospital después de dar a luz a una de sus hijas, nunca habían dormido separados.

—Yo tampoco hasta esta mañana —dijo Willi—. Erika actúa como si fuese una ley natural. Ella no es feliz, así que yo tengo que irme a otro sitio. ¿Dirías que eso es justo? ¿Eh?

El autobús llegó a la estación de tren de Stahnsdorf en ese momento. Heinrich no tuvo que contestar, lo cual probablemente estuvo bien. Hasta donde podía recordar, nunca había oído de ninguna mujer que durmiera en el sofá mientras el hombre se quedaba en la cama. No parecía justo. No era nada de lo que hubiera tenido que preocuparse él mismo, pero no lo parecía.

En la estación, introdujo quince pfennigs en una máquina expendedora y sacó un ejemplar del Völkischer Beobachter. Incluso en el hecho de comprar un periódico, alimentaba las arcas del Partido. Era el buen alemán que fingía ser y aquello se suponía que le haría sentirse orgulloso, o al menos patriótico. Tal y como estaban las cosas, el asunto le dejaba un poco (quizá más que un poco) molesto. Ni siquiera podía imaginar qué podía hacer para no financiar su propia destrucción.

Willi metió monedas en la máquina y sacó también un periódico. Junto a las otras personas que se habían bajado del autobús en la estación, caminaron hasta el andén para esperar el tren al centro de Berlín. Heinrich miró su reloj. No tendrían que esperar mucho.

Cuando el tren se detuvo pocos minutos después, los trabajadores metieron sus tarjetas en la canceladora uno tras otro. Willi estaba enfrente de Heinrich en la cola. Se sentó junto a una ventana y palmeó el asiento de al lado para mostrarle a Heinrich que era bienvenido. Ambos empezaron a leer el periódico.

—Buckliger va a hablar mañana con un montón de peces gordos en Nuremberg —señaló Heinrich—. Me pregunto qué les dirá.

—Lo que sea que los Bonzen quieran escuchar —predijo Willi—. ¿Qué otra cosa va a hacer en Nuremberg? —Hablaba con el cinismo y la certeza berlinesa de que no había otro lugar en todo el Reich que importase.

—Quizá —dijo Heinrich—. Pero quizá no. La última vez no dijo lo que todo el mundo esperaba, ya sabes.

Esperó a ver qué respondía Willi a aquello. Willi empezó a decirle que no sabía de qué estaba hablando. Empezó… y luego se detuvo en seco.

—Es verdad —dijo su amigo—. No lo hizo. Pero, ¿para qué te vas a ir hasta Nuremberg a decir algo fuera de lo normal? Nuremberg no es el marco adecuado para hacer eso.

—¿Quién sabe? —Heinrich se encogió de hombros—. Si nos quedamos confusos después de que haga su discurso, Horst nos dirá qué pensar al respecto.

—Bien, por supuesto —dijo Willi Dorsch, sin un atisbo de ironía que Heinrich pudiera detectar—. Horst Witzleben está para decirnos qué pensar.

—Y es bueno en ello —dijo Heinrich.

—No tiene mucho sentido tener un Ministerio de Propaganda si la gente no es buena en lo que hace, ¿verdad? —dijo Willi.

—Oh, no lo sé. Mira los croatas —dijo Heinrich. Los Ustasha croatas hacían su trabajo con un entusiasmo que hasta la Gestapo encontraba atemorizador. La policía secreta alemana estaba compuesta en su mayor parte por profesionales. Los croatas eran fanáticos y estaban orgullosos de serlo.

Pero Willi meneó la cabeza.

—Quieren mostrar lo atemorizadores que son, y lo hacen. El deporte nacional allí es la caza del serbio. Y si los serbios hubieran estado en el bando ganador, su deporte nacional habría sido la caza del croata. ¿Y sabes qué más? Se habrían jactado de ello. Dime que me equivoco.

Esperó. Heinrich lo meditó.

—No puedo —dijo—, no cuando tienes razón.

Para su sorpresa, Willi parecía enfadado.

—Te divierte más discutir cuando no admites que estás equivocado aunque estés equivocado —se quejó con seriedad fingida.

—No, no es cierto —respondió Heinrich.

—Sí, tú… —Willi se quedó callado y le dedicó una mirada de reproche—. Oh, no, no es así. Eres un demonio, eso es lo que eres.

Danke schön. Aprecio el comentario.

—Deberías —dijo Willi. Ambos rieron. El tren se detuvo en la estación de Berlín. Todo parecía como en tiempos más felices, menos tensos—. ¿Cuándo vamos a jugar otra vez al bridge? —preguntó entonces Willi—. Hace ya mucho de la última.

En el interior de la cabeza de Heinrich empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. No podía mostrarlas, no obstante, al igual que no mostraba mucho de lo que sentía. Ni siquiera podía enseñar esa alarma en particular enfrente de Lise. Había cavado aquella trampa él mismo y ahora había caído en ella. Sabiendo que tenía que hacerlo, dijo:

—¿Por qué no venís Erika y tú el viernes que viene, después de trabajar?

—Me parece bien —dijo Willi.

¿De verdad que sí? Heinrich no estaba nada seguro. Pensaba (en realidad, deseaba) que sería menos probable que Erika dijera o hiciera algo drástico en su casa que en la de los Dorsch. Si resultaba que estaba equivocado… Si resulta que me equivoco, Lise me dará una bofetada y me la mereceré. Sin embargo, comparado con otras cosas que podrían pasar, hasta un tortazo de su mujer no le pareció tan malo.

Después ya no tuvo más tiempo para preocuparse de tales asuntos. Metió el Völkischer Beobachter en su maletín y ejecutó la elaborada danza que le llevó desde las escaleras descendentes del andén del tren hasta las ascendentes de la cola del autobús. Como en cualquier baile, si tenías que pensar en lo que estabas haciendo, no lo hacías bien. Willi imitó sus movimientos con tanta suavidad como la bailarina de un conjunto que se amolda a otra.

Su recompensa por tal actuación no fue una ovación, sino un buen lugar en el autobús que les llevaría a las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht.

Alguien en el autobús no había visto el jabón desde hacía tiempo. Heinrich tomaba pequeñas bocanadas de aire, lo que le ayudó un poco. Luego, Willi murmuró:

—¿Quién se trajo una mofeta? —No se pueden tomar bocanadas pequeñas de aire si te ríes como un bobo.

Una vez que llegaron a la oficina, Heinrich telefoneó a casa y le contó a Lise lo de la invitación: era un marido bien entrenado.

—Suena divertido —dijo ella, lo que probaba que no sabía todo lo que ocurría. Sin embargo, Heinrich tampoco podía decirle mucho, y no solo porque la mesa de Willi estuviese a un par de metros de distancia.

Willi, en realidad, podría no oír una palabra de lo que dijera. Estaba ocupado flirteando con Ilse. Por la forma en que ella reía y le devolvía las bromas, su plan le estaba saliendo a pedir de boca.

—¿Almorzamos juntos? —le preguntó él a ella.

—¿Por qué no? —dijo ella.

Heinrich podía haber pensado en innumerables razones para no hacerlo, pero nadie le había preguntado. Se fue a comer a la cafetería, solo. El rollo de carne era grisáceo, con tiras de lo que esperaba que fuese huevo cocido. Cometió el error de preguntarse qué tipo de carne sería. Luego se preguntó por qué se lo comía si no podía contestar a la primera.

Un par de mesas más allá, un oficial miró la comida y dijo:

—No desperdician nada en los campos, ¿eh? —Después de aquello, Heinrich se acabó las habas hervidas de la guarnición, pero no volvió a tocar la carne. Sabía que el oficial estaba bromeando. Estaba seguro, pero…

Willi e Ilse tardaron bastante en volver del almuerzo. Heinrich se preguntó qué habrían comido. Luego, con precipitación, se preguntó dónde habrían comido. Eso parecía menos arriesgado.

Los miró cuando al fin llegaron. Willi no parecía especialmente ufano. Ilse no estaba despeinada. Eso no probaba nada, ni en un sentido ni en otro. De todas formas, los observó. La curiosidad (el entrometimiento, para ser más claro) no le dejaba en paz.

¿Se jactaría Willi en el camino de regreso a Stahnsdorf? La respuesta resultó ser negativa; si había algo de lo que fanfarronear, Willi lo ocultó. En su lugar, habló y habló de los estragos que pensaba hacer en la partida de bridge.

—En tus sueños —le dijo Heinrich con dulzura.

—A veces, los sueños son mejores que la manera en que funcionan las cosas en la realidad —dijo Willi—. A veces. —Y aquello, profético en su ambigüedad, fue lo más cerca que estuvo de decir nada acerca de lo que había hecho o dejado de hacer con Ilse… o quizás acerca de cómo le iban las cosas con Erika. Heinrich pensó en pedirle que se explicara, lo pensó dos veces y perdió el valor.

El Völkischer Beobachter del día siguiente no decía una palabra acerca del discurso del nuevo Führer en Nuremberg. Ni el periódico del día siguiente. ¿Lo había dado Buckliger? Si lo había hecho, ¿qué había dicho? El Beobachter, el periódico del Partido, no lo contaba. Ni ningún otro, que Heinrich supiera, al menos. Se rascó la cabeza, preguntándose qué diablos significaba aquello.

Alicia Gimpel había estado ayudando a sus hermanas pequeñas con sus tareas desde que Francesca empezó a ir a la escuela. ¿Por qué no? Era lista, recordaba las lecciones y las había tenido hacía solo dos años antes. A veces se impacientaba cuando sus hermanas pequeñas no entendían algo bien. Aquello hacía que Francesca se enfadara más de una vez. Ahora, Francesca también ayudaba a Roxane…, y a veces se impacientaba cuando esta última no entendía algo. Por motivos que Alicia no podía comprender, su padre y su madre pensaban que era divertido, aunque a ella la gritaban cuando mostraba su impaciencia.

Estaba sudando la gota gorda para simplificar una página llena de fracciones cuando Francesca entró en su cuarto y dijo:

—Estoy atascada.

—¿Con qué? —Alicia estaba harta de las fracciones y la que iba a acometer en ese momento, 39/91, no parecía que fuese a convertirse en nada razonable. Lo que fuese en lo que trabajaba Francesca tenía que ser más interesante que la aritmética.

—Se supone que tengo que escribir un poema sobre los judíos y no puedo pensar en nada que rime —dijo Francesca con ansiedad.

—¿Cómo tiene que ser de largo? —preguntó Alicia (la primera pregunta automática cuando se trataba de tareas escolares).

—¡Ocho líneas! —Por la forma en que Francesca lo dijo, su profesor esperaba que escribiera las dos partes de Fausto para mañana por la mañana.

—¿Qué tienes hasta ahora? —quiso saber Alicia. A veces, su hermana tenía calambres cerebrales y quería que ella le hiciera todo el trabajo, en lugar de solo ayudar. Eso no le gustaba.

Pero Francesca tenía un comienzo.

—Los judíos son sucios. Los judíos son malos. Insultan a los arios y los muelen a palos —recitó con el canturreo de los niños que leen poesía.

—Bien, eso es un comienzo —dijo Alicia, alentadora—. Solo faltan seis líneas.

—¡Pero no se me ocurre nada más! —sollozó Francesca—. Además, una vez que he dicho eso, ¿qué más hay que decir?

¿Qué tal si les dices que estás escribiendo un poema sobre ti misma?, se preguntó Alicia. El problema era que tenía una noción bastante acertada sobre la respuesta. Estás histérica, eso es todo. No hacía mucho que había aprendido la palabra y se había enamorado de ella. Sonaba mucho más grandioso que «tener un ataque».

Respiró hondo, deseando olvidar lo que había descubierto ese año. Si se imaginaba que seguía siendo como era antes, ayudar con tareas como aquella se hacía más fácil.

—Quizá puedas decir lo mismo otra vez, pero de forma diferente —dijo.

—¿Cómo? —preguntó Francesca, interesada pero incrédula.

Alicia invocó a su musa y esta vino con un verso:

—Los judíos nos trajeron la mala suerte. —Miró a su hermana—. Encuentra algo que rime.

Francesca torció el gesto mientras pensaba. Su súbita sonrisa fue como el sol saliendo de detrás de una nube.

—¡Por eso les dimos muerte! —exclamó.

No era una poesía muy buena; rimaba, pero no había métrica. Alicia iba a decirlo, pero entonces sujetó su lengua. Para alguien del curso de Francesca, serviría. Y hacer críticas solo haría que tuviese que involucrarse más en la confección del poema, lo cual era lo último que quería. Fingir que no eras algo que sí eras ya suponía mucho esfuerzo con los extraños. Era más dura aún con sus hermanas.

Francesca quería más ayuda, lo que era inevitable.

—Dame otra línea —dijo.

—No —respondió Alicia—. Venga. Puedes hacerlo tú sola.

Su hermana sacó la artillería pesada.

—Se lo diré a mamá.

No funcionó.

—Adelante —respondió Alicia—. Se supone que tienes que hacer tus propias tareas y lo sabes.

—¡Eres egoísta! —dijo Francesca.

—También tengo mis propios deberes —dijo Alicia. Comparado con escribir versos crueles sobre los judíos, hasta reducir 39/91 a la mínima expresión no le pareció tan malo.

—¡Eres muy egoísta! ¡Mientes y engañas! —Cuando Francesca se enfadaba, no pensaba lo que decía. Solo quería hacer daño.

Pero no lo hizo, no en ese momento.

—Muy bien —dijo Alicia. Su hermana se quedó boquiabierta—. Eso está bien —repitió—. Servirá para otra línea, si cambias «eres» por «son».

—Oh —Francesca lo pensó. El sol volvió a salir de detrás de las nubes—. Tienes razón. Servirá —lo pensó un poco más—. Son muy egoístas. Mienten y engañan. Y se llevan consigo el dinero que ganas —miró hacia Alicia, quien volvía a ser una reputada analista literaria, en busca de su reacción.

Y Alicia asintió. No creía que fuese una poesía maravillosa, pero también pensó que el profesor de Francesca no esperaría tal nivel. La lección trataba más sobre odiar judíos que sobre escribir poemas, maravillosos o no. Alicia miró con recelo el 39/91. Para animar a Francesca (y para animarla a irse), le dijo:

—¿Ves? Solo te quedan dos líneas.

—Ajá —Francesca no se fue, pero ya no molestó a Alicia. Ahora que había llegado hasta allí, casi por sí sola, podía hacer el resto—. Qué bien que hayan desaparecido. Sin ellos, el Reich ha crecido —sonrió, satisfecha—. ¡He terminado!

—Escríbelo todo antes de que lo olvides —le aconsejó Alicia.

Francesca se apresuró a hacerlo. Un par de minutos después, chilló desesperada.

—¡Se me ha olvidado!

Alicia se acordaba de los inmortales versos. Los recitó para su hermana, despacio, para que Francesca pudiera pasarlos al papel. Francesca incluso le dio las gracias, lo cual era un milagro.

De vuelta a la aritmética. ¿39/91? Bien, 39 era divisible entre 3, pero, ¿91? No, pudo comprobarlo de un vistazo. Tratan de confundirme, pensó. Va a ser una de esas estúpidas fracciones que no se reducen, porque ya están en su mínima expresión. Entonces, recordando que 3 por 13 hacían 39, trató de dividir 91 entre 13, solo por pasar el rato. Para su sorpresa, descubrió que podía. 3/7, escribió en la hoja de respuestas.

Francesca bajó las escaleras como un elefante en estampida (Roxane, que era más pequeña, solía contribuir sonando como un terremoto).

—¡Escucha, mamá! —dijo una vez abajo.

—¿Que escuche, qué? —preguntó la madre de las chicas Gimpel—. Estoy preparando la cena.

—Escucha este poema que he escrito —dijo Francesca, orgullosa. No mencionó nada sobre la ayuda prestada por su hermana mayor. En otras circunstancias, aquello habría enfurecido a Alicia, más por inexactitud que por otra cosa. En este caso, no le importó mucho.

La voz de su madre flotó escaleras arriba.

—De acuerdo. Adelante.

Y Francesca lo recitó, ya fuese de memoria o porque tenía el papel con ella.

—¿Qué te parece? —preguntó al terminar.

Si Francesca hubiese escrito el poema por sí misma y se lo hubiera leído a ella, Alicia sabía que se habría quedado muda, al menos por un momento. Su madre no dudó, ni por un instante.

—Es muy bueno, cariño —dijo, y sonó como si lo sintiera de verdad—. ¿Estabas jugando a algo con Roxane y con Alicia, o es para el colegio?

—Para el colegio —respondió Francesca.

—Bien, estoy segura de que tendrás una buena nota. Ahora vuelve a subir las escaleras y déjame terminar con esta lengua. Quiero asegurarme de que tu padre no tiene que esperar mucho para comerla antes de que llegue del trabajo.

Francesca volvió a atronar las escaleras al subir. Para alivio de Alicia, no se paró a charlar más, sino que se fue directa a su cuarto. Eso dejó a Alicia sola para hacerse preguntas más complicadas que las fracciones.

Sabía que era más lista que la mayoría de los adultos. A veces sabían más cosas que ella, pero solo era porque habían vivido más, lo que a menudo le parecía de lo más injusto. Hasta ahora, nunca había tenido ningún problema aprendiendo lo que fuese que le enseñaran.

Pero lo que su madre acababa de hacer estaba más allá de ella, y lo sabía. ¿Cómo había conseguido mamá parecer tan natural sin descubrirse en absoluto? Alicia sabía que los judíos tenían que ser así si querían sobrevivir. Sin embargo, ella ya se había colado más veces de las que podía contar. Aún no la habían descubierto, pero sabía que se había colado. Hasta donde podía decir, su madre y su padre nunca cometían un error, no de ese tipo.

Suspiró. Hasta el momento, había estado segura de que los adultos mandaban en el gallinero, sin una razón mejor que la de que eran mayores que los niños, y podían gritar más alto. Siempre le había parecido una injusticia. Pero ahora, al escuchar la actuación de su madre, pensó que podría admitir que quizás, solo quizás, había algo en todo aquel asunto que requería ser adulto, después de todo.

Ni una palabra en el Völkischer Beobachter. Los días pasaban y el periódico del Partido no decía ni una palabra del discurso de Heinz Buckliger a los Bonzen en Nuremberg. Cuanto más duraba el silencio, más enigmático se hacía para Heinrich Gimpel. Sin embargo, no importaba cuánto le acuciara la curiosidad. No podía hacer nada para satisfacerla.

Ni siquiera podía demostrar que estaba intrigado, no después del primer o el segundo día. El telón de silencio tenía que haber caído por algún motivo, aunque no tuviese idea de la razón. Hacer demasiadas preguntas bajo aquellas circunstancias era peligroso.

Estaba claro que Willi Dorsch se sentía igual. Mantenía la cabeza gacha y la boca cerrada. Si sus oídos estaban abiertos… bueno, pues lo estaban, eso era todo. Los oídos abiertos eran algo seguro, porque no se notaba.

Pero Heinrich fue el primero en hacer el primer descanso. El viernes que Willi y Erika iban a ir a jugar al bridge por la tarde, Willi sacó a almorzar a Ilse otra vez. Heinrich también tenía curiosidad sobre aquello y tampoco podía mostrarla. Se fue a la cafetería, pidió el especial del día (filete de pollo con una salsa espesa y demasiada cebolla) y se sentó en una mesa pequeña, en una esquina.

Había llegado pronto; el lugar no estaba muy lleno. En la siguiente media hora, entraron más oficiales y analistas, técnicos y administrativos, barrenderos y secretarias, a veces en solitario, a veces en parejas, generalmente en grupos. Los solitarios y las parejas cogían mesas en los bordes, mientras que los grupos solían emplear las mesas grandes del centro de la estancia. El volumen general subió con rapidez.

Heinrich hizo lo posible por escuchar sin parecerlo, incluso aunque separar las voces del ruido no era fácil. Cuando oyó la palabra «Nuremberg» desde la mesa detrás de la suya, deseó poder levantar las orejas. Solo podía quedarse allí sentado, comer despacio el poco apetecible filete y tratar de escuchar lo que los dos oficiales (creyó que eran dos oficiales que habían pasado antes a su lado, aunque no estaba seguro al cien por cien) estaban diciendo mientras almorzaban.

—Si quieres saber mi opinión, metió la pata —declaró un hombre.

El otro gruñó.

—El cocinero metió la pata con este filete, creo yo. Las tropas en el frente se amotinarían si les dieran esto. Para la gente de oficinas, en cambio, está bastante bien.

—Maldita sea, hablo en serio —dijo el primer hombre.

—Y yo —replicó su amigo—. Y si me lo tengo que acabar, la cosa será grave. —Hizo un ruido de arcadas. Heinrich casi dejó de prestar atención. Todo el mundo se quejaba de la comida de la cafetería, lo que no impedía que la gente siguiese viniendo.

Pero entonces, el primer oficial dijo:

—No tenía derecho a decir cosas así a los peces gordos… A ninguno, te digo.

—¿No? —dijo el segundo oficial—. En primer lugar, no sabemos lo que ha dicho porque nadie habla oficialmente.

—Oh, sí que lo sabemos —dijo el primero—. Y es porque dijo aquella basura por lo que nadie habla de ello.

Le siguió una pausa más larga, como si el segundo oficial estuviese decidiendo cómo responder y si debía responder. Al final, dijo:

—No sé. Si lo que hemos oído es lo que ha ocurrido en realidad, hace tiempo que hacía falta que alguien dijera parte de lo que dijo en Nuremberg. ¿Qué dijo que no fuese verdad? Respóndeme a eso, si no te importa.

—¿A quién le importa que sea verdad? —replicó el primer hombre—. Era… indigno, eso es lo que fue.

¿A quién le importa que sea verdad? Si eso no resumía la forma en que las cosas habían funcionado en toda la historia del Reich… Estaba en una mejor posición para saberlo que la inmensa mayoría de sus compatriotas. Otra pausa en la mesa de detrás. Después, lentamente, el segundo oficial dijo:

—Hacer cosas como contraer deudas cuando somos el país más fuerte del mundo…, eso es indigno, te lo digo yo. Decir la verdad sobre las mentiras que decimos y sobre los errores que cometimos hace mucho tiempo… ¿qué tiene de indigno? ¿Cómo vamos a mejorar si ni siquiera sabemos dónde estamos?

—¿Qué tiene que ver el sacar a relucir todos esos viejos asuntos con si el presupuesto está equilibrado o no? —dijo el primer oficial.

—Si mi reloj anduviera dos horas más lento durante unas semanas, no sabría la hora correcta cuando lo mirase, ¿no? —dijo el otro.

—Si tu reloj ha ido lento durante unas semanas, eres un Dummkopf —dijo el primero—. Sales y te compras una pila nueva… u otro reloj.

—Eso es cierto: una pila nueva. Y la hemos necesitado desde hace más que unas semanas. Es justo lo que nadie tiene el valor de decir.

El primer oficial contraatacó con algo en un cerrado dialecto bávaro. Sonó mordaz, pero Heinrich no pudo distinguir lo que era. Para él, el bávaro cerrado apenas era alemán. Y no podía seguir allí sentado mucho más sin que la gente se diera cuenta de que estaba escuchando a hurtadillas. Se puso en pie, dejó el plato y los cubiertos de plástico en el cubo y volvió a su mesa. ¿Qué había dicho Heinz Buckliger en Nuremberg? Fuese lo que fuese, tenía una idea de por qué el Beobachter no lo había publicado.

Se preguntó si Willi habría oído algo interesante en el almuerzo. Si los rumores acerca de lo que había acontecido en Nuremberg empezaban a circular allí, en las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht, era probable que también se propagaran entre los hombres de las SS y los oficiales del Partido. Y a la gente le gustaba chismorrear.

Pero cuando Willi e Ilse regresaron, era obvio que no habían estado prestando atención a nada que no fuese el uno al otro. Él no tenía lápiz de labios en el cuello, pero tenía el pelo revuelto y la corbata torcida. La blusa de Ilse estaba mal abotonada. Cuando se dio cuenta y lo juntó todo, se hizo una idea del porqué de las risitas.

Bueno, bueno… o quizá no tan bueno, pensó Heinrich. Es muy posible que el bridge de esta noche sea más interesante de lo que lo ha sido últimamente.

Susanna Weiss tuvo la primera pista de algo fuera de lo normal esa misma tarde, cuando el teléfono de su oficina sonó. Musitó una palabrota. No tenía ni clases ni atención a alumnos las tardes de los viernes. Si no podía hacer su investigación y escribir en ese período, ¿cuándo iba a tener la oportunidad? Nunca, quizá. Cogió el teléfono.

Bitte?

—¿Sí? —murmuró Susanna. Rosa era una vieja bruja marchita. Susanna solía pensar que era la madre de Grendel, recién salida de Beowulf. También era premeditadamente brusca con Susanna. Nunca habría llamado a un profesor varón del Departamento de Literatura Germana por su nombre de pila: habría sido Herr Doktor, profesor Tal y Tal. Susanna, para Rosa, no era mejor que una adjunta contratada, como ella misma. Pero Rosa era la mano derecha del profesor Oppenhoff, y dos o tres dedos de la izquierda—. Voy —se obligó a decir Susanna.

A pesar del «de inmediato», cuando Susanna llegó a la oficina del jefe de departamento tuvo que esperar casi quince minutos antes de que Rosa la llevara ante tan elevada presencia: otra forma de ponerla en su sitio. No funcionó. No esperaba menos. Se había traído un artículo y tomó notas mientras esperaba. Rosa no podía quejarse de eso.

Al final, Rosa dijo:

—El profesor Oppenhoff la recibirá ahora.

¿Cómo lo sabía? No había ido a preguntar.

—Muchas gracias… querida —dijo Susanna, y garabateó una última nota de forma deliberada antes de entrar en el maloliente sanctasanctórum del jefe.

Franz Oppenhoff no estaba fumando un puro cuando entró, pero un humo acre y los restos de ceniza en el cenicero servían de vividos recordatorios de su hábito. A diferencia de su secretaria, fue escrupulosamente amable, diciendo:

—¿Cómo está hoy, Fräulein Doktor profesora?

—Bastante bien, gracias —contestó Susanna—. ¿Qué puedo hacer hoy por usted, señor?

—El profesor Lutze ha tenido varias… cosas interesantes que decir sobre el reciente congreso de la Asociación Medieval Inglesa en Londres —dijo Oppenhoff.

—Oh, sí… el congreso al que usted me dejó ir a regañadientes. —Susanna no creía en dejar que nadie escapara de su anzuelo.

El profesor Oppenhoff tosió y se rascó el mostacho izquierdo. Los gestos y los extravagantes bigotes le hicieron recordar a Susanna al emperador Francisco José y los últimos días del imperio austrohúngaro.

—Hmmm… ah… hmm… —dijo Oppenhoff. Necesitaba hacer una pausa y recomponerse antes de poder seguir con palabras de verdad—. Sea como sea, ¿intimó usted con la Unión Fascista Británica durante su estancia en Inglaterra?

—¿Intimar? ¡Espero que no!

El jefe de departamento se puso colorado.

—Con sus deliberaciones, debería decir.

—Oh, ¿con sus deliberaciones? —Susanna sonó como si se le ocurriera por primera vez. Franz Oppenhoff se puso más rojo. Ella asintió a regañadientes—. Sí, supongo que sí.

—¿Y tuvieron algo que ver con… con asuntos pertenecientes a la primera edición de Mein Kampf? —El profesor Oppenhoff escogió sus palabras con una cautela incómoda, lo que le hacía ser más opaco que nunca.

Susanna volvió a asentir.

—Cierto, así es. Disculpe, Herr Doktor profesor, pero, ¿qué tiene esto que ver con el Departamento de Lenguas Germanas?

—Puede que nada. Puede que mucho, de hecho. —Oppenhoff, que solía ser quisquilloso y preciso, hoy era quisquilloso e impreciso. Volvió a rascarse los mostachos—. ¿Está familiarizada con las recientes declaraciones del Führer en Nuremberg?

—Lo siento, profesor, pero Herr Buckliger no tiene el hábito de hacerme confidencias.

Oppenhoff se la quedó mirando. La ironía era un arma con la que él rara vez se encontraba y no parecía tener ni idea de cómo enfrentarse a ella.

—Er… sí —consiguió decir.

—¿Qué dijo el Führer? —preguntó Susanna—. Es importante para todos los alemanes. —Y más importante incluso para los judíos.

—Bueno… —El jefe de departamento vaciló. O él tampoco lo sabe, o no sabe mucho, se percató Susanna. ¿No es interesante? Oppenhoff confirmó su pensamiento cuando salió de su momento de duda—. No lo sé de primera mano, pero me han dado a entender que hacía referencia a los principios subyacentes del nacionalsocialismo en el Reich y el Imperio Germano.

—¿De verdad? —dijo Susanna, con un tono tan neutro como pudo—. Lo siento, pero no veo qué puede tener que ver con el departamento.

—¿No? —El profesor Oppenhoff la miró sorprendido—. Si la doctrina del nacionalsocialismo cambia, entonces nuestra exposición debe cambiar de acuerdo con ella.

Le preocupaba más lo que era ideológicamente apropiado que lo que era verdad. Susanna ya se había encontrado con aquello antes, pero no había tenido las narices metidas en ello hasta ese momento. Sin embargo, sabía sumar dos y dos.

—¿Habló el Führer de la primera edición de Mein Kampf?

—Creo que sí, y sobre otras cosas relacionadas —respondió Oppenhoff—. Ya que usted vio cosas en Inglaterra, pensé que sería capaz de contribuir con alguna percepción acerca de lo que va a ocurrir aquí, en el Reich.

¿Qué podía significar «contribuir con alguna percepción» excepto «decírme lo que piensa»? Por lo que Susanna podía recordar, la última idea original que había tenido Franz Oppenhoff había sido utilizar grapas en lugar de clips para mantener juntos los documentos de más de una página. Esas cosas eran lo suyo: era mejor burócrata que académico. Le hubiese dado más lástima si él no estuviese orgulloso de ello.

—Lo siento, Herr Doktor profesor, pero no podría decirle nada —dijo—. Tendremos que esperar y descubrir lo que la gente piensa, ¿no?

—Lo que… la gente piensa. —Para cuando el jefe de departamento pronunció la frase, Susanna ya podría haberla dicho en gótico. Estaba claro que no significaba nada para él.

Ella asintió.

—Sí, señor. Al menos, así es como los fascistas británicos interpretan ese párrafo de la primera edición. Herr Lynton puso un énfasis considerable en ello. ¿Qué más podía querer decir nuestro Führer?

—No lo sé. —Oppenhoff cogió un habano de su cigarrera dorada y plateada, lo encendió y expulsó nocivas volutas en dirección a Susanna—. Las cosas parecían satisfactorias tal y como eran —dijo, quejicoso—. Siendo así, ¿por qué cambiarlas?

Si Susanna hubiese sido simplemente otra alemana, le habría tenido más simpatía, puede que incluso lástima, a Franz Oppenhoff. Siendo quien era, no obstante, no creía que todo hubiese sido tan maravilloso en el pasado.

—Los cambios ocurren, Herr Doktor profesor —dijo, tratando de sonar amable y no enfurruñada—. Ocurren, y tenemos que estar preparados para ellos.

—Eso es cierto. —Pero el jefe de departamento seguía pareciendo un enorme niño pequeño, fumador de puros, cano y de ceño fruncido, al borde de un berrinche—. ¡No importa lo cierto que sea, no me gusta! —espetó.

—Lo siento —dijo Susanna, quien, si alguna vez había rezado por algo en su vida, era porque ahora se produjera un cambio.

El timbre de la puerta sonó.

—Ya están aquí —dijo Heinrich Gimpel.

—Bueno, pues hazles pasar —respondió Lise—. La casa no está tan limpia como debería estar, pero ninguna casa con niños lo está. Ellos mismos tienen dos. Al menos, lo entenderán.

Heinrich abrió la puerta. Willi Dorsch le tendió una gran botella de vino del Rin.

—Toma —dijo Willi—. Si te emborracho lo suficiente, puede que no te acuerdes de contar las cartas mientras jugamos.

—Gracias. —Heinrich cogió el vino—. Sin embargo, parece que te olvidas de algo.

—¿De qué?

—Si todos nos emborrachamos…

—Si todos nos emborrachamos, ¿quién sabe qué puede pasar? —dijo Erika Dorsch detrás de Willi. Miraba a Heinrich.

Willi no vio aquel gesto. Rió, diciendo:

—Si todos nos emborrachamos, no lo recordaremos, así que pase lo que pase, no contará.

¿Eso es lo que le dijiste a Ilse en el almuerzo?, se preguntó Heinrich. Otra pregunta que no podía hacer. Levantó el vino, diciendo:

—Entrad. Luego beberemos algo de esto y ya veremos lo mal que se pone el bridge.

—No te preocupes. —Willi volvió a reír—. Podemos jugar al bridge borrachos o sobrios.

—Algunos de nosotros sí que podemos —murmuró Erika. La sonrisa desapareció de la cara de su marido. Ella señaló a Alicia, quien estaba leyendo en el sofá—. Dios mío, cómo está creciendo, ¿verdad?

—Eso es lo que hacen —dijo Heinrich—. Puede que si dejamos de alimentarla, no crezca más. Ya lo hemos hablado, pero todavía no lo hemos puesto en práctica.

Alicia levantó la vista de su libro.

—Lo he oído, papá. —Asestada la puya, volvió a la lectura.

Willi Dorsch volvió a dar un respingo.

—Se ponen peligrosas espantosamente pronto, ¿eh? —Sin embargo, no estaba mirando a Alicia. Miraba a Erika. Esta vez, por fortuna, fue ella la que no se dio cuenta.

Lise entró en la sala.

—Hola, hola —dijo, y luego vio el vino—. ¡Gott im Himmel! Si nos bebemos todo eso, pasaremos por debajo de la mesa como una pandilla de rusos.

—Creo que es parte del malévolo plan de Willi —dijo Heinrich—, excepto que iba a echar todo el vino por mi garganta.

—Vaya, ¿en serio? —Lise le envió a Willi una mirada de furia fingida—. ¿Cree que no necesita emborracharme a mí? Qué insulto.

Alicia cerró el libro.

—Me voy arriba —anunció—. ¿Cómo se supone que va una persona a oír sus propios pensamientos aquí? —Excepto por la pronunciación, estaba citando a su padre. El tono de indignación, no obstante, era todo suyo.

—Esa va a ser un problema. —La voz de Erika Dorsch no tenía sino admiración.

—Ya es un problema —replicó Heinrich—. Bien, veamos cómo van las cartas. Y veamos qué tenemos aquí. —Willi alcanzó a Lise la botella de vino del Rin. Ella hizo como que se tambaleaba por el peso, pero luego se lo llevó a la cocina para usar el sacacorchos. Cuando todo el mundo estuvo sentado a la mesa con una copa de vino, Heinrich volvió a hablar—. Hoy he oído algo interesante en el almuerzo. —Contó lo que los oficiales habían dicho acerca del discurso de Heinz Buckliger.

Cuanto más contaba, más infeliz parecía Willi. Heinrich se preguntó por qué. Las ideas políticas de Willi no eran tan reaccionarias como, digamos, las de aquellos hombres de las SS en el Almirante Yamamoto. Pero entonces Erika se giró hacia Willi y dijo:

—No me habías dicho nada de esto. Me dijiste que habías almorzado con Heinrich hoy, ¿no?

—Bueno, sí —dijo Willi. Bueno, no, pensó Heinrich. Si le dices mentiras a tu mujer, no puedes esperar que yo lo sepa. Pero Willi se recuperó de manera brillante—. El viejo Kallmeyer se acercó a la mesa y empezó a hablarme al oído sobre amortizaciones. No pude prestar atención a ese asunto tan jugoso.

Erika no se lo tragó, o al menos no a la primera.

—¿Por qué no le habló también al oído a Heinrich?

—No seas tonta —dijo Willi—. Heinrich ya sabe todo lo que hay que saber sobre amortizaciones.

Eso no era cierto, pero era plausible. Erika miró a su marido, miró a Heinrich y asintió con lentitud.

—Bueno, quizá —admitió—. Pero preferiría que prestaras atención a lo que realmente importa.

—Eso hacía —dijo Willi—. Si Kallmeyer se enfada conmigo, mi trabajo se convertiría en un infierno.

Erika apenas le prestó atención a él. Estaba pensando en lo que había contado Heinrich.

—Si el gobierno va a admitir que cometió errores y dijo mentiras… será como el fin del mundo. ¿Quién sabe dónde acabará todo?

—No en la mesa de bridge —dijo Lise—. ¿jugamos? —Para algunas personas, reunirse para jugar al bridge no era más que una excusa para sentarse a hablar y beber. Para los Gimpel y los Dorsch, era una excusa para sentarse a hablar y beber, pero no era la única excusa. Todos se tomaban muy en serio las cartas (Willi se las tomaba tan en serio como se lo tomaba todo, al menos). El vino, los aperitivos y la charla estaban muy bien, pero las noches giraban en torno a la partida.

Mientras cortaban las cartas para ver quién repartía, Lise miró a Heinrich durante una fracción de segundo. Él contestó igual de rápido con un movimiento de ceja. Ya le había contado a su mujer lo que había oído en la cafetería, y no había dicho ni una palabra acerca de que Willi estuviese allí. La ceja quería decir que había buenas razones para ello.

Willi ganó el corte y repartió como una máquina: una máquina que necesitaba desesperadamente aceite y una puesta a punto. En apariencia, repartió las cartas de modo aleatorio. Lo hacía de vez en cuando, como efecto cómico. A veces, se confundía al hacerlo. Cuando todo el mundo acabó con trece cartas, Heinrich dejó escapar un silencioso suspiro de alivio. Ordenó su mano. No tenía nada especial, pero podía abrir con un corazón y ver lo que tenía Lise.

—Cuatro diamantes —anunció Willi, orgulloso de sí mismo.

—Oh, vaya —dijo Heinrich. Sabía lo que aquel canto significaba: que Willi tenía una mano de diamantes más larga que su brazo, y no mucho más. Viendo que él mismo tenía un semifallo con un solo seis de diamantes, no era una sorpresa para Heinrich. ¿Me quiero meter en el nivel cuatro? Volvió a mirar su mano. Sabía que no podía—. Paso.

Erika y Lise también pasaron. Willi se quedó corto por dos, pero había logrado cien puntos de honor en diamantes, por lo que cubrió las penalizaciones de la mano. Y evitó que Heinrich y Lise descubrieran que podía haber hecho con facilidad dos corazones, lo que quiso decir que el canto había funcionado.

—Si hubieses hecho aquella mano, habría supuesto que habías hecho trampa al repartir —dijo Heinrich mientras mezclaba las cartas para la siguiente.

—¿Quién, yo? —Willi parecía inocente: una de sus expresiones menos convincentes—. No soy tan listo como para hacer eso.

—Qué razón tienes —murmuró Erika.

La sonrisa de Willi se hizo más jovial.

—Pues pide el cambio —dijo. Podría haber sido una de sus pullas habituales… si Ilse no hubiese vuelto del almuerzo con los botones desalineados. Heinrich miró la mesa hasta que estuvo seguro de que su rostro no reflejaría nada.

Lise y él tenían cinco tréboles. Ella había ganado el canto, así que era mano. Se quedó una abajo cuando los triunfos quedaron repartidos contra ella.

—Parece que esta noche todo el mundo apuesta por encima de sus posibilidades —dijo Heinrich.

Nadie se quedó abajo en la siguiente manga, porque nadie tenía cartas lo bastante buenas como para hacer una subasta inicial. La descartaron y lo intentaron de nuevo. Cuando Erika Dorsch apostó tres diamantes en la manga siguiente y no solo cerró el contrato sino que le añadió una baza de más, obtuvo una ronda de aplausos.

Erika y Willi ganaron la primera partida, larga, de forma poco artística. Después de la manga decisiva, Lise dijo:

—Hagamos un descanso. Traeré algo para comer. —Se metió en la cocina.

Willi también se levantó.

—La venganza del vino del Rin —dijo, y se dirigió en la otra dirección.

Aquello dejó a Heinrich solo en la mesa con Erika, exactamente donde no quería estar.

—Voy a echarle una mano a Lise —dijo, y empezó a levantarse.

Pero Erika dijo:

—Espera —Heinrich no vio qué otra cosa podía hacer—. ¿Estaba Willi contigo en el almuerzo de hoy?

No quería mentir. No quería decir la verdad, tampoco. Al final, no dijo nada. Aquello no era probable que ayudara, como bien sabía.

Y no lo hizo. Los ojos de Erika se estrecharon.

—Ajá —dijo ella, metiendo todo un mundo de significado en medio de las dos sílabas—. Bien, ¿dónde estaba, entonces?

—No lo sé. —Heinrich podía en ese caso decir la verdad literal, y lo hizo encantado.

Para entonces, decir la verdad tampoco ayudaba ya. La siguiente pregunta de Erika fue la que él temía.

—Estuviera donde estuviese, ¿quién estaba con él?

—¿Cómo se supone que voy a saberlo si no sé dónde estaba? —Heinrich esperaba que aquello sonara razonable, pero se temía que sonaba desesperado.

Erika le envió el tipo de mirada que no le habían dedicado desde la última vez que intentó explicarle a un profesor por qué no había hecho sus deberes. Pero antes de que ella pudiera llamarle mentiroso a la cara o hacerle otra pregunta que no quería responder, sonó la cisterna del baño. Willi salió, silbando. Salvado por… bueno, no, la campana no, pensó Heinrich.

—Mucho mejor —dijo Willi.

Lise trajo una bandeja de embutidos fríos, galletitas y queso.

—Aquí tenemos —dijo Lise—. Ya no tenemos que pensar en esto.

—Yo no tengo que pensar en lo que estaba haciendo antes —dijo Willi.

—¿Seguro? —preguntó Erika, en un tono que parecía interrogarle sobre un hábito asqueroso. Heinrich se construyó un bocadito. Era, probablemente, la cosa más segura que podía hacer. Incluso rascarse la cabeza habría sido más peligroso.

Erika se había descubierto y se había enfrentado a él, y no veía nada malo en ello. Lo único que veía mal era lo que Willi había hecho. Willi había pasado un rato interesante con Ilse. Pero si él descubría lo que Erika le había dicho a Heinrich…

Parecía uno de esos culebrones televisivos que ponían entre semana por las tardes. Por desgracia, esto era real. Si Willi lo descubre, ¿intentará golpearnos a Erika o a mí? Heinrich se levantó y se sirvió otro vaso de vino. La pregunta era más interesante de lo que quería admitir.

En la cocina, Lise se había perdido la acción aparte.

—Esta noche andamos todos contentos, ¿eh? —señaló.

—Yo sí —dijo Willi, apilando una insegura montaña de carne y queso sobre una galletita—. ¿Por qué no iba a estarlo? —Cuando devoró su creación, parecía un hámster masticando pipas en sus abultados carrillos. Heinrich no habría creído que todo aquello cabría en la boca de un hombre, pero así fue.

—Sí, ¿por qué no ibas a estarlo? —Los bombarderos despegaban desde la voz de Erika. Los panzers se acercaban a la frontera. ¿Por qué no ibas a estarlo, cuando andas follando por ahí? No lo dijo, pero la frase flotaba en el aire.

Willi pareció no haberlo oído. Heinrich no sabía si estar horrorizado o celoso. Willi se confeccionó otro bocado monstruoso. También consiguió comérselo y chasqueó los labios en señal de triunfo. ¿Hiciste lo mismo después de comer…?

Heinrich se obligó a parar, aunque no lo bastante pronto.

Ahora Lise se daba cuenta de que algo iba mal. No sabía el qué, pero se imaginaba por dónde iban los tiros. Cogiendo las cartas, preguntó:

—¿A quién le toca repartir?

—A mí —dijo Willi con la boca llena. Cogió la baraja de las manos de Lise y empezó a barajar—. Esta vez, las repartiré por debajo. La única forma de asegurarme de que me tocan cartas decentes.

—¿No preferirías que te tocaran las indecentes? —preguntó Erika. Una vez más, Willi tan solo respondió con una sonrisa vaga. Siguió repartiendo.

Heinrich ordenó su mano.

—Parece que sí que has repartido por debajo —le dijo a Willi.

—Ya te lo dije. —Willi le echó un vistazo a sus cartas—. Un corazón.

—Paso —dijo Heinrich, triste.

—Uno sin triunfo —dijo Erika, lo que significaba que tenía algo para ayudar a Willi, pero no mucho. Heinrich se obligó a no considerar las subastas del bridge como una metáfora de la vida. Como solía ocurrir, decírselo a sí mismo era más fácil que escucharse.

—Dos diamantes —dijo Lise.

Aquello hizo que Heinrich mirara su mano de forma diferente. Tenía cinco diamantes hasta la reina. No era una mano muy segura, no con el resto de la basura que tenía, pero era un apoyo bastante decente. Su semifallo de corazones también tenía mejor pinta ahora.

—Dos corazones —dijo Willi.

—Tres diamantes —dijo Heinrich.

Erika pasó, al igual que Lise. Willi murmuró para sí mismo.

—Tres corazones —dijo. Ahora fue Heinrich el que pasó. Su mujer tenía la mano más fuerte. Era ella la que tenía que decidir si subir la apuesta. Después de que Erika pasase, Lise hizo lo mismo. Willi se relamió.

—¡Mías! ¡Todas mías!

Heinrich salió con un diamante. Erika mostró la mano del muerto, que era la que Heinrich había esperado: no mucho. Tenía dos diamantes bajos. Willi puso uno de ellos en juego. Lise jugó el as y se llevó la baza. Luego abrió con el rey, diciendo:

—Quizá pase, quizá no. —Heinrich no creyó que fuese a hacerlo. Tenía cinco diamantes, imaginó que Lise tenía otros cinco, el muerto tenía dos… y aquello dejaba solo uno para Willi.

Pero, después de todo, Willi tenía dos, lo que quería decir que Lise solo tenía cuatro. No sabía por qué no había subido el canto. Willi parecía disgustado al jugar su segundo y seguramente último diamante. Lise abrió con el ocho de picas. Willi se llevó la baza con el as de su mano. Parecía molesto. No quería estar allí, pero no tenía muchas entradas anotadas.

Jugó la mano tan bien como pudo y de todas formas acabó dos por debajo. Lise tenía cartas más fuertes que él.

—Iba a abrir con uno sin triunfo —dijo—, pero no podía, no cuando subió la apuesta, y no podía redoblar. Así que —se encogió de hombros— jugué a la defensiva.

—Y me has pasado por encima —dijo Willi con tristeza.

—Tú eres el que redobló la mano —dijo Erika.

—Por supuesto que sí —le espetó Willi. Aquello le había tocado, donde los demás comentarios no habían podido.

Heinrich cogió las cartas y empezó a barajar.

—Todos la hemos liado en una mano, o en dos… o en veintidós —dijo—. Y algunos de nosotros, ahora no estoy seguro cuándo, pero es muy posible, hemos cometido algunos errores también. —Empezó a repartir.

—Tú tienes sentido común, Heinrich —dijo Willi, agradecido. Erika también asintió. Ninguno de los Dorsch parecía contento de darle la razón al otro. Heinrich no estaba contento de tener a Erika echándole ningún tipo de piropo. Podría darle más ideas de las que ya tenía…, ideas sobre las que Heinrich no podía hacer ni haría nada.

La segunda partida resultó ser incluso más larga y fea que la primera. Heinrich y Lise se llevaron dos de los tres juegos, pero cedieron muchos puntos tres veces cuando eran vulnerables y los Dorsch tenían un par de mangas con puntos de honor, así que el lugar de ganar la partida, iban 150 puntos por debajo.

—Bueno, nadie enviará ninguna de estas manos a las revistas de bridge —dijo Heinrich con tristeza.

—Oh, no sé —dijo Willi—. Si están buscando lecciones de cómo no jugar, creo que acabamos de escribir el libro.

—¿Otra partida? —preguntó Lise.

Willi asintió.

—¿Por qué no? La noche es joven y yo soy atractivo.

Incluso Erika rió, y había estado toda la noche pinchando a su marido. Ella aún tenía enfrente las bazas que habían ganado en la última mano. Se las pasó a Willi a través de la mesa.

—Calla y reparte.

—Siempre una buena idea —dijo él, y así lo hizo. Cuando recogió su mano y la ordenó, sacudió la cabeza con solemnidad—. Nada va a ir bien esta noche. Paso.

Todo el mundo pasó. Heinrich cogió las cartas y las barajó con fuerza, tratando de hacer desaparecer las manos mediocres que la gente había estado teniendo. Miró las que se había repartido a sí mismo. No hubo suerte, al menos en lo que a él concernía.

—Paso.

Todos volvieron a pasar.

—A este paso, estaremos aquí para siempre —dijo Willi, lo que probó que los economistas de los Estados Unidos no eran los únicos dados a extrapolar demasiado rápido sin datos suficientes.

—Dame las cartas —dijo Erika. Mientras barajaba, miró las cartas con severidad—. En algún lugar tiene que haber algunas manos que se puedan jugar. —Por la forma en que lo dijo, las cartas se irían a la cama sin cenar si no le hacían caso. Asintió con energía al ver su mano—. Un corazón.

Ganó el contrato en cuatro corazones y sin demasiado problema.

—Ya era hora —murmuró Lise mientras repartía la siguiente mano. Heinrich y ella hicieron tres diamantes y luego dos corazones, así que los otros también eran vulnerables.

Aquello dejó el reparto en manos de Heinrich. Le gustaban las cartas que le desenvolvían la mirada desde su mano. Lo pensó un poco y…

—Uno sin triunfo.

Erika pasó. Lise subió a dos sin triunfo. Willi abrió la boca y luego la volvió a cerrar, como si quisiera saltar pero no pudiera, no al nivel tres.

—Tres sin triunfo —dijo Heinrich—. Veamos si podemos robarles esta manga. —Los demás pasaron.

Erika salió. Lise bajó la mano del muerto. Heinrich miró lo que tenía y lo sumó en su cabeza a lo que ya tenía pensado. Vio ocho bazas seguras, una más con un impasse de picas (y sabía cómo jugarlo, por las risitas de Willi), y quizá un par de bazas de más, si podía jugar los tréboles de Lise.

Todo salió como él pensaba. Jugó el impasse de picas sobre Willi en cuanto tuvo oportunidad, mientras tenía los otros palos controlados (vital cuando no hay triunfo) y funcionó. Después de aquello, todo funcionó con el piloto automático.

Acabó haciendo cinco.

—Muy ingenioso —dijo Willi—. Nada que hacer contra eso.

—No sé —dijo Erika—. ¿Por qué no te colgaste un cartel que dijera «Tengo la fuerza»? —Willi se frenó. Como había hecho en la subasta, empezó a decir algo.

Esta vez, Erika se adelantó.

—¿Y con quién has comido hoy en realidad?

—Te lo he dicho: con Heinrich —respondió Willi.

—Sí, me lo has dicho. Ahora inténtalo con la verdad, porque reconozco la mierda cuando la oigo caer —le espetó Erika. Lise miró a Heinrich, sorprendida.

Ella sabía que pasaba algo, sí, pero no se había dado cuenta de que Willi estaba mintiendo. Heinrich hizo todo lo posible por poner cara de póquer. Cualquier cosa que hiciera o dijera en ese momento sería como echarle gasolina al fuego.

Willi se puso en pie con dignidad.

—No tengo por qué soportar ese tipo de preguntas —declaró—. No eres la Policía de Seguridad, aunque tú te creas que sí. —Dejó la mesa y volvió a irse por el pasillo.

Erika le clavó las dagas de su mirada en la espalda.

—Bastardo —dijo, justo cuando se cerraba la puerta del baño. Se volvió hacia Heinrich y Lise, con los ojos saltando de uno a otro—. Os lo juro, hay veces en las que me gustaría acostarme con el primer hombre que veo, solo para devolverle la moneda. —Miraba a Heinrich directamente cuando dijo aquello. Él intentó mirar al suelo, al techo, por la ventana…, a cualquier sitio que no fuese a la mujer de Willi ni a la suya. Esperó a que Willi tirara de la cadena otra vez. Pero esta vez, Willi estaba usando el cuarto de baño como refugio antibombas, y lo más seguro es que no saliera pronto.

El silencio se alargó. Por último, de forma precavida, Lise dijo:

—¿No crees que es un poco… drástico?

—¿Por qué? —Erika no bajó el volumen de su voz. Si acaso, lo elevó más—. Si él me engaña por ahí, ¿por qué no iba yo a engañarlo a él?

Más silencio. Heinrich decidió que sería mejor decir algo. Si no lo hacía, era probable que Lise pensara que él quería que Erika pensara en él de aquella forma. Escogió las palabras con más cuidado aún que Lise cuando dijo:

—Si vais a seguir casados, es posible que sea buena idea que ninguno de los dos os engañéis mutuamente.

—¡Ja! —dijo Erika. La demolición de aquella idea en una sola sílaba. Lise había empezado a asentir, de acuerdo con su marido. Aquella risa despreciativa la congeló por un momento, con la barbilla en el aire. Pareció necesitar un gran esfuerzo para devolver su cabeza a una postura normal.

Después de lo que pareció una eternidad, el agua corrió por las cañerías en el extremo opuesto del pasillo. Willi volvió a la mesa de bridge con aspecto sombrío.

—Será mejor que nos vayamos —le dijo a Erika—. Se ha hecho tarde.

—Sí que es cierto… en muchos sentidos —respondió ella—. Y tenemos unas cuantas cosas de las que hablar, ¿verdad?

—Sí, unas cuantas —dijo Willi. Los Dorsch se fueron calle arriba hacia la parada de autobús después de una somera despedida. Ya se estaban gritando el uno al otro mucho antes de llegar a ella.

—¡Bueno! —dijo Lise—. Otra noche interesante.

—Interesante. —Heinrich lo meditó—. Mmm, sí, una buena palabra para describirlo.

—Es la palabra más amable que se me ocurre —replicó su mujer—. ¿Qué quería decir exactamente Erika? ¿Y con quién almorzó Willi?

Contestar a la segunda pregunta parecía más seguro, así que Heinrich respondió a esa primero.

—Con Ilse, otra vez…; si es que es a almorzar a donde fueron. —Los ojos de Lise se abrieron como platos. Su boca dibujó un «oh» silencioso. Pero su expresión decía que no había olvidado la otra pregunta—. Erika, probablemente, solo quería decir lo que dijo —continuó él con tristeza—. Como suele hacer.

—Sé lo que suele hacer. Por eso me lo pregunto. —Lise frunció el ceño—. Pero te estaba mirando a ti cuando lo dijo. No me importó demasiado. ¿Qué opinas tú?

Era la típica pregunta que hacía que un hombre quisiera fingir que, de pronto, se había quedado sordo.

—Es un halago —dijo Heinrich, cuyos oídos aún funcionaban, por mucho que deseara que no fuese así. Su mujer carraspeó peligrosamente—. ¿Me dejas terminar? —exclamó él. Lise dio un paso atrás, sorprendida; su marido no solía alzar la voz—. No es un halago muy a tener en cuenta, no cuando podía haberle dicho lo mismo a cualquier hombre que pasara por las cercanías. —No mencionó que Erika ya le había dicho lo mismo a él en particular—. Y ya te lo he dicho antes —añadió—, sé dónde no meterme.

—Oh, claro, ¿en serio? —Lise le envió una mirada retadora—. ¿Cómo se supone que voy a estar segura de eso?

Él la cogió en sus brazos. La besó. Sus manos la recorrieron.

—Pensaré en algo —dijo, antes de añadir su habitual advertencia de padre—. Si las niñas no se despiertan, claro.

Tuvo suerte. No lo hicieron.

Alicia Gimpel había aprendido que los niños de los Estados Unidos tienen unas largas vacaciones de verano. Sus profesores se lo contaban con desdén. Lo decían como una de las razones por las que Alemania había vencido a Estados Unidos: los americanos no estudian lo suficiente y habían sido demasiado ignorantes como para aprovechar la ventaja de las riquezas de su país. No importaba lo que dijeran sus profesores: la idea le sonaba maravillosa a Alicia.

Estaban a mediados de agosto y seguían en la escuela. Las únicas vacaciones reales que tenía eran dos semanas en Navidad y Año Nuevo y otra semana en Pascua. El resto del año había clases, jalonadas por días de descanso demasiado ocasionales.

—Han ocurrido muchas cosas importantes en nuestro país —dijo Herr Kessler—. El Führer nos está llevando por una nueva senda, y así es como debe ser. ¡Matthias Walbeck!

El chico se levantó y se puso firme.

Jawohl, Herr Kessler!

—Dime cómo está el Führer cambiando el Reich.

El pobre Matthias no pudo. Era un chico grande y fuerte, pero simpático… Para nada un matón. Por desgracia, tampoco era muy listo. Se quedó firme, su rostro convertido en una máscara de sufrimiento.

—Lo siento mucho, Herr Kessler —musitó—. Por favor, discúlpeme.

Kessler cogió la pala del gancho donde la tenía colgada. Matthias se dio la vuelta y se agachó. El profesor le dio un azote que hizo que el chico saltara hacia delante. Pero Matthias no dijo ni pío. Mostrar debilidad solo le habría hecho ganarse más.

—Debes estudiar, Matthias —dijo el profesor—. Debes prestar atención.

—Lo haré, Herr Kessler. Lo prometo, Herr Kessler —dijo Matthias. Todos en clase, probablemente él incluido, sabían que rompería su promesa.

El ceño fruncido del profesor barrió la clase. Alicia sabía la respuesta. Sin embargo, no levantó la mano. Presentarse voluntario demasiado te daba una reputación de pelota. Ya tenía más reputación de la que quería.

Herr Kessler escogió otro desventurado alumno, esta vez una chica. Tampoco pudo responder. También la azotó. Cuando estaba de mal humor, escogía chicos que no era probable que supiesen lo que preguntaba, para poder descargar azote tras azote. No era el único profesor de la escuela que hacía eso. Iran Koch era universalmente conocida como «La Bestia» entre sus alumnos, y así había sido durante años… pero ningún profesor había oído jamás el apodo.

Después de repartir otro palazo en el trasero, Herr Kessler devolvió la pala a su sitio.

—No sé qué va a ser de la nueva generación —dijo con tristeza—. Cuando el Führer habla, debéis escuchar. ¿Y cuál es su nombre, clase?

—Heinz Buckliger, Herr Kessler —corearon los niños.

—Muy bien. Al menos, habéis aprendido eso —dijo el profesor—. Y Heinz Buckliger ha dicho que no todo lo hecho en los días pasados fue perfecto, por lo que algunas cosas deben cambiar. ¿Y por qué deben cambiar las cosas?

—Porque el Führer siempre tiene razón, Herr Kessler —dijo toda la clase.

Esa era la respuesta correcta. Alicia sabía que lo era. Los profesores les habían repetido eso a los estudiantes desde el jardín de infancia. Repitió la cantinela con tanta confianza como sus compañeros de clase. Por eso se quedó tan sorprendida cuando Herr Kessler meneó la cabeza.

—No. ¿Qué acabo de decir?

Estaban entrenados para repetir sus palabras. Así lo hicieron:

—Y Heinz Buckliger ha dicho que no todo lo hecho en los días pasados fue perfecto, por lo que algunas cosas deben cambiar.

—Sí. —Kessler asintió—. Y entonces, ¿por qué hay que cambiar las cosas?

—Porque así lo ha dicho el Führer. —Una vez más, todos los niños estaban seguros de haberlo hecho bien. De nuevo, Alicia estuvo tan segura como los demás.

Pero el profesor volvió a sacudir la cabeza.

—No. Os equivocáis. ¿Qué dijo el Führer?

—Que no todo lo hecho en los días pasados fue perfecto, y…

—¡Alto! —Herr Kessler levantó la mano—. Ahí está la respuesta. Debemos cambiar porque no todo lo que hicimos en el pasado fue perfecto.

Hizo una pausa para dejar que las palabras tuvieran efecto. Los niños murmuraron entre ellos. Herr Kessler no les llamó al orden, lo cual era, como poco, tan sorprendente como la lección que les estaba enseñando. Alicia quería hacer varias preguntas. Pensó que no debería hacerlas. Pero la mano de Wolfgang Priller se alzó.

—¡Una pregunta, Herr Kessler!

—Adelante, Priller. —El profesor se preparó, como si esperara malas noticias.

Wolf se levantó y se cuadró.

—Señor, si el Führer siempre tiene razón, como ya sabemos, ¿cómo es que no todo lo que hicimos en el pasado fue perfecto?

Aquella era una de las preguntas que Alicia quería formular. Se le había ocurrido por inconsistencia lógica. Sospechó que se le había ocurrido a Wolf Priller porque seguía convencido de que el Führer siempre tenía la razón. Era al adoctrinamiento como un pato al agua.

—Ahora el Führer es Heinz Buckliger —dijo Herr Kessler—. Si él dice que no todo lo que hicimos en el pasado fue perfecto, ¿se equivoca al decirlo? —Wolfgang Priller frunció el ceño mientras trataba de pensar. Alicia también arrugó el entrecejo. De nuevo, pensó que la lógica de Herr Kessler era la de un perro que se perseguía la cola. El profesor hizo un gesto—. Siéntate, Priller. —Wolf se sentó. Parecía como si un perro persiguiera su cola dentro de su cabeza también.

—¿Qué es lo que hicimos en días pasados que no fue tan perfecto, Herr Kessler? —dijo otro chico sin levantar la mano.

Alicia no veía quién era. Kessler tampoco, lo cual era una suerte para cualquiera que hablase fuera de turno. El profesor gruñó.

—No tengo que responder preguntas que no son formuladas de forma correcta. Ni tengo por qué, ni pienso hacerlo. Continuemos con la lección. ¿Significa eso que no sabes la respuesta?, se preguntó Alicia, lo que habría sido inimaginable no hace mucho, cuando pensaba que sus profesores lo sabían todo. ¿O quiere decir que el nuevo Führer no ha dicho cuál es la respuesta, por lo que aún no hay respuesta? Podía ver a Herr Kessler repitiendo como un loro lo que Heinz Bukckliger decía, del mismo modo que los estudiantes repetían lo que el profesor decía. En el almuerzo, Wolf Priller dijo:

—No me gustan estos cambios. Creo que son estúpidos. —Nadie se lo discutió, al menos en voz alta. Podía con cualquier otro chico de la clase. Alicia se preguntó si cambiaría algo en realidad, si algo podía cambiar o si todo lo que estaba sucediendo no era más que un montón de palabrería. A veces, la gente decía esto o aquello sin pensarlo en absoluto. Si los hombres que gobernaban las cosas quisieran hacer algo, podrían hacerlo con facilidad. Pero ahí estaba Trudi Krebs, saltando a la comba con otras niñas y tan feliz como cualquiera de ellas. Herr Kessler había apuntado su nombre por hablar bien de la primera edición de Mein Kampf. Wolf Priller se había regocijado con cómo llamarían a su puerta en mitad de la noche. Todos, Alicia incluida, habían estado seguros de que pasaría. Pero no.

Si Kurt Haldweim siguiera siendo el Führer, habría ocurrido. Alicia recordó el rostro narigudo y ceroso que había visto en la Gran Cúpula en el funeral de Haldweim. Ningún hombre con una cara como aquella habría dejado que nadie escapara sin más. Pero Trudi y sus padres se habían librado. Por tanto, las cosas habían cambiado, al menos un poco.

Eso era lógica que no perseguía su propia cola. Y si a Wolf Priller no le gustaba, mejor. Alicia tiró las peladuras de su naranja en el cubo de basura y corrió a unirse a las chicas de la comba.

Gracias a quien era, a lo que hacía y a lo que era, Walther Stutzman tenía acceso a más registros informáticos del Reich que cualquier otra persona conocida. El problema era ser capaz de usar los códigos de acceso que tenía. Si alguien viera cosas extrañas en su monitor, perdería sus privilegios de acceso en un abrir y cerrar de ojos… y también, con toda probabilidad, su libertad. También, posiblemente, su vida. La hora del almuerzo era un buen momento para fisgonear. La mayoría de las personas de la oficina de Walther en Zeiss salía a comer fuera. Eso ayudaba. Como era habitual, mantenía su monitor girado de manera que no fuera fácil ver a menos que entraras directamente en su cubículo. Eso también era de ayuda. Aun así, y en especial desde que las cosas salieran tan mal con el cambio de la genealogía de los Klein, se ponía nervioso cada vez que se ponía a fisgar donde se supone que no debía.

Tenía que seguir haciéndolo, aunque fuera peligroso. Lo sabía. Descubrir más de lo que podría a través de los canales ordinarios podría mantenerlo a él y a todos los judíos del Reich a salvo. Y además, no podía evitar la curiosidad.

Su jefe le dijo:

—Unos cuantos de nosotros nos vamos a ese nuevo sitio que sirve hamburguesas americanas, perritos calientes y pollo frito. ¿Te vienes? Ardores de estómago garantizados o te devuelven el dinero.

—No puedo. —Walther apuntó a su mesa. Estaba tan ordenada como siempre, pero había más montones de papel de los que la gente acostumbraba a ver allí—. Este cambio al nuevo sistema operativo es más complicado de lo que esperábamos. No sé si podremos cumplir los plazos que nos han puesto.

Gustav Priepke hizo una mueca.

—Que el Señor nos ampare si no lo hacemos. Ya hemos tenido tres reinicios falsos. Si fallamos esta vez, es probable que nos saquen de la oreja y contraten a un montón de programadores de Japón.

Priepke estaba bromeando y Walther lo sabía. El Reich había sido pionero en electrónica informática, pero el núcleo del sistema operativo carecía de memoria protegida y de multitarea preferente. Los japoneses habían empezado más tarde y habían contado con la ventaja de ver los errores cometidos por los programadores alemanes. Los sistemas japoneses eran más robustos y solían ser más fiables, aunque no fuesen tan elegantes.

—Creo que podemos lograrlo, pero va a requerir mucho trabajo —dijo Walther—. Por eso… —Abrió las manos a modo de disculpa.

Su jefe asintió.

—Si estás tras la pista de algo, adelante. Me comeré un perrito extra por ti. —Se fue. Conociéndole, probablemente se comería dos.

Walther esperó a que más gente se fuera a almorzar, ya fuese al sitio americano (que se llamaba, sin una razón que él pudiese entender, La Cuchara Grasienta) o a algún otro lugar. Cuando la gran sala donde estaba su cubículo estuvo en silencio, usó uno de los códigos de acceso que se suponía que no tenía. Este le llevó a un archivo de los discursos del Führer. Quería, y estaba convencido de que necesitaba, descubrir lo que Heinz Buckliger había dicho en Nuremberg, porque tenía a demasiada gente dando brincos.

El discurso de Nuremberg estaba allí en el menú, seguro. Sin embargo, cuando intentó abrirlo, exigió otro código de autorización, uno con un nivel de seguridad mucho mayor. Parpadeó. Nunca había visto nada como aquello con anterioridad, no para un discurso. Conocía el segundo código, pero no había imaginado que tendría que usarlo. ¿De qué había estado hablando Buckliger? ¿De diseño de bombas y misiles nucleares?

Incluso después de introducir el código de autorización, el sistema dudó antes de escupir el texto del discurso del Führer. Ya se preparaba para salir de allí y borrar sus huellas. Pero entonces, apareció el discurso. Si alguien, o algo electrónico, estaba tomando nota de su presencia, ninguna de sus herramientas de detección le alertó de ello.

Pasó el discurso rápidamente por la pantalla para ver lo largo que era. Cuando acabó, se llevó otra sorpresa. Parecía durar eternamente. El Führer, por supuesto, tenía el privilegio de la extensión. Sin embargo, ¿lo había utilizado algún gobernante del Tercer Reich de manera tan extravagante como Heinz Buckliger? Puede que el Völkischer Beobachter no lo hubiera publicado porque habría ocupado las ediciones de dos días.

Walther empezó a leer. No podía leer todo el discurso en detalle, como había sido su intención. Era condenadamente largo; no habría llegado ni a la mitad para cuando su jefe volviera de La Cuchara Grasienta. Así que le echó un vistazo general… e incluso un vistazo general fue suficiente para hacerle prestar más atención.

Buckliger había dicho cosas que todo el mundo sabía pero de las que nadie (ciertamente, no el Führer) había hablado nunca. ¿Qué habrían pensado Lothar Prützmann y el resto de los líderes de las SS cuando declaró: «Desde hace demasiado tiempo, este estado se ha basado en una cosa y solo en una: el terror»? Si eso no les había enfurecido…

Si eso no les había enfurecido, el discurso contenía muchas otras cosas que harían el trabajo. El nuevo Führer dijo que todos sus predecesores, incluido Hitler, habían sido reverenciados como si fueran dioses, «pero solo eran hombres, con todos los fallos que conlleva esta herencia». Walther se descubrió a sí mismo asintiendo. Parecía obvio cuando lo decías en alto… ¿pero quién, en los casi ochenta años de historia del Reich, se había atrevido a decirlo? Nadie… y menos, un Führer gobernante.

Y Heinz Buckliger también había dicho: «La fuerza puede traer victorias, pero la fuerza sola no puede mantenerlas para siempre sin más gastos de los que en realidad se puede permitir Alemania». Si eso no hacía tambalearse a todo en lo que el Reich se había basado desde los primeros días, ¿qué podría hacerlo?

Con cada nueva bomba, Walther quería frenarse y leer más despacio. Sabía que no podía, no con su jefe y sus colegas a punto de volver, no si quería ver tanto como fuese posible. Pero quería pararse.

Si lo hubiera hecho, no habría llegado a la pregunta que el nuevo Führer formuló hacia el final de su discurso: «Si todo lo que decimos sobre la descendencia aria es cierto, ¿cómo explicamos el rápido progreso reciente de los japoneses, quienes no habían mezclado su sangre con los arios en las últimas décadas?».

Walther no descubrió cómo contestaba Buckliger a aquella pregunta; tuvo que quitar el discurso de su monitor porque la sala empezó a llenarse otra vez. Pero el que el Führer pensara contestarla decía más que la propia respuesta. No, no podían publicar el discurso. El país no estaba preparado. Y Walther habría apostado todo lo que tenía a que el Partido y los Bonzen de las SS que le habían escuchado en Nuremberg, tampoco.