Después de hacerle a la bandera el saludo Nacionalsocialista, Herr Kessler hizo que la clase de Alicia Gimpel cantara Deutschland über Alles y la Canción de Horst Wessel: los himnos de Alemania y del Partido. Aquello no era parte de la rutina habitual matutina, así que se explicó:
—Este es un día especial, niños, porque el Reich tiene un nuevo Führer. —Volvió a extender el brazo—. ¡Heil Buckliger!
—Heil Buckliger! —repitieron obedientes Alicia y sus compañeros. No se había enterado de lo del nuevo Führer hasta la hora del desayuno, cuando su madre y su padre se lo contaron. La tía Käthe no había visto a Horst Witzleben, como solían hacer sus padres. En su lugar, había jugado con Alicia y sus hermanas, cantando canciones tontas, y contando historias que no solo eran divertidas, sino bastante más descaradas que las oídas por las niñas Gimpel a nadie de la familia.
—El nuevo Führer hará cosas maravillosas por el Reich y por el Imperio Germano —dijo Herr Kessler—. Es muy sabio, muy bueno y muy fuerte. Tiene que serlo, o nunca habría sido elegido Führer.
Parecía muy convencido. Casi todos los alumnos del aula asintieron sin dudarlo. Alicia también. Estaba aprendiendo a ser un camaleón. Pero no podía evitar preguntarse: ¿Cómo lo sabe?
—¿Serán ahora las cosas diferentes, Herr Kessler? —preguntó un chico. Alicia no pudo ver quién.
El profesor frunció el ceño. La pregunta era tan buena que había que responderla, pero por un instante parecía incapaz de encontrar el modo. Quizá nadie le enseñó qué decir, pensó Alicia. No parece muy bueno en pensar las cosas por sí mismo. Al final, Kessler dijo:
—Creo que las cosas serán mejores. El nuevo Führer es un hombre joven, no mucho mayor que yo, es activo y vigoroso. El anterior Führer era, en efecto, muy mayor. Estaba enfermo y débil. Puede que algunos de vosotros tengáis abuelos así.
Varios niños asintieron. Detrás de Alicia, Emma Handrick levantó la mano. Cuando Herr Kessler le dio permiso, ella dijo:
—Cuando mi bisabuelo se puso así, mis familiares lo llevaron al Centro Misericordioso del Reich. ¿Es eso lo que hicieron con el anterior Führer?
—No. ¡Gott im Himmel, no! —El profesor se puso muy colorado. La pregunta debía de haberle conmovido. Alicia no podía recordar que ninguno de sus profesores dijera nunca nada acerca de Dios. Siempre había tenido la idea de que se suponía que no debían hacerlo. Herr Kessler necesitó un momento para recomponerse—. Kurt Haldweim estuvo lúcido toda su vida. Tenía que hacerlo, ya sabes, porque estaba sirviendo al Reich. ¿Comprendes?
—Ja, Herr Kessler —respondió Emma. No iba a discutir con él.
Alicia sí que quería. Antes de descubrir que era judía, lo habría hecho. No le hubiese importado. No ser capaz de decir lo que pensaba a veces le hacía sentir como si se ahogara. Quiso celebrarlo cuando un chico levantó la mano. Cuando el profesor le dio la palabra, este preguntó:
—Disculpe, Herr Kessler, pero si el anterior Führer estaba débil, ¿por qué no le llevaron al Centro Misericordioso del Reich? ¿No es lo que se supone que hay que hacer, antes de que se convierta en una carga?
—El Führer no es una carga —dijo Kessler con frialdad—. El Führer no puede ser una carga. El Führer es el Führer.
Por la forma en que lo dijo, se suponía que aquello zanjaba la cuestión. Nadie en la clase hizo más preguntas sobre el Centro Misericordioso del Reich, así que quizá lo hizo. O a lo mejor los niños se dieron cuenta de que hacer más preguntas como aquella solo les metería en problemas.
Y quizá Herr Kessler se dio cuenta de que no había satisfecho a todo el mundo con sus respuestas, ya que cambió rápidamente de tema y se sumergió en las lecciones habituales del día. Nadie podía retarle en aquello. Volvía a ser el Führer de la clase, señor de todo el conocimiento.
Para la lección de historia, recogió el mapa mundi normal y desenrolló otro diferente, uno que mostraba cómo habían sido las cosas antes de la II y la III Guerras Mundiales.
—¿Veis lo diminuto que era el Reich en aquellos días, y lo grande que eran nuestros enemigos? —dijo—. Y sin embargo los vencimos, porque somos arios y ellos estaban llenos de judíos. Francia, Inglaterra, Rusia, los Estados Unidos… todos llenos de judíos. Y cayeron en nuestras manos uno tras otro. ¿Qué os dice esto? ¡Alicia Gimpel!
Se puso en pie.
—Que los arios son superiores a los judíos, Herr Kessler.
—Muy bien. Siéntate.
Se sabía sus lecciones. Podía recitarlas sin fallo. Recitarlas cuando no creía en ellas, no obstante, le hacía sentir sucia por dentro. Quería saber cuál era la verdad. Quería decir lo que era verdad. Sabía que se metería en problemas si lo hacía. Aquello hacía que lo que aprendía en la escuela fuese necesario, pero no aceptable.
Herr Kessler le hizo la siguiente pregunta a otra persona. También era antisemita. A Alicia tampoco le gustó oírla. Se preguntaba cómo era que a Herr Kessler le gustaba escuchar preguntas antisemitas todo el día. Sospechaba que se hartaría pronto.
Suspiró. Las cosas habían sido mucho más fáciles antes de saber lo que era.
Cuando Lise Gimpel era una niña, había rallado el repollo a mano. En alguna ocasión, aquello implicaba rallar alguna yema del dedo o nudillo con el repollo. Su padre, ingeniero, siempre había encontrado aquello divertido. Después de todo, no eran sus yemas ni sus nudillos. Cuando ella chillaba, decía:
—Más proteínas. —Y chupaba de su pipa.
Hoy en día, Lise empleaba un utensilio de plástico para poner los trozos de repollo en el robot de cocina. Una pulsación de motor, un zumbido, y el trabajo estaba hecho en menos de la décima parte del tiempo y sin necesitar nunca coger la mercromina. Pero cada vez que lo hacía, se imaginaba que olía a tabaco de pipa.
Se mordió un labio. Estaba embarazada de Francesca cuando el maldito borracho sesgó la vida de sus padres. Alicia solo era un bebé. No recordaba a sus abuelos y ellos nunca conocieron a sus otras nietas. A veces, la vida parecía terriblemente injusta.
Lise rió, y no es que fuese divertido. Como si una judía en el Tercer Reich pudiese buscar justicia. Pero a veces, Dios parecía más malicioso de lo normal al apilar un desastre personal sobre el otro con el que había nacido.
Alicia entró en la cocina. Le gustaba ayudar a cocinar. Igual que a Roxane. A Francesca no le importaba. Lise estaba encantada de ver a su hija.
—Hola, corazón —dijo—. ¿Cómo te ha ido hoy? —Hablar con Alicia le ayudaría a mitigar su melancolía.
O eso pensaba, hasta que Alicia dijo:
—Mami, ¿tengo que ser judía? Creo que no quiero.
Antes que Lise contestara, miró automáticamente a su alrededor.
—¿Dónde están tus hermanas?
—Arriba, haciendo los deberes. He terminado los míos.
—De acuerdo. Bien. Tienes que tener cuidado incluso de decir esa palabra. —Lise puso las manos sobre los hombros de Alicia—. Y ahora… ¿por qué no? ¿Qué ha ocurrido hoy que te ha hecho pensar que no quieres?
—No es solo hoy —respondió Alicia—. Es todo lo que ha pasado desde que me enteré. La gente sigue diciendo cosas malas, horribles, sobre los judíos… y todo el mundo se las cree. Es como si me estuviesen llamando cosas todo el tiempo.
—Oh, cariño. —Lise le dio un abrazo a Alicia. La cabeza de su hija ya le pasaba por encima del hombro—. Recuerdo eso, y también lo mucho que dolía. No tienen ni idea, eso es todo.
—Pero si no fuese judía, ya no me importaría. —Alicia podía ser tan dolorosamente lógica como su padre, aunque a los 10 años carecía de la perspectiva con la que necesitaba hacerlo.
Lise inclinó la cabeza a un lado para asegurarse de que no oía a una de las hermanas de Alicia bajar por las escaleras en el peor momento posible. Incluso después de convencerse de que estaban ocupadas, necesitó unos cuantos segundos para poner en orden sus pensamientos.
—Si decides que esa es tu decisión final, calabacita, puedes hacerlo. Siempre puedes fingir que lo que te dijimos no era cierto. Ya te lo dijimos, ¿recuerdas?
Alicia asintió.
—Quiero hacer eso.
—Puedes. Pero tengo que decirte que puede que no sea tan sencillo. Si bates huevos, ¿puedes separar después las claras para hacer merengue?
—Por supuesto que no —dijo Alicia.
—Bueno, siempre puedes vivir como si no fueses judía, fingir que no lo eres —dijo Lise—. Pero aun así, lo sabrás. Tendrás que vivir con ello. No se puede olvidar sin más, ¿verdad?
—Puedo intentarlo. —Alicia arrugó el gesto. Lise podía decir que estaba haciendo todo lo posible para fingir que aquella noche con los Stutzman y Susanna nunca había ocurrido. Lise también podía adivinar, por la cara de desesperación de su hija, que no estaba teniendo más suerte de la que otros habían tenido. Alicia le apuntó con el dedo, acusadora—. Papá y tú no me dijisteis nada de eso.
—No, no lo hicimos —admitió Lise—. Pensamos que sería demasiado obvio… y no queríamos que no quisieras ser judía.
—No tengo elección, ¿verdad? —preguntó Alicia, desalentada.
—Puedes elegir tu forma de vivir. —Lise escogió sus palabras con gran cuidado—. No tienes elección acerca de lo que eres, ya no. Cuando tengas hijos, podrás decidir si quieres decirles lo que son.
—¿Por qué iba a querer poner a nadie en esta situación? —dijo Alicia.
¿Quedaban judíos en el Reich que no se hubiesen preguntado esto al menos una vez? ¿Había alguno que no se lo hubiera preguntado mil veces? En voz baja, Lise respondió:
—Porque si no, los nazis ganarán. Dicen que no merecemos vivir, que no merecemos estar aquí. Y si no les dices a tus hijos lo que son, quiénes son, ¿no sería como reconocerles a los nazis que tienen razón?
—¿No la tienen? —El dolor llenaba la voz de Alicia—. Si pensaron que los judíos eran horribles, si todo el mundo creyó que los judíos eran horribles, si nadie trató de evitar que las SS hicieran lo que hicieron… puede que en realidad seamos horribles. Quizá merecimos lo que ocurrió.
Aquel era otro pensamiento que probablemente había cruzado la mente de todo judío superviviente. Las personas se ven a sí mismas, al menos en parte, en el espejo de lo que piensan sus vecinos. Si el espejo muestra una imagen retorcida, ¿no empezamos a creer que así es como somos? ¿Cómo evitarlo?
—Algunas personas trataron de detener a las SS. No las suficientes, y la mayoría fueron asesinadas. Pero no creo que nadie merezca morir por lo que es —dijo Lise—. No puedes evitarlo. Si haces algo muy malo, puede que merezcas morir. Sin embargo, esa es una razón diferente. ¿Solo por intentar vivir y apañártelas lo mejor posible? —Meneó la cabeza—. No, corazón.
Su hija parecía angustiada. Era lógico. ¿Cuántos millones de fantasmas merodeaban por el Imperio Germano? Mejor no contarlos. La idea era desesperante.
—Espero que tengas razón —dijo Alicia.
Y yo, pensó Lise. Pero, ¿cómo saberlo? Una cosa que había aprendido es que tenía que ocultarle sus dudas a su hija.
—Por supuesto que la tengo —dijo.
—¿Qué voy a hacer? —dijo Alicia, más para sí misma que para Lise.
Pero Lise le contestó, con una brusquedad forzada:
—¿Qué vas a hacer? Ya que has terminado tus tareas y tus hermanas no, vas a darte un baño. Y asegúrate de aclarar todo el champú del cabello y de lavarte detrás de las orejas. A veces dejas tierra suficiente para que crezcan patatas.
—Patatas. —Alicia pensó que eso era divertido. Era una niña; no podía estar triste para siempre. Subió las escaleras cantando—. Soy mi propio huerto de verduras.
Lise envidiaba aquella habilidad para alejar tan rápido la tristeza. Yo solía ser capaz de hacer lo mismo, pensó. Me pregunto adónde se fue ese talento. Fuese donde fuese, ya no lo tenía. Fue hasta el armario y se sirvió un vaso de schnapps. Apenas bebía cuando no estaba con otras personas que estuvieran bebiendo, pero hoy hizo una excepción.
Cuando unos minutos después Heinrich entró por la puerta, Alicia —quien no había empezado a librarse de las patatas—, Francesca y Roxane bajaron las escaleras para darle abrazos y besos. Necesitó un par de minutos para vadearlas y abrirse paso hasta la cocina. Abrazó y besó a Lise, y luego vio el vaso de schnapps de la encimera, al lado de la pila.
—¿Un día duro? —preguntó. Lise asintió. Su marido apuntó al vaso—. Debe haberlo sido. No sueles hacer eso. ¿Qué ha pasado?
—Más tarde. —Lise hizo con la cabeza un gesto en dirección a las niñas.
—Oh. —Heinrich también cabeceó. Fue hasta el armario a por un vaso para sí mismo y lo llenó de schnapps—. Bueno, por nosotros.
—Por nosotros —coreó Lise. Ambos bebieron. Sus hijas entraron en la cocina. Roxane quería ayudar. Francesca quería decirle a su padre algo que había sucedido en el colegio. Lise no sabía lo que Alicia quería. Quizá solo recordarse a sí misma que tenía una familia. Alicia siguió mirando a sus hermanas con una expresión que decía: Sé algo que vosotras no.
Por lo que le había dicho a Lise un poco antes, deseaba que no fuese así.
Después de un rato, las niñas subieron las escaleras.
—Aseguraos de que os laváis bien —le recordó Lise a Roxane. A veces se saltaba el baño si veía la oportunidad.
—¿Y bien? —preguntó Heinrich.
Lise suspiró. Con voz baja y agotada, dijo:
—Alicia dice que no quiere ser judía. Dijo que a lo mejor los Einsatzkommandos sabían lo que hacían cuando se libraron de nosotros.
—Oh. Oh, vaya. —Heinrich cogió su vaso de schnapps y echó un trago. La risa que emergió de su interior era un sonido feo, uno que no tenía nada que ver con la alegría—. Bueno, sabe Dios que no es la primera de nosotros en sentirse así.
—Lo entiendo —dijo Lise—. Pero aun así…
—Sí. Aun así. —Otro trago y el vaso de su marido estuvo vacío. Lo apuró hasta el fondo, lo cual hacía con la misma frecuencia con la que Lise bebía a solas—. ¿Te he dicho alguna vez que quería ser de las SS cuando era un niño? —dijo con otra risa poco agradable—. Antes de saberlo, quiero decir.
—No. —Lise meneó la cabeza, asombrada. Habían estado casados casi quince años, pero aún seguían saliendo cosas sorprendentes, como rocas que emergen a través de la tierra blanda—. No, nunca habías dicho una palabra sobre ello.
—Bueno, pues así era. Creía que el uniforme negro era la cosa más maravillosa del mundo y, por supuesto, no hacía mucho que habíamos derrotado a los Estados Unidos, por lo que los hombres de las SS eran héroes en todas las películas y programas de televisión, allí donde no lo eran los del Wehrmacht. Cuando mi padre me lo dijo, no quise creerle. Durante mucho tiempo después (mucho, mucho tiempo, te digo), pensé que vendrían a por nosotros.
—Nunca dijiste nada sobre eso. Nunca —dijo Lise.
En lugar de replicar, Heinrich se sirvió otro vaso de schnapps. Le daba la espalda a su mujer cuando dijo:
—No es precisamente algo de lo cual sentirse orgulloso, ya sabes.
—Creo que todos hemos pasado por eso —dijo Lise—. Sin embargo, lo dices como si para ti hubiese sido peor que para la mayoría de los demás.
—Probablemente, así fuera. —Su marido sacudió la cabeza y seguía sin mirarla—. No, seguro que así fue. Incluso ahora, hay días en que trabajar en el Oberkommando der Wehrmacht me parece un premio de consolación y que debería tener las runas de las SS en mis solapas.
—¿Podrías haber mantenido la mascarada si así fuese? —preguntó Lise.
—Algunas personas lo hacen —dijo Heinrich, y ella asintió. Él suspiró—. Sin embargo, estoy encantado (la mayor parte de mí está encantada) de no tener que intentarlo. ¿Quieres que hable con Alicia? ¿Ella está bien?
—Quizá sea mejor no presionarla demasiado ahora mismo —dijo Lise después de pensarlo un poco—. Ya sabes lo… abrumador que puede ser. Creo que se tranquilizará. Se acaba de dar cuenta de que siempre sabrá lo que es, sin importar lo que decida sobre ello.
—Ah, sí —dijo Heinrich—. Ese es otro momento por el que pasamos. La maldición del conocimiento…
—Ahora mismo, Alicia cree que es una maldición —dijo Lise.
—No sé qué hacer al respecto. —Heinrich empezó a vaciar el segundo vaso de schnapps—. Ojalá lo supiera, pero no creo que nadie que… esté en nuestro barco pueda.
—Deberíamos traer otra vez a los Stutzman —dijo Lise—. Anna se ha enfrentado a ello desde hace más de un año. Quizá pueda ayudar a Alicia. Y aunque no sea capaz, pueden jugar juntas. Esta mañana hablé con Esther por teléfono y dice que Susanna ha vuelto de Londres con toda clase de historias excitantes.
—Me parece bien —dijo Heinrich—. Mañana voy a comer con Walther en el Tiergarten. Le diré algo al respecto, y tú puedes llamar a Susanna.
—De acuerdo. —Lise asintió—. ¿De qué quiere hablar Walther? —Asumió que quería hablar de algo con su marido. La gente se reúne en el parque más grande de Berlín para salir al aire libre… y también para huir de la posibilidad de hablar donde los micrófonos pueden oírte.
Su marido contestó con un encogimiento de hombros.
—Aún no lo sé. Ya lo descubriré.
—Eso está claro —dijo Lise—. ¿Qué hay de nuevo en el trabajo?
—No mucho. Todos estamos esperando a ver qué clase de Führer es Heinz Buckliger, como todos los demás. —Heinrich levantó una mano—. Espera. Me retracto. Hay una cosa interesante. Estos últimos días, Willi ha estado muy amistoso con Ilse, signifique eso lo que signifique.
—¿La secretaria? —preguntó Lise. Heinrich asintió. Su siguiente pregunta era obvia—. ¿Merece ella la pena?
—Bueno, no para mí —respondió—. Por supuesto, no soy Willi, ni estoy reñido con mi mujer. Eso espero, al menos. —Se inclinó y le dio un beso a ella.
—Más te vale —dijo Lise—. ¿Se puede comparar a Ilse con Erika?
—En cuanto al aspecto, no —dijo Heinrich—. Pero ella no le está llamando estúpido de mil formas diferentes cada vez que se da la vuelta. Eso tiene que contar algo, ¿no crees?
—Para mí, sí —concedió Lise—. Pero con un hombre, ¿quién sabe? —Heinrich hizo una mueca ante aquello, pero no trató de discutir con ella.
A Walther Stutzman le gustaba el Tiergarten. Le encantaba comer allí, sin importar si necesitaba hablar con alguien con algo de privacidad. Si llevaba un bocadillo, algo de fruta y un termo de café al gran parque al oeste de la Puerta de Brandenburgo, se imaginaba a sí mismo en el campo, un campo que incluía montones de otras personas comiendo, admirando los pájaros, paseando de la mano, caminando, corriendo para hacer ejercicio, o tirado al sol con cualquier ropa, o con casi ninguna. La policía de Berlín fruncía el ceño ante el nudismo integral público, pero más por cuestión de un celo excesivo que por una intención criminal. Y lo que pudiera pasar detrás de los arbustos… ni Walther ni la policía tenían el hábito de investigarlo muy a fondo.
Hoy hizo el esfuerzo de llegar al Tiergarten pronto, para poder encontrar un banco antes de que la muchedumbre del mediodía hiciera que buscar uno fuese una tarea sin esperanzas. El césped estaba largo y verde. En otoño, un sudoroso jardinero lo segaría y lo convertiría en forraje para animales. En esa época del año, crecía libre.
Encontró un lugar para sentarse cerca de la fuente de Hubertus y del grupo de cazadores de zorros de bronce en el centro del parque. Sonrió, complacido de sí mismo; le había dicho a Heinrich que empezara a buscarle a partir de la fuente.
Y ahí llegaba su amigo. La desgarbada altura y el torpe caminar le hacían fácil de reconocer. Walther se levantó y saludó con la mano. Un par de segundos más tarde de lo que debería, Heinrich le devolvió el gesto y se dirigió a él.
—Hola —dijo Walther—. Bonito día, ¿no?
—Cierto, así es —dijo Heinrich medio sorprendido, como si acabara de darse cuenta. Puede que así fuese; había veces en que Walther se preguntaba cuánto de lo que ocurría fuera de su cabeza se perdía su amigo. Heinrich se sentó a su lado—. ¿Was ist los?
—¿Sabes lo de los Klein? —dijo Walther.
—Oh, sí. —Heinrich asintió, con su rostro larguirucho surcado de líneas de tristeza—. Lo sé. ¿Qué pasa con ellos?
—Cambié su genealogía, para darles un par de posibles antepasados judíos —dijo Walther. Heinrich volvió a asentir. Con un suspiro, Walther siguió hablando—. No obstante, su pediatra es condenadamente eficiente. Comparó el informe retocado con uno que él tenía de cuando había nacido su primer hijo y notó los cambios. No solo los notó, sino que llamó a las autoridades genealógicas.
—Sí, ya lo he oído —dijo Heinrich—. Esther se lo dijo a Lise, y Lise me lo dijo a mí. Una cosa más de la que preocuparse para los Klein… y para todos nosotros. Robert y Maria siguen libres, ¿no? Sería lo que faltaba, si les arrestan para interrogarlos… encima de lo del pobre bebé.
—Es probable que tengamos suerte de no haber visto más casos de Tay-Sachs —dijo Walther—. Somos muy pocos en estos días y nos solemos casar entre nosotros… Pero no es de esto de lo que quería hablar.
—¿De qué, entonces? —preguntó Heinrich.
—Cometí un error cuando alteré los informes de los Klein —dijo Walther—. Todo lo que llame la atención sobre nosotros por cualquier motivo es un error. La cuestión es, ¿cómo lo arreglo?
—¿Cómo vas a arreglarlo? Ya está hecho —dijo Heinrich. Una chica rubia muy atractiva con un vestido corto de verano pasó al lado, llevando un perro salchicha de su correa. Heinrich se fijó en ella… y en el ridículo perrito.
Walther comprobó con cierto alivio que algo en el mundo real afectaba a su amigo.
—Bueno —dijo—, eso es lo que quería preguntarte. Puedo volver a las bases de datos del Reich y cambiar los registros de los Klein a como estaban antes de la primera vez. O puedo dejar las cosas así y esperar a que pase la tormenta. ¿Cuál crees que es la mejor opción?
Los ojos de Heinrich tenían una expresión ausente. Walther no era el ávido jugador de bridge que algunos de los amigos goyishe de Heinrich eran, pero se había sentado con él a la mesa de juego algunas veces. Tenía esa mirada cuando estaba pensando si debería jugar un impasse.
—Si dejas las cosas como están —dijo—, puede que decidan que el sistema tiene un fallo, o puede que investiguen a los Klein para descubrir lo que saben.
—Así es como yo lo veo —concedió Walther.
Se preguntó si Heinrich le habría oído. Su amigo continuó sin hacer siquiera una pausa para respirar.
—Pero si cambias las cosas por segunda vez, puede que decidan que el sistema tuvo un fallo pero que ahora vuelve a estar bien, o que alguien que se supone que no tiene acceso lo tiene, y que puede manipularlo cuando le apetece.
Walther Stutzman volvió a asentir.
—Hasta ahí, estamos de acuerdo.
—Bueno —dijo Heinrich—. En ambos casos, si piensan que es un fallo del sistema, todo irá bien. Así que, ¿qué es más probable y más peligroso? ¿Que cuestionen a los Klein o que cuestionen el software de la base de datos? En el primer caso, el asunto va desde que no haya judíos en su genealogía hasta que existan unos posibles judíos hace mucho tiempo.
—En el papel —dijo Walther. Los Klein eran tan judíos como los Stutzman o los Gimpel. Necesitaba asegurarse de que Heinrich lo recordaba—. Si tienen un bebé con la enfermedad de Tay-Sachs, eso es una bandera roja acerca de lo que son en realidad.
—Será una bandera roja, pero no una prueba. Esa enfermedad también puede afectar a los no judíos —dijo Heinrich.
—Si las autoridades genealógicas quieren fisgonear, es posible que encuentren suficientes pruebas para quedar satisfechos —dijo Walther—. Y no hay leyes que digan que no pueden interrogar a los Klein y comprobar la programación de la base de datos, las dos cosas.
Heinrich parecía sorprendido. Quizás había estado tan absorto con los «o esto o lo otro», que aquello no se le había ocurrido. Walther también deseaba que no se le hubiese ocurrido a él mismo. Por desgracia, era muy probable que sí se les ocurriera a las autoridades.
—No se trata de salvarse escogiendo una opción y condenarse con la otra. Lo más probable es condenarse con cualquiera de las dos.
—Me temo que tienes razón —dijo Heinrich.
—Yo también —dijo Walther—. Y tengo miedo.
—Será mejor que así sea. Que todos lo tengamos —dijo Heinrich, sombrío—. Si no tenemos miedo, estamos muertos. Sin embargo, creo que nuestra mejor opción es quedarnos quietos. No hay forma de demostrar que los Klein tengan forma de fisgar en los registros genealógicos, ¿verdad? Él es músico y ella es una Hausfrau. No pueden presionarlos mucho, no cuando los cambios son tan pequeños.
Sonaba como si tratase de convencerse a sí mismo tanto como a Walther.
—Pueden hacer lo que quieran —dijo Walther con franqueza, y su amigo dio un respingo y asintió, ya que era una verdad indudable—. Lo que decidan hacer… ya es otra historia. Espero que tengas razón. Entonces, crees que deberíamos esperar y ver qué ocurre, ¿no?
—¿No piensas que es nuestra mejor opción? —preguntó Heinrich.
Walther Stutzman suspiró.
—En conjunto, es probable —dijo—. Pero es posible que sea un infierno para los Klein. Ya están intentando lidiar con lo que tiene su hijo. Si las autoridades genealógicas o la Policía de Seguridad cae sobre ellos… ¿cuánto puede soportar una familia?
Heinrich no contestó. Walther no esperaba que lo hiciera. Nadie podía responder por sí mismo hasta que llegaba la hora de la prueba, y no digamos por otras personas. En su lugar, Heinrich salió con una pregunta propia.
—Si vuelves a cambiar los registros de los Klein, ¿no crees que es posible que las autoridades genealógicas y la Policía de Seguridad caigan sobre ti? ¿Cuánto puedes soportar tú, Walther?
Y esa era la otra cara de la moneda.
—No lo sé —dijo Walther—. Espero no tener que averiguarlo, y tampoco los Klein.
—Qué interesante. —Heinrich Gimpel golpeaba con el dedo su ejemplar del Völkischer Beobachter para enseñarle a Willi Dorsch qué era tan interesante.
Willi cambió de postura en el asiento del tren junto a Heinrich.
—¿Qué? —dijo—. Oh, ¿la historia del presupuesto? Bueno, ¿qué esperabas que dijera Buckliger? Lo suficiente para prometer que tendrá las cosas bajo control. ¿Llevarlo a cabo? —Meneó la cabeza—. No aguantes la respiración.
—Sin embargo, parece que tiene intenciones. —Heinrich leyó en alto—: «Desde hace mucho tiempo, el Gran Reich alemán ha equilibrado su presupuesto solo con la ayuda del tributo de otras tierras dentro del Imperio Germano. Si somos la mayor nación que el mundo ha conocido, ¿no deberíamos de ser capaces de pagar las cosas nosotros mismos?».
—Al infierno con eso —dijo Willi—. Que paguen los demás bastardos. Ellos son los que perdieron. Espera y verás. Quiere demostrar que el nuevo Führer sabe hablar. Pero nada va a cambiar.
Willi solía tener opiniones políticas acertadas. Heinrich se recordó eso. Sin embargo, no pudo evitar añadir:
—También va detrás de los altos costes laborales y de cómo necesitamos ser competitivos con honestidad y no dictarle tasas de cambio favorables al resto del mundo. No podemos mandar sobre los japoneses y mira cómo ha subido su electrónica en los últimos diez años.
—¿Vas a decirme que superan a Zeiss? —Willi bufó—. No me hagas reír.
—Un amigo mío trabaja en Zeiss, y él no se ríe —dijo Heinrich—. Tienes razón, lo que los japoneses fabrican no es tan bueno como lo nuestro. Pero es lo bastante bueno para que funcione y es mucho más barato. Para la gente que no tiene un marco del Reich que desperdiciar…
—Gente que piensa como judíos —interrumpió Willi.
Heinrich se encogió de hombros.
—Haz todas las bromas que gustes. —Para Willi, solo era un chiste. Heinrich sabía que debería estar acostumbrado a esas burlas. Y lo estaba, en el sentido de que su rostro no mostraba lo que pensaba. Pero seguían escociendo. Siguió hablando—. Sin embargo, no importa lo que te burles, mucha gente que no puede permitirse nuestros aparatos electrónicos puede costearse los japoneses.
Willi hizo un gesto con el dedo que había significado «¿Y qué?» en las últimas dos generaciones.
—En realidad, eso no tiene mucho que ver con el presupuesto.
Aunque Heinrich no estaba de acuerdo, no discutió. Le habían enseñado desde la infancia a no discutir demasiado con nadie. En su lugar, ojeó el Volkischer Beobachter y cambió un poco el tema de conversación.
—¿Qué entiendes tú aquí? El Führer dice: «Como parte de un esfuerzo continuado para fortalecer al Estado, debe acometerse un profundo examen de sus cimientos políticos». ¿Qué significa eso?
—¿Qué? ¿Dónde dice eso? —Willi volvió a abrir su propio ejemplar del periódico—. Te confieso que se me ha pasado.
—Página cuatro, tercera columna, por la mitad.
—Página cuatro… —Cuando al fin Willi lo encontró, meneó la cabeza—. No podría haberlo camuflado mejor en una tumba, ¿verdad? —Se frotó la barbilla y frunció el ceño—. Tengo que admitir que no sé exactamente qué significa. Apuesto a que nadie lo sabe, excepto Buckliger. Podría ser solo el tipo de cosas que usan los políticos para rellenar un discurso. —Pero seguía con el entrecejo arrugado—. Sin embargo, no se pone relleno aquí…; habitualmente, no. Quiso decir lo que dijo, y quiso hacerlo donde no demasiada gente se percatara de ello. Yo no lo hice. Tú lo cazas todo, ¿eh?
—¿Yo? Lo único que cazo es que estamos entrando en la estación de Berlín. —Heinrich dobló su periódico y lo metió en su maletín. Es más fácil llevar una sola cosa cuando subes las escaleras hasta la planta donde se coge el autobús con destino a las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Willi hizo lo mismo.
Un accidente de tres coches convertía el tráfico en un caos. Ambulancias, coches de la policía y mirones hacían que nadie pudiera atravesar la atestada intersección. La policía estaba siendo más lenta de lo normal en poner las señales de desvío. Todo el mundo en el autobús gruñía y se quejaba. Aquello no le venía bien a nadie. Heinrich y Willi llegaron media hora tarde al trabajo.
Los guardias de la entrada sonreían con compasión mientras ellos dos subían por las escaleras.
—Venís de la Estación Sur, ¿verdad? —dijo un guardia cuando Heinrich sacó su tarjeta de identidad—. Las cosas están bien jodidas en el trayecto entre aquí y allí.
—¡No me digas! —dijo Heinrich—. Pensé que estaría en ese maldito autobús para siempre. —La tarjeta pasó por el lector. La luz se puso verde. El guardia le devolvió la tarjeta y le hizo un gesto para que pasara.
Willi se le unió un momento después.
—Al menos no somos los únicos —dijo—. La desgracia ama la compañía.
—La desgracia no ama a nadie —dijo Heinrich—. Eso es lo que la convierte en desgracia.
—Jawohl, Herr Doktor profesor! —Willi se puso firme y saludó—. Muchas gracias por aclarármelo.
—Trabajamos en la misma habitación y ni siquiera puedo decirte que te vayas —dijo Heinrich con tristeza.
Atravesaron el laberinto de pasillos hasta llegar a la sala que compartían con otros analistas económicos, secretarias y oficinistas. Willi desapareció de su mesa. Heinrich sabía que iba a la cafetería a por café, y no pensó otra cosa. Willi regresó con dos tazas. Se quedó una y, con una floritura, le dio la otra a la secretaria que ambos compartían. Ilse balbuceó un gracias, sonriendo como una adolescente. Willi se pavoneó un poco. Heinrich luchó por no hacer una broma.
Tenía mucho para mantenerse ocupado. Como siempre. Sus dedos relampaguearon sobre las teclas de la calculadora. Las de los números y las funciones se habían quedado borradas y brillantes por el uso continuo. A algunos de los veteranos del departamento les estaban poniendo máquinas nuevas, la mitad de grandes y ruidosas que las viejas. Las nuevas venían de Japón. Heinrich se preguntó si Willi lo sabría. En cuanto a sí mismo, no quería dejar la que había usado desde hacía tanto tiempo. En muchos sentidos, era un hombre muy conservador. Los cambios le hacían sospechar. Podían conducir al desenmascaramiento. Mientras las cosas siguieran como hasta entonces, su familia y él estarían a salvo.
El teléfono de la mesa de Willi sonó. Heinrich lo notó solo de manera subconsciente. Estaba tratando de descifrar por cuánto fingían los americanos ser más pobres de lo que eran. No se habría dado cuenta ni del teléfono de su propia mesa. Los americanos empleaban los números de la misma forma que una sepia utilizaba la tinta: para oscurecer, ocultar y confundir. Desentrañar lo que había detrás de la cortina de humo no solo requería paciencia, sino imaginación.
Pero a pesar de sus mejores esfuerzos para concentrarse en las columnas de cifras que tenía delante, la voz enfadada y alta de Willi traspasó su concentración.
—¡Maldita sea, Erika, no me llames aquí para una mierda como esa! No tengo tiempo de preocuparme de eso, y seguro que tampoco para encargarme de ello.
Heinrich levantó la mirada. No pudo evitarlo. Vio que no era el único. Desde luego, no era que Willi fuese el único que había dejado que su vida personal se entrometiera en su trabajo. Pero era el único con problemas en ese mismo momento, lo que significaba que era el único al que ahora todo el mundo fingía no estar escuchando. El que fuese uno de los hombres más llamativos de la oficina solo hacía más fascinantes sus problemas.
Erika dijo algo. Heinrich no pudo distinguir qué era, pero también parecía enfadada. El habría preferido no hablarle a Erika como lo había hecho. Fuese lo que fuese lo que ella estaba diciendo, tocó en un nervio. Willi se puso rojo desde la base del cuello hasta la frente y las orejas.
—Eso también es mentira —aulló—. Solo estoy siendo amable. Tú no sabes lo que es eso, ¿verdad?
Alguien debía de haberle contado a Erika algo sobre Ilse… o quizá Willi había sido amable, más que amable, con alguna mujer de la cual Heinrich no sabía nada.
Volvió a mirar los números que los americanos le habían enviado al Reich. Antes de que pudiera hacer nada excepto mirarlos, Erika dijo algo más.
—¿Yo? —exclamó Willi—. ¿Yo? ¡Qué cara tienes! ¿Qué me dices de ti y de…? —No continuó. En su lugar, colgó el teléfono con la fuerza suficiente para iniciar un pequeño terremoto.
¿Había estado a punto de decir «Qué me dices de ti y de Heinrich»? Erika no había hecho las cosas con sutileza. De hecho, había hecho de todo excepto lanzar una bengala. Hasta el momento, Willi no había prestado mucha atención… o eso parecía. Pero quizás ahora pudiera ver lo que tenía delante de sus narices.
O, una vez más, quizá no. Su rubor desapareció tan rápido como había llegado. Consiguió sonreír mientras giraba su silla hacia Heinrich.
—Las mujeres son criaturas extrañas, ¿sabes? —Parecía estar impartiendo una gran verdad filosófica—. No podemos vivir sin ellas y tampoco podemos vivir con ellas.
A Heinrich, sus catorce plácidos y felices años de matrimonio con Lise le parecían cada vez mejor.
—Espero que todo salga bien —dijo.
—Y yo —dijo Willi—. Sin embargo, a veces, ¿qué se puede hacer? —Sonó tan despreocupado como siempre. Quería decir: «No se puede hacer nada. Las cosas o funcionan, o no». Si el matrimonio de Heinrich estuviese en problemas y quisiera que marchara bien, habría intentado todo lo que está escrito (y lo que no está escrito también, en caso de que en los libros no apareciese todo). ¿Significaba aquello que Willi no quería que su matrimonio saliese adelante, o que no quería intentarlo? Heinrich no lo sabía. No podía decirlo. Se preguntó si Willi podría.
Cuando llegó la hora del almuerzo, Heinrich dijo:
—¿Vamos al Almirante Yamamoto?
Willi asintió.
—¿Por qué no? No hemos estado allí desde el día en que el viejo Haldweim estiró la pata.
—Uh… cierto. —Era verdad, el viejo Führer estaba muerto. Aun así, Heinrich no podía obligarse a hablar del gobernante del Imperio Germano en términos tan informales…, tan crueles, incluso. Willi, confiado en su perfecta condición de ario, podía ser más expresivo. O quizá ni lo piensa. Puede que tan solo diga la primera cosa que le llega a la boca.
Heinrich encontró aquello difícil de imaginar, y no digamos de creer. Pero Willi dictaba sus propias leyes. Había sido así desde que Heinrich lo conocía, y sin duda que ya era así con anterioridad.
Sentados en el restaurante japonés, comiendo rollitos berlineses, sashimi y arroz, todo ello bañado con una jarra de cerveza alemana (no japonesa: la electrónica japonesa era buena, pero la cerveza japonesa no podía medirse con el Reinheitsgebot, la ley de pureza medieval, y por eso no entraba en el Gran Reich alemán), Heinrich trataba de no preocuparse de nada que no fuesen los estragos que el wasabi estaba provocando en sus senos. El Almirante Yamamoto tenía clientes de todos los ministerios, y los miembros de las SS de la mesa de al lado hablaban demasiado alto como para poder ser ignorados.
—¿Habéis leído el Völkischer Beobachter esta mañana? —le preguntaba uno a sus colegas—. ¿Lo habéis leído?
—¿Saben leer los de las SS? —dijo Willi, no demasiado en bajo en opinión de Heinrich.
—Lo he visto, sí —respondió otro camisa negra, un gorila—. Maldito hijo de puta.
—Hace falta ser uno para reconocer a otro —susurró Willi, de nuevo demasiado alto.
—Oh, Willi —musitó Heinrich. En la otra mesa había cinco miembros de las SS. Si se enfadaban, ni siquiera sería una pelea. Sería una matanza. Pero conseguir que Willi entrara en razón… era como conseguir que no jugara reyes de mano. Podías desearlo, pero ahí te quedarías.
Entonces, el primer hombre de las SS, un Sturmbannführer, dijo:
—Nos la va a liar por la puerta de atrás. Esperad y veréis.
Antes de que Willi pudiese hacer otro comentario jocoso (y Heinrich sabía qué tipo de comentario haría sobre aquello), el gorila asintió y dijo:
—Puedes apostar tu culo a que sí. «Debe acometerse un profundo examen de sus cimientos políticos». —Hizo un sonoro ruido de náuseas.
Y Willi Dorsch, como la astuta criatura política que era, de repente se calló como un ratón. Si hubiera podido mover sus orejas, las habría enfocado hacia la mesa llena de miembros de las SS. Heinrich sentía lo mismo. Los camisas negras no estaban hablando de cualquier desgraciado hijo de perra. Estaban hablando de Heinz Buckliger, el recientemente elegido Führer y el hombre más poderoso del planeta.
—Como que hay un cielo, que oiremos más basura acerca de la primera edición —predijo, lúgubre, otro hombre de las SS—. Si se hubiese hecho a nuestra manera, les hubiésemos arrancado esas apestosas idioteces de la cabeza de una vez por todas.
—Eso es —concedió el Sturmbannführer, el de más edad de la mesa—. Pero el Wehrmacht no nos da juego y por eso estamos atrapados con este gilipollas.
Un fragmento en latín atravesó la mente de Heinrich. ¿Quis custodiet ipsos custodes?¿Quién vigilaba a los vigilantes? Las SS dictaban, y siempre habían dictado, sus propias leyes. Quizá entre el resto del Partido y el Wehrmacht podían controlarlo. Y, por lo que parecía, las propias SS se habían dividido, con la cuestión del candidato que había de reemplazar a Kurt Haldweim. Aquello era prometedor. Si nadie más podía hacerlo, quizás algunos de los vigilantes le echarían un vistazo al resto.
—Además, es demasiado joven. —El gorila parecía deprimido por las perspectivas.
—Bueno, quizá… —Pero el Sturmbannführer se calló. ¿Qué había estado a punto de decir? «¿Quizá no viva para hacerse viejo?». No, ese no era el tipo de cosas que se soltaban en medio de un restaurante atestado. Si él lo hubiera querido decir, no podía imaginarse a nadie excepto a Lise en quien confiara lo bastante para oírle.
Incluso tal y como eran las cosas, las bocas de los camisas negras habían ido más lejos de lo aconsejable.
Miró su reloj.
—Es casi la una en punto —dijo—. Será mejor que nos vayamos a la oficina. —Willi lo miró como si hubiese perdido el juicio, o como si hubiese hablado en chino. Quería quedarse y escuchar a los de las SS. Ese era exactamente el motivo por el que Heinrich quería irse. Le dio una patada en el tobillo a su amigo por debajo de la mesa. A regañadientes, Willi dejó su silla. Heinrich pagó la cuenta y ambos dejaron juntos el restaurante.
Una vez en la acera, Willi explotó, excitado.
—¿Les has oído? —exclamó—. ¿Les has oído? ¡Prácticamente hablaban de traición, justo aquí, en el Almirante Yamamoto!
—No seas tonto. ¿Cómo van a hablar de traición los miembros de las SS? —replicó Heinrich—. Lo que ellos quieren es lo que el Estado quiere. Y si no me crees, pregúntales.
—¡Ja! —dijo Willi—. No sabía que fueses un tipo tan gracioso.
—No estaba bromeando.
—Lo sé. Por eso es tan divertido. Pero tienes que mirarlo desde el ángulo correcto. —Willi siguió caminando un rato, silbando la tonadilla de un nuevo programa sobre el dueño de un teatro que quería una excusa para hundir su negocio, contrató una obra horrorosa que trataba sobre las malignas maquinaciones de Churchill y Stalin, y descubrió, para su horror, que era lo bastante mala como para convertirse en una comedia de gran éxito. El espectáculo en sí también era una comedia de éxito en Berlín y ya habían surgido varias compañías que la interpretaban por el resto del Reich. Después de una manzana o así, Willi dejó de silbar (una bendición, porque desafinaba)—. Bueno —dijo—, odio admitirlo, pero tenías razón.
—¿En qué? ¿En salir del Yamamoto? Puedes apostar a que sí.
—No, no, no. —Willi meneaba su cabeza con impaciencia—. Sobre la noticia del Beobachter de esta mañana. Si a esos bastardos no les gusta, va a ser peor de lo que yo pensaba. Buckliger sí que va a necesitar echarle un buen vistazo a nuestros cimientos, después de todo. —Una chica de bonitas piernas venía hacia ellos. Willi no dijo ni una palabra sobre los cimientos de ella. Heinrich supo entonces que su amigo hablaba en serio—. Puede que también tuvieras razón sobre algo más —añadió Willi unos pasos después.
—¿Cómo, dos veces en un día? —dijo Heinrich—. Qué piropos me echas. Debe haberse detenido el mundo.
—No, esta otra es anterior. —Willi esperó a asegurarse de que Heinrich quedaba bien escarmentado, y luego siguió—. Si a nuestros encantadores compañeros de almuerzo no les preocupa la primera edición, es probable que sí que haya algo.
—Nunca habías dicho nada semejante con anterioridad. —Heinrich no intentó ocultar su sorpresa.
—Eso es porque antes pensé que no era más que un montón de basura —respondió Willi—. Pero si esos Schweinehund creen lo mismo… entonces se equivocan, y eso quiere decir que yo también.
Heinrich hizo como que le tocaba la frente a Willi.
—Debes tener fiebre, seguro. ¿Decir que tengo razón? ¿Que tú te equivocas? Deliras, si me lo preguntas.
—Quita. —Willi dio un paso a un lado para escapar de Heinrich, y casi tropezó con un hombre que vestía del azul claro de un oficial de la Luftwaffe. Intercambiaron disculpas mutuas. El hombre de la Luftwaffe siguió andando por la calle, hacia el Almirante Yamamoto. Willi miró por encima de su hombro—. Estoy nervioso. No puedo evitar preguntarme si ese tipo va a reunirse con los de las camisas negras para conspirar.
A Heinrich no se le había ocurrido eso.
—Si ves conspiradores detrás de cada arbusto, vas a acabar en una celda acolchada, ya sabes.
—No si los conspiradores están ahí de verdad —dijo Willi—. ¿Se equivocaba Hitler cuando dijo que todos se unieron contra Alemania después de la Primera Guerra Mundial? No, porque era cierto. Solo te metes en problemas cuando ves cosas que en realidad no están ahí.
—Es verdad. —Heinrich sabía cuándo discutir con Willi no merecía la pena. Esa parecía una de esas ocasiones.
Cuando llegaron al Oberkommando der Wehrmacht, Ilse les abordó para decir:
—Perdona, Willi, pero tienes otra llamada de tu mujer. —Puso los ojos en blanco para mostrar lo que pensaba de aquello. Se suponía que la secretaria debía dirigirse a Willi como Herr Dorsch. Que no debía hacer que Heinrich Gimpel quisiera poner los ojos en blanco. Se dirigía a Willi con el Sie en vez del más íntimo du, pero sonaba como si empleara la segunda palabra.
—¿Qué quería Erika? —preguntó Willi—. ¿Quiero saberlo?
Ilse hizo un mohín. Los ojos de Willi se iluminaron. Los rollitos berlineses dieron un vuelco en el estómago de Heinrich.
—No quiso dejarme el mensaje —dijo Ilse—, solo decirme que te dijera que la llamaras. Y dijo que por qué estaba yo allí y tú no. No fue muy amable.
Con el ceño fruncido, Willi dijo:
—La llamaré. No sé por qué, pero la llamaré. —Ilse pensó que aquello era muy divertido. Heinrich se retiró a su mesa. Los asientos financieros nunca le habían parecido tan cautivadores.
Pero, a pesar de lo mucho que le atraían los números, no pudo evitar escuchar la parte de Willi de la conversación (si es que un intercambio de gritos merecía el término). Cuando más duraba, más alto y más enfadado hablaba Willi. Al final, colgó el teléfono de un golpe.
—Scheisse —murmuró.
Heinrich sentía que quería decir lo mismo. Si Willi y Erika estaban peleados, ella buscaría otro hombro en el que llorar, y el primero que buscaría era probablemente el suyo. Su hombro tampoco sería lo único que buscaría. Miró al cielo (o al menos a los paneles fluorescentes y al alicatado insonorizado del techo). ¿Qué hombre viril no querría que una hermosa rubia lo persiguiera? Heinrich no quería, y tenía una detrás. La mayoría de los hombres a los que les habría encantado, no. Si eso no era injusto, no podía imaginar qué otra cosa lo era.
—Guten Morgen, doctor Dambach —dijo Esther Stutzman al entrar en la oficina del pediatra.
—Guten Morgen, Frau Stutzman. —La voz de Dambach le llegó desde el fondo—. ¿Cómo está hoy?
—Bien, gracias. ¿Y usted? —respondió Esther. El no le pidió que le ayudara a meter en cintura a la máquina de café, lo cual debía significar que no había intentado enredar en ella antes de que llegara. Echó un vistazo. Estaba segura: ni siquiera la había enchufado. Le puso agua y café molido y cambió el filtro—. Voy a hacer café, doctor Dambach —dijo—. ¿Quiere uno cuando esté preparado?
—Ja, bitte —dijo—. De algún modo, usted siempre lo hace bien.
—Me alegro de que le guste —replicó, en lugar de llamarle tonto del culo. Él no era idiota y ella lo sabía. Se trataba de un hombre muy agudo; ella deseaba que no lo fuera tanto. Pero siempre que tenía cerca una cafetera, el doctor se convertía en un inútil. Poco después, ella le llevó una taza humeante—. Aquí tiene, doctor.
—Danke schön. —Dambach tomó un sorbo—. Sí, muy bueno. Y sabe cuánto azúcar tomo, también.
—A estas alturas, debería saberlo. —Esther se rezagó un momento, preguntándose si lo que él quería era tener una pequeña charla. A veces lo hacía, a menudo no. Cuando volvió a coger la taza de café, ella volvió a su puesto y miró las citas de la mañana. Cuando vio el nombre de Paul Klein en la lista, hizo una mueca. Si hubiese pensado en mirar el informe de Eduard…
Trató de no pensar en aquello mientras comprobaba en el ordenador quién tenía facturas atrasadas. Imprimió amables cartas de apremio para aquellos que estaban en el primer aviso, un poco más severas para los del segundo y cartas amenazando con acciones legales para dos tardones profesionales. Sabía que el doctor Dambach nunca había demandado a nadie, pero con un poco de suerte la gente que no le había pagado nunca lo haría.
Le llevó las cartas a él para que las firmara. Podía haber hecho el garabato que pasaba por su firma ella misma, pero así no era como se hacían las cosas.
—Oh, los Schmidt —murmuró Dambach cuando llegó una de las cartas más fuertes—. He oído que acaban de comprar un Mercedes nuevo… y que pagaron en metálico.
—Vaya —dijo Esther—. Quizá debería hablar con su abogado, entonces.
El pediatra sacudió la cabeza.
—No quiero tener nada que ver con los juzgados, si puedo evitarlo. Tengas o no tengas razón, entras en un juzgado como un cerdo y sales como una salchicha. Preferiría no cobrar los honorarios. Pero ver que los Schmidt gastan su dinero en todo excepto en las facturas me tienta a prescribir ipecacuana para su mocoso.
Esther rió; sabía que era menos probable incluso que hiciera algo así que poner una demanda. ¿Descargar su ira sobre un niño? Imposible. Impensable. Pero, ¿y si descubría que uno de los niños que trataba es judío? No le cabía duda de que llamaría a las autoridades y después no perdería ni un momento de sueño preocupándose sobre qué le pasaría a él o a su familia. Era concienzudo, cumplidor con la ley…: un buen alemán.
Cogió las cartas firmadas y las ensobró. Los sellos que empleaba eran una serie de luto por Kurt Haldweim en blanco y negro. Mientras los pegaba uno a uno, se preguntó acerca de la gente entre la que vivía, algo que había hecho muchas veces antes. Los alemanes eran del tipo de personas que permanecería en el camino sin pisar la hierba del parque aunque alguien les estuviese disparando con una ametralladora.
Y sin embargo… Muchos judíos que sobrevivían en Berlín estaban allí porque algunos alemanes habían ayudado a sus padres o abuelos a conseguir papeles falsos durante la guerra. Sin los papeles en regla, la vida en el Reich habría sido imposible. Antes eran más fáciles de conseguir, cuando las bombas enemigas convertían los registros en cenizas y los nuevos se confeccionaban sin demasiadas preguntas. Muchos amigos y vecinos habían ocultado judíos, y algunos de ellos, descubiertos, habían pagado su amabilidad con años en prisión o con la propia vida.
Y algunos de los judíos en manos de los nazis se habían mantenido con vida (por un tiempo) saliendo por las calles de Berlín y capturando otros judíos que aún estaban libres. Al compararlos con los valientes alemanes, aprendías… ¿qué? Esther suspiró. Solo lo que cualquiera con un gramo de sentido común ya sabía: que había judíos buenos y judíos malos, en una proporción no muy diferente a la de otros pueblos.
La puerta al exterior se abrió. Esther miró sorprendida el reloj. ¿Ya eran las nueve? Lo eran. Entró una mujer bajita y rechoncha, con papada y ojos protuberantes. Parecía un bulldog. Y su hija de siete años, pobrecita, podría ser su miniatura.
—Buenos días, Frau Bauriedl —dijo Esther—. ¿Y cómo está hoy Wilhelmina?
—Bueno, eso es lo que quiero que vea el doctor —respondió Frau Bauriedl.
Traía a Wilhelmina cada dos semanas, sin importar si a la niña le pasaba algo o no. El doctor Dambach había tratado de oponerse, pero no había tenido mucha suerte. Pagaba sus facturas a tiempo; ni Esther ni ninguna de las otras recepcionistas había tenido que enviarle nunca una carta amable.
El teléfono sonó.
—Disculpe —dijo Esther, encantada de tener una excusa para no tener que hablar con Frau Bauriedl. Cogió el auricular.
—Consulta del doctor Dambach.
—¿Frau Stutzman? —La mujer al otro lado de la línea esperó a que Esther confirmara su identidad, y luego continuó—. Soy Maria Klein, Frau Stutzman. Creo… creo que voy a tener que cancelar la cita de Paul para esta mañana. Verá, estamos bajo investigación por algo…, algo de lo que estamos seguros de no ser culpables. Adiós. —Colgó.
No había dejado traslucir que conocía a Esther de ninguna manera excepto como la recepcionista del pediatra. Allí, en la cálida, iluminada y estéril tranquilidad de la consulta de Dambach, Esther tembló como si hubiese sido sorprendida por una ventisca en Laponia. ¿Estaba Maximilian Ebert o algún otro nazi inflexible con el uniforme de la Oficina Genealógica del Reich o de la Policía de Seguridad al lado de María, escuchando cada palabra que decía y cómo la decía? ¿O tan solo temía que su línea estuviese intervenida?
Bajo investigación. ¿Cuánto había pasado desde que los alemanes capturaran a un judío en Berlín? Debía de haber sido no mucho después de que Esther descubriera que ella lo era. Había supuesto un gran clamor y griterío. ¿Cuánto más estridente sería ahora, cuando a todo el Reich se le había enseñado que llevaban años Judenfrei? Y si los Klein eran encontrados culpables de un crimen tan atroz, ¿qué más les harían confesar los investigadores?
Cuando Esther se puso en pie, sus piernas no quisieron sostenerla. Se apoyó en la mesa durante un momento, hasta que se estabilizó. Volvió a la oficina personal del doctor Dambach más por fuerza de voluntad que por otra cosa. Él levantó la mirada de un periódico médico, con una pregunta en el rostro.
—La llamada de teléfono era de Frau Klein —dijo Esther con cautela. Tenía que vigilar cada palabra, en caso de que ella fuese la próxima—. Al final no va a traer a Paul esta mañana.
—¿No? —dijo Dambach—. Entonces, ¿han decidido ella y su marido llevarle al Centro Misericordioso del Reich? Es lo único sensato, me temo.
¿Lo era? Para alguien viejo y atormentado por, digamos, el cáncer, podría ser. ¿Para un bebé? Por otra parte, para un bebé maldecido por una horrible muerte certera… Esther no lo sabía. Sin embargo, en ese momento la cuestión estaba fuera de lugar. Sacudiendo la cabeza, contestó:
—No, es porque ella y su marido están… bajo investigación, me ha dicho.
—¿De verdad? —El doctor Dambach no necesitaba preguntar por qué estaban siendo investigados. A él era el primero al que se le había ocurrido la posibilidad—. Bueno, estoy seguro de que las autoridades llegarán al fondo de la cuestión. Si resultan ser judíos, ¿quién habría imaginado tal cosa en Berlín y en pleno siglo XXI?
—Sí, ¿quién? —Esther esperaba que su tono fuese el adecuado—. Y Frau Bauriedl está aquí con Wilhelmina —añadió, sintiéndose rencorosa y maliciosa.
—¿En serio? —El pediatra frunció el ceño—. Es una vergüenza que los de arriba no le estén investigando a ella. Los Klein siempre me han parecido buenas personas. Pero las apariencias engañan. Si son judíos… —Meneó la cabeza—. No podemos permitir que esa clase de cosas ocurran, ¿verdad?
Antes de que Esther tuviera que responder, el teléfono volvió a sonar.
—Disculpe, doctor —dijo, y corrió a contestar. Una madre preocupada tenía un niño de tres años que estaba vomitando. Esther le dio hora en el hueco que los Klein habían dejado libre. Incluso aquello le hizo querer llorar.
Lo peor de todo era que no se atrevía a llamar a otras personas para avisarlas. Si los Klein estaban bajo sospecha, ella y Walther también podrían estarlo. Sus avisos podrían convertirse en traiciones. No iba a arriesgarse a eso. Ni siquiera llamaría para decir que iba a dejarse caer para contar algunas noticias. Hasta eso sería demasiado. Tenía que asumir que estaba siendo vigilada, escuchada. Quizá no fuese así. Esperaba, rogaba, que no. Pero no tenía elección. Tenía que actuar como si fuese verdad.
¿Y qué sentido tiene rogarle a Dios, quien ha jugado tan limpio con nosotros durante tanto tiempo? Aquella pregunta y otras del mismo tipo flotaban en la superficie como cadáveres descompuestos cada vez que los tiempos eran nefastos. A Esther solo se le había ocurrido una respuesta. Ahora, volvía a ella. Si no creo, si le doy mi espalda y me alejo, ¿no estaré entonces admitiendo que los nazis tenían razón y que no deberíamos vivir?
Por lo general, aquello era suficiente para mantenerla firme. Podía llegar a ser muy testaruda. Un judío que no fuese testarudo en aquellos días no era un judío. Sin embargo, cuando los tiempos eran tan malos, no podía evitar preguntarse: ¿Permanecí firme durante tanto tiempo… para esto?
Si Dios no podía perdonarla por hacerse preguntas… Peor para Él, pensó.
—Pueden pasar, Frau Bauriedl, Wilhelmina —dijo—. Estoy segura de que el doctor Dambach estará encantado de verlas de nuevo. Si Dambach no podía perdonarla por mentir… Peor para él.
Una mujer entró con un lloroso bebé que se tiraba de su propia oreja. Parecía tener prisa.
—Espero que el doctor pueda verme pronto —dijo—. Rudolf empezó así anoche a las diez y ha seguido así desde entonces. Mi marido y yo no hemos dormido mucho.
—Solo tiene un paciente delante, Frau Stransky —dijo Esther—. Estoy segura de que no tardará mucho. ¿Le gustaría un café mientras espera?
—¡Oh, por favor! —dijo Frau Stransky, como si Esther le hubiese ofrecido el Santo Grial. Esther le alcanzó una taza. Para cuando se lo bebió, deseaba haber tenido en su lugar una inyección intravenosa de cafeína. Esther había tenido mañanas como aquella, aunque sus hijos no habían pasado por muchos dolores de oídos.
Entraron más mujeres con niños en brazos. En la sala de reconocimiento, Frau Bauriedl charloteaba sin parar acerca de las aflicciones imaginarias de Wilhelmina. Lo único malo que en realidad le ocurría a Wilhelmina era que se parecía a su madre.
Al fin, después de aguantar demasiado, el doctor Dambach debió ponerse más abrupto de lo habitual. El tono de Frau Bauriedl se volvió más agudo e indignado.
—¡Qué caradura! —dijo mientras empujaba a su hija delante de Esther—. Creo que la próxima vez iremos a ver a otro. —Ya había hecho esa amenaza otras veces. Esther deseaba que la ejecutara, pero aún no lo había hecho.
Cada vez que la puerta de la sala de espera se abría, Esther tenía que reprimir un estremecimiento. ¿Sería alguien con el sombrío uniforme de la Policía de Seguridad? Cada vez que sonaba el teléfono, su mano quería temblar cuando la estiraba hacia él. ¿Le avisaría alguien de un nuevo desastre?
Si la Policía de Seguridad tenía operativos en la consulta del doctor Dambach, estarían disfrazados de madres preocupadas (uno de los disfraces más efectivos que Esther podía imaginar, y también uno de los más innecesarios). Todas las llamadas de teléfono fueron de madres preocupadas excepto una. Aquella era de un padre preocupado: un dibujante que trabajaba fuera de su casa.
—Ja, Herr Wasserstein, puede traer a Luther a las dos y media de esta tarde —le dijo Esther.
En cuanto vino Irma a la hora del almuerzo, Esther se fue. Tuvo uno de los momentos de mayor ansiedad al salir del edificio. ¿La meterían en un coche y la llevarían a solo Dios sabe dónde? No lo hicieron. Caminó hasta la parada de autobús. Nadie en absoluto la molestó.
Pero el miedo no se fue. Nunca lo haría.
Susanna Weiss había vivido con miedo desde que tenía 10 años. El miedo le hacía estar enfadada. Siempre lo hacía. Había vivido con rabia también desde los 10. La mayor parte del tiempo, convivía con la ira, provocando que todo el mundo a su alrededor conviviera también con ella. Aquello la hacía más respetada (y también más temida) que cualquiera de las otras profesoras del Departamento de Lenguas Germanas. «No te mezcles con ella: te traerá más problemas de los que merece la pena», eran las palabras de advertencia por aquellos días en la Universidad Friedrich Wilhelm, no solo en el departamento, sino también en la administración.
Sin embargo, algunas cosas eran demasiado grandes y fuertes como para enfrentarse a ellas.
Los judíos no luchaban (no podían) contra el aparato del Partido Nazi. Era tan dogma de fe como aquel de «Escucha, oh, Israel, Dios nuestro Señor es uno». El Reich dominaba el mundo como un coloso. «Y nosotros, insignificantes judíos, caminamos bajo sus enormes piernas, y nos escabullimos para escapar a nuestras deshonrosas tumbas».
Susanna sabía que era una cita errónea, sin importar lo verdadera que era. En esos días, Shakespeare estaba más vivo en Alemania que en su tierra nativa. Una serie de espléndidas traducciones del siglo XIX dejaron sus palabras mucho más cercanas al alemán moderno de lo que su lengua original lo estaba del inglés moderno, lo que hacía que la gente de aquí lo siguiera mejor.
Si la Oficina Genealógica del Reich iba a empezar a hacer preguntas sobre los Klein… Su corazón se convirtió en un trozo de hielo. No podía evitarlo, no más de lo que un pájaro es capaz de escapar de una serpiente que lo ha hipnotizado.
—¿Quieres hablar aquí? —le preguntó a Esther Stutzman—. ¿O prefieres ir al Tiergarten? Está a solo un par de manzanas.
Su apartamento era pequeño y estaba lleno de libros, e incluso más cerca de la universidad que del parque. Se llevaba una parte desmesurada de su sueldo, pero no se le ocurría una cosa mejor en la que gastarse su dinero.
Esther puso una taza boca abajo en una mesa atestada de ensayos erróneos sobre Cuentos de Canterbury.
—Bueno, eso depende —dijo con cautela, y esperó.
Depende de si crees que alguien ha puesto aquí un micrófono. Eso era lo que quería decir. Susanna miró a su alrededor. Tenía libros en alemán, inglés, holandés y todos los idiomas escandinavos (incluido el islandés antiguo). La pared estaba llena de cuadros y reproducciones allí donde no había estanterías. Una reproducción alarmantemente auténtica de un yelmo del buque Sutton Hoo les miraba desde una mesa. Si la Policía de Seguridad se había colado para intervenir el sitio, nunca lo sabría hasta que fuese demasiado tarde.
—¿Por qué no caminamos? —dijo—. El parque está muy bonito por la tarde.
—Vamos, pues. —Esther se puso de pie.
Era cierto que el Tiergarten estaba precioso por la tarde. El sol era brillante y cálido. Las golondrinas daban saltitos aquí y allá, tratando de robar migas de pan a las palomas alimentadas por los pensionistas. Los alemanes son una gente muy extraña, pensó Susanna. Son muy amables con los animales. Reservan su salvajismo para las personas, donde importa de verdad.
—De acuerdo —dijo—. Dime qué pasa.
Esther lo hizo, defenestrándose a sí misma en el proceso. Para poner peor las cosas, tuvo que hacerlo con una voz feliz y resplandeciente, para que la gente que pasaba caminando o pedaleando no se preguntara por qué las dos mujeres hablaban con tanta intensidad.
—Si hubiese encontrado el informe antiguo de Eduard Klein, nada de esto habría sucedido —dijo, con una ancha y falsa sonrisa en el rostro—. Pero no se me ocurrió buscar, y ahora los Klein… tienen un problema. —Podía decir aquello con seguridad. Cualquiera puede tener un problema.
Los problemas que tienen los goyim no suelen ser mortales. Susanna se mordió los labios. Los Klein habrían tenido un problema fatal incluso aunque Esther hubiese robado el informe. Susanna nunca había oído hablar del mal de Tay-Sachs hasta hacía unas semanas, pero ese tipo de problema no te preocupa cuando oyes hablar de él. Viene derecho, se te presenta y se instala para quedarse.
—Ahora es muy tarde para apurarse con eso —le dijo a Esther—. Está hecho. Seguiremos adelante.
—Para ti es fácil decirlo —le dijo a Esther—. Tú no lo has hecho. No te despiertas en mitad de la noche deseando poder hacer retroceder el tiempo.
Susanna se encogió de hombros.
—Si sale mal, también sale mal para mí. Si presionan lo suficiente a los Klein como para darles tu nombre y el de Walther, ¿crees que no me nombrarán a mí?
Pasaron junto a una fuente.
—Quisiera saltar y ahogarme —dijo Esther.
—No seas estúpida. Si eres estúpida, es más probable que te delates. —Susanna hizo una pausa para pensar. Abrirse camino a través de las jerarquías dominadas por los hombres en la Universidad Friedrich Wilhelm le había enseñado una cosa: el sistema estaba allí para ser manipulado. Solo hacía falta encontrar la palanca. Creyó ver una—. ¿Dices que Maria te dijo que estaban siendo investigados?
—Eso es. —Esther asintió, entristecida.
—¿Y estaba en casa? —insistió Susanna.
—Sí —volvió a afirmar Esther.
—Entonces no están seguros. No pueden estar seguros —dijo Susanna—. Si estuviesen seguros, se la llevarían a ella y a su marido (y a Eduard también, malditos) a la oficina genealógica o a la comisaría de policía más cercana y les interrogarían. Gracias a Dios, Eduard es demasiado pequeño para enterarse de nada.
Esther seguía afligida.
—¿Quién dice que no lo harán?
—Nadie lo dice. Pero si de verdad fuesen sospechosos, ya lo habrían hecho —dijo Susanna—. Eso significa que están intentando asustar a la gente para que haga algo estúpido y así tener más con lo que trabajar.
—Pues están haciendo un buen trabajo —exclamó Esther.
Pero Susanna sacudió la cabeza. En su caso, el miedo empezaba a ceder ante la rabia.
—Todavía no. No si los Klein aguantan y siguen afirmando que no tienen ni idea de cómo ha ocurrido todo. Deberían buscar un buen abogado, uno importante, que meta ruido.
—¡Como si un abogado fuese a hacer algún bien! —dijo Esther—. ¿Qué abogado en su sano juicio querría tener nada que ver con alguien que podría tener sangre judía? En cuanto perdiera el caso, iría a los campos con sus clientes.
—Eso podría pensarse, ¿verdad? Pero te equivocas. Hay abogados que tratan con Mischlingsrechts —dijo Susanna—. Uno de los juegos que tienen lugar en el Partido es acusar a alguien que no te gusta de tener sangre judía. La mayoría de las veces es una patraña gorda, lo cual es el motivo por el que los abogados que se especializan en leyes de mestizaje no van a los campos. También ocurrió en la universidad hace unos años y por eso lo sé. —Hizo una mueca, como si oliera algo fétido—. Ni te imaginas lo asquerosa que puede ser la política académica.
—Después de las historias de terror que has contado, quizá pueda imaginarlo —dijo Esther. Susanna tenía sus dudas. Sus amigos eran simplemente demasiado buenos para imaginar hasta qué punto podía la gente caer tan bajo. Y si eso no era una ayuda para sobrevivir en el Gran Reich alemán, Susanna no sabía qué podría serlo.
—Deberían amenazar con poner una demanda —dijo.
Detrás de sus gafas, los ojos de Esther se abrieron como platos.
—¿Demandar al Gobierno? ¡Les dispararían solo por pensarlo siquiera!
Susanna volvió a menear la cabeza.
—No, simplemente perderían o rechazarían su demanda antes de llegar a juicio. Pero si meten ruido, si contraatacan, la gente pensará que son inocentes, porque ningún culpable actúa así.
Existía, o había existido, un dicho en inglés: «Los tudescos están o en tu garganta o bajo tus pies». Tenía algo de verdad. Los alemanes que creían tener mano de hierro actuaban así. Y los que no, se arrastraban.
Esther misma era una persona callada y pacífica. Susanna no, y nunca lo había sido. Devolvía los golpes siempre que podía, a veces poco a poco, a veces no. Hasta el momento, nunca había tenido la oportunidad de devolverle una al mismísimo Reich. Lo había imaginado (¿qué judío no?). Pero los sueños de venganza seguían siendo sueños. No estaba loca. Sabía que nunca podrían. Aun así, la perspectiva de hacerle unos nudos al sistema le parecía buena.
—¿De verdad crees que debería decirle esto a los Klein? —preguntó Esther, vacilante—. ¿No les traerá peores problemas?
Susanna miró a su alrededor. Nadie estaba especialmente cerca de ellas. Nadie les prestaba demasiada atención. Podía hablar con libertad, o con tanta libertad como se puede hablar en el Gran Reich alemán.
—Están bajo sospecha de ser judíos —dijo—. ¿Cómo pueden meterse en un lío mayor?
Para su sorpresa, Esther lo meditó.
—Quizá si fuesen gitanos homosexuales… Pero entonces, no tendrían un bebé, ¿no?
—No. —Susanna luchó contra las carcajadas, aunque fuese humor negro. El Reich se había preocupado de librarse de los gitanos casi tanto como de los judíos. No sabía si habría sobrevivido alguno. Si así era, también estarían escondidos. En cuanto a los homosexuales, los pocos que estaban en las altas esferas del partido y los que estaban en ciertos círculos de las SS hacían lo que les placía. Los demás seguían enfrentándose a una persecución salvaje. A diferencia de los judíos y los gitanos, no podían ser erradicados para siempre, porque salían nuevos brotes cada año. Al menos, les daban a las autoridades algo que hacer.
—Hemos caminado hasta el zoo —dijo Esther, asombrada—. ¿Entramos y vemos a los animales?
—¡No! —Susanna se sorprendió incluso a sí misma por la vehemencia de su reacción. Tuvo que detenerse y pensar por qué se sentía de aquella forma—. No quiero mirar leones, elefantes y avestruces en jaulas, no cuando yo misma estoy en una.
—Oh. —Esther también meditó aquello—. Pero a la gente le gustan los animales —dijo después de un rato—. A los berlineses siempre les han gustado. —Para probarlo, un hombre lo bastante viejo como para haber servido en la Segunda Guerra Mundial se sentó en un banco esparciendo miguitas de pan para los pájaros y las ardillas.
—Tienes razón, pero no me importa. —Susanna levantó la barbilla en un gesto de cabezonería. Aquella era la expresión que el Herr Doktor Profesor Oppenhoff había llegado a temer—. Siguen ahí atrapados y no quiero tener nada que ver con ellos.
Esther no discutió. Conocía a Susanna lo bastante para saber lo inútil que podía ser discutir con ella. Se encogió de hombros y dijo:
—En ese caso, volvamos a nuestro apartamento.
—De acuerdo. —Susanna estuvo encantada de dar la vuelta. Suspiró—. Jamás pensé que desearía vivir en Inglaterra.
—¿Y eso? —preguntó Esther—. Allí también tienen su propia gente que les vigila.
—Pero tienen un partido que se toma en serio lo de pasar una nueva página —replicó Susanna—. Nosotros no. Oh, la gente dice que el nuevo Führer será diferente, pero yo lo creeré cuando lo vea.
—Espero que así sea —dijo Esther—. Quizá signifique tiempos más fáciles para… todos. —Escogió aquella palabra inocua porque un hombre con el uniforme marrón del Partido se acercaba en su dirección. Parecía dedicado a sus propios asuntos, pero Susanna también habría usado una palabra inocua en cualquier lugar donde pudieran oírlas.
—Tiempos más fáciles —dijo Susanna, melancólica—. También lo creeré cuando lo vea, en especial con lo que está pasando ahora. —Deseó no haber dicho aquello en cuanto lo hizo; Esther parecía al borde de las lágrimas. A menudo, Susanna hablaba primero y se preocupaba de las consecuencias después. Cuando era más joven, pensó que la costumbre desaparecería. Pero era parte de ella. A veces, aquello la metía en problemas. Otras veces, resultaba muy valioso. Lo más común eran los dos casos a la vez. Sabía que en este caso tenía que reparar el daño e hizo lo que pudo—. De una forma u otra, todo saldrá bien.
—Eso espero —dijo Esther—, pero no veo cómo.
—Mientras actuemos como cualquier otro ciudadano del Reich cuando sus derechos son violados, creo que todo irá bien —dijo Susanna.
—Si fuésemos cualquier otro ciudadano del Reich, nuestros derechos no serían violados —dijo Esther—. No de este modo, al menos.
—No así, cierto —admitió Susanna—. Pero seguirían siéndolo. En eso consiste el Reich: el gobierno hace lo que quiere y todo el mundo tiene que quedarse quieto. Pero la gente no lo hace. Al menos, no los alemanes. Si chocan contra ellos, devuelven el empujón.
—O son derribados —dijo Esther.
Susanna deseó que Esther no hubiese dicho aquello, no porque estuviese equivocada, sino porque tenía razón. O son derribados. Esa había sido siempre la respuesta del Reich para todo. Y, a juzgar por los últimos setenta años, había sido una respuesta muy efectiva.