4

Heinrich y Lise Gimpel se defendían de un pequeño slam de picas, doblado, que Willi Dorsch estaba jugando. Heinrich era el que había doblado. Con el as de corazones en la mano, ¿por qué no? Una baza más después de esa, pensó, caería de alguna parte. Aquel as había sido su jugada de apertura… para descubrir, con dolor, que Erika fallaba en corazones. Willi había sonreído como el Gato de Cheshire cuando recogió el precioso as perdido.

Los defensores habían materializado una baza, pues los tréboles habían quedado repartidos de forma equitativa y la reina de Heinrich había sobrevivido. No veía de dónde sacar una segunda baza, la que cerraría el contrato. Sus dos triunfos pequeños se habían ido, arrastrados, y Lise solo había tenido uno.

Willi salió con la reina de diamantes. Heinrich jugó, taciturno, el siete. El as estaba boca arriba sobre la mesa en la mano del muerto. Willi no lo había jugado, confiado, escogiendo en su lugar el tres. Lise ni siquiera sonrió cuando arruinó el impasse jugando su rey sobre la reina.

—Uno abajo —dijo con dulzura.

—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo Willi. Podría haber añadido algo más mordaz que eso, pero las tres niñas Gimpel se habían ido a la cama hacía solo unos minutos y podrían haberle oído. Le envió a Heinrich una mirada acusadora.

—Tú eres el que has doblado. Estaba seguro de que tú tenías ese… miserable rey.

—Doblé basándome en el as —dijo Heinrich—. Cuando lo has despreciado, pensé que estábamos condenados. Terminemos la mano… Quizás hagamos otra baza.

Lise salía. Willi se llevó con facilidad el resto de las bazas, pero Erika y él seguían uno abajo. Su esposa suspiró, afligida.

—Yo hubiera hecho lo mismo. —Heinrich salió en defensa de Willi.

—¿Sí? —Erika no parecía creérselo.

—Seguro —dijo—. Lise no apostó durante la subasta. Teníais que suponer que las buenas cartas estaban en mi mano.

—Quizá. —Erika aún parecía dubitativa… y molesta con su marido—. Si tú hubieses intentado aquel impasse, Heinrich, probablemente habría funcionado.

Willi Dorsch no dijo nada. Sin embargo, se puso rojo mientras recogía las cartas. Heinrich trató de suavizar las cosas, diciendo:

—¡Ja! Ya me gustaría. Se me han ido al garete más impasses que planes a los rusos el día que les vencimos.

—Pero no te los juegas a no ser que sea necesario —dijo Erika—. Willi intentó ese solo por hacerse el gallito. Podríamos haber ganado sin esa jugada.

Hablaba como si su marido no estuviese allí. Willi también se dio cuenta y se puso más rojo que nunca.

—Nos habríamos metido en problemas si no lo hubiera intentado —insistió.

—No creo —dijo Erika.

—¿Quién reparte? —preguntó Lise. Puede que no fuese la sabiduría de Salomón, pero fue suficiente para evitar una discusión. La siguiente mano fue apasionante; los Gimpel apostaron dos corazones e hicieron tres. En la mano siguiente, Erika Dorsch hizo cuatro picas y cortó la racha de los Gimpel.

No le dijo nada a Willi. Dejó tan claro que no le iba a decir nada que él volvió a ponerse colorado.

—Sí, eres un genio —gruñó—. Vale. Lo admito. ¿Ya estás contenta?

—Solo he jugado con prudencia —dijo Erika—. No es que no tengas sesos, cariño. Es solo que no siempre te preocupas de usarlos. Si quieres saberlo, es aún peor, porque podrías. —Las cosas ya habrían estado bastante mal si lo hubiese dejado ahí, pero siguió hablando—. Heinrich, en cambio, utiliza al máximo lo que tiene entre las orejas.

Lise Gimpel miró a su marido de reojo. Él no necesitó verla para saber que aquello implicaba varios tipos de problema. El más inmediato era entre Willi y Erika. Willi inspiró hondo. Por el feo brillo de sus ojos, Heinrich supo con una certeza rápida y absoluta lo que iba a decir. Habría sido grosero en un vestuario. En una mesa de bridge, sería un desastre. Heinrich se adelantó, diciendo:

—Si soy tan listo como dices, ¿por qué no soy rico? Si soy tan inteligente, ¿por qué no soy lo bastante listo como para implantarme una cara con mejor pinta?

Esperaba que aquello ayudara a calmar a Willi, quien, según el estándar de cualquiera, era mejor parecido que él. Y lo habría hecho, si Erika no le hubiera echado gasolina al fuego:

—Hay cosas que no se pueden elegir. Otras… sí. —Miraba directamente a su marido.

Willi había conseguido mantener cierto control sobre su temperamento. Su voz era densa por la rabia cuando dijo:

—Ya hablaremos de eso más tarde. —Al menos, quería hablar de ello más tarde en lugar de tener una bronca allí mismo.

—¿Por qué no traigo el café y el pastel? —dijo Lise—. Creo que quizá hemos tenido suficiente bridge por hoy.

Heinrich esperó que Erika se levantara y ayudara, pero no lo hizo. Se percató poco a poco de que estaba tan enfadada con su marido como él con ella. Podía ser que también se hubiese dado cuenta de lo que su marido estuvo a punto de decir… o quizá estaba enfadada por razones que no tenían nada que ver con el bridge y que trascendían el juego. Allí sentado con ellos, esperando a que Lise volviera, Heinrich se sentía como un hombre en medio de un campo de minas.

Sin embargo, cuando el campo de minas estalló, lo hizo en una dirección inesperada. Erika Dorsch posó su mirada azul sobre él y preguntó:

—¿Qué opinas de todo el asunto de la primera edición de Mein Kampf?

Pocos residentes del Reich habrían estado cómodos contestando a aquella cuestión. Horrorizaba a Heinrich por toda clase de motivos, de los cuales Erika no sabía nada en su mayor parte. Trató de pasar de puntillas.

—Lo que yo opine no importa. Lo que cuente será lo que digan los de arriba.

—Es lo que le dije a Heinrich en la oficina: todo ese asunto no es más que un montón de basura —dijo Willi—. Nadie importante le prestará atención.

La mirada azul que Erika le envió podía haber procedido de dos sopletes oxiacetilénicos.

—Ya sé lo que tú piensas. Tengo que… Lo he oído suficientes veces. Trato de saber lo que opina Heinrich.

Viniera de donde viniese la rabia, era genuina. Heinrich se preguntó si Erika le había puesto el ojo encima de verdad, o si solo le estaba utilizando para hacer que Willi se enfadara y se pusiera celoso. En cualquier caso, funcionaba. Willi echaba humo.

—Como ya he dicho —dijo Heinrich—, no sé qué pensar. ¿Y tú, Erika? —Se arrepintió de la última pregunta en cuanto las palabras salieron de su boca, lo cual era, por supuesto, demasiado tarde.

—¿Yo? Creo que ya era hora de que alguien sacara esto a relucir —dijo—. ¿Para quién está el Reich, sino para la gente que está en él? ¿No deberíamos tener algo que decir acerca de quién lo gobierna?

Heinrich estaba de acuerdo con aquello, hasta donde podía estarlo. Sin embargo, jamás se habría atrevido a decirlo en alto. Willi Dorsch soltó un bufido.

—Mi esposa, la demócrata. Por eso cambió Hitler las cosas después de la primera edición. Mira qué disparate obtuvieron los franceses. Mira los americanos. Si vas por ahí eligiendo políticos, besarán el culo de la gente que les vote. Se necesitan hombres que lideren, no que adulen.

Al fin, Lise trajo los pasteles y el café. Puso un plato y una taza delante de Willi.

—Toma. ¿Por qué no lideráis esto?

—Gracias, Lise —dijo Willi mientras se cortaba un trozo de pastel—. Veo que no sigues la opinión acerca de lo maravillosa que es la estúpida primera edición. Tienes el sentido común de saber que es basura.

—Yo estoy con Heinrich —dijo su mujer—. De un modo u otro, no tengo nada que hacer. ¿Qué sentido tiene discutir sobre ello?

—Sí que tiene sentido —insistió Erika Dorsch—. Si el Partido Bonzen supiese que la gente está mirando por encima de su hombro y esperando a echarlos en caso de que cometan alguna estupidez o de que se enriquezcan a costa del poder, quizá tendrían más cuidado.

Heinrich tenía la misma esperanza. ¿No serían los líderes responsables de la gente que gobernaban más moderados que los líderes responsables de nadie excepto de sus cortesanos? No podían ser más severos. No obstante, no importaba lo que él esperase, tenía que mantenerse callado e imparcial. El silencio era más importante que la seguridad. El silencio era la supervivencia.

Aquello era igualmente cierto para otros aparte de los pocos judíos ocultos, como Willi señaló.

—Cuando todo esto acabe, cuando tengamos un nuevo Führer, la Policía de Seguridad va a echarle un buen vistazo a todo el que parloteó sobre la primera edición y lo maravillosa que es. Supondrán que algunos no son más que idiotas y les evitarán la horca. Pero otros, los agitadores, acabarán con una buena ración de tallarines en sus bocazas. —Aquel eufemismo para una bala en la nuca se había convertido en parte del lenguaje común alemán.

Lo único que consiguió es volver a enojar a su mujer.

—¿Y qué hacemos, entonces? —interrumpió su mujer—. ¿Sentarnos sobre nuestras manos y callarnos porque tenemos miedo? ¿Fingir que no somos más que una panda de musulmanes? —Aquello también era jerga, que hacía referencia a los prisioneros que se habían rendido y que esperaban a la muerte.

Aquella pregunta solo tenía una respuesta para Heinrich. Sí, pensó. ¿Qué otra opción queda? ¿No te das cuenta en contra de quiénes te pones?

Quizá Erika no. Había tenido una vida de comodidades y privilegios, confiada por ser una más en el Herrenvolk. Al igual que la mayoría de los alemanes en los últimos cuarenta años, tras la caída de los Estados Unidos. Estaban en la cima, y rara vez tenían que pensar en cómo llegaron a ella.

Segura de sí misma, Erika alzó la barbilla y dijo:

—Soy una aria tan buena como cualquiera de los peces gordos del Partido. Soy tan aria como Kurt Haldweim… y tú también, Willi, y Heinrich y Lise, si simplemente empezarais a andar sobre los cuartos traseros.

¿Podía la arrogancia innata aria pavimentar el camino hacia las medidas esbozadas en la primera edición de Mein Kampf? Era una idea que no se le había ocurrido hasta el momento. Todos nos apoyamos los unos sobre los otros, así que debemos ser iguales a los demás. Era una lógica muy alemana. Pero solo porque Erika pensara que era verdad, ¿lo creería alguien más? Esa era, con toda seguridad, una historia muy distinta.

—Creo que será mejor que nos vayamos a casa —dijo Willi—. Algunas noches no se puede razonar con algunas personas. —Aunque hizo un esfuerzo para sonar animado, Heinrich creía que en el fondo echaba chispas.

Erika no ayudó cuando dijo:

—Te lo he dicho durante años y nunca me has prestado atención.

Seguían atacándose el uno al otro cuando dejaron la casa de los Gimpel y se dirigieron a la parada de autobús de la esquina. Heinrich cerró la puerta detrás de ellos.

—¡Buuuuuf! —dijo, dejando salir un largo resoplido.

—Sí. —Lise estiró la palabra tres veces su longitud normal—. Una noche fascinante, ¿verdad?

—Esa es una buena palabra. —Heinrich podía imaginar varias palabras que se podrían haber utilizado. Fascinante era una de las más seguras.

—No creo que seas parte del problema entre Willi y Erika —dijo su esposa.

—Eso es bueno —contestó, muy sincero.

—No creo que seas parte del problema —repitió Lise—, pero creo que Erika piensa que eres parte de la solución.

—Puede… que tengas razón. —Heinrich no quería admitir aquello. Era peligroso. No peligroso en el sentido de un campo de exterminio, pero sí en el sentido más simple y normal de las complicaciones de la vida. No era el tipo de hombre que se preocupara por otros peligros.

Lise golpeó con el pie las baldosas del vestíbulo de entrada.

—Y si tengo razón, ¿qué vas a hacer al respecto?

—¿Yo? ¡Nada! —exclamó.

La alarma en su voz debió llegar hasta ella, porque se relajó… un poco.

—Bien —dijo ella—. Esa es la respuesta correcta. —Hizo una pausa, pensativa—. Erika es una mujer muy atractiva, ¿no?

Heinrich no podía decir que no. Ella habría sabido que estaba mintiendo.

—Supongo —masculló.

—Quizá no sea una cosa tan mala que tengas en la cabeza más que los demás maridos. —Lise trató de mirarlo de forma severa, pero una sonrisa curvaba las comisuras de su boca, a pesar de sí misma.

Lo mismo se le había ocurrido a Heinrich no hacía mucho. No pensaba admitirlo ante Lise. Se dijo a sí mismo que los torturadores de la Policía de Seguridad no se lo podrían sacar, pero sabía que lo más seguro es que se equivocara. Aquellos tipos eran muy buenos en lo que hacían, y tenían mucha práctica.

Se percató de que tenía que decir algo. No podía quedarse allí sin más. De otra manera, era probable que Lise creyera que él pensaba que era malo tener más cosas en la mente que la mayoría de los maridos, lo cual era lo último que quería.

—Sé cuándo retirarme —le dijo.

Aquello convirtió la sonrisa a medias en una más ancha y feliz.

—Bien —dijo Lise—. Más te vale. —Hizo una pausa—. ¿Sabes cuándo retirarte lo suficiente para ayudarme a limpiar?

—Supongo —dijo una vez más, con tan poco entusiasmo como cuando admitió que Erika Dorsh era atractiva.

Lise le envió una mirada afilada. Luego se imaginó por qué había sonado de aquella forma.

—Qué bien que te conozca desde hace tanto tiempo —dijo.

—Sí, supongo que sí —dijo Heinrich, y aquella, por una vez, resultó ser la respuesta correcta.

Esther Stutzman giró la llave para entrar en la oficina exterior del doctor Dambach.

—Buenos días, Frau Stutzman —dijo el pediatra desde su sanctasanctórum interior.

—Buenos días, doctor —respondió—. ¿Lleva mucho aquí?

—Un rato —dijo Dambach—. ¿Puede echarle un vistazo a la cafetera? No sale más que fango.

—Por supuesto. —Cuando Esther lo hizo, descubrió que había puesto tres veces más café en el filtro. No se lo dijo; la experiencia le había enseñado que hacer notar tales cosas no servía de nada. Él sabía lo que hacía con los niños. Con la cafetera… no. Simplemente puso las cosas en orden y le llevó una taza de café bien hecha.

Danke schön —dijo él—. No sé qué es lo que pasa cuando le pongo las manos encima a esa máquina, pero algo ocurre. No lo entiendo. Sigo las instrucciones…

—Sí, doctor —replicó Esther. Por lo que decía Irma, la recepcionista de las tardes, ella no era la única que había dejado de discutir con Dambach acerca de la cafetera.

Bebió un sorbo de la taza que Esther le había traído.

—Esto está mucho mejor —le dijo—. No sé cómo hace que esa miserable cosa se comporte, pero siempre lo consigue. —Esther, simplemente, sonrió. Si el pediatra quería pensar que era un genio en lo que al café se refería, no iba a quejarse. Él señaló los papeles de su mesa—. He encontrado algo interesante… Peculiar, incluso.

¿Estaba intentando demostrar que era bueno en algo a pesar de no poder hacer un café decente? Esther ya sabía eso. También sabía que tenía que preguntar:

—¿Qué es, doctor Dambach? —Y sonó interesada cuando lo hizo.

Entonces, de pronto, quedó vital y dolorosamente interesada de verdad, ya que él dijo:

—¿Recuerda el caso de Paul Klein hace unos días?

—¿El pobre bebé con esa horrible enfermedad? —dijo Esther, haciendo lo posible por no pensar: El pobre bebé que es judío.

—Sí, exacto. He encontrado una discrepancia fascinante en los registros genealógicos de sus padres.

¡Dios mío! ¿Ha cometido Walter un error? Nada del temor que sentía Esther se reflejó en su cara. Si mostrase miedo cada vez que lo sentía, iría por ahí con cara de pánico todo el tiempo.

—¿De verdad? —dijo aparentando intriga, pero no más de la que una secretaria mostraría.

El doctor Dambach asintió.

—Tampoco sé qué hacer con esto —dijo—. En los informes que obtuve de la Oficina Genealógica del Reich, tanto Richard como Maria Klein parecen tener ancestros lejanos que podrían haber sido… bueno, judíos.

—¡Santo Dios! —Esther tenía mucha práctica simulando esa clase de sorpresa.

—Como he dicho, son parientes muy lejanos —dijo Dambach rápidamente—. Nada que incumba a la Policía de Seguridad, créame. No me incumbe más de lo que le incumbe a usted misma. —Lo dudo, pensó Esther. Lo dudo mucho. El pediatra, por fortuna inconsciente ante tales pensamientos, continuó—. Pero esa insignificante mancha judía puede explicar la presencia del gen de Tay-Sachs en ambas ramas de la familia.

—Ya veo —dijo Esther. Lo que no veía era dónde residía el problema en ese caso.

Dambach procedió a explicárselo.

—Mientras revisaba los registros de los Klein, me topé con una copia de su árbol familiar, una que me dieron cuando el hermano mayor de Paul, Eduard, nació. Esos pedigríes mostraban ancestros arios incuestionables en ambas ramas de la familia, hasta donde podían ser rastreados.

—Cómo… qué extraño —dijo Esther a través de unos labios que de pronto se retorcieron por el terror. Cambiar un registro informático podía poner en el futuro a los sabuesos tras la pista. Pero cambiar una copia impresa antes de ser hecha… Tenía que haber eliminado esos informes de la carpeta de Eduard, pensó Esther. Pero no se le había pasado por la cabeza. Eduard había nacido antes de que ella empezara en la oficina de Dambach y se había olvidado de sus informes. La culpa le hizo desear que la tierra le tragara.

—Extraño, en efecto. Nunca había visto un caso como este —dijo el doctor Dambach—. Y lo que aún es más extraño, ayer por la tarde llamé a la Oficina Genealógica del Reich, y dicen que sus registros no muestran evidencias de manipulación.

Gracias a Dios, pensó Esther. Walter está a salvo. Pero, ¿lo estaban Richard y Maria Klein?

—Quizá… Odio decir esto, pero puede que intentaran deshacerse de su judaísmo, y emplearan documentos alterados —sugirió Esther, haciendo todo lo posible por ellos—. Incluso si no eres lo bastante Mischling para ser arrestado, mucha gente no querría tener nada que ver contigo si tienes siquiera una molécula de sangre judía.

—Alterar documentos oficiales es ilegal —dijo Dambach con severidad. Pero luego hizo una pausa, con una expresión pensativa en su cara redonda—. Aun así, supongo que podría ser. Tiene más sentido que nada de lo que ya haya pensado. Habría deseado, no obstante, que los Klein hubieran confiado en el médico de sus hijos. Después de todo, soy un hombre de mundo. Sé que una pequeña mancha judía puede ser perdonada. No es como si fuesen mestizos o de sangre judía, por el amor de Dios… como si pudiese haber gente así en el corazón del Reich en esta época.

—Por supuesto que no, doctor. Qué idea tan ridícula. —Esther Stutzman acalló un grito. El doctor Dambach se definía a sí mismo como un hombre de mundo, pero creía (le habían entrenado para creerlo) que los judíos eran diferentes a las demás personas. Se consideraba tolerante por estar dispuesto a ignorar un rastro lejano de sangre judía. Y para el Gran Reich Alemán, lo era…

El pediatra rebuscó entre unos papeles de su fichero.

—Como digo, soy un hombre con cierta experiencia mundana. He visto informes genealógicos falsificados con anterioridad. Le sorprendería cuánta gente afirma tener antepasados más grandes que los que tiene en realidad. La mayor parte de ellos son trabajos chapuceros… Fotocopias alteradas y así. Pero el que los Klein me dieron por Eduard parece perfectamente auténtico.

Eso es porque es perfectamente auténtico, al menos en lo que a la Oficina Genealógica del Reich respecta.

—Mientras que tenga la información apropiada, ¿hay necesidad de provocar ahora un escándalo? —dijo Esther. Si Dambach decía que no, podría volver a su puesto en la recepción y soltar un suspiro de alivio cuando no la viesen.

Pero Dambach no dijo nada en absoluto. Simplemente se quedó sentado, ojeando los juegos diferentes de informes genealógicos. Esther sabía que había estirado las cosas hasta donde podía. Si decía otra palabra, su jefe empezaría a preguntarse por qué defendía tanto a los Klein. No dejes que nadie empiece a hacerse preguntas sobre ti, podría ser el mandamiento decimoprimero de los judíos en el Reich. Con una sonrisa en la cara, salió del despacho privado del doctor Dambach.

Tenía mucho que hacer por delante: archivar, facturar, preparar cartas de apremio para los que estaban retrasados en el pago. Se mordió el labio cuando el pediatra usó el teléfono, a pesar de no poder saber a quién estaba llamando. A su mujer, su hermano, su madre, pensó esperanzada.

El teléfono del que ella estaba al cargo (no la línea personal de Dambach) también empezó a sonar. Los pacientes y sus padres (en su mayoría, las madres) comenzaron a entrar. Concertó citas y condujo a niños y adultos a la sala de examen. En una ocasión, concertó una cita de seguimiento con un especialista para un chico cuyo brazo roto no se curaba tan rápido como a Dambach le hubiese gustado.

Mientras se aproximaba el mediodía, el flujo de gente que entraba y salía disminuyó. A veces, el doctor Dambach trabajaba de un tirón hasta la hora de comer, pero este no parecía uno de esos días. Esther se relajó un poco. Tenía la oportunidad de buscar las cosas de las que quería encargarse antes de irse a casa. De ese modo, Irma no tendría que preocuparse de ellas por la tarde, y la propia Esther no tendría que ocuparse de ellas mañana.

El último paciente acababa de marcharse cuando la puerta de la sala de espera volvió a abrirse. Esther levantó los ojos, molesta. ¿Intentaban traer un niño sin cita previa? A menos que fuese una emergencia, pretendía despacharlo con cajas destempladas.

Pero el hombre alto con el desconocido uniforme marrón oscuro no traía un bebé ni llevaba de la mano a un niño. Asintió hacia ella.

—¿Es esta la oficina del doctor Dambach? —preguntó con acento bávaro.

—Sí, eso es —respondió Esther—. ¿Y usted es…?

—Maximilian Ebert, Oficina Genealógica del Reich, a su servicio. —Golpeó sus talones de verdad. Esther intentó recordar la última vez que había visto a alguien hacer aquello, fuera del cine. Lo intentó, y falló—. ¿Está el doctor Dambach? —continuó el hombre de la Oficina Genealógica.

Esther quiso decirle que no. Si hubiera creído que aquello le haría irse para no regresar, se lo habría dicho. Tal y como estaban las cosas, tuvo que ocultar su alarma y sus reticencias y asentir.

—Sí, sí está. Un momento, por favor. —Regresó a la oficina del doctor Dambach. El pediatra estaba comiendo un bocadillo de salchicha de hígado—. Disculpe, doctor, un tal Herr Ebert de la Oficina Genealógica del Reich está aquí para verlo.

—¿Sí? —dijo el doctor Dambach con la boca llena. Tragó con esfuerzo heroico; Esther pensó en una anaconda engullendo un tapir. Cuando Dambach volvió a hablar, su voz era clara—. No lo esperaba tan pronto. Por favor, dígale que puede pasar. —Metió el resto del bocadillo en un cajón de la mesa.

Danke schön, gnädige Frau —dijo Ebert cuando Esther le dio el recado, y volvió a golpear sus talones. ¿Querida señora?, se preguntó Esther. Aquello era demasiada amabilidad para hablar con una recepcionista. ¿Le gustaría su aspecto? El sentimiento no era mutuo. El hombre era moreno y de mejillas caídas, y pensó que debía de tener un carácter muy malo cuando no trataba de ser encantador. Tuvo cuidado de permanecer bien lejos de él cuando lo condujo hasta la oficina privada del doctor.

No se molestaron en cerrar la puerta. Esther oía fragmentos de conversación que salían flotando:

—Obviamente auténtico…

—También auténtico…

—No sé qué hacer con…

—No le molestaría si no fuese por el tema judío…

—Perplejo, sin duda…

Tras veinte minutos o así, el doctor Dambach y Maximilian Ebert salieron juntos. El hombre de la Oficina Genealógica le preguntó a Esther:

—¿Qué sabe usted de todo este asunto de los Klein?

—¿Deberíamos hablar de esto con ella? —preguntó Dambach.

—No veo por qué no —dijo Ebert—. Está claro que ella tiene una herencia aria impecable. Bien, Frau —echó un ojo al pequeño nombre de su chapa identificativa—… ah, Frau Stutzman?

—Solo sé lo que me ha dicho el doctor Dambach —respondió Esther. Una herencia aria impecable. No podía carcajearse, a pesar de lo mucho que lo deseaba. Con cautela, siguió hablando—. Conozco un poco a los Klein, un poco de fuera de la oficina. —Si no dijera eso, ellos lo averiguarían. Mejor admitirlo—. Siempre me han parecido buena gente. Siento que su hijo tenga esa enfermedad tan horrible. —Cada palabra era verdad… Más verdad de lo que Maximilian Ebert podía saber.

—¿Tiene alguna idea de cómo pudieron obtener dos registros genealógicos diferentes, cada uno de ellos claramente auténtico? —preguntó Ebert.

—No. No veo cómo es eso posible —contestó, lo cual era cualquier cosa menos la verdad.

—¿Está seguro de que ambos son auténticos? —preguntó el doctor Dambach.

—Tan cierto como puedo estarlo sin el laboratorio que lo pruebe —dijo Ebert—. Me los llevaré para examinarlos. Y luego, si ambos resultan ser auténticos, tendremos que averiguar qué significa. Por el momento, doctor, no tengo más idea que usted. Y ahora debo marcharme. Un placer conocerla, Frau Stutzman. Guten Tag. —Se tocó el ala de su gorra y salió de la oficina.

—Ahora llegaremos al fondo de esto. —El doctor Dambach sonó como si estuviese leyendo un prospecto.

—Esperemos que así sea. —Esther esperaba haber sonado igual, aunque fuese otra mentira. No, especialmente por ser otra mentira.

La reunión de la Asociación Medieval Inglesa tocaba a su fin. En otro par de días, Susanna Weiss tendría que volar de vuelta a Berlín. La conferencia no había sido la más interesante a la que había asistido. Se llevaba a casa material para al menos dos artículos. Aquello mantendría feliz al profesor Oppenhoff. Pero en realidad no se había celebrado ninguna ponencia espectacular, ni se había producido ningún escándalo jugoso. Sin lo uno ni lo otro, el cónclave acabaría siendo poco memorable.

Sin embargo, había compensaciones. La primera y la más importante era la propia Londres. Junto a sus ideas para los artículos, Susanna también se llevaba a casa suficientes libros nuevos (usados, realmente) como para convertir en realidad las tasas por exceso de equipaje. Su campaña contra las librerías de Londres habría hecho que el general Guderian se sentara y tomara nota. Siempre iba de compras como si fuese una experta en caza mayor que organizaba un safari. Lo único que no tenía eran batidores que hiciesen salir a los libros de sus estanterías, al alcance de su tarjeta de crédito de gran potencia. Tenía que encontrar los volúmenes y cogerlos ella misma… aunque aquello era parte del deporte.

Junto a los libros, se llevaba varios pares de zapatos. Había ido tras ellos con la misma bravuconería efectiva que había empleado en la campaña contra las librerías. Estaba particularmente orgullosa de un par, cubierto por completo de lentejuelas de múltiples colores. Si los llevaba en alguna reunión de la facultad, al jefe de departamento le daría un ataque al corazón… Si el intentarlo no merecía la pena, no sabía qué la valía.

También había otra razón para odiar irse de Londres. No importaba lo indigesta que la AMI había sido ese año: la Unión Fascista Británica al otro lado de la calle tenía bastante atractivo. Susanna creía haber pasado más tiempo en el Crown que en el Silver Eagle. Había llegado a conocer a varios miembros de la UFB que pensaron que era una delegada para «su» reunión. No era el tipo de cumplido que deseaba, quizá, pero era un cumplido.

—¡Aquí está la pequeña dama! —rugirían cuando la vieran, y otras lindezas en dialectos nunca oídos entre los eruditos de la Edad Media inglesa. Le pondrían chapitas, insignias y pegatinas y le traerían pintas hasta que sus muelas flotaran. Habría preferido güisqui escocés, pero los peones fascistas eran una muchedumbre de cerveceros.

También eran una abrumadora multitud en favor de hacer las cosas al modo de la primera edición de Mein Kampf.

—Es evidente, ¿verdad, querida? —dijo un gorila calvo de nariz rota llamado Nick, respirando efluvios cerveceros sobre el rostro de Susanna—. Los hijos de puta que ya lo tienen todo son los que no quieren que los tipos corrientes tengan algo que decir.

—Suena razonable, es cierto —dijo Susanna. Su tono preciso y educado hizo que Nick y sus colegas se partieran de risa. No podía evitar que le gustaran. Si había algún modo de conseguir que las cosas cambiaran, dependía de ellos. Pero la forma en que siguieron riendo mientras fanfarroneaban sobre peleas y brutalidades pasadas la asustó. Si supieran que soy judía, se reirían igual mientras me apedreaban hasta la muerte.

Perdonó, o al menos olvidó, sus hipotéticos pecados cuando la pasaron de tapadillo a la sesión climatizada de su asamblea. Ellos no creían que fuese ilegal, claro, y llevaba encima suficientes adornos de la UFB como para que nadie, ni sus compañeros ni los sucios matones de las puertas, se dieran siquiera cuenta de que no tenía ni una identificación entre las baratijas.

Las cosas eran indudablemente más animadas aquí que en la convención de la Asociación Medieval Inglesa. La gente rugía canciones y estribillos estridentes. Las tonadas provenían de la música popular británica. Algunas de las palabras eran fuertes, otras divertidas, otras obscenas. La mayoría eran a favor o en contra de la primera edición. Aquí y allá, la gente a favor de las viejas reglas se peleaba con la gente que estaba en contra. Los guardias de la UFB trataban sin demasiada suerte de mantener separadas a las dos facciones.

Una botella de cerveza se rompió contra el suelo a un par de metros de los pies de Susanna.

—¡Alguien va a resultar muerto! —exclamó.

—Algunos de estos bastardos merecen morir —respondió Nick.

La simplicidad bruta del fascismo siempre había fascinado y repelido al mismo tiempo a Susanna. ¿A alguien no le gusta tu manera de actuar? Líbrate de él y sigue yendo a lo tuyo. Si eres lo bastante fuerte, puedes; y así pruebas que tenías razón.

Había, por supuesto, un pequeño problema…

—Supón que deciden que tú eres el que tiene que morir —dijo Susanna.

—Eso demostraría que son una panda de jodidos cabrones —dijo Nick.

Sin embargo, uno de los amigos del rufián vio lo que Susanna daba a entender.

—Si cuentan con reventar cabezas con las manos, espero que nosotros también lo hagamos —dijo—. De eso va este negocio, ¿de acuerdo? —Susanna asintió. Después de un momento, Nick hizo lo propio, a regañadientes.

Otra botella se estrelló, esta vez sobre la cabeza de alguien. Sus amigos sacaron al hombre que sangraba al vestíbulo. Susanna se estremeció, sintiendo como si hubiese sido transportada al pasado. Así era como habían empezado los nazis noventa y nueve años antes: reuniéndose en tabernas en las que se celebraban tantas peleas como asambleas. Sin embargo, no había comunistas que vinieran a desbandar este cónclave. Otro escalofrío. Si quedara algún comunista vivo, se estaría escondiendo tan bien como el puñado de judíos del Reich.

¡Pam, pam, pam! Para su alivio, no eran armas de fuego. Era el presidente golpeando su martillo enfrente del micrófono del podio.

—Ya es suficiente —gritó Charlie Lynton, retumbando su voz amplificada por toda la sala. —¡Pam, pam, pam!—. ¡Sentaos! —Lynton tenía cincuenta y tantos, y un acento inglés de clase alta que revelaba su nacimiento en Edimburgo. Era tranquilo e inteligente. Lideraba la Unión Fascista Británica desde mediados de los noventa, y mantenía una línea tan independiente como podía sin despertar las iras alemanas.

—¿A favor de quién piensas que se pondrá? —preguntó Susanna.

—Oh, está con nosotros —dijo Nick, y los hombres que le rodeaban asintieron—. Puede ganarse un montón de votos, y lo sabe.

Un gran número de los hombres uniformados que había allí arriba tenían aspecto de estar masticando limones. Las cosas habían sido iguales desde hacía casi setenta años, desde que Inglaterra cayera ante el Wehrmacht. Si por los guardias fuese, las cosas habrían funcionado de la misma manera para siempre, pero Charlie Lynton era un soplo de aire fresco en el partido que no se había visto desde hacía mucho tiempo.

Este volvió a golpear con el martillo. ¡Pam, pam, pam!

—Vamos, muchachos, sentaos —volvió a decir—. Pongamos algo de orden aquí. —Ninguna frase podía haber sido mejor calculada para llamar a los fascistas. Poner las cosas en orden (su noción de orden), era la raison d'être de los fascistas.

Pero ni siquiera aquel preciado llamamiento funcionó.

—¡Viva la primera edición! —bramó Nick, al mismo tiempo que otro fascista, con un juego de pulmones igual de impresionante, rugió:

—¡Al diablo con la primera edición! —El caos brotó de nuevo.

¡Pam, pam, pam! Lynton golpeaba tan fuerte que habría usado un arma si hubiese tenido una.

—¡Basta! —gritó, pegado al micrófono. Por la forma en que la palabra resonó por toda la sala, podría haber sido Dios el que estuviera gritando… suponiendo, lo cual Susanna creyó improbable, que Dios se interesara por las peleas internas de la Unión Fascista Británica.

—¡Primera edición! ¡Primera edición! —Esta vez era un cántico organizado, profundo, fuerte y atronador. Los británicos habían aprendido bien sus lecciones; gritos similares de «¡Sieg heil!» resonaban por todas las reuniones nazis de Berlín, Múnich y Nuremberg.

Los enemigos de la primera edición no estaban tan bien disciplinados. No tenían un cántico de réplica. Gritando sus protestas como individuos, no podían ahogar los gritos de los que estaban a favor del cambio.

—¡Primera edición! ¡Primera edición! —gritaba Susanna con sus camaradas. Sus amigos, supuso que tendría que llamarlos por el momento. El cántico interminable era contagioso. Hacía latir su corazón. De vuelta en casa, tendría tan poco que ver con el nacionalsocialismo como pudiera sin levantar sospechas. No había apreciado de verdad el poder de las asambleas en masa. Ahora que se encontraba en medio de una, lo comprendió. Se sentía atrapada en medio de algo más grande que ella misma. No era una sensación habitual en ella. Desconfiaba, pero, ¡oh, era embriagador!

Charlie Lynton dejó que el canto siguiera durante dos o tres minutos y luego utilizó el martillo una vez más.

—¡Ya basta! —tronó por segunda vez—. Tenemos mucho que hacer y no lo haremos si desperdiciamos todo nuestro puñetero tiempo gritándonos los unos a los otros. —Sacó una hoja de papel del bolsillo interior de su uniforme negro. La mayoría de los hombres de la UFB le recordaban a Susanna a bandidos. Unos cuantos a oficiales del ejército. Charlie Lynton parecía, de algún modo, un ejecutivo empresarial, a pesar de las charreteras—. Tengo aquí un mensaje de Su Majestad, el rey Enrique IX.

Allí donde ninguna otra cosa había funcionado, aquello se ganó el silencio y la atención absoluta. Enrique era como el rey Umberto en Italia: no tenía poder real, pero sí un enorme prestigio. El Duce y el Partido Fascista Italiano no tenían por qué escuchar a Umberto, pero lo hacían si eran inteligentes… y la mayoría quería serlo. Lo mismo era cierto para Charlie Lynton y la UFB con respecto al rey Enrique.

—Mis leales, valientes y fieles súbditos —leyó Lynton—: Estoy encantado y orgulloso de que tantos de vosotros deseéis regresar a las anteriores y, en mi opinión, mejores tradiciones del partido al que tan íntimamente estáis afiliados. Deseándoos sabiduría en vuestro debate, os saluda atentamente Enrique, rey de Inglaterra deo gratia y defensor de la fe.

Al lado de Susanna, Nick entró en erupción como un volcán, con un gran rugido de júbilo y regocijo. Susanna también aplaudió y lanzó vítores. Al igual que la Unión Fascista Británica, el rey Enrique había hallado una forma de apoyar la democracia y a los nacionalsocialistas al mismo tiempo. Aquello no era fácil. Susanna ni siquiera había imaginado que fuera posible. Pero se había hecho.

¿Y nosotros?, se preguntó ilusionada. ¿Cómo vamos a elegir a nuestro próximo Führer? Nadie en la RRG ni en la BBC había dicho mucho al respecto. Se estaba deliberando: eso era todo lo que se admitía. Sonaba más a caso criminal que a otra cosa. Susanna hizo una mueca. Probablemente lo sea.

En el estrado, alguien de la vieja guardia lanzaba vituperios contra la primera edición y todo lo que sostenía. Cuanto más hablaba, más altos eran los abucheos y las mofas de los de abajo. Charlie Lynton le dejó seguir y seguir. Aquel sujeto dañaba a su propia causa más de lo que lo podría haber hecho Lynton.

Cuando el viejo acabó por sentarse sobre su asiento en la tribuna, el líder de la UFB sonrió a los de abajo y dijo:

—Bueno, creo que eso nos dice bastante acerca de qué apoyamos, ¿no?

Unas cuantas almas tercas abuchearon a Lynton, pero sus quejas casi se perdieron en la gran sala, ya que la mayoría de los enemigos de la primera edición se sentaban en silencio, como avergonzados de admitir que estaban de acuerdo con el desastroso orador y en contra del presidente y del rey.

—¡Está decidido, por Dios! —bramó Nick, y plantó un beso cervecero en la mejilla de Susanna. Parte de ella quería abofetearlo. El resto estaba tan excitado de estar allí que no se molestó demasiado.

—Tenemos quorum —dijo Charlie Lynton—. Es hora de hacer la pregunta. ¿Cambiaremos nuestras reglas para devolverle a los miembros de la Unión Fascista Británica los poderes que son suyos por derecho, como se indica en la primera edición de Mein Kampf, o seguiremos como hasta ahora, bajo el dictado de unos pocos sobre la mayoría?

Una de las ventajas de ser el presidente era que Lynton no solo guiaba el debate, sino que también fijaba sus términos. Si se hubiese opuesto al cambio, podría haberlo llamado destruir la tradición y rendirse ante las reglas de la turba. Pero como no era así…

La reforma se aprobó de manera abrumadora, por más de tres a uno. Esta vez, Susanna besó a Nick en su barbuda mejilla. Para su asombro, el fascista británico duro de roer se puso lo más colorado que había visto nunca.

—Gracias, amigos —dijo Lynton cuando se completó el recuento—. Habéis hecho lo correcto y habéis sido muy valientes. Ahora, esperemos que nuestros colegas alemanes se beneficien de nuestro ejemplo.

El índice de Herr Kessler salió disparado como una serpiente que ataca.

—¡Alicia Gimpel!

Alicia se levantó de un salto. Se puso firme, casi rígida.

Jawohl, Herr Kessler!

—¿Cuál es el principio sobre el que se basa la fundación del Partido Nacionalsocialista y todos los partidos fascistas?

—El Führerprinzip, Herr Kessler —contestó Alicia—. El líder del partido es el que mejor conoce la dirección que este debe tomar. —Lo habían aprendido el año anterior. Nunca olvidaba sus lecciones.

—Correcto —gruñó su profesor—. Siéntate. —Kessler merodeó frente a la pizarra. Esa era la única palabra que Alicia podía encontrar para describir su movimiento. Podría haber sido un león o un leopardo cazando algo para despedazarlo. Se preguntó qué le habría puesto de un humor tan terrible. Él miró a la clase—. ¿Tiene alguien algo que decirle al Partido Nacionalsocialista del Gran Reich alemán acerca de cómo llevar sus asuntos? ¿Alguien?

—No, Herr Kessler —respondieron los niños a coro… lo cual era, obviamente, la respuesta que deseaba.

Asintió, con el rostro aún absorto y enfadado.

—Él no es la respuesta correcta. Por tanto, ¿qué debemos hacer cuando los ingleses tengan la osadía de decirnos tales cosas? ¿Qué tenemos que hacer? —La mano de un chico se alzó al aire. Kessler le apuntó—. ¡Wolfgang Priller!

El chico también se levantó de un salto.

—¡Castigarlos, Herr Kessler! —Su voz era alta y chillona.

Kessler volvió a asentir e hizo unos garabatos en el libro de notas.

—Tienes el espíritu alemán apropiado, Priller —dijo—. Yo también creo que eso sería lo mejor que podría hacer el Reich. ¿Pero qué vamos a hacer…? —Parecía más infeliz aún—. Sin un Führer, ¿quién puede saber lo que vamos a hacer? Y si no hacemos nada, si permitimos que los ingleses se vayan de rositas con su insolencia, ¿no sería un signo de debilidad?

Ja, Herr Kessler —dijo la clase, aplicada.

—¿Qué pasa con la primera edición, Herr Kessler? —preguntó un niña.

—Trudi Krebs —murmuró el profesor—. ¿Hablan tu padre y tu madre de la primera edición? ¿Lo hacen? —preguntó de forma brusca. La niña asintió. Volvió a escribir en el libro de notas y luego cerró el libro de un carpetazo, de modo tajante, espantoso. No contestó a la pregunta de Trudi.

El silencio, un tipo particular de silencio, llenó la clase. Se ha metido en problemas, pensó Alicia, y luego, y su madre y su padre seguro que también. Incluso antes de descubrir que era judía, sus padres le habían enseñado a no decir demasiado a los demás adultos. La mayoría de los niños del Imperio Germano recibía lecciones similares. Cuanto menos le enseñaras al mundo exterior, más a salvo estabas.

Pero Trudi se había equivocado. Los niños lo hacen a veces. Alicia sabía que por eso no podía decirles a Francesca y a Roxane lo que eran en realidad, por eso tenía que seguir escuchando cómo decían cosas horribles sobre los judíos cuando ellas mismas eran judías, por eso ella había dicho cosas horribles sobre los judíos hasta no hacía mucho… y por eso tenía que seguir diciendo cosas horribles sobre los judíos ahora, solo para asegurarse de que nadie sospechaba.

Herr Kessler soltó un bufido por la nariz. Él también sabía qué clase de silencio era aquel.

—La primera edición de Mein Kampf —dijo con seriedad— está llena de los primeros pensamientos de Adolf Hitler acerca de cómo debía funcionar el Partido Nacionalsocialista. La mayoría eran pensamientos maravillosos, maravillosos de verdad. Aber natürlich, nuestro amado primer Führer era un hombre excepcional, maravilloso, brillante. Pero a veces, cuando miraba atrás a lo que había escrito, descubría más tarde que tenía ideas todavía mejores.

Wolfgang Priller volvió a levantar la mano.

—¡Una pregunta, Herr Kessler! —El profesor asintió—. ¿Es como cuando nos dice que revisemos un tema?

—Sí. ¡Exactamente! —La sonrisa de Herr Kessler, por una vez, era ancha, auténtica y llena de satisfacción—. Justo así. Y si hasta Adolf Hitler veía que podía mejorar su trabajo a través de la revisión, confío en que veáis que podéis hacer lo mismo.

Los niños asintieron, Alicia entre ellos. No obstante, volvía a jugar al camaleón, pues en su interior resoplaba con desdén. Repasar era lo que más odiaba de todo lo que hacía en el colegio. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Si lo piensas un poco antes de sentarte a trabajar, y lo haces bien la primera vez, ¿por qué necesitas dar vueltas sobre ello después?

—Así que ya lo veis —continuaba el profesor—, si el grande y sabio primer Führer cambió Mein Kampf, como así hizo, la primera edición tiene menos valor que las que le siguieron. Cualquiera que sostenga lo contrario sufre sin lugar a dudas de una carencia de sentido común.

Cuando los niños salieron al patio para el almuerzo, nadie quiso tener contacto con Trudi Krebs. La mayoría de sus compañeros de clase fingían que no estaba allí. Algunos (chicos, en gran parte) hablaban de ella como si fuese invisible.

—Chicos, se va a liar —predijo Wolfgang Priller con un cierto entusiasmo lúgubre—. Echarán abajo su puerta en medio de la noche, y luego… —No dijo lo que ocurriría después, pero no hacía falta. Los demás niños temblaron con delicioso horror. Todos sabían el tipo de cosas que sucedían cuando echaban abajo tu puerta en medio de la noche.

Trudi se sentaba a solas en un banco, luchando contra las lágrimas. Alicia quería acercarse y darle todo el consuelo posible. Antes de descubrir que era judía, lo habría hecho. Ahora no se atrevió. Ser lo que era la había convertido en una cobarde. Lo odiaba, se odiaba a sí misma por no atreverse. Pero no se movió. No tenía miedo de meterse en problemas. Había estado en esa situación montones de veces. Sin embargo, meter a su familia y amigos en un lío era diferente. No podía hacer eso. Por tanto, se mordió un labio y se quedó donde estaba.

Alicia se preguntó si Trudi aparecería siquiera en el colegio al día siguiente. Pero lo hizo, y el día después también, y el resto de la semana. Herr Kessler parecía sorprendido. Alicia misma estaba sorprendida. Si la patada en la puerta en medio de la noche no se había producido… Bueno, ¿quién sabe lo que eso significaba?

A Esther Stutzman le gustaba ir de compras, aunque no enfocaba sus expediciones a los grandes almacenes como safaris a través de la estepa sudafricana, como en el caso de Susanna. Para una berlinesa que disfrutaba viendo lo que había que ver y gastando algo de dinero, solo había un lugar al que ir: la Kurfürstendamm. Antes de la Segunda Guerra Mundial, montones de judíos ricos vivían aquí, de manera abierta, lo que hacía que Esther se maravillara. Lo habían hecho con libertad durante años, hasta la Kristallnacht, cuando toda la calle se convirtió en un océano reluciente de cristales rotos.

Hoy en día, la Kurfürstendamm seguía brillando, pero por los múltiples carteles de neón y los reflejos del sol sobre los escaparates. La gente venía desde todas partes del Imperio Germano (y del Imperio de Japón y de los países sudamericanos también), para deshacerse de sus marcos del Reich con estilo.

La moda de los maniquíes tras los escaparates variaba desde la coquetería hasta la extravagancia, y algunas veces ambas a la vez. Dentro de poco, pensó Esther, Anna querrá llevar ropas como esas. Su suspiro era mitad horror y mitad simple tristeza por el paso del tiempo.

Los turbantes del último año ya no estaban de moda, según vio. Los sombreros de este año se parecían mucho a las altas gorras con visera que los jerifaltes del Partido y de las SS llevaban, decoradas con brillantes plumas teñidas que salían de lugares improbables. Esther los miró dubitativa. No sabía si quería parecer un Sturmbannführer que acababa de atracar a un pavo real.

Se detuvo enfrente de una cabina de teléfonos. El hombre en su interior podría muy bien haber venido de Sudamérica. Era demasiado moreno para vivir cómodamente en el Gran Reich alemán. Colgó, salió de la cabina, se tocó el ala de su sombrero tirolés hacia Esther y se apresuró a entrar en la sombrerería.

Hurgando en el bolso, sacó una moneda de cincuenta pfenning y se metió en la cabina. Un hombre que se dirigía hacia ella se dio la vuelta, decepcionado. Tendría que encontrar otro sitio desde el que llamar, pero no es que hubiese pocos teléfonos públicos a lo largo de la Kurfürstendamm. Esther metió la moneda en la ranura y marcó el número que necesitaba. El teléfono sonó una vez, dos…

Bitte? —dijo una mujer al oído de Esther.

Guten Tag, Frau Klein —respondió Esther—. Tengo un mensaje importante para usted.

—Lo siento, no estoy intere… —Maria Klein dejó la frase a medias, quizá porque reconoció la voz de Esther. Al menos, esperaba que ese fuese el motivo. Después de un instante, la otra mujer siguió hablando—. Bueno, adelante, ya que estoy al teléfono.

Tuvo el sentido común de no dar nombres, así como había tenido el sentido común de no llamar desde su propia casa o desde la oficina del doctor Dambach. Si el teléfono de los Klein estaba pinchado (como bien podía ser, después de que Dambach hubiese descubierto las dos versiones de su árbol genealógico), los técnicos podrían seguir la llamada hasta allí, pero, ¿qué ganarían si lo hicieran? Bien poco, ya que Esther pretendía irse en cuanto colgara el teléfono.

—Gracias —dijo—. Solo quería hacerles saber que hay gente que sabe que hay dos registros. ¿No es interesante? —Trató de sonar alegre y vivaracha.

—¿Eso, encima? —dijo Maria—. ¿Después de todo lo del bebé?

—Me temo que así es. —Frente a la amargura de la otra mujer, la jovialidad de Esther chocaba como cuando explota un globo. Y es culpa mía, pensó miserablemente. Mía y de nadie más. No sabía cómo iba a vivir con eso.

—¿Qué se supone que hemos de hacer ahora? —pidió Maria Klein—. Gott im Himmel, ¿qué se supone que vamos a hacer?

En realidad, no le preguntaba a Esther. Y si se lo preguntaba a Dios, Él tenía pocas respuestas para los judíos después de setenta y cinco años.

—Lo siento. Lo siento por todo —susurró Esther, y colgó. En cuanto dejó la cabina, otra mujer entró. Esperaba que la otra mujer tuviese temas más felices de los que hablar. También deseó que ella, y cualquier otra persona que utilizara la cabina después, cubrieran todas sus huellas.

Esther quería encontrar otro lugar con teléfono público y llamar a Walther, para hacerle saber que había avisado a los Klein. Quería, pero no lo hizo. Era muy probable que las llamadas entrantes y salientes de Zeiss fuesen escuchadas. Podía haber discurrido algún tipo de frase corta para decirle lo que había hecho, pero no quería arriesgarse hoy. Tales frases estaban bien si era posible que nadie estuviera prestando atención. Si, por otro lado, alguien intentaba investigar un caso…

Con un escalofrío, Esther sacudió la cabeza.

—No —murmuró.

Un hombre le echó un vistazo de curiosidad. Susanna le habría congelado con una mirada. Heinrich habría pasado al lado de aquel hombre sin notar siquiera la mirada curiosa, lo que también habría confundido a este último. La manera de Esther fue sonreírle con dulzura. El hombre se puso colorado, avergonzado por hacerse preguntas acerca de una persona tan obviamente normal.

Si supieras…, pensó Esther. Pero la verdad, no importa lo poco que los nazis quisieran admitirlo, era que los judíos eran, o podían ser, gente normal, algunos buenos, otros malos, otros diferentes. Las palabras de Shylock en El mercader de Venecia retumbaron en su mente. Si nos pincháis, ¿acaso no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenáis, ¿acaso no morimos?

Esther trató de imaginar a un miembro de las SS haciéndole cosquillas a un judío. La escena fue suficiente para hacerle reír… pero solo por un momento. Los nazis habían envenenado a millones de judíos, y los judíos habían muerto.

Shylock siguió en su mente. Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Dudaba que quedara un solo judío vivo que no soñara con la venganza al menos una vez al día. Pero los sueños, sueños son.

La supervivencia es un tipo de venganza, pensó Esther. Solo por el hecho de seguir viviendo, de pasar nuestra herencia a nuestros hijos, ganamos a los nazis. Sonrió. Ahora, Alicia Gimpel también sabía lo que era. Muy pronto, sus hermanas también lo sabrían.

Y si todo salía bien (y Esther, con su optimismo, aún creía que así sería), Eduard Klein también lo descubriría uno de esos días. Pero entonces su sonrisa desapareció. No importaba cuan optimista fuese Esther, no pudo evitarlo. Los Klein también le habían pasado algo de su herencia a Paul, y nunca viviría para saber lo que era.

Heinrich Gimpel estaba empezando a acostumbrarse a ver largas limusinas negras que se detenían frente al Oberkommando der Wehrmochf a la hora en la que Willi y él se apeaban del autobús. Se estaba acostumbrando a ver cómo los Bonzen del Partido y de las SS que había visto en el televisor y de los que había leído en los periódicos subían las escaleras que él subía todos los días.

Y estaba empezando a notar si a los generales al cargo del Wehrmacht les gustaban sus visitantes de alto rango o no, por el modo en que los guardias trataban a los recién llegados a su entrada. Si se ponían firmes y les franqueaban el paso con amabilidad con un gesto de la gorra, aquellos oficiales eran bien vistos por los jefes. Si los hacían esperar, comparaban sus tarjetas de identidad con sus rostros y metían dichas tarjetas en la máquina canceladora para que saliera una luz verde, aquellos hombres no eran tan apreciados.

Una mañana, el lector de la máquina mostró una luz roja.

—¡Esto es un ultraje! —gritaba un Obergruppenführer de las SS—. ¡Dejadme pasar!

—Lo siento —replicó un guardia, disfrutando claramente de poder ser desagradable con el equivalente de las SS de un teniente general—. Sin luz verde, no puede entrar. —Se volvió hacia Heinrich y Willi—. ¡Siguiente!

—¡No he dicho mi última palabra! —avisó el Obergruppenführer. Y se marchó, con el rostro tan colorado como la raya de los pantalones de un oficial del Estado Mayor.

Heinrich se preguntó si su tarjeta de identidad sería aceptada, pero lo fue sin problemas. Al igual que la de Willi. Una vez dentro, Willi dijo:

—Los generales no quieren ni ver a ese tipo, si programaron el lector para rechazar su tarjeta.

—La gente está empezando a mostrar de qué lado está —replicó Heinrich.

—Eso pienso yo —concedió Willi—. Y si la facción de este hombre de las SS gana, veremos recortado nuestro presupuesto.

Heinrich se encogió de hombros.

—El Waffen-SS siempre ha creído que podía hacer el trabajo del Wehrmacht. La próxima vez puede que tengan su oportunidad.

—Habrá que aguantar a sus oficiales contar la historia. —Willi también se encogió de hombros—. Bueno, en fin. No es cosa nuestra. Lo nuestro es trabajar o morir.

—Alivias mis pensamientos —dijo Heinrich. Willi se rió. Él podía hablar sin tapujos de la muerte, pues no tenía que preocuparse demasiado de ella. Por otra parte, Heinrich había tenido días en que creía estar viviendo días prestados y que estaban a punto de acabársele. La sensación ya habría sido lo bastante mala si hubiese tenido que preocuparse sólo de su persona. Preocuparse del resto de su pueblo que quedaba en el Reich parecía veinte veces peor.

Cuando se sentaron en sus despachos, Willi dijo:

—No obstante, ¿lo ves? Justo lo que te dije. A nadie le importa lo que hicieron los ingleses y nadie ha convocado una reunión del Partido para escoger al próximo Führer. A pesar de la preciosa primera edición, los peces gordos harán la elección, como siempre.

—Eso parece —dijo Heinrich, haciendo todo lo posible por no sonar demasiado descontento, por si la habitación tuviese micrófonos—. Y se están tomando su tiempo.

—Tienen que encontrar a alguien al que todo el mundo pueda, al menos, apoyar —replicó Willi, lo cual era cierto sin ninguna duda—. Eso elimina a los surrealistas y a los que solo tienen seguidores en una facción.

—Así es. —Heinrich pensó, Un congreso del Partido sería mejor, porque entonces todo sería transparente, pero se lo guardó para sí mismo. Willi tenía razón: ninguna reunión del Partido escogería al sucesor de Kurt Haldweim. Siendo así, seguir hablando de la primera edición podría marcar a un hombre como disidente peligroso.

Se puso a trabajar. No importaba lo que pensara el Waffen-SS, el Wehrmacht era el brazo derecho del Gran Reich alemán. Y no importaba quién se convirtiera en Führer. Incluso si resultara ser ese candidato tan beligerante del Obergruppenführer, el Wehrmacht tenía que seguir adelante. Tenía que hacerlo… y lo haría. Muchas personas como Heinrich Gimpel (aunque no tantos en la misma situación de Heinrich Gimpel) se asegurarían de que todo fuera como la seda.

—¿Sigue en pie lo de esta noche? —preguntó Willi.

—El cerebro con vestido no me ha dicho lo contrario —dijo Heinrich, en referencia a Lise. Willi sonrió; a veces, él llamaba Alto Comandante a Erika, en el mismo sentido—. Sin embargo, sería mejor que no habláramos demasiado de política —añadió Heinrich, cauteloso.

La sonrisa de Willi desapareció.

—Tú lo sabes, yo lo sé, pero si Erika lo sabe o no… Bueno, ya lo descubriremos.

Eso era lo que Heinrich se temía, pero se obligó a sonreír y asentir. La cita para cenar y jugar al bridge le ponía nervioso, por lo que parte de él deseaba que se hubiese suspendido. Si el matrimonio de Erika y Willi estaba a punto de estallar, no quería que le explotara a él en la cara. ¿Pero qué haría Erika si él dejaba eso claro? No quería descubrirlo. Volver al trabajo fue algo así como un alivio.

Willi no volvió a hacer bromas acerca de que Erika era la que deseaba que Heinrich fuera. Este habría deseado que las hubiese hecho. Si bromeaba acerca del tema, lo más probable es que no le estuviera dando vueltas al asunto. Si no bromeaba… bueno, ¿quién sabe?

El día de trabajo avanzaba. Los rumores de la cantina estaban salpicados de habladurías sobre el Obergruppenführer rechazado. Como Heinrich y Willi habían presenciado lo ocurrido, ganaron puntos como testigos presenciales. Otro analista suspiró, con envidia.

—Habría pagado por ver a uno de esos idiotas arrogantes largarse con el rabo entre las piernas. —Varios de los presentes asintieron.

Los rumores también hablaban de Bonzen del Partido y de la Armada que habían sido admitidos en el Oberkommando der Wehrmacht. Heinrich trató de imaginar lo que eso significaba. Todo lo que se le ocurrió es que la Armada, al igual que el Wehrmacht, era un servicio conservador. Si se estaban uniendo a una sección del Partido, o quizá con una facción de las SS diferente a la de aquel Obergruppenführer… Puede que trataran de promocionar un candidato, o quizá de bloquear a uno. Solo el tiempo lo diría.

Heinrich y Willi se fueron juntos a casa.

—Nos vemos un poco antes de las siete —dijo Willi al bajar del autobús—. Podemos ver a Horst y luego dedicarnos a las cartas.

—De acuerdo. —Heinrich esperaba que así fuera.

Katarina llegó para cuidar a las niñas. Käthe era una adolescente, más cercana en edad a Alicia que a Lise. Heinrich sospechaba que ella había sido una sorpresa para sus padres. Deseaba haber podido preguntarles sobre el tema, pero un camionero borracho había aplastado su pequeño Volkswagen hacía unos años y no habían sobrevivido al accidente. Un Tribunal Popular había impartido justicia sumaria con el camionero, pero eso no había devuelto a la vida a los Frank.

Tante Käthe fascinaba a las niñas. Se teñía su cabello castaño de un amarillo tan artificial como la oleomargarina, y a veces llevaba ropa que parecía como si los uniformes de las SS se hubiesen diseñado para provocar más que para aterrorizar. En mis tiempos, te habrían violado en un campo por llevar ropa como esa, pensó Heinrich. Se rió de sí mismo. Y si pensar «en mis tiempos» no me convierte en un viejo carcamal no sé qué podría hacerlo.

Esa noche Katarina llevaba un peto vaquero americano de color azul, casi tan escandaloso como algunas de sus otras prendas. Se negaba a ser normal. Aquello era peligroso para una judía. Por otro lado, un buen número de jóvenes vestía así, así que tenía una muchedumbre entre la cual pasar desapercibida.

—Que os divirtáis con el bridge —le dijo a Heinrich y a Lise. Podría haber estado diciendo: Que os divirtáis con vuestra leche caliente y vuestras zapatillas. Los ojos de Käthe brillaban cuando se volvió hacia las niñas—. En cuanto se vayan, nosotras nos divertiremos de verdad, ¿eh?

Ja! —dijeron a coro Alicia, Francesca y Roxane, encantadas. De vez en cuando, Heinrich se preguntaba en qué consistía la diversión verdadera. Nunca se había encontrado las cabezas de las niñas flotando por el hachís después de que Tante Käthe viniese a cuidar de ellas, así que no perdía el sueño con el asunto, pero seguía preguntándoselo.

Salir de casa sentaba bien, aunque solo fuese para una pequeña excursión a casa de los Dorsch. Cuando Heinrich y Lise se apearon del autobús, ella dijo:

—Willi y Erika tienen suerte de vivir tan cerca de su parada de autobús.

Heinrich asintió.

—Pienso lo mismo. —Pensar lo mismo que tu esposa se supone que es otra señal de hacerse viejo. No le importaba. Le gustaba pensar como Lise.

Cuando tocaron el timbre, Erika abrió la puerta. Sonrió a los Gimpel.

—Entrad —dijo—. Falta un minuto para Horst y Willi no se lo perdería por nada del mundo. —Erika hizo que ver las noticias sonara como un vicio. Primera señal de peligro, pensó Heinrich.

Desde la sala delantera, la voz de Willi se alzó, excitada:

—¡Venid todos, rápido! ¡Creo que tenemos un nuevo Führer! —Aquello hizo que Heinrich y Lise (y Erika) se apresuraran a unirse a él.

—¡Despierta, Alemania! —Horst Witzleben hablaba a millones de hogares como si fuese un amigo íntimo—. Después de largas y serias discusiones, el Partido, las SS y los líderes militares han escogido al actual ministro de Industria Pesada, Heinz Buckliger, para guiar el futuro del Gran Reich alemán y del Imperio Germano. Me siento orgulloso de ser de los primeros en decir: ¡Heil, Buckliger! —Su brazo se estiró para realizar el saludo nazi.

Detrás de él, apareció una nueva fotografía en la pantalla. Heinrich no hubiese distinguido a Heinz Buckliger del rostro de la luna. Resultó ser un hombre de cara rubicunda de unos cincuenta años, con una gruesa mata de pelo rubio encanecido y una sonrisa llena de dientes.

—¡Es muy joven! —dijo Erika Dorsch—. Y guapo, también —añadió, un momento después.

Heinrich no sabía de atractivos. Joven sí que era el nuevo Führer: mucho más de lo que había sido Kurt Haldweim cuando empezó a liderar al Reich.

—Han pasado por un montón de gente con más edad para ponerle a él en el cargo —dijo Willi—. Por fin está aquí la nueva generación.

—El nuevo dirigente del Reich nació en Breslau en 1959 —dijo Horst Witzleben. Aquello hacía que Buckliger fuese más de cuarenta años menor que Haldweim. Una diferencia casi más cerca de dos generaciones que de una—. Estudió economía en Múnich —prosiguió el presentador—, graduándose con los más altos honores en la universidad. Antes de unirse al Ministerio de Industria Pesada, sirvió durante siete años en el Allgemeine-SS, alcanzando el rango de Hauptsturmführer.

Capitán, pensó Heinrich, traduciendo automáticamente a lo que él creía que eran los rangos reales. No estaba mal. Nada espectacular, pero no estaba mal—. Una vez en el Ministerio, Herr Buckliger se convirtió rápidamente en un experto eficiente de renombre —continuó Witzleben—. Ha prometido trasladar esa pasión por la eficiencia al resto del Reich. Estas son sus primeras declaraciones después de su elección.

Heinz Buckliger se sentaba en su despacho del palacio del Führer, en lo que era claramente una grabación de vídeo.

—Volk del Gran Reich alemán, acepto el rol de Führer con orgullo, pero también con gran humildad —dijo con una voz de barítono agradable, si no grandilocuente—. Teniendo en cuenta los triunfos del pasado, haré todo lo que pueda para gobernaros hacia un futuro aún más glorioso. En los últimos años, se han descuidado muchas cosas. Espero encargarme de ellas y hacer que el Reich y el Imperio Germano funcionen mejor. Con vuestra ayuda, sé que tendré éxito.

—Suena bien —dijo Willi mientras Horst Witzleben reaparecía y empezaba a hablar del chorro de felicitaciones que llegaban al Reich por la ascensión de Buckliger al poder supremo.

—Así es —concedió Heinrich—. Pero está claro que es la fachada de alguien. Me pregunto de quién. —Su primer candidato a patrón del nuevo Führer era Lothar Prützmann, jefe de las SS: una vez que entras en las SS, siempre eres de las SS. No era seguro, pero apostaba por ello.

—Está bien, ahora ya lo sabemos —dijo Erika—. Después de esto, el resto de las noticias serán menudencias. ¿Echamos una partida?

—Buena idea —dijo Lise. Heinrich asintió. El suspiro de Willi indicaba que le habría gustado seguir frente al televisor, pero la democracia era una realidad en la casa de los Dorsch, incluso aunque la maquinaria del gobierno alemán hubiese sido capaz de ignorarla a la hora de elegir a Heinz Buckliger.

La primera mano que jugaron, Willi apostó y ganó un pequeño slam en tréboles. Heinrich y Lise no pudieron hacer nada. Si no tenías las cartas, estabas perdido. Willi reía alegremente.

—Me pregunto qué habrá en las noticias —dijo Heinrich.

En la siguiente mano, Erika Dorsch hizo tres sin triunfo: una mano tan rápida y desnivelada como increíble.

—Heinrich tiene razón —dijo Lise—. Ver las noticias parece cada vez una mejor opción. —Sus anfitriones se rieron.

Jugaron sin parar, con un par de pausas cuando Erika ayudó al hijo y a la hija de los Dorsch con sus tareas y cuando Willi disolvió una pelea entre sus hijos.

—Todo esto me suena de algo —dijo Heinrich.

—La vida sigue —dijo Erika—, de una forma u otra. —Si lo que le echó a Willi no fue una mirada intencionada, Heinrich no había visto ninguna.

El propio Willi fingió no darse cuenta. ¿O no se había percatado de verdad? Con Willi, nunca se sabía.

—¿Quién reparte? —dijo este último.

—Yo, creo —respondió Lise. Recogió las cartas y empezó a barajarlas—. Y si no, ya da igual.

Heinrich logró el contrato cuando todo el mundo pasó después de dos corazones. Esa partida ya era rutina, hasta tal punto que las cosas quedaron medio aparcadas cuando Lise y Willi empezaron a discutir sobre una historia del periódico sobre arqueología babilónica que ambos habían leído y que Heinrich y Erika no. Willi insistía en que el hallazgo probaba que el código de Hammurabi era 250 años más antiguo que cualquier otro; Lise estaba segura de que no probaba nada. Como sucede cuando la gente discute sobre algo de una importancia tan monumentalmente nimia, ambos estaban cada vez más seguros de tener la razón. Cuando comenzaron a apuntarse con los dedos, se habían olvidado de que había más gente en la habitación. O, por así decirlo, en el planeta.

Heinrich posó sus cartas sobre la mesa, boca abajo. Lise rara vez se excitaba tanto cuando discutía con él, y estaba encantada de que así fuera. Si Willi alzaba la voz y se ponía rojo… Bueno, Willi tenía la costumbre de hacerlo.

—Menos mal que son amigos; si no, se matarían el uno al otro —le apuntó Heinrich a Erika.

Con todo el ruido que estaban haciendo Willi y Lise, no estaba seguro de que le hubiesen oído. Pero ella asintió.

—Willi es como un niño pequeño —dijo, hablando por debajo del ruido de la discusión—. En cambio, tú tienes el suficiente sentido común como para no malgastar el tiempo con tales estupideces.

—No sé —dijo él—. Lise lo está haciendo y tiene más cerebro que yo.

—Puede. —Erika hizo un gesto de descarte con la mano—. Pero yo no quiero acostarme con Lise.

Lo que Heinrich quería decir era: ¿Estás chalada? Incluso aunque ella quisiera acostarse con él (lo cual le resultaba más extraño aún por estar casada con Willi, mucho más apuesto), ¿decirlo enfrente de su marido y de la esposa de él? Sin embargo, quizá supiese lo que estaba haciendo, pues ni Willi ni Lise saltaron de su silla con un grito de furia. Estaban demasiado ocupados discutiendo sobre estilos cuneiformes, cronología de los anillos de los árboles y otras cosas por el estilo sobre las que ninguno de ellos tenía mucha idea.

Lo que le dejaba a Heinrich la cuestión de cómo responder. Parte de él sabía exactamente cómo le gustaría hacerlo. El resto de él le decía a esa parte que se callara y lo olvidase. Si no hubiese sido feliz con Lise, o si hubiera sido unos años más joven, unos años más cachondo, unos años más estúpido (asumiendo que los dos últimos no fuesen lo mismo), la primera parte de su ser habría ganado la contienda, en especial teniendo en cuenta que podría haber poseído a Erika allí mismo, sobre la mesa de juego, sin que Willi o Lise se diesen cuenta.

Pero tal y como estaban las cosas, ceder a la tentación no era práctico. Así que respondió:

—Lo siento, pero con todo el jaleo que están haciendo estos dos, no he oído una palabra de lo que has dicho.

La sonrisa avinagrada de Erika Dorsch le indicó que no se creía una palabra de lo que acababa de decir. ¿Qué pensaba ella? ¿Que no quería irse a la cama con ella? ¿O que no quería hacer nada en ese momento y lugar? ¿No es interesante, la cuestión? Decidió que no quería saber la respuesta, alargó el brazo y agitó su mano entre Willi y Lise.

—¿Podemos volver al bridge, por favor? —preguntó en voz alta.

Su esposa y el marido de Erika parpadearon, como si volvieran al mundo real.

—No sé por qué te impacientas tanto —dijo Willi—. Acabamos de empezar a hablar…

—Y hablar, y hablar —interrumpió Erika, con voz acida.

—Eso fue hace quince minutos —dijo Heinrich.

—Oh, Quatsch —dijo Willi. Miró su reloj y volvió a parpadear. Sonrió de forma un tanto enfermiza—. Oh. Bueno, quizá sí. —Lise parecía casi tan sorprendida como él.

—Es tu turno, Willi, si puedes pensar en algo aparte de la historia antigua —dijo Erika.

—Déjame mirar la última baza, por favor —dijo Willi, lo que indicaba que no podía. La examinó, murmuró para sí mismo y jugó un diamante pequeño. Por lo que Heinrich pudo ver, la mano había salido de manera tan aleatoria como si hubiese actuado por un mero reflejo.

Heinrich hizo el contrato. Lise y él siguieron hasta ganar la partida, aunque no lo hicieron por tanto como habían perdido la primera. Mientras barajaba para la primera mano de la siguiente partida, Willi dijo:

—Esta vez os aplastaremos de verdad.

—Cuéntame algo nuevo —respondió Heinrich—. Esa ya la he oído antes y no me creo ni una palabra.

—Ya verás. —Willi cogió sus cartas y ordenó los palos—. Tres sin triunfo —dijo, de manera tan fortuita como si preguntara por el tiempo.

—¿Qué? —dijo Heinrich, mirándolo fijamente. Su propia mano no tenía buenas aperturas, pero no se había imaginado que Willi tuviese una mano tan fantástica. No había visto una apertura de tres sin triunfo en cinco años, por lo menos. Pasó. Erika también. Willi ganó y le envió una mirada ofendida. En su cabeza debían haber danzado visiones de otro slam. Lise también pasó. Heinrich era mano. Erika enseñó sus cartas, al ser el muerto. La más alta era un diez. No es de extrañar que pasara.

Willi ni siquiera hizo las tres que había apostado. Sin fuerza en el compañero, tuvo que jugarlo todo desde su mano y se quedó corto por una baza. Los puntos extras de los cuatro ases maquillaron el resultado. Aun así, dejó escapar un suspiro de aflicción.

—¡Veintiocho puntos de cartas altas, y me quedo una abajo! Nunca volveré a ver una mano como esa.

El resto de la noche de bridge fue menos dramática. Los Gimpel y los Dorsch acabaron igualados. Mientras Heinrich y Lise caminaban hacia la parada de autobús, ella preguntó:

—¿De qué hablasteis Erika y tú cuando Willi y yo discutíamos sobre los babilonios?

—Oh, sobre nada importante —respondió Heinrich. Sabía que era probable que se metiera en problemas por no decirle a su mujer lo que Erika le había dicho. Pero si se lo decía, también acabaría en problemas. A veces no se puede ganar, pensó, y siguió andando.