3

—¿No vas a comer? —preguntó el jefe de Walther Stutzman, un tipo grande y grueso llamado Gustav Priepke.

Walther sacudió la cabeza.

—Hoy no. Tengo mucho trabajo.

—¿Tú? —Priepke se rascó la cabeza—. Quizá necesitemos más diseñadores de sistemas. Si tú has llegado a tu límite, cualquier otro se habría visto superado. Tú eres el que mantiene toda la sección a flote.

—Gracias. —En ese preciso momento, Stutzman habría preferido un registro de eficiencia menos envidiable—. Si tengo oportunidad, cogeré algo de la cafetería más tarde.

Su jefe hizo una mueca.

—Asegúrate antes de decirle a tu mujer que puede que no vuelva a verte jamás. Yo me voy a un restaurante de verdad. —Y se fue. La barriga que le colgaba por encima del cinturón decía que le gustaba la buena comida. O al menos, mucha comida.

Solo en el cubículo, Walther tecleó un código de seguridad que se suponía que no podía usar. Debido a su trabajo, tenía un acceso poco común a las redes electrónicas del Reich. Podía causar estragos si así lo deseaba. No era el caso. Permanecer invisible, y ayudar a otros a ser invisibles, era mucho más valioso.

Nadie en Zeiss Computing debería ser capaz de acceder a los informes genealógicos oficiales del Imperio Germano. Pero el padre de Walther había ayudado a transferir aquellos registros del papel a los ordenadores. Había dejado unas pocas formas no oficiales de acceso, que tampoco serían muy seguras si alguien las utilizaba demasiado a menudo. Sin embargo, en aquel caso… Stutzman juzgó que el riesgo merecía la pena.

Los ancestros de Richard Klein aparecieron en el monitor. Su propio padre le había dado al abuelo de Richard un pedigrí ario perfecto, al menos en la base de datos. En aquellos días de terror, nadie habría tenido la más mínima oportunidad con una mancha en el árbol familiar. No obstante, si de pronto alguien que sospechara de la horrible desgracia del bebé de Richard comparara los registros electrónicos con algún otro olvidado en un polvoriento fichero de cartón…

—Eso no sería bueno —murmuró Walther.

Se remontó siete generaciones en la familia de Klein y cambió el campo Religión de una de sus tataratatarabuelas de «luterana» a «desconocida». Luego hizo lo mismo con dos ancestros de Maria aún más lejanos. Después de estudiar su trabajo, asintió para sí mismo y dejó los árboles genealógicos.

Con eso debería bastar, pensó. Los posibles judíos tan antiguos estarían a salvo. Nadie que solicitara su ingreso en las SS tenía que remontarse tan atrás en sus antepasados para demostrar que eran Judenfrei, pero Richard Klein, que se ganaba bien la vida tocando el trombón, nunca solicitaría tal cosa. Y encontrar ancestros lejanos que podrían haber sido judíos en su árbol genealógico y el de su esposa evitaría que la Policía de Seguridad se preguntase si los propios Klein habrían mantenido su sangre y su fe durante generaciones.

Quedaba un peligro más. Un programa en una máquina, en algún lugar de Zeiss, registraba toda pulsación de teclado que hacían los empleados. Si alguien, en algún momento, comenzara a cuestionar a Walther Stutzman, podría ver el registro y ver que Walther había estado haciendo cosas para las que no estaba autorizado. Podría…, hasta que Walther tecleó la frase «Tiza roja y queso verde». Una ventana de diálogo apareció en su pantalla. Introdujo la hora a la que había empezado a bucear por los registros genealógicos y la hora a la que lo había dejado. La orden de anulación del programa oculto sustituiría lo que había hecho hoy por una copia de lo que había hecho ayer, en ese intervalo.

Murmuró para sí mismo. Solo era la tercera vez que recordaba haber usado la anulación. Tenía sus riesgos. Sin embargo, eran menores que el riesgo de demostrar que estaba conspirando con nadie conectado con judíos. No podía imaginar riesgo mayor que ese.

Después de volver de la cafetería, donde la comida, en contra de lo sostenido por Gustav Priepke, no había sido mala, llamó a Esther.

—Me he encargado de las compras —dijo.

—Oh, bien —contestó su esposa—. Me traerás algo bonito, ¿verdad?

Walther rió.

—Por supuesto. ¿En qué más podría gastarme mi dinero?

—Por eso te quiero: tienes la actitud correcta —dijo Esther. Charlaron durante un par de minutos y luego colgaron. Siempre asumían que cualquier línea que salía de la oficina podría ser grabada. No obstante, Esther había entendido lo que le decía y no pensaba que nadie de la Policía de Seguridad hubiese podido hacer lo mismo.

Su jefe metió la cabeza en el cubículo. Priepke estaba fumando una pipa, que parecía llena de malas hierbas.

—¿Todo bajo control? —preguntó.

—Todo excepto eso. —Walther apuntó a la pipa—. Pensé que habían declarado ilegal el gas venenoso hace tiempo.

—¡Ja! —Priepke sacó la pipa de su boca e hizo un anillo de humo—. Te diré que hasta es útil y todo.

—¿Cómo? —preguntó Walther. Tenía que estar de guasa. La pipa olía de un modo asqueroso.

—¿Que cómo? Te lo diré. —Otro anillo de humo envenenó el aire—. Si hay algún judío en las inmediaciones, lo gasearé. —Priepke echó atrás la cabeza y se carcajeó.

Walther también se rió, sumiso. ¿Cuántas veces había oído chistes como aquel? Más de las que podía contar. ¿Qué podía hacer, sino reírse?

El avión de pasajeros de Lufthansa rodaba hacia la terminal del Aeropuerto de Heathrow. Primero en alemán y luego en inglés, la jefa de auxiliares de vuelo dijo:

—El mostrador de equipajes y pasajeros está a la izquierda según bajan del avión. No pierdan de vista su equipaje. Todos los bultos están sujetos a registro. Obedezcan las órdenes de los oficiales. Que tengan una buena estancia en Londres.

Obedezcan las órdenes. Que tengan una buena estancia. Susanna Weiss soltó un bufido. La azafata no veía la ironía. Ni el escritorzuelo que había hecho el guión. Ni los jefes del escritorzuelo, que le habían dicho qué escribir.

—¿Motivo de su visita al Reino Unido? —le preguntó un oficial británico en alemán con acento inglés.

—Estoy aquí para el congreso de la Asociación Medieval Inglesa —replicó Susanna en inglés. Tenía más fluidez en el idioma de él que él en el de ella.

Quizá tenía demasiada fluidez, lo suficiente para ser tomada por una nacionalista a pesar de su pasaporte alemán. Fuese cual fuese el motivo, el oficial registró su equipaje con meticulosidad mientras los demás pasajeros se dirigían a la parada de taxis. Se mantuvo en silencio, pero furiosa. Discutir con un insignificante funcionario que hacía su trabajo empeoraría las cosas y le haría perder más tiempo. Al final, al no encontrar nada más incriminatorio que copias de Anglo-Saxon Prose y One Hundred Middle English Lyrics, el oficial selló su pasaporte y dijo, aún en alemán:

—Adelante.

—Muchas gracias —dijo Susanna, todavía en inglés. El sarcasmo resbaló sobre el oficial como el agua sobre el aceite.

Dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio que en la parada aún había taxis británicos negros esperando. Un taxista se tocó el ala de la gorra.

—¿A dónde, señora?

—Al hotel Silver Eagle, por favor —respondió Susanna.

—Allá vamos —dijo con jovialidad, y metió las maletas en el maletero. Mantuvo la puerta abierta para ella, la cerró después y se puso al volante. El taxi se puso en marcha. Susanna sintió un mareo momentáneo, como siempre que venía a Inglaterra. Luego recordó que aquí conducían por la izquierda y que el taxista no estaba borracho ni loco. O, si lo estaba, no tenía pruebas de ello.

La extensión de Londres era mayor incluso que la de Berlín. La capital británica también tenía un aspecto más moderno que la piedra angular del Imperio Germano. Tras el conflicto, los partidarios de Churchill se habían alzado tratando de mantener al Wehrmacht fuera de Londres y no quedó en pie mucho de los tiempos antiguos. Susanna había visto fotografías del viejo edificio del Parlamento, del Big Ben y de la catedral de Saint Paul. Las fotos eran todo lo que quedaba. Tras la guerra, Londres había tardado una generación en reconstruirse, y el trabajo todavía no había terminado. Los ingenieros urbanos alemanes venían a menudo para ver cómo hacían sus homólogos británicos lo que tenían que hacer. Susanna se preguntó por qué, mientras pasaban zumbando junto a un edificio bastante nuevo, un parque industrial, un bloque de apartamentos… Los ingleses habían utilizado pizarra, la cual nadie habría empleado en una ciudad alemana.

Una pintada desapareció antes de poder leerla. Luego vio otra, con grandes letras azules sobre una pared. «¡Dejadnos elegir!», decía. Un momento después, el mismo mensaje volvió a aparecer.

—¿De qué va todo eso? —le preguntó al taxista.

—¿De qué va qué, señora?

—Dejadnos elegir.

—Oh. —Siguió conduciendo unos segundos antes de contestar—. Usted… ¿no es británica?

El hombre había creído que era nativa. Esta vez, a diferencia de cuando le revisaron el equipaje, quedó muy complacida. ¿Qué mayor alabanza para una persona que ha aprendido un segundo idioma? Pero tuvo que contestar:

—No, acabo de llegar de Berlín.

—Oh —repitió el conductor, con más pomposidad—. Es… bueno, habla de cómo gobernar la Unión Fascista Británica. —Asintió para sí mismo—. Sí, eso es, en efecto.

Podría ser parte del significado, pero no todo. Al haber vivido gran parte de su vida escondiéndole cosas a los demás, Susanna reconocía cuándo alguien no decía todo lo que podría. No presionó al taxista. Si lo hubiese hecho, él habría pensado que ella trabajaba para la Gestapo o para otro cuerpo de seguridad alemán y se habría cerrado en banda.

Incluso ahora, casi setenta años después de la conquista, la gente que caminaba por estas calles estaban más delgados y harapientos que sus equivalentes alemanes. Su mirada tenía un aire furtivo. No se detenía demasiado tiempo en ninguna cosa, sino que saltaba de acá para allá. Rara vez la mirada de alguien se cruzaba con la de otra persona. En Alemania, la gente andaba con cuidado con la Policía de Seguridad, pero sabían que era improbable que levantaran sospechas a menos que se salieran de la línea. Aquí, las agencias de seguridad daban por sentado que cualquiera podía ser el enemigo, y todos lo sabían.

—Hemos llegado, señora —dijo el taxista, deteniéndose enfrente de una mole de cristal y acero decorado, si esa es la palabra, con una enorme águila de aluminio pulido. No era como el águila germana que solía llevar una esvástica en sus ganas, pero conseguía que todo el mundo que la viera pensara en aquella de inmediato—. Espero que tenga una feliz estancia en el Silver Eagle. Son cuatro con dos peniques.

Susanna le dio una corona. Él se metió en el bolsillo la gran moneda de aluminio estampada con la imagen de Enrique IX por una cara y los relámpagos de la Unión Fascista Británica en el reverso.

—No quiero el cambio —dijo ella—, pero le agradecería un recibo.

—Aquí tiene. Muchas gracias. —Le dio un recibo por los cinco chelines que ella le había dado y luego sacó las maletas del maletero y las colocó en la acera.

El taxista iba a irse cuando ella apuntó hacia el otro lado de la calle, hacia un hotel más grande y más llamativo aún. Muchas personas (casi todas hombres) entraban y salían del hotel con uniformes de uno u otro tipo.

—¿Es allí donde la Unión Fascista Británica celebra su congreso?

—Sí, señora —dijo el taxista—. Siempre se reúnen en el Crown. —Una corona de aluminio con detalles en oro superaba incluso al águila plateada en chabacanería. Antes de poder pensar en más preguntas, el hombre puso el taxi en marcha y se esfumó.

«¡Bienvenida, Asociación Medieval Inglesa!». La pancarta del vestíbulo del Silver Eagle daba la bienvenida a los recién llegados en inglés, alemán y francés. Sin embargo, no todas las personas que hacían cola frente al mostrador de registro eran del tipo profesional vestido de tweed. Casi la mitad eran hombres de rostro pétreo ataviados con esos uniformes no del todo militares. Los que no caben en el Crown, se dio cuenta Susanna. Esta acabaría siendo… un congreso interesante. Recordó la convención de Dusseldorf hace unos años, cuando los medievalistas habían compartido el hotel con un grupo de micólogos. Había comido la mejor tortilla que jamás había probado, pero varios de sus colegas, y muchos más expertos en setas, habían caído enfermos tras una fiesta a la que ella no asistió. Por fortuna no murió nadie, pero sabía que dos o tres profesores habían renunciado a las setas para siempre.

Dos fascistas británicos que tenía delante hablaban como si estuvieran solos en el vestíbulo del hotel.

—El nacionalismo y la autonomía —decía uno— no son solo palabras que sacar a relucir en la radio cada vez que la moral necesita un pequeño empujón.

—Por supuesto que no, joder —convino su amigo—. Podemos manejar nuestro propio espectáculo, por Dios. No necesitamos que nadie del continente nos diga como ocuparnos del trabajo.

El primero asintió de manera tan vehemente que casi se le cayó la gorra de la cabeza.

—Eso es. Sir Oswald empezó a aporrear cabezas casi al mismo tiempo que Adolf. Si los alemanes nos dejaran elegir, lo haríamos bien. Si no…

Susanna no descubrió cómo acababa la frase porque la pareja de hombres uniformados llegaron al primer puesto en la fila y avanzaron hacia el recepcionista. Un momento después, otro recepcionista llamó a Susanna.

Para su alivio, el hotel no había perdido su reserva. Llegó a temer que el contingente fascista habría tenido la suficiente influencia para desalojar a los medievalistas, pero era evidente que no era así.

—¿Es usted una nacional alemana? —preguntó el recepcionista.

—Sí, correcto —contestó Susanna. Para el mundo exterior, lo era. Cómo se sentía un judío haciéndose pasar por un nacional alemán después de todo lo que había hecho el Tercer Reich era una pregunta diferente, pero una con la que cada superviviente lidiaba en silencio y a solas, no delante de un mostrador de registro.

—Su pasaporte, por favor —dijo el hombre. Era más joven que Susanna, pero tenía unos brillantes dientes blancos perfectamente alineados y unas encías alarmantemente rosas: dentadura postiza. Muchos ingleses (e inglesas) necesitaban dientes falsos. Incluso antes de ser conquistados, Inglaterra no había sido capaz de cultivar toda la comida que necesitaban y a menudo la gente prefirió cosas como dulces y patatas fritas antes que comida más nutritiva. Pagaron el precio en el dentista.

—Aquí tiene. —Susanna le tendió el documento. El hombre abrió las tapas de cuero rojo con el águila y la esvástica en dorado, comparó su foto con su rostro y escribió el número de pasaporte en el libro de registro. Luego le devolvió el pasaporte y ella lo guardó en el bolso. Las cosas aquí eran más flexibles de lo que eran en Francia (y de lo que eran en Alemania para los extranjeros, por descontado). No tenía que entregarle el pasaporte al recepcionista durante toda su estancia.

Este le dio la vuelta al libro de registro y le tendió un bolígrafo.

—Su firma, por favor. También sirve de reconocimiento de su responsabilidad de pago. Su habitación es la 1065. Los ascensores están doblando la esquina a su izquierda. Aquí está la llave. —Se la entregó—. Disfrute de su estancia.

—Gracias —dijo ella. Como por arte de magia, apareció un botones con una carretilla para encargarse de sus maletas. Era un pequeño hombre escuálido con (lo cual era casi inevitable) malos dientes y una sonrisa servicial que los mostraba. Ella le dio un marco del Reich cuando llegaron a la habitación. El billete con la esvástica arrancó otra sonrisa al hombre, esta vez ancha, genuina y avariciosa. Un marco del Reich no era mucho para ella, pero valía más que una libra. Desde el fin de la guerra, Alemania había mantenido alto el tipo de cambio de manera artificial. El botones hizo de todo excepto arrodillarse, antes de inclinarse y salir de la habitación.

Después de deshacer las maletas, Susanna cogió el ascensor para regresar al vestíbulo. Lo compartió con un profesor de La Sorbona a quien conocía y con dos fascistas británicos uniformados, grandes como armarios. El profesor Drumont escribía y entendía el inglés moderno a la perfección, pero no lo hablaba con fluidez. Susanna disfrutó de la oportunidad de practicar su propio francés oxidado.

La desaprobación de los fascistas pinchaba como espinas.

—Jodidos extranjeros —gruñó uno.

Era al menos treinta centímetros más alto que Susanna. Como no podía mirarlo por encima del hombro, levantó la cabeza.

Was sagen Sie? —preguntó con gélida altanería.

Oírla hablar en alemán, en contraposición del francés (un idioma de perdedores), cambió las tornas de la situación, como había pensado que haría.

—Ah… nada —dijo el hombretón—. No quería decir nada.

Ella volvió a cambiar de idioma, esta vez al inglés.

—Déjeme ver su documento de identidad.

Él no preguntó qué derecho tenía. Simplemente se lo tendió. Ella actuó como si estuviera autorizada. En lo que a él concernía, aquello la situó por encima de toda duda. Examinó el documento, asintió con frialdad, sacó una libreta de notas y un bolígrafo del bolso de mano y escribió algo (en realidad, era Whan that Aprill with his shoures soote, pero el fascista nunca lo sabría, y seguramente no habría sido capaz de leer sus garabatos). Solo entonces le devolvió el documento de identidad. Temblando, el inglés lo devolvió a su cartera.

Vous avez cran —remarcó el profesor Drumont cuando los fascistas salieron del ascensor y se esfumaron.

—¿Agallas? ¿Yo? Permítame que lo dude. —Susanna sacudió la cabeza—. Lo que tengo es una… ¿Cómo se diría en francés? Una baja tolerancia ante la intimidación. Eso es.

Drumont se encogió de hombros a lo francés.

—En resumidas cuentas, es lo mismo. Y ahora, ¿dónde nos registramos para la convención?

Para enojo de Susanna, tuvieron que subir un tramo de escaleras para encontrar el registro.

—Si lo sé, habríamos salido antes —se quejó—. No habríamos pasado tanto tiempo en el ascensor con esos salauds.

—Quizá fuese demasiado dura con ellos —dijo el profesor Drumont con amabilidad—. Después de todo, usted es alemana. Puede que no siempre comprenda la… tensión que soportan los demás pueblos del Imperio Germano.

Aquel comentario era muy valiente, o probablemente muy estúpido. Alguien de uno u otro cuerpo de seguridad podía estar vigilando a la Asociación Medieval Inglesa. Susanna podía haber sido esa persona, o una de esas personas. Las palabras del francés también eran divertidas, en un sentido macabro. Que no sé nada de la presión sobre otros pueblos del Imperio Germano, ¿eh? Bueno, profesor, ¿ha con templado alguna vez la presión sobre los judíos del Imperio? Lo dudaba. Oh, sí. Lo dudaba mucho.

Aun así… Su mirada recorrió al profesor Drumont. ¿Qué aspecto tenía? El de un francés canoso, nada más. Pero suponte que fuese judío. ¿Cómo saberlo? Él no se atrevería a revelarse ante casi una extraña, ni ella tampoco. De pronto, unas lágrimas le escocieron los ojos. Parpadeó enfadada y esperó a recoger el distintivo con su nombre. Podríamos ser barcos que se cruzan en la noche. Podríamos serlo, pero ninguno de los dos lo sabrá jamás. Y no saber es lo peor del mundo.

Heinrich Gimpel se recostó sobre su silla giratoria.

—¿Comida? —preguntó.

—Suena estupendo —Willi Dorsch asintió—. ¿Dónde te apetece comer hoy?

—Me gustan los japoneses —contestó Heinrich. Willi hizo una mueca horrible. Heinrich necesitó un momento para darse cuenta de lo que había dicho. Levantó una mano con rapidez—. No en ese sentido.

—Por un lado, no te creo —dijo Willi—. Por otro, si dices la verdad, sería peor. ¿Un juego de palabras inconsciente? Si eso no es suficiente para mandarte al Tribunal Popular, ¿qué lo sería?

A pesar de sí mismo, Heinrich tembló. Pocos de los que aparecían ante un Tribunal Popular volvían a aparecer en otro sitio. Apartó aquel oscuro pensamiento de su mente, o al menos de parte de ella.

—Bueno, ¿te apetece un restaurante japonés? —preguntó.

—Iba a sugerirlo yo mismo, hasta que me hiciste perder el apetito —dijo Willi—. El Almirante Yamamoto está a solo un par de manzanas de aquí. ¿Qué te parece?

Heinrich se levantó de la silla, casi saltando.

—Vamos.

El japonés que llevaba el almirante Yamamoto había venido a Alemania hacía diez o quince años, para estudiar ingeniería. Obtuvo su título, pero nunca había vuelto a Tokio. El sushi que servía le habría mirado mal si lo hubiese hecho. Por ejemplo, lo que él llamaba el rollito berlinés, llevaba algas y arroz alrededor de una fina rodaja de rábano especiado y de un trozo de arenque crudo del Báltico. Puede que no fuese auténtico, pero estaba bueno, en especial regado con cerveza. Heinrich pidió media docena, y también algo de sashimi.

—Hoy no estoy para pescado crudo —dijo Willi Dorsch, y escogió en su lugar tempura de camarón. El rebozado tampoco era el que habría sido en la otra parte del mundo, pero era sabroso. En lugar de salsa para la tempura, Willi sazonó los camarones con wasabi—. Es verde, no blanco, pero te limpia los sesos como cualquier salsa de rábano.

—Ponle demasiado de eso y te volará la tapa de los sesos. —Heinrich se echó wasabi mezclado con salsa de soja para el sushi y el sashimi, pero no demasiado.

—Bueno, ¿qué importancia tiene? Tampoco tengo mucho aquí dentro. —Willi dio un buen bocado y descubrió la importancia que tenía. Cogió su jarra para apagar el fuego—. Esto no se lo cuento a Erika —dijo cuando pudo volver a hablar.

—Mmm —dijo Heinrich, el sonido menos comprometedor que pudo encontrar. Cualquier cosa que tuviese que ver con Erika Dorsch le ponía nervioso. No quería que Willi creyera que tenía pensamientos sobre ella. No quería que ella tuviese pensamientos sobre él. No quería… Sacudió la cabeza. No podía decir que no deseara a Erika. Pero no la quería lo suficiente como para arrojar por la borda lo que él significaba para ella, ni como para poner en peligro a su familia y amigos.

Cuando descubrí que era judío, supe que tendría que vigilar un montón de cosas. Jamás imaginé que también me impediría cometer adulterio. Aquella ironía le resultó atractiva.

Pero cuando rió, Willi preguntó:

—¿Qué es tan divertido?

No podía decirle la verdad. Una cosa que pronto aprendías de ser judío era a tener siempre una coartada a mano.

—La pinta de tu cara después de ese bocado.

—Oh. Bueno, no es culpa mía —dijo Willi Dorsch—. En mi opinión, el wasabi es el primer ingrediente de las bombas atómicas.

Aquello provocó que Heinrich riera sin necesidad de una historia falsa.

—No me sorprendería. ¿Qué ocurre ahí? —dijo después, mirando por la ventana—. Todo el mundo se ha parado. ¿Hay un accidente de tráfico?

—Lo habríamos oído, ¿no? —Willi le lanzó a la pasta de wasabi una mirada de sospecha—. A menos que esta cosa afecte también a los oídos.

El propietario del Almirante Yamamoto salió de la cocina. En su alemán con acento, dijo:

Meine Damen und Herren, discúlpenme por interrumpir sus comidas, pero acabo de escuchar noticias importantes en la radio. El Führer del Imperio Germano, Kurt Haldweim, ha fallecido. Por favor, acepten mi más sincero pésame. —Se inclinó con rigidez, desde la cadera, con los brazos a los lados, y desapareció de nuevo.

Heinrich Gimpel miraba su plato a medio comer. Había sabido que aquel día llegaría, sí, pero no que lo haría tan pronto.

Willi comió un último bocado de tempura. Si el wasabi lo molestó esta vez, no lo demostró. Se puso en pie, sacó de su cartera dinero suficiente para cubrir su comida y la de Heinrich.

—Venga —dijo, de pronto apresurado—. Será mejor que volvamos a la oficina.

—Tienes razón. —Heinrich también se levantó.

La mitad de los comensales del Almirante Yamamoto terminaban a toda prisa y salían. Aquello no sorprendió a Heinrich. Dada la situación del restaurante, la mayoría de los clientes trabajaban para el Wehrmacht, las SS o el Partido. Haldweim no tenía sucesor claro. Las intrigas y las artimañas habían comenzado años atrás, cuando el Führer empezó a tener «resfriados». Ahora las cosas se desarrollarían en campo abierto.

—¿Quién será? —murmuró Willi mientras subían la calle deprisa. El mismo pensamiento rondaba la mente de Heinrich.

Cuando llegaron a la plaza Adolf Hitler, vieron la imagen perfecta de Horst Witzleben en la gigantesca pantalla de televisión de la fachada principal del palacio del Führer. La plaza se llenaba con rapidez, a medida que la noticia se extendía. La gran bandera con la esvástica que coronaba el palacio ya estaba a media asta. La voz de Witzleben retumbaba por los potentes altavoces:

—Los mensajes de duelo y pésame ya han empezado a llegar desde todas las partes del mundo. En un emocionado acto conjunto, el rey y el Duce del Imperio Italiano hablaron de Kurt Haldweim como un hombre de poder y de paz. El emperador de Japón ha expresado sus condolencias a los alemanes por su pérdida, a las que se une el emperador de Manchukuo. El Caudillo de España describía a nuestro amado Führer como un hombre de proporciones históricas mundiales, mientras que el Perón de Argentina lo definió como un modelo para todos los gobernantes que aspiran a la grandeza. —Alguien le pasó a Witzleben un papel en su mesa. El presentador le echó un vistazo—. Ultimas noticias: el Poglavnik de Croacia ha declarado un día de luto en su país, mientras afirma que el recuerdo del Führer vivirá en los corazones de los hombres para siempre.

—Qué bonito —señaló Willi—. Con todas esas condolencias y un marco del Reich, me puedo comprar una jarra de cerveza.

—Bueno, ¿qué esperas que digan? —preguntó Heinrich. Él sabía lo que diría si tuviese la oportunidad. «Un asesino más en una sucesión de asesinos. Un poco más blando que los dos anteriores, pero un asesino, al fin y al cabo». Excepto con Lise, nunca tendría la oportunidad de decirlo. Incluso el hecho de pensar aquellas cosas era peligroso.

—Oh, justo lo que están diciendo —contestó Willi, dándole la espalda a la pantalla—. ¿Pero cuántos de ellos lo sienten de verdad?

—Si eso fuese cierto, tendríamos una gran cantidad de diplomáticos que nunca han abierto sus bocas… y el mundo sería un lugar mejor —dijo Heinrich. Su amigo rió, pues supuso que estaba bromeando.

Willi y él subieron los anchos escalones de la entrada al edificio del Oberkommando der Wehrmacht.

—Identificación —les espetó un guardia. Heinrich rebuscó en su cartera y sacó la tarjeta. El guardia comprobó con meticulosidad la foto con su cara antes de pasar la tarjeta por el lector. Solo cuando la luz se puso verde le hizo un gesto a Heinrich para que pasara. Willi recibió el mismo tratamiento.

—No suelen estar tan nerviosos durante la pausa de la comida —dijo una vez que estaban dentro y a salvo de los oídos de los guardias.

—¿Crees que no deberían estarlo? —preguntó Heinrich—. Nadie va a confiar en nadie hasta que tengamos un nuevo Führer. Supón que las SS tratan de colar a alguien aquí para descubrir qué partido toma el Wehrmacht.

—Serían estúpidos si lo hicieran. Y serían unos estúpidos aún mayores si no tienen espías en este sitio desde hace años. Y nosotros seríamos los idiotas si no tuviésemos espías allí. Y el Partido nos vigila a nosotros y a las SS a la vez. También es probable que el Ministerio Aeroespacial tenga dedos en diferentes pies. Quizás hasta la Armada, ¿quién sabe? —A Willi le gustaban las intrigas tanto como a los patos el agua. Miró al pasar a una secretaria como si creyera que era una espía de las SS, la Armada y los japoneses, todo al mismo tiempo. O puede que la mirara de esa manera porque era una preciosa pelirroja con una falda que le subía casi hasta las rodillas.

Solo porque le gustara el melodrama, no quería decir que se equivocara. Seguro que el Wehrmacht, las SS y el Partido se espiaban mutuamente. El Ministerio Aeroespacial y la Armada eran jugadores menores, pero podían hacerse importantes de pronto si lograban poner a uno de los suyos en el palacio del Führer.

Una vez que Heinrich estuvo de vuelta en su mesa, miró a ver qué se cocía en la red de computadoras del Wehrmacht. En su mayoría, era lo que esperaba. Los Estados Unidos mandaban un mensaje de condolencia. Lo mismo que la Unión Fascista Británica, con una intrigante diferencia. Su portavoz añadía que esperaba que el nuevo Führer fuese elegido «de acuerdo a los principios expuestos en la primera edición de Mein Kampf».

Heinrich se rascó la cabeza.

—¿Por qué la primera edición es diferente a las demás? —le preguntó a Willi Dorsch. La pregunta, misteriosamente, le recordaba a una que le había hecho a Lise unos días antes. ¿Por qué esta noche es diferente a todas las demás noches? Solo unos pocos en el Imperio Germano (un puñado de judíos ocultos, y otro puñado de eruditos que estudiaban las cosas muertas) tenían alguna idea de lo que aquella pregunta significaba, y cómo debía responderse.

Willi tampoco sabía cómo responder a la pregunta de Heinrich.

—¿De qué estás hablando? —dijo.

—Míralo tú mismo. —Heinrich apuntó a su monitor.

Willi dio la vuelta a la mesa para echar un vistazo.

—¿No es interesante? —dijo cuando leyó el mensaje de los británicos—. No conozco la diferencia entre la primera edición y las demás. No creo que haya muchas, excepto por la corrección de errores tipográficos y eso.

—Ni yo —dijo Heinrich. Los que gobiernan nunca habían prohibido una edición de Mein Kampf. Aquello reforzaba la idea de que las diferencias entre ediciones no eran muy grandes. Pero tenía que haber algo. De otra forma, la Unión Fascista Británica no habría citado específicamente la primera edición.

Como cualquiera en el Oberkommando der Wehrmacht, tenía una copia de Mein Kampf en su mesa. La suya era, por supuesto, la cuarta edición, revisada por Hitler después de la caída de Inglaterra y Rusia. Como siempre que abría el libro, acabó en cierto pasaje cerca del final. «Si al principio de la Guerra o durante ella doce o quince mil de esos hebreos corruptores de gente han muerto envenenados con gas, igual que cayeron cientos de miles de nuestros mejores trabajadores alemanes en el campo, el sacrificio de millones en el frente no habrá sido en vano. Por el contrario: doce mil perros eliminados a tiempo pueden haber salvado las vidas de millones de alemanes auténticos, valiosos para el futuro». Pero aquel párrafo era claramente antiguo, ya que por «la Guerra» Hitler se refería a la I Guerra Mundial. Maldito cabrón, pensó Heinrich, cansado. Supo lo que quería hacer, lo que intentó hacer, mucho antes de tener la oportunidad de hacerlo.

¿Pero qué decía acerca de la elección de un nuevo Führer? Descubrirlo exigió una breve búsqueda en el índice. Es esa edición, se decía lo que cualquiera esperaría. «El movimiento joven es en su naturaleza y organización interna antiparlamentario; esto es, rechaza en general y en su propia estructura interna un principio de gobierno de la mayoría en la que el líder es degradado al nivel de mero ejecutor de la voluntad y la opinión de otras personas. Tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, el movimiento aboga por el principio de autoridad incondicional del líder, asociado a la más alta responsabilidad».

Así era como habían funcionado las cosas en el Reich desde que Heinrich tenía memoria, y años atrás. ¿En qué era diferente la primera edición de Mein Kampf? Willi Dorsch también tenía su copia. Leyó en alto el párrafo que Heinrich acababa de encontrar.

—No puede ser igual en la primera edición —dijo Heinrich—. Si lo fuera…

—¿Pero cómo puede ser diferente? —preguntó Willi—. ¿Qué otra forma de hacer las cosas hay? —Le había recriminado a Heinrich el estar tan contento con el mundo actual, pero él era el que estaba como pez en el agua en estos días. No veía más allá de como debían de ser las cosas.

—Tiene que haber algo —contestó Heinrich. Él tampoco sabía qué podría ser, pero reconocía la posibilidad. Como judío, percibía necesariamente al Reich desde un punto de vista exterior. A veces, como ahora, aquello era útil. Pero se vio a sí mismo deseando que las teorías simples de Willi tuviesen algo de cierto.

—Creo que los británicos solo pretenden armar jaleo —dijo Willi—. Es probable que estén aliados con los americanos. Los malditos anglosajones siempre han estado celosos de Alemania. Durante años, trataron de evitar que el Reich ocupara su lugar bajo el sol. Ahora están pagando por ello y yo digo que les está muy bien merecido.

Había aprendido aquellas lecciones en la escuela. Al igual que Heinrich Gimpel. Pero Heinrich, por sus propios motivos, había descubierto que necesitaba dudar lo que sus profesores decían. Hasta donde podía decir, Willi nunca dudaba. ¿Le convierte eso en un idiota, o en el hombre más afortunado que conozco?

—Han pasado mucho tiempo pagando por ello —dijo Heinrich.

—Bien —replicó Willi Dorsch—. Nosotros también.

—Bueno, sí. —Heinrich no pudo (no osó) discutir aquello—. Aun así, me pregunto qué habrá en la primera edición.

Desde la chaqueta de espiga hasta su larga, estrecha y huesuda cara y sus dientes podridos, el profesor Horace Buckingham podría haber pasado por inglés. Hasta sus propios compatriotas tenían problemas para seguir su acento oxoniense. Había convertido la mesa redonda sobre La viuda de Bath de Chaucer en una experiencia terrible para Susanna Weiss, quien había tenido que responder una y otra vez a cosas que no estaba segura de comprender.

Cuando la mesa redonda terminó, el público aplaudió con amabilidad. Buckingham se volvió hacia Susanna.

—Creo que ha ido bastante bien —dijo. Su aliento era increíble, sin duda a causa de aquellos dientes manchados.

—No ha estado mal. —Susanna seguía pensando que la interpretación de él era ingenua, pero no le apetecía discutir; no cara a cara, al menos. Una nota en un periódico académico le ofrecería una forma más impersonal de asestar una puñalada en su erudición, y también le daría algo que poder enseñar al jefe de su departamento.

—¿Le apetecería discutir un poco más delante de una copa? —preguntó él. La forma en que sonreía le indicó que la erudición no era la única cosa que tenía en mente.

No quiero estar a tres metros de usted, y no digamos más cerca. La réplica planeó sobre la punta de la lengua de Susanna. No sin pena, dejó que muriera allí, para contestar:

—Ahora no, gracias. No quiero más discusiones hasta la sesión vespertina, y no hay nada en el programa que me atraiga de verdad, así que voy a cruzar la calle. La reunión de la Unión Fascista Británica promete ser fascinante, ¿no cree?

—Fascinante. En efecto. —El profesor Buckingham se marchó con notable prisa. Al principio, Susanna pensó que no le gustaban los fascistas, lo cual le valió un punto en su cuenta a pesar del mal aliento. Luego se dio cuenta de que otra explicación era más plausible. Para él, ella no era más que una alemana. Ella sabía que no era así, pero él no. ¿Y qué era una alemana interesada en el congreso de la Unión Fascista Británica? Alguien con conexiones en un departamento de seguridad.

Bajo unas circunstancias diferentes, aquello podría haber sido divertido. Tal y como estaban las cosas… Susanna suspiró. Buckingham hablaría. ¿Qué otra cosa hacen los académicos? Si los demás profesores de la Asociación Medieval Inglesa no empezaban a escaquearse de ella, sería un milagro, y Dios era desesperantemente rácano con los milagros en aquellos días.

De todas formas, cruzó la calle hasta el Hotel Crown. Nunca había sido capaz de resistirse al teatro político. En eso consistía en realidad lo que los americanos llamaban, por ninguna razón que ella pudiera descifrar, the real McCoy. En la superficie, todo parecía exactamente como debía. Banderas del Reino Unido y de la UFB con relámpagos que recordaban a las runas de las SS ondeaban a media asta en conmemoración de Kurt Haldweim. Los fascistas ingleses y escoceses habían orado por el fallecido Führer. También habían pasado al menos el mismo tiempo palmeándose la espalda entre ellos, al igual que habían hecho los eruditos de la AMI.

Eso era en la superficie. En el fondo, y a veces no tan debajo, las cosas eran diferentes. Susanna no había ni entrado en el Crown cuando un desfile apareció por la calle en su dirección. Hasta ahí, nada extraordinario: los fascistas británicos no estaban menos enamorados de los espectáculos públicos que sus homólogos alemanes.

Pero aquellos hombres de aspecto duro con uniforme y relucientes botas llevaban carteles que rezaban «¡Recordad la primera edición!». La mera idea fue suficiente para que Susanna rezumara júbilo. ¿Acción política mezclada con análisis de textos? Los serios académicos de la Asociación Medieval Inglesa no sabían lo que se estaban perdiendo.

Para asegurarse de que sus colegas británicos y, en concreto, los nacionalsocialistas de Alemania, recordaran, otros manifestantes llevaban pancartas que se extendían de lado a lado de la calle, con los párrafos relevantes en inglés y en Deutsch: «Tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, el Movimiento aboga por el principio de una democracia germana: el Líder es elegido, pero luego goza de autoridad incondicional». Otras pancartas decían: «El presidente de un grupo local es elegido, pero luego es el líder responsable del grupo local»; «El primer principio se aplica a la siguiente organización en jerarquía: el líder siempre es elegido», y «Por último, lo mismo se aplica al liderazgo de todo el grupo. El jefe es elegido, pero él es el Líder exclusivo de todo el Movimiento». Y, en la misma cola de la procesión, otra gran pancarta proclamaba: «Los miembros del Movimiento son libres de pedirle cuentas antes de las nuevas elecciones, de despojarle de su puesto por haber infringido los principios del Movimiento o haber servido mal a sus intereses».

Los policías británicos, con sus uniformes azules y altos cascos, jalonaban la calle observando la procesión fascista. Parecían no saber qué hacer, al igual que las autoridades de ocupación alemanas. Si se hubieran decidido a actuar y repeler la manifestación, habrían empleado panzers y cazas con misiles. Lo habían hecho más que unas cuantas veces durante los primeros años de ocupación, aunque no muy a menudo últimamente.

En cuanto a Susanna, se maravillaba de que la Unión Fascista Británica, o al menos una parte del grupo, hubiese logrado encontrar una forma de exigir democracia sin ser inmediatamente puestos en fila y disparados. ¿Cómo ibas a darle a un hombre un cigarrillo y una venda para los ojos por citar a Adolf Hitler, cuyas palabras eran casi como las Sagradas Escrituras en todo el Imperio Germano? Imposible.

Susanna se percató pronto de que los manifestantes representaban a una facción de la UFB, no a la organización entera. Otros hombres uniformados surgieron de una calle secundaria y atacaron a los del desfile con estacas y nudilleras. Estos últimos repelieron el ataque con armas similares. Del Crown se apresuraron a salir otros fascistas que se unieron al jaleo, sin que Susanna supiera a qué bando pertenecían. Hizo todo lo que pudo para evitar ser arrastrada.

Con los silbatos sonando, los policías británicos se metieron en medio del combate. Daban golpes con sus porras, repartiendo entre los contendientes de ambos bandos con absoluta imparcialidad.

—¡Disolveos! —bramaban—. ¡Disolveos, jodidos cabrones! —Pero nadie en ninguna de las dos facciones parecía querer dispersarse.

Al tiempo que luchaban, los hombres que apoyaban la primera edición elevaron una consigna en inglés:

—¡Todo el mundo está mirando! ¡Todo el mundo está mirando!

Extraño grito de combate, pensó Susanna. Pero quizá no lo fuera. Tan cierto como que el diablo existe, los cámaras de televisión de la BBC y de la alemana RRG filmaban el tumulto. Los manifestantes debían haber sabido que las cámaras estarían allí; de otro modo, no habrían citado el Mein Kampf tanto en inglés como en alemán.

Llegaron varios coches de policía, con las sirenas aullando. Los hombres en su interior llevaban máscaras antigás. Dispararon botes de gas lacrimógeno en medio de los disturbios. Allí donde nada había funcionado, esto lo hizo. Los fascistas a favor y en contra de la primera edición huyeron.

Susanna hizo lo mismo, no lo bastante rápido. Tenía los ojos húmedos y retortijones en el estómago por las náuseas cuando estuvo de vuelta en el vestíbulo del Silver Eagle. Los académicos allí presentes también huían, ya que entraban oleadas de gas cada vez que las puertas se abrían.

Susanna se dirigió al bar, que parecía un puerto abarrotado en una tormenta. Desde luego, el bar era un puerto abarrotado en toda conferencia a la que había asistido. Se quitó las gafas y se secó los ojos con un pañuelo de papel. No sirvió de mucho. Tampoco ayudó a sus ojos el güisqui escocés de malta que pidió, pero hizo que el resto de ella se sintiera mejor.

—Querido Dios que estás en los cielos —dijo un profesor británico que también lloraba como una fuente—, ¿qué pasa ahí fuera?

Susanna le miró, con la vista borrosa.

—Crítica literaria —le dijo.

—¡Achtung! ¡En fila! —gritó Herr Kessler cuando los escolares se apearon del autobús a un lado de la Gran Cúpula. Sonaba más como un sargento del Wehrmacht que como un profesor (lo cual era así la mayor parte del tiempo)—. ¡Coged la mano de vuestro compañero! ¡Sostened vuestras banderas con la mano libre! ¡Adelante, hasta el final de la cola!

Alicia Gimpel cogió la mano de Emma Handrick. El alfabeto les convertía en compañeras de fila, al igual que en compañeras de pupitre. Alicia deseó estar emparejada con otro. Emma tenía las manos frías y sudorosas. Alicia no podía hacer nada. Se imaginó quejándose a Herr Kessler. Pensar en los azotes que recibiría por intentarlo acabó con la idea de inmediato.

La bandera con la esvástica que tenía en la mano izquierda estaba ribeteada de negro, una muestra de luto por el fallecido Führer. El cuerpo de Kurt Haldweim yacía bajo la monstruosa cúpula del gigantesco edificio. Junto a otros niños de todo Berlín (de toda Alemania), Alicia y sus compañeros de clase desfilarían ante el cadáver y luego se alinearían mientras la procesión funeral pasaba.

—¡Por aquí! —gritó Herr Kessler.

—No, por aquí —dijo un guarda uniformado, apuntando en dirección contraria—. Su grupo se situará detrás de aquellos niños mayores. —Echando chispas y con la cara colorada, el profesor les condujo al lugar correcto.

—No lo sabe todo —susurró Emma, y sonrió con malicia. Alicia le perdonó por aquello las palmas sudadas.

La fila avanzó con lo que el mundo había aprendido a denominar eficiencia germana. Ni siquiera Herr Kessler encontró algo de lo que quejarse. En veinte minutos, Alicia y sus compañeros habían entrado en la Gran Cúpula. El espacio bajo aquella cúpula increíble parecía aún más grande desde el interior. El mobiliario tenía una grandeza sencilla. Un nicho, adornado con un mosaico dorado en el extremo opuesto a la entrada, rompía un círculo de cien columnas de mármol, cada una de veinticinco metros de altura. Delante del nicho, sobre un pedestal de mármol de catorce metros de altura, se erigía un águila alemana con una esvástica en las garras. Y enfrente del pedestal yacían los restos mortales de Kurt Haldweim.

El ataúd de bronce repujado en el que descansaba el Führer estaba rodeado de adornos florales. Había guardias de las SS apostados a ambos lados del ataúd, mostrando las numerosas condecoraciones que Haldweim había ganado en su larga e ilustre carrera como soldado y administrador de los nacionalsocialistas. Sin embargo, a pesar de haberlo intentado, los maestros de ceremonia que habían construido el escenario no habían podido superar una dificultad básica: la Gran Cúpula empequeñecía los pálidos restos del hombre con cara de halcón que había gobernado el Imperio Germano durante un cuarto de siglo.

Haldweim había sido Führer desde mucho antes de que Alicia naciera; para ella, era tan único como las pirámides de Egipto. Pero las pirámides seguían en pie, y ahora él se había ido. Todo a su alrededor dejaba claro lo transitorio que era la vida de cualquier hombre. Para encajar en el espectáculo, Haldweim tendría que haber sido del tamaño de un braquisaurio. Alicia siempre se había imaginado al Führer como algo más que un hombre, pero aquí veía en primera fila que no era así.

Los jóvenes dolientes desfilaban en una corriente continua, casi lo bastante cerca para tocar las guirnaldas más cercanas. Con el amor instintivo al horror de una niña de 10 años, Alicia se preguntó qué pasaría si alguien lo hiciera. Supuso que uno de aquellos hombres de las SS (todos tan quietos como si estuviesen esculpidos en piedra), volvería de repente a la vida y dispararía al bellaco. O quizá eso no fuera suficiente. Puede que lo arrastraran hasta el cuartel general de las SS y se tomaran su tiempo para disponer de él.

Pasó frente a aquel despliegue, el ataúd, el marchito cadáver de su interior, y caminó deprisa hacia una puerta de simples proporciones humanas que conducía al exterior, a la plaza Adolf Hitler. La plaza ya estaba llena de gente, ya fuese de uniforme (militares, de las SS o del Partido) o con vestimenta civil de luto.

—No podremos ver nada —susurró Emma, consternada.

—Sí que podremos —le contestó Alicia con el mismo tono—. No nos habrían traído hasta aquí para escondernos. Además, querrán que la gente vea que estamos aquí. —Unas cámaras de televisión sobre plataformas emergían entre la muchedumbre como islas en el mar. Había más cámaras sobre la Gran Cúpula, sobre el palacio del Führer a la izquierda y sobre el edificio del Oberkommando der Wehrmacht al otro lado de la calle, lo que les proporcionaba planos más generales. El edificio donde trabajaba el padre de Alicia le parecía un viejo amigo, lo que siempre le hacía sentir bien.

Varios oficiales con unos uniformes particularmente elegantes conducían a los escolares hacia los espacios reservados justo al lado de la ruta de la procesión funeraria, los cuales estaban señalizados con cinta roja y negra con esvásticas. Allí, los oficiales los colocaron en orden de altura, los más bajos delante, para que todos pudiesen ser vistos.

—Te lo dije —susurró Alicia. Emma le sacó la lengua. Herr Kessler carraspeó y le echó una mirada glacial. No la azotaría en público, no en una ocasión tan sombría, pero tampoco lo olvidaría. Cuando el autobús les llevara de vuelta a Stahnsdorf…

—¡Tengo que ir al baño! —exclamó un chico pelirrojo que no podía ser mayor que Roxane. Uno de los oficiales lo cogió de la mano, le guió hasta unos aseos portátiles y luego lo trajo de vuelta. Alicia se rió, pero antes se aseguró de que Herr Kessler miraba hacia otra parte.

Los autobuses y los trenes de cercanías traían más y más gente a la plaza Adolf Hitler, hasta que toda la inmensa plaza estuvo llena. La mayoría de la gente no podría ver gran cosa, aunque la pantalla de televisión montada sobre la fachada principal del palacio del Führer les mostraría lo que se estaban perdiendo. Era indudable que muchos de ellos habían sido obligados a asistir, al igual que Alicia, pero ¿y los demás? ¿Querían ser parte de la historia, o solo del momento?

Alicia bajó la vista hacia la bandera alemana con el ribete de luto que tenía en la mano. De repente, se preguntó por qué tenía que sentir que Kurt Haldweim hubiese muerto. Había sido el Führer del Imperio Germano, sí. Si ella fuese alemana, podría haber sido razón suficiente. Unas semanas antes, lo habría sentido. Ahora… Ahora sabía lo que los alemanes le habían hecho a su pueblo.

Aún se sentía alemana. También judía. ¿Y no estaría un judío encantado, no triste, por la muerte del Führer alemán? Se sintió confusa, y no era la primera vez en las últimas fechas.

Una música funeraria salió por los altavoces instalados en los aledaños de la plaza.

—Todo el mundo quieto y pareciendo triste —siseó Herr Kessler.

Al lado de Alicia, Emma tenía un buen motivo para fruncir el ceño. Solo necesitaba pensar en lo que le pasaría cuando volviesen a la escuela. Alicia tuvo que esforzarse para conseguir que las comisuras de su boca apuntaran hacia abajo. Al final lo consiguió de la misma manera en que lo hizo en el juego con sus hermanas: fingiendo que estaba en una obra de teatro y que tenía que interpretar un papel.

Los porteadores del féretro, que vestían con el gris del Ejército, el azul claro de la Luftwaffe, el azul oscuro de la Marina, el negro de las SS y el marrón del Partido Nacionalsocialista, sacaron el ataúd de Kurt Haldweim de la Gran Cúpula y lo colocaron sobre unas andas con ruedas tiradas por ocho caballos blancos que había en la entrada. Todos los hombres eran rubios, bien parecidos y cercanos a los dos metros de altura, aunque parecían mayores por los gorros militares de gala. Los porteadores parecían magníficos en los planos cortos que salían en la pantalla de la fachada del palacio del Führer. Vistos en vivo, podrían haber sido hormigas frente a la inmensidad inhumana y sobrecogedora de la Gran Cúpula.

El féretro cruzó despacio la plaza Adolf Hitler hacia Alicia. Estaba envuelto en terciopelo negro, sobre el cual el rojo de la bandera nacional alemana destacaba como la sangre. Los porteadores marchaban detrás. Sus caras sombrías parecían haber sido sacadas del mismo molde.

Detrás venían los jefes de estado visitantes, algunos de uniforme, otros con ropa oscura de civil. Los militares alemanes y los funcionarios del Partido eran los siguientes, todos con sus uniformes distintivos. Después, los embajadores extranjeros, y luego las unidades de élite de los militares y el Waffen-SS, de la jerarquía del Partido Nacionalsocialista y de las Hitler Jugend.

Cuando la carroza fúnebre estaba justo enfrente de Alicia, uno de los caballos hizo lo que hacen los caballos. De repente, la mitad de los afligidos escolares resoplaron y sonrieron, y la mitad de los profesores chistaron, horrorizados. Los porteadores no podían alterar su paso, no sin quedar mal. Uno de ellos lo pisó. Siguió la marcha, sin cambiar su expresión y sin importar lo que colgaba de la suela de su brillante bota.

La mayoría de los jefes de Estado y otros dignatarios evitaron la desafortunada sustancia. Sin embargo, para cuando los soldados, pilotos, marinos, hombres de las SS y Jóvenes de Hitler pasaron por allí, casi no quedaba nada sobre el pavimento de la plaza.

Para entonces, los profesores habían dejado de demandar silencio. Una vez que el féretro de Haldweim había pasado, las cámaras dejaron de centrarse en los escolares. Habían servido a su propósito. Herr Kessler y otro profesor empezaron a hablar en voz baja.

—Me pregunto cuándo tendremos un nuevo Führer —dijo el otro hombre.

—Espero que pronto —replicó el profesor de Alicia—. No es como cuando murió Himmler, lo recuerdo bien. En aquel entonces, todo el mundo sabía que seguiríamos firmes. ¿Pero hoy? —Sacudió la cabeza. La desaprobación se leía en su rostro.

—Harán una buena elección, sea quien sea al final —dijo el otro profesor.

Herr Kessler pareció darse cuenta de que podría haber ido demasiado lejos.

—Oh, estoy seguro —dijo con rapidez. Nunca se sabe quién podría estar escuchando. Alicia había aprendido eso mucho antes de descubrir que era judía.

Podría denunciarlo, pensó. Las noticias siempre contaban historias sobre niños heroicos que delataban a malhechores. A veces, a sus propios padres. Librarse de su profesor malhumorado también era tentador.

Pero la idea se esfumó antes de formarse del todo, ya que el siguiente pensamiento de Alicia fue: Si lo denuncio, es probable que también me investiguen a mí. Sacudió la cabeza, horrorizada. ¿Cómo sobrevivía el puñado de judíos en el corazón del Imperio Germano? No atrayendo nunca la atención. Quizás algún otro denunciaría a Herr Kessler, pero no ella. No podía. No se atrevía.

La última unidad de soldados dejó la plaza Adolf Hitler. Comenzó a vaciarse, de manera casi tan rápida y eficiente como se había llenado. La gente se dirigió a los autobuses y los trenes que la habían traído a la plaza. Las filas eran largas, pero estaban ordenadas y se movían rápido. Casi no hubo empujones ni gritos, como decían los libros escolares de Alicia que había en partes menos civilizadas del mundo.

Volvió a preguntarse si sus libros estarían diciendo la verdad. Si mentían sobre los judíos (y tenía que creer que era así), ¿sobre qué más mentían? ¿Hubo alguna vez un emperador romano llamado Augusto? ¿Era el Everest la montaña más alta del mundo? ¿Había sido Horst Wessel un héroe y un mártir? ¿De verdad que dos y dos eran cuatro?

Murmuró entre dientes. Ya había comprobado sus lecciones de aritmética y parecían correctas. Pero, ¿cómo probar lo que los libros decían acerca del monte Everest, que estaba tan lejos y era tan difícil de alcanzar, o sobre Horst Wessel y Augusto, que habían vivido en el inalcanzable pasado? No vio una solución fácil.

Puede que papá lo sepa, pensó mientras subía al autobús escolar. Su padre sabía montones de cosas extrañas, muchas de ellas inútiles, pero interesantes o amenas en su mayor parte. Si él no sabía aquellas, no se le ocurría quién.

Herr Kessler subió al autobús. Contó a los alumnos para asegurarse de que nadie había quedado atrás, y luego gruñó, satisfecho.

—Todo el mundo presente y recontado —le dijo al conductor antes de volver su atención hacia la clase—. Por respeto a la memoria de nuestro amado Führer, permaneceréis en silencio, en completo silencio, durante el viaje de regreso a Stahnsdorf. Si no estáis callados, lo sentiréis mucho, muchísimo. ¿Me entendéis? —Sonaba como si deseara que alguien, o unos cuantos, lo sintiera mucho, muchísimo.

Alicia no esperaba que nadie respondiera a lo que evidentemente era una pregunta retórica, pero un chico levantó la mano y dijo:

—¡Herr Kessler!

Ja?-El profesor también se sorprendió.

—Herr Kessler, ¿cuándo tendremos un nuevo amado Führer?

Kessler parpadeó.

—Bueno, pues cuando lo tengamos, claro está —contestó.

Alicia no tuvo problemas en imaginar lo que quería decir. Que él tampoco lo sabía.

Heinrich Gimpel sospechaba que las altas instancias del Reich habrían suprimido la primera edición de Mein Kampf si pensaran que podían hacerlo de forma impune. Pero muchísimas copias antiguas seguían en circulación, y los rumores acerca de las palabras sorprendentemente subversivas del primer Führer se habían extendido demasiado y muy rápido como para tener cualquier esperanza de éxito. Por eso, los que estaban en las altas esferas simplemente se sentaban rígidos, deseando que la confusión se esfumara por sí sola.

—¿Quién habría imaginado que Hitler escribiera tal cosa? —dijo Heinrich una mañana en el trabajo. No le gustaba hablar sobre Hitler en absoluto, pero la primera edición, a pesar del silencio oficial (o puede que a causa de tal silencio), estaba tan metida en la mente de la gente que no hablar de ello parecería extraño. Y para nada quería parecer extraño.

—Sé lo que puede haber pasado —dijo Willi Dorsch.

—Dímelo, oh, sabio de nuestros tiempos —dijo Heinrich.

—Debió de escribir la primera edición antes de tener completamente el Partido en sus manos —respondió Willi—. En cuanto lo consiguió, el Führerprinzip tomó las riendas y todo empezó a funcionar desde arriba, como lo hace hoy en día.

—Eso… tiene bastante sentido —dijo Heinrich. De hecho, tenía más que bastante sentido. Willi era sagaz, de eso no había duda.

También era engreído.

—Puedes apostar que sí —dijo—. Y si miras las cosas por el lado correcto, la primera edición es una antigüedad, algo por lo que no merece la pena alterarse.

—¿Crees que será esa la postura que tomarán? —preguntó Heinrich.

—Creo que lo intentarán —replicó Willi—. Será interesante comprobar si pueden salirse con la suya.

—¿Tú qué piensas?

La sonrisa de Willi no era nada agradable.

—Yo podría hacerte la misma pregunta, pero nunca te ha interesado mucho sacar la cabeza, ¿verdad?

—Bueno, no. —Heinrich trató de parecer avergonzado, no cobarde—. No tienes que contestar si no quieres —dijo al sentir la necesidad de añadir algo a su confesión.

—Oh, lo haré. Yo siempre le doy a la lengua, o meto la pata, o saco la cabeza para que me la corten. —Willi sonaba feliz, casi exultante. Él podía hablar de sacar la cabeza porque en realidad no creía que la guillotina fuese a caer sobre él. Heinrich sabía muy bien que el filo sí que caería si él fuese descubierto. Mientras tanto, Willi continuó—. Claro, te diré lo que pienso. Creo que tienen una excelente oportunidad de irse de rositas. Así es como siempre han funcionado las cosas.

—Probablemente tengas razón. —Heinrich se aseguró de no suspirar. No podía jurar que su oficina tuviese micrófonos, pero tampoco lo contrario. Si alguien le estaba escuchando, no quería hacer ni decir algo que pudiera ser considerado como una deslealtad hacia el Reich.

—Si apuestas porque mañana todo sea igual que hoy, será más probable que ganes que que pierdas —dijo Willi—. Pero no siempre ganarás, y parecerás más tonto cuando pierdas. No habríamos ido a Marte hace unos años si pensáramos que las cosas van a ser iguales para siempre.

—Eso es cierto. —Heinrich había quedado tan impresionado como cualquiera por las imágenes televisivas de otro mundo. El hombre había estado yendo y viniendo a la Luna desde que él era un niño, y el observatorio allí instalado había sido una preocupación constante durante quince años. Pero Marte era diferente, incluso aunque no hubiese el menor rastro de marcianos. El Ministerio Aeroespacial hablaba de una misión tripulada a las lunas de Júpiter. Aquello sería sonado, si las palabras se convertían en acción.

—De todas formas —dijo Willi—, la gente que aboga por la primera edición es la que no tiene poder, y a los que sí tienen poder les importa un comino la primera edición. Así veo yo las cosas.

—Parece razonable —dijo Heinrich, y así era. De nuevo, se negó a mostrar que no le gustaba, sin importar lo razonable que fuese. En su lugar, miró el reloj—. ¿Vamos a la cafetería y vemos qué clase de experimento sirven hoy los cocineros para comer? —Nadie se metía en problemas por quejarse de la comida. Ni siquiera la Policía de Seguridad podía permitirse el arrestar a tanta gente.

El especial del día incluía salchicha de lengua y ensalada de repollo con manzana, naranja y uvas, aliñada con una salsa con base de mayonesa. La salchicha no estaba tan mal. El menú llamaba a la ensalada sueca. Después de un par de bocados, Heinrich la llamó peculiar.

Willi bajó la mirada hacia su plato de plástico. Su veredicto fue:

—No sabía que los suecos nos odiaran tanto.

Heinrich tomó otro bocado. Después de bajarlo, dijo:

—Probablemente sea muy nutritivo.

—Puede —dijo Willi.

A pesar de las quejas, ambos siguieron comiendo. Heinrich bebía café de una taza de plástico. Tampoco era muy bueno, pero estaba cargado. Sintió que sus ojos se abrían más. Esa mañana no se dormiría en su mesa. Lo había hecho una o dos veces, cuando tenía un bebé nuevo en la casa. No se metió en ningún problema. No debía ser el único.

Mientras comía, escuchaba la cháchara del comedor. Ya era oficial: los americanos se quedarían cortos en el pago de impuestos. Muchísima gente en el Oberkommando der Wehrmacht se preguntaba qué haría el Reich. Heinrich también. Alguien sentado un par de mesas más allá dijo:

—Los yanquis son unos bastardos con suerte. Si tuviésemos un Führer, les hubiese sometido, seguro.

Willi Dorsch también lo oyó.

—Tiene razón —dijo, y se levantó a por más café. Heinrich asintió, aunque no podía evitar pensar que ser devastados por armas nucleares y luego pasar los siguientes cuarenta años bajo la ocupación alemana no era precisamente el tipo de suerte que él querría tener.

Por otro lado, la mayoría de los americanos seguían vivos. Aparte de las bajas de guerra, los conquistadores habían dejado los horrores habituales para los negros y los judíos. La población de los Estados Unidos era solo un tercio menor que antes de la guerra. Puede que los americanos, en conjunto, fuesen afortunados… si se comparan con esos Untermenschen.

En otra mesa cercana a la que Heinrich y Willi se sentaban, un coronel gruñó:

—¡Al infierno con la primera edición! Todo eso son disparates, si queréis saber la verdad.

Heinrich dio un bocado a su salchicha. ¿Quién iba a discutir con un personaje tan augusto? Willi parecía orgulloso cuando regresó con su café. Debía de haber oído al oficial. Meneó un dedo en dirección a Heinrich, como diciendo: «¿Lo ves?». Pero en aquella mesa había dos coroneles. El segundo, más joven, sacudió la cabeza y dijo:

—No estoy seguro, Dietrich. He sido un buen hombre del Partido durante más de veinte años. Si hay una forma de seguir las reglas y de ayudar a escoger al nuevo Führer, yo la apoyo.

—Eso es trabajo de los líderes —dijo el primer coronel, Dietrich.

—Bueno, sí —contestó el otro—. Pero, ¿cómo se hacen líderes los líderes? Si la gente por debajo de ellos no quiere seguirlos, ¿qué queda? Un jaleo, eso es. Mira Francia en 1940.

Dietrich soltó un bufido.

—Oh, venga, Paul. Si el Reich llega alguna vez a eso, ya podemos rompernos la cabeza en las duchas, porque estaremos acabados de todas formas.

—No he dicho que estemos tan mal. Después de todo, no somos franceses —replicó Paul—. Pero el principio es el mismo.

Otro resoplido por parte del primer coronel.

—¿Principio? ¿Qué es un principio? Algo de lo que hablan los perdedores para explicar por qué han perdido.

—Oh, ¿en serio? ¿Estás diciendo que el Partido no tiene principios? —La voz de Paul era sedosa, pero peligrosa.

Pero Dietrich no cayó en la trampa.

—Lo que digo es que la victoria es el primer principio y ninguno de los demás importa demasiado. —Tenía un grueso puro humeando en el cenicero. Lo cogió y se lo ofreció a su amigo—. Si me equivoco, ¿cómo es que gritamos «¡Sieg heil!»? Explícamelo.

Un capitán que había estado sentado en otra mesa intervino y dijo:

—Disculpe, señor, pero, ¿cómo podrían las normas originales del Partido hacer la victoria menos probable? —Nunca hubiese tenido los redaños de hacer algo como aquello si Paul no hubiese hablado a favor de la primera edición, no cuando Dietrich le sobrepasaba en tres rangos. Pero ahora tenía un protector.

La mesa con los dos coroneles se convirtió rápidamente en el foco del día para aquella discusión en particular. Los oficiales del Wehrmacht y los expertos civiles se reunieron a su alrededor. Las cosas se iban acalorando a cada momento. El rostro de Willi se iluminó.

—¿Nos unimos? —preguntó.

—Adelante, si quieres —respondió Heinrich—. Pero nada de lo que digamos valdrá un pfennig de todas formas. —Y eso es cierto en todo el Reich desde que Hitler subió al poder. Una buena cita más que añadió a la larga, larga lista de cosas que no podía decir, por muy verdadera que fuese.

Había ocasiones en que unos golpes en la puerta no aterrorizaban a Lise Gimpel. Cuando se producían pasadas las tres y media, le hacían sonreír. Significaba que las niñas llegaban del colegio. Corrió hacia la puerta:

—Hola, niñas —dijo—. ¿Qué habéis aprendido hoy?

—Klaus Frick come bichos —anunció Francesca.

Alicia y Roxane hicieron ruidos de disgusto, pero no de demasiado asco. Por ello, Lise dedujo que su hija mediana seguía hablando de cosas que habían dicho en el autobús escolar. Las otras dos niñas ya debían haber tenido oportunidad de acostumbrarse a la encantadora noticia.

—¿Cómo sabes que come bichos? —preguntó Lise, recordando que los rumores escolares podían afirmar cualquier cosa de cualquiera.

Pero Francesca respondió:

—Porque le he visto hacerlo. Cogió uno, se lo puso en la boca y lo masticó.

—Y está en tu clase, ¿no? —dijo Lise, descontenta. Francesca asintió. Lise se estremeció—. Eso es… muy malo. —Los niños de 8 años eran con frecuencia criaturas asquerosas, pero Klaus Frick se llevaba la palma.

Roxane rió.

—¡Cuéntale el resto!

—¿El resto? ¿Hay más? —dijo Lise—. ¿Quiero saberlo?

—No —dijo Alicia con rapidez.

Gracias a eso, Lise obtuvo una pista acerca de qué más había. Pero Roxane seguía con sus risillas y Francesca también estaba de guasa. A su edad, lo que era asqueroso también era divertido. Los chistes de niños que estaban en boga cuando Lise estaba en los primeros cursos seguían en circulación. A Alicia también le hacían mucha gracia; con 10 años no eres tan mayor. Pero hoy no.

—Klaus dijo…, dijo que estaba comiendo igual que los judíos —añadió Francesca—. Dijo que los judíos comían bichos a todas horas.

Volver a oír aquello hizo que Roxane se carcajeara. Francesca también pensaba que era muy divertido. Alicia dictó veredicto con una sola palabra:

—Asqueroso.

—Sin embargo, seguro que tiene razón. Los judíos son asquerosos —dijo Francesca—. Todo el mundo lo sabe. —Su hermana pequeña asintió. Alicia empezó a decir algo, pero luego, obviamente, no lo hizo.

Lise Gimpel habló antes de que su hija mayor pudiera meter la pala.

—Los judíos pueden ser asquerosos, ¿pero cómo sabe Klaus Frick lo que comen? ¿Cómo? Nadie de tu edad ha visto jamás a uno… y estoy segura de que en la escuela no os enseñan sobre bichos. Estoy de acuerdo con Alicia: es probable que los judíos sean asquerosos, pero tu compañero de clase lo es con toda seguridad.

Alicia le sacó la lengua a Francesca. Aquella era una reacción buena, saludable, normal. Pero Roxane, siempre tan agitadora, señaló y exclamó:

—¡Agh! ¡Tiene un bicho en la boca!

—¡Ya es suficiente! —dijo Lise—. Las tres, id a la cocina ahora mismo y coged la merienda. —Levantó una mano de advertencia—. No he terminado. La primera que diga algo, cualquier cosa, acerca de bichos, judíos u otras cosas asquerosas mientras coméis, se meterá en un buen lío. ¡Un gran lío! ¿Entendido?

Todas asintieron. Las dos más jóvenes corrieron hacia la cocina. Alicia se quedó un momento.

—¿Judíos u otras cosas asquerosas? —preguntó en voz baja.

—Eso es lo que hay que decir —susurró Lise, mordiéndose el labio—. Tienes que llevar una máscara, ¿recuerdas? —Alicia asintió, aunque la máscara se había caído. Lise le dio un pequeño empujón—. Venga. Cómete la merienda. No son más que tonterías. No dejes que te preocupen. —Asintiendo por última vez y un poquito menos triste, Alicia se fue.

El suspiro de Lise Gimpel se pareció sorprendentemente a los de Heinrich. Hay que tener un pellejo como el de los elefantes para sobrevivir. Los niños, naturalmente, no vienen equipados con ese tipo de coraza. Tienen que adquirirla, una cicatriz dolorosa tras otra. Lise recordó cuántas lágrimas había derramado cuando era más joven.

Los chistes y las burlas sobre judíos seguían y seguían. Lise no podía recordar la última vez que había oído algo sobre judíos vivos, antes de que esas desafortunadas familias fuesen encontradas en las tierras interiores de Serbia.

Todo el mundo necesitaba alguien a quien odiar. Los americanos no habían odiado a los judíos del mismo modo que los europeos, pero tenían a los negros en su lugar. Ahora era muy difícil encontrar negros o judíos en Estados Unidos. ¿Seguía la gente al otro lado del Atlántico contando chistes sobre los negros que ya no existían? A Lise no le hubiese sorprendido. La gente era así, por mucho que desees otra cosa.

En los días antiguos, después de que David matara a Goliat y los hebreos triunfaran en Palestina, ¿habían hecho bromas sobre los filisteos? Eso tampoco le habría sorprendido. No creía que los judíos fuesen la Herenvolk, la raza superior, como pensaban los alemanes de sí mismos. Tan solo creía que eran personas como las demás, con sus defectos y sus fobias hacia otros pueblos. ¿Era demasiado pedir a los demás que lo vieran de la misma forma? Evidentemente, sí.

Volvió a suspirar. Los supervivientes que quedaban en el Reich estaban bien ocultos. Cazarlos no sería fácil, ni siquiera para los nazis. Durante unos años, Lise no se había preocupado por ello. Ni siquiera lo había pensado. Tan solo se sentía (era) como una persona más, viviendo su vida como cualquiera.

Pero entonces Gottlieb Stutzman se hizo lo bastante mayor como para saberlo, y luego Anna, y ahora Alicia. Y la mitad de Lise se sentía como la niña aterrorizada que había sido cuando ella misma descubrió la verdad. Los niños cometen errores. Cometer errores y aprender de ellos ayudaba a crecer a los niños. Pero si un niño judío cometía el error que no debía, no crecería. ¿Qué se podría aprender de eso?

No nacer judío, claro.

—¡Mamá! —chilló Francesca. Roxane la secundó, con voz más alta y estridente incluso.

Lise corrió hacia la cocina con el corazón en el puño. ¿Qué había hecho Alicia? ¿Se lo había dicho a sus hermanas? Si ella no podía mantener la boca cerrada, ¿cómo suponía que iban a hacerlo sus hermanas?

Alicia estaba de pie en medio de la cocina, con el rostro afligido. Francesca y Roxane la señalaban de manera dramática.

—Lo siento mamá —susurró, con la cara tan pálida como la leche que había estado en su vaso y que ahora se extendía por el suelo, junto a los pedazos del recipiente.

Una vez que Lise empezó a reír, le costó trabajo parar. Sus tres hijas se la quedaron mirando. Inspiró profundamente, contuvo la respiración y dejó salir el aire.

—¿Qué pensabais que iba a hacer? —dijo—. ¿Llorar por la leche derramada? —Las niñas pusieron unas caras horribles. A Lise no le importó. El alivio la dejó mareada—. Venga. Limpiemos este desastre.

Hizo la mayor parte del trabajo, pero obligó a sus hijas a ayudarla. Mientras limpiaba la leche y barría los cristales rotos, se quedó asombrada. No oí el ruido. ¿Tan perdida estaba en mis cavilaciones? Supongo que sí.

—Lo siento —volvió a decir otra vez. No, no le gustaba cometer errores, sin importar si eran pequeños.

—Está bien, cariño —dijo Lise. Y, comparado con lo que podría haber sido, estaba bien de verdad.