2

Franz Oppenhoff miró a Susanna Weiss a través de las lentes que aumentaban de forma grotesca sus ojos azules inyectados en sangre.

—No consigo ver la necesidad de este viaje —dijo, y se rascó la parte inferior de una de sus blancas y peludas patillas.

Susanna le devolvió la mirada al jefe de departamento con un odio que trató de ocultar.

—Pero, Herr Doktor, es la reunión anual de la Asociación Medieval Inglesa… y solo es la tercera vez que se celebra en Inglaterra desde la guerra.

Oppenhoff realizó una pausa para encender un puro. Era un excelente habano, pero el humo hizo que Susanna, que no fumaba, pensara en calzoncillos ardiendo. Tosió, sin demasiada ostentación. Después de una calada, él dijo:

—Muchas, la mayoría incluso, de tales reuniones son una pérdida de tiempo, una pérdida de energía, y un derroche para nuestro presupuesto para viajes.

—¿Oh? —De algún modo, Susanna consiguió que una sola sílaba sonara peligrosa—. ¿Es eso lo que dijo cuando el profesor Lutze le pidió asistir?

—Yo no… —El profesor Oppenhoff dejó la frase a medias, decidiendo claramente que no podía escapar con una mentira directa. Volvió a intentarlo—. Creí que la conferencia mejoraría su desarrollo profesional, siendo como es…

—¿Un hombre? —remató Susanna por él.

—Eso no es lo que iba a decir. —El jefe de departamento parecía ofendido.

Susanna Weiss lo estaba de verdad.

—¿Qué es lo que iba a decir, entonces, Herr Doktor? ¿Que el profesor Lutze tiene menos antigüedad que yo? Así es. ¿Que ha publicado menos de la mitad que yo? En efecto. ¿Que lo que ha publicado es superficial en comparación con mi obra? Cierto, como cualquier especialista le dirá. —Sonrió con una dulzura venenosa—. ¿Lo ve? Estamos completamente de acuerdo.

El profesor Oppenhoff intentó darle al puro otra calada, pero se asfixió con el humo. Susanna mantuvo el veneno de su sonrisa hasta que las toses del hombre se redujeron a un resuello. Sacudió un tembloroso índice hacia ella.

—Usted no tiene la actitud de una buena mujer nacionalsocialista —dijo con seriedad.

—¿Tengo la actitud de una buena experta nacionalsocialista? —Sin importar lo ofendida o enfadada que Susanna estuviese, siempre devolvía el nombre del partido como si se tratara de un globo en el tenis—. ¿No cree que es así como debería juzgarme?

—Debería estar fabricando niños, no artículos —dijo Oppenhoff.

El hecho de permanecer soltera y de no tener hijos era una pena secreta para Susanna. Su espalda se puso rígida. Sus asuntos privados no eran de la maldita incumbencia de Oppenhoff.

—Si el trabajo del profesor Lutze es lo bastante bueno para merecer ir a Londres a la reunión de la Asociación Medieval Inglesa, ¿qué parte del mío me descalifica para ir también? —No dijo que Lutze no mereciera ir, aunque lo pensara. Eso le habría creado otro enemigo. La política académica ya era bastante desagradable sin tratar de empeorarla.

—El presupuesto para viajes… —dijo el jefe pomposamente.

Esta vez, la sonrisa de Susanna fue puramente carnívora.

—Ya he hablado con los contables. Tenemos de sobra. De hecho, recomendaron que gastáramos más antes del fin del año fiscal en junio. Si nos sobra presupuesto sin gastar, lo más seguro es que decidan que no necesitamos tanto para el año que viene.

El rostro de Franz Oppenhoff se puso gris de horror. Un recorte de presupuesto era la pesadilla de todo jefe de departamento. Empezó a mover sus manos por el aire. La ceniza del puro revoloteó sobre su mesa como nieve.

—¡Vaya a Londres, Fräulein Doktor profesora Weiss! ¡Vaya! ¡Sostenga la reputación de la universidad! —añadió algo más, con un volumen no lo bastante inaudible—. Y quítese de mi vista.

Susanna fingió no haber oído aquello. Habiendo obtenido lo que quería, podía permitirse el ser cortés.

—Gracias, profesor Oppenhoff. Haré los preparativos del viaje ahora mismo. —De hecho, ya los había hecho. Si no hubiese sido capaz de domeñar a Oppenhoff, habría tenido que cancelarlo todo. Podría haberse permitido el billete de avión y el hotel, pero no podría haber ido durante el semestre sin darse de baja. Ahora ya lo había conseguido.

—¿Algo más? —quiso saber el profesor Oppenhoff.

Se sintió tentada a quejarse de que su oficina era más pequeña y tenía peores vistas que las de los profesores varones con menos antigüedad que ella, y rara vez dejaba las cosas a la mitad. Sin embargo, juzgó que ya había presionado al jefe hasta donde era posible.

—Hoy no, gracias —dijo con elegancia, como un comprador presumido declinando la oferta de una dependienta. Bajita como era y con la nariz apuntando alto, salió de la oficina de Oppenhoff.

La primavera estaba en el aire cuando dejó el ala este del complejo universitario y se encaminó hacia el bosquecillo de castaños situado entre las dos alas. Los castaños seguían sin hojas, pero los primeros brotes habían comenzado a aparecer. Pronto los árboles estarían gloriosamente verdes y los pájaros cantarían y anidarían sobre ellos. En ese momento, Susanna miró el jardín y las estatuas de bronce de los grandes sabios: Wilhelm von Humboldt, fundador de la universidad, su hermano Alexander, Helmholtz, Treitschke, Mommsen y Hegel.

Por encima de las demás estatuas había una enorme de Werner Heisenberg. Arno Breker, el escultor favorito de Hitler, había esculpido al físico a petición personal del Führer. Susanna había visto fotos de Heisenberg. Era alto, sí, pero escuálido, casi tanto como Heinrich Gimpel. Breker lo había convertido en uno de sus incontables superhombres arios: hombros y pecho anchos, cintura estrecha y muslos como un caballo de tiro. El típico desnudo heroico de Breker pugnaba por salir del traje con el cual el escultor, a regañadientes, había tenido que vestir al sujeto.

Susanna suspiró. Si Heisenberg y los demás científicos alemanes no se hubiesen dado tanta prisa en ver las implicaciones de la fisión atómica… Volvió a suspirar. El mundo sería diferente, pero, ¿quién sabe cómo sería? Una de las cosas que había comprobado era que diferente no significa necesariamente mejor.

Un joven moreno que llevaba barba negra y un turbante enrollado sobre su cabeza pasó junto a Susanna.

—Discúlpeme —dijo con un acento musical.

Aber natürlich —replicó con regia amabilidad. El joven del turbante subió las escaleras de dos en dos y entró en el edificio del ala este de la universidad. El Departamento de Lenguas Germánicas compartía el bloque con el Instituto Alemán para Extranjeros, que desde 1922 había instruido a los forasteros en el idioma y la cultura alemanes, y con el Instituto de Estudios Raciales, que ayudaba a decidir qué extranjeros merecían sobrevivir y ser instruidos en las bendiciones de la cultura alemana.

El tipo que había pasado junto a Susanna con tanta prisa tenía que ser de Persia o la India, probablemente lo segundo. A pesar de su tez, a la gente de esos países se les concedía el privilegio de ser arios, y así vivían, como súbditos (a veces incluso de cierta importancia) dentro del Imperio Germano.

Si el joven hubiese nacido más al oeste, habría sido árabe en lugar de ario… En lo concerniente al Instituto de Estudios Raciales, el antisemitismo se extendía a los árabes tanto como a los judíos. Una de las cosas que el Reich había hecho, y que había obligado a hacer con amenazas a los italianos, era perseguir tanto a la gente de Oriente Medio como a los Untermenschen eslavos del este de Europa.

No somos los únicos, pensó Susanna con un escalofrío. Sin embargo, recordamos mejor que la mayoría de los demás. Esa es una de las cosas que siempre hemos hecho: recordar. Pero lo mismo hacen los nazis. ¿Podemos esperar de verdad sobrevivir los? Heinrich y Walther así lo creen, o eso dicen, pero, ¿lo creen cuando un ruido en el exterior les despierta en mitad de la noche?

No sabía cómo lograban no gritar cuando oían un ruido como ese. No tenía ni idea de cómo lo conseguía ella. Incluso los nazis de cuarta generación, que nunca habían tenido un pensamiento ideológicamente impuro en su vida, empezaban a sudar por los ruidos en la noche. Puede que ellos sepan que sus pensamientos no están corrompidos, que sus líneas de sangre no están contaminadas. Sí, puede que ellos lo sepan, pero, ¿lo sabe la Policía de Seguridad? Nunca se sabe.

Y cuando de verdad tienes algo que esconder…

No obstante, todos los sonidos que Susanna había oído alrededor de su bloque de apartamentos eran los de la vida cotidiana: vecinos intentando entrar y salir en silencio o demasiado borrachos para molestar, la rama de un árbol rascando su ventana, el ruido del tráfico, muy de vez en cuando el ruido de un accidente… Nada de hombres con gorras altas y gabardinas negras, golpeando a la puerta y rugiendo: «¡Jüdin, heraus!». Aún no. Nunca. Pero el miedo tampoco desaparece, jamás.

Con otro escalofrío, Susanna se apresuró hacia el jardín y las estatuas de los hombres que habían hecho avanzar la sabiduría alemana. Y si intentaba no mirar la estatua de bronce de Heisenberg, bueno, ni siquiera la Policía de Seguridad se percataría.

Heinrich Gimpel le dio un beso a Lise y subió la calle hacia la parada de autobús. Llegó cinco minutos antes de que el autobús lo hiciera. Cuando se detuvo, las puertas sisearon frente a él. Metió su tarjeta en la canceladura, la retiró y la metió de vuelta en su cartera mientras miraba el pasillo en busca de un asiento. Encontró uno. En la siguiente parada, una rubia rolliza se sentó a su lado. Cuando Willi Dorsch se subió un par de paradas después, Heinrich y él intercambiaron un gesto con la cabeza, pero eso fue todo.

No sentarse con Willi no le rompió el corazón a Heinrich. Su amigo había estado más frío de lo normal desde el extraño final de su noche de bridge. ¿Le preocupa que esté buscando un asunto con Erika? Heinrich sacudió la cabeza mientras Willi se hundía en un asiento cerca de la parte trasera del autobús. Disfrutaba mirando a Erika Dorsch, pero eso no era lo mismo, en absoluto. Incluso Lise, que no tendía a ser objetiva sobre esas cosas, comprendía la diferencia.

Pero entonces, un nuevo y turbador pensamiento cruzó la mente de Heinrich. ¿O piensa Willi que Erika está buscando una aventura conmigo? Aunque Willi no creyera que Heinrich quisiera una aventura, podría no sentirse feliz de verle todas las mañanas. Y Heinrich no tenía ni la más mínima idea de qué podía hacer al respecto.

El autobús realizó sus últimas paradas y se detuvo en la estación de tren. Todos se apearon. Casi todos se dirigieron al andén de cercanías de Berlín. Cuando la gente hizo cola, Heinrich y Willi no estaban particularmente cerca. Heinrich suspiró. Bastante a menudo, los dos charlaban y cotilleaban como una pareja de Hausfraus, todo el trayecto hasta la ciudad. Eso no había ocurrido en los últimos días, y tampoco parecía que hoy fuese el día.

No lo era. Cuando el tren llegó a la estación de Stahnsdorf, Willi se sentó en el pasillo, en un asiento único. El asiento único del otro lado ya estaba cogido. Quisiera lo que quisiera Willi, no se trataba de la compañía de Heinrich. Willi sacó un par de Völkischer Beobachter de su maletín y comenzó a leer.

Heinrich también leía el periódico del Partido Nazi: un poco más de colorete protector. Encontró un asiento a mitad de autobús, sacó su propio ejemplar y le echó un vistazo. De vez en cuando, lo encontraba útil desde el punto de vista profesional. Lo que decidía el Partido, podría dictar el próximo movimiento del Oberkommando der Wehrmacht. Leer el periódico con atención, sobre todo entre líneas, daba pistas sobre la dirección del viento en niveles del Partido más exaltados que aquellos en los que se movía Heinrich.

Hoy se fue directamente a la sección de asuntos imperiales. Aún parecía que los Estados Unidos iban a quedarse cortos con sus impuestos de ocupación. Heinrich había esperado a que alguien del Ministerio de Exterior o de la oficina del Führer hiciese algún comentario. Hasta entonces, nadie lo había hecho. En sí mismo, aquello era interesante. Cuando empezó en el Oberkommando der Wehrmacht, los americanos no habrían recibido un aviso por retrasarse en el pago o por quedarse cortos en él. Simplemente habrían sido castigados. Ahora, las cosas eran más relajadas.

Al menos, algunas cosas. Una pequeña columna anunciaba la ejecución de una docena de serbios por rebelión contra el Reich. Los serbios habían provocado la Primera Guerra Mundial, hace ya casi cien años. Desde entonces, habían supuesto un fastidio. Otra historia contaba el encarcelamiento de un miembro de las SS al que habían sorprendido aceptando sobornos en una ciudad francesa cercana al canal Inglés.

«Semejante corrupción vergonzosa —declaraba el Völkischer Beobachter— no puede tolerarse en un estado ordenado y bien gobernado». Heinrich asintió para sí mismo. Había visto tres o cuatro campañas anticorrupción desde sus días en la universidad. El que el Reich necesitase una nueva cada pocos años indicaba lo bien que funcionaban.

Sin embargo, esta tenía pinta de ser más seria que alguna de sus predecesoras. ¿Uno de las SS entre rejas? Aquella noticia era de las de «hombre muerde a perro». Heinrich se preguntó a qué peces gordos alemanes habían untado los franceses por este asunto. Era muy posible que conocieran a alguien. Los miembros de las SS rara vez se metían en problemas por lo que hacían dentro de Alemania, y ya no digamos en territorio ocupado.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Berlín, Heinrich y Willi fueron por el mismo camino, lo que era natural, ya que tenían que coger el mismo autobús para ir a la misma oficina. La historia sobre el hombre de las SS intrigó a Heinrich lo suficiente para agitar el Völkischer Beobachter frente a las narices de Willi y preguntar:

—¿Has leído esto?

—¿El qué? —preguntó Willi. Sonó más distante de lo normal, pero no hostil. Heinrich señaló la historia—. Oh, eso. Sí, lo he visto. Política. Tenía que pasar.

—¿Política? —dijo Heinrich con sorpresa, como si no hubiese oído jamás aquella palabra.

Willi contestó con un gesto impaciente.

—No sé qué otra cosa puede ser.

—Yo me había imaginado que alguien tenía algún contacto —dijo Heinrich—. Ya sabes lo que quiero decir.

—Oh, claro —Willi volvió a hacer un gesto de asentimiento, esta vez con un poco más de animación—. Supongo que es probable, pero, ¿cuánto? ¿Cómo podría un puñado de franchutes saber quién tiene la influencia para meter en agua hirviendo a alguien con el emblema de las SS? Los cerdos volarán antes de que veamos eso. —Empezó a caminar más rápido—. Venga, ahí está el autobús, esperándonos.

Esperó. Incluso encontraron asientos, lo cual no era habitual en la hora punta.

—Política —repitió Heinrich—. Bueno, quizá tengas razón.

—Puedes apostar a que sí —dijo Willi mientras el autobús salía de la estación. Le dio unos golpecitos a Heinrich en la rodilla—. Si tienes algún otro problema que no sabes resolver, habla con tu tío Willi y él te pondrá en la senda.

Mostró una sonrisa de superioridad. Si Erika admiraba a Heinrich por algo, era por su inteligencia (era consciente, muy a pesar suyo, de que no podía tratarse de su cuerpo o su aspecto). Y si Willi se sentía más listo que él, dejaba de ser una amenaza. Al menos, esperaba que así fuese como funcionaban las cosas dentro de la cabeza de su amigo. No quería ser una amenaza para nadie ni para nada. Las amenazas son visibles. No se podía permitir semejante clase de visibilidad.

Y también podía ser que Willi tuviese razón. Para la mayoría de los súbditos del Imperio Germano, la política tenía que parecer sencilla. Los alemanes daban órdenes y los súbditos las cumplían. Los súbditos que no obedecían pagaban por ello, a menudo con sus vidas. A veces, súbditos que obedecían también pagaban con sus vidas, pero rara vez lo sabían de antemano.

Pero desde el punto de vista de la burocracia gobernante, las cosas no eran tan sencillas. Los oficiales del Wehrmacht y de las SS se vigilaban con cautela los unos a los otros. Los administradores civiles y los de Wehrmacht tampoco estaban siempre de acuerdo. Y los administradores y las SS discutían sobre quién representaba en realidad al Partido Nacionalsocialista. No se trataba solo de una separación en facciones. Personalidades de ambos bandos fomentaban la complicación de las cosas. Se supone que el Führer, Kurt Haldweim, debe hacer que todo el mundo vaya en la misma dirección, pero Haldweim había celebrado su nonagésimo primer cumpleaños justo antes de Navidad. A pesar de su edad, se decía (a menudo y en voz alta) que era vigoroso y espabilado, pero, ¿cuánto de eso? Cuando el autobús se detuvo enfrente de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht, Willi Dorsch tuvo que darle un codazo a Heinrich.

—Nos bajamos aquí, ya sabes —dijo, disfrutando de su diminuto triunfo—. No importan los grandes pensamientos que tengas, no te hará ningún bien que no te encuentren en el lugar donde se supone que has de emplearlos.

—Tienes razón, claro. —Heinrich se levantó, sintiéndose un estúpido. Mientras se apresuraba a apearse del vehículo, se dio cuenta de que Willi parecía volver a ser el de siempre. ¿Y por qué? Porque estoy actuando como un idiota. Nunca había oído hablar del poder de la estupidez positiva, pero esto debe ser un ejemplo.

Los guardias frente al edificio los veían a los dos cinco mañanas por semana. Sin embargo, extendieron las manos para pedir sus identificaciones. No solo comprobaban las fotos, sino que también metían las tarjetas en una máquina lectora. Solo se apartaban después de que una luz verde brillara dos veces seguidas.

—Encantado de conocerme —dijo Willi, volviendo a meter su tarjeta en su cartera. Señaló a Heinrich—. O quizá hoy yo sea tú y tú seas yo. La máquina no dice nada sobre eso. —Se rió.

Lo mismo hizo Heinrich, aliviado al ver a Willi actuar con sus habituales tonterías. Pero uno de los guardias frunció el ceño hacia Willi, sospechando. El otro miró el lector de tarjetas, preguntándose si podría confundir la verdadera identidad de un hombre. A veces, Heinrich estaba preocupado por el cerebro de las nuevas generaciones, si es que eso existía. Pero sabía que la gente era así desde los días de las pirámides, así que mantuvo la boca cerrada.

—¡Adelante! —voceó el segundo guardia, echándole aún a la máquina una mirada extraña.

Una vez dentro del edificio con Willi, Heinrich dijo:

—Se va a tirar una semana desconfiando del invento. Eres un elemento subversivo, ¿lo sabías?

Willi se detuvo, con una mezcla de alarma y altivez en el rostro.

—Un término apropiado para llamarle a alguien en medio de este lugar. —Pero estaba bromeando de nuevo, y siguió haciéndolo—. ¿Dejaste el rastro de miguitas de pan anoche? ¿No? ¿Cómo va a encontrar el diablo entonces el camino hacia nuestras mesas?

El Oberkommando der Wehrmacht era una especie de laberinto, pero no tan enrevesado como Willi lo hacía parecer. Los veteranos que recordaban cómo eran las cosas antes de la reconstrucción del centro de Berlín decían que las antiguas oficinas sí que eran una pesadilla. Este edificio era grande, con un montón de corredores y salas a lo largo de cada uno. Incluso los visitantes (con autorización de seguridad) encontraban su destino sin demasiados problemas. Heinrich y Willi llegaron a su sitio en un par de minutos.

Tan pronto como Heinrich se sentó, encendió su ordenador e introdujo la clave que le daba acceso a los archivos. Pulsó algunas teclas y miró por encima del hombro a Willi, diciendo:

—Estas cosas son el mejor invento desde que empecé a trabajar aquí. Antes, solo unos cuantos especialistas solían tenerlos. Ahora están por todas partes, como hongos venenosos después de la lluvia.

—Son útiles, sí. —Willi también había encendido su ordenador—. Sin embargo, a veces me pregunto quién manda, si nosotros o las máquinas.

—Tengo un amigo —dijo Heinrich sin mencionar a Walther Stutzman— que dice que podrían estar conectados a un sistema gigante enlazado.

—Hay una gran diferencia entre «podrían estar» y «estarán» —dijo Willi—. No creo que ocurra, ni en un millón de años. ¿Puedes imaginarte la pesadilla de seguridad que sería ese tipo de sistemas? Se podría introducir en ellos lo inimaginable. Cualquiera podría encontrar de todo. El Partido ha hecho bien en no dejar que ese tipo de sinsentidos comiencen a funcionar. No puedes pararlo una vez que empieza; sería como arreglar un huevo roto.

—Tienes razón —dijo Heinrich—. Es de cajón. —Sabía que tenía más conocimientos que Willi. Pero su amigo era muy suspicaz, y comprendía la forma en que el mundo, en especial la parte de él en que se movía, funcionaba.

—Puedes apostar a que sí —dijo Willi—. Una vez que la seguridad empieza a fallar, todo son problemas.

Ja —dijo Heinrich, ausente. Estaba ocupado tecleando otra clave, la cual le daría acceso a la red de información del Wehrmacht. Gracias a Walther, sabía bastantes más claves de las que se suponía. Las guardaba en su memoria; no estaba tan loco como para ponerlas por escrito. Tampoco como para usarlas, excepto en caso de extrema emergencia. La que introdujo había sido adquirida de manera legítima, en el transcurso de su trabajo—. Quiero descubrir qué ocurre con los Estados Unidos.

—Sí, eso sería interesante —concedió Willi Dorsch—. Si se van a quedar cortos, eso pondrá en rojo nuestros presupuestos.

—Más que en rojo —dijo Heinrich.

Willi asintió.

—Más que en rojo, cierto. A los que mandan no les gustará.

—Los americanos se quejarán de que estamos intentando sacar sangre de un nabo —predijo Heinrich.

—Han estado quejándose desde que les vencimos —dijo Willi—. Además, cada vez que exprimimos sale sangre.

—Cierto, pero no creo que sea así siempre —dijo Heinrich—. Mira Francia. Mira Dinamarca. Ya no pagan, y gastamos más en ambos lugares de lo que sacamos. Y sería igual en Gran Bretaña y Noruega de no ser por el petróleo del Mar del Norte. —Esperó a comprobar si Willi le discutía aquello. Podía sacar los números presupuestarios con un par de pulsaciones de tecla y utilizarlos como un garrote para golpear la cabeza de su amigo.

Pero Willi no discutió. Sabía que Heinrich siempre tenía los hechos y las cifras en la yema de sus dedos. En su lugar, Willi se metió en una parte diferente de la red del Wehrmacht. Le atraían las cosas raras del mismo modo que a Heinrich la precisión. Conseguía con ellas más atención (y ciertamente, más risas) que Heinrich con los presupuestos tributarios. Lo cual era perfecto, pues él no quería ningún tipo de atención.

Willi bajó y bajó por la pantalla, y al poco se detuvo de pronto.

—Vaya, que me aspen —dijo, y dejó escapar un silbido de asombro.

Was ist los? —preguntó Heinrich, como se suponía que debía hacer.

—Acaban de encontrar tres familias de judíos en un pueblo de las montañas serbias —contestó Willi—. Probablemente no habían visto soldados alemanes más de tres o cuatro veces desde que terminó la guerra. ¿Puedes creerlo? ¿Judíos auténticos vivos, hoy en día? Los hombres tenían las pollas circuncidadas y todo. El jodido cacique serbio dice que no sabía que estaba haciendo algo malo al darles cobijo. Una historia muy probable, ¿eh? No se puede confiar en los serbios tampoco (mira esos bandidos de las noticias de hoy), y esa es la verdad.

Su discurso hizo que Heinrich se pusiera serio.

—¿Qué les ha ocurrido? —preguntó, con voz normal, medio curiosa, como si no tuviese que ver nada con él. Willi se pasó el pulgar por la garganta. Heinrich asintió—. Justo lo que se merecían —dijo. Yisgadal v'yiskadash sh'may rabo. Las primeras palabras del Kaddish de luto, primorosamente enseñadas por su padre, reverberaron en su mente. Al igual que otro pensamiento. Si muestro mi pesar, estoy muerto. Mi familia está muerta. Mis amigos están muertos. Así que no mostró nada.

Herr Kessler se inclinó hacia delante. Para Alicia, al igual que para cualquier otro estudiante de la clase, parecía estar inclinándose hacia ella. El profesor inspiró profundamente. Sus mejillas, que solían ser amarillentas, se tornaron rojas. Dejó escapar el aire con un gran grito:

—¡Judíos!

Todo el mundo saltó. Media docena de chicas chillaron. El propio comienzo de Alicia, su propio grito (casi un gañido) no le hubiese traicionado. De hecho, nadie prestó atención. Todos los ojos se dirigían hacia el profesor.

Y Herr Kessler estaba embebido en su propia actuación.

—¡Judíos! —volvió a rugir, más alto incluso que la primera vez—. Nuestros bravos soldados del Wehrmacht han capturado a más de una docena de sucios y malolientes judíos en las montañas de Serbia. ¡Otto Schachtman! —Su índice pareció apuñalar a un chico.

Otto se puso en pie como un resorte.

Jawohl, Herr Kessler!

—Muéstrame de inmediato la localización de Serbia en el mapa. ¡Ya mismo!

Otto no pudo hacerlo, a pesar de que el país ocupado estaba claramente señalizado. El profesor golpeó su trasero con la pala. El alumno aguantó el zurriagazo con estoico silencio. Mostrar dolor le hubiese reportado otro golpe. Sin embargo, no se metió en más problemas por sentarse con cuidado. Alicia solo pudo sentir simpatía por él. Ella podría haber encontrado Serbia sin la etiqueta; siempre había sido buena en geografía. Pero, ¿por qué no podía Otto simplemente leerla?

Herr Kessler señaló Serbia por sí mismo. Luego volvió a su diatriba.

—Ahora veis, queridos niños, por qué debemos estar siempre en guardia. El odioso enemigo sigue acechando dentro de las fronteras del Imperio Germano. Como una serpiente, los judíos aguardan hasta que nuestra atención se concentra en otra parte. Esperan, ¡y luego atacan! Debemos localizarlos y sacarlos de donde puedan esconderse. ¿Comprendéis?

Ja, Herr Kessler —corearon los niños. Alicia se aseguró de que su voz sonara tan alta como las otras. Seguía atemorizada por la idea de ser judía, pero ya no se dejaría llevar por el pánico ciego. Le había llevado un tiempo acostumbrarse, y un poco más desarrollar incluso un extraño sentido del orgullo por ello.

Pero entonces el profesor la señaló.

—¡Alicia Gimpel!

Estuvo de pie detrás de la silla en un latido de corazón.

Jawohl, Herr Kessler!

—¿Qué es un judío?

Todo lo que tenía que hacer era apuntar a su propio pecho y decir «Yo soy judía», para echarse a perder a sí misma y a todos a los que amaba. Eso lo sabía. Y saberlo estuvo a punto de devolverla al pánico ciego. A punto, pero no lo suficiente, pues el viejo temor a ser preguntada inesperadamente dejaba poco espacio para lo demás.

Se sabía bien la lección. Nadie en clase se la sabía mejor.

—Un judío es lo contrario de un ario, Herr Kessler —recitó—. Es el típico parásito, un gorrón que, al igual que un bacilo nocivo, se extiende en cuanto las condiciones le son favorables. Allí donde aparece, la gente anfitriona muere tarde o temprano. Su propia existencia le impele a mentir y a seguir haciéndolo por siempre. Carece de todo tipo de ideales. Su desarrollo siempre ha sido el mismo, en todas las épocas, así como las personas corroídas por él siempre han sido las mismas.

Se detuvo. Se sabía la definición del libro de texto de carrerilla. Hasta hace bien poco, había creído cada palabra de ella. Aún creía parte de ella. El resto… El resto parecía quedarse fuera de la Alicia que había sido antes de la noche que resultó ser Purim. De algún modo, se sentía más grande de lo que había sido antes de aquella noche. Su nuevo yo incluía el viejo… ¿y quién sabe cuánto más?

Herr Kessler tamborileó los dedos de su mano derecha contra el costado de su muslo.

—Eso es correcto —dijo, como si no le importara admitirlo—. Ahora, dime el significado de la palabra «nocivo». —Hablaba con una cierta anticipación satisfecha. Si había recitado la definición sin captar su significado, él le haría pagar por ello.

Pero no era el caso.

Jawohl —volvió a decir, aún firme—. «Nocivo» significa asqueroso o sucio o venenoso.

Los dedos de Kessler siguieron su tamborileo durante unos pocos segundos más. Luego hizo un gesto perentorio. Alicia se sentó. Desde el pupitre trasero, Emma le susurró:

—Sabihonda.

El susurro no fue lo bastante quedo.

—¡Emma Handrick! —tronó el profesor. Emma casi se cae de la silla al saltar de ella.

Jawohl, Herr Kessler!

—Ya que tanto te gusta hablar, dile a la clase de dónde sacamos la definición correcta de judío.

Alicia podía haber contestado. Emma balbuceó y tartamudeó, mirando al techo. Con la pala en la mano, el profesor se cernió sobre ella.

Mein Kampf! —espetó desesperada—. ¡Tiene que ser de Mein Kampf!

Kessler ya había empezado a balancear la pala. Lentamente, la bajó. Puede que Emma lo hubiese dicho a voleo, pero había acertado.

Ja —dijo el profesor—. Siéntate, y no vuelvas a hablar cuando no te toca.

Jawohl, Herr Kessler. Danke schön, Herr Kessler. —Emma se sentó como el rayo, deseosa de poner la silla entre su trasero y la pala.

Habiendo perdido su presa, Kessler lanzó una pregunta fácil a toda la clase:

—¿Y quién escribió Mein Kampf, niños?

—Nuestro amado primer Führer, Adolf Hitler —contestaron todos al unísono.

—Eso es. Muy bien —el profesor asintió—. Si no fuera por Adolf Hitler, los judíos seguirían por el mundo, explotando a los arios —su dedo se disparó—. ¡Hans Natzmer! —El chico se puso en pie de un salto—. Dime qué significa «explotar».

Hans era pelirrojo y tenía pecas que se notaban aún más cuando se ponía pálido. Remojándose los labios, dijo:

—Lo siento mucho, Herr Kessler, pero no lo sé.

¡Zas! La pala dio en el blanco y ahora Hans lo sentía más.

—«Explotar» —dijo Kessler— significa «aprovecharse de». Recordadlo. No debéis gimotear vuestras lecciones como si fueseis borregos. Debéis entenderlas, comprender la verdad fundamental en ellas, en las profundidades de vuestras almas.

¿Verdad fundamental? Alicia reflexionó sobre aquello. Hasta enterarse de lo que era en realidad, había aceptado todo lo que sus profesores le habían enseñado. Todos decían las mismas cosas. Sus libros decían las mismas cosas. ¿No significaba eso que decían la verdad? Había creído que sí.

Donde lo había creído todo, ahora de pronto dudaba de todo. Si lo que sus profesores y los libros decían de los judíos era mentira (y tenía que serlo, porque decían que los judíos eran malignos, y se negaba a creer eso de su familia y amigos), ¿mentían también sobre todo lo demás? ¿Era cierto algo de lo que le enseñaban? ¿Giraba de verdad la Tierra alrededor del Sol? ¿Eran cuatro y cuatro ocho?

A esta última podía contestar. Miró sus manos. Cuatro dedos en cada una, con los pulgares escondidos en las palmas. Sí, cuatro y cuatro hacían ocho de verdad. Suspiró, un tanto pesarosa. Tendría que quedarse con toda la aritmética que le habían metido en la mollera. Qué mal, pensó. No era su asignatura favorita. No obstante, todo lo demás… Todo lo demás seguiría en duda.

Tuvo que hacer otra claudicación unos pocos minutos después, cuando Herr Kessler impartía la lección diaria de gramática. Supuso que no podían estar mintiendo sobre aquello. La gente hablaba de la forma en que él decía que lo hacían y se avergonzaban ante lo que el profesor decía que eran errores.

Lo que sintió después era una extraña mezcla de exaltación y terror. A partir de ese momento, iba a tener que pensar las cosas por sí misma si quería saber qué era de tal manera y qué no. Tendría que sopesar, juzgar y decidir. Tendría que intentar averiguar lo que los profesores no le decían a partir de lo que sí le decían. No sería fácil. De eso también se percató.

A su lado, Emma murmuraba para sí misma. Alicia pensó que la otra chica ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. ¿Sería Emma capaz de entender algo como aquello? Alicia se rió ante la idea. Emma tenía la imaginación de una patata. Tenía que creer todo lo que los profesores decían porque no podía pensar por sí misma. Dile que una cosa era verdad pero que tendría que comportarse como si no fuese así y se haría pedazos como un juguete mecánico roto.

Alicia volvió a reír, quizá de modo un tanto cruel, imaginando engranajes y muelles saltando de la nariz y los oídos de Emma. Aquello era divertido, sí…, demasiado divertido.

—¡Alicia Gimpel! —gritó el profesor.

Saltó de la silla. Se cuadró.

Jawohl, Herr Kessler!

—Quizá no te importe decirle a toda la clase qué encontrabas tan divertido.

—Nada, Herr Kessler. Por favor, discúlpeme, Herr Kessler. —Si le daban un palazo… Bueno, si la castigaban por cosas nimias, quizá nadie se diese cuenta de que merecía ser castigada por algo enorme.

—Siéntate. Y silencio.

Ja, Herr Kessler. Danke schön, Herr Kessler.

—Qué suerte —le susurró Emma mientras se sentaba. Alicia asintió, sin palabras. La mayor parte de su mente estaba muy lejos. Si ser judío no está mal, ¿por qué merezco ser castigada por ello? Cuanto más consideraba el asunto, más complicado se ponía.

Lise Gimpel estaba cortando repollo cuando Francesca entró en la cocina y esperó a que su madre se percatara de su presencia. No tuvo que esperar mucho. Lise dejó el cuchillo y dijo:

—Hola, pequeña. ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Puedo preguntarte algo, mami? —dijo Francesca en tono serio.

—Claro que puedes, cielo. ¿Qué pasa? —Lise le tenía un cariño especial a su hija mediana, aunque intentaba no mostrarlo ante sus hijas y su marido. Alicia tenía una inteligencia fría y preclara, como la de Heinrich. Pero Francesca le recordaba a Lise cómo había sido ella de pequeña.

Con la solemnidad de su edad de 8 años, Francesca preguntó:

—¿Qué le pasa a Alicia? Últimamente, actúa de un modo extraño.

—¿Sí? —dijo Lise—. No me había dado cuenta. —No le gustaba mentir a sus hijas. No le gustaba, pero tampoco dudó en hacerlo.

—Bueno, pues sí. —Francesca puso los ojos en blanco ante la ceguera de los adultos. Físicamente, también se parecía más a Lise que las demás. Su rostro era más ancho que el de sus hermanas, y sus ojos avellana eran una mezcla entre el verde de los de Lise y el castaño que Heinrich le había pasado sin diluir a Alicia y Roxane.

—¿Extraño, cómo? —preguntó Lise, aunque se hacía bastante bien a la idea.

—No quiere jugar mucho —dijo Francesca—. Y se queda en su cuarto mirando libros y pensando en cosas.

—Bueno, ya conoces a Alicia. —Lise trató de tomárselo a la ligera—. A veces se pone así. —Eso era bastante cierto. La hija mayor de los Gimpel había desarrollado una serie de intereses (coleccionar conchas de mar era el último) que la absorbían durante días, semanas y a veces meses, y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Pero Francesca sacudió la cabeza.

—Esta vez no es así. Generalmente, cuando actúa así, también quiere que Roxane y yo hagamos lo mismo. De hecho, espera que nos pongamos así y se enfada cuando no lo consigue.

Lise escondió una sonrisa. Francesca no se equivocaba: Alicia se comportaba así. Otra cosa en la que Francesca se parecía a su madre era en que se percataba de la forma en que la gente se comportaba. Alicia solía estar totalmente ciega para esos temas. Ahora sí que Lise sonrió, con cierta amargura. Eso también lo había sacado de Heinrich. Ya que Francesca se había dado cuenta, tendría que dar una respuesta. Lo intentó con otra pregunta:

—¿Y esta vez no?

—Esta vez no —replicó Francesca—. Le pregunté qué ocurría, y me miró y me dijo: «Nada». —Su boca se retorció—. No sé lo que es, pero no es nada. Espero que… espero que no esté metida en problemas en la escuela y esté tratando de ocultarlo.

Esa era la peor cosa que podía imaginarse. Lise sintió pena de ella.

—Estoy bastante segura de que no debes preocuparte —dijo Lise—. Herr Kessler me lo haría saber si algo marchase mal. Es muy diligente. —Le recordaba casi tanto a un policía como a un profesor, pero eso era otra historia.

De todas formas, consiguió distraer la atención de su hija.

—¿Qué significa «diligente»?

—Significa que se ocupa de todo lo que hay que ocuparse.

—Oh. —Francesca extendió las manos en un gesto de pura frustración—. Bueno, entonces, ¿qué le pasa a Alicia?

—No lo sé. Sea lo que sea, seguro que se le pasa pronto —dijo Lise. Será mejor que se le pase pronto. Si no, se dará cuenta más gente aparte de Francesca. Sin duda, sus propios padres habían tenido las mismas preocupaciones, los mismos temores, sobre ella. Y sin duda, habían tenido una buena razón para ello.

Roxane irrumpió en la cocina. Saludó a Francesca.

—Oh, aquí estás. ¿Qué haces?

—Hablar con mamá. —Francesca miró abajo, hacia su hermana pequeña.

—¿De qué estáis hablando? —Roxane no habría reconocido una evasiva aunque le hubiese mordido en el tobillo.

—Qué pesada eres —dijo Francesca.

—¡De eso nada! —dijo Lise—. Discúlpate ahora mismo.

—Lo siento. —Francesca parecía de todo menos arrepentida.

—Bueno, ¿de qué hablabais entonces? —insistió Roxane.

—De Alicia —dijo Francesca a regañadientes.

—Oh. —Roxane asintió. Su cabello, más rizado aún que el de Alicia, se movió de arriba a abajo—. Se comporta de manera rara últimamente, sí. —Le echó a Francesca una mirada torva—. Aber natürlich, tú misma eres bastante rara.

—Roxane, para tú también. —No era la primera vez que Lise Gimpel tenía la sensación de estar en tierra de nadie, en medio de fuerzas que iban a seguir lanzándose golpes, sin importar lo que ella hiciera. A veces, las discusiones entre sus hijas se producían a tres bandas, lo que le hacía sentirse completamente rodeada. Hizo todo lo posible por parecer severa—. Ahora di que lo sientes.

—Lo siento. —Roxane igualaba a Francesca en insinceridad. Luego, con una nota de felicidad, volvió a hablar de Alicia, que no estaba allí para defenderse—. Ha estado leyendo otra vez esos libros tan divertidos sobre los judíos, y hace solo un momento estaba diciendo que los quería en su habitación, siendo como son tan fáciles para ella.

Esos libros tan divertidos sobre los judíos. El veneno de Streicher tenía un caramelo alrededor que lo hacía apetitoso para los niños alemanes de casi ocho años. Lise recordó que pensaba lo mismo de esos libros antes de descubrir quién era. Con cautela, dijo:

—A veces quieres volver a mirar algo aunque seas demasiado mayor para ello.

Para su alivio, Francesca asintió ante aquello.

—Creo que las aulas de infantil molan más ahora que cuando estaba en ellas.

—No molan —dijo Roxane, que asistía a ellas—. Solo son… aulas. —Pronunció la palabra con desprecio.

—Pero tienen todas esas pequeñas mesas, sillas y cosas —dijo Francesca—. Son encantadoras. —Era la sentimental de la familia, otro rasgo de similitud con Lise. Roxane puso cara de asco. Francesca le devolvió el mismo gesto… Tampoco era tan sentimental.

—Dejadlo ya, las dos —dijo Lise—. Os estáis comportando como un par de hotentotes. —No tenía ni idea de cómo se portaban los hotentotes, ni siquiera si el Reich dejaría vivo a alguno de ellos, pero le gustaba cómo sonaba la palabra.

En lugar de dejarlo, Francesca y Roxane siguieron chinchándose la una a la otra. Eso dio a Lise la excusa para echarlas de la cocina. Si querían volverse locas entre ellas en algún otro lugar, no le importaba. En tal caso, no se estarían preguntando por qué Alicia actuaba tan raro.

Eso esperaba Lise, de cualquier modo. También tenía la esperanza de que nadie de fuera de la familia notase algo fuera de lo normal. Alicia era una niña lista y, más que cualquiera de sus hermanas, solitaria. Eso hacía que cualquier comportamiento extraño por su parte destacara menos y fuese olvidado con mayor facilidad. Seguro. Lise deseó que así fuera.

Se preguntó si tenía sentido rezar por ello. ¿Escuchaba Dios las plegarias de los judíos en aquellos tiempos? Si así era, ¿por qué había dejado que los nazis hicieran lo que habían hecho? ¿Qué hicimos, qué podríamos haber hecho, para merecer eso? La pregunta que perseguía a Lise desde que se enteró de que era judía. Nunca se había acercado a encontrar una respuesta que la dejara satisfecha.

¿Y cuánto faltaba para que Alicia preguntara lo mismo? No mucho, a juicio de Lise. Alicia era demasiado lista para no preguntárselo. En ocasiones, Lise deseaba que su hija mayor fuera un poco menos despierta, o al menos tuviese un poco más de sentido común para utilizar su inteligencia precoz. Se rió. Y la luna también, claro.

Volvió a la preparación de la cena. Y en un par de años, tendremos que decírselo a Francesca, y luego a Roxane. ¿Cuánto tiempo podremos escapar? ¿Cuánto tiempo podremos seguir siendo lo que somos? Estaba cortando una cebolla. Se dijo a sí misma que las lágrimas de sus ojos venían de eso. Puede que tuviese razón. Puede.

Heinrich Gimpel pulsó un botón del mando a distancia. El televisor del salón cobró vida. Eran las siete en punto, la hora de las noticias de la noche. El presentador, Horst Witzleben, parecía un cruce entre un miembro de las SS y una estrella de cine.

—Venga, Lise —llamó Heinrich—. Veamos qué ha pasado hoy.

—Voy en un segundo —contestó desde la cocina—. Los platos casi están. Sube el volumen para poder oírlo.

—De acuerdo. —Lo hizo.

Eso hizo que el saludo atronador de Witzleben, «Buenos días, Volk del Grandioso Reich Alemán», sonara más impresionante incluso de lo habitual. Tenía una voz casi de barítono. A Heinrich no le habría sorprendido que los técnicos del estudio la enfatizaran electrónicamente para que sonara así, más creíble, más firme. El Ministerio de Propaganda no escatimaba ni un truco.

—Y ahora, las noticias.

Y ahora, lo que la gente quiere oír, pensó Heinrich. Tenía excelentes razones para no confiar de pleno en la firma cualificada del Ministerio de Propaganda. No era solo que él fuese judío y que los nazis hubiesen bombardeado con mentiras acerca de los suyos desde antes de que llegaran al poder. También trabajaba en el Oberkommando der Wehrmacht. A veces mostraban en las noticias cosas relacionadas con su profesión. Cuando lo hacían, solían estar tan distorsionadas que era difícil reconocerlas.

Sin embargo, la gente corriente (carniceros, panaderos, fabricantes de candelabros, goyim) no tenía forma de saberlo, ni motivo para creer otra cosa. En lo que a ellos concernía, Witzleben podría estar escupiendo sobre las Sagradas Escrituras. «Lo ha dicho Horst» era sinónimo de «va a misa». Heinrich tenía la sospecha de que el Ministerio de Propaganda se había propuesto hacerlo un ejemplar único.

—Se dice que Nuestro Amado Líder, Kurt Haldweim, está descansando confortablemente en el palacio del Führer, recuperándose de lo que sus médicos describen como un resfriado pertinaz —entonó Horst Witzleben—. Los asuntos rutinarios siguen con normalidad. Si algo extraordinario surgiera, el Führer es absolutamente capaz de atenderlo al instante.

La foto del Führer en la pantalla detrás de Witzleben era de hace al menos quince años. Al igual que el propio Hitler, Kurt Haldweim había nacido en el marco de la antigua RDA cuando aún era Austria, y separada de Alemania. Había sido un joven oficial en la Segunda Guerra Mundial. Quizá fuera el último de su generación que seguía subido a la silla de montar (si es que aún estaba en la silla). En los últimos años, había padecido una larga serie de «resfriados pertinaces» y «enfermedades menores» que le mantenía lejos del ojo público durante semanas enteras. Todo seguía adelante en su nombre. Lo que eso significaba… no era el tipo de asuntos que Horst Witzleben discutía en antena.

A pesar de trabajar donde lo hacía, Heinrich tampoco sabía la respuesta completa. Al igual que todos en el Imperio Germano, solo podía esperar y ver si el Führer se recuperaba, como tantas otras veces con anterioridad.

En ese instante llegó Lise. Heinrich bajó el volumen y le pasó un brazo alrededor cuando se sentó en el sofá junto a él. Su esposa reposó la cabeza en su hombro.

—No te has perdido nada —le dijo—. Horst seguía con lo del «resfriado» del Führer. —Le imprimió un cierto giro de ironía a la palabra.

—¿Dice que todo va bien con Haldweim, entonces? —preguntó Lise. Heinrich asintió. Ella suspiró—. Y uno de estos días, sin tardar mucho, estará muerto…, pero seguirá bien.

Automáticamente, Heinrich giró la cabeza para asegurarse de que nadie, ni siquiera sus hijas, habían podido oír semejante cosa. Solo cuando se sintió a salvo, se rió.

—Así pasó con Himmler, sí —concedió. Solo la diálisis había mantenido al segundo Führer con vida durante cinco años más, pero ni una palabra de eso había aparecido jamás en las noticias. Algunas afirmaban incluso que Himmler había muerto en 1983, no en 1985, y que una junta de generales y otros miembros de las SS había gobernado el Imperio hasta que finalmente eligieron a Haldweim como sucesor. Sin embargo, Heinrich nunca había hablado con nadie que estuviera en posición de saberlo y quisiera hablar de ello.

La pantalla de televisión pasó de repente del buen aspecto ario de Horst Witzleben a una foto de una ciudad erigida en una pradera de casi la inmensidad de Rusia: Omaha, la capital de los Estados Unidos desde la destrucción de Washington. Luego, un plano corto de los cazas de combate alemanes sobrevolando en círculos. Otro, de unos oficiales alemanes de uniforme conferenciando con unos americanos regordetes, que parecían más regordetes aún por llevar trajes de ejecutivo.

—Las conversaciones sobre el pago de la deuda americana restante referente al actual año fiscal continúan de manera franca y cordial —dijo Witzleben—. Se prevé una solución satisfactoria para el Reich.

Una secuencia de archivo mostraba una compañía de panzers que rodaban a través de los campos americanos. Otra más, más antigua aún, enseñaba una ciudad desapareciendo bajo el fuego atómico.

—¿Volvería el Reich a hacerlo? —susurró ella.

—Puede hacerlo —contestó Heinrich—. Y porque puede, es probable que no tenga que hacerlo. Las verdaderas cuestiones son cuánto de lo que les pertenece pagarán los americanos, y cuan alto tendrá que gritar el Reich antes de que lo hagan. —Asintió para sí mismo. Aquellas eran preguntas importantes, sí. Quien persuadiera (o convenciera con amenazas) a los americanos para que pagasen podría conseguir un buen trato con quien sucediera a Kurt Haldweim en el palacio del Führer.

Otra escena, esta vez de Londres. Al igual que París, la ciudad era más un monumento a lo que había sido que a lo que era hoy en día. Parte seguía en ruinas, más de sesenta años después de su caída ante los panzers alemanes y los bombardeos.

—La Unión Fascista Británica —dijo Horst Witzleben— será convocada para su congreso anual la semana que viene. Se presume su total apoyo a todos los programas germanos.

Heinrich y Lise soltaron un bufido ante aquello. Los fascistas británicos siempre habían seguido los dictados de Berlín. Habían tenido que hacerlo o el Reich habría tomado medidas más duras incluso que las habituales. Mas en cuanto aquel pensamiento cruzó la mente de Heinrich, un inglés fornido, de cara roja y con insignias de la UFB apareció en la pantalla del televisor. En un alemán con acento cockney, dijo:

—Nosotros también somos buenos fascistas. Creo que tenemos una buena noción de lo que está bien para Gran Bretaña.

Con tono seco, Witzleben comentó:

—Aún está por ver si la Unión Fascista Británica apoyará esta posición.

La siguiente historia trataba de la visita de estado del Poglavnik de Croacia al rey de Bulgaria. Heinrich creía saber de qué estarían hablando: de cazar a los terroristas serbios que andaban molestando en los Balcanes. Aún le sorprendía que el inglés hubiera tenido el valor de decir lo que había dicho y que las noticias lo hubiesen mostrado. Alguien en el Ministerio de Propaganda estaba en peligro. Y el inglés había liado una buena. ¿Estaría la Policía de Seguridad buscándole en ese momento?

Lise pensaba diferente.

—Susanna estará en Londres esos días, ¿nicht wahr?

—¿Para ese congreso? No. —Heinrich negó con la cabeza—. Pero sí, al mismo tiempo.

Su esposa le envió una mirada seria.

—Hay veces, corazón, en que eres demasiado preciso. Eres…

Él le hizo un gesto para que se callara. En la pantalla, el Poglavnik y el rey, cada uno con su diferente uniforme de gala, se estrechaban las manos. Y el corresponsal de Sofía decía:

— …instándose mutuamente a descubrir y eliminar el nido de judíos escondidos en las montañas serbias. Devolvemos la emisión, Horst.

Danke —dijo Witzleben cuando su imagen reapareció en la pantalla. Miró a los ojos a su vasta audiencia—. La amenaza mundial del judaísmo nunca desaparece, meine Damen und Herren. Es tan cierto ahora como cuando nuestro Führer servía en Salónica durante la Segunda Guerra Mundial.

Lise tembló.

—No se rinden, ¿verdad?

—No es probable. —Heinrich cerró un puño y lo descargó sobre su rodilla—. No, no es probable, maldita sea.

—Pensábamos que las cosas serían más fáciles cuando Himmler acabara de estirar la pata —dijo Lise en una voz tan baja que solo Heinrich podía oírla—. Y luego, ¿con qué nos encontramos? ¡Kurt Haldweim! —No trató de ocultar su amargura.

Heinrich acarició su pelo.

—Quizá sea mejor ahora. Las SS no son tan fuertes ahora… Al menos, espero que no lo sean.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Lise, a lo que él no pudo replicar.

La siguiente historia trataba de un tumulto en un partido de fútbol, en Milán, cuando el gol del equipo local contra los visitantes del Leipzig se anuló por un fuera de juego cuestionable. La multitud hizo más que cuestionarlo. Bombardearon el campo con rocas y botellas, de modo que ambos equipos y los colegiados tuvieron que huir al temer por sus vidas. Un futbolista alemán había sufrido una herida leve; uno de los asistentes (no el que había marcado el fuera de juego) acabó con un collarín.

—Los líderes de la Federación Alemana de Deporte han demandado de sus homólogos italianos una explicación y una disculpa —dijo Witzleben en tono de severa desaprobación—. No obstante, nada de eso se ha producido. Estas desgraciadas escenas se han convertido en algo común en los partidos de los estadios italianos. La Federación Alemana de Deporte ha declarado que se reserva el derecho a retirarse de futuras competiciones con equipos del Imperio Italiano a menos que la situación se corrija.

Aquello dolería a los italianos mucho más que a sus rivales alemanes. Dependían de los ingresos de los partidos contra los equipos alemanes para no quedar en números rojos. Y si no podían hacer giras por el Imperio Germano… Algunos de sus equipos tendrían que desaparecer.

Heinrich intentó ver las cosas de forma filosófica.

—¿Qué se puede esperar de los italianos? Se emocionan demasiado con algo que solo es un juego.

Y entonces, Lise le puso los pies en el suelo diciendo:

—¿Y quién chillaba como un indio salvaje cuando ganamos el mundial hace cuatro años?

—No sé de qué me estás hablando —dijo Heinrich, consiguiendo que Lise le hiciera una mueca. Él le tocó el costado con el dedo y le hizo cosquillas. Ella chilló.

—¿Qué es ese ruido raro? —dijo Francesca desde lo alto de las escaleras.

—Ese ruido raro es tu madre —contestó Heinrich.

—¿Por qué eres un ruido raro, mamá? —preguntó su hija mediana.

—Porque tu padre me está haciendo cosquillas, lo que se supone que no debe hacer —dijo Lise. Intentó devolverle las cosquillas a su marido, pero él no tenía—. Es injusto —murmuró—. Muy injusto.

—¿Y por qué es esta noche distinta a las demás noches? —susurró Heinrich. La primera de las Cuatro Preguntas de la Pascua judía le recordó a Lise que la vida no era justa para los judíos, que nunca lo había sido y que probablemente nunca lo sería. Pero, de algún modo, seguimos adelante, pensó Heinrich. Su mujer no le contestó. Él dejó de hacerle cosquillas.

Esther Stutzman trabajaba un par de mañanas a la semana como recepcionista en la consulta de un pediatra. No era que su familia necesitara el dinero; no era el caso. Pero era un alma gregaria y quería ver gente después de que Gottlieb y Anna empezaran a ir al colegio y dejaran de necesitar sus cuidados todo el tiempo.

El médico era un hombre bajo y rollizo llamado Martin Dambach. No era judío. Varios de sus pacientes sí, aunque él no lo sabía.

—Buenos días, Frau Stutzman —dijo cuando entró Esther.

—Buenos días, doctor —contestó—. ¿Cómo está hoy?

—Cansado —dijo, y se frotó los ojos—. Se produjo un accidente de tráfico enfrente de mi casa en mitad de la noche y ayudé en lo que pude. Uno de los conductores apestaba como una fábrica de cerveza. Luego la policía quiso hablar conmigo, lo que me costó otra hora de sueño. Por favor, ¿podría encender la cafetera?

—¡Qué horror! Por supuesto —dijo Esther. El doctor Dambach era un médico con talento y reconocimiento, pero cuando se ponía con el filtro de café solo conseguía o agua caliente ligeramente teñida de marrón o un fango imposible de tragar.

—¿Hubo heridos? —preguntó Esther mientras preparaba la cafetera.

—El borracho no —dijo con amargura—. Estaba tan adormilado y relajado que podrías lanzarlo desde el tejado de un edificio y no se haría daño al golpear el suelo. Una mujer del otro coche se rompió una pierna, y me temo que su acompañante tenía heridas internas. Se los llevaron en ambulancia.

—¿Qué le harán al borracho? —preguntó Esther.

El rostro del doctor Dambach se puso más lúgubre aún.

—No puedo decirle. Seguía diciendo estupideces acerca de lo importante que era él en el Partido. Si estaba mintiendo, lo lamentará. Pero si estaba diciendo la verdad… Ya sabe cómo funcionan estas cosas.

Siendo ario, el pediatra podía permitirse gruñir sobre cómo funcionaba el mundo. Esther Stutzman asintió, pero nunca se habría quejado por sí misma. Incluso el hecho de asentir le hizo sentirse como si tomara partido.

—¿Qué citas tenemos para esta mañana? —preguntó Dambach.

—Deje que mire. —Abrió el registro—. Hay… tres inmunizaciones, y los Fischer traerán a su hijo de 7 años para que revise su escoliosis, y… —El teléfono sonó, interrumpiéndola. Lo cogió—. Consulta del doctor Dambach. ¿En qué puedo ayudarle? Sí… ¿Puede traerla a las diez y media? De acuerdo. Gracias. —Se volvió hacia el médico—. Y Lotte Friedl tiene la garganta irritada.

—Probablemente, la primera de muchos —dijo Dambach, seguramente con razón—. ¿Algo más?

—Sí, doctor. Los Klein van a traer a su pequeño para otra revisión —contestó Esther. Intentó no cambiar su tono de voz. Richard y Maria Klein, y su hijo Paul, eran judíos (aunque Paul, que solo tenía ocho meses de edad, no tenía ni idea).

El doctor Dambach frunció el ceño.

—Paul Klein, ja. Ese bebé no se está desarrollando como debiera, y no sé por qué. —Sonó como si el no saberlo supusiera una afrenta personal. Era un buen médico; tenía ese incesante picorcillo por saber.

—Quizá vea algo esta vez que no notó antes —dijo Esther. Hizo una pausa y olfateó el aire—. Y el café está a punto.

—Bien —dijo Dambach—. Póngame una taza grande, por favor. Necesito despejarme.

La puerta que daba a la sala de espera se abrió. El primer paciente y su madre entraron. Esther empezó a decir hola y el sonido del teléfono la interrumpió. Estaba segura de que sería la mujer cuyo hijo tenía la garganta irritada. Apresurada, Esther concertó una cita para ella. Como por arte de magia, una taza de café apareció junto a su codo. El doctor Dambach no solo se había servido una para él, sino también otra para ella, aderezada con leche y azúcar.

—Se supone que yo me encargo de eso —dijo ella en tono indignado.

Él se encogió de hombros.

—Estaba más ocupada que yo. Supongo que la cosa se nivelará a medida que avance el día.

Esther tenía sus dudas al respecto, aunque se mantuvo callada. El trabajo del doctor Dambach era más especializado que el suyo, lo sabía. Pero los teléfonos, los pacientes, los padres en la sala de espera, las facturas y los informes médicos a menudo le hacían sentir como un juglar con una pila de platos, cuchillos y bolas en el aire. Si no prestaba atención, todo podría derrumbarse.

Por otro lado, se había sentido así desde que descubriera lo que era. Como mucho, un desastre en la oficina le supondría un despido. Pero un desastre de otra clase… Se negó a pensar en ello. Mantenerse ocupada le ayudaba a alejar las preocupaciones. Y ocupada estaba.

Pero se acordó de su herencia cuando los Klein trajeron al pequeño Paul. Algo malo le ocurría. Hasta ella podía verlo. Parecía más pequeño, inquieto y, de algún modo, peor formado de lo normal. No sostenía la cabeza en alto como cualquier bebé de su edad, ni estaba fascinado con sus manos y sus pies como la mayoría de los niños de ocho meses. Sus padres, en especial su madre, parecían abatidos y preocupados.

Era la última cita antes de comer. El doctor Dambach se quedó con ellos en la sala de exámenes durante mucho tiempo. Paul lloró una vez. Tampoco sonaba bien, aunque Esther se veía incapaz de señalar por qué. No era un llanto fuerte, eso era lo máximo que podía decir. En ese trabajo se oía a cantidad de bebés infelices. Paul Klein debería estar armando un alboroto mayor.

Al final, los Klein salieron de la sala, con el bebé en brazos de Maria.

—Gracias, doctor —dijo Richard Klein—. Quizá esto sea algo importante.

—Tendré que investigar más por mi parte antes de poder decirlo con certeza —replicó el doctor Dambach—. Concierten una cita con Frau Stutzman, por favor. Quiero volver a verlos en dos semanas. —Sonaba dinámico y formal. Era probable que los Klein no supieran que empleaba ese comportamiento para enmascarar la alarma.

Al haber trabajado con él dos años, Esther sí. Después de concertar la cita y de que los Klein se hubieran marchado, se giró hacia el doctor y dijo:

—¿Qué es lo que marcha mal?

—Su desarrollo muscular no avanza como es debido —dijo Dambach—. Parecía normal hasta hace un par de meses, pero desde entonces… —Sacudió la cabeza—. Incluso puede que haya retrocedido en lugar de avanzar. Y vi algo peculiar cuando le miré los ojos: una mancha roja en cada retina.

—¿Qué significa eso? —preguntó Esther.

—No estoy seguro. No creo haber visto nada igual antes —dijo el pediatra—. Tampoco sé si está conectado con el otro problema. ¿Puede llamar para que traigan comida, por favor? Iba a salir para comer, pero creo que me quedaré y le echaré un vistazo a mis libros.

—Por supuesto, doctor —dijo Esther Stutzman—. ¿Le parece bien uno de esos pasteles de queso italianos? La tienda está cerca y reparten a domicilio.

Dambach asintió.

—Está bien. Conozco el lugar. Prometen llevarlo a cualquier sitio en menos de media hora, lo cual es fantástico hoy en día.

—Ya me encargo yo. —Esther hizo la llamada. El pastel de queso llegó veintisiete minutos después. Había oído que el propietario había despedido a varios chicos por retrasarse, así que estuvo encantada de que este apareciera a tiempo. Le pagó con el dinero de caja y se lo llevó al doctor Dambach.

—Póngalo en la mesa, por favor —dijo sin levantar la vista del tomo médico que estaba repasando. Solo su mano izquierda y su boca dedicaron un ápice de atención a la comida; el resto del doctor estaba concentrado en el libro. Esther pensó que podría haberle cambiado la comida por un pastel de café o por pan sin que se percatase de la diferencia.

También ella estaba comiendo, preparada para marcharse a casa en cuanto entrara la recepcionista de la tarde, cuando Dambach soltó una exclamación que lo mismo podía ser de consternación o de triunfo.

—¿Qué sucede, doctor? —gritó ella.

—Sé lo que tiene Paul Klein —dijo el doctor Dambach.

Esther seguía sin poder decir cómo sentirse ante aquello.

—Bueno, ¿qué es, entonces? —preguntó.

El doctor salió de la oficina, con un pedazo medio olvidado de pastel de queso aún en su mano izquierda. Su rostro decía más que su voz; era completamente desalentador.

—Es un extraño síndrome llamado mal de Tay-Sachs, me temo —respondió—. Además del resto de síntomas, las manchas rojas en sus retinas concretan el diagnóstico.

—Nunca lo había oído —dijo Esther.

—Ojalá yo tampoco. —Ahora el pediatra sonó tan infeliz como parecía.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Qué hace?

—Hay una enzima llamada hexosaminidasa A. Los bebés con el mal de Tay-Sachs nacen sin la habilidad de fabricarla. Sin ella, los lípidos se acumulan de modo anormal en las células, especialmente en las del cerebro. La enfermedad destruye las funciones cerebrales poco a poco. No hablaré de los síntomas, pero al final el niño queda ciego, mentalmente retardado, paralizado e incapaz de responder a nada de lo que le rodea.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es horrible! —El estómago de Esther dio un ligero vuelco. Deseó no haber comido—. ¿Qué puede hacer? ¿Hay cura?

—No puedo hacer nada. Nadie puede hacer nada. —La voz del doctor Dambach era seria y apagada—. No hay cura. Todos los niños que tienen el mal de Tay-Sachs mueren, generalmente antes de los 5 años. Pienso recomendar a los Klein que lleven al niño al Centro Misericordioso del Reich, para evitar este sufrimiento, inevitable. Y luego, pienso salir y emborracharme.

No le gustaba ponerse a hablar de matar bebés, pero eso era lo que quería decir. Los alemanes que habían matado judíos tampoco hablaban abiertamente de lo que habían hecho, por lo que la gente ya no se avergonzaba tanto de ello. En este caso, Esther tuvo más compasión.

—Qué situación tan horrible para usted —dijo—. ¡Y qué horror para los Klein! ¿Qué causa esta terrible enfermedad? ¿Podrían haber hecho algo para evitar que el bebé la sufriera?

El doctor Dambach sacudió la cabeza.

—No. Nada. Es genética. Si ambos padres llevan el gen recesivo, y los dos recesivos se cruzan… —Extendió las manos. Ni siquiera ese gesto le hizo acordarse del trozo de pastel que sujetaba. Sumido en sus propios pensamientos, siguió hablando—. La enfermedad no es algo habitual. Yo nunca la había visto antes, gracias al cielo, y espero no volver a hacerlo. Sin embargo, los libros dicen que solía ser muy común entre los judíos, antes de que acabáramos con ellos… ¿Se encuentra bien, Frau Stutzman?

—Sí, creo que sí. Es solo que todo eso es… horrible. —Esther asintió con la cabeza. Dambach le devolvió el gesto, aceptando lo que había dicho. No podía saber por qué el corazón de su secretaria se había saltado un latido. Menos mal. Él no podía salir y hablar de matar un bebé, pero daba por hecho la exterminación de los judíos.

—Horrible, ja. Una coincidencia muy desafortunada. Incluso entre los judíos no era común, ¿sabe?, pero era cien veces más común entre ellos que entre los arios. —Dambach se frotó la barbilla, pensativo—. ¿Vio en las noticias hace unos días la historia sobre los judíos descubiertos en ese pueblo de los bosques serbios?

¿Cómo contestar? Esther solo vio una forma: despreocupadamente.

—Claro. ¿Quién hubiese imaginado tal cosa, en esta época? —Lo que quería hacer era levantarse y huir de la oficina del médico. El que eso fuese lo peor que podía hacer no importaba. La razón la mantuvo en su silla, con una sonrisa amable en la cara. Detrás de tal fachada, su instinto gritaba.

Aún pensativo, el doctor continuó hablando.

—El mal de Tay-Sachs es tan raro entre los arios, que casi le hace a uno preguntarse…

Esther se paralizó.

—No sea tonto, doctor —dijo, manteniendo el tono despreocupado—. Ya no queda ninguno, no en un país civilizado. —Fingir que no era judía era su segunda naturaleza; lo había hecho de manera casi instintiva desde que descubrió que lo era. Pero mofarse y menospreciar a su verdadera herencia no era tan fácil. No había tenido que hacerlo muy a menudo, simplemente porque los judíos estaban casi extintos.

—Supongo que tiene razón —dijo el pediatra, y ella respiró aliviada—. Aun así… —añadió.

La puerta de la sala de espera se abrió. Entró Irma Ritter, que trabajaba allí por las tardes. Era incluso más obesa que el doctor Dambach. Apuntando al trozo de pastel de queso en la mano de él, preguntó:

—¿Queda algo de eso?

El doctor bajó la vista, sorprendido.

—No lo sé —dijo, con tono estúpido—. Deje que mire. —Mientras lo hacía, Esther huyó…, pues así era exactamente como se sentía.

Alicia Gimpel y sus hermanas estaban absortas en un complicado juego con sus muñecas. Parte de él se debía a una película de aventuras que habían visto unas semanas antes, pero eso solo era el principio; la mayor parte provenía de su imaginación.

—Este. —Roxane escogió uno de los pequeños muñecos que tenía—. Puede ser el sucio judío que intenta echar a los dragones de su cueva.

—¡No! —exclamó Alicia antes de acordarse de que no debía decir cosas como aquella, sin importar el motivo.

—¿Por qué no? —dijo Roxane—. Nunca te gustan mis ideas. No es justo.

—Creo que esta vez Alicia tiene razón —dijo Francesca—. No es lo bastante feo para ser judío.

Desde luego, aquel no era el motivo por el que Alicia había dicho que no. Sin embargo, secundó la idea, agradecida.

—Sí, eso es lo que quería decir. —Seguía sin gustarle mentir a sus hermanas, pero no veía qué otra cosa podía hacer. No podía decir la verdad, eso estaba claro. Nos encontrarán muy pronto, pensó con la perspectiva de sus diez años.

Roxane examinó el muñeco, que era, en efecto, la perfección plástica.

—Bueno, podemos fingir que es feo —declaró, y lo hizo avanzar sobre la caja de cartón que hacía las veces de cueva—. Eh, dragones —dijo con una voz aguda, chillona y poco natural—. Os daré estas habichuelas si os vais de aquí y no volvéis jamás. Puede que sean habichuelas mágicas. —Se rió de manera estridente—. O puede que no —susurró.

Francesca metió la mano en la caja y sacó un dragón de peluche.

—Asqueroso y viejo judío, estás tratando de engañarnos. Será mejor que salgas de aquí o te quemaré las orejas.

Roxane hizo que el muñeco retrocediera.

—Ya pensaré en otra manera de quedarme con tu oro… Ya lo verás.

—Oh, no, no lo veré —replicó Francesca—. Soy un dragón ario y soy demasiado fuerte para ti.

Alicia se puso en pie.

—Creo que no quiero jugar más.

—¿Por qué no? —dijo Roxane—. Las cosas se ponían interesantes. —Miró al muñeco—. ¿Verdad? —Hizo que la respuesta del muñeco se mezclara con una risa completamente malévola—. Así es —dijo con la voz aguda y estridente que había empleado antes.

—Es una aguafiestas, por eso —dijo Francesca—. Lleva semanas siendo una aguafiestas y estoy cansada de ello.

—¡Aguafiestas! ¡Aguafiestas! —cantó Roxane, cambiando entre su propia voz y la que había inventado para el muñeco judío.

—¡No lo soy! —dijo Alicia, enfadada—. Es un juego estúpido, eso es todo.

Roxane también se enfadó.

—Dices que es estúpido porque estoy haciendo algo que he ideado por mí misma. —Sacó la artillería pesada—. Se lo voy a decir. Mamá dice que no puedes hacer cosas como esa.

Y Francesca también estaba enfadada, de una forma menos ruidosa.

—¿Cómo puedes decir que es un juego estúpido cuando tú has inventado la mitad?

—Porque… —Pero Alicia no podía decir lo que no podía decir. Saber lo que sabía y no poder hablar sobre ello amenazaba con asfixiarla—. Porque lo es, eso es todo.

—Se lo voy a decir —repitió Roxane—. ¡Mamá!

—Tú y tu enorme bocaza —dijo Alicia, después de lo cual su hermana pequeña la abrió tanto como pudo y sacó la lengua. Alicia estuvo tentada de coger esa lengua y darle un buen tirón, pero estaba demasiado resbaladiza para conseguirlo.

—¿Qué ocurre? —les llegó desde la planta baja. Le siguieron unos pasos por las escaleras que nada bueno presagiaban, cada uno más sonoro que el anterior. Su madre apareció en la puerta de la habitación de Francesca y Roxane—. ¿No podéis jugar las tres tranquilas?

—No quería jugar más, eso es todo —dijo Alicia.

—Eso no es todo. No te gustan mis ideas, eso es lo que pasa —dijo Roxane, y procedió a explicar con gran detalle sus ideas.

La comprensión despertó en los ojos de su madre. Empezó a decir algo y luego cerró la boca. La sorpresa traspasó a Alicia. Ella tampoco puede decirlo, pensó. Es una adulta, y no puede decirlo. Aquello le dejó clara la importancia del secreto más claro que cualquier otra cosa. Era lo bastante importante para obligar a un adulto; y los adultos, por naturaleza, estaban más allá de las obligaciones.

Su madre volvió a intentarlo. Esta vez tuvo éxito.

—Juega con ellas, Alicia —dijo con suavidad—. Adelante, juega con ellas. Está bien. Es lo que tenemos que hacer.

—¿Lo ves? —el triunfo inundó a Roxane—. Mamá te ha dicho que juegues.

Y así tuvo que hacerlo. Pero su madre le había dicho a Alicia algo más, algo que se les había pasado a Roxane y a Francesca. Es lo que tenemos que hacer. La gente que no era judía iba a decir cosas sobre ellos. Iba a burlarse de ellos. No podía evitarlo. Esas personas creían todas las cosas que habían aprendido en el colegio (Alicia aún las creía a medias, lo que a veces la dejaba sumida en la confusión). Si no puedes acostumbrarte a ello, si no puedes fingir que no pasa nada, te delatarás.

—De acuerdo —dijo Alicia—. Jugaré a ese juego.

Al tiempo que su madre sonreía, también le pasó un mensaje.

—Bien, Alicia —dijo Lise Gimpel—. En ese caso, volveré a lo que estaba haciendo—. Se fue por el pasillo y bajó las escaleras.

Roxane miró a Alicia, expectante. Francesca la miraba con recelo, como si dijera «No puedes cogerlo y dejarlo así». Pero Alicia pudo. Al principio, se sintió como si estuviese en una de esas pequeñas obras de teatro que a veces los estudiantes interpretan en la escuela, como si no le estuviese sucediendo a ella, sino a la persona que estaba fingiendo ser. Sin embargo, cuanto más pasaba el tiempo, más natural se volvía.

Sus hermanas y ella frustraron los planes del muñeco que era judío. Otra muñeca trajo un imaginario saco de oro, de modo que los dragones, que habían sido expulsados, consiguieron quedarse con su cueva. Entonces, mientras el judío se regocijaba por sus gigantescas ganancias, más muñecas, arios como Dios manda, cayeron sobre él. Se lo llevaron a otra caja.

Roxane cerró la tapa.

—Y este será su fin —rió alegremente—. Hasta que lo necesitemos para otro juego, claro —añadió después, con su mente más práctica.

—¿Ves, Alicia? —dijo Francesca—. Ha estado muy bien.

—Supongo que sí —dijo Alicia, más que nada para satisfacer a su hermana. Pero no todo es un juego, pensó. Algunas de las cosas que su padre había dicho convertían aquello en algo muy trivial. Si pones a una persona real en una caja y cierras la tapa será su fin. No saldrá otra vez para el próximo juego. Roxane no lo entendería. Era demasiado pequeña. Alicia misma tenía problemas para comprenderlo. Una de las profesoras de su escuela había tenido la desgracia de caer delante de un autobús. Y Frau Zoglmann ya no volvería jamás.

La muerte era permanente, no importa lo que pensara Roxane. Sí, la muerte era permanente. Y el miedo.