—¡Abajo las SS! ¡Nosotros somos el Volk! ¡Todo el mundo lo está viendo! ¡Prützmann es un narigón!
Heinrich había estado gritando cosas como estas todo el día. Estaba cansado y hambriento. Habían llegado a la muchedumbre algunos bocadillos y piezas de fruta, pero a él no le había tocado nada. Los vehículos blindados de las SS no habían abierto fuego, pero tampoco se habían ido. No mostraban signos de ir a hacerlo. Tampoco estaba seguro de si le dejarían irse, ni a él ni a nadie.
El oficial a cargo del primer panzer había permanecido un buen rato dentro de la torreta. Ahora volvió a salir, megáfono en mano.
—¡Griten tan alto como quieran! —bramó—. ¡Nadie les oirá! A nadie le importa. ¡Su televisión pirata está en manos del Comité de Estado!
—¡Mentiroso! —gritó la gente. También gritaron cosas peores que aquella. El comandante del tanque dejó que le insultaran como si no le importase. Más que cualquier otra cosa, aquello convenció a Heinrich de que era probable que dijera la verdad. Si se hubiese enfadado o puesto a la defensiva, podría haber sido un farol. Tal y como estaban las cosas, parecía pensar: «Los palos y las piedras pueden quebrar mis huesos, pero las palabras no pueden hacerme daño». Y todos los palos y las piedras estaban de su parte. La muchedumbre frente a la residencia del Gauleiter solo tenía palabras.
Tozudo aún, Rolf estalló:
—No os atreveréis a la luz del día. Si fueseis honestos, habríais empezado a disparar mientras las cámaras estaban en funcionamiento.
Junto a Heinrich, Willi cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, nervioso.
—Ojalá no dijera esas cosas, maldita sea. Les está dando ideas a los bastardos.
—Ya tienen esas ideas —respondió Heinrich—. ¿No crees que ya les habrán estado ordenando durante horas que abran fuego? Todavía no lo han hecho. Stolle se está trabajando su conciencia.
—El de las SS es un hijo de perra —dijo Willi—. La conciencia se la quitaron quirúrgicamente, como a todos los demás.
—Ja, ja —dijo Heinrich en un pésimo intento de reírse. En muchas ocasiones se decían verdades de broma. Deseó que Willi no hubiese pronunciado aquellas. Parecían muy verdaderas.
De manera lenta, muy lenta, el sol se puso por el oeste. Berlín no estaba tan al norte como para tener noches blancas en verano, noches en las que el crepúsculo nunca se transformaba en una oscuridad real, pero el ocaso llegaba más tarde y la oscuridad no duraba tanto. De todas formas, Heinrich se temía que durara lo suficiente como para enmascarar unos actos ignominiosos.
Buscó a Susanna con la mirada. Cuando la encontró, sus ojos coincidieron. Ella sonrió y saludó con la mano.
—Hemos escogido nuestro bando —dijo esta—. Creo que este es el bueno.
Bueno para que nos maten, pensó Heinrich. Pero quizá Susanna se refería en parte a eso. Era una devota apasionada de las causas…, y si en esos días, siendo judío, no eras un devoto apasionado, no eras en absoluto judío. Aun así, Heinrich quería vivir. Tenía en casa otra generación de la que preocuparse. Susanna no había tenido la suerte de encontrar a alguien con quien compartir su vida.
En busca de esperanza, señaló las cámaras de televisión de los tejados.
—Siguen filmando, aunque la señal no se emita. El miedo de que la gente pueda verlo algún día sirve como conciencia, allá donde no funciona otra cosa.
Susanna asintió.
—Aún hay esperanza.
Al lado de Heinrich, Willi dijo:
—Eso nos servirá durante otra hora, quizá hora y media. Pero, ¿qué ocurrirá cuando oscurezca?
Heinrich miró la puesta de sol. Estuvo a punto de decir algo sobre Josué y hacer que el sol se detuviera, pero en el último instante no lo hizo. No mucho después de decirle algo bíblico a Erika, había terminado en una de las cárceles de Lothar Prützmann. No creía que Willi le acusara de ser judío. Por otra parte, la prisión sería una de las mejores cosas que le ocurrirían si las cosas se ponían feas.
Josué no estaba allí. A su debido tiempo, el sol se hundió en el horizonte. El crepúsculo comenzó a oscurecerse. Las sombras se alargaron y perdieron su contorno. Los rostros lejanos se volvieron borrosos e indistintos. Venus brillaba a poca altura sobre el cielo del oeste. Sobre él, Saturno estaba más oscuro y amarillento…, y esa estrella roja entre ellos tenía que ser Marte. Heinrich deseó no haberlo reconocido. Esa noche, no quería tener nada que ver con el dios de la guerra.
Las luces de la residencia de Rolf Stolle fulgían, pero no lo bastante como para iluminar la plaza después de que el sol se hubiese ido. Los panzers y los transportes de tropas encendieron sus faros. Sin embargo, Heinrich sabía que no era en beneficio de la multitud que se oponía a ellos. Sus tripulantes no querían que nadie se acercara en la oscuridad de manera furtiva con un cóctel molotov o una granada.
Y entonces, en la lejanía pero in crescendo, Heinrich oyó uno de los sonidos que había temido todo el día: el traqueteo de más motores diésel en dirección a la residencia del Gauleiter. No era el único que lo captó. Un grave murmullo de alarma recorrió la muchedumbre.
Willi Dorsch consiguió lanzar una risotada creíble.
—No sé de qué nos preocupamos —dijo—. Ya tienen suficiente potencia de fuego para masacrarnos a todos.
—Tú siempre sabes cómo animarme cuando estoy triste —respondió Heinrich, y Willi le devolvió otra carcajada.
El oficial a cargo del primer panzer levantó su megáfono y apuntó con él a Rolf Stolle:
—Se acabó. Puede ver que se ha acabado. Ríndase y me aseguraré de que nadie le dispare «por error».
—Puedes coger tu «por error», doblarlo por las esquinas y metértelo por el culo, hijo —gritó el Gauleiter de Berlín—. Si me quieres, si Prützmann me quiere, tendréis que matarme. Que me condenen si me dejo coger vivo para que podáis someterme a un proceso público. Buckliger se dejó atrapar, pobre hijo de puta. Que me envíen al infierno si tengo intención de lo mismo.
—Tiene pelotas —dijo Willi con admiración.
—Lo sé —dijo Heinrich—. Pero si se lo llevan, se llevarán a todos los que estamos aquí con él.
Tuvo que elevar la voz para hacerse entender sobre el estrepitoso ruido metálico de los motores de los vehículos blindados que se aproximaban. Willi se encogió de hombros de manera airada, como diciendo «así como viene, se va». Heinrich le dio una palmada en la espalda. Se arrepentía de estar allí menos de lo que había pensado. Susanna tenía razón. Aquel era un buen lugar en el que estar.
Por toda la calle atestada de gente, más allá de la residencia del Gauleiter, se escucharon abucheos, silbidos y pitadas mientras el nuevo contingente de vehículos de asalto blindados aparecía a la vista. Si algún exaltado entre la multitud hubiese tenido un rifle y hubiera abierto fuego sobre los panzers por pura frustración, aquello habría sido una masacre, y Heinrich lo sabía muy bien.
—Lo siento por lo de Erika —dijo Willi de repente, como si pensara que aquello era el final y hubiese cosas que no se podían quedar sin decir.
Las lágrimas escocieron los ojos de Heinrich. Asintió.
—Está bien —dijo—. No te preocupes.
Y entonces, los sonidos de la calle cambiaron. Como por arte de magia, los abucheos y los juramentos se convirtieron en vítores salvajes y frenéticos. La cabeza de Heinrich, que estaba gacha sobre su pecho, se levantó como la de un perro que detecta un olor inesperado. Y lo mismo la de Willi. Y la de Susanna. Todos se giraron hacia el nuevo y sorprendente sonido. Heinrich trató de distinguir las palabras de la algarabía.
—¡Es el…! —Los gritos de la gente ahogaban la palabra clave—. ¡No es el…! —Frustrado una vez más, Heinrich soltó un juramento y le dio una patada al suelo pavimentado. Pero a la tercera fue la vencida—. No es el maldito Waffen-SS. ¡Es el Wehrmacht… y está de nuestro lado!
Heinrich echó atrás la cabeza y aulló como un lobo. Con una risa de loco en la cara, cogió la mano de Willi y levantó y bajó su propio brazo como si estuviese levantando un coche con el gato. Apartó a la multitud para dirigirse a Susanna. Ella también se acercaba a él. Riendo y llorando al mismo tiempo, se abrazaron.
Él era cuarenta centímetros más alto que ella. Tenía que agacharse mucho para darle un beso… y lo hizo.
Susanna solo recordaba a medias haberse subido al panzer. No habían transcurrido más de quince minutos, pero aún le parecía un loco sueño febril. El panzer tenía asideros en la torreta y al chasis, de modo que los soldados pudieran colgarse de ellos e ir montados. Pero el capaz ingeniero canoso que lo había diseñado seguro que jamás había soñado que traquetearía a través de las noches de neón de Berlín con tanta gente encima.
El comandante del panzer parecía desconcertado por todo el asunto. Viajaba con la cabeza y los hombros fuera de la cúpula, y no podía ser tan joven como parecía. ¿O sí?
—¡Cuidado! —gritaba una y otra vez a su inesperada carga de pasajeros—. ¡Si se caen, serán aplastados!
Era probable que tuviera razón. Ese panzer era el segundo de una larga columna que viajaba desde la residencia de Rolf Stolle hasta la guarida de Lothar Prützmann, no muy lejos del palacio del Führer. Susanna se preguntaba adonde había ido Heinrich. No estaba en su panzer. ¿Estaba montado en otro, o su habitual prudencia había revivido para persuadirle de que se alejara de los sitios en los que había armas?
¿Prudencia? Susanna se rió. Nada de lo que había sucedido en ese día de locos tenía ni lo más mínimo que ver con la prudencia. Ni siquiera fue la prudencia la que evitó que los hombres de las SS contraatacaran cuando se vieron en el punto de mira del Wehrmacht. Aún podían haber matado a Stolle en ese momento, como podían haberlo hecho cien veces antes. Pero sus corazones no habían recibido las órdenes, por lo que no habían disparado y se habían rendido a la primera oportunidad. ¡Los hombres de las SS! ¿Quién lo habría imaginado?
Prützmann no, pensó Susanna, y se carcajeó con malicia.
Oyó algunos disparos aquí y allá, pero solo unos pocos. El comandante del panzer también los oyó.
—¿Qué vais a hacer cuando lleguemos a donde vamos? —preguntó de modo lastimero.
—¡Colgar al Reichsführer-SS de una farola, eso vamos a hacer! —aulló un hombre robusto cerca de Susanna. Tanto ella como el resto de los que iban sobre el panzer lo celebraron a gritos.
—Pero es probable que tengamos que disparar a algunos de esos bastardos de las SS, y es posible que nos devuelvan el fuego —dijo el del Wehrmacht. Cada vez que un panzer pasaba bajo una farola, el pequeño Totenkopf plateado de su uniforme negro relucía por un instante.
—¡Dadnos armas! —dijo el hombre fornido—. ¡Nosotros mismos los dispararemos! —Por encima de más vítores, siguió describiendo en términos vividos los defectos personales y morales de las SS. Luego le hizo un gesto con la cabeza a Susanna—. Disculpe si la ofendo, señorita.
—No me molesta —dijo—. Ellos son mucho peor que eso. —El hombre parpadeó y luego mostró una enorme sonrisa. Susanna le correspondió.
Los hombres de las SS habían formado barricadas alrededor de su siniestro cuartel general. Lo que habían erigido tenía mucho mejor aspecto que la endeble construcción que la gente de Berlín había levantado frente a la casa de Rolf Stolle. Pero no había un enjambre de personas detrás de estas barricadas: solo los supuestos Übermenschen de Prützmann. Y cuando el primer panzer se detuvo y proyectó sus faros sobre ellos, los hombres de las SS parecían bastante humanos y nerviosos, a pesar de contar con rifles de asalto y unos pocos lanzacohetes antitanques.
El comandante del primer panzer gritó:
—Eh, cabrones, abrid fuego sobre nosotros y despedazaremos a todos y cada uno de vosotros, malditos. Y reiremos mientras lo hacemos. Disparasteis a nuestros compañeros en los estudios de televisión y os debemos una bien grande. ¿Lo captáis? —Se metió en la torreta. El motor del panzer empezó a funcionar y rugir. El comandante emergió para lanzar una orden de una sola palabra que seguro que no había aprendido en ninguna academia de entrenamiento—: ¡Cargad!
Su panzer avanzó, atronador. Golpeó de frente a un camión aparcado y lo quitó de delante. Susanna chilló de placer. Su panzer avanzó por la brecha abierta por el tanque líder. Los demás les siguieron, al igual que los camiones y los transportes blindados de tropas repletos de soldados del Wehrmacht. Los hombres de las SS no realizaron ni un disparo. Las tropas con el uniforme gris de camuflaje del Wehrmacht bajaron de sus vehículos y comenzaron a desarmar a los hombres que habían hecho carrera extendiendo el terror, y que de pronto habían descubierto que había gente que no los temía.
El miedo es lo que tenían, se percató Susanna. El Wehrmacht siempre ha tenido más músculo. Hasta ahora, nunca lo había usado. Los políticos lo habían impedido. Pero esta noche han caído las caretas y no es culpa de nadie más que de Lothar Prützmann. Volvió a chillar. El Reichsführer-SS no había sabido en lo que se metía. No lo había sabido, pero lo iba a descubrir muy pronto.
La oficina de Prützmann estaba en la tercera planta del edificio de las SS, justo sobre la monumental entrada principal. Cualquiera que prestara atención a las noticias lo sabía bien. Estaba claro que los comandantes de los panzers del Wehrmacht también. Media docena de cañones de 120 milímetros se elevaron y apuntaron directamente a la famosa sala.
Uno de los comandantes tenía un megáfono, probablemente del mismo modelo que el utilizado por el hombre del panzer de las SS en el exterior de la residencia de Rolf Stolle.
—¡Prützmann! —gritó. Su voz amplificada rebotó en el hormigón, el cemento y el crista]—. ¡Sal con las manos en alto, Prützmann! No te mataremos si lo haces. Tendrás un juicio.
Y luego te mataremos, concluyó Susanna en su mente. Escuchar el apellido de Prützmann sin títulos a través de un megáfono era, en sí mismo, un milagro, un portento. Así caen los poderosos. Apellidos desnudos vociferados a prisioneros en celdas de interrogación. Seguro que el Reichsführer-SS nunca había esperado oír semejantes indignidades hacia su persona. Peor para ti.
De la famosa oficina no salió ninguna respuesta. Las luces estaban encendidas, pero las persianas venecianas cerradas impedían que Susanna viera en interior.
—¡No nos jodas, Prützmann! —gritó el comandante del Wehrmacht—. Tienes cinco minutos. Si no sales, entraremos a por ti. Te prometo que te gustará menos.
Susanna miró su reloj, solo para descubrir que lo había perdido. Se encogió de hombros. Cinco minutos no eran tan difíciles de calcular. Todos los civiles que estaban con ella sobre el panzer (y sobre otros vehículos del Wehrmacht) gritaron y lanzaron improperios contra el Reichsführer-SS. Entre los gritos, incluidos los suyos, y el rumor de los motores de los tanques, lo que ocurriera a más de unos pocos metros quedaba amortiguado.
El plazo tenía que estar ya muy cerca. El hombre que dirigía el panzer de Susanna se metió en la torreta, en teoría para dar órdenes a su artillero. El comandante acababa de salir de nuevo cuando un hombre alto y rubio con el uniforme de mayor de la Policía de Seguridad salió con un pañuelo atado a un puntero, a modo de bandera de tregua.
—¡No disparen! —gritó.
—¿Por qué no? —dijo el comandante del primer panzer—. ¿Por qué demonios no, Schweinehund de las SS? ¿Dónde está Prützmann? Ese a él a quien queremos.
—Está muerto —contestó el mayor de la Policía de Seguridad rubio—. Se metió una pistola en la boca y apretó el gatillo. ¿No habéis oído el disparo?
Los civiles provocaron un tumulto frenético de vítores. A través de él, el comandante del panzer empleó el megáfono para decir:
—Enséñame el cuerpo. Mientras que no vea el cuerpo, supondré que es algún tipo de plan para ganar tiempo y huir. —El mayor rubio empezó a regresar al edificio. El comandante lo detuvo—. Alto ahí, amigo. Si no sacan el cuerpo de Prützmann, tú serás el que se convierta en carne muerta.
—Cógelo tú mismo —dijo el mayor—. Lo haréis de todos modos. —Se dio la vuelta y gritó hacia las oficinas de las SS—: ¡Hans-Joachim! ¡Detlef! ¡Sacadlo! Quieren verlo.
Los vapores tóxicos del diésel del panzer hicieron toser a Susanna. Empezaba a notar un dolor de cabeza. Le recordó al humo de los puros del profesor Oppenhoff. No le importó. Por ver a Lothar Prützmann muerto, habría pasado por cosas peores.
O eso creía, hasta que dos hombres de las SS (supuso que serían Hans-Joachim y Detlef) sacaron el cadáver. Cada uno tiraba de una bota reluciente. El cuerpo tenía el uniforme negro de oficial de alto rango de las SS. A la luz de los faros de los panzers, la sangre que salía de su nuca era sorprendentemente escarlata. El estómago de Susanna se revolvió. La muerte, la de cualquiera, se contempla mejor a distancia que desde cerca.
Una vez más, eso creía. Pero el hombre que comandaba su panzer solo dijo:
—Es un cadáver muy reciente, al menos. No sangran así durante mucho tiempo. —Si esa no era la voz de la experiencia, es que no la había oído nunca.
El comandante bajó del tanque y sorteó las escaleras de la entrada de dos en dos, para echarle un buen vistazo al cadáver. Se agachó a su lado y luego se enderezó despacio. Con un excelente don para lo dramático, abrió los brazos y esperó hasta que todos los ojos estuvieron sobre él. Entonces, y solo entonces, gritó:
—¡Es Prützmann!
Susanna chilló. Un gran rugido de gozo emergió de la multitud. Aquel hombre robusto de su panzer le plantó un enorme y sonoro beso en la mejilla. Necesitaba un afeitado. Su barba le raspó la piel. Olía a schnapps y a cebolla. No podría haberle importado menos.
¿Dónde está Heinrich?, volvió a preguntarse. ¿Está viendo esto también? Eso, sí le importaba. Después de un tiempo en la prisión de Lothar Prützmann, Heinrich, de entre toda aquella gente, era el que más merecía ver aquel cadáver.
—¿Dónde está esa amiga tuya, esa Susanna? —berreó Willi Dorsch al oído de Heinrich.
—No lo sé —gritó Heinrich de vuelta—. Hace rato que no la veo.
Los dos se habían colgado de manera precaria de un transporte de tropas blindado lleno de soldados del Wehrmacht. Mientras traqueteaba hacia el oeste por las calles de Berlín, uno de la compañía disparaba ráfagas cortas al aire al azar. El sonido era atronador.
—Si alguien empieza a devolverle el fuego a ese maniático del gatillo fácil, estamos listos. —Willi sonaba absurdamente alegre.
—Ese pensamiento tan encantador ya se me había ocurrido, gracias. —No era cierto.
Willi rió.
—Hoy han ocurrido tantas locuras, que no pienso volver a preocuparme jamás. En cualquier caso, todo va a salir bien.
—Puede que sí. —Para entonces, Heinrich pasaba de discutir. De hecho, ya no podía hacerlo, porque habían sucedido un montón de locuras. El viento, a su paso, se le colaba por las gafas y hacía que sus ojos se humedecieran. Aquel viento era frío, pero no limpio: estaba lleno del diesel que desprendían los vehículos blindados del convoy. ¿Cuántos panzers, transportes de tropas y armamento móvil (por no decir nada de los camiones) rodaban esa noche por Berlín? Mejor aún, ¿cuántos bandos diferentes había? ¿Y qué pasaría cuando los de un bando chocaran contra los de otro?
¡Rat-a-tat-tat! La ametralladora escupió otra generosa ráfaga. La salva de balas dibujó una línea roja en la noche. Nadie devolvió el fuego. A Heinrich le pareció estupendo. Sin embargo, en algún lugar, aquellas balas descenderían. Aunque lo hiciesen como pegotes de plomo, podrían matar: estarían cayendo desde una buena altura.
Las bandas rodantes gruñían y avanzaban. El transporte de tropas blindado giró a la izquierda. Heinrich comenzó a reír.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó Willi.
—Volvemos a donde empezamos —respondió Heinrich. A la izquierda se elevaban las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht; a la derecha, al otro lado de la vasta plaza Adolf Hitler, el palacio del Führer y la gigantesca masa de la Gran Cúpula. Justo delante, el Arco de Triunfo, como siempre bañado en luces. Heinrich habría apostado que había francotiradores en su cima. Pero, ¿vestían el negro de las SS o el jaspeado Feldgrau del Wehrmacht?
La columna acorazada a la que pertenecía el transporte de tropas torció a la derecha, armando estruendo hacia el palacio del Führer. Los panzers y los vehículos blindados tenían que ir despacio y con cautela para no aplastar a la gente. La plaza Adolf Hitler no era la lata de sardinas que había sido la pequeña plaza frente a la residencia de Rolf Stolle. Era capaz de contener a más de un millón de personas. En ese momento, la pisaban decenas, quizá cientos, de miles.
—¿Wehrmacht o SS? —gritó alguien en tono nervioso.
—Que le jodan a las SS con una piña —contestó el de la ametralladora, antes de disparar otra ráfaga al aire—. ¡Nosotros somos los soldados auténticos, por Dios, y si esos gilipollas de camisa negra no lo saben, lo van a descubrir enseguida!
Los vítores procedentes de la muchedumbre señalaban que eso era lo que querían oír. Pero el palacio del Führer estaba protegido por hombres de las SS. Los nidos de ametralladoras rodeados de sacos de arena apostados a la entrada bastaban para mantener a la gente a una distancia respetable. Los panzers y los transportes blindados se rieron de las ametralladoras…, aunque Heinrich, al otro lado del blindaje, no se reiría si abrieran fuego. Y si las SS tenían ametralladoras, era probable que también contasen con cohetes antitanque.
Heinrich no vio ninguna división acorazada del Waffen-SS. Puede que Lothar Prützmann se hubiese figurado que no las necesitaría una vez que acabase con Stolle. Eso solo servía para demostrar que no era tan listo como pensaba que era.
¿O demuestra solo que yo no soy tan listo como pienso?, se preguntó Heinrich. ¿Cargarían de pronto los panzers del Waffen-SS, salidos de la noche, destrozando sus ruedas de metal el pavimento como las de los vehículos del Wehrmacht? Se encogió de hombros. Si el oficial al mando de la división del Wehrmacht no anticipaba una amenaza como aquella, no merecía sus galones.
Un camisa negra enfrente de la entrada dio un paso al frente, con las manos visiblemente vacías. A pesar de tratar de mantenerla firme, su voz tembló un poco cuando preguntó:
—¿Qué queréis?
—¡A Globocnik! —Media docena de comandantes de los panzers del Wehrmacht le escupieron en la cara el nombre del vigente Führer. Uno de ellos añadió—: Sabemos que está aquí. Le vimos llegar esta mañana.
La multitud de civiles rabiosos que venían con el Wehrmacht se unieron al grito:
—¡Globocnik! ¡Globocnik! ¡Queremos a Globocnik! —Con un tono de voz diferente, aquellos gritos habrían hecho temblar el corazón de cualquier político. Tal y como estaban las cosas, si Heinrich hubiese sido Odilo Globocnik, habría buscado un lugar en el que esconderse.
Al tiempo que se humedecía los labios, el hombre de las SS dijo:
—Estáis hablando del legítimo Führer del Gran Reich Alemán y del Imperio Germano. Él os ordena, os exige, que os disperséis.
Puede que los comandantes de los panzers respondieran. Si lo hicieron, no podían haberse hecho oír ni con los megáfonos. El rugido de la gente habría ahogado sus palabras.
—¡Heinz Buckliger es el Führer legítimo! —gritaron—. ¡No aceptaremos órdenes de Globocnik! ¡Abajo las SS! —Heinrich se unió de buena gana a este último cántico. Le gustaban los otros, pero el último le golpeaba donde más dolía.
—¡Esto es traición! —El hombre de las SS había recuperado su arrojo. Ahora parecía enfadado, no asustado—. ¡No os lo entregaremos!
—Entonces lo vais a sentir mucho —replicó uno de los comandantes de los panzers. La turba aulló para mostrar su acuerdo.
—Y vosotros, si lo intentáis —sentenció el de las SS.
Estaba acostumbrado a atemorizar a la gente. Era muy bueno, además. Después de todo, el miedo era su principal arma. Los alemanes habían tenido casi ochenta años para aprender a temerle a las SS. Pero hoy, como Heinrich había presenciado frente a la residencia de Rolf Stolle, el miedo estaba fallando. E intimidar a hombres a bordo de panzers con armamento pesado era mucho más duro que asustar a civiles que no podían devolver los golpes.
Las burlas y los insultos llovieron sobre el hombre de las SS. Sobre Odilo Globocnik también. ¿Estaba escuchando, desde el interior del palacio del Führer? Con un extraño y confuso gozo que no había experimentado jamás, Heinrich deseó que así fuera. El de las SS, con toda su frialdad, tenía estilo. Golpeó sus tacones. Su brazo se elevó hacia la multitud con el saludo al Partido. Giró sobre los talones, ejecutó un movimiento perfecto para darles la espalda a los soldados del Wehrmacht y a la gente, y marchó hacia sus camaradas.
En cierta medida, su trabajo de intimidación funcionó incluso contra sus formidables oponentes. Heinrich pensó que podría haber estado tirándose un farol al avisar al Wehrmacht de que las SS harían que se arrepintiesen. Pero los cañones de los panzers y las ametralladoras esperaron con tensión… sin saber a qué. Un chotacabras salió de la noche agitando las alas para atrapar a una de las polillas que danzaban en el aire ante las luces del palacio. El repentino e inesperado movimiento hizo que los hombres de las SS y del Wehrmacht giraran sus cabezas hacia él. Si hubiese sorprendido a uno de ellos mientras tocaba el gatillo de su arma…
Heinrich no sabía cuánto había durado la espera. Su mejor predicción estaba entre media hora y una entera. Lo que la rompió fue un sonido alto y claro que perforó tanto los gritos de la multitud como el rumor de los motores de los vehículos de asalto blindados: el sonido de un hombre riéndose.
El hombre era el comandante de un panzer del Wehrmacht. Al igual que sus compañeros, llevaba auriculares de radio. Volvió a reír, más alto esta vez, y se llevó el megáfono a la boca:
—¡Rendíos, bastardos! —bramó—. Prützmann se ha volado los sesos. El Putsch ha fracasado.
—¡Mentiroso! —gritó uno de los hombres de las SS, con un extraño tono de desesperación en la voz. No expresaba un «no te creo», sino un «no me atrevo a creerte».
—Tenéis vuestras propias radios —respondió a través del megáfono el comandante del Wehrmacht—. Podéis descubrirlo por vosotros mismos. Adelante, Esperaré. —De manera teatral, cruzó los brazos sobre su pecho.
A la luz de los focos de los panzers, un operador de radio de las SS llamó… ¿a quién? A alguien de las oficinas de Prützmann, supuso Heinrich. Pudo discernir cuando obtuvo su respuesta el operador. El tipo, de pronto, se encorvó, como si su esqueleto se hubiese vuelto de goma. Habló con el oficial que había parlamentado con los soldados del Wehrmacht. Este se dio una palmada en la frente en un gesto humano de desesperación: el tipo de gesto que Heinrich nunca habría imaginado en un hombre de las SS.
Poco a poco, el oficial se recompuso. Volvió a avanzar al frente.
—Parece que tienes razón —declaró desolado al comandante del panzer del Wehrmacht—. ¿Qué queréis de nosotros?
—Dadnos a Globocnik —dijo el hombre del Wehrmacht—. El resto, lastimosos hijos de perra, podéis volver a vuestros cuarteles. Nos encargaremos de vosotros más tarde si decidimos que merecéis el esfuerzo.
El oficial de las SS retrocedió para susurrar algo a sus camaradas. Heinrich no podía oír ni una palabra de lo que dijeron a través del rugido de los motores y de los gritos y palabrotas de la muchedumbre. Estos pronto se convirtieron en un cántico:
—¡Globocnik! ¡Globocnik! ¡Dadnos a Globocnik! —Heinrich aulló aquello de buena gana, con todos los demás.
Cuando un pelotón de camisas negras con rifles de asalto se dio la vuelta y se dirigió hacia el palacio del Führer, dejó de cantar y golpeó a Willi en el hombro.
—¡Van a cogerlo! —exclamó—. ¡Lo van a hacer de verdad!
—O eso, o van a huir de aquí —dijo Willi—. Este lugar ha de tener más rutas de escape secretas que Brasil granos de café.
—Sus compañeros lo pagarán por ellos, si hacen eso —le recordó Heinrich—. Además, ¿quién querría replegarse con Odilo Globocnik? Prützmann, quizá. Pese a todo, era listo. ¿Pero Globocnik? Nunca fue más que una fachada detrás de la cual trabajaban otros.
Willi meditó aquello y luego asintió.
—Bueno, cuando tienes razón, tienes razón. —Sonrió a Heinrich—. Deberías intentarlo más a menudo. —Heinrich soltó un bufido.
Se oyó un disparo en el palacio del Führer. Al sonar más fuerte que el motor, Heinrich dio un respingo y casi cayó del transporte de tropas blindado.
—¿Eso era Globocnik dándole la réplica a Prützmann? —dijo—. ¿O le han disparado mientras intentaba escapar? —El eufemismo habitual de las SS para una ejecución tenía allí un delicioso saborcillo irónico.
—Lo veremos —dijo Willi—. Vaya personaje… ¡El Führer de las veinticuatro horas! —Iba a escupir para mostrar su desprecio, pero se contuvo al darse cuenta de que era probable que la saliva cayera sobre alguien.
Unos pocos minutos después, el pelotón de hombres de las SS volvió a salir. Medio conducían, medio arrastraban entre todos a una figura tambaleante. La sangre manaba de la cabeza de su prisionero, pero no parecía más que aturdido.
—¡Aquí está Globocnik! —gritó uno de los camisas negras—. Trató de suicidarse, pero no ha tenido agallas para hacerlo bien. Su mano tembló al apretar el gatillo, así que todo lo que consiguió fue un arañazo en el cuero cabelludo. Si lo queréis, sois bienvenidos.
Empujaron a Odilo Globocnik escalones abajo hacia los hombres del Wehrmacht que allí aguardaban. Se bamboleaba como si estuviese borracho y sus brazos se movían con aspavientos. Pero los soldados nunca llegaron a él. En su lugar, la aullante turba se echó adelante. Globocnik gimió una vez cuando se echaron sobre él. Los hombres del Wehrmacht podrían haber detenido aquello. Se quedaron en sus panzers y sus vehículos blindados sin hacer nada.
Y cuando la gente hubo acabado, colgaron al Führer de las veinticuatro horas de una farola, por los pies. Heinrich lo miró una vez y luego se dio la vuelta, encantado de no haber comido mucho desde el desayuno. Lo que quedaba de Odilo Globocnik apenas se asemejaba a un ser humano.
Era una mañana en la que Esther Stutzman estaba contenta de no tener que ir a trabajar. Se sirvió una segunda taza de café, encendió la televisión y se sentó delante. Horst Witzleben la miró desde la pantalla. Detrás de él, el asfalto y los edificios del aeropuerto de Tempelhof.
Lo había pillado a mitad de frase:
—Cazas Me-662, se espera que el Luftwaffe Alfa aterrice en cinco minutos. El regreso de Heinz Buckliger desde su confinamiento en la isla de Hvar acabará, hoffentlich, con este estrafalario episodio de la historia del Reich. Un Führer derrocado mediante un Putsch, un hombre nombrado Führer derrocado por el Volk enfurecido, el poderoso Reichsführer-SS muerto a sus propias manos… —Horst sacudió la cabeza, como si quisiera expresar que los hechos del último par de días le habían dejado tan desconcertado y aturdido como a cualquiera.
Dos de los cazas escolta de la Luftwaffe aterrizaron juntos, con el humo saliendo de sus ruedas al pisar la pista de aterrizaje. Después, el piloto personal del Führer aterrizó. Dos impecables Me-662 más, con aspecto de mortíferos, aterrizaron justo después. Los panzers del Wehrmacht avanzaron para ayudar al cordón de seguridad instalado alrededor del Luftwaffe Alfa. Si algún miembro de las SS intentara llegar hasta el Führer, tendría que pasar por encima de ellos.
En cuanto el Luftwaffe Alfa se detuvo junto a una parada cercana a una terminal, los trabajadores del aeropuerto empujaron una escalera hasta la puerta del avión. Detrás caminaba Rolf Stolle, con su cabeza afeitada y brillante bajo el sol de verano. Los guardaespaldas de la Policía de Berlín rodeaban al Gauleiter. Al verlos, Esther recordó lo mucho que habían cambiado las cosas. ¿Cuántos gerifaltes nazis había visto en la televisión a lo largo de los años? Más de los que quería, eso lo tenía claro. ¿Cuántos de ellos habían tenido guardaespaldas de las SS vestidos de negro? Todos y cada uno de aquellos malditos. Pero ya no. Ya no.
La puerta se abrió. Un par de hombres del Wehrmacht con aspecto de estar alerta y rifles de asalto salieron en primer lugar, para asegurarse de que no había moros en la costa. Solo después de que uno de ellos asintiera salió Heinz Buckliger, y Erna detrás. Saludó con torpeza a las cámaras de televisión que recogían la escena para emitirla a todo el Imperio Germano.
En voz baja, Horst dijo:
—En el rostro del Führer aún se reflejan las señales de la terrible experiencia.
Esther se percató de que ella misma asentía con la cabeza. El rostro de Buckliger estaba pálido y parecía haber sufrido estragos. Parpadeó ante la luz del sol como si no la hubiera visto en semanas, no días. Esther se preguntó qué le habían hecho las SS mientras estaba en sus garras. Debía de haber envejecido diez años en aquel corto período de tiempo.
En cambio, Rolf Stolle resplandecía con energías renovadas, a pesar de ser mayor que el Führer. Se deshizo de sus guardias y saltó los escalones de la escalera hacía Buckliger. Los hombres del Wehrmacht con rifles se miraron el uno al otro, desconcertados por un instante. Luego ambos sonrieron y se hicieron a un lado para permitirle el paso.
Aún en voz baja, Horst Witzleben siguió hablando:
—He aquí un encuentro que el mundo recordará durante mucho tiempo.
En la cima de las escaleras, Stolle ofreció su mano. Buckliger la estrechó con timidez. Uno de ellos debía llevar un micrófono, o puede que ambos, pues sus palabras llegaban con claridad a las televisiones.
—Bienvenido a casa, mein Führer —dijo el Gauleiter de Berlín con voz atronadora—. Hemos tenido algún desorden por aquí, pero se lo hemos dejado todo limpio.
—Bien. Eso es bueno. —Heinz Buckliger sonaba tan débil y agotado como su aspecto daba a entender. Él era el Führer, y Stolle solo el Gauleiter. Sin embargo, Rolf Stolle, misterios de la inversión de roles, era el que aparentaba poseer mayor autoridad. O quizá dicha inversión no fuese tan misteriosa, después de todo. Buckliger. A Buckliger le habían hecho las cosas durante el Putsch. Stolle había salido a la calle y las había hecho posibles. Esther podía ver por sí misma la diferencia entre los dos hombres que estaban frente a frente.
—Todo se hará como habéis ordenado, mein Führer —dijo Stolle. Sonaba deferente. No importaba: no lo era. Para demostrarlo, dijo a continuación—: Después de las elecciones, el Reichstag será un lugar diferente y lograremos hacer algo. Con el tiempo, claro.
—Ja —dijo Buckliger. Pero su expresión era la de un hombre que había mordido algo amargo. Stolle no había dicho «usted logrará hacer algo». Había asumido que el poder descansaría en el Reichstag, no en el Führer. Y Heinz Buckliger, que había permanecido lejos y vigilado mientras Stolle dirigía la resistencia contra el Putsch de las SS, no podía contradecirle.
El Gauleiter de Berlín llevó aquello a su terreno:
—El Volk salvó su régimen, mein Führer. —Cuanto más modesto sonaba, más subversivo parecía—. Si se hubiesen quedado de brazos cruzados, usted sería hombre muerto, al igual que yo. Pero al pueblo le gustaba cómo soplaba el viento y quizá le conduje en la dirección correcta una vez que se sublevó. La primera edición tenía razón. Confía en el Volk y este jamás te abandonará.
Adolf Hitler nunca había dicho tal cosa, ni en la primera edición ni en ninguna. Pero Buckliger, una vez más, no estaba en posición de decirle a Stolle que se equivocaba.
—La revitalización continuará —dijo el Führer. Fue su primer esfuerzo por tener una palabra en el programa que había rechazado tanto.
Y Rolf Stolle, magnánimo, le dedicó un gesto de asentimiento.
—Oh, ja, ja, revitalización. —Parecía estar complaciendo a un niño—. Pero eso es solo el principio. También tenemos que hacer algo definitivo con las SS, asegurarnos de que esos piojosos de camisas negras no vuelven a causar problemas. Y tenemos que devolverles sus derechos democráticos a los demás pueblos arios, no solo al Volk del Reich.
Los ojos de Buckliger se ensancharon. Tosió por la sorpresa.
—Estoy seguro de que este no es el lugar para discutirlo —dijo.
Stolle le palmeó en la espalda. A Esther, una vez más, le pareció un gesto de indulgencia.
—Bueno, quizá tenga razón. Debería descansar, prepararse para negociar con el nuevo Reichstag que se formará después de las elecciones.
La cámara se alejó de la imagen de las escaleras del avión. Unos pocos meses antes, no se habría detenido allí tanto. En tiempos del anterior Führer, no habría estado allí en absoluto. Con tono maravillado, Horst Witzleben dijo:
—Éste es un día extraordinario en la historia del Reich. Dejen que lo repita: un día extraordinario. Heinz Buckliger regresa a un estado muy diferente del que había dejado al irse de vacaciones. Aún no son obvias todas las diferencias. Algunas de ellas podrían no durar. Aunque seguro que algunos cambios arraigarán. Donde el Volk se echó a la calle contra aquellos que se habían proclamado a sí mismos como el gobierno…, bueno, ¿cómo van a seguir las cosas igual después de eso?
Esther no sabía si seguirían igual. Tampoco sabía si ahora el Reich sería diferente para ella. Buckliger y Stolle seguían siendo nazis. No tenía esperanzas de que ningún nazi hiciese nada bueno para los judíos. Pero había nazis y nazis. Si tuviese que elegir entre esta pareja y el dúo derrocado formado por Prützmann y Globocnik, sabría donde situarse. Y los alemanes estaban con ella. Si eso no era un milagro, ¿qué lo era?
Susanna Weiss salió pronto de la cama el domingo por la mañana. Esto demostraba que aquel no era un domingo normal: dormir los fines de semana era un placer que se tomaba muy en serio. Al igual que el café, cualquier mañana de la semana. Dijo algo desafortunado pero memorable cuando descubrió que se había quedado sin crema. Luego descubrió que tenía nata montada en la nevera y su ánimo resplandeció. Serviría. De hecho, haría más que eso. Pensándolo mejor, le añadió un chorro de coñac al café. Se tomó un rollito dulce con él, lo que le hizo sentirse completamente vienesa.
Después dejó el apartamento con dinamismo berlinés. Aquel no era un domingo cualquiera. Era el día de las elecciones que el difunto y poco llorado Lothar Prützmann y su marioneta Globocnik no habían sido capaces de abortar. Quería votar temprano. «Temprano y a menudo», una frase americana que había recorrido el Reich en los últimos días, aunque nunca pensó que sería posible.
Su colegio electoral estaba a la vuelta de la esquina, en una residencia de veteranos. No podía recordar la última vez que había votado. ¿Para qué, cuando el resultado iba a ser del 99,64 por ciento «ja», sin importar lo que dijeran las papeletas… y cuando el hecho de votar «nein» era probable que te proporcionara una visita de la Policía de Seguridad?
En cuanto salió de su edificio, se detuvo, sorprendida. No importaba lo dinámica que había sido: no fue suficiente. La cola para votar ya doblaba la esquina y llegaba hasta ella. Por lo general, odiaba hacer cola. Ese día se unió a la fila sin dudarlo. ¿Por qué es esta noche diferente a las demás?, se le pasó por la cabeza. La pregunta de la Pascua judía casi parecía ajustarse a la actualidad del Reich. Puede que Alemania sí que fuese diferente después de las elecciones. Puede. O quizá no. La vida no tiene garantía. Un judío que sobrevive en el Berlín nazi lo sabe bien. Ha de saberlo.
Un hombre con un sombrero tirolés abollado, cazadora y pantalones de peto desgastados se situó detrás de ella.
—Guten Morgen —dijo, rascándose la barbilla. Necesitaba un afeitado—. Ahora podremos decirles a los bastardos dónde pueden irse.
Podría ser un provocador. Susanna lo sabía bien. Pero en la mañana de todas las mañanas, no pudo contenerse.
—Seguro que lo es —respondió—. He estado esperando mucho tiempo.
—¿Y quién no? —dijo el hombre bigotudo—. Nunca quisieron escuchar. Ahora, vive Dios, van a tener que hacerlo. —Maldijo a los Bonzen de las SS y del Partido, sin gran imaginación pero con un gusto considerable.
A lo largo de toda la cola, la cual se hacía más larga detrás de Susanna con rapidez, la gente estaba haciendo lo mismo. No todos podían ser chivatos… ¿verdad? Susanna creía que no. Las SS no podían arrestar a toda la ciudad. Si lo hiciesen, no podrían hacer nada. Y los camisas negras tenían en ese momento sus propias preocupaciones. El Wehrmacht les estaba poniendo a raya con mucho gusto, con el beneplácito de Heinz Buckliger y Rolf Stolle.
¿Conocía Buckliger la animadversión de la gente corriente hacia el estado cuando convocó estas elecciones? En caso afirmativo, ¿las habría convocado? Susanna tuvo problemas para creer que sí. Pero las había convocado, y ahora tendría que aceptar los resultados. El Putsch fallido de Prützmann podría ser lo mejor que le había sucedido a la reforma. Le recordó a la gente lo que podrían ser las cosas si votaban para mantener el status quo.
La fila serpeaba hacia delante. Cuanto más se acercaba al centro electoral, peores eran los comentarios que se oían acerca del status quo. Los hombres y mujeres que salían de la residencia de veteranos se pavoneaban y fanfarroneaban, con el orgullo en sus sonrientes rostros. Nadie tuvo que responder a quién habían votado.
La residencia olía a viejos cigarros y a cerveza derramada. Había yelmos amontonados contra una pared: grandes, voluminosos, con los bordes brillantes, procedentes de la Primera Guerra Mundial, y los modelos más ligeros y lustrosos que los soldados alemanes habían llevado durante la Segunda y Tercera Guerras Mundiales. El uniformado jefe de la mesa electoral se paseaba por allí con aires de importancia. Los empleados vestidos de calle hacían el verdadero trabajo.
—¿Su nombre? —dijo uno de estos cuando Susanna llegó hasta él. Se lo dio. Él se aseguró de que estaba en la lista que tenía delante—. Su documento de identidad. —Enseñó la tarjeta. Nunca más saldría de casa sin él, no más de lo que saldría sin blusa. Una vez que el de la mesa electoral quedó satisfecho, utilizó una regla para subrayar el nombre y la dirección en rojo. Luego le dio una papeleta—. Escoja cualquier cabina vacía… ¡Siguiente!
No había cabinas vacías, no con la respuesta que estaban obteniendo las elecciones. Susanna esperó hasta que una mujer salió de una. Se metió en ella y cerró la cortina detrás de sí. No estaba en el distrito de Rolf Stolle, pero sabía qué candidato apoyaba la reforma y cuál era una marioneta del Partido. También sabía qué candidatos al ayuntamiento de Berlín eran de un palo o del otro. Votar a los candidatos nunca le había importado. Votar contra ellos, ser capaz de votar contra ellos, tenía más fuerza que un lingotazo de Glenfiddich.
Metió el voto en su sobre, salió de la cabina (un hombre alto ocupó de inmediato su lugar) y le entregó el sobre al de la mesa. Este lo introdujo en la urna, entonando:
—Frau Weiss ha votado.
—Fräulein Doktor profesora Weiss ha votado —corrigió ella de manera sucinta. De vez en cuando, el formidable título académico le venía muy a mano. Media docena de personas en la residencia de veteranos la observaron. El hombre de la urna se la quedó mirando al salir.
Quería saber de inmediato cómo iban las elecciones. Por supuesto, no podía, porque las urnas seguían abiertas. Hablar de los resultados antes de que se cerraran podría influenciar a los que aún no habían votado, y eso estaba verboten. Aquello hizo que la mayor parte del domingo fuese como una especie de anticlímax.
Encendió el televisor unos minutos antes de las ocho de la noche. Ver el final de aquel concurso tan idiota parecía un precio pequeño que pagar por lo que vendría a continuación. Exactamente a las ocho en punto, Horst Witzleben salió en la pantalla en lugar de la habitual película de los domingos por la noche.
—Hoy es un día decisivo para el Gran Reich Alemán —declaró el presentador—. En las primeras elecciones convocadas en Alemania desde 1933, los candidatos favorables a la política de reforma de Heinz Buckliger y Rolf Stolle parecen estar barriendo por todo el país.
Escuchar el nombre de Stolle en la misma frase que el del Führer era nuevo desde el Putsch fallido. El estatus del Gauleiter había subido al tiempo que bajaba el de Buckliger. Uno era un héroe, el otro una víctima. Incluso en el Reich, según parecía, había cierta autoridad moral en tal hecho.
En la pantalla apareció un mapa de Alemania en tonos grises. Aquí y allá aparecieron zonas verdes. También había zonas rojas, pero muchísimas menos.
—El verde muestra las victorias sustanciosas de los candidatos favorables a la reforma en sus distritos —dijo Witzleben—. El rojo muestra las victorias de los demás candidatos. Si miramos Berlín más de cerca —el mapa cambió mientras hablaba—, vemos que todos los distritos de la capital del Reich excepto uno apoyan la reforma. El propio Rolf Stolle está siendo enviado al Reichstag por un margen de más de seis a uno sobre su contrincante, el constructor Engelbert Hackmann.
—Bien —murmuró Susanna. No era una sorpresa, pero sí un alivio.
El mapa se alejó para mostrar todo el Reich. La mayor parte se había vuelto verde. Algunas partes también se tiñeron de rojo, pero no tantas. Después, el mapa volvió a cambiar, esta vez para mostrar con detalle el Protectorado de Bohemia y Moravia. Casi todas las áreas eran verdes, excepto algunos parches rojos en la antigua región de los sudetes.
Horst Witzleben siguió hablando:
—Además de a los candidatos al Reichstag, la gente del protectorado también vota un referendo no vinculante concerniente a sus relaciones con el Reich. Los últimos sondeos indican un 77% a favor de la declaración de la independencia proclamada por la organización Unidad al comienzo del Putsch, mientras que solo el 33% desea continuar como protectorado, o provincia, del Reich. La mayoría de los candidatos se comprometen a llevar estos datos al Reichstag, para que se someta a consideración.
Aquello también era bastante mareante. Cierto, el referendo no tenía peso oficial, no más del que tenía la declaración. Pero no se sometería a votación si no contara para algo. Y los checos habían mostrado una gran valentía al recordarle al mundo que no habían olvidado la libertad conocida entre las dos primeras guerras mundiales. ¿Cómo iba a ignorar la cuestión un Reichstag elegido sobre el principio de la autodeterminación?
Quizá digan que los checos son solo eslavos, demasiado ignorantes para saber de lo que están hablando, pensó Susanna con cinismo. Pero en tal caso, ¿por qué darles la oportunidad de decir lo que piensan? No obstante, Susanna no había oído hablar ni a radicales ni a reformistas de la posibilidad de dejar que los polacos, los ucranianos o los rusos le dijeran al mundo lo que pensaban. Sus opiniones no contaban. ¿Para qué les había puesto Dios sobre la tierra, excepto para ser explotados hasta la muerte?
Y ninguno había hablado de mantener a Heinrich Gimpel y a sus hijas con vida cuando fueron arrestados. Si las autoridades hubiesen decidido que era judío, y ellas Mischlingen en primer grado, habrían sido asesinados. El Reich había progresado más en el último año que en toda su vida, pero aún le quedaba mucho por recorrer. Susanna sospechaba que ni Buckliger ni Stolle se habían dado cuenta de cuánto.
Quizá Charlie Lynton sí, allí en Londres. Mantenía a la Unión de Fascistas Británicos varios pasos por delante del Partido Nacionalsocialista alemán. Eso requería mucho valor por parte de un súbdito aliado. Y los dramaturgos checos de pelo canoso que dirigían Unidad parecían tener buena idea de hacia dónde necesitaba dirigirse el Reich. Si se dirigía allí o no, era otro cantar.
Cada vez se rellenaban más zonas del mapa. Había lugares en los que el rojo predominaba sobre el verde: Bavaria, partes de Prusia, las zonas rurales de Austria (Viena era una historia diferente). Pero parecía que los reformadores obtendrían una sólida mayoría. ¿Cuán sólida habría sido de no ser por el Putsch de Prützmann? Susanna se temía que mucho menos, pero nadie lo sabría nunca.
Entonces, la imagen dejó de mostrar el mapa, y tampoco enfocó al estudio. Allí estaba Heinz Buckliger, atravesando la pequeña plaza frente a la residencia del Gauleiter junto a Rolf Stolle. Stolle estaba señalando los recuerdos hechos a mano que habían brotado en el lugar donde los panzers de las SS habían aplastado a los berlineses: flores, velas, notas, panegíricos y un gran cartel que rezaba: «¡Freiheitüber alles».
—Los dos arquitectos de este día tan notable están conferenciando —dijo Horst en voz baja.
A Susanna no le parecía una conferencia. Le pareció más como si el Gauleiter estuviese dando clases al Führer. Y en apariencia, Heinz Buckliger tomaba nota de todo. Asentía cada vez que Stolle estiraba el brazo y señalaba algo. Una vez, Stolle se rió de algo y le dio una palmada en la espalda, lo bastante fuerte como para hacerle tambalear. Buckliger también aceptó eso, aunque no era más que el gesto de un subordinado hacia un superior. A pesar de sus títulos, no parecía que el Gauleiter fuese el subordinado del Führer.
Stolle señaló el cartel que decía «¡Freiheitüber alles!». Buckliger volvió a asentir con fervor. Stolle tampoco sabía lo que significaba en el fondo el cartel. Susanna ya se había dado cuenta de eso. Pero si repetías las palabras suficientes veces, ¿no acababas tarde o temprano yendo a donde te indicaban?
¿No?
Ya veremos, pensó Susanna.
Francesca abordó a Alicia durante el almuerzo.
—¡Adivina qué! —gritó.
—No sé —dijo Alicia—. ¿Qué?
—¡Frau Koch se ha ido! —canturreó su hermana—. ¡Ido, ido, ido! Tenemos un nuevo profesor. Su nombre es Herr Místele. Le sonríe a la gente como si lo hiciese de verdad. ¡Sonríe! La Bestia se ha ido. ¡Ido, ido, ido!
—Eso es maravilloso. Lástima que no ocurriera antes —dijo Alicia, y la cabeza de Francesca subió y bajó, aquiescente sin reservas—. ¿Te dijo por qué se ha ido la Bestia? —preguntó Alicia. Sin Frau Koch en los alrededores, Alicia pronunció el mote sin tener que mirar antes por encima de su hombro, por si alguno de los otros profesores estuviese escuchando.
Francesca frunció el ceño.
—Dijo… —Hizo una pausa para asegurarse de que tenía las palabras adecuadas—. Dijo que tal y como estaba la no sé qué política…
—¿La situación? —le interrumpió Alicia.
—Eso. Esa es la palabra que no me salía. —Francesca volvió a empezar—. Dijo que tal y como estaba la si-tua-ción política, sería mejor que Frau Koch hiciese otra cosa durante una temporada. En lo que a mí concierne, puede hacer otra cosa para siempre.
—Quizá sea así —dijo Alicia—. Le gustaba mucho Lothar Prützmann, ¿no? —Francesca volvió a dar la razón con un gesto con la cabeza—. Bueno, con Prützmann muerto y el Putsch escurrido por las alcantarillas, es natural que vayan a librarse de gente así. Es probable que sea afortunada por no estar en la cárcel. O quizá lo esté.
—¡Ooh! —dijo su hermana—. ¡Ooh! Espero que así sea. Dijo que papá merecía estar en prisión cuando nos arrestaron. Espero que descubra de qué hablaba. —A Francesca le gustaba la venganza.
—Podría ser. —A Alicia tampoco le importaba la idea de la Bestia tras las rejas, ni mucho menos. Y cuando un bando ganaba una guerra política, el otro bando sufría. Esa era una verdad del Reich desde la Noche de los Cuchillos Largos. Sin embargo, tarde o temprano, ¿no tenía que cesar la venganza, o al menos hacerse menos cruda? Si no fuese así, ¿quién quedaría en pie, pasado un tiempo? Aquella idea tenía más sentido de lo que Alicia deseaba. Además, no podía evitar desear que la venganza no terminase hasta que Frau Koch la sufriera en sus propias carnes. Saludó con la mano y gritó—: ¡Eh, Trudi! ¡Escucha!
—¿Qué pasa? —dijo Trudi Krebs.
Alicia le dio un codazo a su hermana.
—Díselo.
Francesca lo hizo. Los ojos de Trudi se agrandaron.
—¿En serio? —susurró. Francesca se lo juró por la cruz. Se supone que los judíos no hacemos eso, se le pasó a Alicia por la mente. Ella no lo había vuelto a hacer desde que descubrió qué era. Luego dejó de preocuparse por ello. Trudi le puso un brazo alrededor y otro sobre Francesa y comenzó a bailar con ellas en círculo, vitoreando mientras saltaban.
—¿Qué sucede? —dijo otra niña. Trudi y Francesca le gritaron la noticia. La otra chica pegó un salto en el aire. Luego corrió hacia ellas y empezó también a bailar. Otras chicas también las oyeron, y se unieron al círculo. Se hizo más y más grande, y daba unas vueltas mareantes alrededor del patio. Hasta unos chicos bailaron con ellas, en su mayor partes alumnos que la Bestia había tenido y que sabían de qué estaba escapando la clase de Francesca.
—Was ist hier los? —Una voz de hombre, de un profesor, detuvo la celebración como ninguna otra cosa lo habría hecho—. Alicia Gimpel, dímelo al instante.
—Jawohl, Herr Peukert —debido a los jadeos y al sudor, hizo una pausa—. No es nada, Herr Peukert. Tan solo estamos… felices, Herr Peukert.
¿Les preguntaría por qué estaban tan contentos? ¿O pesaría más el haberse comportado de manera ruidosa y desordenada? Así habría sido con un montón de profesores. Herr Peukert se quedó justo allí, con aspecto serio. Pero entonces, de manera lenta y pensativa, asintió.
—La felicidad no es mala para los niños. Podéis continuar. —Le dio la espalda al círculo. No se volvió cuando la danza se reanudó.
—Sabe el porqué —le susurró a Alicia—. Lo sabe, pero no le importa. —La sorpresa cruzaba su rostro.
—A nadie le importa lo que le pase a la Bestia. —Alicia se corrigió a sí misma—: Excepto que se ha ido, quiero decir. —No se le ocurría una razón mejor para bailar.
Cuando acabó la hora del almuerzo y los estudiantes regresaron a sus clases, la suya bullía con la noticia. Nadie podía estarse quieto, ni en silencio. Muchos de los compañeros de Alicia habían sufrido a Frau Koch algún año. Algunos de los que no, sí tenían un hermano o hermana en esa situación, al igual que Alicia. Y todos sabían cómo era la Bestia.
Herr Peukert aguantó más de lo que Alicia pensó que lo haría. Sin embargo, al final dijo:
—Ya es suficiente. Si queréis bailar durante el almuerzo o después de clase, es cosa vuestra. No obstante, mientras estáis aquí, tenemos trabajo que hacer. Puede que ahora no os importe, pero después será importante. Tranquilizaos y prestad atención.
Y lo hicieron, la mayoría al menos. A Alicia, el trato le pareció justo. Los que seguían haciendo ruido, chicos en su mayoría, eran los que siempre se comportaban así. Herr Peukert tenía mucha más paciencia que Herr Kessler, pero no tenía un suministro infinito. Le dio un azote al chico más ruidoso y aborrecible. El sonido de la pala sobre su trasero cumplió el asombroso trabajo de calmar a todos los demás.
Nadie les dijo a los chicos que se callaran en el autobús que les llevaba a casa. Rieron, chillaron y cantaron canciones, en su mayor parte sobre las cosas que una Bestia haría en los bosques. Iban a bailar en el pasillo, pero eso ya era demasiado para el sufrido conductor del autobús.
—Tenéis que permanecer en vuestros asientos —gritó por encima del jaleo—. Son las reglas, por el amor de Dios.
Los niños se sentaron. Quizá fuese miedo ante lo que pasaría si no lo hacían, pero puede que se tratara de algo más. En el Reich, pocos argumentos tenían más peso que el de «son las reglas». Las reglas y el debido orden eran muy útiles, y los niños alemanes aprendían a respetarlos al tiempo que las demás lecciones.
Pero no obedeceríamos a Lothar Prützmann, aunque la Bestia pensase que nosotros debíamos hacerlo, pensó Alicia. Entonces, algo más se le pasó por la mente. ¿Qué quiero decir con «nosotros»? Ya no podía pensar automáticamente en sí misma como en una niña alemana. Eso es lo que le había hecho ser judía: se había convertido en una extranjera en su propio país.
Parte de ella seguía teniendo el deseo de pertenecer a lo que pertenecía antes de descubrir quién era. Mas, considerando las cosas que habían hecho los alemanes, puede que estar en la parte exterior del círculo fuese la mejor parte del trato.
Si Lise Gimpel hubiese esperado milagros por parte del nuevo Reichstag, se habría decepcionado. Como tenía pocas esperanzas, se vio gratamente sorprendida de vez en cuando. Los delegados escogieron a Rolf Stolle como su portavoz. El Gauleiter utilizó su nuevo e intimidante pulpito para ir directamente a poner verde a Heinz Buckliger por no hacer lo suficiente y por no hacerlo más rápido. Eso no sorprendió a Lise.
Las leyes que recortaban los poderes de las SS sí, al igual que los linchamientos públicos de un par de jefes secuaces de Prützmann. Los cuerpos colgantes, mostrados en las noticias de la noche, demostraban que las nuevas leyes tenían dientes. La lección era poco sutil y completamente nazi, pero no por ello menos efectiva.
En Holanda también se celebraron elecciones y se eligió un parlamento con una mayoría no fascista. Los panzers no llegaron para aplastarlo todo. El ministro de Exteriores alemán no dijo ni una palabra. Los holandeses no bailaron por las calles. Parecía que no querían darle al Reich ninguna excusa para que cambiaran de pensamiento. Lise no fue capaz de culparlos.
Cuando el verano daba paso al otoño, Heinrich dijo que los americanos se habían vuelto más retozones que nunca.
—¿Qué van a hacer? —le preguntó Lise—. ¿Van a intentar rebelarse?
—No creo. Espero que no —respondió su marido—. Eso sería justo lo que… algunos necesitarían. —Seguía hablando con cuidado. La casa podría estar pinchada.
—¿Cuánta dureza aplicaría el gobierno…, tal y como es ahora…, para intentar detenerlos?
—Tampoco lo sé —dijo Heinrich—. Pero si el Gobierno…, tal y como es ahora…, no intenta detenerlos, no creo que siga siendo el Gobierno durante mucho tiempo.
—Pero le pusieron la bota en el cuello a las SS —protestó Lise.
—No estaba hablando de las SS. Estaba hablando del Wehrmacht —dijo Heinrich—. El ejército no quiere mostrar debilidades y tampoco quiere que los yanquis se vuelvan demasiado fuertes. No son como los holandeses o como los checos. Podrían convertirse en rivales. Pueden ser peores que el Imperio de Japón, porque se parecen más a nosotros. Al Wehrmacht no le gustaría en absoluto. ¿Cómo se le puede culpar?
Lise miró a los ojos a su marido antes de dar una respuesta. Había añadido las últimas palabras, creía ella, para mantener contento a cualquiera que pudiese estar al otro lado de un posible micrófono.
—¿Quién podría echarle la culpa? —dijo ella con la misma intención—. Después de acabar con el Putsch, ¿quién iba a culparlo de nada?
Heinrich empezó a asentir, y luego lo pilló. La señaló con el dedo como diciendo «niña mala». Lise le sacó la lengua. Quizá ella quisiera decir que no se podía culpar de nada al Wehrmacht porque no había hecho nada punible. O puede que quisiera decir que uno no podía atreverse a culparlo de nada, porque era el mayor poder sobre el planeta. ¿De cuál de las dos posibilidades se trataba? Los ojos verdes de su mujer danzaban mientras sacudía la cabeza. Era una mujer. Tenía derecho a tener sus secretos. Y puede que ni ella misma estuviese segura.
—¿Qué pasa con los checos? —preguntó ella, cambiando un poco el tema—. ¿Les dejará irse el Reich?
Su marido se encogió de hombros.
—Que me aspen si lo sé. Han votado este verano para respaldar su declaración de independencia. Y si nadie puede ganarse al ministro de Exteriores, ese es el tipo que lidera Unidad. Puede hacer que te sientas avergonzado cuando haces algo que no sea progresista. ¿Cuántas personas son capaces de hacer eso? Pero…
—Sí. Pero. —Lise sabía por qué Heinrich dudaba. Los checos eran eslavos, y los eslavos… Hasta eslavos como los checos, que habían estado envueltos en los asuntos alemanes desde tiempos inmemoriales, eran Untermenschen con ideología nacionalsocialista. Si empezabas a hacer concesiones a los Untermenschen, ¿no estarías reconociendo que, después de todo, podrían no ser tan inferiores? Y si reconocías eso, ¿cómo justificarías las masacres y el tratamiento de esclavos que había perdurado durante los últimos setenta años?
Más aún. Si reconocías que los eslavos (o algunos eslavos) podrían no ser Untermenschen, ¿no estarías dando un paso para reconocer que los judíos podrían también no ser Untermenschen? ¿Podía un gobierno nacionalsocialista dar un paso en esa dirección?
—El Führer ha dicho que se han cometido errores en años pasados —dijo Heinrich. Si lo había dicho el Führer, no podía ser traición… mientras siguiese siendo el Führer—. Si decidimos convertir algunos de esos errores en derechos, puede que no salga tan mal.
—No. Por supuesto que no —respondió Lise. Aunque eran los checos los que más estaban agitando esos días, se estaban librando de represalias con relativa facilidad. ¿Cómo podía el Reich hacerles reproches al puñado de polacos, rusos y ucranianos que aún vivían?
Y, por extensión, ¿cómo podría el Reich hacer lo propio con el puñado de judíos que, a pesar de todo, aún sobrevivían? Lise reconocía una imposibilidad cuando la veía. Llegados a ese punto, no quería un desfile de camisas negras y de Bonzen del partido golpeando sus talones y pidiéndole disculpas. Ese tipo de espectáculos podría satisfacer a Susanna, pero es que a Susanna le gustaba la ópera. Todo lo que Lise quería era que la dejaran en paz, y poder seguir con su vida a pesar de ser lo que era.
—Nos estamos haciendo preguntas que ni siquiera podíamos habernos imaginado hace un par de años —dijo Heinrich—. Al lado de las preguntas, las respuestas no parecen tan importantes.
—¿Quién lo dice? —preguntó Lise con sarcasmo—. Si la Policía de Seguridad hubiese llegado a una conclusión diferente a su pregunta hace unos pocos meses, no estarías aquí tratando de resolver tus propias preguntas. —Y las niñas tampoco estarían aquí, pensó, y tampoco importaría si yo estuviese aquí o no, porque estaría muerta por dentro.
Tras una breve pausa, su marido asintió.
—Bueno, tienes razón —dijo. Una de las razones por las que habían permanecido tan felizmente casados en los últimos quince años era que ambos eran capaces de decir eso cuando hacía falta.
—¡Política! —Lise convirtió la palabra en una maldición—. Ojalá la política nunca tuviera nada que ver con nosotros. Ojalá pudiésemos vivir solo con nuestros asuntos.
—Parte de tus asuntos es hacer que el Reich sea mejor. Ahora mismo, eso forma parte de los asuntos de todos, creo yo —dijo Heinrich—. Si no lo mejoramos, ¿qué ocurrirá? Ya lo vimos en las pasadas elecciones: las otras personas lo harían peor.
Lise quería discutir con él, pero recordaba muy bien el horror que le había recorrido el cuerpo cuando el locutor domesticado por Lothar Prützmann anunció la formación del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán. Y, al recordarlo, ella también pronunció aquellas tres palabras que eran casi tan importantes como «te quiero mucho»:
—Bueno, tienes razón.
Heinrich, Lise y las niñas cerraron sus paraguas al llegar al porche delantero de los Stutzman. El paseo desde la parada de autobús había sido húmedo, pero no demasiado. El invierno ya estaba pensando en dejarle paso a la primavera. Aún no se había decidido, pero lo peor del clima invernal había pasado. Al menos, eso esperaba Heinrich.
Las tres niñas Gimpel corrieron en pos del timbre. Francesca lo hizo sonar una milésima de segundo antes que Alicia o Roxane. Heinrich y Lise sonrieron sobre las cabezas de sus hijas. También lo hacían con los ascensores, lo que hacía que sus padres les pidieran que hiciesen turnos para apretar los botones. Cualquiera pensaría que son niños o algo así, pensó Heinrich. Volvió a sonreír.
Esther Stutzman abrió la puerta.
—¡Adelante! ¡Entrad! ¡Bienvenidos! —dijo, y se hizo a un lado. Por la entrada salían flotando unos aromas deliciosos: carne estofada, pan recién horneado, y algo más, algo picante que Heinrich no pudo discernir.
—Oh, bien, tienes un felpudo aquí fuera —dijo Lise—. No queremos salpicar todo vuestro vestíbulo. —Levantó un dedo de advertencia hacia sus hijas—. No echéis a correr hasta que os hayáis quitado los impermeables, ¿me oís? —El aviso llegó justo a tiempo. Alicia temblaba de avidez por irrumpir en la habitación de Anna.
—¿Está Susanna aquí? —preguntó Heinrich.
—Llegó hace veinte minutos —respondió Esther. Ahora fueron ella y Heinrich los que sonrieron. Susanna siempre llegaba pronto. Esther se volvió hacia Alicia, Francesca y Roxane—. ¿Por qué no colgamos estos abrigos en la barra de la cortina de la ducha, en ese baño que hay debajo de las escaleras? De esa forma, no mojarán nada. —Heinrich y Lise las siguieron para hacer lo mismo con sus impermeables.
—¿Consiguió Gottlieb un permiso de las Hitler Jugend para venir? —preguntó Lise.
Esther meneó la cabeza.
—Me temo que no. Están en algún lugar de provincias, comulgando con sus palas. —La risa de Heinrich no estuvo lejos de ser una carcajada. Él no había sido buen material para las Hitler Jugend: era lento, torpe, miope y no demasiado fuerte. Pero, por Dios, su pala siempre había brillado, tanto el mango como la paleta. Había visto a la primera que la supervivencia allí se basaba en eso, y había tenido razón. Aún no era un analista, pero ya pensaba como uno. Comulgando con sus palas. Tenía que recordar esa, para contarla en la oficina. ¿Quién no había pasado por las Hitler Jugend?
—Vamos —dijo Anna, apareciendo detrás de Esther como por arte de magia. Las niñas Gimpel salieron corriendo como tres balas de cabellos castaños.
Esther les hizo un gesto de asentimiento a Heinrich y Lise.
—Allá van —dijo.
—Sí. Allá van. Hubo momentos este año en que no habría dado ni un pfennig por nosotros, pero aquí estamos.
—¿Qué quieres tomar? —preguntó Esther.
—Cerveza servirá —contestó.
—Para mí también, por favor —dijo Lise.
Siguieron a Esther, quien se metió en la cocina. Susanna se sentaba en el sofá, con un vaso de güisqui escocés en la mesa que tenía enfrente. Se levantó para abrazar a Heinrich y a Lise. Heinrich y ella habían levantado una ceja en un gesto cómplice. Allí estaban, en cierto modo veteranos de la misma campaña. No había durado mucho ni se habían producido muchas bajas, pero podía haber sido mucho peor, y ambos lo sabían.
—¿Habéis encontrado nuevos compañeros de bridge? —les preguntó Susanna.
—Jugamos muy de vez en cuando, pero no de forma regular, no como antes replicó —Willi y yo nos seguimos llevando bien en el trabajo, pero…
—Sí. Pero —señaló Lise— es difícil jugar a las cartas con alguien que trató de seducir a tu marido y luego matarlo. —Heinrich se preguntaba cuál de las trasgresiones de Erika le molestaba más a su mujer. Como preguntarle a ella le habría ocasionado más problemas de los que merecía la verdad, esperaba hacer bien en seguir preguntándoselo a sí mismo.
Esther volvió con dos jarras de cerveza rubia.
—Aquí tenéis. —Le dio una a Heinrich y otra a Lise.
—Gracias. —Heinrich tomó un sorbo. Hizo un gesto apreciativo—. ¿Es…?
—¿Pilsner Urquell? —Esther se adelantó, y asintió—. Es una buena cerveza. Además, comprarla supone que le llega algo de dinero a los checos. Merecen toda la ayuda que podamos darles. —Su rostro, habitualmente soleado, se nubló por un instante—. Cualquiera que desee librarse del Reich se merece esa ayuda.
—Omayn —dijo Lise en voz baja. Tanto ella como Heinrich, Esther y Susanna sonrieron. Aquella pronunciación particular de la palabra que los alemanes solían decir como «amén» solo la podían usar los judíos entre ellos, lo que significaba que no podían emplearla a menudo. Escucharla le recordó a Heinrich que era parte de un club pequeño, pero muy especial.
—¿Dónde está Walther? —preguntó, al mismo tiempo que Lise decía:
—¿Qué es eso que huele tan bien?
—Estoy trinchando el ganso —dijo Walther desde la cocina, contestando al tiempo las dos preguntas—. Es probable que no sea el trabajo más limpio del mundo, porque los tendones no están en el mismo sitio que en un capón, pero el sabor no cambiará. Esther se encarga de eso.
—Vosotros dos también cocinasteis un ganso[2] el verano pasado —dijo Susanna—. A Lothar Prützmann, quiero decir.
Esther se puso colorada como una colegiala.
—¿Quién puede asegurarlo? El Putsch habría fracasado de todos modos. Las SS ya habían empezado a disparar al Wehrmacht en los estudios de televisión de Berlín, y eso ya habría supuesto la precipitación de las cosas para Lothar Prützmann.
Heinrich sacudió la cabeza.
—No seáis modestos. No estabais en la plaza cuando Stolle gritó que Prützmann era judío. Apagó el viento en las velas de las tropas de las SS, y le dio a la gente algo nuevo y jugoso para gritarles. —Bebió un trago de cerveza—. Yo mismo lo gritaba. —El haberlo hecho le avergonzaba ahora, pero no lo había hecho entonces.
—Y yo, tan alto como pude. —Susanna parecía orgullosa y culpable al tiempo.
Walther salió. Llevaba un delantal para protegerse de la grasa. Tenía una cerveza en la mano para sí mismo, y en la otra traía un vaso de liebfraumilch, que le dio a Esther. Heinrich levantó su jarra a modo de saludo.
—Y aquí está el mensajero de la historia.
—Me alegro de poder haber ayudado —dijo Walther—. En aquel momento, ni siquiera estaba seguro de estar haciendo lo correcto.
—¿Y quién lo estaba? —replicó Heinrich—. Pero funcionó… tan bien como podía haberlo hecho. —Si las cosas hubiesen estado como él quería, todo el mundo se habría reunido para cenar en su casa, igual que dos años antes. Pero aún tenía que suponer que la Policía de Seguridad había puesto micrófonos allí, y que les estaban vigilando. Los camisas negras habían caído, pero no desaparecido.
Esther le quitó esas preocupaciones de la cabeza al decir:
—Comamos, ¿vale? —Fue a la base de las escaleras y llamó a las niñas. La puerta del dormitorio de Anna se abrió. Las Gimpel y ella salieron de allí a regañadientes. Fuera lo que fuese que habían estado haciendo, se lo habían pasado muy bien.
La mesa estaba llena de comida. El ganso estaba relleno de chucrut y carvis, y en su punto. Había sopa de bolas de hígado, puré de guisantes amarillos, patatas hervidas con mucha mantequilla por encima, y una menestra de guisantes verdes, zanahorias, espárragos, colinabos y coliflor sazonada con más mantequilla, sal y perejil picado. También había pan recién horneado con canela, uvas y ciruelas pasas, lo que le daba el aroma picante que Heinrich había notado cuando Esther les abrió la puerta. Por último, pastel de melocotón, por si a alguien le quedaba espacio en el estómago por algún casual.
La Pilsner Urquell, la liebfraumilch y el Glenfiddich corrieron libremente entre los adultos. Para las niñas, como dos años antes, había cerveza con sirope de mora, lo cual no era cosa de todos los días. Anna, Alicia y Francesca tuvieron cuidado con la cantidad que bebían. Roxane no. Se bebió un enorme vaso de cerveza y se puso casi tan colorada como el sirope. Estaba bostezando mucho antes del postre, lo que no evitó que le hincara bien el diente al pastel.
Pero aquello acabó con ella. Se le empezaron a cerrar los ojos y no importó lo que pugnó por evitarlo. Cuando comenzó a balancearse en la silla, Heinrich se acercó y la cogió.
—No tengo sueño —dijo ella, indignada, interrumpida por un bostezo que mostró sus amígdalas.
—Lo sé, corazón —dijo él—, pero te voy a subir a la habitación de Anna para descansar un ratito. —Ella no discutió, señal inequívoca de lo rendida que estaba. La subió por las escaleras. Le costó más de lo que había supuesto; él mismo había cenado mucho. En cuanto la dejó sobre la cama, empezó a roncar. La observó durante un minuto o dos para asegurarse de que no fingía, luego sonrió, sacudió la cabeza un par de veces y regresó al comedor.
Ni siquiera se había sentado cuando Francesca dijo:
—Aquí va a pasar algo raro. —Señaló a Alicia—. Cuando tú cumpliste diez, también pudiste quedarte hasta tarde, y Roxane y yo tuvimos que irnos a la cama. Lo recuerdo.
Alicia miró a Heinrich. Como este no dijo nada, habló ella.
—Ahora tú tienes diez, así que es tu turno.
—¿Mi turno de qué? —preguntó Francesca, con la curiosidad y la sospecha combatiendo en su voz.
Alicia volvió a mirar a Heinrich. Esta vez, él supo que tenía que hablar. A pesar de todo lo que había comido y bebido, el miedo hizo que su corazón se agitara. Los últimos dos años le habían enseñado más sobre el peligro de lo que hubiera querido. Pero si la cosa no seguía adelante, ¿qué sentido tenía todo aquel peligro? Ninguno. Ninguno en absoluto. Se humedeció los labios.
—Bueno, Francesca, tenemos un secreto que contarte…