14

Los altavoces del techo de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht transmitieron el anuncio de la incapacidad de Heinz Buckliger momentos después de que Heinrich y Willi se sentaran en sus mesas.

—Se tomarán medidas decisivas para detener el avance de rumores subversivos, las acciones que amenacen con quebrar la ley y el orden y con crear tensión, y la desobediencia a las autoridades responsables de instaurar el estado de emergencia. Se establecerá un control sobre todas las estaciones de radio y televisión. En este momento, sirve como Führer interino del Reich y del Imperio Germano Odilo Globocnik, quien previamente ha servido al Estado como alto comisionado de Asuntos Ostland. —Después del anuncio, volvieron a sonar «Deutschland über Alles» y «Canción de Horst Wessel».

Heinrich miró a Willi. Willi le devolvió la mirada.

—¡Es un Putsch de las SS! —dijo Heinrich.

Willi asintió.

—Tan seguro como que existe el infierno —dijo—. ¿El puto Odilo Globocnik? —continuó con voz totalmente incrédula.

—¡Ten cuidado, Willi! —exclamó Ilse—. Si hablas así, ¿quién sabe en qué clase de problemas te meterás?

En tiempos como aquellos, ese podría ser un consejo excelente. Pero Willi solo pudo menear la cabeza.

—¿El puto Odilo Globocnik? —repitió, más sorprendido y disgustado que antes.

Por encima de la música patriótica que atronaba por los altavoces, Heinrich dijo:

—Es la marioneta de Prützmann. No puede ser otra cosa.

—Bueno, está claro —dijo Willi—. Ese no es nadie por sí solo. ¿No se metió en líos por conducir borracho hace un tiempo?

—Que me aspen si lo sé —dijo Heinrich—. No lo recuerdo, pero puede que tengas razón.

—Creo que sí, pero no estoy seguro —dijo Willi—. ¿Quién narices presta atención a los Odilo Globocnik del mundo?

Pasos corriendo en el pasillo. Antes de que Heinrich pudiese responder a la agudeza de su amigo, alguien (un soldado) metió su cabeza en la sala y gritó:

—¡Globocnik en la televisión! ¡Lo están poniendo en la cantina! —El hombre no esperó, sino que siguió golpeando el pasillo con sus botas militares, repitiendo el mensaje en la siguiente sala.

—¡Vamos! —Media docena de personas dijeron lo mismo al unísono. Las ruedas chirriaron cuando los analistas empujaron hacia atrás sus sillas giratorias. Unos pocos permanecieron imperturbables y siguieron trabajando. El resto, con Heinrich y Willi entre ellos, salieron pitando de la sala hacia la cantina.

Había tantos hombres (y algunas mujeres) yendo en aquella dirección que se formó en el pasillo algo parecido a una melé de rugby. Heinrich recibió uno o dos codazos y devolvió otro par de su propia cosecha. Consiguió entrar en la cantina justo a tiempo de escuchar cómo alguien gritaba:

—¡Callaos! —Eso hizo que el clamor de la gente que atestaba el lugar decayera un poco.

Gracias a que Heinrich era diez o doce centímetros más alto que la mayoría, tenía una buena vista de la pantalla de televisión, a pesar de no conseguir acercarse. Odilo Globocnik no estaba en el despacho del Führer del palacio al otro lado de la plaza que había delante de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht, ni en el despacho más magnífico aún de la Reichskanzellerei. Hablaba desde un estudio que podría estar en cualquier parte.

El mismísimo Globocnik era tan poco impresionante como lo que le rodeaba. Andaría por los cincuenta y tenía el rostro de un gorila callejero que había engordado. Sus ojos y su nariz chata estaban llenos de venillas rojas. Heinrich habría apostado que Willi tenía razón y que bebía, probablemente mucho. Se había calado la gorra de su uniforme hasta abajo, quizá para alejar las luces brillantes del estudio de aquellos ojos acuosos.

Estaba leyendo un texto, que tenía en un atril frente a su persona, no muy bien.

—Restauraremos… uh… la ley y el orden. Controlaremos las conductas antipartídistas, tanto en casa como en el exterior. Erradicaremos las aventuras… uh… nacionalistas. —Su voz era un graznido áspero. Su enorme papada se bamboleaba mientras hablaba. Cuando alzó el brazo para pasar una página de su discurso, su rolliza mano temblaba. ¿Tartamudeaba durante el discurso porque era un simple estúpido o porque se había cogido una buena cogorza antes de ponerse delante de la cámara? O quizás ambas cosas.

Sin embargo, ¿cuánto de aquello importaba? Al fondo, alejado de los focos y tan solo medio visible, aunque reconocible al instante, se sentaba Lothar Prützmann. El Reichsführer-SS puede que prefiriera gobernar a través de una marioneta, pero estaba claro que era el poder detrás del Putsch. ¿Qué harían los demás al respecto?

Nada. Fue la única respuesta que se le ocurrió a Heinrich, quien acababa de librarse de las garras de la Policía de Seguridad. Pero entonces, alguien en aquella cantina llena dijo:

—Éste es el canal nacional. ¿Qué ponen en el canal de Berlín?

El murmullo que surgió a raíz del comentario hizo difícil escuchar lo que decía Odilo Globocnik…, aunque no es que perderse su discurso importara mucho.

—¿Dejará Stolle que se salgan con la suya? —preguntó alguien más.

—¿Puede Stolle hacer algo para detenerlo? —respondió otro.

—Si él no puede, nadie puede. —Fueron dos los que dijeron esto.

Un coronel del Wehrmacht, nada menos, cambió el canal de televisión. En la cadena de Berlín, un hombre con aspecto asustadizo se sentaba en lo que parecía el plató de un concurso.

—No sé durante cuánto tiempo podrán seguir oyéndome, meine Damen und Herren. Hombres armados que afirman ser de la Policía de Seguridad han llegado al estudio. Al negarse nuestros guardias a que pasaran, han abierto fuego. Ha habido bajas en ambos bandos. Hemos pedido ayuda a la policía de la ciudad de Berlín, pero no sé si vendrán ni si serán suficientes. Nosotros…

El coronel del Wehrmacht gritó:

—¡Sauer!

Ja, Herr Oberst? —dijo alguien, presumiblemente Sauer.

—Lleve dos compañías de hombres a ese estudio de inmediato. Tienen que hacerse con él a cualquier precio. Pida refuerzos si es necesario. ¿Me entiende?

Jawohl, Herr Oberst! —Sauer empezó a abrirse paso para salir de la cantina—. ¡Déjenme pasar! —La multitud se apartó como el mar Rojo ante Moisés.

Detrás del hombre en el estudio sonó un teléfono. No parecía un locutor, sino más bien un director que de repente se había puesto delante de la cámara en lugar de detrás. Cuando el teléfono sonó, él dio un respingo. Cogió el auricular, escuchó y dijo «Ja» un par de veces. Colgó. Empezó a hablar incluso antes de volverse del todo hacia la audiencia.

Meine Damen und Herren, era Rolf Stolle, el Gauleiter de Berlín. Declara que el arresto (así es como él lo llama, arresto) del Führer es ilegal, y que Globocník, Prützmann y las fuerzas de la oscuridad, según sus palabras, temen las elecciones y la exposición de la verdad, y…

Desapareció. Allí estaba el mismísimo Rolf Stolle, con su cabeza afeitada brillando, al tiempo que miraba al frente desde la pantalla.

—¿Estoy en el aire? —dijo con voz áspera—. Volk del Reich y todo aquel que pueda oírme, escuchadme, y escuchadme bien. Esto es un Putsch de las SS, y no otra cosa. Si os levantáis en contra, se hará pedazos delante de vuestras narices. Si no me disparan antes, los golpearé en los dientes. No dejéis que esos bastardos os cierren los ojos como lo han estado haciendo durante años. Ellos…

Cuando su rostro enfadado desapareció de la pantalla, todo el mundo en la cantina gimió. Pero la señal no se convirtió en un sonriente locutor de las SS explicando que todo iba bien. Volvió a aquel hombre de aspecto atribulado del estudio de Berlín.

—Hemos perdido la conexión con la residencia del Gauleiter. No sabemos si simplemente se ha perdido, o si están sufriendo un ataque. Yo… —El teléfono volvió a sonar detrás de él. De nuevo, dio un salto antes de coger el auricular. Esta vez, al colgar, parecía aliviado—. Era Rolf Stolle. Sigue libre. Él…

Surgió un estallido de vítores que ahogó sus siguientes palabras. Heinrich se le unió. Dirigió su puño al aire. Willi Dorsch le dio una palmada en la espalda.

—Quiere que todos vayan a la plaza que hay frente a su residencia —dijo el portavoz improvisado de Stolle cuando Heinrich pudo volver a escucharlo por encima del jaleo.

—¿Cómo van a acabar con él las SS cuando todo Berlín está observando? Puede que sea peligroso, pero…

Heinrich no esperó a oír más. Se dio la vuelta y empezó a remontar el flujo de gente que aún pugnaba por entrar en la cafetería.

—¿Adonde vas? —preguntó Willi.

—A la residencia de Stolle. ¿No estabas escuchando? —respondió Heinrich—. Después de lo que me hicieron los matones de Prützmann, ¿crees que voy a dejar que jodan también al Reich, si puedo hacer algo para detenerlos? —El Reich podía ser peor con las SS al mando que con Heinz Buckliger, sí. Para los judíos, no cabía duda, sería desastroso. Pero el hecho de ser judío jugaba un papel pequeño en todo aquello. Como había dicho, era algo personal.

No miró detrás de él. Sin embargo, de pronto, tuvo ayuda para atravesar la muchedumbre.

—Estoy contigo —dijo Willi.

Cuando Esther Stutzman giró la llave de la puerta exterior y entró en la sala de espera, la radio del despacho del doctor Dambach emitía de manera atronadora marchas patrióticas. Se rascó la cabeza. El pediatra no solía escuchar ese tipo de música. En el despacho quería algo suave y tranquilo, algo que pudiese relajar a un bebé lloroso y a una madre preocupada.

—¿Doctor Dambach? —llamó Esther.

No debía de haberle oído por encima del retumbar de los tambores y del estruendo de las cornetas. Entonces, la marcha terminó y el locutor dijo:

—Y ahora, aquí está el Reichsführer-SS Lothar Prützmann para explicar los objetivos del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán.

—¿Doctor Dambach? —volvió a llamar Esther, con la voz en tono asombrado. ¿Qué demonios había ocurrido mientras ella venía al trabajo?

Ahora su jefe sí le había escuchado.

—Venga aquí y escuche esto —dijo—. Creo que han llegado al último extremo.

A Esther también le sonaba así. Casi se olvidó de cerrar la puerta antes de apresurarse a entrar en el despacho interior del doctor Dambach. Con una voz asombrosamente aguda, Prützmann estaba diciendo:

—Síntomas obvios de agotamiento por trabajo excesivo y el estrés requirieron la sustitución del Führer por razones de salud. Odilo Globocnik, nuestro Führer en funciones, ya ha demostrado que está cualificado para las exigencias del puesto.

—¿Qué diab…? —dijo Esther. Dambach tan solo apuntó a la radio y dibujó con los labios «Escuche».

—Ya hemos explicado las prohibiciones necesarias para el éxito del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán. —El Reichsführer-SS pronunció el largo nombre sin titubear. Debía haber estado repitiéndoselo a sí mismo mentalmente desde mucho, mucho tiempo antes de decirlo en público—. Ahora debemos establecer los objetivos por los que luchamos.

»Primero, aboliremos las medidas antigermanas y antigubernamentales que Herr Buckliger tuvo el poco acierto de introducir. La supremacía aria debe ser siempre el objetivo principal del Gran Reich Alemán. Luchamos por la riqueza y la variedad de la vida aria en tiempos de paz. Luchamos por el derecho del hombre a la Kultur. Esta es la base del nuevo orden social en Europa. El individuo capaz debe ocupar sus esfuerzos en la tarea para la que está mejor preparado. Y luchamos por una solución final a la cuestión referente al rango del trabajador. En el Reich, la senda que lleva al obrero a una existencia segura ya ha sido caminada. Los trabajadores alemanes ya no son proletarios. Tienen el derecho legal a trabajar, un salario adecuado, cuidados médicos y pensiones. Las así llamadas reformas de Buckliger amenazaban todo esto. Pero nosotros, atados por el deber hacia el más alto concepto de sangre y honor arios, hemos rescatado al estado de sus garras. El orden será restaurado muy pronto, mientras todos ustedes obedezcan. Gracias y buenos días. ¡Heil, Globocnik!

Las marchas patrióticas se reanudaron, tan altas y rimbombantes como antes. Con un gesto de disgusto, el doctor Dambach bajó la radio.

—¿No es ese un excelente montón de basura, Frau Stutzman? —dijo—. Parlotean sobre la ley y el orden, ¿pero para qué tanta cháchara? Yo respeto la ley y el orden. Ellos no. Los dejan a un lado en cuanto es su ganado el que es sacrificado. ¡Puf! —Por un momento, Esther pensó que había escupido en la alfombra.

—Todo iba bien cuando dejé mi casa esta mañana —dijo Esther, aún aturdida—. O eso pensé, al menos.

—Bueno, pues ahora no va bien —dijo Dambach—. Solo Dios sabe cuándo volverán a ir bien. ¡Que hablen de sus hipócritas sepulcros blanqueados! —Volvió a hacer como que escupía y de nuevo estuvo a punto de no poder controlar el gesto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Esther.

—¿No lo recuerda? —dijo el doctor Dambach, sorprendido—. ¿Todo aquel asunto de los Klein y de cómo escaparon a la sospecha de ser judíos después de tener ese pobre bebé con el síndrome de Tay-Sachs?

—Claro que recuerdo que acabaron siendo liberados —contestó Esther—. ¿No dijo aquel tipo desagradable de la Oficina Genealógica del Reich que se libraron porque la sobrina de Lothar Prützmann también tenía un bebé con Tay-Sachs?

—Maximilian Ebert. Un tipo desagradable, cierto. —La cara redonda de Dambach mostraba una clara desaprobación—. Pero parece que no entiende la cuestión, o al menos parte de ella. ¿Cuál es la explicación más probable para que la sobrina de Prützmann tenga un bebé con Tay-Sachs?

—Lo siento mucho, doctor, pero tiene razón… Creo que no entiendo la cuestión —dijo Esther.

El pediatra chasqueó la lengua de manera reprobadora.

—La explicación más probable para el hecho de que la sobrina de Lothar Prützmann tenga un bebé con Tay-Sachs, no la única, pero sí la más probable, es que haya sangre judía en la familia de Prützmann. Los judíos son los transmisores más corrientes de la enfermedad. ¿Y quién tendría mejor oportunidad de ocultar un pedigrí tan desgraciado que el Reichsführer-SS? Sí, Frau Stutzman, hace bien en sentirse horrorizada. No le culpo ni lo más mínimo.

Esther no se había dado cuenta de que parecía horrorizada, pero suponía que era cierto. Recordó el judío infiltrado en las SS que había ayudado a Heinrich a escapar. No formaba parte del reducido círculo de los conocidos. Walther no había sido capaz de identificarlo después de navegar por los registros de las SS. Sin embargo, fuese quien fuese, había preservado su identidad. Lothar Prützmann podría tener antepasados judíos, pero no lo era.

El doctor Dambach volvió al origen de la conversación.

—No es más que un jodido hipócrita, discúlpeme, por favor, como ya le dije antes. «Atados por el deber hacia el más alto concepto de sangre y honor arios», ha dicho el Reichsführer-SS, cuando todo apunta a que él mismo no es de sangre aria pura. Dígame, Frau Stutzman, ¿dónde está el honor en una mentira?

—Yo… tampoco lo veo —dijo Esther. Su jefe asintió. ¿Por qué no? Ella estaría de acuerdo con él, si eso le convertía en una persona de ideas intachables—. ¿Le importa que llame a mi marido desde aquí, doctor Dambach? Me gustaría comer con él en la hora del almuerzo.

—Adelante —respondió Dambach—. Pero, ¿sería tan amable de preparar la cafetera antes? Me gustaría un café, pero ya se me ha olvidado prepararlo desde que usted está aquí. Usted siempre tiene más suerte con esa máquina que yo.

No es suerte. Es seguir las putas instrucciones. Pero Esther dijo:

—Me ocuparé ahora mismo.

Puede que un Putsch hubiese derrocado al Führer, pero dejar que el doctor Dambach hubiese enredado con la máquina de café habría sido una auténtica catástrofe…

La mano de Susanna Weiss temblaba mientras marcaba un número de teléfono. Tenía la radio y la televisión a todo volumen. Lothar Prützmann hablaba del deber y de la sangre aria en la radio. Odilo Globocnik hablaba por televisión, bastante dubitativo, y sin que nada de lo que decía tuviese mucho sentido. Si no estaba borracho, podría ganar dinero actuando en el papel de alguien que lo estuviese.

El teléfono sonó una, dos, tres veces. Entonces, una mujer lo descolgó.

—Departamento de Lenguas Germánicas.

Gutten Morgen, Rosa —le dijo Susanna a la secretaria del profesor Oppenhoff—. Soy la profesora Weiss. ¿Podría, por favor, poner un aviso en mis clases de que hoy no estaré?

—Claro, por supuesto, Fräulein Doktor profesora —respondió Rosa—. Ahora que por fin nos hemos librado del apestoso Buckliger, mucha gente lo está celebrando.

—Estoy segura —dijo Susanna, y colgó rápido. Ahora sabía qué clase de pensamientos políticos tenía la secretaria del jefe de departamento. Deseó que no fuese así, pero no le supuso ninguna sorpresa. Seguro que el propio profesor Oppenhoff estaba en una Bierstube tomando un par de jarras y fumando uno de sus malolientes puros, cantando la estúpida letra de «Canción de Horst Wessel».

Cambió al canal de Berlín. Allí estaba Rolf Stolle, sudoroso, desaliñado y furioso.

—Si aún pueden verme, es que los bastardos ladrones de las SS no han ganado aún —aullaba—. Creen que pueden librarse de sus sucias deudas contraídas en la oscuridad de la noche, como han hecho durante tanto tiempo. Creo que están llenos de mierda. Que el Reich ha visto ya bastante como para que esto dure para siempre. Creo que hemos visto muchísimo. Y creo que el Volk va a mostrarle a Lothar Prützmann lo que piensa de él y de sus piojosos secuaces. Si pensáis igual, venid y uníos a mí. ¡Deutschland erwache!

Una sensación gélida recorrió la espina dorsal de Susanna. «¡Alemania, despierta!» había sido el eslogan nazi años antes de que el Partido llegara al poder. Oírlo arrojado a la cara del Reichsführer-SS… hizo que Susanna se decidiera. Apagó la televisión y se apresuró a salir del apartamento.

Era un día encantador. Los jirones blancos de las nubes flotaban a través del cielo azul. Un mirlo gorjeaba sobre un tilo, con el pico amarillo abierto. La brisa, procedente del oeste, transportaba el aroma limpio de la hierba, las flores y otras cosas del Tiergarten, que solo se hallaba a unas manzanas.

La residencia de Rolf Stolle tampoco estaba lejos: era un paseo fácil. El Gauleiter de Berlín había residido en el mismo edificio desde que el gobierno nacional y el aparato del Partido trasladaran sus oficinas a las grandiosas estructuras que Hitler había erigido para celebrar sus triunfos. Los oficiales nacionales parecían haberle dicho a los berlineses: «No sois lo bastante importantes para venir con nosotros». Los nazis siempre habían desconfiado y mirado por encima del hombro a los librepensadores izquierdistas de Berlín.

Y ahora, al final, los berlineses habían tenido una oportunidad (pequeña, puede que solo un vestigio, pero una oportunidad) de devolverles la moneda. Por esa pequeña oportunidad, Susanna corría hacia la residencia del Gauleiter. Sus tacones repiqueteaban con rapidez sobre las baldosas de la acera.

No vio un número inusual de soldados o de hombres de las SS, ni policías de Berlín, por las calles. La mayor parte de las tiendas estaban abiertas. Muchos de ellos tenían la televisión encendida. Algunas estaban ofreciendo los canales nacionales. Otras (un número sorprendentemente alto) mostraban a Rolf Stolle, quien seguía bramando, desafiante ante el mundo.

Deutschland erwache! —gritaba un joven desde una calle secundaria. Unos vítores le contestaron. Susanna deseó que Rosa los hubiese escuchado. Puede que solo un vestigio de oportunidad, pero una oportunidad al fin y al cabo, pensó, y aceleró la marcha. Sus zapatos empezaron a apretarle. Debería haber escogido un par más cómodo. Sus hombros se enderezaron. Ahora no iba a volver.

Cuando dobló una esquina a un par de manzanas de la residencia de Stolle, se detuvo de inmediato. Delante tenía un mar de gente. Habían hecho barricadas con cubos de basura, bancos, tiestos y cualquier cosa que tenían a mano. Hombres y mujeres trepaban hasta llegar a la cima. ¿De qué servirían contra los panzers? Susanna temió conocer la respuesta, pero el mero hecho de que los berlineses se hubiesen atrevido a levantar las barricadas fortaleció su coraje.

Había banderas ondeando sobre la multitud. La mayoría eran las nacionales de siempre: la esvástica negra sobre un círculo blanco en un campo rojo. Mas, al igual que cuando había sufrido escalofríos al ver las imágenes de la extinta bandera checoslovaca ondeando en Praga, volvió a ocurrirle lo mismo. Unas pocas banderas alrededor de la residencia de Rolf Stolle mostraban el negro, rojo y dorado de la República de Weimar, que se había extinguido mucho antes incluso que el estado checoslovaco. Si la gente se atrevía a mostrar dicha bandera en público, quizá hubiese esperanza de verdad.

Se abrió paso por la calle hasta la plaza presidida por la residencia. Requirió paciencia y llevarse algún empujón. Todo el mundo trataba de acercarse a Rolf Stolle: para oírle si salía, para protegerlo si las SS venían por él. Sintiéndose como una gamuza o cualquier otra criatura de los Alpes, trepó por los cubos de basura. Se movieron solo un poco bajo sus pies. En lugar de basura, contenían tierra, piedras y pedazos de hormigón, para que moverlos fuese más difícil. También contaba como munición de algún tipo en caso de aparecer las SS. Piedras contra panzers… La mera idea fue suficiente para hacer que se tambaleara.

Cuando iba a perder el equilibrio, un tipo con uniforme de conductor de autobús la sostuvo.

—Gracias —dijo ella.

—Bienvenida. —Su sonrisa mostraba unos dientes torcidos y una gran excitación—. Es divertido, ¿verdad?, decirles a los Bonzen que se jodan.

—Es… —Susanna estuvo a punto de impartir una brillante clase magistral acerca de lo importante que era aquel momento para el futuro del Reich y del Volk. En vez de eso, se echó a reír—. Sí, por Dios. ¡Es muy divertido! Deberíamos haberlo hecho hace mucho tiempo. —La reluciente gorra del conductor de autobús se bamboleó arriba y abajo mientras este asentía.

Las cámaras de televisión sobre los tejados apuntaban a la multitud. ¿Pertenecían a la cadena de Berlín, o se trataba de Lothar Prützmann reuniendo pruebas para una venganza posterior? Y de paso, ¿por qué a esas alturas las SS no habían tomado los estudios de televisión de Berlín? Puede que los camisas negras no fuesen tan eficientes como todo el mundo quería creer.

Algunas personas saludaban a las cámaras. Otros les dirigían gestos obscenos. Desde algún lugar no muy lejano se oyó un grito chillón:

—¡Todo el mundo lo está viendo! ¡Todo el mundo lo está viendo!

El clamor se elevó como una marea.

—¡Todo el mundo lo está viendo! ¡Todo el mundo lo está viendo! —Susanna se unió a él, aunque apenas se daba cuenta de que lo estaba haciendo. Esperaba que fuese verdad. Quizá sí. Otras estaciones de televisión, en el Reich y más allá, podrían estar recibiendo la señal de Berlín y retransmitiéndola. Podrían… si tuvieran valor.

¿Qué estaba sucediendo fuera de Berlín? Susanna no tenía ni idea. Fuese lo que fuese, ¿cuánto importaba? No mucho, sospechó. De un modo u otro, la historia cambiaría allí mismo.

Alguien le pisó el pie.

—Lo siento, señorita —dijo él, por lo que no era probable que lo hubiese hecho aposta. Ella siguió empujando. Después de un rato, tenía lo que podía haber sido una buena vista del balcón de Stolle… de no ser porque un tipo alto y delgado con gabardina negra de cuero estaba enfrente de ella.

En su vida había estado tan lejos de ser tímida. Le dio una palmadita en la espalda y le dijo:

—Disculpe, por favor, ¿podría moverse a un lado u otro?

El tipo que parecía un espárrago se dio la vuelta. Tenía una expresión irritada… que se disolvió al momento.

—¡Susanna! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Cometer traición, igual que tú, si las cosas no salen como queremos.

Heinrich Gimpel hizo una mueca.

—Bueno, sí, es lo que hay. Pero a veces hay que intentarlo, ¿no?

—Siempre he pensado eso. —Susanna hizo coincidir sus palabras entre las pausas del cántico general: «¡Todo el mundo lo está viendo!». Heinrich, por otro lado, siempre había creído en permanecer debajo de las piedras. Era increíble lo que un corto período en manos de los camisas negras podían lograr…

Heinrich tocó el hombro del hombre que tenía al lado, quien era casi de la misma altura y vestía un abrigo idéntico.

—Conoces a mi amigo Willi Dorsch, ¿verdad?

—Oh, sí, por supuesto —dijo Susanna mientras Dorsch, que parecía tan ario como un miembro de las SS sobrealimentado, se daba la vuelta y le hacía un gesto a modo de saludo. No pudo resistirse a preguntar—: ¿Y cómo está su mujer?

Por la expresión horrorizada de Heinrich, se veía que habría querido que ella se mantuviera callada. Bueno, ahora era demasiado tarde. Ella nunca había sido tan cauta. Willi Dorsch dio un respingo.

—Maldita sea, yo no tengo nada que ver con eso —dijo, lo cual, según todo lo que Heinrich le había contado a Susanna, era cierto—. Ojalá no hubiese sucedido. Todos deseamos que no hubiera ocurrido, Erika incluida.

Según la historia de Heinrich, eso también era verdad. Si Susanna seguía pinchándole, generaría más problemas de los que quería. De todas formas, ya no tenía sentido seguir pinchando, no cuando tenía la aguja debajo de la piel de Willi. Y entonces, aunque hubiese querido, perdió la oportunidad de añadir algo más, ya que un gran rugido de la multitud habría ahogado cualquiera de sus palabras.

—¡Ahí está Stolle! —gritó Heinrich.

Podía ver por encima de la mayoría de la gente que tenía delante. Susanna no podía ver ni siquiera por encima de él ni de Willi. Tuvo que creer su palabra de que el Gauleiter de Berlín había salido a su pequeño balcón. Mostrarse en público requería valor. Era probable que las SS tuviesen asesinos entre la muchedumbre.

—¡Vosotros sois el Volk! —bramó Rolf Stolle a través de un micrófono—. ¡Sois arios! ¡Sois las personas que habrían elegido su líder si Lothar «Repugnante» Prützmann no hubiese pirateado unas elecciones que no creía que sus compinches pudiesen ganar! Pero ¿sabéis qué? —una pausa ejecutada a la perfección—. ¡Vais a ganar de todas formas, vamos a ganar de todas formas, y no habrá suficientes farolas para colgar a todos esos cerdos de las camisas negras!

Jaaaaaa! —un enorme, extático y casi orgásmico grito surgió de la multitud. Susanna forzó sus pulmones como todos los que le rodeaban, incluso el serio de Heinrich. Parte de ella pensaba que habían perdido el juicio. Sin embargo, el resto se preguntaba si Lothar Prützmann tenía la menor idea del monstruo que él mismo había creado.

El Tiergarten estaba pacífico y en silencio. Nadie en el parque parecía saber, o preocuparse de que las SS hubieran dado un Putsch esa mañana. Esther Stutzman se preguntaba si aquella normalidad demostraba que a nadie le importaba un comino, o que simplemente era un bonito día de verano y que pasear con el brazo alrededor de la cintura de tu novia o retozar en la hierba bajo el sol era más importante que los ideales de quien se sentara en la silla del despacho principal del palacio del Führer. ¿Era la gente del parque demasiado apática para preocuparse del Putsch, o demasiado sana?

¿Qué diferencia había?

Ahí venía Walther, pasando deprisa junto a un malabarista que mantenía en el aire una serie de bolas de colores brillantes y que tenía un sombrero en el suelo delante de él para las monedas, junto a un cuervo y una ardilla roja que se chillaban por una miga de pan, y a una pareja sobre el césped que casi se había olvidado de que había más gente alrededor.

Esther se levantó del banco. Walther le dio un beso rápido.

—¡Señor, qué gusto tener una excusa para irse! —exclamó él—. El trabajo en Zeiss es una locura.

—¿Tan malo es? —preguntó ella.

—Peor —respondió él—. Uno de cada cinco hombres está a favor de Lothar Prützmann y las SS. La mayoría, creo, está en contra. Pero cuando los dos bandos empiezan a chillarse, hay otra gran facción que desea que ambos se callen y se larguen.

—No me sorprendería que así fuese en todo el país —dijo Esther.

—Ni a mí —dijo Walther—. Bueno, ¿qué sucede? Algo debe ser, por la forma en que sonabas por teléfono.

—El doctor Dambach ha estado hablando esta mañana sobre Lothar Prützmann y su familia… —Esther siguió explicando lo que había dicho el pediatra—. ¿Crees que podemos hacer algo al respecto? —preguntó después.

—No lo sé. —Walther parecía medio intrigado, medio horrorizado—. ¿Crees que deberíamos?

—No estoy segura. Esperaba que tú sí. —La mano de Esther se cerró para formar un puño frustrado—. Si no lo hacemos, y las SS toman el poder…

—Pero es posible que Prützmann gane hagamos algo o no —dijo Walther—. Y si es así, o incluso aunque no, es probable que nos pongamos en peligro.

Lo que decía era verdad. Esther lo sabía bien. Walther era muy sensato. Así y todo, Esther replicó:

—Si no hacemos nada, si ni siquiera lo intentamos, ¿para qué servimos? Daría igual que no existiéramos. ¿Qué diferencia supondría entonces que nos exterminaran o no?

—No tengo una respuesta válida para eso —dijo su marido con lentitud—. Hasta donde puedo llegar, si intentamos hacer algo, sería mejor que escogiéramos nuestros objetivos con cuidado, porque no conseguiremos muchos. ¿Es este uno? ¿Es Buckliger tan importante? ¿Estás segura?

Antes de que Esther pudiese contestar, el ruido del tráfico alrededor del Tiergarten cambió. Siempre estaba allí, de fondo, como único recuerdo de que el parque estaba situado en medio de una gran ciudad. Pero de pronto, del fondo pasó a primera fila. Esther nunca había oído un rugido de motores diésel ni un ruido de pasos tan fuerte, ni siquiera en unas obras de construcción.

Giró la cabeza. A través de los arbustos, vio una columna de panzers y de transportes blindados de tropas que avanzaba con un propósito hacia el este, en dirección a la residencia de Rolf Stolle. La brisa cambió de dirección… o quizá la columna de tropas provocaba su propia brisa. El aroma acre de los humos del diesel chocó de repente con el del césped del Tiergarten, tapándolo.

Los panzers pasaron retumbando y se alejaron. Esther se giró hacia Walther con el rostro inundado por un terror absoluto. Para su sorpresa, él se inclinó hacía delante y la besó en los labios, casi como su fuera uno de los de la pareja de amantes cercana que ni siquiera habían levantado la vista mientras las maquinarias mortales pasaban.

—Bueno, corazón, tenías razón —dijo—. A veces hay que intentarlo. —Se puso en pie y se marchó corriendo hacia Zeiss, hacia los problemas. Esther se lo quedó mirando, esperando haber hecho lo correcto y temiendo haber cometido el peor error de su vida.

La multitud de la plaza frente a la residencia de Rolf Stolle era, en su mayor parte, ordenada y educada. A Heinrich le habría sorprendido lo contrario: se trataba de una muchedumbre de alemanes, después de todo. La gente compartía cigarrillos y cualquier comida que tenía. El Gauleiter abrió la planta baja de su residencia para la multitud. Formaban dos filas ordenadas, una de hombres y otra de mujeres, para entrar al baño.

De vez en cuando, se elevaba un canto que decía «¡Todo el mundo lo está viendo!» o «¡Nosotros somos el Volk!», se mantenía durante un rato y luego se extinguía. Las cámaras de los tejados seguían transmitiendo imágenes del escenario al mundo exterior. Al menos, Heinrich esperaba que así fuera. Por la forma en que los encargados de las cámaras permanecían junto a ellas, seguían funcionando. También lo esperaba así. Cuanta más gente supiera que Berlín no iba a consentir el Putsch de Lothar Prützmann, mejor.

Y entonces, en lugar de cánticos desafiantes, emergieron gritos de alarma desde los lejanos extremos de la multitud:

—¡Panzers! ¡Vienen los panzers!

Scheisse —dijo Willi Dorsch, lo cual resumió lo que recorría la mente de Heinrich.

Algunos de los hombres y mujeres que habían venido a la residencia Stolle decidieron que no querían tomar parte en un enfrentamiento contra el ejército de las SS. Empujaron para alejarse de los panzers y los transportes de tropas que atronaban las calles. Otros, de manera igualmente automática, avanzaron sobre los vehículos blindados. Después de todos estos años, ¿todavía hay guerreros callejeros en Berlín?, pensó Heinrich, pasmado. Él mismo permaneció indeciso durante un buen rato.

Susanna se echó hacia los panzers sin la más mínima duda visible. La única cosa que sorprendió a Heinrich era ver que Susanna no tenía un cóctel Molotov en una mano y un encendedor en la otra. Después de quedarse allí de pie por unos segundos, él también avanzó hacia el ejército. No fue por valentía. La desesperación era una parte mucho más fuerte de la mezcla.

Willi lo agarró del brazo.

—¿Estás loco?

—Probablemente. —Heinrich sacudió el brazo para liberarse—. Vete en la otra dirección, si quieres. No te lo echaré en cara.

Scheisse —repitió Willi, en tono triste—. Vas a conseguir que nos disparen a ambos, o lo más probable, que nos pasen por encima. —Al igual que Heinrich había esperado antes de seguir a Susanna, Willi esperó antes de seguir a Heinrich. Pero lo siguió.

Puede que Berlín aún contara con guerreros callejeros, pero eran aficionados contra profesionales. Los panzers pasaron sobre las barricadas que la gente había erigido como si nunca hubiesen estado allí. Mientras aplastaban la segunda, se produjo un horrible chillido que por un momento se elevó por encima del rugido de los motores. Después, el primer panzer dejó un rastro de sangre.

La muerte podía haber disuelto a la turba. En vez de eso, enfureció a los berlineses. Alzaron sus puños hacia los tripulantes enfundados en monos negros del panzer, quienes lo conducían con las cabezas y los hombros fuera de los vehículos.

—¡Asesinos! —gritaban—. ¡Carniceros! ¡Asesinos! ¡Schweinehunde!

El oficial que comandaba el primer panzer salió de la torreta esgrimiendo un megáfono, y apuntó con él hacia la gente como si fuese un arma.

—¡Dispérsense! —bramó—. Dispérsense, en nombre del Volk del Gran Reich Alemán.

Pero aquello tan solo renovó la rabia de sus oponentes. —¡Nosotros somos el Volk! ¿Quién demonios sois vosotros? Se apelotonaron alrededor de los vehículos blindados. El conductor del que abría la marcha se detuvo. Solo podía avanzar aplastando docenas de hombres bajo sus bandas rodantes, o sacando su propia arma y abriendo fuego sobre la multitud. No lo hizo. Era un joven de rostro barbilampiño, probablemente de menos de veinte, y parecía asombrado de que la gente no escuchara las órdenes de su superior.

—¡Marchaos a casa! —Su superior también parecía pasmado, a pesar de su voz electrónicamente amplificada—. ¡Marchaos a casa y no sufriréis ningún daño!

—¡Nosotros somos el Volk! ¡Nosotros somos el Volk! ¡Nosotros somos el Volk! —La consigna se repetía y se repetía. A través de ella, algunos gritaban insultos contra Lothar Prützmann—: ¡Tiene miedo de las elecciones! ¡Ha derrocado al Führer porque quiere el puesto para sí mismo! ¡Quiere que matéis a Stolle del mismo modo que acabáis de matar a ese pobre hombre de la barricada!

Para entonces, Heinrich estaba a menos de diez o doce metros del primer panzer. Podía ver el ceño fruncido del conductor, y el más fruncido aún del comandante. Las cosas no estaban saliendo según el plan. A los hombres de las SS no les gustaba aquello en absoluto, y parecían no saber qué hacer.

Y Heinrich también pudo ver las dos ametralladoras del panzer, y el enorme boquete del cañón. Si el comandante ordenara un par de obuses o de ráfagas… Despejaría su camino. Su panzer y los vehículos que tenía detrás vadearían la sangre derramada hasta la residencia de Rolf Stolle. Parte de esa sangre derramada también sería mía. Heinrich se preguntó por qué no estaba más asustado. Porque ya es demasiado tarde, decidió. Si empiezan a disparar, no podré hacer nada. Buscó con la vista a Susanna. Podía oírla, no muy lejos, pero no verla.

—¡Dispérsense! —volvió a gritar el comandante del panzer a través del megáfono—. Márchense en paz a sus hogares y no serán heridos. ¡En nombre del Volk del Gran Reich Alemán, dispérsense! —Eso era lo que le habían dicho que dijera antes de pasar sobre las barricadas y seguía repitiéndolo con terquedad.

Parecía que no le habían dicho qué hacer si la cosa no funcionaba. Y no lo hacía. En lugar de conseguir que la gente que rodeaba la residencia de Stolle se marchara, solo lograba que esta también se volviese más terca.

—¡Nosotros somos el Volk! —respondían a gritos, más alto aún—. ¡Nosotros somos el Volk! ¡Nosotros somos el Volk!

El oficial de las SS los miraba con sus ojos grises muy abiertos. ¿Qué pasaba por su mente? ¿Comprendía que lo que le habían ordenado y lo que estaba viendo y escuchando no encajaba? ¿Cómo podía no entenderlo? Heinrich rió para sí mismo. Los hombres de las SS no estaban entrenados para comprender nada, a excepción de la cruda simplicidad de las órdenes.

Pero en tal caso, ¿por qué aquel tipo no había abierto fuego ya? ¿Se daba cuenta de que lo que tenía delante era el Volk? Heinrich volvió a reír. Preguntas. Responder preguntas. ¿Para qué otra cosa era bueno un analista? Cuando esas preguntas fuesen contestadas, era muy probable que fuera con sangre y metal. Como había dicho Bismarck.

Mientras tanto, la escena seguía igual.

—¡Nosotros somos el Volk! —volvió a gritar Heinrich. ¿Lo creería el oficial de las SS? ¿Creería a la gente? Por lo menos, no había empezado a disparar—. ¡Nosotros somos el Volk!

Gustav Priepke sentó su gran trasero en una esquina de la mesa de Walther.

—Es un maldito inútil, eso es lo que es —dijo el jefe de Walther. A pequeña escala, recordaba a Rolf Stolle.

—Sí que lo es —respondió Walther, esperando que Priepke se marchara si no decía mucho. Se suponía que no tenía acceso a las redes donde necesitaba plantar rumores sobre Lothar Prützmann. ¿Cómo iba a meterse con Priepke mirando por encima de su hombro? No podía, y lo sabía.

—¿Odilo Globocnik? —Su jefe sacudió la cabeza—. Suena como una jodida enfermedad cutánea. ¿Y Lothar Prützmann? Lothar Prützmann es como la gonorrea y acabará contagiándosela al Reich.

—Ajá… —Walther miraba las fotos de Esther, Gottlieb y Anna que tenía en la pared gris y aburrida de su cubículo. Levantó la vista hacia las placas absorbentes de sonido del techo. Miró a todas partes menos a Gustav Priepke. Le dio la razón a todas y cada una de sus palabras. Pero cuanto más tiempo estuviese Priepke por allí, menos oportunidad tendría de intentar arreglar las cosas.

—Dicen que Buckliger está enfermo. ¡Y una polla! —dijo su jefe—. Él les pone enfermos a ellos, que no es lo mismo. Solo le pido a Dios que no le hayan dado la sopa, ¿eh?

—Ajá… —volvió a decir Walther—. Sabe, debería de tener cuidado. Si sigue diciendo cosas así, es probable que la gente lo recuerde.

Gustav Priepke se deslizó de la esquina de la mesa como una morsa por un témpano de hielo.

—Si no le echas cojones ahora, maldita sea, ¿cuándo? ¿O es que no tienes nada que echar? —Como Walther no contestó, Priepke se fue pesadamente, meneando la cabeza.

Walther soltó un juramento por lo bajo. Acababa de perder la buena opinión que su jefe tenía de él. Pero ahora, con buenas opiniones o no, quizá pudiera hacer algo más que quejarse por lo que estaba ocurriendo. Quizá.

Si entraba alguien en su cubículo mientras lo estaba haciendo, era hombre muerto. Eso significaba que tenía que trabajar rápido. Sin embargo, si cometía un error, también sería hombre muerto. El sudor le recorría la cara y le empapaba todo. Podía oler su propio miedo. El simple hecho de hacer que sus dedos pulsaran las teclas correctas ya suponía un gran esfuerzo.

Publicó lo que Esther le había dicho sobre la sobrina de Lothar Prützmann en más de una docena de sitios en la red de ordenadores del Reich, sitios donde era probable que lo encontraran oficiales de las SS, peces gordos del Partido y oficiales del Wehrmacht. Lo que hiciesen cuando lo leyeran… Bueno, ¿quién sabe? Pero Walther sabía que había hecho todo lo posible.

Cubrir sus huellas fue más rápido que meter los datos falsos… ¿o sería información verdadera? El jefe de Esther parecía creerlo así. A Walther apenas le importaba. La utilización de acusaciones de sangre judía para tratar de defenestrar al Reichsführer-SS le parecía malévolamente deliciosa. Si la jugada fallaba, Prützmann ni siquiera podría comenzar un pogrom. ¿Contra quién iba a dirigirlo? E incluso aunque atrapara a todos los judíos supervivientes, no serían suficientes para un pogrom decente. A ver si te gusta esto.

Una última tecla… una última comprobación… Ya. Era libre. Su silla giratoria crujió al recostarse sobre ella. Se había ganado el suspiro de alivio que emergió de su interior. No solo había hecho todo lo que podía, sino que podía relajarse…

Durante unos quince segundos. Luego, un programador gritó:

—¡Reaccionario!

Al mismo tiempo, otro exclamó:

—¡Radical!

Uno de ellos, Walther nunca supo quién, gritó:

—¡Gilipollas!

Aquello trasgredía los límites políticos. El sonido de un puño golpeando carne se produjo un latido de corazón después.

—¡Pelea! ¡Pelea! —Los gritos y el alboroto de la gente que corría hacia la pelea devolvió a Walther al patio del colegio, en quinto curso. Él no se levantó. En caso contrario, habría salido corriendo. Ahora se consideraba más adulto.

La reyerta no demasiado lejana hizo que las paredes del cubículo de Walther se sacudieran. Se quedó justo donde estaba. Había corrido peores riesgos que el de unos cabezas de chorlito imbéciles pegándose entre ellos. Si querían malgastar el tiempo en ojos morados y narices sangrantes, allá ellos. Pero la información daba golpes más fuertes que el más duro de los puños.

Eso esperaba.

—¡Nosotros somos el Volk! —canturreaban las masas frente a la residencia de Rolf Stolle—. ¡Panzers, a casa! ¡Todo el mundo lo está viendo! —Heinrich cantaba con el resto. Se estaba quedando ronco, pero siguió. Se sentía más real, más vivo, mientras armaba jaleo. También presentía que había más posibilidades de que los vehículos blindados de las SS no disparasen si la gente que tenían delante hacía ruido.

Pasaron un par de horas y el oficial del primer panzer no había abierto fuego todavía. De vez en cuando, se llevaba el megáfono a la boca y ordenaba a la gente que se dispersara. Nadie le hizo caso.

Se había metido en la torreta de su tanque varias veces, seguramente para utilizar la radio. ¿Qué les estaba contando a sus superiores? ¿Qué le estarían respondiendo ellos? ¿Cuánto caso les haría él? ¿No le estarían ordenando a gritos que asesinara a todo el que tuviese a la vista?

—¡Todo el mundo lo está viendo! —gritó Heinrich—. ¡Todo el mundo lo está viendo! —Esperaba de verdad que todo el mundo observara. En ese caso, sería que los secuaces de Prützmann no habían tomado los estudios de televisión de Berlín. Las cámaras de los tejados seguían apuntando a la multitud y a los panzers. Eso era buena señal… ¿verdad?

—Heinrich.

Dio un respingo. No había visto a Susanna volver a donde él estaba. Se había quedado mirando al primer panzer y al oficial con la cabeza y los hombros fuera de la torreta. Se suponía que los buenos oficiales permanecían en esa posición. Así veían más que si permanecían agazapados en el interior. También serían más vulnerables ante cualquier cosa que hicieran los enemigos. Devolvió su atención a Susanna.

—¿Qué ocurre?

—Deberías irte a casa —le dijo—. Tienes una familia. Una persona más o menos aquí no supondrá ninguna diferencia.

Aquello tenía sentido. Sin embargo, después de un momento, Heinrich meneó la cabeza.

—Aquí hay mucha gente con familia. Si todos nos marcháramos… —Volvió a sacudir la cabeza—. Además, ahora que estoy aquí, quiero ver cómo acaban las cosas.

—¿Qué diría Lise? —preguntó Susanna. Eso era un golpe bajo. Antes de poder recuperarse, ella apuntó al cañón del panzer—. Si empiezan a disparar, no verás nada, al menos durante mucho tiempo.

—Tú tampoco —señaló Heinrich—. Y no veo que te vayas a ninguna parte.

Ella se encogió de hombros.

—Soy una cabeza loca. Tú no. Se supone que eres demasiado listo para mezclarte en cosas de estas. —Casi parecía molesta con él.

Antes de que pudiese contestar, hubo un revuelo en la muchedumbre que tenían detrás, cerca de las puertas de la residencia de Rolf Stolle. El comandante del panzer ya estaba mirando en aquella dirección. Cuando le vio boquiabierto, Heinrich decidió que sería mejor darse la vuelta. Lo hizo. Su posición no era tan buena como la del hombre de las SS, pero después de un momento también se quedó pasmado.

—¿Qué sucede? —demandó Susanna, impaciente—. Eh, gente alta…

—Es… Es Stolle. —A Heinrich le costó pronunciar las palabras—. Está saliendo.

—¿Qué? —exclamó Susanna, horrorizada—. Está loco. Lo matarán. ¡Por el amor de Dios, que alguien lo detenga! —Estaba mirando a Heinrich, como si esperase que él le hiciera un placaje de tarjeta roja al Gauleiter de Berlín.

Más y más personas vieron a Rolf Stolle y al pelotón de policías de Berlín vestidos de gris que le rodeaban. Con ellos venían dos fotógrafos, uno con una Leica, el otro con una pequeña cámara de televisión sobre el hombro. Algunas de las personas, como Susanna, le gritaban que volviera a la residencia y se quedara a salvo. Pero también había gritos de «¡Rolf!, ¡Rolf!, ¡Rolf!» que vitoreaban su coraje. Y también había otro grito, uno que Heinrich jamás había soñado escuchar en Berlín, y al que se unió encantado con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Abajo las SS! ¡Abajo las SS!

A su lado, Willi Dorsch estaba gritando el nombre de Stolle. Se detuvo un momento para gritar al oído de Heinrich:

—¡Está jodidamente loco!, pero, ¡Cristo bendito, tiene pelotas!

—Deberías sustituir a Horst —le contestó Heinrich—. Él no podría haberlo dicho mejor. —La sonrisa de satisfacción de Willi decía que no estaba seguro de si Heinrich estaba bromeando. Heinrich asintió. Lo había dicho en serio, vaya.

El sonido de la maquinaria hidráulica se perdió en el tumulto, y la torreta del primer panzer giró unos pocos grados, de modo que el cañón y la ametralladora que tenía a un costado apuntaron directamente a Rolf Stolle. Pero el Gauleiter siguió avanzando, y el comandante del panzer no abrió fuego.

En su lugar, levantó el megáfono:

—Herr Stolle, es usted el centro de una manifestación ilegal y sediciosa, proscrita por el Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán. Despache a sus seguidores y ríndase de una vez a la autoridad constituida.

Rolf Stolle no tenía megáfono. Gracias a su gran voz de barítono, apenas lo necesitaba.

—¡De eso nada, hijo! Y si un comité ilegal dice que esto es ilegal, eso significa que merecemos una medalla, creo yo.

Una gran salva de vítores se elevó sobre sus palabras:

—¡Rolf! ¡Rolf! ¡Rolf! —Su nombre en boca de la muchedumbre sonaba como el aullido de una jauría de sabuesos. ¿Aullaban por la libertad? Heinrich no lo sabía, pero gritó «¡Rolf!» con todos los demás.

Stolle se abrió paso entre la multitud hasta que estuvo junto al panzer. El oficial a su cargo tuvo que inclinarse sobre la torreta de manera extraña para seguir viéndolo. Los policías de Berlín se situaron entre el Gauleiter y el siguiente panzer. Podrían protegerlo contra las ametralladoras. Pero si hablara el cañón…

Pero Rolf Stolle no tenía intención de ser disparado. Su objetivo era causar al Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán tantos problemas como fuese posible. El fotógrafo y el cámara de televisión inmortalizaron su patada desdeñosa a la banda de rodadura metálica del tanque.

—Si estas no se convierten en fotografías famosas… —comenzó Heinrich.

—Será porque Prützmann se asegura de que nadie las ve —dijo Willi. Heinrich se mordió un labio. Su amigo no se equivocaba.

Stolle blandió el puño contra el oficial del panzer que se inclinaba desde su posición.

—¡Volved a vuestros barracones! —bramó—. ¡Largaos de aquí! El uso de la fuerza, ahora mismo, es intolerable… ¡Intolerable, os digo! El Volk del Reich no permitirá este Putsch ilegal y tiránico. Los hombres que lo han orquestado no tienen sentido de la vergüenza ni del honor. El personal decente de las SS, hombres leales al estado y no solo al Reichsführer-SS, deberían mostrar su coraje y dejar de tener algo que ver con este atraco.

—¡Rolf! ¡Rolf! ¡Rolf! —gritaba la multitud—. ¡Abajo las SS!

Heinrich veía bien la cara del oficial del panzer. El hombre parecía tan confuso como si le hubieran asestado un directo al mentón. Fuera lo que fuese lo que esperaba encontrarse cuando sus superiores lo mandaron a la residencia del Gauleiter, seguro que no era esto. Probablemente, sus órdenes eran simples: ir allí y arrestar o matar a Stolle. No le habían dicho nada de los miles de alemanes (amén de un par de judíos ocultos) con la furiosa determinación de que no hiciera tal cosa.

Stolle y un par de sus guardaespaldas más grandes se juntaron. Los policías le levantaron sobre sus hombros para que la multitud pudiese verlo mejor. Se tambalearon un poco (después de todo, era un hombretón), pero lo sostuvieron. Los vítores aumentaron y se hicieron más feroces que nunca. Stolle saludaba con la mano, no solo a la multitud sino al oficial del panzer.

—No parece que vayan a disparar ahora mismo a vuestro Gauleiter —gritó.

—¡Rolf! ¡Rolf! ¡Rolf! —La gente gritaba más alto que nunca. A Heinrich le pitaban los oídos. El también chillaba—. ¡Abajo las SS! ¡Abajo las SS! —Y entonces, ambos cánticos se fundieron en uno, alzado directamente contra el comandante del primer panzer—: ¡Marchaos a casa! ¡Marchaos a casa! ¡Marchaos a casa! ¡Marchaos a casa!

Si antes parecía confuso, ahora estaba totalmente pasmado. Desapareció en el interior de su torreta. Los abucheos le persiguieron.

—¡A casa! ¡A casa! —El grito subía y bajaba en oleadas.

Lo más probable es que, en el interior del tanque, estuviese otra vez con la radio. ¿Qué le dirían sus superiores? Si acababan con Buckliger y con Stolle, habrían ganado el juego. ¿Qué estaría él contándoles? Eso no era tan obvio.

Volvió a salir. Aún parecía como si no supiera de dónde le venían los golpes. Al mismo tiempo que todos, Heinrich arrojó improperios ante la aparición de su cabeza. Entonces, Rolf Stolle levantó su mano derecha. El silencio llegó como en una reacción en cadena, incluso entre aquellos que no podían ver al Gauleiter. Cuando el silencio fue completo, Stolle le habló al oficial del panzer:

—Le ha prestado juramento al Volk. No puede volver sus armas contra el Volk. Los días de este Putsch están contados. No debe salpicar el honor del soldado alemán con la sangre del Volk. No debe, le digo. —Era puro ardor—. No puede seguir ciegamente a la gente que ha preparado este Putsch. Aquí, en Berlín, el claro secuestro de poder de Lothar Prützmann no prevalecerá. Será el Volk quien lo haga. Y la primera edición de Mein Kampf. ¡Y permaneceremos en las calles hasta que llevemos a esos bandidos hasta la justicia!

Una avalancha de vítores secundó sus palabras. Stolle sonrió y elevó el puño al aire. El comandante del primer panzer, o cualquier otro hombre de las SS que apuntara con su arma a Stolle, podían haber terminado las cosas allí mismo. Pero nadie abrió fuego. Ahora que saben lo que la gente piensa de ellos, pensó Heinrich. No quieren ser más odiados de lo que ya son. Y el que la gente pudiese mostrar lo que pensaba, y que incluso los hombres de las SS creyeran que eso era importante, era, en sí misma, una parte nada insignificante del programa de revitalización de Heinz Buckliger.

Lise Gimpel marcó el número de Heinrich. El teléfono sonó una vez, dos, tres. Alguien lo cogió.

—Oberkommando der Wehrmacht, sección de análisis. —Era la voz de una mujer.

—¿Ilse? Quiero hablar con Heinrich. Soy su mujer —dijo Lise.

—Lo siento, Frau Gimpel, pero no está aquí —respondió la secretaria.

—¿Sabes cuándo volverá?

—Lo siento, pero no tengo ni idea. En cuanto oímos… lo que ha sucedido, Herr Dorsch, él y otras personas… uh… dejaron el edificio.

—¿Dejaron el edificio…? Oh. —Lise necesitó un momento, pero se imaginó lo que Ilse quería decir. Se habían dirigido a la residencia de Rolf Stolle. Tenía que ser eso. No obstante, Ilse no lo diría a las claras, no cuando era posible que los teléfonos estuviesen intervenidos. Puede que tuviese los cascos ligeros, pero estaba claro que tenía un gran instinto de supervivencia—. Gracias —dijo Lise, tanto por la información como por la forma no incriminatoria en que la secretaria se la había dado. Colgó.

Instinto de supervivencia, pensó, y sacudió la cabeza. Siempre había pensado que Heinrich lo tenía muy fuerte. Pero entonces, ¿por qué se había ido corriendo a meter la cabeza en la boca del lobo? Al principio, se sintió inclinada a culpar, a Willi. Sin embargo, un poco después volvió a menear la cabeza. Heinrich no hubiese tomado tan en serio a Willi, no hasta el punto de arriesgar su vida, ni siquiera antes del jaleo con Erika.

El jaleo con Erika… Lise lo vio claro, o eso pensó. Antes de que los camisas negras arrestaran a Heinrich y lo metieran en prisión, nunca habría cometido semejante locura. Ahora, en cambio, ya había estado en manos de las SS. Quizá pensara que cualquier cosa que pudiese detener a ese comité con un nombre tan estúpido merecía la pena.

Pasará lo que tenga que pasar, contigo o sin ti. Lise no podía gritárselo a Heinrich, por mucho que lo deseara. Su marido había tenido un ataque de patriotismo. ¿No era un poco extraño, viniendo de un judío que vivía en medio del Tercer Reich? ¿Tan enorme era la diferencia entre Lothar Prützmann y Odilo Globocnik por un lado, y Heinz Buckliger y Rolf Stolle por el otro?

Lise deseó no haberse planteado la pregunta de ese modo. La respuesta se parecía mucho a un «sí».

Encendió la televisión. La mayoría de los canales estaban ofreciendo reposiciones de culebrones, de concursos o anuncios de películas lacrimógenas. De vez en cuando, aparecían mensajes en la parte baja de la pantalla. «Se ordena obedecer los decretos del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán», una y otra y otra vez.

El canal de Berlín era diferente. Mostraba a la multitud agolpada frente a la residencia de Rolf Stolle y a unos vehículos blindados plantados detrás.

—Seguimos aquí —decía un presentador en tono asustado sobre el ruido de la muchedumbre—. Sin embargo, no sé cuánto tiempo permaneceremos en el aire. Si no tuviésemos nuestro propio generador eléctrico, nuestra señal ya habría sido cortada. Hasta aquí han venido hombres de las SS, pero nuestros guardias los han rechazado. Los guardias han sido fuertemente reforzados por tropas del Wehrmacht.

¿Se trataba de un aviso para Prützmann y sus secuaces? ¿O era un farol? El presentador parecía lo bastante nervioso como para que la segunda posibilidad aparentara ser muy real. Pero entonces la imagen cambió a una escena de Stolle pateando las ruedas de un panzer e imprecando a un hombre de las SS que se inclinaba desde la torreta. Ver el coraje del Gauleiter hizo que Lise perdonase los nervios del presentador.

Sus hijas llegaron del colegio en ese instante. Pensó que eso le distraería de lo que ocurría en la ciudad, pero no. Estaban más excitadas aún que ella.

—Frau Koch dice que tenemos que hacer lo que diga el Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán —dijo Francesca—, y que Odilo Globocnik es el nuevo Führer.

—¡Odilo Globocnik! —repitió Roxane—. La profesora nos ha obligado a aprender cómo se dice.

—A nosotros también —dijo Francesca—. La Bestia nos ha hecho memorizar su nombre y el del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán, y todo el que no podía se llevaba un azote. Yo lo hice. A mí no volverá a pegarme. —Hablaba con una sombría determinación.

—¿Qué dice tu profesor? —le preguntó Lise a Alicia, quien aún no había hablado.

—Nos ha hecho aprender el nombre de Herr Globocnik —respondió la primogénita—. Dijo que no había ninguna ley para un comité como ese, pero que eso no importaría si se hacen con el poder. Dijo que tendríamos que esperar a ver qué pasa.

—Se meterá en problemas —dijo Francesca—. Frau Koch dice que el Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán —ya que había memorizado el nombre, lo utilizaba en cada ocasión que tenía— va a hacérselas pagar a todos a los que les gustaba lo que hacía el anterior Führer.

—¡Odilo Globocnik es el nuevo Führer! —Roxane también demostraba haber aprendido la lección.

—Si ese Comité del Estado gana, puede que hagan lo que dice Frau Koch —dijo Lise con cuidado—. Pero el profesor de Alicia tiene razón. Todavía no han ganado. El Gauleiter Stolle y montones de gente están protestando contra lo que han hecho. —No les dijo que Heinrich estaba allí. Aunque las cosas se pusieran feas frente a la residencia del Gauleiter, podría ponerse a salvo. Bueno, podría, se insistió a sí misma. En voz alta, prosiguió—: Están saliendo en televisión. ¿Queréis verlo?

—¿Nos preparas antes la merienda? —preguntó Roxane.

Aquello parecía razonable, así que Lise lo hizo. Luego, todas volvieron a la sala de estar. El canal de Berlín volvía a mostrar la grabación de Stolle dándole una patada al tanque. Francesca, en particular, observaba con los ojos como platos. No había lugar para el disentimiento en el universo de Frau Koch. Ver que en el mundo real existía, o podía existir, animó a la hija mediana de Lise.

—¿Qué están dando en los demás canales? —preguntó Alicia.

—Solo ponen reposiciones aburridas, supongo que para hacer que la gente piense que todo va bien —respondió Lise—. Pero podemos ver lo que están haciendo ahora.

Cambió el canal. Ya no había ningún culebrón. Horst Witzleben les miraba desde la pantalla.

—Me han entregado el siguiente comunicado para que lo lea —dijo—. Leo textualmente. —Miró el papel que tenía sobre la mesa—. «Los rumores concernientes a los antepasados del Reichsführer-SS son falsas, maliciosas y viles mentiras. Es un descendiente ario intachable. Por esto, cualquiera que repita o difunda los falsos rumores será objeto del castigo más severo, por orden del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán». Volvemos ahora a la programación normal prevista.

La programación normal prevista resultó ser un documental sobre la migración de las cigüeñas.

—¿Qué significa eso, mami? —preguntó Roxane.

—No estoy muy segura —respondió Lise.

—No parecen muy contentos, sea lo que sea —dijo Alicia—. Y tampoco el presentador.

—Tienes razón, no lo parece —dijo Lise. Witzleben había sido un animador de las reformas de Heinz Buckliger. Si de verdad había sido tan entusiasta como aparentaba, ¿qué le habían hecho los matones de Prützmann para persuadirle de que hablara en su favor? ¿Apuntarle a la cabeza con una pistola? ¿Apuntar a la cabeza de su esposa? Sin duda, había múltiples maneras, y ahora ellas ya las conocían. Lise volvió a cambiar de cadena. El canal de Berlín seguía emitiendo. La multitud que rodeaba la residencia de Rolf Stolle seguía allí. Lise se encogió de hombros—. Tendremos que esperar a ver qué ocurre, eso es todo.

—¡Déjenme pasar! —gritó alguien con un gran vozarrón detrás de Heinrich—. ¡Fuera de mi camino, maldita sea! ¡Abran paso!

—En tus sueños, colega —dijo Willi Dorsch.

Aunque no le abrieran paso, el hombre seguía acercándose, empleando los hombros y los codos para empujar. Era un oficial de la policía de Berlín. La gente trataba de hacerse a un lado, pero con la aglomeración de cuerpos no era fácil.

—¡Déjenme pasar! —volvió a gritar—. Tengo noticias importantes para el Gauleiter.

Pasó empujando junto a Heinrich y Willi. Un momento después, una mujer, con voz severa, dijo:

—Debería decir «lo siento».

Por obra de un milagro, el policía dijo:

—Lo siento, señorita.

Luego, de modo tan brusco como siempre, siguió avanzando hacia Rolf Stolle, quien aún discutía con el comandante del panzer.

—¿No es tu amiga la que le ha llamado a las buenas maneras? —preguntó Willi, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Susanna? Me lo creo —respondió Heinrich.

—Tiene narices —dijo Willi con admiración.

—Oh, sí. Vaya que sí.

Se produjo un revuelo cuando el oficial de policía llegó hasta los hombres de uniforme gris que custodiaban al Gauleiterde Berlín. Debieron reconocerlo, ya que le dejaron pasar. Habló con Stolle durante minuto y medio. Heinrich no estaba muy lejos, pero no pudo oír ni una palabra. Sin embargo, pudo divisar la reacción de Stolle. El Gauleiter se quedó petrificado. Se le abrieron los ojos como platos. Después, para sorpresa de Heinrich, echó atrás la cabeza y soltó una carcajada al cielo.

—¿Qué demonios…? —dijo Willi.

—Que me aspen —replicó Heinrich.

Aquella gran risotada hizo que todo el mundo en cien metros se girase para mirar a Stolle. Con un sentido del tiempo y las pausas que envidiaría cualquier actor, el Gauleiter esperó a obtener la atención de todo el mundo antes de gritarle al comandante del panzer:

—¡Eh, tú! ¡Hombre de las SS!

—¿Qué quiere? —preguntó el oficial de negro con cautela.

—¿Sabes lo de tu jefe? ¿El alto y poderoso Reichsführer-SS? ¿El gran jefe ario de todos los tiempos? ¿El condenado Lothar Prützmann? ¿Sabes de quién hablo? —Rolf Stolle volvió a esperar. Actuaba como si pudiera permitirse la pausa, y también como si se estuviese divirtiendo un montón.

El comandante vio todo aquello con tanta claridad como Heinrich. El movimiento afirmativo de su cabeza era una pequeña obra de arte de reticencia.

—Sé de quién habla. ¿Qué pasa con él? —Ya no usaba el megáfono.

Eso fue sensato, incluso inteligente. Pero cuando te enfrentabas a los pulmones de Rolf Stolle, no era tan positivo.

—¿Que qué pasa con él? Te diré qué pasa con él, hijoputa escabechado —tronó Stolle con una voz audible en toda la plaza aledaña a su residencia—. ¿Sabes lo que es vuestro precioso ario Prützmann? ¡Un judío, nada menos! ¡Nada más que un apestoso judío con uniforme de gala!

—¿Cómo? ¡Sapo mentiroso! —exclamó el comandante del panzer, fuera de sus casillas, mientras la multitud comenzaba a murmurar.

Stolle sacudió su enorme cabeza.

—¡Yo no, por Dios! ¿Cuál es ese lema que usáis vosotros, los bastardos de las SS? «Mi honor es lealtad», o algo así. Bueno, pues por mi honor, esa es la verdad. Está en todos los ordenadores… y Prützmann ha salido en la televisión para decirle a la gente que no está permitido hablar de ellos. Si eso no lo convierte en una verdad, ¿qué? Mirad. —Hizo que el policía recién llegado diera un paso al frente—. Díselo, Norbert.

Norbert contó la misma historia que el Gauleiter, con voz más aguda, pero con más detalles. Al lado de Heinrich, Willi escuchaba con los ojos como platos y boquiabierto. Tuvo que pellizcarse a sí mismo para volverse hacia Heinrich.

—Eso no puede ser verdad, ¿no? Pero si es mentira, es una mentira que va directa a la yugular. Y si es mentira, ¿por qué Prützmann la niega de ese modo? Parece tener pánico. ¿Y qué le haría tener más pánico que esa verdad?

—Que me aspen. —Heinrich empezó a citar a Hitler respecto a la gran mentira, pero se controló. Recordaba cómo habían sido liberados los Klein después de ser arrestados. Una de las familiares de Prützmann había tenido un bebé con esa terrible enfermedad, como ellos. Quizá fuera coincidencia. O puede que el Reichsführer-SS tuviese de verdad judíos en su árbol genealógico, y sus enemigos acabaran de descubrirlo.

¿Dónde estaba Susanna? Allí, a solo unos metros. Le devolvía la mirada que él le lanzaba a ella. Cuando sus ojos se encontraron, vio que los pensamientos de ella iban en la misma dirección que los suyos propios. Si el mundo tuviese una pizca de sentido, Lothar Prützmann no podía ser judío. ¿Pero no sería delicioso si el Reichsführer-SS cayera en desgracia porque la gente creía que lo era?

El comandante del panzer desapareció una vez más en su torreta, sin duda para volver a contactar por radio. Heinrich hubiese dado lo que fuese por ser una mosca posada en la recámara del cañón, allí dentro. No tenía esa suerte. Lo que fuese que dijera el oficial, nadie podría oírlo, a excepción de sus compañeros los tripulantes del tanque.

No reapareció en un buen rato. Cuando lo hizo, su gesto atribulado proclamaba que no le había gustado mucho lo que había escuchado. Aun así, se acercó el megáfono a los labios otra vez. Con el mejor de los ánimos, dijo:

Atchung! Lo que el Gauleiter dice no es más que un montón de patrañas. Todo aquel que diga tales cosas del Reichsführer-SS recibirá un castigo severo. Han sido avisados.

Rolf Stolle volvió a reír.

—Sí, habéis sido avisados, Volk del Reich —exclamó con tono de burla—. ¿Qué tenéis que decir acerca de esto?

Esperó. Heinrich también. ¿Se atrevería la gente, después de haber sido advertida por hombres armados?

Se atrevió.

—¡Prützmann es un narigón! —gritó alguien, y en un instante toda la multitud lo canturreaba—. ¡Prützmann es un narigón! ¡Prützmann es un narigón!

Heinrich también lo gritó, tan alto como todos.

—¡Prützmann es un narigón! ¡Prützmann es un narigón! —Volvió a mirar a Susanna. Ella gritaba lo mismo, con las manos junto a la boca a modo de altavoz. Esta vez, cuando sus ojos se encontraron, ambos comenzaron a reír. Sin embargo, siguieron gritando. Heinrich jamás había imaginado que los eslóganes antisemitas pudieran ser tan divertidos.

—¡Prützmann es un narigón! ¡Prützmann es un narigón! —Junto a su madre y sus hermanas, Alicia observaba la muchedumbre frente a la residencia de Rolf Stolle desde la seguridad de su sala de estar. Los panzers parecían juguetes en la pantalla de televisión, aunque sabía que eran reales.

—¡Narigón! ¡Narigón! —celebraba con alegría Roxane. La palabra no era más que un chiste para ella. No sabía que había visto judíos, y aún menos que ella fuese uno de ellos.

Tampoco Francesca.

—Me pregunto qué nos dirá la Bestia sobre esto —dijo—. Ha estado dale que te pego con lo maravilloso que era el Reichsführer-SS, lo valiente, lo patriótico… Si de verdad resulta ser un sucio judío…

—¡Sucio judío! ¡Sucio judío! —A Roxane no parecía importarle lo que gritaba, mientras pudiese armar jaleo.

Alicia no dijo nada. No sabía qué decir. Le echó una mirada furtiva a su madre, solo para comprobar que su madre parecía tan confusa como ella. Todo parecía estar patas arriba. Alicia no sabía por qué Rolf Stolle y sus seguidores creían que Prützmann era judío, lo cual, por cierto, parecía improbable. De todas las cosas que podían haberle llamado al jefe de las SS, ninguna le haría más daño. Alicia sabía eso. También entendía que el Reichsführer-SS estaba en contra de todos los cambios que había hecho el Führer. ¿Significaba eso que emplear esa arma contra él era correcto? No lo sabía. Eso no era tan fácil de comprender.

Por encima del ruido de la multitud, el presentador del canal de televisión de Berlín habló en voz alta y excitada:

—El Primer Ministro británico, Charles Lynton, insta a los hombres que dieron el Putsch a abandonar su comportamiento ilegal de inmediato, y a liberar al Führer por derecho, Heinz Buckliger. Se le unen en este llamamiento los líderes de Noruega, Dinamarca, Suecia y Finlandia. El primer ministro francés también está de acuerdo.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó Francesca, atónita. Los estados que conformaban el Imperio Germano no enmendaban al Reich. Esa era una ley de la naturaleza. Ni tampoco sus aliados menores. Eso evitaba que fuesen arrasados.

—Quiere decir que piensan que lo que está ocurriendo aquí está muy, muy mal —dijo Alicia.

Mamá asintió.

—Eso es lo que significa, eso es. Y son más valientes de lo que solían ser porque el Führer les hizo más libres de lo que eran.

—Holanda se ha unido al llamamiento por la liberación del auténtico Führer. Y en Praga —incluso en aquel día de una sorpresa tras otra, la voz del presentador se convirtió en un chillido de asombro—, una organización checa llamada Unidad ha declarado la independencia del Protectorado de Bohemia y Moravia por lo que respecta al gobierno ilegal, inmoral e ilegítimo de Odilo Globocnik y Lothar Prützmann.

—Oh, Dios —dijo mamá—. Eso redundará en más problemas después de que este se solucione, si es que llega a solucionarse.

—¿Cuándo llega a casa papá? —preguntó Roxane.

Esa pregunta ya había cruzado la mente de Alicia. Creía haberlo visto, y puede que también a tía Susanna, cerca del panzer que más cerca estaba de la casa de Rolf Stolle. Pero no estaba segura y la cámara se había movido antes de que pudiera decir nada.

—Cielito, no lo sé —respondió mamá—. Esta mañana fue a la plaza que sale en la televisión. Llegar allí era fácil en aquel momento. Salir es posible que sea más complicado. Ni siquiera estoy segura de que dejen salir a la gente.

A Alicia no le gustó cómo sonaba aquello. Intentó no mostrar lo preocupada que estaba. Tenía que ser fuerte, para ayudar a su madre a tranquilizar a sus hermanas pequeñas. Todo lo que podía hacer era esperar y mirar la televisión.

—Nadie ha disparado —dijo su madre—. Mientras se mantenga así, todo irá bien.

Y entonces, de pronto, la voz del presentador de Berlín se elevó, no sorprendida, sino enfadada, alarmada y temerosa:

—¡Estamos bajo ataque! ¡Repito, nos están atacando! ¡Hay tropas de las SS en el edificio, y nos están asaltando mientras les hablo! ¡Quieren ocultarle al Volk la verdad y…!

Se produjeron ruidos fuertes, gritos y lo que podrían haber sido disparos. La pantalla se quedó negra. Alicia y su madre suspiraron, consternadas. Francesca y Roxane eran demasiado pequeñas para saber lo que querían decir aquella señal estática y aquellas líneas grises. En lo que concernía a Alicia, significaban el fin de la esperanza.

—¡Cambia el canal! —dijo Francesca.

—Espera —dijo mamá—. Quiero ver qué viene a continuación.

Lo que vino a continuación, después de tres o cuatro minutos de siseos y crujidos que hicieron que Alicia deseara que mamá cambiase de cadena, fue una carta de ajuste. Francesca y Alicia gruñeron. La carta de ajuste duró más que la estática. La paciencia de Alicia se estaba acabando cuando aquella imagen desapareció.

La carta de ajuste fue reemplazada por el rostro lúgubre de Horst Witzleben. El presentador dijo:

—Las imágenes ilegales y no autorizadas que se emitían con anterioridad desde este estudio ya han cesado. Se insta al público a que las olvide y que ignore las calumnias y los insultos lanzados contra el Reichsführer-SS. Volveremos ahora a la programación normal. Cuando sea necesario, se ofrecerán boletines de noticias. Buenas tardes.

La programación normal consistía en una reposición de un concurso. Alicia miró a su madre. Meneando la cabeza, mamá se levantó y apagó la televisión.