La matrona que dirigía el orfanato le recordaba a Frau Koch. Al igual que la Bestia, encarnaba la perfección aria: rubia, ojos azules, piel clara. Y también, como la Bestia, tenía cara de militar. Era severa, miserable y estaba preparada para dar golpes en cualquier momento. Alicia se preguntó por qué la gente como ella tenía que (o deseaba) tener algo que ver con los niños.
—¡Gimpel! —dijo la matrona ahora, metiendo su cabeza en la habitación de Alicia—. Ven conmigo. Ahora mismo.
—Jawohl! —Alicia no sabía por qué la matrona quería que fuese, o adónde iban. Hacer preguntas no era buena idea. La obediencia ciega, sí.
Alicia tuvo que apresurarse para dar caza a la matrona, cuyo paso soldadesco no tenía piedad con la gente más pequeña. La mujer siempre parecía estar enfadada con el mundo. Aquella mañana, parecía más enfurruñada de lo habitual. Caminaba mirando desde arriba a Alicia y murmurando cosas que la niña no podía discernir. Quizá eso sea una suerte, pensó Alicia, y tuvo un escalofrío.
—Adentro. —La matrona abrió la puerta de su propia oficina. Alicia no había estado allí desde el día en que la Policía de Seguridad sacara a sus hermanas y a ella misma del colegio. Y ahora, allí estaban Francesca y Roxane. Se sentaban en las mismas mesas plegables de metal y mostraban la misma expresión recelosa. La matrona señaló una silla junto a las de ellas—. Siéntate —le dijo a Alicia. Las siguientes palabras parecían dirigidas a las tres niñas Gimpel—: A esperar.
Musitando aún, la matrona abrió de mala gana otra puerta, y por allí entró…
—¡Papá! —chilló Alicia, y corrió hacia él. Los gritos de sus hermanas pudieron ser más agudos y estrepitosos aún, pero no podrían haber sido más felices. Las tres se abrazaron a su padre y casi lo tiraron al suelo.
Él se inclinó para besarlas y abrazarlas. Detrás de sus gafas, las lágrimas iluminaron sus ojos.
—He venido para llevaros a casa —dijo con voz ronca—. La Policía de Seguridad ha visto que no soy judío, y si no soy judío, es imposible que vosotras tres seáis Mischlingen. Y como no lo sois, ya no tenéis que quedaros aquí más.
Francesca rompió el abrazo y se giró hacia la matrona.
—Le dije que no éramos sucios y apestosos judíos. Se lo dije y no quiso escucharme. Bueno, ahora ya ve que sabía de lo que hablaba. —Tenía las manos sobre las caderas. Podría haber sido un ama de casa airada que le echaba la bronca a un tendero que no le había atendido correctamente. La matrona se puso colorada. Sus formidables puños se apretaron. Pero no dijo ni una palabra.
Papá fue más amable. Le preguntó a la matrona:
—¿Hay algún papel que tenga que rellenar para llevarme a mis hijas a casa?
—¿Papeles? —La mujer asintió a sacudidas. Poco a poco, su iracundo rubor se desvaneció—. Ja, hay papeleo. Siempre hay papeleo, Herr Gimpel. —Sacó impresos de los cajones y de su mesa. Papá firmó, firmó y firmó. La matrona lo examinó todo. Finalmente, asintió de nuevo—. Puede llevárselas. Su comportamiento aquí ha sido… aceptable.
—Me alegro —dijo el padre de Alicia—. En primer lugar, nunca debieron haber sido traídas aquí, pero me alegro. —Reunió a sus hijas—. Vamos, niñas. Nos vamos.
Alicia jamás había abandonado más felizmente un lugar en su vida, ni siquiera la consulta del médico después de una inyección. Mientras papá las llevaba hacia una parada de autobús, Roxane dijo:
—¡Pensaban que éramos judías! ¡Feos, malolientes y asquerosos judíos! —Puso una mueca horrible.
—Ya te digo. Son bastante idiotas —metió baza Alicia. Su padre y ella sabían la verdad, pero las pequeñas no. Tenía que llevar una máscara puesta. No era divertido, pero acababa de descubrir lo necesario que era.
—Bueno, estaban equivocados, ¿no? —dijo papá. Francesca y Roxane asintieron con fuerza. Medio latido después, Alicia también. Su padre también tenía que llevar una máscara. Puede que los camisas negras les hubiesen puesto micrófonos diminutos en la ropa. Puede que aún los estuviesen escuchando. Nunca se sabía. Nunca se era demasiado cauteloso, no cuando la Policía de Seguridad estaba al quite.
Vino el autobús. Papá metió la tarjeta en la ranura cuatro veces. Después de un rato, bajaron y cogieron otro autobús. Luego repitieron la operación. El tercer autobús les llevó a Stahnsdorf y, un poco más de una hora después de haberse puesto en camino, se detuvieron en la esquina de la calle donde estaba su casa.
Papá las sacó a todas del autobús.
—Venga. Mamá está esperando.
Cuando bajaron a la acera, Francesca y Roxane bajaron la calle a la carrera. Alicia se quedó atrás. Levantó los ojos hacia su padre.
—¿Va todo bien? —preguntó—. ¿Realmente bien?
Él sonrió.
—Sé lo que quieres decir. —Al igual que ella, hablaba con precaución—. Todo va tan bien como puede ir, corazón. Estamos aquí. Estamos libres, como siempre lo estábamos, porque nunca debieron cogernos en primer lugar. —Sí, él también estaba actuando delante de un público invisible que podría estar allí o no—. Me temo que ya no veremos mucho a algunos amigos, y eso es muy malo, pero… —Se encogió de hombros—. Hay cosas peores.
—¿Los Dorsch? —preguntó Alicia.
Papá se detuvo.
—¿Cómo sabes lo de los Dorsch?
—La Policía de Seguridad me estuvo haciendo preguntas, al igual que a Francesca y Roxane. —Alicia trató de recordar lo que el camisa negra había dicho—. ¿Frau Dorsch está de verdad «para hacerle un favor»? —No estaba segura de lo que estaba hablando, pero sonaba impresionante.
Su padre se puso colorado. Tosió un par de veces. Después de una pausa larga, muy larga, dijo:
—No… tanto —dijo en voz baja y ahogada.
Alicia estuvo a punto de preguntar más detalles, pero la puerta principal se abrió. Sus hermanas corrieron a los brazos de su madre.
—¡Mamá! —gritó, y ella misma rompió a correr.
Mamá también tenía un abrazo para ella, y besos.
—Sé que habéis sido chicas valientes —dijo. Las hermanas pequeñas de Alicia asintieron con energía. Ella también, con una sonrisa secreta en el rostro. Ella había tenido que ser valiente de una forma que Francesca y Roxane no, porque ella sabía la verdad y tenía que ocultarla.
Su madre le desarregló el pelo. También tenía en la cara una sonrisa de complicidad. Sí, había dicho aquello por Alicia en especial. Luego despeinó también las cabezas de Francesca y Roxane. La sonrisa de Alicia se ensanchó. Le gustaban los secretos… Bueno, la mayoría, al menos. ¿El que ella guardaba? Aún no estaba segura. Sin embargo, de lo que sí estaba segura, y más después de aquella terrible experiencia, era de que le gustase o no, era suyo.
Papá subió las escaleras.
—¿Les has dicho ya lo de la sorpresa?
—Por supuesto que no —respondió su madre—. Si se lo hubiera dicho, ya no sería una sorpresa, ¿verdad? —Naturalmente, aquello consiguió que las tres niñas Gimpel se pusieran a vociferar. Su madre puso cara de inocente hasta que casi les volvió locas. Luego dijo—: Si la gente mirara en la cocina, podría encontrar… algo.
Entraron corriendo. El grito de júbilo de Roxane les llegó una milésima de segundo antes que el de sus hermanas. El pastel era enorme y estaba cubierto de un empalagoso glaseado blanco. Unas grandes letras azules rezaban «¡Bienvenidos a casa!». Cuando mamá cortó el pastel, resultó que este era de chocolate negro, con cerezas y arándanos entre las capas. Les partió unos pedazos enormes y cuando Francesca preguntó si podían comer más, no dijo nada sobre echar a perder sus apetitos. Simplemente, les dio otras raciones tan grandes como las primeras.
Todo era tan maravilloso, que casi merecía la pena ser arrestado por la Policía de Seguridad. Casi.
Walther Stutzman murmuraba para sí mismo. Abrirse camino entre las trampas electrónicas en la autopista virtual que conducía al dominio de Lothar Prützmann no era su preocupación. Ahora se sabía el camino. Pero tarde o temprano, un programador de las SS pondría algunas nuevas y Walther necesitaría detectarlas antes de que se cerraran sobre él. Sin embargo, entrar hoy había sido bastante sencillo, así que andaba echando un vistazo una vez que había accedido.
No, lo que le hacía murmurar no era encontrar lo que estaba buscando. Heinrich le había dado una buena descripción del hombre que le había liberado de la prisión: alto, rubio, comandante de la Policía de Seguridad. Por lo que aquel hombre le había dicho, era judío.
Pero Walther había estado bastante seguro de que conocía a todos los judíos de las SS. Ninguno de ellos, por lo que él recordaba, concordaba con aquella descripción. Un examen de los registros se lo había confirmado.
¿Quién era el comandante, entonces? Y más importante, ¿qué era? ¿Alguien que había tratado una última treta para obligar a un sospechoso de judaismo a delatarse? Esa había sido la suposición de Walther, pero no se ajustaba a la forma en que Heinrich le había descrito la situación hacía un par de días. ¿Un bromista? ¿O un judío auténtico, desconocido para Walther y su círculo de amistades?
Eso estaría bien: cuantos más sobrevivieran, mejor. Pero también generaba dudas, bastante atemorizantes. Ahora, alguien de fuera del círculo, alguien que nadie del círculo conocía, sabía algo sobre alguien de dentro. La última cosa que un judío del Reich deseaba era que alguien tuviese información sobre él.
¿Qué puedo hacer?, se preguntó Walther. Una cosa que se le había ocurrido era rastrear a todos los que estaban de servicio en la prisión el día en que Heinrich fue liberado. No debería haber allí muchos comandantes. Uno de ellos sería el hombre que había soltado a su amigo.
Antes de poder comprobarlo, su jefe regresó del almuerzo y le gritó:
—¡Walther! ¿Estás aquí, Walther?
Tres rápidos golpes de tecla y todo lo que podía incriminarle desapareció de su monitor. Tres más hicieron que su rastro electrónico se desvaneciera.
—Estoy aquí —dijo—. ¿Qué pasa?
Gustav Priepke metió su cara bovina en el cubículo de Walther.
—Eres un listillo hijo de puta —dijo con cariño—. Condenado bastardo sabelotodo.
—Yo también le amo —dijo Walther con su habitual tono moderado. Su jefe soltó una gran carcajada. Todavía con tono neutro, preguntó—: ¿Podría al menos decirme por qué me insulta tanto hoy?
—Con mucho gusto, por Dios —respondió Priepke—. No sólo eres un listillo hijo de puta, sino también un ladrón hijo de perra. ¿Lo sabías?
La excitación recorrió a Walther como un hormigueo. Ahora se hacía una idea bastante buena de lo que el bocazas de su jefe le estaba hablando.
—El código funcionó, ¿verdad?
—Puedes apostar tu culo a que sí —dijo Gustav Priepke—. Y la compatibilidad con lo anterior parece tan buena como dijiste. Tenemos un sistema operativo moderno vivo de verdad, o lo tendremos, una vez que extirpemos los típicos cuarenta trillones de bugs. Y no perderemos datos, ya que será capaz de leer nuestros ficheros antiguos.
—Eso es… fantástico —dijo Walther. Los expertos informáticos del Reich habían hablado sobre la modernización del sistema operativo estándar durante años. Habían hablado de ello, pero no lo habían hecho… hasta ahora. Estaba orgulloso de formar parte, y no una pequeña, de la transformación de una charla interminable en un principio de realidad.
Y luego se preguntó por qué estaba tan orgulloso. Un nuevo sistema operativo solo conseguiría que los ordenadores alemanes fuesen más eficientes. Ayudaría al gobierno a trabajar mejor, y el gobierno incluía a las SS. Haría más efectiva la búsqueda de judíos ocultos. ¿Era esa una razón para estar orgulloso?
Sí, a pesar de todo, lo era. Si no obtenía orgullo profesional en su trabajo, en su propia competencia, su vida estaría vacía. Hiciera lo que hiciese, quería hacerlo bien.
De manera tan tranquila como lo haría un hombre sin preocupaciones en el mundo, su jefe cambió de tema:
—¿Vas a votar en las elecciones del nuevo Reichstag dentro de unas semanas?
—Supongo —respondió Walther—. Ya sabe que no me emociona mucho la política. —No demostraba su excitación, lo cual no era lo mismo. Pero Priepke, al igual que el resto del mundo exterior, solo veían la máscara de calma, no la confusión detrás de ella.
—Mierda, por lo general yo tampoco me emociono con la política —dijo Gustav Priepke—. Pero esta no es la basura de siempre… o no debe serlo, al menos. Si tienes una oportunidad de cambiar las cosas de verdad, hay que cogerla con ambas manos. —El gesto que usó parecía más obsceno que político, pero sirvió para comunicar el mensaje.
—¿De verdad cree que supondrá alguna diferencia? —preguntó Walther.
—Más vale, por Dios —retumbó Priepke en un tono previsor—. Espera a ver cuántos Bonzen se quedan de patitas en la calle cuando gobiernen en un país donde la gente puede votar contra ellos. Un montón de esos estúpidos bastardos se creen de verdad que todo el mundo los ama. Quiero ver sus gordas caras cuando descubran lo equivocados que están. —La satisfacción llenaba su sonrisa.
Sin responder con palabras, Walther apuntó al techo con el dedo índice y se llevó la otra mano, ahuecada, a la oreja. ¿Se había olvidado su jefe de que era probable que les estuviera escuchando alguien bajo las órdenes de Lothar Prützmann?
Priepke volvió a hacer un gesto y esta vez era indudable que se trataba de vino obsceno.
—Al infierno con todos ellos —dijo—. De eso se trata en estas elecciones. De enseñarles a esos malditos fisgones que tenemos vida propia. Y si no les gusta, que se jodan.
Lo dice en serio, pensó Walther, aturdido. No le importa si le están escuchando. No cree que importe. Miró al techo (no, más allá de él) al que acababa de apuntar. Por favor, Señor, haz que tenga razón.
Otra reunión del personal del departamento. Otra sala de reuniones poco iluminada, neblinosa y maloliente a causa del humo del puro de Franz Oppenhoff y de innumerables cigarrillos y pipas. Susanna Weiss dibujó una cara oculta tras una máscara antigás. Por desgracia, era una ilusión. Garabateó sobre el boceto. Mientras este desaparecía, se preguntó por qué se molestaba en llevar un cuaderno a aquellos encuentros. Nada de lo que se decía merecía la pena.
A la cabeza de la larga mesa, el jefe de departamento se levantó. El profesor Oppenhoff esperó hasta que todas las miradas estuvieron sobre él. Luego, después de un par de húmedos carraspeos, dijo:
—Se acerca un cambio. Uno para el que todos nosotros debemos prepararnos.
—¿El presupuesto? —Media docena de voces ansiosas dijeron lo mismo al unísono.
Pero el profesor Oppenhoff negó con la cabeza.
—No, no es el presupuesto. El presupuesto está como debe estar, o bastante cerca. Hablo de un cambio más fundamental. —Si había tratado de captar la atención de todo el mundo, lo había conseguido. Hasta Susanna lo miraba. ¿Qué podría ser más importante para el departamento de una universidad que sus fondos? Oppenhoff asintió con pompa—. Hablo de los cambios que pueden suceder en el propio Reich.
Dos o tres profesores a los que no les importaba nada más reciente que la transición del alemán de la Alta Edad Media al de la Baja se recostaron sobre el cabecero de sus sillones de cuero y cerraron los ojos. Uno de ellos comenzó a roncar y con tanta rapidez que debía tener la conciencia bien tranquila. Susanna, en cambio, se inclinó hacia delante. Después de todo, aquello prometía ser interesante.
Y si el jefe de departamento esperaba que volviera a repasar la situación política, lo haría, aunque a él no le importase lo que tenía que decir. Al igual que mucha gente en el Gran Reich Alemán, ella creía que podía salirse con la suya mucho mejor de lo que había pensado unos meses antes.
Pero el profesor Oppenhoff no requirió de su opinión. En vez de eso, inclinándose hacia delante para darse importancia, habló por sí mismo:
—Repito, pueden producirse cambios en el mismísimo Reich. Se ha hablado mucho de apertura y revitalización, en ocasiones por parte de aquellos que se encuentran en las más altas esferas del estado. Y esto, en cierta cantidad, es, sin duda, bueno y útil, como cualquiera podría reconocer.
Hizo una pausa para dar una calada a más felizmente a su puro. Ahora que nos ha demostrado que puede decir cosas buenas sobre la reforma, ¿qué hará a continuación?, se preguntó Susanna. Su propia línea de pensamiento respondió a la pregunta. Empezará a mostrar sus verdaderos colores, eso es.
Con la misma inmediatez, Oppenhoff demostró que Susanna tenía razón.
—En toda esta carrera hacia el cambio por el simple hecho de cambiar, no debemos perder de vista lo que casi ochenta años de gobierno nacionalsocialista han dado al Reich —dijo—. Cuando el primer Führer llegó al poder, éramos débiles y habíamos sido derrotados. Ahora gobernamos el mayor imperio conocido del mundo. Estuvimos a merced de los judíos y de los comunistas. Hemos eliminado los problemas que representaban.
Los hemos matado, querrás decir. Las uñas de Susanna se clavaron en la carne blanda de sus palmas. Pero no a todos, pomposo hijo de puta.
—Siendo así —continuó Oppenhoff—, puede que algunos de ustedes hagan bien en preguntarse por qué son tan necesarios unos cambios tan importantes en la estructura de gobierno. Si piensan esto, como yo mismo debo confesar que hago, también serán capaces de encontrar candidatos que apoyen un punto de vista similar. —Puff, puff, puff—. Cambiar por cambiar es, sin duda, muy excitante, muy dramático. Pero cuando las cosas van bien, los cambios son a peor. Algunos de ustedes son más jóvenes que yo. —Oppenhoff rió sofocadamente, como si tuviese reuma. Aquello era lo más cercano al humor verdadero que se podía sacar de él—. Quizá estén más enamorados que yo del cambio por cambiar, pero les diré esto: cuando tengan mi edad, también verán la estupidez del cambio cuando el estado alemán ha atravesado el período más grande y glorioso de su historia.
Con un resuello y un gruñido, se sentó. Su sillón crujió mientras su cuerpo se acomodaba en él. Susanna no podía decir por qué estaba tan decepcionada. Sabía desde hacía años que Oppenhoff era un reaccionario. ¿Por qué iba a hacerle querer llorar otro de sus discursos? O mejor aún, patearle donde más duele…
Quizá porque, a pesar de todo, había mantenido altas sus expectativas. Heinz Buckliger había hecho más por abrir el Reich que sus tres predecesores juntos. Parecía intentar hacerlo más tranquilo (y si no podía, ahí estaba Rolf Stolle). Algunos de los pueblos que el Wehrmacht había conquistado le estaban recordando a Berlín que aún recordaban quiénes eran, y que una vez fueron libres… y se estaban librando de las represalias.
Sí, la Policía de Seguridad había arrestado a Heinrich Gimpel y a las niñas, pero les habían dejado marchar. La acusación de que era judío no había procedido de nadie que lo supiera de verdad, sino de una mujer despechada. Susanna tenía problemas para imaginar a nadie persiguiendo a Heinrich hasta el punto de quererlo muerto por no tenerlo. Si solo era para darle una lección, nunca se sabría.
No obstante, la cosa era que le habían dejado marchar. En un mundo donde podía ocurrir eso, ¿qué no? La liberación de Heinrich solo conseguía que las palabras cómodas y complacientes de Franz Oppenhoff parecieran peores.
Susanna casi explotó por la tentación de echarle aquello en cara a Oppenhoff. A veces, se preguntaba con morbo cuál de los judíos que conocía era más probable que fuese capturado. Había pensado que ella misma encabezaba esa lista, solo porque tenía muchos problemas para mantener la boca cerrada cuando se ponía de los nervios. Heinrich y Lise eran más estoicos, y se negaban a dejar entrever que les molestaba lo que les rodeaba. Susanna era un montón de cosas magníficas, pero no estoica. Y sin embargo, allí se sentaba, tan segura y libre como podía estar un judío en el Reich. No, nunca se sabía.
—¿Herr Doktor profesor? —Ése era Konrad Lutze, el que había asistido con Susanna a la convención de la Asociación Medieval Inglesa en Londres (o el que había estado a punto de ir en lugar de Susanna).
—¿Sí? —Oppenhoff sonreía, benigno. Por supuesto, pensó Susanna. Lutze mea de pie. ¿Cómo va a hacer nada mal, con una ventaja como esa?
Y entonces, Lutze dijo:
—Herr Doktor profesor, ¿no deberíamos regresar a los primeros principios del nacionalsocialismo y dejar que el Volk tenga la mayor influencia posible en el gobierno del Reich? Por favor, discúlpeme, pero no veo cómo eso puede suponer algo que no sea mejorar la manera en que funciona el Reich.
El profesor Oppenhoff parecía como si acabara de darle un mordisco a una guindilla sudamericana sin esperárselo. Susanna también miraba a Konrad Lutze, pero con un tipo de asombro bien diferente. Era un estudioso mediocre. Todos en el departamento lo sabían, a excepción, posiblemente, de Oppenhoff. Siempre se lo había imaginado más como un arribista que como alguien que amara de verdad el conocimiento. Era el último hombre que había pensado que podría sacar la cabeza por encima del resto.
Y acababa de abofetear al jefe de departamento con la reforma. ¿Qué significaba aquello? ¿Que el pensamiento político de Oppenhoff era más prehistórico aún de lo que Susanna había creído? ¿Qué más podía significar?
Vuelta al trabajo. Heinrich Gimpel subió al autobús que le llevaría a la estación de tren de Stahnsdorf. Mientras estaba en prisión, se había preguntado si tendría trabajo cuando saliera. Tampoco había sido su mayor preocupación. Al lado de la sopa de fideos o de la ducha, seguir vivo pero sin empleo no parecía tan malo.
Pero aún conservaba su puesto. Nadie en las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht había dicho nada cuando fue arrestado, pero tenía la impresión de que sus superiores habían disfrutado devolviéndole su puesto, porque eso le otorgaba a las fuerzas armadas un punto en su interminable partida contra las SS.
Tres paradas más tarde, Willi Dorsch se subió al autobús. Su rostro se iluminó al ver a Heinrich. Después, con la misma rapidez, se oscureció. El asiento al lado del de Heinrich estaba vacío. Willi se aproximó, dubitativo. Heinrich palmeó la piel sintética para demostrarle que era bienvenido. Cuando Heinrich era un niño, la gente le llamaba a aquel material «pellejo de judío». Aquella expresión ya no se oía. Hasta el comienzo del movimiento reformista, Heinrich no había vuelto a pensar en ello. Ahora se atrevía a pensar que era una buena señal.
—Qué bueno verte —dijo Willi, estrechando su mano. Con una sonrisa triste que retorció una de las comisuras de su boca, añadió—: Creía que me romperías la crisma en cuanto me vieras.
—No es culpa tuya —dijo Heinrich—. ¿Cómo está Erika? —añadió después con cautela.
—Está… mejor. Está feliz de que las niñas estén bien. Y también de que tú lo estés. —Su sonrisa triste se hizo más triste—. Quería descubrir lo bien que podías estar, ¿verdad?
—Bueno… sí. —La voz de Heinrich se llenó de vergüenza.
—Jamás me lo habría figurado —dijo Willi—. Y tampoco me habría imaginado nunca que llamaría a la Policía de Seguridad. A veces me pregunto si la conozco. Ahora, supongo que decirte que lo siento es lo menos que puedo hacer.
Sentirlo no habría tenido importancia si los camisas negras hubieran acabado con Heinrich… y con Alicia, Francesca y Roxane. Sin embargo…
—Ya se acabó —dijo Heinrich—. En todo caso, eso espero.
—Erika también lo siente. Si no, no se habría tragado esas malditas y estúpidas pastillas. —Willi meneó la cabeza—. Jura y perjura que no pensó que irían detrás de ti y de las niñas como lo hicieron.
Heinrich se limitó a gruñir. Cuando cogió el teléfono, ¿qué había pensado Erika que haría la Policía de Seguridad? ¿Invitarle a café y pastelillos? Estaba claro que luego se había arrepentido. ¿Y en el momento? En el momento, no había duda de que había querido verlo muerto.
—¿Ahora vais a arreglar las cosas entre vosotros o seguiréis peleándoos? —Y engañándoos, añadió para sí mismo. Siempre intentaba ser educado… quizá demasiado educado para su propio bien.
Willi contestó con un encogimiento de hombros.
—No sé qué demonios vamos a hacer. Si no fuera por los niños… Pero ahí están, y no podemos fingir que no. —¿Cuánto se preocupaba de su hijo y de su hija cuando se llevaba a Ilse a almorzar y a lo demás? Puede que un poco. Los amaba. Heinrich lo sabía. Sin embargo, los amara o no, seguía haciendo lo que le venía en gana.
En la estación de tren, Heinrich sacó quince pfennigs para el Völkischer Beobachter. Willi también. Mientras Heinrich iba con el periódico hacia el andén, un pensamiento súbito le obligó a mirar al otro hombre.
—Cuando me arrestaron, ¿salió en las noticias? —preguntó.
—Ja —contestó Willi, incómodo—. Un judío en Berlín… Es decir, alguien que pensaban que era un judío en Berlín… Eso es noticia.
—¿Dijeron algo cuando me dejaron salir?
Ahora Willi lo miró como si hubiese hecho una pregunta tonta. Y así era.
—No seas tonto —dijo Willi—. ¿Cuándo fue la última vez que las SS admitieron haber cometido un error? Jamás de los jamases, eso es.
El tren paró su traqueteo. Las puertas se abrieron con un siseo. Heinrich y Willi usaron sus tarjetas en la canceladora, se sentaron uno al lado del otro y comenzaron a leer sus periódicos. Las próximas elecciones dominaban los titulares. Rolf Stolle había dado otro discurso instando al Führer a llevar la reforma más lejos, con más fuerza. El Völkischer Beobachter lo cubría en detalle, entrecomillando algunos de los pedazos más jugosos. Un año antes, aunque el Gauleiter de Berlín hubiese presumido de ofrecer semejante discurso, el Beobachter habría fingido que no.
Bajar del tren. Subir las escaleras. Subir al autobús, hacia el tráfico de Berlín. Willi miraba por la ventana y sacudía la cabeza.
—Me alegro de no conducir por aquí.
—Tendrías que estar loco para desearlo —concedió Heinrich. Pero el enjambre de coches que anegaba las calles probaba que había un buen puñado de locos.
Bajar del autobús. Subir las escaleras de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Saludar a los guardias. Tarjetas de identificación. Uno de los guardias le dio un codazo a su compañero.
—¡Oye, Adolf, mira! Gimpel ha vuelto.
Adolf asintió.
—Bien. Yo no me creía que usted fuese judío, Herr Gimpel. La Policía de Seguridad no sería capaz ni de agarrarse su culo con las dos manos.
—Aquí estoy. —Heinrich volvió a guardarse la tarjeta de identificación. ¿Qué habría dicho Adolf, de saber que sí era judío? Era obvio. Pero habían decidido que no lo era, o al menos que no podían demostrarlo. Era una mejora en la forma en que funcionaban las cosas. Cuando Kurt Haldweim era Führer, la sola sospecha ya le habría valido un viaje a la ducha.
Llegó tarde a su mesa. Los analistas y las secretarias (y también los oficiales del Wehrmacht) lo paraban en los pasillos para estrecharle la mano y decirle lo encantados que estaban de verlo. Para cuando al fin llegó caminando a su familiar mesa de metal gris, se encontraba un poco mareado. No se había dado cuenta de a cuánta gente le importaba.
Estaba a punto de sentarse en su quejumbrosa silla giratoria cuando Ilse lo vio.
—¡Oh, Herr Gimpel! ¡Estoy tan contenta de que haya vuelto! —chilló y corrió hasta él para darle un abrazo y un beso. Luego se rió—. Ahora le he manchado de carmín, como a Willi.
Willi escogió ese momento para tener un acceso de tos. Heinrich también. Ilse se dio la vuelta y le hizo una mueca a su amante del almuerzo. Sacó un pañuelo de su bolso y frotó la mejilla de Heinrich. Dio un paso atrás, le echó un vistazo, y le frotó un poco más.
—¡Eso es! Mucho mejor —dijo finalmente.
—¿Ya? —dijo Heinrich. Ella asintió. Para ella era casi como un objeto con el que tratar, como lo había sido para la Policía de Seguridad. No obstante, las atenciones de Ilse eran más placenteras.
Se fue. Heinrich se sentó. La silla crujió. Trató de recordar lo que estaba haciendo cuando los camisas negras se lo llevaron. Antes de poder siquiera acercarse a la solución, Willi se le acercó y le habló en tono jocoso:
—Intentando robarme a otra mujer, ¿eh?
Heinrich esperaba que solo se tratase de una broma.
—La única cosa que intento hacer —dijo— es meterme en mis propios asuntos y que la gente me deje en paz. Hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo difícil que era.
Willi se rió y le dio una palmada en la espalda.
—De acuerdo. Cojo la indirecta. —Heinrich no estaba seguro del todo de que así fuera. Pero su amigo (y a pesar de todo, parecía que Willi seguía siéndolo) se fue a su mesa a trabajar. Con verdadero alivio, Heinrich hizo lo mismo. Sabía que no podría avanzar mucho esa mañana. Era como volver de vacaciones: tenía que averiguar qué había ocurrido mientras estaba fuera antes de poder hacer nada útil.
Y lo que había sucedido durante su ausencia no podría haber sido más obvio si hubiese estado indicado con una placa metálica. Los americanos habían estado dando largas. Se habían tomado la política de Buckliger como una señal de debilidad. Los pagos se estaban retrasando. Las excusas eran algunas de las mentiras más claras que había visto en su vida. Al otro lado del Atlántico, estaban comprobando cuánto podían irse de rositas.
Eso es lo que parecía. Los panzers no habían arrasado el país, ni habían cercado la asamblea legislativa americana y a sus burócratas en Omaha para obligarlos a soltar lo que le debían al Reich. Haldweim habría arrestado gente. Himmler los habría tiroteado. Hasta ahora, Heinz Buckliger ni siquiera se había quejado.
Si yo estuviese al mando… Pero no lo estaba. Se preguntaba si alguien lo estaba, o si las personas por encima de él tan solo iban a la deriva hasta recibir órdenes del Führer. Con tantas preocupaciones como había en casa, ¿daría Buckliger órdenes acerca de Estados Unidos?
—¿Qué tal si almorzamos? —preguntó Willi. Heinrich levantó la vista, sorprendido. No podía ser ya la hora del almuerzo. Pero su reloj insistía en que eran las doce menos diez—. ¿El Almirante Yamamoto?
—Me parece bien. —Después del estofado de repollo de la cárcel, cualquier comida real le parecía bien. Varias comilonas en casa solo habían logrado empezar a llenar el agujero de su interior.
Tempura de camarones, buey teriyakiy un plato de rollitos berlineses aliñados con salsa de soja y wasabi sirvieron para seguir llenando el vacío. La sopa de mijo estaba incluida en el menú, lo mismo que el arroz y la ensalada de patata, que siempre le dejaba aturdido. Era una buena ensalada, pero no creía que el japonés medio comiera ensalada de patata todas las noches… o alguna noche. Pero el Almirante Yamamoto no era el único restaurante japonés de Berlín que incluía ensalada de patata en sus menús, así que quizá se equivocara. Lo más probable era que los dueños de los restaurantes supieran qué era lo que más le gustaba a su clientela.
Como siempre, la mayoría de los clientes preferían el Almirante Yamamoto. Atraía a gente de todas las agencias gubernamentales en un radio de varios kilómetros, además de empleados de hoteles, dependientas e incluso los ocasionales turistas japoneses ávidos del sabor del hogar y que descubrían que el restaurante ofrecía… algunos de ellos.
Heinrich comía, con bastante torpeza, usando los palillos. Bebía una excelente cerveza de trigo, que le iba genial a aquella comida tan especiada. Y escuchaba las conversaciones de las mesas adyacentes. Las mesas estaban tan juntas que no podía evitar escucharlas. Una de las cosas que oía una y otra vez era:
—¿A quién vas a votar?
Para su asombro, una vez escuchó a un soldado de la división Waften-SS Leibstandarte Adolf Hitler preguntarle eso a un compañero. Se quedó más pasmado aún cuando el segundo contestó:
—¿Yo? A Stolle. ¿A quién, si no? —El joven y rudo guerrero ario lo dijo como si no hubiese otra opción posible aparte de la del Gauleiter radical de Berlín. Y el primer hombre asintió, claramente de acuerdo con él.
—No estaba muy seguro de qué pensar de todo este asunto de las elecciones —dijo Heinrich—. Sin embargo, parece que todo el mundo está muy emocionado.
—Seguro —dijo Willi—. Yo estoy tan sorprendido como tú, quizá más. Y una vez que se cuenten los votos, sé de algunas personas que lo estarán más. —Dibujó con los labios el nombre de Lothar Prützmann, pero no lo dijo en alto. No en un restaurante lleno de extraños.
—Puede que alguien más se sorprenda. —Heinrich formó con la boca el nombre del Führer y Willi asintió—. No creo que esperara que Rolf se hiciera tan popular en tan poco tiempo.
—Aun así —dijo Willi—, los dos deberían ser capaces de trabajar juntos. Van en la misma dirección. No es como el otro tipo, el que quiere atrasar el reloj.
—No, claro que no. Eso espero —dijo Heinrich—. La única cosa que me preocupa es lo que ocurriría si uno de ellos se pone celoso del otro. —Sí, no decir nombres era una buena idea. Unos pocos meses antes, Heinrich no se habría atrevido a hablar de las rivalidades del Partido en un lugar público, con o sin nombres. En los tiempos en que Kurt Haldweim era Führer, habría sido muy cauteloso al hacerlo incluso en privado.
Como siempre, Willi tenía más atrevimiento que él (también, es cierto que Willi no había sido arrancado de su mesa por la Policía de Seguridad).
—Buckliger debería gobernar por sí mismo el Reichstag —dijo Willi—. Si no, de esta manera, Stolle podrá decir: «A mí me ha elegido el Volk, pero, ¿quién te eligió a ti?». Si las elecciones se producen de verdad, eso podría ser importante. Y mucho.
—Tienes razón —dijo Heinrich. Willi podría no darse cuenta de algo como que su mujer ande detrás de otro hombre, pero se le escapaban muy pocas cosas cuando se trataba de política.
Y cuando Heinrich trató de pagar la cuenta, Willi no se lo permitió.
—La próxima vez vale, pero no justo después de que la Policía de Seguridad te haya soltado. No hace falta que me demuestres que no eres un judío tacaño. Me lo creo.
—Muy amable —dijo Heinrich. Willi rió por la ironía de su voz. Pero las palabras de Heinrich llevaban más ironía de lo que Willi imaginaba. Era genial que Willi creyera que no era judío cuando en realidad lo era. Si Willi (o cualquier otro) estuviese convencido de que lo era, ahora no estaría lleno de comida japonesa. Se lo habrían cargado, y también a sus hijas.
Willi se puso de pie.
—¿Volvemos? —dijo—. Sé que lo estás deseando, con todo lo que tienes atrasado.
Heinrich se levantó también.
—No me importa —dijo. Willi puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza ante aquella poca devoción por el trabajo. Sin embargo, Heinrich lo decía en serio. No se moría por volver a la oficina, aunque, como había pensado un momento antes, se estaría muriendo (o estaría ya muerto) si no pudiese volver. Dada esa cruel elección, sentarse en una mesa y sumar enormes columnas de números no parecía tan malo.
La clase de Alicia Gimpel salió al patio para comer el almuerzo y jugar. Iba a salir con los demás chicos y chicas cuando el profesor la llamó por su nombre. Se detuvo.
—¿Qué ocurre, Herr Peukert? —preguntó.
—Solo llevas dos días de vuelta al colegio, Alicia —dijo—. No tienes por qué trabajar tan duro para recuperar las tareas perdidas.
—¡Pero quiero quitármelas de encima! —exclamó Alicia—. Así no tendré que preocuparme más por ellas.
—Yo no me voy a preocupar por ellas ahora, o no mucho —dijo Herr Peukert—. Eres una buena estudiante y has demostrado que puedes entender las materias. Eso es lo que importa de verdad. —Vaciló antes de continuar—. Y no es que no pudieras evitar estar ausente, no con lo que te ha sucedido. Estoy muy contento de que estés de vuelta.
—Gracias, Herr Peukert. Yo también estoy muy contenta —dijo Alicia—. ¿Está seguro de que todo va bien con las tareas? No me importa hacerlas. —Como su padre, estaba encantada de tener la oportunidad de trabajar.
—Sí, estoy seguro. —El profesor volvió a dudar. Finalmente, asintiendo para sí mismo, preguntó—: ¿Te ha dado alguien la lata con lo de…, lo de dónde has estado, y por qué?
—No, señor —respondió Alicia, lo cual no era estrictamente cierto. Wolf Priller y un par de los otros chicos la habían molestado, pero no había sido para tanto. Al menos, nada que sintiera que debía denunciar—. Pero… —Ahora fue ella la que hizo una pausa.
—¿Pero qué? —preguntó Herr Peukert—. Los cargos de los que se te acusó eran serios, pero falsos. Ahora que se ha demostrado que no era cierto, la gente no tiene nada que echarte en cara. ¿Comprendes?
—Ja, Herr Peukert. —Alicia lo habría dejado estar si su profesor no hubiese sonado tan enfadado al pensar que alguien podría estar molestándola. Sin embargo, siendo así, añadió—: No soy yo, señor… Es mi hermana.
—¿Le están causando problemas algunos de los estudiantes de la clase de tu hermana? —Peukert parecía más enfadado aún—. ¿Quién es el profesor de tu hermana? Nos encargaremos de esto.
El corazón de Alicia dio un vuelco. Deseó haber mantenido la boca cerrada.
—Francesca está en… eh… la clase de Frau Koch, señor. —Estuvo a punto de decir «la clase de la Bestia»—. No obstante, los niños y niñas no le están dando ningún problema. Es… es Frau Koch. —Esperó a ver si se caía el cielo.
—Oh. —La palabra sonó tan pesada como el plomo al salir de la garganta de Herr Peukert—. Eso es… una desgracia, Alicia. Lo siento. No sé qué hacer con eso. No sé si puedo hacer algo. Algunas personas… Algunas personas no son razonables acerca de ciertas cosas. Está… mal cuando esas personas están a cargo de otras, pero a veces ocurre.
—No es justo. No está bien —dijo Alicia—. No debería decir esas cosas. Papá no es judío, lo que quiere decir que ni mis hermanas ni yo somos Mischlingen —parte de eso era verdad, en cierto modo. Francesca, Roxane y ella no eran Mischlingen, sino judíos de pura raza. Sin embargo, Alicia sabía lo que tenía que decir.
Herr Peukert parecía preocupado.
—Si quieres, Alicia, hablaré con la directora. Pero he de decirte que no sé cuánto bien podrá hacer eso, ni si lo hará. Dentro de las aulas, los profesores hacen lo que creen conveniente, mientras enseñen lo que tienen que enseñar. Y sé que Frau Koch ha estado en esta escuela mucho tiempo, mucho más que la directora.
El profesor esperó. Alicia necesitó unos pocos segundos para comprender lo que le estaban diciendo. Si él hablaba con la directora, la directora podría decirle a la Bestia que se portara mejor con Francesca. Sin embargo, eso no quería decir que Frau Koch fuese a cumplir la orden. Podría actuar de manera más miserable que nunca, para hacerle pagar a Francesca su intento de meterla en problemas. Conociendo a la Bestia, eso es justo lo que haría.
—Entonces, quizá sea mejor dejarlo estar —dijo Alicia, a regañadientes.
—Creo que estás siendo inteligente. —Su profesor parecía aliviado.
Alicia no se sentía inteligente. Se sentía como un trapo. Era el equivalente a no encararse con alguien en el patio aunque tuvieras razón, solo porque te partiría la cara si lo intentases. A veces había que tomar decisiones como esa. Cuando te convertías en adulto, por lo que había visto, había que hacer elecciones así todo el tiempo. No importa lo que estuvieras haciendo, no puedes estar seguro de que era lo correcto. A veces, no existía la decisión correcta.
—¿Por qué no sales a jugar, Alicia? —dijo Herr Peukert—. Este asunto de tu hermana se solucionará por sí solo tarde o temprano.
—Tarde o temprano —repitió Alicia con tono pesaroso. Cuando un adulto decía eso, quería decir «temprano». Cuando lo escuchaba un niño, oía «tarde». Por lo que Alicia sabía, no existía un puente que cruzara el abismo entre generaciones.
Se fue. Emma Handrick y Trudi Krebs la saludaron. Se acercó a ellas y comenzaron a charlar. Todo era bastante parecido a como habría sido si los camisas negras no se la hubieran llevado. Bastante parecido…
Sin embargo, incluso mientras hablaba con sus amigas, parte de su mente seguía mascando lo que Herr Peukert le había dicho sobre la Bestia. Algunas personas no son razonables acerca de ciertas cosas. Está mal cuando esas personas están a cargo de otras, pero a veces ocurre.
Hablaba de Frau Koch. No se había referido a otra cosa, Alicia lo sabía. Pero no podía evitar pensar que aquellas palabras se aplicaban al primer Führer tan bien como a la Bestia.
—Oh, gracias, Frau Stutzman —dijo el doctor Dambach cuando Esther le dejó una humeante taza de café encima de la mesa. El pediatra tomó un sorbo y luego la miró—. Parece estar contenta esta mañana.
—¿Sí? —dijo Esther. Su jefe asintió. Ella se encogió de hombros y sonrió—. Bueno, quizá sea así. Es un bonito día, ¿verdad?
Dambach volvió a asentir.
—Pues sí. Sin embargo, he visto de él más de lo que quería en realidad.
—¿Y eso? —Esther sabía que se suponía que tenía que decir algo así.
—Ya ve —respondió Dambach—. Quería llegar aquí temprano para poder leer algunas revistas médicas que se me han acumulado —tenía un montón de ellas encima de la mesa y un escalpelo para rasgar las páginas que no venían cortadas de la imprenta—, pero me metí en un atasco, así que no he llegado más que cinco minutos antes de lo normal.
—Qué contratiempo —dijo Esther—. ¿Qué ocurría? ¿Había algún herido?
El doctor Dambach sacudió la cabeza.
—No era un accidente. Era una manifestación política, ¿puede usted creerlo?
Hasta hacía no mucho, Esther no habría sido capaz de creerlo. Las únicas manifestaciones permitidas habían sido las organizadas por el gobierno, y habrían sido anunciadas con antelación. Alguien con la eficiencia del doctor Dambach habría sabido que se celebraba una y habría escogido una ruta que no estuviera bloqueada. No obstante, las cosas habían cambiado.
—¿Quién se manifestaba? —preguntó Esther.
—La gente a favor de ese fraude gordinflón que es Stolle —respondió Dambach—. El tipo está fuera de sí. Si quiere saber mi opinión, alguien que ve tan mal tiene que ir al oftalmólogo. ¿O cree usted que me equivoco? —Moduló la última pregunta con el aire de alguien que de pronto se percata de que la persona con la que está hablando puede estar en desacuerdo con él.
—Ya se lo he dicho antes, en realidad no le presto demasiada atención a los políticos —dijo Esther—. Creo que todo el mundo sabe cuáles son nuestros problemas. Si las elecciones pueden ayudarnos a librarnos de algunos de ellos, bien. Y si no… —se encogió de hombros— pues nada, eso es todo.
—Tiene una actitud sensata —dijo el pediatra—. La mayoría de las personas son estúpidas. Esperan el sol, la luna y las estrellas de ese nuevo Reichstag. ¿No ven que la mayoría de los miembros serán los mismos viejos sinvergüenzas que han estado gobernando tanto tiempo? No se convertirán en ángeles solo porque la gente escriba una equis al lado de sus nombres.
—Supongo que no. —Esther prestaba más atención a los políticos de lo que dejaba traslucir. También tenía más esperanzas depositadas en las elecciones de lo que demostraba. Quizá fuera esa esperanza la que le hizo añadir—: ¿No se supone que es la conciencia esa pequeña vocecilla que te advierte de que alguien te está vigilando? Quizá los Bonzen se comporten mejor cuando comprueben que la gente puede echarlos en caso contrario.
—Quizá. —Estaba claro que el doctor Dambach lo dijo solo para ser amable—. Mi suposición es que celebrarán esta elección, y quizá otra más, y después de olvidarán otra vez. Y volveremos a dormir durante otros setenta u ochenta años.
—Bueno, puede que tenga razón. —Esther se retiró hasta el puesto de recepcionista con prisa. El cinismo de su jefe era como una cosechadora rodando sobre los frágiles tallos de su optimismo, segándolos. Puede que Dambach tuviese razón. Toda la historia del Reich confirmaba que la tenía. Pero a Esther eso no le gustaba.
Se mantuvo ocupada con las facturas. Mientras tuviese que pensar en ellas, no tendría que preocuparse de nada más. Irma tendría que haberse ocupado de la facturación más de lo que lo había hecho la tarde anterior. Enfurecerse con ella también mantuvo a Esther alejada de los pensamientos políticos.
Y luego los pacientes y sus padres (como siempre, madres en su mayoría) empezaron a entrar. Nadie podía exaltarse con Rolf Stolle, Heinz Buckliger o Lothar Prützmann si tenían los gritostle los bebés como música de fondo. Ese día, el estruendo parecía más un alivio que una distracción. Las llamadas de teléfono también la tuvieron ocupada. Cuanto más tenía que hacer, menos tiempo tenía para preguntarse si las reformas de Buckliger no serían más que maquillaje nuevo sobre la misma cara del Partido de siempre.
Las madres charlaban en la sala de espera, aunque gracias a los niños solo podía oírlas a medias. Aguzó el oído cuando surgió el nombre de Rolf Stolle. Sin embargo, la mujer que lo mencionó no estaba hablando de política, o no exactamente. Si lo que decía era cierto, Stolle le había tirado los tejos a su hermana. Por lo que Esther había oído, su hermana estaba lejos de ser la única.
—Eso no está bien —dijo otra madre. Su bebé le lanzó un golpe a las gafas. Bloqueó el pequeño brazo con la facilidad que da la práctica de alguien que lo ha hecho muchas veces antes—. Eso tampoco está bien, cariño —le dijo al niño, y luego volvió a la política—. Sin embargo, aunque se le vayan los ojos detrás de cada falda que ve, él no enviará a los camisas negras a echar abajo tu puerta en mitad de la noche. ¿Qué tiene más importancia?
—A veces necesitamos a la Policía de Seguridad —dijo otra mujer—. Mira ese judío al que encontraron hace poco. ¡En estos días, en esta época, un judío paseándose por Berlín! Si eso no te atemoriza, no sé qué lo haría.
Todas las mujeres de la sala de espera asintieron. Esther también tuvo que hacerlo. Alguien podría estar vigilándola, investigándola. El arresto de Heinrich había salido en los periódicos, la radio y la televisión. Nadie había dicho una palabra en público sobre su liberación. En lo que a la gente respecta, los camisas negras habían hecho su trabajo: mantener Berlín y el Reich Judenfrei y a salvo de toda clase de Untermenschen. La gente opinaba que ese era un trabajo muy importante.
La gente no sabía tanto como creía. Esther deseó poder decírselo. Pero no la escucharían, excepto aquellos que informarían a los secuaces de Lothar Prützmann. Estaba muy mal. Malo, pero real.
Una mujer salió de la sala de examen llevando de la mano a un niño rubio de cuatro años. Esther concertó una cita de seguimiento para la semana siguiente y luego llamó a una de las mujeres de la sala de espera.
—Ya puede hacer entrar a Sebastian, Frau Schreckengost.
—¡Ya era hora! —bufó Frau Schreckengost—. Mi cita era para hace quince minutos.
—Lo siento mucho —mintió Esther. Frau Schreckengost, una mujer de aspecto descontento y desagradable, era la que había dicho que Alemania necesitaba a la Policía de Seguridad—. El doctor Dambach tiene que concederles a sus pacientes tanto tiempo como necesiten.
—Y hacerme esperar a mí —dijo Frau Schreckengost. En lo que a ella concernía, el mundo giraba a su alrededor y todos los demás estaban allí puestos para bailar en su honor.
Y si eso no la convertía en la típica persona alemana, Esther no sabía qué otra cosa sería.
Susanna Weiss puso las noticias. Había calculado la hora a la perfección. Las imágenes de los créditos de inicio estaban desapareciendo para dar paso al rostro de Horst Witzleben.
—Buenas noches —dijo el presentador—. El Führer entregó hoy su voto por correo para el escaño de su distrito electoral, al igual que su esposa. —El televisor mostraba a Heinz Buckliger y a su mujer, una rubia escuálida llamada Erna, entregándole unos sobres sellados a un oficial uniformado que parecía un tanto abrumado por toda aquella atención puesta sobre él.
—Los votos por correo —continuó Witzleben— son necesarios porque los Buckliger no estarán en Berlín para las elecciones de la próxima semana. Se van de vacaciones a la isla croata de Hvar. A excepción de un encuentro ceremonial con el Poglavnik de Croacia, no tienen citas en su agenda para el período de tiempo que pasen fuera, aunque se espera que el Führer ofrezca algún comentario sobre los resultados de las próximas elecciones.
Volvió a desaparecer. Esta vez, la imagen cambió al aeropuerto de Tempelhof, donde se mostraba a los Buckliger subiendo al Luftwaffe Alfa. El enorme jet especialmente modificado recorrió la pista de despegue y ascendió pesadamente en el aire. Como era normal, los cazas lo escoltarían hasta su destino.
—En otro orden de cosas —dijo Horst Witzleben—, el Gauleiter de Berlín continúa haciendo un llamamiento por la aceleración de la reforma. —Allí estaba Rolf Stolle, dando gritos a unos cientos de personas en la pequeña plaza donde se hallaba la residencia del Gauleiter, desde el balcón de la segunda planta. La imagen le pareció a Susanna una parodia del Führer dando un discurso para decenas o cientos de miles de personas en la plaza Adolf Hitler.
Pero, según se dio cuenta al observar un poco más, no era solo una parodia. También era un mensaje, uno espinoso. Al levantar su puño y lanzar sus arengas desde su pequeño balcón con los barrotes de hierro pasados de moda (algunos de ellos hasta roñosos), Stolle había logrado una auténtica conexión humana con su público. Ningún Führer desde Hitler había sido capaz de eso. El Reich y el Imperio Germano se habían vuelto enormes, sobrecogedores. Por la naturaleza de su trabajo, el Führer hablaba con la gente de arriba a abajo. Rolf Stolle les recordaba lo que echaban de menos.
Desde luego, si alguna vez se mudaba al palacio del Führer, tendría que comportarse como Himmler, Haldweim y Buckliger antes que él. Comportarse de esa forma era parte de lo que suponía ser Führer. Quizá Stolle no se había dado cuenta aún. Quizá sí, pero no quería que nadie más lo hiciera. Susanna se preguntó qué sería más peligroso.
La noticia del Gauleiter tuvo menos tiempo en el aire que la del Führer. Horst Witzleben cambió pronto a la dramática escena de un accidente industrial en Saarbrücken. Un helicóptero sacaba a un obrero de lo que parecía un mar de llamas. Más de una docena de otros alemanes no había tenido tanta suerte.
—Además de los arios, un número indeterminado de Untermenschen también perecieron —dijo Horst, y continuó con la siguiente historia.
Trabajadores procedentes de Polonia, Rusia, Ucrania, Serbia o Egipto, que no habían tenido la suerte de ser escogidos para alimentar hornos, limpiar tanques químicos o hacer cualquier otra tarea demasiado dura o desagradable para los arios, y que la realizaban hasta caer muertos en lugar de ir directamente a las duchas… Ese era su epitafio: una frase en las noticias nocturnas. Era más de lo que conseguiría nunca la mayoría de los de su raza.
Con un escalofrío, Susanna apagó el televisor. Si hubiesen decidido que Heinrich era judío, habría necesitado un milagro para conseguir que le enviaran a uno de esos trabajos mortales. Probablemente, los mandamases le habrían dado el pasaporte y habrían seguido con sus asuntos. Y no había duda de lo que les habría sucedido a las niñas. Eran demasiado jóvenes para hacer cualquier trabajo útil, por tanto…
—Por tanto —murmuró Susanna. Entró en la cocina y se sirvió dos dedos de Glenfiddich en un vaso. Casi se lo bebió de un trago, aunque hacer eso era un desperdicio para un güisqui escocés de malta. ¿Hielo?, se preguntó, y sacudió la cabeza. Ya tenía suficiente frío en su interior. Sorbió el güisqui con sabor a turba. Su calidez, maldición, no llegaba donde tenía más frío.
Eso no le impidió renovar su copa un poco después. Si bebes lo suficiente, levantas una barrera contra los pensamientos. No solía sentirse tentada a emborracharse, pero aquella frase desprovista de pasión en las noticias lo había conseguido. Heinz Buckliger hablaba de denunciar y acabar con los abusos. ¿Había siquiera empezado a enterarse de cuáles eran todos los abusos de Reich? Susanna había empezado a tener la esperanza de que sí. Ahora, todas sus dudas volvían a salir a flote.
Sonó el teléfono. Su mano se agitó (no lo suficiente, por fortuna, para derramar el güisqui).
—¿Quién será? —le preguntó a Dios. Dios no estaba escuchando. ¿Cuándo fue la última vez que Dios escuchó a un judío? Volvió a sonar. Caminó hacia el teléfono y lo cogió—. ¿Bitte?
—¿Profesora Weiss? Uh… ¿Susanna? —Al otro lado de la línea, un hombre que parecía nervioso.
—¿Sí? ¿Quién es? —No era un estudiante, fuese quien fuese. Ningún estudiante habría tenido el valor de llamarla por su nombre de pila, ni siquiera de modo vacilante.
—Soy, Konrad Lutze, Susanna.
—¿En serio? —dijo ella—. Vaya, qué sorpresa. ¿Qué puedo hacer por ti, uh, Konrad? —Tuvo casi tantos problemas para emplear el nombre de pila de él como al revés.
Se preguntaba de verdad qué quería. ¿Algo que ver con su trabajo? ¿Con el de él? ¿Con la política del departamento? Ella siempre intentaba mantenerse al margen de esta última, tanto como podía. ¿Con la política nacional? Si pensaba que iba a ponerse a hablar de eso por teléfono, aquel hombre tenía que estar un poco loco. Estaba bastante segura de que hacerlo no era precavido.
Pero después de un par de toses vacilantes, él dijo:
—Me preguntaba, bueno, si te gustaría, eh, salir a cenar y al cine conmigo el sábado por la noche. Dicen que esa nueva de suspense es muy buena.
Susanna se quedó boquiabierta. Después de su desgraciada experiencia con el borracho, había maldecido para siempre a la mitad masculina de la raza humana. Siendo ella lo que era, los candidatos elegibles eran pocos y no muy apropiados, y no había creído que aquel fuese apto después de descubrir lo que bebía. Además, había estado casado y era padre de un bebé. Algunas personas no eran tan quisquillosas como ella. Según había oído, seguía bebiendo como un pez.
¿Por cuánto tiempo se había extendido aquel silencio? Lo bastante para que Konrad Lutze dijera:
—¿Hola? ¿Todavía estás ahí?
—Estoy aquí —respondió—. Solo que… me has sorprendido, eso es todo.
—¿Qué me dices? —preguntó—. Tendríamos cosas de qué hablar. No sería tan malo… ¿sabes lo que quiero decir? Si saliera con alguien a quien acabo de conocer, y ella dijera: «¿A qué te dedicas?», y yo le respondiera: «Soy profesor de inglés medieval en la Universidad Friedrich Wilhelm», ¿por dónde seguiríamos la conversación después? Sus ojos se apagarían. Nunca he conocido a una enfermera, a una bibliotecaria o a una dependienta que supieran nada acerca de Pedro el labrador o de Sir Gawain y el caballero verde.
—Eso me lo creo. —Reírse habría sido descortés, a pesar de lo mucho que Susanna quería hacerlo. Ser judío le hacía sentirse sola en el mundo, pero apenas se le habría ocurrido que ser profesor de literatura inglesa medieval pudiera ser parecido. Creía a Konrad Lutze. No había muchas personas normales a las que les importara Pedro el labrador.
—¿Te parece bien, entonces? —En ese momento, parecía ansioso hasta casi rozar el patetismo.
¿Me parece bien, entonces?, se preguntó Susanna. De vez en cuando, los judíos se enamoraban de gentiles. La mayoría de ellos dejaba de ser judíos de manera casi tan completa como si los camisas negras se los hubiesen llevado. Una cena y una película no eran enamorarse, no por sí solas. Pero, por la forma en que Lutze hablaba, él esperaba que las cosas salieran bien. Y Susanna no estaba interesada en nada que tuviese visos de volverse serio.
¿No lo estaba? ¿Podría imaginarse siquiera ir en serio con un gentil? (Si podría ir en serio con Konrad Lutze parecía una cuestión totalmente diferente y más sencilla).
—Yo… lo siento, Konrad —se oyó decir—. Me temo que tengo otros planes esa noche.
—Ya veo —dijo él, apesadumbrado—. Bueno, siento haberte echo perder el tiempo. Espero no haberte molestado. Buenas noches. —Colgó.
Lo mismo hizo Susanna. Parte de ella sentía como si estuviese pasando una prueba, quizá la más dura a la que se había enfrentado jamás. El resto… Llenó su vaso de Glenfiddich y lo apuró de un trago como si fuese matarratas. Dos o tres minutos después, volvió a hacerlo.
Su cabeza empezó a dar vueltas. No le importaba. Esa noche, habría sido buena compañía para el borracho al que había echado. Mañana se sentiría en el infierno. Eso estaba bien. Ahora también le parecía estar allí.
Otra vez el Almirante Yamamoto. Una gran fuente de rollitos berlineses, arenques, cebolla, algas y arroz. Wasabi para acompañarlo todo. Cerveza de trigo para pasarlos. Imperfectamente japonés. Perfectamente rico.
El lugar estaba lleno, como siempre. Heinrich y Willi se sentaban en una mesa diminuta apoyada contra la pared. Burócratas y soldados. Hombres de las SS y Bonzen del Partido. Hombres de negocios y turistas. Secretarias y dependientas. La radio de fondo. Nadie le prestaba atención. Nadie era capaz, porque no se oía nada aparte del follón de la gente charlando.
Después de un bocado de tempura de gambas, Willi dijo:
—Esto supera con creces a lo que te daban hace poco, ¿eh?
Heinrich lo miró. Lo intentó, pero no encontró ninguna ironía. A regañadientes, luchando por no creérselo, decidió que Willi lo decía como un simple comentario, no como un chiste o una burla. Nadie más podría haberlo dicho así. Heinrich asintió.
—Pensé en eso la última vez que estuvimos aquí. Puedes jurar que sí. Vaya si puedes.
Un Hauptsturmführer de las SS que estaba un par de mesas más allá rió con estruendo por algo que había dicho uno de sus subalternos. Agitó una jarra en el aire para que se la rellenaran. Willi alzó una ceja.
—Bastardo ruidoso. Incluso en medio de este jaleo, es un bastardo escandaloso.
—Ja. —Heinrich miró al tipo. Le había visto antes. Aún más, lo había oído antes, en ese mismo lugar—. La última vez que estuvimos aquí al tiempo que él, estaba despotricando contra la primera edición. Me pregunto qué piensa ahora, con las elecciones a pocos días.
—¿Es el mismo capitán? —Willi trataba de mirarlo disimuladamente—. Por Dios, creo que tienes razón. Todos esos Schweinehunde de las SS me parecen iguales. —Dijo esto último en voz muy baja. Podía despreciar a los camisas negras, pero no quería que ellos lo supieran. Todo el mundo que no estaba dentro despreciaba a las SS. Casi nadie se atrevía a decirlo en alto en un lugar donde pudiese oírlo cualquiera que no fuese un amigo de confianza.
¿Sigo siendo un amigo de confianza para Willi?, se preguntó Heinrich. Cuando se trata de los chicos de Lothar Prützmann, supongo que lo soy… Después de todo, me metieron en prisión. En lo referente a Erika… En lo referente a Erika, si no volvía a poner los ojos sobre ella, fantástico.
El Hauptsturmführer apuró su jarra de cerveza. Uno de los descerebrados que estaban con él dijo algo que Heinrich no pudo captar. El oficial asintió. Poniendo acento de culebrón japonés, dijo:
—¡Si quielen una elección, que se vayan a un plostíbulo!
No hizo el más mínimo esfuerzo por bajar la voz, y después siguieron unas carcajadas como aullidos. Sus secuaces también creían que era muy divertido.
—Una gente encantadora —murmuró Willi, una vez más en voz tan baja que solo Heinrich pudo oírle.
—¿Verdad que sí? —concedió Heinrich—. Demuestran la seriedad con la que se toman la consecución de la reforma del Führer.
Ni sus palabras ni las de Willi parecían irrespetuosas con las SS. Si alguien estuviese grabando en secreto su conversación, pasarían un mal rato demostrando sus intenciones irónicas… a menos que también grabasen el chiste del Hauptsturmführer. Aun así, podría pensar que aprobaban lo que había dicho el oficial. Decir una cosa y querer decir otra era un arte que la gente del Gran Reich Alemán aprendía desde muy joven.
No es que los hombres de las SS tuviesen que preocuparse de tales cosas. Desde luego, la mayoría de lo que decían era del tipo de: «Voy a golpearte la nariz y no puedes hacer nada al respecto». Cuando ese era el mensaje, la sutileza perdía su sentido.
Un par de oficiales del Wehrmacht se pusieron en pie y se marcharon. Las miradas que lanzaron al Hauptsturmführer habrían derretido el titanio. Pero ni siquiera ellos tuvieron el valor de enfrentarse a él directamente.
El tipo se dio cuenta. Se rió. Dijo algo a los demás hombres de las SS que estaban en su mesa. Para Heinrich, parecían cornejas negras picoteando el cuerpo de algo que pronto estaría muerto. Sus uniformes negros realzaban el parecido. ¿Y qué tipo de muerte prematura anticiparían los camisas negras con tanto júbilo? A Heinrich solo se le ocurría una cosa: la muerte de la reforma, de la oportunidad de expresar el pensamiento propio, de la posibilidad de recordar el pasado como era en realidad, de la ocasión de no repetir los mismos errores.
Se estremeció, aunque era un cálido día de primavera y el atestado restaurante irradiaba calor. Acabó lo que le quedaba de cerveza casi tan rápido como el Hauptsturmführer había hecho con la suya. Luego sacó su cartera y dejó dinero suficiente para pagar la factura.
—Venga —le dijo a Willi—. Salgamos de aquí.
Willi apenas se había acabado el almuerzo. Empezó a decir algo, seguramente mordaz. Pero lo que vio en el rostro de Heinrich le hizo cambiar de idea.
—Dame medio minuto —fue toda la protesta que ofreció. Devoró su último camarón rebozado en menos de lo que había prometido. Masticando aún, se puso en pie—. De acuerdo. Estoy listo.
—Gracias —dijo Heinrich una vez que estuvieron en la acera.
—No te preocupes. —Con un gesto de la mano, Willi descartó las palabras de gratitud de Heinrich.
Caminaron hacia la parada de autobús. Después de unos pasos, Heinrich preguntó:
—¿Por qué ya no discutes conmigo?
—¿Me tomas el pelo? —dijo Willi—. Parecías estar caminando sobre tu propia tumba. Ibas a salir pitando de allí aunque yo no te hubiera acompañado. Así que supuse que sería mejor salir. —Hacía que las cosas parecieran sencillas. Siempre lo hacía, fuesen sencillas o no.
—Gracias —dijo Heinrich otra vez. Después de unos pocos pasos más, añadió—: No era mi tumba… pero casi.
—¡Venga, Heinrich! —dijo Lise—. ¿Quieres llegar tarde al trabajo? —Miró escaleras arriba. Alicia, Francesca y Roxane deberían haber bajado a desayunar. Aún no lo habían hecho. Lise alzó los brazos—. ¿Es que todo el mundo quiere llegar tarde hoy?
—Voy, voy —dijo su marido. Dejó su taza de café, le dio a su mujer un beso rápido y lleno de cafeína, cogió su maletín y corrió hacia la puerta principal—. ¡Adiós, niñas! —gritó mientras se iba.
De la segunda planta solo llegó silencio. Sin embargo, dos minutos más tarde… Lise decidió que lo que bajaba por las escaleras no podía ser una manada de búfalos, lo cual significaba que tenían que ser sus hijas. Irrumpieron en la cocina. Por la forma en que comían, parecían no haberse alimentado desde hacía seis u ocho semanas. Huevos, beicon, rollitos dulces… ¿Dónde se lo metían todo?
—Debería quitaros los zapatos para ver si escondéis el desayuno ahí —dijo Lise. Las niñas le hicieron muecas. El tiempo que habían pasado en aquel orfanato no parecía haberles hecho daño. Francesca y Roxane seguían estando seguras de que se había cometido un error. Alicia sabía la verdad, aunque no pudiese admitirlo con sus hermanas delante. Sin embargo, era lo bastante joven para tener más resistencia que la mayoría de los adultos. Y era lo bastante joven para que la muerte no le pareciese tan real, lo que siempre ayudaba.
Lise deseaba poder decir lo mismo. Ella había muerto diez mil veces antes de que su marido e hijas volvieran a casa.
Entonces, Roxane corrió escaleras arriba con un gemido de consternación:
—¡Olvidé hacer la tarea de aritmética!
A diferencia de sus hermanas, esas cosas le ocurrían de vez en cuando. Esta vez, al menos, recordó haberse olvidado.
—¡Hazlo deprisa! —le gritó Lise—. Tienes que coger el autobús.
—Nosotras podemos irnos, mamá —dijo Francesca.
—No, esperad a vuestra hermana. Tenéis tiempo. —Lise miró el reloj del fogón—. Espero que lo tengáis. Será mejor que no tarde mucho. —Otra mirada al reloj. ¿Por qué las mañanas no podían ser más tranquilas? Porque entonces no serían mañanas.
—Puede hacer parte de la tarea en el autobús —sugirió Alicia.
—Deja que haga todo lo posible en su habitación —dijo Lise. A Roxane le gustaba charlar con las amigas mientras iban y venían de la escuela. Siempre estaba hablando de quién había dicho qué. Una vez fuera de casa, ni siquiera la amenaza de meterse en un lío la detenía a la hora de hacer lo que le apetecía—. ¡Deprisa, Roxane!
—¡Me estoy dando prisa! —Aquel fue un grito de desesperación.
Justo cuando Lise estaba a punto de subir por su hija menor, Roxane bajó dando saltos.
—Vale. Estoy lista. —De nuevo era todo sonrisas.
—Por el amor de Dios, intenta acordarte de hacer las tareas cuando se supone que debes —dijo Lise. Roxane asintió, solemne. Ahora se portaría bien… hasta la próxima vez que no. Después, tendrían que volver a pasar por esto. Bueno, ¿y qué?, pensó Lise. Al lado de ser arrestada y asesinada, olvidar la aritmética no es para tanto, ¿verdad?
Besos por todas partes. Si los de Lise eran más sentidos de lo que habían sido antes de que las niñas fueran arrestadas… bueno, pues lo eran. Alicia, Francesca y Roxane seguro que no notaban la diferencia. Despedidas. Las niñas salieron por la puerta. Allí estaba Emma Handrick, saliendo de su casa calle arriba. Si ella no iba tarde, sus hijas tampoco. Y no lo iban.
Lise cerró la puerta. Silencio repentino en el interior de la casa. No solo silencio…: paz. El tiempo parecía ralentizarse después del frenético alboroto de lograr que su familia saliera hacia el trabajo y la escuela. Ahora podía prepararse otra taza de café, sentarse y escuchar música durante un rato. Podía y lo haría. Después de media hora o así, con sus propias baterías recargadas, podría enfrentarse a las cosas que tenía que hacer hoy.
Mucha leche y mucho azúcar en el café, un vals de Strauss en la radio, un par de zorzales y un mirlo dando saltitos en el patio trasero, a la caza de gusanos… No estaba mal. Habría sido mejor si no hubiese pasado por el terror anterior, pero no estaba nada mal.
Y entonces el vals desapareció. No había terminado. Tan solo se había parado en mitad del movimiento. Le siguió casi un minuto de silencio. Estas cosas no solían pasar.
La música volvió, pero seguía sin ser el vals desaparecido. Se trataba de «Deutschland über Alles». Pisándole los talones, Canción de Horst Wessel. La efímera sensación de paz de Lise se había hecho pedazos mucho antes de escuchar el segundo himno nacional. No se había tratado de un error de la estación de radio. Algo había salido mal, muy mal, algo en el ancho mundo.
La segunda canción se acabó. Después de otro período de silencio, la voz de un hombre salió al aire:
—La siguiente información de importancia capital procede del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán.
¿Qué demonios es el Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán?, se preguntó Lise. Nunca lo había oído. El gobierno tenía nueve millones de comités, oficinas y comisiones diferentes, así que tampoco era tan extraño, pero si no era importante, ¿qué hacía en la radio?
—El Führer, Heinz Buckliger, ha enfermado en la isla de Hvar —dijo el hombre—. Como resultado de su enfermedad, ya no tiene la capacidad de gobernar nuestro amado Reich. Ante tales condiciones de emergencia, un Comité de Estado administrará los asuntos gubernamentales.
Lise frunció el ceño. Aquello sonaba a… Pero no podía ser. Nadie desde la Noche de los Cuchillos Largos, hacía más de setenta y cinco años, había intentado hacerse así con el poder.
El locutor prosiguió:
—Nos acercamos a un momento crítico para el futuro de la Vaterland y de nuestro Volk. Un peligro mortal se cierne sobre nuestra gran Vaterland. La política de las así llamadas reformas, promulgada por iniciativa de Heinz Buckliger y supuestamente designada para asegurar el desarrollo dinámico del Reich, ha acabado de hecho en un callejón sin salida. Este es el resultado de acciones deliberadas por parte de aquellos que se saltan las leyes del Gran Reich Alemán con el fin de dar un Putsch inconstitucional y reunir todo el poder personal en sus manos. Millones de personas exigen ahora duras medidas contra esta ilegalidad flagrante.
—Du lieber Gott! —exclamó Lise. Quien fuese que estaba en el Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán, lo decía en serio.
—Por orden del Comité de Estado, los ciudadanos del Reich han de mantener la calma —dijo el locutor. Si aquello no era una orden diseñada para extender el pánico, Lise no sabía qué otra cosa podía ser—. La celebración de reuniones, procesiones, manifestaciones y huelgas está verboten. En caso de necesidad, se impondrán un toque de queda y patrullas militares. Las instalaciones económicas y del gobierno más importantes quedarán bajo la vigilancia de las SS, que se mantienen leales a los ideales del Estado incluso en estos tiempos de corrupción.
¡Ajá!, pensó Lise. Ahora se hacía una buena idea de quién estaba tras el Comité y el Putsch.
—Se tomarán medidas decisivas para detener el avance de rumores subversivos, las acciones que amenacen con quebrar la ley y el orden y con crear tensión, y la desobediencia a las autoridades responsables de instaurar el estado de emergencia. —¿Qué pensaría el locutor de las palabras que tenía delante? ¿Estaría a favor del Putsch? ¿Lo odiaría? Leía como una máquina, de manera monótona y mecánica—. Se establecerá un control sobre todas las estaciones de radio y televisión. En este momento, sirve como Führer interino del Reich y del Imperio Germano Odilo Globocnik…
—¿Quién? —Lise no había oído de él más que del Comité de Estado para la Salvación del Gran Reich Alemán. Su nombre ni siquiera parecía alemán.
—Quien previamente ha servido al Estado como alto comisionado de Asuntos Ostland —había estado al cargo de asesinar eslavos, en otras palabras. ¿Y ahora traían su talento al propio Reich? Lise se estremeció. La diferencia entre lo malo y lo peor es mucho mayor que la diferencia entre lo bueno y lo mejor. Mucho, mucho mayor.