12

Herr Peukert estaba hablando sobre números negativos cuando una empleada de la secretaría entró en el aula y lo llevó aparte para hablar con él. Alicia estaba encantada con la pausa. La cabeza le daba vueltas. ¿Cuando sumabas números negativos en realidad estabas restando, y cuando restabas números negativos estabas sumando? Sonaba a locura, por no decir embrollo.

—¿Qué? —exclamó sorprendido el profesor, que había estado hablando en voz normal. La oficinista asintió y murmuró algo más. Herr Peukert sacudió la cabeza. La de la secretaria volvió a asentir. El profesor suspiró y se encogió de hombros.

—¡Alicia Gimpel! —dijo.

Alicia se puso en pie de un salto.

Ja, Herr Peukert?

—Por favor, ve a la secretaría con Fräulein Knopp. Ha pasado algo.

Jawohl, Herr Peukert. —Alicia se preguntó qué ocurría. Sonaba como si su madre necesitara sacarla de clase por una u otra razón. ¿Se había olvidado mamá de decirle que tenía cita con el dentista, o algo así? Por lo general, se le daba muy bien recordar todo tipo de cosas, pero se había olvidado alguna vez.

El modo en que Fräulein Knopp la miró todo el camino hacia las oficinas le generó más preguntas. Cuando casi estaban allí, la oficinista le preguntó:

—¿De verdad que lo eres?

—¿De verdad soy, qué? —replicó Alicia. Pero no obtuvo respuesta.

Cuando llegaron a la secretaría, Alicia se asombró al ver que Francesca y Roxane estaban allí. Parecían sorprendidas de verla. Roxane le preguntó:

—¿Tú también tienes problemas?

—No creo —dijo Alicia.

—Si te traen aquí, es que tienes problemas. —Roxane hablaba con la experiencia que le daba el haber cometido más diabluras que las otras dos hermanas juntas.

Fräulein Knopp entró en la oficina interior, la de la directora. Alicia le oyó decir:

—Ya están todas.

Pero la directora, una mujer seria de pelo cano llamada Frau Fasold, no salió. Lo hicieron media docena de hombres con uniformes negros. Uno de ellos tenía un mostacho gris que le hacía parecer el jefe. Él fue el que habló:

—Vendréis con nosotros de inmediato, niñas, hasta que esta cuestión se aclare.

Roxane no era de las que se dejaba intimidar, ni siquiera por un enorme oficial con uniforme atemorizante. Echó la cabeza atrás para poder mirarlo a los ojos y dijo:

—¿Qué cuestión? —De pronto, Alicia estuvo terriblemente segura de saber la respuesta.

El oficial dijo la peor cosa del mundo:

—La cuestión de si vuestro padre, Heinrich Gimpel, es judío, y de si vosotras tres sois Mischlingen de primer grado, sujetas al mismo castigo que los judíos de sangre sin mezcla. —Sujetas a ser disparadas, gaseadas o lo que nos apetezca hacer con vosotras, quería decir.

Un grito de horror emergió en la garganta de Alicia. Pero antes de poder dejarlo libre y descubrirse del todo, Francesca gritó primero y su chillido fue de pura furia:

—¡Eso es mentira! —Continuó, con el mismo volumen alto—. ¡No somos malditas, malolientes, narigonas, mentirosas, embaucadoras y apestosas judías! ¡Ni tampoco papá! ¡Y tampoco diga que lo es! —Y le propinó una patada en la espinilla al oficial de la Policía de Seguridad.

Teufelsdreck! —gritó. Echó la mano atrás como si fuera a abofetear a Francesca. Roxane le agarró y le dio un mordisco. El oficial rugió de dolor—. ¡Idiotas! —les gritó a sus hombres—. ¡Sujetadlas! —Tuvo que gritar, porque Roxane le soltó y también empezó a chillar que todo era mentira.

Aquello le mostró a Alicia qué hacer. Añadió su voz al clamor e hizo lo que pudo para zafarse y escapar antes de que uno de los hombretones la apresara.

—Cristo, lo que es seguro es que no actúan como un puñado de judíos —dijo el hombre, jadeando por el esfuerzo.

Francesca y Roxane, por supuesto, estaban convencidas de no ser tal cosa. Alicia se dio cuenta de que tenía que actuar como si tampoco lo fuese. Era la única posibilidad que ella y sus hermanas tenían…, si es que existía una posibilidad.

Frau Fasold acabó por emerger de su oficina. Presenció con mirada desaprobadora el caos producido en la oficina exterior. Meneando la cabeza, le envió al oficial del mostacho gris una mirada de hielo azul.

—En serio, mein Herr —dijo con una voz igual de gélida—. ¿Es necesario todo este desorden?

Sus maneras podían paralizar a cualquier estudiante. Pareció tener el mismo efecto sobre el hombre de la Policía de Seguridad.

—Son… eh… judías… eh… Mischlingen, ya sabe… —dijo en voz baja—. No podemos… eh… ser demasiado… eh… cautos.

—Son niñas, y excelentes, además, podría añadir —dijo Frau Fasold. Incluso en medio de su pavor, Alicia se quedó pasmada. La directora nunca había tenido una buena palabra para nadie. Frau Fasold continuó—: ¿Por qué no han traído también panzers, helicópteros y lanzallamas? Entonces podrían estar a salvo. —Solo le faltó escupir su desdén sobre la cara del camisa negra.

Este se puso colorado.

—Tenemos nuestras órdenes, señora —dijo con frialdad—. Tenemos que llevárnoslas.

—¿Ordenes de asesinar niñas? —dijo Frau Fasold—. ¿Por qué?

El oficial de la Policía de Seguridad se puso más rojo aún.

—Es nuestro deber.

—En ese caso, que Dios les ayude —le dijo la directora.

El hombre le dio la espalda, del modo en que lo haría un petulante niño de segundo curso. Pero a diferencia de un niño petulante, no se llevó un azote por ser maleducado. Alicia deseó que lo hubiese recibido. Se lo merecía. Pero nadie prestaba atención a lo que ella deseaba. El oficial del mostacho les hizo un gesto afirmativo a sus hombres.

—Lleváoslas.

Tenían sus órdenes. Las acataron. Era su deber.

Lise Gimpel acababa de llegar de la tienda cuando sonó el teléfono. Murmuró para sí misma. Había estado a punto de hacer café. El ruidoso teléfono no se callaría por arte de magia, como deseó. Se acercó a él y lo descolgó.

Bitte?

La primera cosa que oyó fue el estruendo de la bocina de un coche. ¿Le estaba gastando alguien una broma? Después, como el ruido de tráfico continuó, se dio cuenta de que la llamada era desde una cabina telefónica en la calle.

—Lise, ¿eres tú? —preguntó un hombre.

Ja. ¿Willi? —preguntó, vacilante.

—Maldita sea, ojalá no hubieras dicho mi nombre. —Sí, era Willi. Pero, ¿por qué estaba llamando desde una cabina y no desde su mesa? Antes de que la pregunta acabara de formarse en su mente obtuvo la respuesta, pues Willi siguió hablando—. Escucha, acaban de arrestar a Heinrich por… por algo completamente ridículo. Tengo que irme. Adiós. —Colgó con fuerza el teléfono. La línea enmudeció.

Como si se moviera en un sueño, Lise también colgó. Pero no era un sueño. Era una pesadilla, la peor pesadilla que podía tener. «Algo completamente ridículo» solo podía significar una cosa y para ella no era ridículo. Al igual que cualquier judío de Berlín, había ensayado aquel desastre en su imaginación, esperando y esperando no tener nunca que utilizar los planes que había hecho. Hablando de esperanza, podía que no le quedara mucha. Estarían acudiendo a por ella en ese mismo momento.

Alargó la mano hacia el teléfono. Este sonó antes de poder cogerlo. Casi dio un grito.

Bitte? —espetó. Como fuese algún estúpido vendedor que quisiera hacer que comprara alfombras…

—¿Frau Gimpel? —Esta vez era una voz de mujer, desconocida.

—Sí. ¿Qué quiere, por favor?

—Frau Gimpel, soy Ingeborg Fasold, la directora del colegio de sus hijas. No sé cómo decirle esto, pero… la Policía de Seguridad se ha llevado a sus hijas. Las acusan de ser… Disculpe por decirle esto… Las acusan de tener sangre judía… ¿Está ahí, Frau Gimpel?

—Estoy aquí. —En los oídos de Lise, su propia voz sonaba lejana, asombrosamente calmada—. También han arrestado a mi marido. Por supuesto, todo es mentira, un error. —Tenía que decir eso. Recordó que tenía que decirlo. Alguien podría estar (probablemente, así era) escuchando.

—Desde luego. —Para su sorpresa, Frau Fasold parecía decirlo en serio—. Creo que es una vergüenza y una desgracia que se llevaran a las niñas, fuese cual fuese la causa. ¿Cómo puede un niño hacerle daño a nadie? Aunque el niño fuese un Mischling, ¿cómo? No tiene sentido. Pura Quatsch. Les deseo buena suerte.

—Gracias —dijo Lise con la misma voz extraña y tranquila. Su mente corría a un millón de kilómetros por segundo. Mischlingen. Pensaban que sus hijas eran Mischlingen. Estaba segura de que habían arrestado a Heinrich como judío. Eso significaba que seguían creyendo que ella era aria. Si seguían creyendo eso, tendría la oportunidad de salvar a todo el mundo.

O quizá no ayudara en absoluto. No podía decirlo hasta que lo intentase.

—Si hay algo que pueda hacer, Frau Gimpel, por favor, no dude en pedirlo —dijo Frau Fasold.

De verdad que sonaba como si lo dijera en serio. Los ojos de Lise se llenaron de lágrimas.

Danke —susurró—. Es una acusación falsa. La rebatiremos.

—Eso espero —dijo la directora—. De nuevo, buena suerte. —Colgó.

Lise hizo lo mismo. Quizá la gente era más decente de lo que se había atrevido a soñar. Willi, Frau Fasold… Nadie tenía por qué haberle dicho nada. Ambos corrían un riesgo al coger el teléfono. Pero lo habían hecho.

Lise tenía sus propias ideas acerca de cómo y por qué habían arrestado a Heinrich. Pero descubrir si tenía razón tendría que esperar. No supondría ninguna diferencia, no cuando no tenía tiempo que perder. Era probable que los camisas negras vinieran a casa a continuación, en busca de evidencias que pudieran utilizar contra su marido. O puede que no les preocuparan las pruebas, y simplemente actuaran. Si hacían eso, Heinrich y las niñas estaban perdidas.

Así que no van a hacer eso. Tienes que pensar que no. Y si vienen en busca de pruebas, será mejor que no encuentren ninguna. No había mucho que encontrar: nada impreso en hebreo, candelabros del sábado, nada de eso. En ese momento, tenía costillas de cerdo en el congelador.

Pero estaban aquellas fotos, las que tenían por el padre de Heinrich. Lise nunca las había mirado, pero sabía dónde estaban. Mostraban el asesinato de un pueblo, primero a este lado del Atlántico, y una generación más tarde, al otro. Habrían sido ilegales en cualquier momento. Ahora eran peor que ilegales: eran incriminatorias. Heinrich las había guardado para mostrárselas a las niñas llegada la ocasión, para recordarles lo que los nazis habían hecho con los judíos que se habían entregado.

Bueno, las niñas ya no necesitarían esa clase de recordatorio nunca más. Ahora tenían uno mejor.

Sabía en qué archivador del estudio guardaba las fotos. No sabía en qué cajón ni en qué carpeta. ¿Llamarían a la puerta antes de poder encontrarlas? Esa sería la interrupción más cruel del mundo.

¡Allí estaban! Iba a llevar la carpeta de color manila a la chimenea, y luego dudó. Podrían preguntarse por qué tenía el fuego encendido, o encontrar los restos de las fotos entre las cenizas. Lise sabía que no estaba pensando con demasiada claridad. También sabía que no podía arriesgarse.

En vez de eso, se llevó la carpeta al baño del piso inferior. Empezó a romperlas en pequeños fragmentos y a tirar de la cadena. No pudo evitar ver algo de lo que estaba destruyendo. Ahí estaba, un crudo fragmento de historia, desapareciendo con cada descarga de agua. Parte de ella pensaba que no estaba bien, que debía quedar algún registro de los crímenes de los alemanes. El resto… Para cuando terminó el trabajo, temblaba y lloraba. ¿Heinrich les habría enseñado eso a las niñas? La medicina era fuerte… Demasiado fuerte, pensó.

Y no podía seguir temblando y llorando. Aunque esa parte del trabajo ya estaba hecha, tenía más cosas que hacer. Se acercó al teléfono y marcó. Sonó seis o siete veces antes de que un hombre dijera, con voz somnolienta:

Bitte?

—¿Richard? —dijo ella—. Richard, soy Lise Gimpel.

—¿Qué quieres? Me has despertado —gruñó Richard Klein.

¿Despertado? ¿A mediodía? Lise parpadeó. Luego recordó que era músico y tocaba el trombón. Los músicos tienen horarios extraños.

—Richard, necesito el nombre y el número de ese abogado que usaste el año pasado. No te lo vas a creer, pero Heinrich tiene el mismo problema que tuviste tú.

Gott im Himmel! —explotó Klein. Ya no parecía somnoliento—. Espera. Te lo busco. —Volvió al auricular un minuto después—. Se llama Klaus Menzel. Este es su número. ¿Tienes algo para escribirlo?

—Sí. —Lise anotó el teléfono.

—Buena suerte —dijo Richard—. Cuídate. Haznos saber lo que ocurra. —Todo eso eran cosas que un amigo podía decirle a otro sin descubrirse ante nadie que hubiese intervenido la línea.

—Gracias —dijo Lise, y colgó. Podía haber hecho otras llamadas: a su hermana, a los Stutzman, a Susanna Weiss, a unas pocas (¡tan pocas!) personas que conocía. Podía, pero no lo hizo. Tenía una razón plausible para llamar a casa de los Klein. No podía ponerlos bajo sospecha por hacerlo. Pero no funcionaría con los demás. No quería que la Policía de Seguridad se hiciera preguntas sobre su familia y amigos. Aunque a ella le pasara lo peor, ellos podrían seguir adelante.

Además, pronto se enterarían, de un modo u otro.

Llamó al abogado y concertó una cita a primera hora de la mañana, y obtuvo su promesa de intentar asegurarse de que no pasaría nada drástico hasta entonces. Acababa de colgar el teléfono cuando alguien empezó a golpear la puerta principal.

No necesitaba tres oportunidades para adivinar de quién se trataba. Los golpes seguían y seguían. Mientras caminaba hacia la puerta, se preguntaba si, después de todo, sería capaz de mantener la cita.

Susanna Weiss estaba sentada en su sofá, con un vaso de Glenfiddich en la mano. Tenía puesto el noticiario, pero esa noche no le prestaba atención a Horst. Bebió un largo trago de güisqui. No era el primero. Tampoco sería el último. Si por la mañana se sentía como en el infierno (y así sería, con toda probabilidad), bueno, para eso inventó Dios la aspirina.

—Heinrich —murmuró, y sacudió la cabeza con una mezcla de asombro y desesperación. Cuando Maria Klein quedó con ella para tomar algo, ya sabía que algo iba mal. Algo, sí, ¿pero eso? Volvió a menear la cabeza.

De todos ellos, Heinrich Gimpel era el último del que esperaba que fuese capturado. Él que nunca se arriesgaba, él que no parecía tener el valor de hacerlo. Ningún judío podía permitirse atraer demasiado la atención. Pero Heinrich solía salirse de su camino no solo para ser responsable y serio, sino decididamente aburrido. A veces, Susanna se preguntaba qué habría visto en él Lise, quien era bastante más animada. Supuso que tenía que haber algo más.

Y ahora, la Policía de Seguridad lo retenía. ¿Cuánto lo presionarían? ¿Hasta dónde llegarían? El Führer le había pedido información, incluso. Tenían que saberlo. Aunque fuese judío, eso tenía que contar para algo… ¿no?

Acabó la copa, se levantó y se sirvió otra. Todo dependía de cuánto supieran o de cuánto pensaban que sabían. Si estaban seguros de que Heinrich era lo que decían que era, seguirían adelante y harían lo que quisieran con él. Cuantas más dudas albergasen, más cuidado habrían de tener. Al menos, así le parecía a Susanna. No querrían arrancarle las respuestas a un hombre que podría acabar por encima de ellos algún día… ¿verdad?

Quizá no les importara. Podrían decidir que, una vez exprimido, no podría hacerles nada. ¿Quién en el Reich, en los últimos setenta años, había sido capaz de hacerle algo a la organización que ahora comandaba Lothar Prützmann? Nadie. Nadie en absoluto.

Horst desapareció. Susanna no podía recordar una sola cosa de la que hubiera hablado. Le siguió un concurso, con un presentador graciosillo y una rubia ayudante escultural. Susanna solía apagar el televisor en el instante en que terminaban las noticias. Esa noche la dejó encendida, más por tener un ruido de fondo que por otro motivo.

Las preguntas eran estúpidas. Algunas de las respuestas que daban los concursantes eran más estúpidas aún. Y la forma en que la gente saltaba y chillaba (tanto hombres como mujeres) hacía que Susanna se muriera de vergüenza ajena. ¿Éste era el Herrenvoik? ¿El material a partir del cual los nazis habían forjado un Reich que decían que duraría mil años?

—Si esta es la raza dominante, que el Señor ayude al resto del mundo —dijo Susanna. Pero, ¿qué había hecho el Señor por el resto del mundo? Regalárselo en su mayor parte a los señores alemanes, nada menos. ¿Cómo podías seguir creyendo en un Dios que hacía semejantes cosas?

Susanna bajó la mirada y descubrió que su vaso volvía a estar vacío. Eso, por fortuna, era fácil de arreglar. La sala de estar atestada de libros se tambaleó un poco cuando se levantó. Sin embargo, se abrió paso hasta la cocina y volvió sin problemas, y tampoco derramó nada de la nueva copa. En cuanto a cómo y por qué seguir creyendo en un Dios que permitía cosas tan horribles, la gente había estado luchando con eso al menos desde los tiempos de Job. Ella no iba a resolverlo en una noche de miedo y borrachera en Berlín.

Y si bebía lo suficiente, puede que dejara de preocuparle. Se dispuso a descubrirlo.

Heinrich Gimpel se sentaba en una celda que contenía un catre imposible de mover de su sitio sobre el suelo de hormigón, un lavabo, una toalla y nada más. Cada vez que se levantaba, tenía que agarrarse los pantalones. Se habían llevado su cinturón, y también los cordones de sus zapatos.

Por supuesto, lo primero que habían hecho al llevarle allí era bajarle los pantalones y la ropa interior. Gruñeron cuando vieron que estaba hecho igual que ellos. Uno dijo:

—¿Eso es todo lo que tienes?

Supuso que ese tipo de insulto era para tratar de desmoralizarlo, para que fuese carne más blanda en el momento en que empezaran a interrogarlo. Se preguntó por qué se molestaban. Ya estaba tan asustado como se podía estar. Estaba tan asustado que reconoció como un milagro menor el tener algo que mostrar ahí abajo.

No le habían pegado. Al menos, aún no. Tampoco le habían drogado. Tan solo le habían arrojado a esa celda y le habían dejado a solas. No sabía qué significaba. ¿Estarían ideando algo particularmente horrible? ¿O no estaban seguros de que fuera lo que pensaban que era?

Piensa, Heinrich, maldita sea, se dijo a sí mismo. Si podía cambiar de algún modo la situación en la que estaba, tendría que ser con su cerebro. Mas, ¿qué posibilidades había de cambiarla? Pocas, como mucho. No obstante, tenía que intentarlo.

Si de verdad fuese un goy, ¿cómo debería actuar? Seguiría asustado. De eso estaba seguro. Si no estabas asustado después de que la Policía de Seguridad te arrestase, es que estabas loco. Pero también estaría rabioso. ¿Cómo se atrevían a pensar que era un sucio judío? La rabia que generó era un sucedáneo, pero después de un rato empezó a parecer real. Se preguntó si los actores se preparaban para sus papeles de esa manera.

De momento, no tenía a quién mostrarle su excelente furia sintética. Ninguna de las celdas cercanas encerraba a nadie en su interior. No había guardias. ¿Para qué? No iba a ir a ninguna parte.

—¡Quiero un abogado! —dijo en voz alta—. ¡Esto es un estúpido montaje! ¡Traedme un abogado! —Puede que nadie estuviera escuchando. Sin embargo, no habría apostado por ello. Se supone que una prisión de la Policía de Seguridad tiene micrófonos.

Después de lo que le pareció un rato largo (ya no tenía reloj), dos camisas negras aparecieron por el pasillo. Uno llevaba un carrito de comidas. El otro, un fusil de asalto.

—Aléjate de los barrotes —ordenó este último con voz monótona. Heinrich obedeció. El hombre del carrito empujó una bandeja dentro de su celda.

—Quiero un abogado —repitió Heinrich—. Tienen que sacarme de aquí. El mismísimo Führer me consultaba.

Le ignoraron. Debería haberlo sabido. ¿Cuántos prisioneros habían visto? Miles, sin duda. ¿Cuántos habían admitido que eran culpables? ¿Uno, al menos?

Comió lo que le habían traído: un guiso de repollo con trocitos de cerdo salado (¿Se pensarían que los iba a apartar por ser judío?) y un mendrugo de pan moreno. No era tan bueno como el de la cantina del trabajo, pero no estaba mal del todo. Abrió el grifo del lavabo y bebió de la palma de su mano hasta que mitigó su sed.

Después se tumbó boca arriba en el catre y miró el hormigón áspero del techo. Esperaba que no hubiesen cogido también a Lise y a las niñas. Hizo lo que pudo por rezar, pero no le salió con facilidad. Si Dios había dejado que aquello pasara, ¿cuán fiable era Él? Pero si no creías, ¿qué sentido tenía ser judío?

Buena pregunta. No tenía respuesta. Se sentía vacío, impotente. Lo que le ocurriera ahora estaba fuera de sus manos. Esperaba que estuviera en las de Dios. Lo que sabía seguro es que también estaba en las de la Policía de Seguridad.

Se quedó dormido con las gafas puestas. No oyó al tipo del carrito retirar su bandeja, la cual había dejado junto a los barrotes. Permaneció dormido hasta que una llave chasqueó en la cerradura y media docena de camisas negras irrumpieron.

—¡En pie, Schweinehund, judío, perro maloliente! —le gritaron.

Agotado, obedeció. ¿Qué hora era? Alguna de madrugada, pensó. Tengo que seguir diciendo no. Me hagan lo que me hagan, tengo que seguir diciendo no. Si le mataban, le mataban. Con un poco de suerte (quizá con mucha), podría mantener con vida a su familia y amigos.

Los Policías de Seguridad le empujaron por el pasillo. Uno de ellos le clavó el codo en las costillas. Le dolió. Gruñó. No era un héroe del cine, de los que se ríen de las heridas que matarían a un héroe normal. Por otra parte, podían hacerle peores cosas de las que le habían hecho de momento.

«Interrogatorios», decía la placa sobre la puerta de la habitación a la que le condujeron. No era tanto como «Aquel que aquí entre, que abandone toda esperanza», pero se acercaba, en el sentido más literal de la palabra.

Le obligaron a sentarse en una silla dura y le pusieron grilletes en muñecas y tobillos. Enfocaron luces brillantes hacia su rostro. También había visto aquella escena en el cine. El héroe solía mofarse de sus atormentadores. Heinrich tenía más ganas de gritar. Consiguió mantenerse callado, lo cual podría ser la cosa más dura que jamás había hecho.

—Así que judío… —dijo una voz desde algún sitio detrás de las luces brillantes.

—¡Yo no soy judío! —exclamó Heinrich—. Jesús, ¿están ustedes locos? —Cuanto más ofendido y horrorizado sonara, mayores serían sus posibilidades… si es que tenía alguna.

Uno de los camisas negras le quitó las gafas de la nariz. Otro le abofeteó en la cara. Su cabeza se torció a un lado. Los oídos le pitaron. Parpadeó. Eso no mejoró su visión. Sin gafas, toda la estancia era borrosa.

—No escupas tus mentiras —dijo la voz—. Solo lo pondrás peor.

¿Cómo?, se preguntó lloroso.

—¡Pero se han equivocado de hombre! —gimió—. He trabajado para el Oberkommando der Wehrmacht durante casi veinte años, y…

Otro bofetón. Esta vez, su cabeza se torció hacia el otro lado.

—Echando abajo todo lo que el Reich construye —aulló la voz.

¡Un resquicio!

—¡Eso es mentira! —dijo Heinrich—. Miren mis evaluaciones, si no me creen. He servido al Reich. Jamás le he hecho mal. —Eso era cierto. Se odió al instante por esa verdad. Trabajar para el régimen, no obstante, podría salvarlo ahora. Con rapidez y desesperación, continuó—: Pregúntenle al Führer, si no me creen.

Una risa estridente que procedía del interrogador.

—Cuéntame otra, chico judío. Como si al Führer le importaran los de tu calaña.

Uno de los camisas negras que le había arrastrado hasta allí le murmuró algo al hombre detrás de las lámparas. Este último, a quien Heinrich aún no había visto, dejó escapar un gruñido. Luego cambió de tercio. Empezó a desgranar el pedigrí de Heinrich.

Ese pedigrí era, por supuesto, ficticio de principio a fin. El interrogador habría atrapado así a un montón de judíos, interrogándolos acerca de los ancestros que no tenían. Pero Heinrich era un hombre meticuloso. Se sabía los ancestros que no tenía tan bien como los que sí (quizá mejor, ya que había más información en papel de los ficticios). Tuvo que recordarse a sí mismo soltar un «no lo sé» de vez en cuando. ¿Cuántas personas podían recitar todos los detalles sobre sus tatarabuelos? No quería que los camisas negras creyeran que había memorizado una lista, aunque así hubiese sido.

Le abofetearon unas cuantas veces más. Le dolía, pero resistió. No se estaban ni acercando en su presión hasta el punto en el que podría derrumbarse. Quizá no estuvieran seguros de lo que tenían. Heinrich se aferró a aquella esperanza.

Al fin, después de lo que podría haber sido media hora o tres, el cabecilla dijo:

—Devolved a este judío a su celda. Tendremos otra charla más tarde.

Se lo llevaron. Podrían haberlo hecho sin esa promesa del interrogador. Pero no le había dicho nada a la Policía de Seguridad. Y tampoco lo habían tratado demasiado mal. Podría ser peor, pensó. Y eso es lo que hizo, en su camino de vuelta a la celda.

Alicia Gimpel envidiaba a sus hermanas. No importaba lo que las matronas nazis les preguntaran, ellas no se delatarían. Cuando negaban ser judías, lo creían desde el fondo de sus corazones. Algunos de los camisas negras recordarían cuando las sacaron de la escuela durante mucho tiempo.

Las matronas llamaban a ese lugar un orfanato disciplinario. Los demás niños allí estaban escuálidos y harapientos, pero muy limpios. El edificio al completo olía a desinfectante. Habían separado a las niñas Gimpel, quizá para evitar que construyeran juntas una historia. Para Francesca y Roxane no había ninguna historia que preparar. Estaban de verdad enfurecidas con lo que les estaba ocurriendo. Alicia tenía que fingir que también lo estaba. Si lo conseguía, tendría una oportunidad.

La pusieron en una habitación con una chica rubia de cara alargada y cabello fibroso llamada Paula.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Paula.

—No te lo creerías. —Alicia asumió que alguien estaría escuchando todo lo q ue decía.

—Ponme a prueba. —La sonrisa de la otra chica mostraba unos dientes afilados—. Yo quemé mi colegio. —Hablaba con orgullo.

—¡Guau! —Alicia no estaba segura de creerse aquello. Quizá Paula estaba fanfarroneando. O puede que estuviera intentando que Alicia hablara demasiado y se delatara. ¿Podía una niña de 10 años ser una informadora? Por supuesto que sí.

—¿Y tú qué has hecho? —insistió Paula.

—Dicen que soy judía… o que mí padre lo es, en cualquier caso —respondió Alicia. Eso era cierto: admitirlo no le haría daño.

Los ojos azules de Paula se ensancharon. Ahora fue ella la que dijo:

—¡Guau! ¡Eso es genial! No creía que quedara ninguno de los vuestros. Según los nazis, acabaron con todos vosotros. Si aún sobrevivís, eso os da más poder.

Parecía decirlo en serio. Pero, si fuese una informadora, tendría que sonar así. No puedo confiar en ella, se recordó.

—Eso es lo que dicen, pero es mentira. No lo soy, y mi padre tampoco.

—Claro que no. —La sonrisa de Paula fue de complicidad—. Tienes que decir eso, ¿no? Si dices otra cosa, o las duchas o el campo, ¿verdad?

Eso era lo que temía Alicia. Pero ni siquiera podía demostrar que ese pensamiento le había cruzado la mente.

—¡A mí no me harán eso! —exclamó—. ¡No he hecho nada y no soy lo que dicen!

—Quizá no —dijo Paula—. Qué demonios… no lo sé. Pero si deciden que lo eres, lo eres, lo seas o no. ¿Comprendes?

Se tratara de una pirómana o no, era una perfecta cínica. ¿Cuántos roces con las autoridades había tenido? ¿En cuántos de ellos había salido vencedora? Alicia se sorprendería si no fuesen unos cuantos. Pero no en todos, o no estaría allí. Alicia sabía muy bien a qué se refería. Sin embargo, tenía que fingir que no. Si había sido arrestada por algo que no era, no se le habría ocurrido ninguno de esos funestos pensamientos.

—¡No pueden hacer eso! —dijo—. ¡Está mal! —Quizá su miedo sonase a rabia. Eso esperaba, al menos.

Todo lo que Paula dijo fue:

—¿Cuándo les ha detenido eso?

Alicia no tenía respuesta, no de manera inmediata. Aquello nunca les había detenido. Pero entonces, la esperanza apareció.

—El nuevo Führer no dejará que lo hagan.

—¿Buckliger? —Paula no trató de ocultar su desdén—. Puedes esperar sentada. Lothar Prützmann se saldrá con la suya. —Podría haber estado hablando de deportes y no de política.

—¡Oh, espero que no! —dijo Alicia. Incluso eso podía haber sido demasiado, cuando la Policía de Seguridad de Prützmann la tenía en su poder. De todas formas, lo dijo. Así lo sentía. Y no podía meterse en muchos más problemas por demostrar su lealtad al Führer… ¿no?

Paula tan solo se rió.

—Espera y verás. Ya lo descubrirás. —En el corredor, sonó un timbre. Paula se puso en pie de un salto—. Eso es la cena. Vamos.

Se trataba de una triste imitación de cena: sopa de repollo, patatas hervidas y pan moreno sin mantequilla. Alicia pudo comprobar por qué Paula parecía tan flaca. Miró en derredor en busca de sus hermanas. Cada una de ellas tenía una matrona revoloteando cerca. Cuando Alicia miró sobre su hombro, también vio una detrás. Decidió no levantarse para tratar de encontrar a Francesca y Roxane. ¿Por qué darle a la matrona el placer de decirle que no podía? En apariencia, para aquellas mujeres no había mayor placer en la vida que decir «no».

—¿Cuándo nos dejarán ver a nuestra madre y nuestro padre? —le preguntó a su matrona. Se aseguró de mencionar tanto a papá como a mamá. Al parecer, nadie creía que mamá era judía. Se preguntó cómo habría pasado aquello.

La matrona frunció el ceño. Tenía un rostro alargado, severo, la cara perfecta para arrugar el entrecejo. Al final, tras una pausa pensativa, dijo:

—Bueno, querida —Alicia jamás había escuchado un «querida» más insincero—, eso depende de lo que decidan hacer con tu padre.

Quizá esperase que Alicia no entendiera aquello. Y quizá, si Alicia no hubiese sido judía, no lo habría captado. Lo era, y lo entendió, pero tenía que fingir que no era así. Si deciden que papá es ario, tú también te irás a casa. Pero si deciden que es judío, está muerto, tus hermanas están muertas y tú también.

Lise Gimpel dejó de limpiar la casa para tomar un trago de un vaso de schnapps. El sitio era un caos asombroso. Podría haber recibido la visita de un terremoto o de un huracán, en vez de la Policía de Seguridad. Habían destrozado el lugar, en busca de pruebas de que Heinrich era judío. Si no se hubiese deshecho de las fotografías, las habrían encontrado.

Su cerebro se sentía tan desordenado como la casa. Le habían rugido preguntas mientras lo tiraban todo al suelo. ¿Por qué se había casado con un judío? ¿Por qué era una puta tan sucia? ¿Creía que era más divertido chupar una polla circuncidada?

Quizá se imaginaran que iba a horrorizarse y a desembuchar sus secretos. Todo lo que consiguieron fue enfurecerla.

—¡Estúpidos y jodidos bastardos! —había chillado—. ¡Le habéis cogido! ¡Sabéis perfectamente que no está circuncidado!

No la habían arrestado. Incluso habían sido un poco más amables después de eso (no mucho más, pero un poco). No le habían sacado nada, o eso creía ella. Y estaban de un humor de perros cuando por fin acabaron de registrar la casa, así que supuso que tampoco habían encontrado nada.

Ahora… Ahora, todo lo que podía hacer era recoger las cosas. De todas formas, su propósito no había sido romperlas. Todo lo que habían hecho era tirarlas en cualquier parte. Ponerlas de nuevo en su sitio llevaría tiempo, pero podía hacerlo. ¿Qué más podía hacer, con Heinrich y las niñas encerradas? Trabajar ayudaba a mantener la preocupación a raya (una vez más, no mucho, pero un poco).

El teléfono sonó. Lise dio un salto.

Scheisse —dijo con sequedad. La última cosa que quería hacer en ese momento era hablar con alguien. Pero sabía que tenía que hacerlo. Podría ser importante. Podría ser, de modo literal, cuestión de vida o muerte. Se abrió paso entre los montones de cosas del suelo hacia el teléfono y lo descolgó.

Bitte?

—¿Lise? —Era Willi—. ¿Cómo estás? ¿Alguna noticia?

—¿Noticia? Bueno, sí. Me han puesto la casa patas arriba. Se han llevado a las niñas. Aparte de eso, todo genial.

Gott im Himmel! —soltó Willi. Por detrás, Erika preguntó qué pasaba. Willi le contó lo que Lise acababa de decirle.

—¿Las niñas? —dijo Erika—. ¡Du lieber Gott! ¡Ni siquiera había pensado en las niñas!

—Es horrible —le dijo Willi a Lise—. ¿Hay algo que pueda hacer?

—Le he conseguido un abogado a Heinrich. Espero que sirva de ayuda —contestó Lise—. Debería. Es inocente, así que no hay forma de que demuestren que es judío. —Supuso que, aparte de Willi, había más gente escuchando sus llamadas telefónicas. No habría admitido lo que era Heinrich ni siquiera con Willi a solas. Con la Policía de Seguridad pinchando la línea, no admitiría nada ante nadie.

—Animo —dijo Willi—. Mantén la frente alta y todo saldrá bien. —Parecía un hombre silbando ante la tumba.

—Gracias —dijo Lise de todas formas. Willi tenía buenas intenciones. Era probable que no le sirviera de nada a Heinrich, pero allí estaba—. Me voy —continuó Lise—. Me han dejado la casa hecha un desastre.

—Oh. De acuerdo. Cuídate. Pensaremos en ti. —Willi colgó.

Lise hizo lo mismo. ¿Pensar en mí? ¿Pensar qué, sobre mi?, se preguntó. ¿Pensar que puede que yo misma sea judía? Pero eso no era justo. Willi había hablado como tenía que hablar un amigo. Y Erika parecía horrorizada de verdad cuando su marido le dijo que la Policía de Seguridad también se había llevado a las niñas.

Son buenos amigos por llamar y pensar que Heinrich no es judío. Serían mejores aún si pensaran que es judío y llamaran de todas formas. Quizá fuese así. Pero Lise sería una estúpida si les preguntara y ellos serían estúpidos si le respondieran.

Meneando la cabeza, volvió a la tarea.

—¡Tú! ¡Gimpel! —rugió el camisa negra carcelero, y Heinrich se puso en pie y se puso firme como si estuviese en la escuela primaria. En aquel tiempo, se habría preocupado por unos azotes. Ahora, otros dos hombres de la Policía de Seguridad le apuntaban con sus fusiles de asalto. El carcelero abrió su celda y abrió la puerta—. Ven con nosotros.

Jawohl! —dijo Heinrich. ¿Otro interrogatorio? ¿Otra paliza de prueba? ¿O esta vez iban a ponerse manos a la obra de verdad?

—La manos detrás de la nuca —le dijo el carcelero cuando salió al corredor. Aturdido, obedeció. El hombre le esposó y luego le dio un empujón—. En marcha.

Acató la orden con pies ligeros a causa del miedo. Ahora no podía hacer nada con sus pantalones caídos. A ellos no parecía importarles. Le llevaron a rastras. En esta ocasión, le condujeron por una ruta diferente. No sabía si aquello era bueno o malo. El corazón le latía con fuerza. De un modo u otro, lo averiguaría.

Le llevaron a una habitación dividida en dos por un grueso panel de cristal. Una rejilla permitía hablar desde un lado con alguien al otro lado. Y había alguien esperando allí: un hombre alto, casi tanto como Heinrich, con una gran mata de cabello gris. El extraño vestía un excelente traje de raya diplomática y llevaba un maletín de piel de cocodrilo con adornos que parecían de oro auténtico.

—Tu representante. —El carcelero parecía disgustado. Ni él ni sus colegas armados mostraron ningún indicio de ir a dejar la estancia. Lo que le dijera Heinrich a su abogado, lo diría delante de ellos.

Poco le importaba. Se arrastró hasta la rejilla. Tuvo que agacharse un poco para poner su boca al lado. Tampoco eso le importaba.

—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Puede sacarme de aquí? ¿Le ha contratado Lise?

—¿Su mujer, quiere decir? Ja. Mi nombre es Klaus Menzel y no tengo ni idea de si puedo liberarle —contestó el hombre al otro lado de la rejilla—. Sin embargo, haré todo lo posible. De todos modos, cobro por horas. —Sonó tan alegre como un mercenario.

De alguna forma, aquello hizo que a Heinrich le gustara más, y no menos. Era menos posible que se tratase de un Policía de Seguridad, alguien infiltrado en el lugar para conseguir que Heinrich desembuchara. Desde luego, si querían que hiciera eso, tendrían que sacar a los guardias de la habitación.

—¿Sabe quién le ha acusado falsamente de ser judío? —preguntó Menzel. Una vez más, la forma en que planteaba las cosas animó a Heinrich. No asumía que su cliente era culpable. Al menos, no actuaba como si supusiera otra cosa.

Oírle hablar así hizo que Heinrich quisiera ayudarle. Por desgracia, no podía. Trató de extender los brazos. Las esposas no se lo permitieron.

—No tengo ni la más mínima idea. ¿Se lo dirá a usted la Policía de Seguridad?

Menzel se encogió de hombros. Los tenía anchos, además de una cintura estrecha, como si fuese un soldado retirado o, quizá más probable, un jugador de fútbol que se había mantenido en forma después de los cincuenta.

—Se supone que sí. Desde luego, no siempre hacen lo que se supone que deben. —Alzó la voz para dirigirse a uno de los camisas negras del lado del cristal de Heinrich—. ¿No es así, Joachim?

—Que te jodan, maldito impostor —respondió uno de los hombres con fusil de asalto—. Como sigas así, el Reich estará hasta el culo de narigones. Luego estudiarán leyes y te echarán del negocio. Te lo tendrás bien merecido.

Lo dijo más divertido que enfadado. Igual que el abogado. ¿Cuántas veces se habrían lanzado pullas? Unas cuantas, estaba claro.

—¿Cuándo sabrá si puede sacarme de aquí? —preguntó Heinrich.

—No estoy seguro —dijo Menzel con otra subida de hombros—. Cuando oyen que alguien puede ser judío, primero golpean y luego preguntan. Depende de lo que descubran a continuación. También depende mucho de las ganas que tengan de alboroto. Puedo prometerle la luna, pero no sé si podré hacer el reparto.

Eso no era lo que Heinrich quería escuchar. Le habría encantado que le prometieran la luna, bien envuelta y con un precioso lazo rosa. Pero, una vez más, Klaus Menzel parecía trabajar en el reino de lo posible.

—¿Qué cree usted? —dijo Heinrich.

—Lo averiguaré tan rápido como pueda. En unos pocos días, lo más probable —respondió el abogado.

—¿Está bien Lise? ¿Y las niñas?

—Su mujer está bien. Está furiosa porque destrozaron su casa al registrarla. Me gusta ella. Es buena gente y no se asusta con facilidad. —Menzel vaciló. En cuanto lo hizo, Heinrich imaginó lo que venía a continuación. Y tuvo razón—. Han cogido a sus hijas. Si usted fuese judío, ellas serían Mischlingen de primer grado y objeto de la misma sanción. —Aquella era una forma legal y poco sangrienta de decirlo. Lo que Menzel quería decir era: «también las matarán a ellas».

Heinrich gimió.

—¡No pueden!

Pero podían. Lo llevaban haciendo setenta años. ¿Por qué iban a parar ahora? Había tenido un acceso de pánico al oír que los camisas negras habían registrado la casa. Lise debía de haber conseguido deshacerse de las fotos antes de que llegaran. De otra forma, Menzel no habría conseguido hacer nada por él, ni le habrían dejado verlo. Ahora mismo estaría muerto, y sus hijas también.

—Trate de no preocuparse demasiado —dijo el abogado—. Si usted sale, las niñas también. —Y si no, ellas tampoco. Eso quedó en el aire. Pero si Heinrich no salía, moriría. Entonces tampoco tendría de qué preocuparse.

¿Resistirá Alicia? No tenía que preocuparse de las otras dos, no por eso. No sabían lo que eran. Pero si Alicia se desmoronaba, si le hacían confesar…

—Se te acabó el tiempo, Gimpel —dijo uno de los hombres de la Policía de Seguridad—. A la celda otra vez. Y en cuanto a ti, piojoso picapleitos… —Le dedicó a Klaus Menzel un gesto obsceno. Riendo, Menzel se lo devolvió.

Sacaron a Heinrich de la habitación dividida por el cristal. Se te acabó el tiempo, Gimpel. Las palabras resonaron en su mente como la campana de un funeral. Y no sería solo su funeral. También estaba el de las niñas.

No importa lo lúgubre que parezca la mañana, hay que ponerse en marcha. Eso se decía Esther Stutzman una y otra vez. Pero cuando un amigo y sus hijas estaban en manos de la Policía de Seguridad (y cuando, si les hacían el daño suficiente durante el tiempo necesario, podrían gritar tu propio nombre), esa no era empresa fácil.

Trató de seguir adelante como si no pasara nada. Cuando entró en la consulta del doctor Dambach, no dijo una palabra sobre Heinrich Gimpel. Dambach ya sabía que conocía a los Klein. Si descubría que era amiga de algún otro sospechoso de ser judío, podría empezar a formularse preguntas sobre ella. El mejor modo de mantenerse a salvo era no dejar que nadie se hiciera preguntas.

Guten Morgen, Frau Stutzman —dijo el pediatra cuando ella entró—. Iba a empezar a hacer café.

Aquellas palabras alarmarían a cualquiera.

—¿Por qué no deja que me encargue de eso? —dijo Esther con rapidez—. Así podría hacer algo más… eh… útil.

—Bueno, está bien —dijo Dambach—. Mientras usted esté aquí, empezaré a echarles un vistazo a unas revistas médicas. Con todo lo que se publica estos días, cada vez se hace más difícil estar al día.

—Estoy segura —dijo Esther—. Sí, póngase a hacer eso y yo le llevaré una buena taza de café en cuanto esté lista.

—Muchas gracias —dijo, y volvió a su despacho privado. Esther dejó escapar un suspiro de alivio: una pequeña catástrofe evitada. Si las más grandes fuesen tan fáciles de sortear…

Toda la mañana consistió en una pequeña catástrofe tras otra. Una a una, Esther consiguió resolverlas. Se sentía como si estuviese bailando entre gotas de lluvia sin llegar a mojarse. El doctor Dambach no tuvo siquiera idea de que se habían producido la mayoría de ellas. Parte de su trabajo consistía en evitar que tuviera que saber tales cosas.

Cuando Irma Ritter entró en la oficina a la hora del almuerzo, Esther tuvo que emplear cinco o seis minutos extra en explicarle algunas de las cosas que había en marcha.

—Has estado ocupada, ¿eh? —dijo Irma cuando acabó.

—Ha sido uno de esos días —respondió Esther. Escapó de allí y bajó hasta la parada de autobús. Cogió uno diferente al habitual: en lugar de dirigirse directamente a casa, fue hasta el Kurfürstendamm para comprar. El cumpleaños de Walther se acercaba, al igual que el aniversario de ambos.

Acababa de apearse del autobús cuando un desfile ruidoso apareció en mitad de la principal zona de compras de Berlín. Al principio, al ver las pancartas con la esvástica que algunos de los hombres llevaban, pensó que no era más que otra procesión nazi de las que detenían el tráfico. Luego se percató de que se equivocaba. Era algún tipo de procesión nazi, pero no como cualquiera que hubiese visto. Junto a las esvásticas, los manifestantes llevaban carteles con eslóganes como «¡Abajo los granujas!», «¡Candidatos reformistas para el Reichstag!» y «¡Abajo los Bonzen del partido!».

Las mujeres y hombres de la calle se quedaban mirando. Todo el mundo parecía tan asombrado como Esther de que las autoridades permitieran semejante despliegue. Pero luego la gente comenzó a vitorear y a saludar a los candidatos reformistas. Los políticos (muchos de los cuales eran, claramente, importantes hombres del Partido) devolvían los saludos.

Esther localizó a Rolf Stolle caminando en la retaguardia del desfile y empezó a comprender. Los guardaespaldas del Gauleiter eran policías de Berlín, uniformados de gris, no los habituales camisas negras. Llevaba un megáfono. Con su atronadora voz grave, apenas parecía que le hiciese falta.

—¡El Führer dice que podéis ser libres! —gritó—. Eso es bueno, porque habéis tenido demasiadas botas en la cara durante demasiado tiempo. ¡Si no me creéis, preguntadle a Lothar Prützmann! El Führer dice que podéis ser libres, sí. ¡Pero yo os digo que debéis ser libres! ¿Veis la diferencia?

Los estridentes vítores de la multitud en las aceras del Kurfürstendamm decían que sí. La gente era menos cohibida ahora de lo que había sido cuando Kurt Haldweim era Führer. Habían empezado a ver que podían decir algunas de las cosas que habían tenido en mente durante años, sin preocuparse de que la Policía de Seguridad les metiera en un coche y les arrojara a una celda o a un campo.

Pero ellos no son judíos, pensó Esther, preguntándose cómo estaría aguantando Heinrich… y si aún lo hacía. También se preguntó por Alicia. ¿Qué le harían a una niña? Nadie la había metido a ella en un coche. Eso era todo lo que sabía. De un modo importante, eso era todo lo que necesitaba saber.

—¡Las cosas parecerán diferentes una vez que elijamos un Reichstag de verdad! —bramó Rolf Stolle—. Demasiados se han salido con la suya durante demasiado tiempo. Vamos a enseñarle al mundo dónde están enterrados los cuerpos… y todos sabemos que hay muchos.

Más vítores. Más gritos. La gente alrededor de Esther alzaba sus puños al aire. Miró a Stolle. No podía estar hablando de judíos… ¿no? Hizo una mueca. Lo más probable es que no. Durante el Tercer Reich había desaparecido gran cantidad de alemanes (y de otras nacionalidades). ¿Quién iba a emocionarse ahora por millones de judíos? Seguro que nadie. Después de la Primera Guerra Mundial, ¿quién se acordó de todos los armenios muertos por los turcos? Nadie. Hitler había visto mucho y lo había anotado en Mein Kampf. Y había estado mortalmente acertado. Sí, esa era la palabra.

—Algunas personas, con sus bonitos trabajos y sus aún más bonitos uniformes, van a tener que explicar muchas cosas —declaró Stolle—. ¿Serán capaces de hacerlo? Buena pregunta. Una pregunta excelente. Descubriremos la respuesta.

Después se separó del desfile y de sus guardaespaldas y se metió entre la multitud. Con alarma en sus rostros, los policías de Berlín se apresuraron a seguir al Gauleiter. Parecía haberse olvidado de que existían. Divisó a una atractiva y alta mujer rubia en la acera. Esta chilló de sorpresa cuando él la abrazó, la besó en ambas mejillas y luego en la boca. De forma gustosa, hizo lo mismo con algunas otras libertarias a las que no podía ver.

—¡Hola! —dijo sonriendo de oreja a oreja—. Vas a votar por tu bueno y viejo tío Rolf, ¿verdad, cariño? —Por si acaso, volvió a besarla.

—Eh… ja —tartamudeó ella, tan confundida como la superviviente de un huracán. Los hombres gritaban. Las mujeres reían. Rolf Stolle no solo tenía una reputación, sino que la demostraba.

Se abrió paso con los codos desde la muchedumbre hasta el desfile que atravesaba el Kurfürstendamm.

—¡Nosotros somos el Volk! —rugió a través del megáfono—. Este es un estado Volkish. Todo el mundo lo dice, pero nadie explica lo que significa. Significa que el estado es nuestro, eso es. ¡Nosotros somos el Volk!

—¡Nosotros somos el Volk! —La gente se adhirió al llamamiento—. ¡Nosotros somos el Volk! ¡Nosotros somos el Volk!

Cuando Heinz Buckliger empezó a pedir la reforma, ¿se había esperado aquello? Mientras Esther Stutzman entraba en una mercería, meneaba la cabeza. No podía creerlo. Pero, hubiera el Führer esperado aquello o no, eso era lo que había. ¿Qué haría al respecto?

Ahora que Lise había vuelto a ordenar la casa, comenzó con las actividades de un día normal. Sin Heinrich ni las niñas, todo lo que podía hacer era estar en movimiento. Nada de lo que hacía parecía tener significado. ¿Cómo iba a tenerlo, sin la gente que se lo daba?

Preparó comida para sí misma y comió como si estuviese alimentando una máquina que necesitaba seguir funcionando. Tenía problemas para averiguar por qué necesitaba seguir adelante. Lo hacía más por si su marido y sus hijas regresaban que por cualquier razón independiente.

Fregó los platos de manera mecánica. Una vez terminada esa tarea, siguió buscando la manera de pasar la tarde hasta que fuese hora de dormir. No quería ver las noticias. De pronto, la media hora de Horst Witzleben no parecía contener más que bonitas y brillantes mentiras. Había gente por todo el Imperio Germano exigiendo su libertad, o celebrando la libertad recién ganada. Hasta hacía unos días, Lise lo habría celebrado con todos ellos. Ahora que Heinrich estaba en la cárcel y sus hijas secuestradas, las celebraciones de otras personas le parecían una burla macabra.

Limpió cosas que no necesitaba limpiar y leyó una novela a pesar de saber que se estaba perdiendo una de cada tres palabras. Cada una o dos horas, miraba el reloj de la repisa y descubría que solo habían pasado diez minutos. La mayor parte de ella deseaba estar presa con el resto de su familia. Estar libre no significaba sentirse segura. Tan solo culpable.

Cuando sonó el teléfono, dejó la novela sin una pizca de pesar. No es como si estuviese prestándole atención. Quizá fuese su hermana; Käthe le debía una llamada. Aunque la línea estuviese intervenida, las dos podrían hablar con bastante libertad. Ningún fisgón podría malinterpretar sus pausas y lamentos.

Bitte? —dijo Lise.

Guten Abend, Lise. —No era Käthe, sino un hombre. Lise solo tuvo tiempo de cambiar el mecanismo de sus pensamientos y reconocer la voz de Willi antes de que este dijera—: Lo siento mucho.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lise. Aquellas palabras, en ese momento, eran la última cosa, la última de verdad, que quería oír—. ¿Qué sabes, Willi? ¿Qué has oído? ¡Dímelo ahora mismo, antes de que viaje por la línea telefónica y te lo saque a dos manos!

Gracias a lo que parecía ser un milagro, él la entendió a la primera y no trató de hacer una broma.

—Nada sobre Heinrich… Nada, te lo juro —dijo con presteza—. Pero Erika está en el hospital. Creen que se pondrá bien, pero está allí.

—Espera —dijo Lise. Estaban sucediendo demasiadas cosas demasiado rápido… Demasiado para que ella pudiese seguirlas—. Si Erika está en el hospital, se supone que soy yo la que dice que lo siente, no tú.

—No estoy tan seguro. —Willi parecía muy triste. Y también… ¿avergonzado?

—Willi, por favor, paso a paso. Estás muy por delante de mí —dijo Lise—. Primero dime por qué está Erika en el hospital.

—Bueno, se tomó demasiadas pastillas. A propósito.

—¿Por qué demonios iba a hacer eso? —preguntó Lise con sincera sorpresa—. No porque la estés engañando por ahí, por amor de Dios. Eso no lo arreglaría. En vez de eso, te la devolvería.

Le siguió un silencio considerable. Más para sí mismo que para Lise, Willi murmuró:

—Debería haber imaginado que tú sabrías algo de eso. —Otro silencio, esta vez interrumpido por un suspiro. Se recompuso y continuó—: No te equivocas. Trató de devolvérmela, solo que no salió como ella esperaba. Ese es… parte del motivo por el que tomó las pildoras.

—Será mejor que me cuentes el resto. —Lise creía saber adonde se dirigía la conversación, pero no estaba segura y tampoco quería adivinarlo, no ahora. Sería demasiado, tuviese razón o no.

—Bueno… —Otra pausa larga—. Parece que estaba tratando de devolvérmela con… eh… con Heinrich, entre todos los del planeta.

Lise casi rió ante lo sorprendido que parecía él. Nunca había pensado en Heinrich como en un rival. Ella misma creía que su marido estaba bastante bien. ¿Por qué no otra mujer? Pero esa era una pregunta para otro momento. Todo lo que dijo en ese instante fue:

—Sigue.

—También sabías eso —dijo Willi con tristeza. Lise no lo negó—. ¿Por qué nadie me cuenta esas cosas? —se preguntó en voz alta.

—Eso ahora no importa —dijo Lise, como si hubiese muchas razones pero no hubiese tiempo para entrar en detalles—. Tan solo continúa, por favor.

—¿Supongo que Heinrich le dijo que no? —Aunque Willi pusiera una nota interrogativa al final de la frase, en realidad no parecía dudarlo. Con un suspiro, prosiguió—: A Erika… no le gusta que la gente le diga que no. Y por eso…, por eso ella… Dios, Lise, lo siento tanto… —La habitual voz alegre de Willi contenía esta vez algo que se asemejaba a un sollozo.

—¿Fue ella la que acusó a Heinrich de ser judío? —Lise no pudo detectar nada en sus propias palabras. Las palabras podrían haber salido de la garganta de alguna máquina. Había acertado, estaba segura.

—Me temo que sí —contestó Willi con desconsuelo—. Dijo algo acerca de actuar como Salomón y cortar una muñeca en dos, y que Salomón era el rey de los judíos, y que eso le dio la idea, supongo. Pero no pensó en las niñas. Cuando descubrió lo de ellas, fue cuando… hizo lo que hizo.

—Maravilloso. —La voz de Lise continuaba plana, aunque ahora ahogaba un grito. A Erika no le había importado matar a Heinrich… Diablos, había querido que muriera. Pero las niñas eran otra cosa. Qué generoso por su parte.

—Cuando esté mejor, volverá a la Policía de Seguridad y les dirá que era mentira. Juro que lo hará —dijo Willi—. Quiere hacer las cosas bien si puede.

—Maravilloso —repitió Lise, de manera tan monótona como antes.

—Todo se arreglará. De verdad. —Willi no hacía más que balbucear. Su risa era nerviosa, pero era una risa—. Sé que Heinrich no es judío… Créeme, lo sé. No me malinterpretes… pero tal y como son las cosas hoy en día, puede que a Buckliger ni siquiera le importe que lo sea. —Volvió a reír.

¿Tienes algo de sentido común en la cabeza? ¿No sabes que es probable que estén interviniendo mi teléfono? Lise no podía decirlo, porque, por supuesto, estaban escuchando. Antes de poder articular palabra, alguien llamó a la puerta principal.

—Tengo que irme —le dijo a Willi, y colgó rápido. No parecía el tipo de llamada a la puerta que solía emplear la Policía de Seguridad. Tampoco dijo nadie:

«Echaremos la puerta abajo si no nos deja entrar de inmediato». Pero no se podía estar seguro.

Con un nudo en el estómago, Lise quitó el seguro y giró la puerta sobre sus bisagras. No era la Policía de Seguridad. Era Adela Handrick, la madre de Emma, una rubia bastante rechoncha que vestía una ropa cara de colores chillones que no quedaba bien con su piel clara.

Hasta entonces, los vecinos se habían mantenido lejos de la casa de los Gimpel. Parecía que una plaga se había instalado allí.

—Hola —dijo Lise, dubitativa—. Eh… ¿no entra?

Frau Handrick sacudió la cabeza. Lise captó un rastro de algún perfume de moda.

—No, así está bien —respondió la otra mujer. Parecía nerviosa y se humedecía los labios pintados con esmero—. Solo quería decirle que Stefan y yo (Stefan era su marido) esperamos que todo salga… tan bien como sea posible. Emma también dice que quiere que Alicia vuelva al colegio.

Las lágrimas aguijonearon los ojos de Lise.

—Gracias —musitó—. Muchas gracias.

Adela reunió coraje y dijo:

—Ustedes son buenas personas. Todo el mundo en el vecindario lo sabe. Esto no es más que un montón de basura. Pero (un encogimiento de hombros expresivo), ¿qué vas a hacer? Tiene que ser cautelosa. Quizá las cosas sean mejor después de las elecciones. Aunque también puede que no.

Sugerir que podrían ser mejor era todo un milagro.

—Todo lo que quiero —dijo Lise— es que Heinrich y las niñas vuelvan a casa.

—Pues claro —dijo Frau Handrick—. Incluso aunque fuesen judíos, probablemente desearía lo mismo. ¿Quién iba a culparla? —Inclinó la cabeza—. Cuídese. —Sin más palabras, comenzó a subir la calle en dirección a su propia casa.

Lise se la quedó mirando. Willi había dicho una cosa. Ahora, ella había dicho otra. Quizá un montón de gente prestara tan poca atención a lo que les habían enseñado en la escuela acerca de odiar a los judíos como a la geometría. Mas, ¿quién podía permitirse el averiguarlo?

Alicia Gimpel siempre había sido buena recordando sus lecciones. Eso la ayudó en esos momentos. La Policía de Seguridad estaba intentando que ella admitiera que sabía que su padre era judío. No tenían una auténtica sala de interrogatorios en la inclusa. Tuvieron que hacerlo en una oficina. Una lámpara de mesa destellando en sus ojos era casi tan malo como alguna de las potentes luces que tendrían en su cuartel general.

—¡Seguro que lo sabías! —gritó uno de ellos. Golpeó la mesa con el puño. Alicia dio un salto, al igual que el flexo. El hombre tuvo que sujetarla para que no se cayera—. ¿Cómo no ibas a saber que tu propio padre es un judío apestoso?

—¡No lo es! —dijo Alicia, temblorosa—. ¡Eso es mentira, y lo sabe! —Tomó ejemplo de sus hermanas pequeñas. Ellas creían estar diciendo la verdad, lo que las otorgaba cierta ventaja. Pero ella estaba actuando por su vida. Y, aunque algunas personas no se hubiesen aprendido sus lecciones, ella sabía lo que sus profesores le habían inculcado—. Los judíos son unos tiranos que te chupan la sangre. Engañan a la gente en los negocios. Andan rondando con sus viles halagos. Siempre tratan de obtener crédito aunque no lo merezcan. ¡Eso es lo que dice Mein Kampf! ¿Acaso hace mi padre alguna de esas cosas? ¡Usted sabe que no!

—¡Jesús! —dijo un camisa negra detrás de Alicia—. Es incluso peor que las otras dos mocosas. Quizá ese hijo de puta no sea en realidad un maldito lustroso.

—¿Por qué le han arrestado entonces? —preguntó el de la mesa—. Si te arrestan, puedes apostar tu culo a que lo mereces. —Miró a Alicia con el ceño fruncido. Tenía una cara roja, regordeta, con espinillas en la nariz y entre las cejas. Sus dientes eran amarillos y su aliento apestaba a puro—. Si no nos dices la verdad, lo lamentarás.

—Estoy diciendo la verdad —mintió Alicia—. ¿Por qué no me creen? Todo lo que quiero es irme a casa. —Ahí seguro que dijo la verdad. Quería llorar, pero reprimió las lágrimas. Si llorara, sería como si la Policía de Seguridad hubiese ganado en parte.

Los camisas negras no la abofetearon, ni la pegaron, ni nada peor. Hasta donde sabía, tampoco habían hecho daño a sus hermanas. Quizás a la Policía de Seguridad no le gustaba la idea de torturar a las niñas pequeñas. Alicia tenía sus dudas al respecto. Si te unías a la Policía de Seguridad, tenías que hacer daño a la gente, ¿no? Lo más probable es que no estuviesen tan seguros acerca de papá como para emplear esa clase de diversión.

No me sacarán nada, juró Alicia. Y está claro que no sacarán nada de Francesca ni de Roxane.

Ceñudo, el camisa negra que olía a colilla de puro dijo:

—¿Qué sabes de… —miró algunas notas que tenía sobre la mesa— Erika Dorsch?

—¿Frau Dorsch? —dijo Alicia, sorprendida. Aquel era un rumbo distinto—. Los Dorsch son amigos de mamá y papá, eso es todo. —Ese tipo no podía pensar que ella fuese judía… ¿verdad?

Con una mirada lasciva, el hombre de la Policía de Seguridad preguntó:

—Esta Dorsch, ¿es una amiga realmente buena de tu viejo? —los demás camisas negras rieron. El sonido pasó de largo por la cabeza de Alicia.

—No lo sé —respondió—. Juegan al bridge juntos y hablan hasta que es tarde.

¿Bridge? —el camisa negra echó atrás la cabeza y soltó un resoplido de desdén. Tuvo que sonarse la nariz. Alicia luchó contra la repulsión. El hombre preguntó—: ¿A qué otros juegos le dan? —Sus colegas volvieron a reír.

Sin entender nada aún, Alicia se encogió de hombros.

—No sé nada de otros juegos. No sé de qué está hablando.

—Olvídalo, Hans —dijo uno de los que estaban detrás de Alicia—. Si ese bastardo de Gimpel está tonteando con ella, la niña no sabe nada.

Eso estaba lo bastante claro para que Alicia lo entendiera. Soltó un jadeo ante la idea.

—¡Papá no haría tal cosa! —exclamó—. ¡Nunca! Todos los camisas negras rieron ante aquello.

—No, ¿eh? —dijo el que la estaba interrogando—. Yo fijo que lo haría. Está para hacerle un favor. —Miró a sus colegas—. ¿Habéis visto la foto de este bombón, chicos? Rubia, atractiva, buena figura… —Sus manos describieron un reloj de arena en el aire—. Demonios, me arrastraría durante mil kilómetros sobre cristales rotos solo para dejar que se orinara sobre mi cepillo de dientes.

—¡Puag! —La voz de Alicia se alzó en un grito agudo—. ¡Eso es asqueroso! —Los hombres de la Policía de Seguridad pensaron que el horror de la niña era más divertido que el chiste de su compañero.

El interrogador también creyó que hacerle sentir asco era bastante divertido. Siguió formulando preguntas después de eso, pero ya no parecía tan vil y amenazador como antes. No era peor que ser interrogada para Herr Kessler. Me enseñó todo tipo de cosas… incluidas algunas que seguramente no tenía intención, pensó.

Aun así, sabía que jamás sería capaz de volver a ver a Frau Dorsch de la misma manera.

Por último, el hombre de la Policía de Seguridad apagó la lámpara de mesa.

—Bueno, niña, suficiente por ahora —dijo en un tono extrañamente íntimo, como si lo que habían estado haciendo les hubiera convertido en amigos. Quizá él pensaba que sí. El hombre se levantó y se estiró. Tratar de conseguir que dijera cosas que matarían a su padre (y de paso a ella) era mucho trabajo para él—. Venga, Ulf. Llévala con el resto de mocosas.

Para ti es fácil, pensó Alicia. Le habían hecho perderse la cena. No era la primera vez que ocurría. Sabía que el personal de la inclusa no le daría nada hasta el desayuno. Si no estabas allí cuando te daban la comida, era tu problema. No eran crueles de manera activa, pero no tenían flexibilidad alguna.

Se tumbó en su catre. Aunque los camisas negras no la habían pegado, se sentía pisoteada y enferma. Para Hans, Ulf y los demás, esto no era más que un juego, un juego que habían practicado cientos o miles de veces antes. La vida de Alicia estaba en peligro, y la de su padre, y la de sus hermanas, y ella lo sabía. Y no veía cómo ganar.

Paula entró en la habitación. Con un susurró casi inaudible, dijo:

—Toma. Cuando vi que no te iban a dejar venir, robé esto para ti. —Como un mago que saca conejos de una chistera, sacó dos rollitos duros de debajo de su vestido y se los dio a Alicia.

Alicia parpadeó.

—Si te cogen, te meterás en un buen jaleo.

—Bueno, entonces será mejor que destruyas las pruebas, ¿eh? —Paula no era especialmente lista, no para sacar buenas notas en el colegio. Alicia lo tenía claro. Pero la otra chica sabía lo que había que hacer, algo en lo que Alicia no podía igualarla. Siguió el consejo de Paula. Los rollitos desaparecieron en un santiamén. Sabían a aserrín, pero hambrienta como estaba, no le importó—. ¿Mejor? —preguntó Paula cuando acabó.

Ja —dijo Alicia—. ¡Gracias!

—¿Por qué? —Paula hizo un gesto de descarte con la mano—. Esos gilipollas te han hecho pasar un mal rato. Todo el mundo puede verlo. Si se estuviesen pasando con un buitre, trataría de conseguir algo de carne muerta y maloliente.

Los muelles se quejaron cuando Alicia se dio la vuelta en el catre. Se arañó con uno de ellos, así que volvió a moverse. Sacó la cabeza y movió los brazos como si fuera un buitre. Paula pensó que era divertido y enterró la cabeza en la almohada para amortiguar las carcajadas. Alicia la miró de reojo. La otra chica actuaba como si odiase al Reich, a los nazis y a todo lo que suponían. Pero si era una actuación y Alicia picaba, se arruinaría a sí misma y a toda su familia. Se dijo que no caería.

Si Paula odiaba de verdad al Reich y a los nazis… pues bien. Alicia no podía permitir entrever que ella también, excepto por arrestarla cuando no tenían motivos. Y eso, quizá, era lo más duro, lo más triste de todo.

Heinrich Gimpel estaba sentado en su celda, esperando a ver qué ocurría a continuación. Eso era todo lo que podía hacer. Aburrimiento mezclado con el terror ocasional… Así había sido su vida en prisión. Ahora podía ver cómo aquella mezcla era parte del motivo del desmoronamiento de los prisioneros. Mientras estaba sentado en el catre, podía prácticamente sentir cómo su mente deceleraba, deceleraba, deceleraba…

Y estaba mejor equipado que la mayoría para combatir el aburrimiento. Tenía una memoria excelente. Podía rememorar libros, obras y películas en su mente, y exprimir hasta el último detalle. Podía plantearse complicados problemas de contabilidad y resolverlos en su cabeza, en lugar de con una calculadora. Podía recordar la última vez que había hecho el amor con Lise, y la vez anterior, y el rápido que echaron a escondidas, y…

Podía preocuparse. Pasaba un montón de tiempo entre preocupaciones. Eso también formaba parte de dejarle allí solo. Sabiéndolo, trataba de luchar contra ello. Sin embargo, no tenía mucha suerte.

Se estaba poniendo melancólico, deseando no estarlo, cuando los guardias aparecieron en el pasillo que conducía a su celda. Uno abrió la puerta mientras los otros dos le apuntaban con fusiles de asalto. No podía entender por qué pensaban que era tan peligroso. Bajo circunstancias diferentes, sería halagador, incluso.

—Venga, tú —gruñó el guardia de la llave—. Tu abogado te espera.

Cuando Heinrich se levantó, le llegó un aroma de sí mismo. Sus orificios nasales se retorcieron. Había hecho todo lo posible por mantenerse limpio, pero no lo había conseguido muy bien. Y aún llevaba el uniforme con el que le habían arrestado. Parecía más cutre de lo que era antes.

Atravesó el corredor, aguantándose los pantalones con una mano. Al menos, aquella vez no le habían esposado. No le importaban los fusiles que apuntaban a su espalda. A duras penas podría escapar si sus pantalones se le caían en el intento. Sin los cordones, sus zapatos también le bailaban en los pies.

Klaus Menzel esperaba de pie en la habitación dividida por el cristal. El abogado llevaba otro traje que costaría lo que Heinrich ganaba en un mes. Se acercó a la rejilla y dijo:

—Tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Cuál quiere primero?

—Deme las buenas —dijo Heinrich al instante—. Hace tanto que no las oigo…

—De acuerdo. Allá van. —Menzel le contó que los cargos contra él los había presentado Erika Dorsch y que había tratado de suicidarse después de descubrir que las niñas habían sido arrestadas junto a Heinrich. Menzel añadió—: Debería haber mojado, Gimpel. No importa lo que su mujer le habría hecho después, no habría aterrizado sobre este montón de mierda. Y podría recordar el revolcón en el heno.

—Je —dijo Heinrich con voz hueca. Eso ya se le había ocurrido a él—. Dice que Erika va a ponerse bien y que va a retirar esos estúpidos cargos. —Necesitaba repetir que eran estúpidos, o era probable que los camisas negras pensaran que él mismo se los creía—. ¡Eso es maravilloso! Ahora tienen que dejarme salir, ¿no?

Lúgubre, Klaus Menzel sacudió la cabeza.

—No tienen que hacer ni una maldita cosa y ya debería saberlo a estas horas. El problema es que no se creen esta historia de la Dorsch. Creen que usted le gusta y que miente para protegerlo.

—¡Eso es una locura! —chilló Heinrich.

—Dígamelo a mí —dijo Menzel—. Pero tal y como están las cosas, no le van a dejar salir ahora mismo. No quieren parecer unos blandengues. —Arrugó la nariz, como si detectara un mal olor.

—¿Es que Prützmann…? —comenzó Heinrich.

—Yo no sé nada de política —le interrumpió el abogado—. Y si es listo, usted tampoco. —Aquel era, sin duda, un buen consejo. Con los guardias en la habitación y los micrófonos ocultos recogiendo cada palabra, decir algo malo (o cualquier cosa) sobre el Reichsführer-SS no era muy inteligente.

—Bueno, ¿qué va a hacer con todo esto? —quiso saber Heinrich. Aquella era una pregunta legítima, incluso en aquel lugar.

—Intentar hacer que vean lo que tienen frente a sus narices —respondió Menzel—. Quizá lo hagan, quizá no. De todas formas, todavía no le han dado el pasaporte. Eso es algo, créame. No recuerdo la última vez que arrestaron a alguien que pensaban que era judío de pura cepa, no un simple Mischling. Fuese quien fuese ese último bastardo, apuesto lo que sea a que no sobrevivió tanto como usted, ni de cerca. De modo que anímese y ya veremos qué ocurre.

En cuanto Menzel se apartó de la rejilla, los carceleros de la Policía de Seguridad devolvieron a Heinrich a su celda. Este se sentó, olvidado por el mundo aunque él no pudiera olvidarlo. No se lo llevaron para pegarle un tiro ni para meterlo en un campo. Ese era el único consuelo. No, tenía otro: mientras no le hicieran nada a él, tampoco se lo harían a las niñas.

Tres días después, un hombre rubio, alto y con uniforme de comandante de la Policía de Seguridad llegó hasta su celda con el celador. El oficial firmó algunos papeles y se los dio al celador, quien los leyó, asintió y abrió la puerta.

—Todo suyo —dijo.

—Bien —respondió con aspereza el oficial. Apuntó a Heinrich con un índice enguantado en cuero—. ¿Gimpel? —Heinrich asintió. El comandante le hizo un gesto perentorio—. Venga conmigo.

Tragando saliva, Heinrich fue. Había estado allí lo suficiente como para haber aprendido a temer los cambios de rutina. Rara vez, los cambios eran para mejor. Arrastró los pies, con los zapatos bailando y una mano agarrando sus pantalones. Detrás de sí, la puerta de la celda hizo un fuerte ruido metálico.

Su temor aumentó cuando el oficial le llevó por pasillos desconocidos. ¿Le darían el pasaporte allí mismo, cuando menos se lo esperaba? Se preparó para lo peor y no es que le hiciera ningún bien. Dejaron las celdas y entraron en el bloque de oficinas de la prisión. El camisa negra abrió una puerta.

—Entre aquí.

La habitación era pequeña y estaba desnuda. Las paredes eran de ladrillo encalado y el suelo de linóleo barato. Una simple bombilla lo iluminaba desde el techo. Sobre una desvencijada mesa de madera reposaba el abrigo de Heinrich, su cinturón y sus cordones, su cartera, sus llaves, su peine, su cambio en monedas… Eran los efectos personales que llevaba cuando fue arrestado.

—Arréglese —dijo el comandante de la Policía de Seguridad. Heinrich obedeció, aunque las manos le temblaban mucho. Tuvo problemas para meter los cordones en los zapatos. ¿Le dispararían «mientras intentaba escapar»? Cuando estuvo vestido, el comandante le llevó a un baño al otro lado del pasillo. Unas tijeras y una navaja de afeitar le esperaban sobre el lavabo—. Aféitese. —Lo hizo, recortando su barba con las tijeras antes de atacarla con la navaja. Afeitarse con agua fría y sin jabón era incómodo, pero lo consiguió. El comandante asintió—. Servirá.

Heinrich se sorprendió cuando el camisa negra, después de firmar más papeles, le condujo al exterior de la prisión. Se quedó pasmado cuando el hombre le llevó hasta una parada de autobús dos manzanas más allá, tan pasmado que tuvo que preguntar:

—¿Qué ocurre?

—Es libre —dijo el comandante—. Los cargos han sido retirados. Váyase a casa. Este autobús le llevará directo a la Estación Sur.

—Dios mío —susurró Heinrich—. ¿Menzel lo consiguió? —Unos pocos metros más allá, un reyezuelo que haraganeaba sobre un parterre gorjeó de manera estridente. Era la música más dulce que jamás había oído.

—¿Su abogado? —El oficial de la Policía de Seguridad echó atrás la cabeza y rió—. Bueno, él cree que sí. —Llegó un autobús. El reyezuelo se alejó volando. El comandante le guiñó un ojo a Heinrich. ¿De verdad que he visto eso?, se preguntó. De modo casual, el tipo le dijo—: Se nos puede encontrar en los lugares más extraños. —La puerta del autobús se abrió. El comandante empujó a Heinrich hacia ella. ¿Se nos puede encontrar? No querrá decir… Nunca tuvo la oportunidad de contestar. El comandante se dio la vuelta y el conductor del autobús esperaba con impaciencia. Heinrich metió su tarjeta en la canceladura. La luz se puso verde. El autobús se puso en marcha.