11

Lise Gimpel supo que algo iba mal cuando Heinrich se sirvió una buena taza de schnapps en cuanto llegó a casa procedente de la oficina. No lo hacía los días en que todo marchaba bien. En todo caso, se tomaba una botella de cerveza. Pero cuando ella le preguntó cuál era el problema, él saltó como si le hubiesen pinchado con una chincheta.

—Nada —dijo muy rápido. Demasiado rápido.

Ella hizo una pausa, preguntándose por dónde seguir (preguntándose si debía seguir). Pero lo que había dicho él y el modo de decirlo eran demasiado descarados para ignorar el asunto. Escogió sus palabras con cuidado:

—No sueles mentirme a menudo. Y cuando lo haces, no eres muy bueno.

—Oh —dijo—. Scheisse. —Apuró el schnapps de un trago. Lise parpadeó. Aquel no era en absoluto su estilo. Como prueba de ello, tosió varias veces. Sus mejillas se tornaron rosas. ¿Vergüenza o el schnapps? El schnapps, juzgó Lise. Heinrich volvió a toser, esta vez como si empezara a decir algo y se le atragantara en el último instante.

—Bueno, ¿vas a contármelo o no? —preguntó Lise.

Por alguna razón, aquello hizo funcionar a su marido, de forma diferente. Si su carcajada no fue histérica, se acercaba a eso. Finalmente, dijo:

—Supongo que será mejor. Así de paso te explicaré cómo conseguí tener esta mañana una mancha de champán en mi culo.

Ahora fue el turno de Lise de decir:

—Oh. —No sabía qué es lo que había esperado, pero fuese lo que fuese, no era aquello—. Te escucho —le dijo, lo cual no parecía entrañar riesgos.

Heinrich habló. Le llevó diez minutos y otra copa, apurada con la misma rapidez que la primera. Lise había visto y oído por sí misma parte de lo que Heinrich estaba relatando. Al mismo tiempo, no había pensado que el rumor se aplicara a él en particular, sino que había creído que Erika estaba descargando su bilis contra todo el mundo.

—Y eso es todo —finalizó Heinrich—. Esto es bastante definitivo. No creo que vaya a haber más partidas de bridge con los Dorsch, después de esto.

El bridge, en ese momento, no era lo primero en la mente de Lise.

—¿Cómo te sientes con respecto a todo este asunto? —preguntó ella.

—Encantado de que se haya terminado. —Heinrich cogió la botella de schnapps otra vez.

—Sírveme un poco a mí también —le dijo—. Si tú te has ganado tres, creo que yo tengo derecho a una. —Después de un sorbo, continuó—: Te lo has callado durante meses.

—Esperaba que todo se… tranquilizara —dijo Heinrich.

—¿Es eso lo que esperabas? —dijo Lise. Erika Dorsch era una competidora formidable. Ese frío aspecto ario, el atisbo del calor salvaje debajo… Lise tomó otro trago de schnapps, más largo que el primero. Formidable, en efecto.

—Si hubiese esperado la otra cosa, habría sido muy fácil conseguirla.

—¿Por qué no lo has hecho? —preguntó ella—. Podría haber sido la forma más fácil de salir del problema.

Heinrich sacudió la cabeza.

—Mi vida ya es lo bastante complicada. Lo es por lo que soy, por lo que ambos somos. Si crees que quiero más complicaciones encima, estás loca. Y además, te quiero.

Ella habría preferido que pusiera aquello en el orden inverso. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que eran, comprendió por qué su marido no había hecho nada. De todas formas, le siguió pinchando un poco:

—Y lo estabas pasando bomba, ¿verdad?, mientras una… una hermosa mujer se enamoraba de ti.

—Podría haberme divertido muchísimo más si no hubiese estado temiendo la muerte todo el maldito tiempo —dijo—. Es de mi vida de la que estamos hablando, la mía y la de un montón de gente. Espero no ser lo bastante estúpido como para olvidarlo todo por un revolcón. Si… —Bebió en lugar de acabar.

—¿Si qué? —preguntó Lise. Su marido no respondió. Miró por la ventana de la cocina, fingiendo no haber oído la pregunta. Lise estuvo a punto de repetirla. Pero podía imaginarse lo que se había callado. Sería algo parecido a: «Si no fuese judío, o si ella lo fuera…».

Supuso que podría enfadarse con él por aquello. Sin embargo, ¿qué utilidad tenía? Las cosas eran como eran. No había un mundo en el que Heinrich fuese un goy ni Erika una judía. Eso es bueno, pensó Lise, y se acabó su schnapps de un trago. Volvió a llenarlo.

—Nos vamos a quedar dormidos en mitad de la cena —dijo Heinrich.

—Me parece bien. Ahora mismo es la menor de mis preocupaciones —respondió Lise—. La rechazaste. Va a enfadarse mucho, por lo que has dicho. ¿Qué puede hacerte? ¿Qué puede hacernos?

—Lo he pensado —dijo Heinrich—. No veo nada. ¿Y tú? No va a derramar gasolina por la casa y prenderle fuego, ni nada parecido.

—Supongo que no —admitió Lise. Sin embargo, no dejó de preocuparse. ¿Cómo podía un judío en su sano juicio dejar de preocuparse? Si no te preocupabas, lo más seguro es que te pasara algo que te matase.

—¿Va todo bien? —preguntó Heinrich, ansioso.

—Podría ir mejor —dijo Lise, y él se estremeció. Considerando todas las cosas que podrían haber ocurrido y todo el abanico de inconvenientes que podrían haberse derivado, decidió que tenía que aplacarse—. También podría haber sido peor. Así que supongo que todo va bien. Pero si alguna otra rubia atractiva te hace el juego, puede que te interese hacérmelo saber un poco antes.

—Lo prometo —dijo él.

Ella soltó un bufido.

—O, por supuesto, puede que no quieras en absoluto que yo lo sepa. Pero espero que no sea así.

Heinrich no tenía respuesta para aquello, lo cual era, en sí mismo, tranquilizador.

Cuando Susanna Weiss vio por televisión la manifestación de los checos sin que estos fuesen arrestados, se sorprendió. Cuando vio la de los franceses, se quedó atónita. Pero allí estaban, marchando junto al Arco del Triunfo con pancartas que decían «¡Libertad, igualdad, fraternidad!». Aquel eslogan había estado prohibido durante setenta años. Desde 1940, el lema del estado francés había sido «Trabajo, Familia, Patria». Pero, aunque el lema anterior estuviera prohibido, no había sido olvidado. Ahí estaba, para que lo viera todo el mundo.

Al igual que en Praga, los policías se situaron alrededor, observando sin hacer nada. Con sus quepis redondos y planos, parecían más franceses aún que los manifestantes. Pero ellos colaboraban con el Reich con más entusiasmo que los checos… o así había sido, hasta ahora.

Para los franceses, la colaboración había supuesto la supervivencia. Para Alemania, Checoslovaquia había sido una molestia. Francia era el enemigo caído. Aplastados en 1870 y vengados en 1918, habían vuelto a ser derrotados en 1940, y no se les había permitido volver a ponerse en pie. Desde aquel día hasta este, los fascistas franceses habían tocado con la punta del pie la línea marcada por los alemanes. Todo aquel que no lo había hecho había desaparecido, generalmente para siempre. Cuando Alemania escupía, Francia nadaba. Pero mientras nadaba, respiraba, aunque fuese levemente.

Y ahora, cuando todos los que habían vivido bajo la libertad, la igualdad y la fraternidad eran ancianos de pelo cano, estos franceses (y unas cuantas francesas también) demostraban que se acordaban de ellas. Y se iban de rositas. Susanna estaba paralizada mirando la pantalla.

Horst Witzleben dijo:

—Esta demostración pacífica fue filmada por un cámara alemán. Ninguna cadena francesa cubrió la escena. El régimen francés no permitiría que sus ciudadanos se manifestaran así.

Susanna se metió un dedo en la oreja.

—¿He oído eso de verdad? —preguntó.

No había nadie más en el apartamento aparte de su gato, y Gawain, como el animal gordo y perezoso que era, dormitaba sobre el sofá, con la cola curvada sobre la punta de su hocico. Pero Susanna tenía que preguntárselo a alguien. Los alemanes habían estado burlándose de los franceses desde los comienzos del Reich, y sin duda, también después. Sin embargo, Susanna nunca había oído nada como aquello. Significaba: «Estamos yendo a un sitio nuevo, y no tenéis el valor de seguirnos».

La siguiente noticia era sobre corrupción en la Guardia de Hierro, el partido fascista romano. A Susanna no le costó creer que había corrupción en la Guardia de Hierro. Había tenido el poder durante demasiado tiempo, y la corrupción no era rara en los Balcanes (o, mejor dicho, en cualquier sitio). Cuando un grueso oficial de la Guardia de Hierro que hablaba alemán con acento de ópera bufa farfulló un desmentido, le hizo más daño a su causa que cualquier fiscal acusador.

Se preguntó si lo que vendría después del anuncio de cerveza St Pauli Girl sería también subversiva, pero no. Trataba de la selección de fútbol brasileña, una de las favoritas en el próximo Mundial. Susanna estuvo a punto de apagarlo; tenía tan solo una pizca más de interés por el fútbol que por el suicidio. Pero cuanto más miraba el reportaje, más interesante se ponía. Ahí estaban algunos de los futbolistas de más calidad en el mundo, futbolistas que se esperaba que hicieran sudar a los poderosos alemanes. ¿Eran arios? Difícilmente. Oh, algunos de ellos era obvio que tenían algo de sangre blanca. Pero en el equipo brasileño predominaban los de ancestros negros e indioamericanos.

—¿No es interesante? —murmuró Susanna. La gente del Ministerio de Propaganda trabajaba con mano izquierda. No estaban diciendo: «Mira estos mestizos brasileños. Son impresionantes de verdad, ¿eh?». En vez de eso, el mensaje era simplemente: «Este es el equipo que parece que rivalizará con Alemania». Si los telespectadores decidían que los mestizos brasileños eran impresionantes, lo hacían por su cuenta. Lo notable era que tuvieran la opción.

Heinz Buckliger había dicho con anterioridad que tenía sus dudas acerca de las doctrinas raciales de los nazis. Él y su gente estaban llevando a cabo lo que habían predicado. Presentaban a hombres negros y de piel mestiza como seres humanos.

¿Harían alguna vez lo mismo con los judíos? Susanna no pensaba apostar por ello, por un motivo. Los judíos y los arios eran enemigos naturales en el dogma nacionalsocialista, al igual que los capitalistas y los proletarios para el extinto comunismo. Otra razón era que la astucia de los judíos les hacía más peligrosos. Y, por último, se pensaba que los judíos se habían extinguido, así que ¿para qué molestarse en rehabilitarlos? Hasta la más radical de las reformas tenía sus límites.

Walther Stutzman empleaba un par de portales diferentes para acceder a las bases de datos de las SS y ver a qué se dedicaban los camisas negras. No le gustaba mezclarse con ellos. Cada vez que rebuscaba por allí, se exponía a cierto riesgo de detección, a pesar de usar las contraseñas correctas y otros programas de enmascaramiento bastante ilegales. De vez en cuando, husmeaba a pesar del riesgo. No saber lo que preparaban Lothar Prützmann y sus cohortes también era arriesgado.

Hoy a la hora del almuerzo, empezó en uno de los lugares habituales, un punto débil que había existido en el software desde que su padre lo pusiera allí. Cuando el Reich consiguiera al fin sacar el hace tiempo prometido nuevo sistema operativo, también tendría sus puntos débiles. Walther mismo había puesto algunos en el código. Entre tantos millones de líneas, ¿quién iba a encontrarlos? Uno de esos días, su hijo Gottlieb podría aprovecharlos.

Eso es lo que estaba pensando cuando empezó su viaje electrónico hacia los secretos de Lothar Prützmann. Más por hábito que por otro motivo, mantuvo un ojo en el monitor mientras investigaba. Cuando vio un grupo alfanumérico que no parecía estar en su sitio, parpadeó. Cuando vio dos, el hielo recorrió su espinazo y pulsó la tecla de abortar. Si aquello no era una trampa, entonces no había visto ninguna. Se quedó sentado, preguntándose si le habían cogido.

No lo creía. Tenía programas que camuflarían sus huellas y no había ido lo bastante lejos para ser rastreado del todo… ¿verdad? Se quedó indeciso, algo que no hacía a menudo. Después, a regañadientes, asintió para sí mismo. Solo había una manera de comprobarlo y necesitaba saberlo.

El segundo portal le gustaba menos que el primero. Estaba más cerca de un flujo atestado de tráfico electrónico. Si cometía un error, se notaría como la sangre sobre la nieve. Sería justo eso, pensó con tristeza. Y si los sabuesos también le esperaban ahí…

Su dedo se quedó sobre la tecla de aborto durante todo el proceso de entrada. Si los sabuesos hubiesen sido un poco más discretos, le habrían atrapado la primera vez. Odiaría darles otra oportunidad.

Pero, hasta donde podía decir, todo fue bien esta vez. Entró en la red de las SS sin problemas. Y una vez dentro, podía mirar el otro portal desde detrás, por así decirlo. La trampa apuntaba hacia afuera. Pensó que así sería. La gente que diseñaba trampas como esa estaba convencida de su propia astucia. No creían que nadie pudiera acercárseles por detrás.

Y de hecho, habían sido muy astutos, aunque no lo suficiente. Cuanto más estudiaba Walther la trampa, más sucia parecía. Si su primera internada hubiese ido un poco más adelante, habría sido detectado y rastreado hasta el origen, y ni uno de sus programas de enmascaramiento le habría servido. Oh, sí, la cosa tenía dientes, y muy afilados.

Se preguntó si podría extirpar esos dientes, hacer que la trampa pareciera peligrosa pero que fuese inocua en realidad. Sacudiendo la cabeza, decidió que no, al menos por el momento. Aquello no sería algo para tratar a la hora del almuerzo. Si lo intentaba, tendría que ser perfecto. El trampero volvería de vez en cuando a ver qué había atrapado. Todo tenía que parecer en orden.

Walther miró su reloj. Sí, tendría que ser en otro momento. La gente empezaría a regresar del almuerzo muy pronto. No se podía permitir el riesgo de ser visto haciendo esa clase de trabajo. Y estaba dentro a través del otro portal. Si iba a mirar en el dominio de Lothar Prützmann, tenía que hacerlo ya.

Demasiada información. No tenía tiempo para examinarla en detalle. Aquello protegía los secretos de las SS tan bien como cualquier algoritmo de encriptación, probablemente mejor. Si Walther no podía encontrar lo que estaba buscando, ¿qué importaba que todo estuviera a la vista? No podías leer lo que no podías encontrar.

Encontró pruebas de la mano de Prützmann detrás del artículo «Ya está bien» del Völkischer Beobachter. Bajo otras circunstancias, aquello le habría encantado. Tal y como estaban las cosas, se encogió de hombros. Si Heinz Buckliger no sabía ya quién había logrado que el doctor Jahnke escribiera aquello, era un idiota. En cambio, no actuaba como tal.

Sin embargo… Un mensaje revelando en qué directorio de las SS se hallaba toda la basura sobre «Ya está bien» no haría daño. Walther tenía formas de enviar semejante mensaje a través del sistema de datos sin que fuese posible de detectar. Las empleó.

Y estuvo de vuelta al trabajo en el nuevo sistema operativo en el momento en que su jefe irrumpía de vuelta en la oficina. Gustav Priepke metió la cabeza en el cubículo de Walther, vio en lo que andaba metido, y asintió con aprobación.

—Ese maldito código japonés nos va a salvar de verdad el culo, ¿verdad? —dijo.

—En cualquier caso, con él tenemos una oportunidad —respondió Walther.

—Bien. Bien. Fue una idea condenadamente buena —dijo Priepke. Walther iba a darle las gracias, pero en su lugar solo asintió. A menos que malinterpretara las señales, su jefe había olvidado de quién había sido la idea. Funcionaba tan bien, que Priepke había decidido que era suya.

De ser diferentes las cosas, Walther no le habría dejado salirse con la suya. Siendo como eran… Siendo como eran, si Priepke ansiaba fama y gloria, podía quedarse ambas. Walther no las quería. No le harían ningún bien. Cuanto menos estuviese bajo el ojo público, mejor. Y si su jefe obtenía un aumento y un ascenso, eso también estaba bien. Los Stutzman tenían de todo. No necesitaban más. Ningún judío se atrevía a ser ni a pensar siquiera como un avaro.

—Lo haremos bien —dijo Priepke, como si Walther lo hubiese negado—. Lo haremos muy bien.

—Por supuesto que sí —dijo Walther.

Cuando Gottlieb Stutzman volvió a casa después de un fin de semana al servicio de sus Hitler Jugend, a Esther le sorprendió lo moreno y musculoso que se había puesto.

—Nos meten mucha caña —dijo su hijo, rascándose el bigote. Este también era más espeso de lo que había sido un año atrás. Ya no era un niño. Se estaba convirtiendo en un hombre.

—¿Cómo es? —Esther luchó por eliminar la preocupación de su voz. Había tenido miedo desde que Gottlieb se fuera. No temía que lo hubieran cogido, al menos no más de lo habitual. Parecía ario. No estaba circuncidado. Tenía el sentido común de mantener la boca cerrada acerca de su peligroso secreto.

Pero en el lugar en el que había estado, bañado por la propaganda del estado y del Volk, ¿qué habría sido más fácil que darle la espalda al secreto? Era una carga que no tenía que llevar. Nadie tenía por qué. Si escogías olvidar que eras judío, ¿quién iba a obligarte a recordar?

El miedo de Esther aumentó cuando Gottlieb se encogió de hombros y dijo:

—No está tan mal. —Pero luego continuó—. O no lo sería, si yo no fuese diferente. —Esther dejó escapar un suspiro de alivio de todo corazón. Aceptaba la diferencia, entonces. Creía que así era, que él sería capaz, pero nunca se podía estar segura. Él la miró de manera inquisitiva—. ¿Por qué era eso?

—Solo porque… Para que no lo olvides —contestó Esther.

—Claro. —Gottlieb estaba tomándole el pelo a su madre. Como no tenía mucha práctica, no se le daba muy bien. El timbre sonó—. ¿Quién es? —preguntó mientras su madre se dirigía a la puerta.

—Alicia Gimpel —respondió Esther—. Viene a visitar a Anna y a quedarse a dormir. Quedaron en eso antes de que regresaras a casa, y ya era un poco tarde para cancelarlo. Espero que no te importe.

—¿Por qué? —Rió—. No es que vaya a hacerle ningún caso a Alicia esté o no.

—De acuerdo —dijo Esther. No había duda de que Gottlieb admiraba a las Fräulein hermosas. Por supuesto que sí. A los diecisiete, ¿qué era sino una hormona con patas? Sin embargo, no importaba quién le gustara, si era tan serio acerca de seguir siendo judío y seguir la tradición. Se casaría con otra judía. Los chicos de diecisiete años no prestaban atención a las de once, pero los de veinticuatro podrían encontrar muy interesantes a las de dieciocho. Siete años, ahora mismo, le parecían una eternidad. Para Esther, era como estar a la vuelta de la esquina.

Abrió la puerta. Allí estaban Alicia y Lise. Mientras Alicia entraba cargada con un saco de dormir, ropa de recambio y otros enseres para alguien que duerme fuera de casa, Anna bajó corriendo las escaleras para saludarla. Por encima de los chillidos, Lise dijo:

—Es una pena que no se lleven bien… Trágico, de hecho.

—Sí, ¿verdad? —dijo Esther. Ambas sonrieron. Por una vez, algo de ironía que no hacía daño. Esther hizo un gesto para que se dirigieran a la cocina—. Entra a tomar una taza de café y saluda a Gottlieb. Le han dado un fin de semana libre y ha venido a casa de visita.

Lise la siguió, pero dijo:

—Deberías haber llamado. Alicia podía haber venido en otro momento.

—No te preocupes —respondió Esther—. Gottlieb ni se dará cuenta de que está aquí. —Otro intercambio de sonrisas. Algunos de los pensamientos que se le habían ocurrido a Esther seguro que también se le habían ocurrido a Lise. Los Gimpel tenían tres hijas para casarse en el futuro. Debían de haber empezado a pensar en las posibilidades hacía tiempo.

—Dios mío, Gottlieb —dijo Lise Gimpel—. Pareces tan… esbelto.

—Más me vale —respondió con un encogimiento de sus anchos hombros—. Si no puedes hacer lo que te mandan, te hacen la vida imposible. Hay que estar en forma para que te dejen en paz.

—¿Qué te dicen ahora que hay un nuevo Führer? —le preguntó Lise.

Esta vez no se encogió de hombros, sino que se echó hacia delante. Aquello le interesaba.

—Al principio, era lo mismo de siempre, como en la escuela —dijo—. Pero desde entonces ha cambiado.

—Bueno, ¿y qué dicen hoy en día?

—Bastante sobre lo bueno que es el ejercicio y cómo haremos amigos que conservaremos el resto de nuestras vidas —dijo Gottlieb—. Menos sobre lo de convertirnos en soldados para acabar con los enemigos del Reich. Y también mucho menos sobre nuestras palas.

Esther frunció el ceño.

—¿Vuestras palas?

Su hijo asintió.

—En el Wehrmacht, es el fusil. O eso dice la gente. En las Hitler Jugend, son las palas. Tenemos que llevarlas con nosotros a todas partes. Hemos de mantenerlas limpias, la paleta y el mango. Si dejas que tu pala se oxide o la pierdes, no sé lo que te hacen. Algo horrible, eso sí. Nadie quiere descubrir el qué.

—Palas —repitió Esther. Tenía sentido, en cierto modo. Las Juventudes Hitlerianas eran una especie de ensayo para el Ejército. El que supiera cuidar de una pala y tuviese disciplina para ello, incluso aunque el acto en sí careciera de significado, aprendería rápido a cuidar de un fusil y a adquirir la disciplina necesaria. Y eso no carecía de sentido.

—Los instructores tampoco nos gritan tanto como solían —dijo Gottlieb—. Por supuesto, llevamos ya tiempo en ello. Sabemos lo que tenemos que hacer. Ya no tienen que gritarnos tanto.

—¿Qué hacéis para divertiros? —preguntó Esther.

—Pulir nuestras palas —respondió Gottlieb, inexpresivo. Esther le hizo una mueca. Él sonrió. La había tomado el pelo—. La mayor parte del tiempo, dormimos en cuanto tenemos ocasión. Nos hacen correr como posesos.

—No puedes dormir todo el tiempo —dijo Esther, aunque aquella era una asunción muy arriesgada tratándose de adolescentes.

Pero Gottlieb no lo negó.

—Leemos —dijo—. Escuchamos la radío. No hay televisión en los barracones. Jugamos a las cartas. Se supone que no podemos hacerlo por dinero, pero ya he ganado unos quince marcos del Reich, más o menos —dijo con engreimiento—. Y hay un campamento de las Bund deutscher Mädel a medio kilómetro del nuestro. Algunos de los chicos van a escondidas después de que apaguen las luces.

Ahí estaba lo que Esther había temido. Había muchos campamentos de las BdM cerca de los de las Hitler Jugend. Al cabo del año, un número sorprendente (o quizá no tanto) de chicas de las BdM acababan embarazadas.

—¿Y tú? —preguntó, con el tono tan suave como pudo. Si alguna chica no judía se ganaba su corazón, o una parte en concreto de su anatomía…

—Aún no. No creo que lo haga —dijo después de la debida reflexión, como siempre hacía Walther—. Si te pillan haciéndolo te metes en un buen lío… Es peor que perder la pala. Además, es como lo que le dije a la tía Susanna la noche que Alicia descubrió lo que era: simplemente, no sería una buena idea para mí.

Lise Gimpel sonrió. Esther le dio un beso a su hijo. Le llenó la mejilla de lápiz de labios, pero no se dio cuenta, y a él no le importó. Quería decir algo como «Eres un chico muy bueno, y estoy más orgullosa de ti de lo que puedo expresar con palabras». Lo único que la retenía era saber que cualquier chico de 17 años, al oír algo por el estilo, se consideraría desgraciado y gafado.

Por otra parte, Gottlieb no era el típico chico de 17 años. Y Gottlieb demostró sus asombrosas cualidades: sonrió.

Además de la Vicki New Orleans, que en la actualidad ocupaba un puesto de honor, el dormitorio de Anna estaba lleno de erizos: rellenos de peluche, pequeños de cerámica o bronce pintado, una lámpara de erizo con el interruptor en su pequeña naricilla negra… Incluso había erizos en sus sábanas. Alicia pensaba que era un poco excesivo, pero nunca se lo había dicho. Además, hoy tenía otra cosa en mente.

—¡Qué suerte tienes! —explotó en cuanto estuvieron a solas—. ¡Qué suerte!

—¿Y eso? —preguntó Anna—. Soy yo, la de siempre. —Nunca se había tomado a sí misma demasiado en serio.

Pero Alicia tenía la respuesta.

—Te diré el porqué: porque aquí todo el mundo sabe lo que eres. No tienes que guardar ningún secreto.

Su amiga asintió, pero luego empezó a reírse.

—No le digas eso a Gottlieb, solo te digo eso. Él lo supo durante cinco años antes de poder decírmelo, y se estaba volviendo loco. Más loco.

—Oh. —Alicia no había pensado en eso—. Bueno, ahora todos lo saben, en cualquier caso. Algunas de las cosas que dicen Francesca y Roxane me hacen desear abofetearlas, y no puedo, porque se preguntarían la razón.

—Simplemente no les hagas caso —le dijo Anna. Más fácil de decir que de hacer—. Gottlieb no me hacía caso cada vez que yo decía una estupidez como esas durante todos aquellos años. Desde luego, tampoco me presta mucha atención ahora que ya lo sé. Solo soy una niña, dice. —Su bufido trataba de expresar lo poco que saben los hermanos mayores.

Alicia no sabía nada sobre hermanos mayores… ni sobre hermanos menores, por cierto. Tampoco estaba muy interesada en aprender más. Los chicos de su clase eran de la peor clase de sabandijas: un pobre ejemplo de la mitad masculina de la especie. Cuando dijo:

—Gottlieb no es tan malo —le estaba ofreciendo a Anna una enorme concesión. Después de todo, le había conocido toda su vida.

Pero Anna también, y desde más cerca. Si ningún hombre es un héroe para su ayuda de cámara, ningún chico lo es para su hermana pequeña.

—Es… más pacífico, ahora que está la mayor parte del tiempo fuera, en las Hitler Jugend —dijo Anna.

—Pacífico —repitió Alicia. Con Gottlieb fuera, Anna tenía a sus padres para ella sola. Alicia trató de imaginar cómo sería eso. No pudo. No tenía ni dos años cuando nació Francesca. No recordaba lo que era ser hija única, y ahora nunca lo sabría. Cuando fuese mayor, sería la única que iría al campamento de las BdM. Sus hermanas pequeñas obtendrían más atención de mamá y de papá, lo cual no le parecía justo.

—Venga, hagamos esto —dijo Anna. El juego que siguió a la conversación acabó involucrando a la Vicki, varios de los erizos de peluche (incluyendo a uno grande de color rojo vivo y que tenía cuernos de demonio y cola en punta), una tormenta de nieve mágica imaginaria y el sauce que crecía justo al lado de la ventana de Anna. En verano, cuando tenía todas sus hojas, el sauce estaba lleno de pinzones y currucas cantarines. Los pájaros carpinteros picoteaban las ramas más grandes y tamborileaban mientras se abrían paso hacia los gusanos. Ahora, las ramas estaban desnudas. Sin embargo, un gorrión se posó en una y echó un vistazo al interior de la habitación con sus pequeños y brillantes ojos negros.

—¡Mira! —Alicia apuntó al gorrión—. Es un pájaro de las SS. —Quedó incorporado al juego, que hasta entonces estaba un tanto escaso de villanos.

Gruñeron cuando la madre de Anna las llamó para cenar. Frau Stutzman situó a Alicia en la mesa entre Anna y Gottlieb, del mismo modo que un ingeniero nuclear pondría cadmio entre dos placas de uranio.

—Bueno —dijo Gottlieb, con voz muy varonil—, ¿cómo te va siendo una de nosotros?

Aquella era una pregunta que Alicia no había podido oír en la mesa de la cena de su casa.

—Todo bien. Me estoy acostumbrando —dijo. Pero luego decidió que tenía que decir algo más, y añadió—: Es lo que soy, después de todo. Debo hacerlo.

Gottlieb le dedicó una repentina mirada pensativa.

—Yo también dije algo por el estilo. Sin embargo, me llevó más tiempo que a ti pensar así.

Alicia necesitó un pequeño instante para darse cuenta de que era algún tipo de cumplido. La expresión sorprendida de Anna le ayudó más que las propias palabras de Gottlieb. No tenía idea de qué hacer con los elogios procedentes de un chico de 17 años, así que no hizo otra cosa que seguir con la cena. Esta consistía en lengua estofada con patatas, zanahorias y cebollas, y le encantaba. Frau Stutzman especiaba la lengua de manera diferente a su madre, pero seguía estando muy buena.

En los postres, Herr Stutzman empezó a contarle a Gottlieb algo relacionado con una trampa de software. No habían avanzado mucho antes de dejar de hablar alemán, o al menos, un tipo de alemán que Alicia comprendiera. Gottlieb seguía la conversación muy bien y respondía con la misma jerga.

—No obstante, conseguiste pasar, ¿no? —dijo.

—A través del segundo portal, como te dije. Así es como vi la trampa desde detrás —respondió su padre.

—Espero que eso no fuera todo lo que hiciste —dijo Gottlieb.

—Bueno, no tenía tanto tiempo como quería después de lo del primer portal y quería ver qué fue lo que casi me mordió —replicó Walther Stutzman—. Pero conseguí echar un vistazo. El Reichsführer-SS no está muy contento con el Führer.

Al igual que el padre de Alicia, el de Gottlieb y Anna tenía una forma de decir las cosas importantes como si no lo fuesen. ¿Qué clase de fuegos artificiales podrían producirse si al líder de las SS no le gustaba lo que estaba haciendo el líder del Reich? Antes de que Alicia pudiera empezar a hacerse preguntas acerca del tema, Anna dijo:

—Volvamos al juego.

—De acuerdo —dijo Alicia, aunque no le habría importando quedarse allí y escuchar un poco más. Los Stutzman hablaban de manera más abierta que su familia. Desde luego, ellos ya no tenían que guardar el secreto dentro de la casa. Antes de saberlo Anna, probablemente habían sido más prudentes.

Pasarán años antes de que podamos decírselo a Roxane, pensó Alicia con tristeza. Pero Gottlieb había estado pensando lo mismo sobre Anna durante más tiempo aún. Tenemos algo en común. Aquella era una idea muy divertida. Se quedó en la mente de Alicia durante un rato. Luego, las viles maquinaciones del malvado pájaro de las SS le hicieron olvidarse de ello.

A Susanna Weiss no le gustaban las reuniones de la facultad. Nunca se hacía nada útil en ellas y suponían un enorme desperdicio de tiempo. Pero Herr Doktor profesor Oppenhoff las amaba con pasión burocrática. Desde que gobernaba el Departamento de Lenguas Germánicas, todo el mundo había tenido que asistir. Susanna miró la sala de conferencias como si se tratara de una zona particularmente horrorosa de un campo de concentración.

Parte de ella sabía que era una tontería. El único gas venenoso de la habitación procedía del puro de Oppenhoff. Dos radiadores mantenían la calidez del lugar, incluso demasiado, frente a lo gélido del exterior. En una mesa junto a la ventana esperaban unos rollitos dulces y café; no tenía que tratar de sobrevivir a la bazofia de un campo. No había guardias de las SS acechando con sus perros y sus armas. Pero estaba allí atrapada cuando no quería, lo que le daba a la reunión un aire de encarcelamiento.

Escuchó a medias un informe que felicitaba al departamento por su impresionante marca de publicaciones. Tres de los artículos que el profesor Tennfelde mencionó eran suyos. Aun así, bostezó. Había aprendido a hacerlo sin abrir la boca, así que no se notó mucho. Tennfelde era monótono, monótono, monótono. Si daba así las clases, sus estudiantes estarían anestesiados.

Por fin, el informe acabó. El estruendo de los aplausos de toda la facultad indicaba el alivio de que hubiera terminado. Pero Tennfelde sabía quién era su principal público, y había complacido a Franz Oppenhoff.

—Muy informativo —declaró el jefe de departamento—. Muy informativo, sí.

Susanna dibujó el garabato de un despertador con una larga barba blanca. Y quedaban más informes. Ninguno de ellos tenía nada que ver con ella. Podía haberse pasado toda la vida sin saber ni preocuparse por lo que había hecho recientemente el comité de préstamos entre bibliotecas, ni si las discusiones sobre la fusión de los subdepartamentos de flamenco y holandés habían progresado, sobre todo porque no lo habían hecho.

También bostezó, y esta vez con la boca abierta, durante el informe de los planes financieros de un profesor que se había especializado en el Nibelungenlied y que en sus ratos libres invertía en el mercado de valores. Si lo hubiese hecho bien, no habría tenido que preocuparse de su salario en la universidad. Estaba claro que estaba preocupado por él, lo que significaba que no se le había dado bien. Lo que Susanna no alcanzaba a entender es quién querría consejo de un torpe aficionado. Ella tenía un contable y corredor de bolsa completamente profesional y ninguna preocupación en cuanto a dinero. Sobre otras cosas, sí. Dinero, no.

Una vez más, el profesor Oppenhoff pareció complacido.

—Me gustaría agradecerle a Herr Doktor profesor Dahrendorf su interesante e iluminadora presentación. —Le dio una calada a su habano—. Y ahora, Fräulein Doktor profesora Weiss nos ilustrará sobre la situación política actual y los cambios que hemos visto en los últimos tiempos.

¡Cómo, miserable hijo de la gran puta!, pensó Susanna. Oppenhoff no le había avisado de que iba a hacer aquello. Se sentó allí, engreído y complacido de sí mismo. Si ella metía la pata, el resto del departamento asumiría que era una incompetente, no que él lo había preparado todo.

Entonces, será mejor no meter la pata.

—Gracias, profesor Oppenhoff —dijo. Habría sustituido aquellas palabras por cierto verbo, pero así ganó unos segundos para recomponerse. Algunas de aquellas personas no podrían seguir una clase ni siquiera con el texto en el atril frente a ellos. Ella siempre se había enorgullecido de ser capaz de pensar por sí misma. Bueno, allá vamos.

Primero, lo obvio.

—La reforma seguirá adelante. Creo que se intensificará. El Führer ha visto que no podemos permanecer fuertes viviendo para siempre del saqueo. Eso mina el carácter del Volk. —Si Heinz Buckliger podía emplear lo que sonaba a doctrina del Partido para propósitos que habrían horrorizado a un alter Kämpfer, ella también—. También ha visto que, en interés del Reich, hay que permitir más expresiones de la conciencia nacional dentro del Imperio, en especial entre los pueblos germánicos. —Los checos no eran germánicos, y los franceses solo de manera marginal. Susanna se encogió de hombros. Ese «en especial» la cubriría—. Además, la posibilidad de error en el pasado ha sido admitida —dijo—. Eso parece ser un desarrollo saludable. Si sabemos que hemos cometido errores, y sabemos cuáles han sido, es menos probable que los cometamos en el futuro. —No volveremos a asesinar a millones de judíos porque ya no quedan. Hemos pasado tiempos duros asesinando a millones de ellos—. Nadie dentro del Partido está complacido con la dirección que la reforma está tomando. Creo que la carta de Jahnke en el Beobachter lo prueba. Nadie que yo conozca se cree que Jahnke pudiera publicar esa carta sin un, digamos, empujoncito oficial. También es muy obvio qué oficiales han dado ese empujón. —Miró a los profesores de lengua y literatura. Por sus expresiones, no era tan obvio para muchos de ellos. Estaban a salvo. Estaban acomodados. ¿Por qué iban a preocuparse de la política?— Por otro lado, también hemos visto que un poco de reforma ha suscitado un llamamiento a una reforma mayor —dijo Susanna—. Algunas personas, gente en las altas instancias también, no creen que el Führer se esté moviendo lo bastante rápido. Al igual que aquellos que se oponen por completo a la reforma, según pasa el tiempo son más difíciles de ignorar. —Miró a los ojos a Franz Oppenhoff—. Y eso, Herr Doktor profesor, es el resumen de la situación.

El había querido ponerla en una difícil situación. Ella lo sabía. Había tenido que sufrir toda una serie de indignidades que ningún profesor de los que orinan de pie había tenido que soportar. Esta solo era la última y estaba lejos de ser la peor. Ahora quería ver si Oppenhoff tendría las agallas de afirmar que no había hecho una presentación apropiada. Si las tenía, ella trataría de destruirlo.

El jefe de departamento se rascó los bigotes, tosió una o dos veces y bajó la vista hacia los papeles que tenía delante. Todavía con la cabeza gacha, musitó:

—Debo agradecerle su claro y conciso informe. —Era indudable que, aparte de la media docena de asientos de la primera fila, nadie más oyó una palabra.

Danke schön, profesor Oppenhoff. Me alegro de que le gustara —dijo Susanna en alto. Ella trasmitiría el mensaje, aunque el jefe de departamento no quisiera.

La reunión continuó. Oppenhoff no volvió a llamarla. Se limitó a mirarla con frialdad de vez en cuando. Ella le devolvía sonrisas dulces, deseando poder mostrar dientes de tiburón en lugar de los suyos propios.

Heinrich Gimpel se estaba acabando un bol de un guiso de repollo bastante desagradable en la cantina del Oberkommando der Wehrmacht cuando un guardia uniformado que acababa su turno entró y dijo:

—Está pasando algo jugoso en la plaza Adolf Hitler.

—¿Y ahora qué? —preguntó alguien—. ¿Más condenados holandeses gritando «¡Libertad!»? Lo más probable es que ni se molesten en arrestarlos.

Pero el guardia sacudió la cabeza.

—No, es más grande que toda esa mierda. Tienen un podio, cámaras de televisión y todas esas cosas.

Eso sonaba interesante. Heinrich se levantó, tiró su basura y colocó su bandeja en una cinta transportadora que la llevaría de vuelta a los que fregaban los platos. Según el reloj, debería haberse ido directamente a su mesa. Por una vez, decidió ignorar el reloj. Willi e Ilse habían tomado largos almuerzos muchas veces sin que se acabara el mundo. Supuso que podría hacer lo mismo por una vez, sobre todo porque solo iba a salir a la plaza enfrente de las oficinas.

En cuanto salió del edificio, vio que el guardia tenía razón. De hecho, la plaza Adolf Hitler no albergaba un alboroto sino dos. Con sus orgullosas banderas ondeando al frente, una banda de las SS llena de tubas y tambores retumbantes se pavoneaba por la plaza, tocando marchas tan alto como podían. Trataban de amortiguar al hombre del podio.

Era un día despejado de primavera. No hacía mucho calor (unos diez grados centígrados), pero el sol brillaba con claridad. Relucía sobre la cabeza del orador, el cual no era calvo sino que estaba afeitado. En cuanto Heinrich reconoció a Rolf Stolle, supo exactamente por qué aquella banda tocaba tan alto.

Bajó corriendo los escalones y cruzó el pavimento hacia el podio desde el que el Gauleiter de Berlín se dirigía a una amplia multitud. Stolle tenía un micrófono. Aun así, apenas era una cerilla para la estruendosa banda.

Este no solo los conocía, sino que tomó ventaja de ello, diciendo:

—¿Veis cómo es, Volk del Reich? Algunos de los poderes fácticos no quieren que me oigáis. No quieren que os recuerde que necesitamos avanzar, no sentarnos con los pulgares metidos en nuestros… —Se detuvo y sonrió—. Bueno, ya sabéis lo que quiero decir. Y os diré algo más. Esas son las personas al cargo de la protección del Führer. Él quiere la reforma. No quiere parar. No la quiere rápido, pero la desea. Ellos no. Se lo he dicho a Heinz: «No permitas que esa gente te guarde la espalda, o te apuñalarán», pero él no quiere escucharme. Stolle sacó barbilla y lanzó su puño hacia delante. La pose le hizo asemejarse a Mussolini. —Heinz Buckliger es un buen hombre. No me malinterpretéis. Un buen hombre, sí. Pero un poco… demasiado confiado.

Lo que fuera que dijo a continuación, quedó ahogado por el estruendo de los músicos de las SS. En lugar de enfadarse, se rió. Hasta cantó unas estrofas de la marcha que estaban tocando. La gente reía y aplaudía. Stolle sonrió. Adoptó otra pose, esta vez una payasada. Cuando Heinrich pensó el otro día en él como en un payaso, no había estado tan lejos. Un público agradecido revivía a Stolle.

La banda se alejó un poco del podio. El Gauleiter se acercó más al micrófono.

—Si esos bastardos ruidosos de las SS se van a casa, continuaré mi discurso —dijo.

Un hombre entre la muchedumbre gritó:

—¡SS, vete a casa! —Lo volvió a gritar. Luego, tres o cuatro personas más lo secundaron. En un momento, todos los que habían acudido a la plaza Adolf Hitler a escuchar a Rolf Stolle estaban gritando:

—¡SS, vete a casa!

El grito retumbaba en la gran fachada del palacio del Führer. ¿Lo oiría Heinz Buckliger desde allí dentro? Si así era, ¿qué pensaba?

Heinrich se lo preguntó, pero no por mucho tiempo. Estaba atrapado por la emoción de gritar:

—¡SS, vete a casa!

Él nunca se habría atrevido a ser el primero en gritar tal cosa. Pero en medio de miles de personas, su voz solo era una, indistinguible del resto. Será un infierno arrestarnos a todos, pensó, y gritó más fuerte que nunca.

—¡SS, vete a casa! ¡SS, vete a casa! ¡SS, vete a casa!

El cántico fue creciendo en intensidad. Al mirar los rostros excitados y los ojos brillantes de los hombres y mujeres que le rodeaban, Heinrich se percató de que no era el único que había querido decir aquello durante años. ¿Cuántos alemanes querían? ¿Cuántos lo harían, si tuviesen la oportunidad? Olía el sudor acre provocado por el miedo, pero la gente siguió gritando.

Rolf Stolle se inclinó hacia el micrófono otra vez.

—¡SS, vete a casa! —gritó, liderando el coro—. ¡SS, vete a casa!

Heinrich observó a la banda. ¿Se dignarían los músicos a darse por aludidos ante la gente que clamaba para que se fueran? Si lo hicieran, ¿no sería un signo de debilidad? Y si no, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que los exaltados comenzaran a arrojar sobre ellos piedras, botellas o lo que estuviera a mano? ¿Y qué les harían los hombres de las SS? ¿Y qué harían en respuesta la gente, la turba?

Puede que esas mismas preguntas rondaran la cabeza del líder de la banda. Quizá no le gustaran las respuestas que se le habían ocurrido. Como si continuara con un desfile normal (lo cual no era), condujo a los músicos hacia el borde de la inmensa plaza. Siguieron tocando, pero ya no interfirieron en el discurso de Rolf Stolle.

Mientras la muchedumbre rugía triunfal, Stolle gritó:

—¿Lo veis, Volk del Reich? ¿Lo veis? Sin vosotros, no son nada. Y ellos no están con vosotros, ¿verdad?

—¡No! —Aquel fue un aullido gigantesco, lleno de dolor. Una vez más, Heinrich gritó más alto que ninguno. ¿Le había dado tanto vértigo alguna vez el schnappst. Creía que no.

—Iba a hablar durante un rato más, amigos, pero vosotros habéis dado el discurso por mí —retumbó el Gauleiter de Berlín. La multitud vitoreó. Rolf Stolle continuó—: ¿Y sabéis qué? ¡Mañana a estas horas, todo el Reich sabrá lo que habéis hecho!

Los gritos de éxtasis ahogaron la música distante de la banda de las SS. Heinrich se unió a ellos, pero vacilante. Pensó que era probable que Stolle tuviera razón. No estaba seguro de que aquello le gustara. Si esas imágenes se mostraban en el noticiario de Horst Witzleben, ¿lo revisarían los técnicos de mirada penetrante de las SS, tratando de identificar a cada persona (a cada persona subversiva) entre las masas? ¿Podrían identificarle a él?

En general, las cosas como aquella le causaban un miedo de muerte. Hoy se sentía exultante, demasiado para preocuparse demasiado. Los alemanes (¡los alemanes!) le acababan de decir a las SS (aunque solo se tratara de una banda de música) adonde podían irse. Él se les había unido. Las SS (aunque solo se tratara de una banda de música) se habían retirado. Y nadie había recibido un disparo.

Si esa no era una buena razón para hacer que un hombre sintiera que medía tres metros de altura, Heinrich no podía imaginarse otra.

Algo estaba pasando. Lise Gimpel podía deducirlo por la forma en que Heinrich actuaba al llegar a casa desde el trabajo. Tenía en sus ojos una mirada casi de científico loco, un aire de excitación que ni siquiera trataba de ocultar. Sin embargo, no le decía el porqué. Eso le hacía querer darle una bofetada.

Lo más que dijo fue:

—Después de cenar, veremos a Horst. —Como decía eso tres noches por semana, no le daba a Lise una pista clara acerca del motivo de querer ver las noticias de la noche.

La cena también se postergó. El pollo que Lise estaba asando tardó en estar listo más de lo que esta había pensado. La familia no terminó de cenar hasta justo antes de las siete. Normalmente, Lise se habría encargado de los platos mientras comenzaban las noticias. Si se perdía el primer par de historias, bueno, el mundo no se acabaría. Esa noche, tenía la sensación de que sí. Dejó los platos, los vasos y los cubiertos en el fregadero y se sentó junto a Heinrich para descubrir qué tenía que decir Horst Witzleben… y por qué su marido tenía mirada de loco desde que entró por la puerta principal.

—Nuestra primera historia —dijo el presentador— es la colisión de dos aviones en una pista de aterrizaje de Gander, en Terranova. —Un mapa emitía destellos en la pantalla para mostrar dónde estaba Gander—. Se han confirmado las muertes de más de 250 personas. Solo se han encontrado diecisiete supervivientes, muchos de ellos con quemaduras graves. —La televisión mostraba el humeante choque y cómo uno de los supervivientes salía en camilla de la ambulancia.

Lise miró a Heinrich. Fuese lo que fuese que esperaba, no se trataba de eso. Sintió un cierto alivio. Se habría preocupado si él se hubiese excitado tanto por un accidente de avión.

Luego la imagen cambió a la plaza Adolf Hitler. Heinrich se puso rígido. Vale, era eso. Pero, ¿por qué? Allí estaba Rolf Stolle, haciendo uno de sus habituales discursos demagogos. Y por los vítores y gritos que arrancaba, era más demagogo que nunca. Pero alguna música tipo chunda-chunda casi ahogaba las palabras del Gauleiter de Berlín. ¿De qué iba todo?

Entonces, Horst Witzleben dijo:

—A pesar del intento de interferir de una banda de música de las SS, el Gauleiter Rolf Stolle ofreció otro discurso subido de tono en apoyo al programa reformista del Führer esta tarde, en el centro de Berlín. La gran cantidad de público lo recibió favorablemente y mostró su descontento con la presencia, no del todo accidental, de la banda en la plaza.

Su voz se cortó. Lise escuchó los gritos de la gente. Por el momento, solo era un ruido que subía y bajaba. Luego entendió las palabras:

—¡SS, vete a casa! ¡SS, vete a casa!

El hielo y el fuego la recorrieron a la vez. ¿Habían dicho eso? ¿Y no les había pasado nada? ¿Y las autoridades mostraban las imágenes en las noticias de la noche?

Heinrich le cogió la mano. Con la voz temblorosa por la excitación, dijo:

—Yo estaba ahí, en la plaza. Estaba escuchando a Stolle y gritando a las SS para que se fueran, como todos los demás. ¡Y eso hicieron!

—¿Tú? —dijo Lise, pasmada. Heinrich asintió—. ¿Era seguro? —preguntó.

—No lo sé. Creo que sí. Eso espero —respondió—. Había tanta gente, que no veo cómo los van a coger a todos. —Pero dudó un poco antes de decir aquello. ¿Estaba intentando convencer a su mujer, a sí mismo, o a ambos?

—Bueno, ya está hecho. Espero que todo salga bien —dijo ella—. No te he visto en la grabación —añadió después.

—Bien. Yo tampoco —dijo Heinrich. Había estado buscándose, lo cual significaba que estaba más preocupado de lo que dejaba traslucir. Lise le envió una mirada mitad afectiva, mitad exasperada. Estaba tratando de mitigar lo que le inquietaba porque no quería preocuparla. La mayor parte del tiempo, le funcionaba. El resto de las veces, solo conseguía preocuparla más.

Un anuncio de unos cereales para el desayuno trataba de demostrar que comer aquello te haría rico, atlético y atractivo. Lise seguía sin convencerse.

—Saben a cartulina —dijo.

—No me sorprende —replicó Heinrich—, pero ¿cómo sabes a qué sabe la cartulina?

—¿Cómo? Yo soy la que ayuda a las niñas a hacer sus proyectos —dijo Lise—. Como cartulina, la respiro, casi me baño en ella. La semana pasada, Frau Koch quería que toda la clase hiciera una maqueta de una de las fortalezas que el Reich usa para proteger a los granjeros alemanes de Ucrania de los bandidos. ¿Tienes alguna idea de lo divertido que es pegar con pegamento tres tiras de alambre de espino de papel de aluminio en estacas de mondadientes?

—Lo cierto es que no —admitió Heinrich—. ¿Por eso estabas de un humor tan pésimo… cuándo fue… el miércoles por la noche?

—Puedes apostar que sí —dijo Lise—. Y tenía que haber tres filas de alambre de espino, por amor de Dios, o Francesca perdería dos puntos. Eso dijo Frau Koch. De verdad que es una bestia, hay que decirlo. Todo el proyecto era así: había que hacerlo exactamente de tal modo, o nada. ¿Cómo se supone que van a aprender algo?

—Te diré lo que aprenden —dijo Heinrich—. Aprenden a obedecer.

Lise no había pensado eso. Pero en cuanto su marido se lo hizo notar, vio que tenía razón. La escuela enseñaba más que las tablas de multiplicar, la capital de Manchukuo y cómo Bismarck unificó el Reich. Enseñaba a los niños cómo ser buenos alemanes, cómo ser buenos nazis. Una de las cosas que necesitaban saber era cómo obedecer ciegamente al que los gobernaba. ¿La fortaleza tenía que tener tres filas de alambre de espino? ¡Jawohl, Frau Koch! ¡Tendrá tres filas! ¿Y por qué tenía que tenerlas? Porque Frau Koch lo dice. No hacían falta más razones.

Pero los alemanes (algunos de ellos nazis, sin duda) se habían plantado en la plaza Adolf Hitler gritando «¡SS, vete a casa!». Lo habían hecho de verdad. Y allí estaba Horst Witzleben, mostrándoselo a todo el Reich, al Imperio Germano, con signos de aprobación. ¿Entonaría mañana la gente de Oslo lo mismo? ¿De Londres? ¿En Omaha, incluso? ¿Qué pasaría si ocurriera así?

Horst Witzleben dijo:

—Hoy, el Führer se reunió con una delegación del Protectorado de Bohemia y Moravia para discutir las futuras relaciones de esa región con el Gran Reich Alemán. Al final de la reunión, un portavoz del Führer dijo que aunque Bohemia y Moravia, que formaban parte del Reich desde 1939, no podían esperar la recuperación de su antigua independencia, un alto grado de autonomía dentro de la estructura federal alemana no estaba más allá de las probabilidades.

La imagen cambió a la delegación de la sala de prensa del palacio. Su líder, un hombre de pelo cano identificado como, entre otras cosas, dramaturgo, habló en un alemán con acento checo:

—Lo que hemos hecho aquí hoy supone un buen comienzo. No estoy seguro de que Herr Buckliger se dé cuenta de que solo es el principio, pero no pasa nada. Si no se percata, nosotros se lo mostraremos.

—¿Tampoco han arrestado a este tipo? —dijo Lise, incrédula.

—No parece. —Heinrich también parecía sorprendido.

—Todo esto es muy extraño —dijo Lise. Su marido asintió—. Casi habría preferido que Buckliger hubiese dejado las cosas como estaban. Así sabríamos dónde pisamos. De este modo, todo de lo que hemos estado seguros durante tanto tiempo está en el aire.

—¿Cómo es ese mito? ¿Pandora? La última cosa que salió fue la esperanza. —Heinrich hizo una pausa, frunciendo el ceño—. Creo que así era.

—Sí, yo también lo creo —dijo Lise—. No sé si yo tengo, en realidad no. Pero preguntarme si podría… Sienta bien. Marea, como cuando alguien droga tu bebida cuando no miras.

—Eso pensé yo también esta mañana —dijo Heinrich—. Pero no te emociones demasiado. Por cada acontecimiento como este, hay un «Ya está bien» o algo parecido. Puede que las cartas hayan sido repartidas, pero la partida no ha empezado todavía. Y nadie quiere jugar la mano del muerto. No conseguiremos ver nada hasta que aparezca durante la mano.

—Supongo que no —suspiró Lise—. Vamos a tener que buscar otros compañeros de bridge, ya sabes.

—Uno de estos días. —Heinrich hizo un gesto hacia el televisor. El dramaturgo checo había desaparecido, pero el recuerdo de su promesa calmada permanecía—. Ahora están ocurriendo un montón de cosas interesantes. Y muy pronto las niñas aprenderán a jugar.

—Hay muchas cosas que trasmitir a la siguiente generación —dijo Lise. Ambos empezaron a reír. El bridge ni siquiera era ilegal.

Varios hombres de las SS, algunos con el uniforme negro, otros de camuflaje, se agolpaban cerca del campus de la Universidad Friedrich Wilhelm. Los francotiradores con sus rifles con mira telescópica tomaban posiciones en tejados que nunca habían sido pisados, a excepción de algún encargado de mantenimiento ocasional y alguna paloma no tan ocasional. Susanna Weiss se habría alarmado si no hubiera sabido que Heinz Buckliger iba a ofrecer un discurso allí.

Además de los hombres de las SS, había invadido la universidad una horda de trabajadores y técnicos. Los martillos neumáticos y el zumbido de la maquinaria eléctrica interrumpían el silencio que se suponía que debía favorecer la meditación académica. Como Susanna nunca había tenido demasiada necesidad de silencio, subió el volumen de la radio para amortiguar el traqueteo de los trabajos de carpintería.

Eso funcionó bastante bien, pero la curiosidad consiguió lo que el ruido no había podido: le obligó a abandonar el trabajo y a mirar por la ventana.

En el espacio abierto entre dos largas alas que cobijaban la mayor parte de las aulas y oficinas de la universidad se estaba erigiendo una tribuna para el discurso del Führer. A su lado, se levantaban plataformas para las cámaras de televisión. Estas últimas elevarían a los cámaras sobre el nivel del público y se asegurarían de que nadie ponía la cabeza entre Heinz Buckliger y su gran audiencia por todo el Reich y el Imperio Germano.

La multitud ya se estaba congregando. Susanna pensó en bajar las escaleras y unirse a ella. Luego lo volvió a pensar. ¿Qué sentido tenía? Desde su posición, no estaba cerca de la tribuna, pero podía verla. Si bajaba allí, no vería una maldita cosa, porque todo el mundo a su alrededor sería más alto que ella. Era mejor quedarse donde estaba. De todas formas, oiría a Heinz Buckliger.

Satisfecha la curiosidad y tomada la decisión, volvió a sus calificaciones. La mayoría de sus estudiantes comprendían la escatología en «El cuento del molinero». Bastantes menos entendían cómo encajaba la pieza dentro de los Cuentos de Canterbury como un todo. Les gustaban los chistes ordinarios. Sin embargo, encontrar y definir la estructura en una obra de literatura era algo más.

Veinte minutos después, el teléfono sonó. Ella descolgó.

Bitte? Aquí Susanna Weiss.

—Fräulein Doktor profesora, soy Rosa. —La secretaria del profesor Oppenhoff hizo una pausa, y luego dijo—: El jefe del departamento le advierte firmemente en contra de ver el discurso del Führer desde la ventana.

—¿Sí? —dijo Susanna con indignación—. ¿Por qué?

—Porque las SS le han dicho que podrían disparar contra cualquiera que aparezca por una ventana. Cualquiera podría ser un asesino, dicen.

—Oh. —Ahora fue el turno de Susanna de hacer una pausa—. Bueno, espero que consiga comunicárselo a todo el mundo. De otro modo, necesitaremos cubrir algunas vacantes el próximo semestre.

—Haré lo que pueda —dijo la secretaria, y colgó. Considerando lo mal que se llevaban, Susanna sintió un cierto alivio por la llamada de Rosa. Después de todo, la otra mujer no parecía querer verla muerta. Eso era algo.

Luego empezó a reírse.

—¡Que Dios ayude a cualquiera que esté en el baño cuando suene el teléfono! —exclamó.

Incluso aunque ver el discurso de Buckliger no resultara ser una buena idea, aún podría escucharlo. Abrió la ventana unos centímetros para poder oír mejor. El Führer aún no estaba, así que ninguno de los francotiradores de las SS le disparó.

El ruido procedente de abajo aumentó a medida que la muchedumbre crecía. Por el zumbido de excitación que se elevó, supo al momento cuando hizo Heinz Buckliger acto de aparición.

—Guten Tag, estudiantes, facultad y amigos —dijo Buckliger. Su voz amplificada sonaba un poco metálica. Lo más probable era que los técnicos la mejoraran para la radio y la televisión—. Estoy encantado de asistir a este gran centro de aprendizaje. El conocimiento es el corazón del progreso del Reich, tanto en la guerra como en la paz. Sin el talento de nuestros científicos e ingenieros, no habríamos obtenido nuestras grandes victorias. Ni la paz consiguiente habría sido tan próspera, tan saludable ni tan agradable.

Aplausos. Susanna sabía que los conseguiría. Ella no habría vitoreado aquello, no en un millón de años. Buckliger resultaba ser alemán, después de todo. Puede que el Volk haya tenido vidas prósperas, saludables y agradables. ¿Qué pasa con los judíos, los gitanos, los homosexuales, los polacos, los rusos, los ucranianos, los serbios, los árabes, los negros, los disminuidos psíquicos…? ¿Pensaba en ellos? ¿O solo en su propia comodidad? Por lo que había dicho, la respuesta era muy obvia.

—Necesitamos conocernos a nosotros mismos —dijo el Führer, después de mostrar que él no se conocía tan bien a sí mismo ni aunque sonara como Marco Aurelio. ¿Contaría como ario un emperador romano? Probablemente no, no cuando había combatido a los alemanes a lo largo del Danubio mientras escribía sus Meditaciones—. Y la mejor manera de conocernos a nosotros mismos es decirnos la verdad.

»No podemos hacerlo mientras el Reichstag no sea más que un sello de goma. No ha sido más que eso desde hace demasiado tiempo. Como apuntaba Hitler en la primera edición de Mein Kampf, las elecciones democráticas son el mejor camino para encontrar representantes que sirvan al pueblo que los escogió, y no solo a sí mismos —hizo una pausa para los aplausos, y los obtuvo—. Siendo así —continuó—, convoco nuevas elecciones para el Reichstag para el domingo 10 de julio. Todos los escaños se presentarán a las urnas. Los candidatos no tienen por qué ser miembros del Partido, mientras sean de sangre aria y buen carácter. El voto será secreto. No habrá castigo por votar la conciencia de cada uno. No tengo ni la menor duda de que prevalecerá el mejor. Y el Volk y el Reich serán mejores por ello.

En esta ocasión la ovación fue vacilante, como si la audiencia del Führer no estuviera segura de si les estaba permitido aplaudir. Aquello no sorprendió a Susanna. Lo que había dicho Heinz Buckliger, sí. Pero en esos días apenas era sorprendente estar asombrado en Berlín. Aquel discurso de Rolf Stolle en la plaza Adolf Hitler, donde la multitud había echado a la banda de las SS… Las SS se habían ido, y no solo nadie había sido arrestado, sino que la historia había aparecido en las noticias de la noche. Heinrich había estado allí. Hasta ese mismo día presente, Susanna había estado verde de envidia. Ahora también ella tenía un momento de la historia que podía reclamar como suyo.

—Los nacionalsocialistas hemos gobernado Alemania con sabiduría durante muchos años —dijo Buckliger—. Tengo fe en que el Volk reconozca nuestro servicio y nos otorgue la mayoría absoluta en el Reichstag que merecemos.

Los aplausos, sonoros y confiados, retumbaron. Desde luego, la gente sabía que aplaudir era seguro, después de que el Führer elogiara a los nazis. Susanna pensó que era probable que Buckliger tuviese razón acerca de que el Partido ganaría la mayoría de los escaños del Reichstag. Incluso ahora, ¿cuántos no nazis se atreverían a ir en contra del los Bonzen del Partido? ¿Cuántos de ellos ganarían? Quizás algunos. ¿Muchos? Parecía improbable.

¿Creía de verdad Buckliger que los nazis habían gobernado Alemania con sabiduría? Habían ganado en gran medida gracias a la energía demoníaca de Hitler y a la espantosa crueldad de Himmler. Pero la sangre de la gente a la que habían asesinado (la sangre de los pueblos a los que habían exterminado) aún clamaba desde la tumba…, y desde el crematorio, para todos aquellos millones que no habían tenido una tumba.

—Sé que la reforma, la revitalización, no se consigue de la noche a la mañana —dijo el Führer—. El Reich es vasto y complejo. Los que reclaman que todo sea perfecto mañana mismo son ingenuos. Pero aquellos que afirman que nada necesita ser reparado están cegados por la terquedad. El cambio es parte de la vida. Ya está aquí. Irá adelante. Y tendrá éxito.

Consiguió otra salva de aplausos. Susanna estaba intrigada por sus métodos. Entre líneas, había defenestrado a Rolf Stolle y a Lothar Prützmann. Sin duda, trataba de mostrarse a sí mismo como un moderado, un hombre embarcado en el único camino posible. Podría funcionar. Pero recordó el pensamiento que había tenido no hacía mucho. Un moderado también era alguien vulnerable tanto a la derecha como a la izquierda. ¿Vería eso Heinz Buckliger?

La mayoría de la gente diría: «¿Qué crees que estás haciendo, al tratar de adivinar lo que pasa por la mente del Führer?». A Susanna le importaba muy poco lo que dijera la mayoría. Si no, habría lanzado lejos su judaismo como si fuera una granada sin su espoleta.

Además, hasta el momento en que Buckliger se convirtió en Führer, la política en el Reich había sido no solo horrible, sino peor aún, condenadamente aburrida. Algunas de las cosas que todavía sucedían eran espantosas. Pero solo alguien ciego y sordo podría definirlas como aburridas. Y cuando las cosas eran interesantes, ¿cómo no ibas a tratar de adivinar lo que vendría a continuación?

En el exterior, los aplausos seguían y seguían, aunque el Führer ya no dijo más. Susanna dedujo que estaba abandonando la tribuna y la universidad. Muy pronto, la costa estaría despejada. Podría volver a mirar por la ventana sin preocuparse por los francotiradores de gatillo fácil de las SS.

Mientras tanto… Mientras tanto, todavía tenía trabajos que corregir. Habrían estado allí aunque Kurt Haldweim siguiera siendo el Führer. En muchos sentidos, la vida seguía adelante a pesar de la política.

Y, en muchos sentidos, no. ¿Cuántas vidas habían extinguido los políticos del Reich? Demasiadas. Millones y millones. ¿Qué importaban aquellas redacciones, con aquel pensamiento en su mente?

Mas su vida tenía que continuar, sin importar lo que hubiera hecho el Reich. Meneando la cabeza, cogió un bolígrafo rojo y volvió al trabajo.

Un día como otro cualquiera. Así es como Heinrich Gimpel lo recordaría después. Podría haber sido cualquier martes. Las chicas correteaban mientras se preparaban para ir al colegio. Francesca seguía gruñendo acerca de algún nuevo proyecto estúpido que Frau Koch le había impuesto a toda la clase. Roxane deletreaba palabras en voz alta, para el examen que iba a tener. Y Alicia tenía las narices metidas en un libro. Lise tuvo que chillarle para que lo dejara e hiciera las cosas que tenía que hacer. Sí, todo parecía tan normal como siempre.

Los mirlos del jardín picoteaban gusanos mientras Heinrich se dirigía, calle arriba, hacia la parada de autobús. El sol relucía, brillante. La primavera había llegado de verdad. No podía recordar otra primavera que le hubiera parecido tan optimista, tan alegre. ¿Era culpa de la madre naturaleza o de Heinz Buckliger? Heinrich no lo sabía. Tampoco le importaba mucho. Disfrutaría del momento mientras durase.

Esperó al autobús durante unos pocos minutos y luego se subió a él en dirección a la estación de tren de Stahnsdorf. Tres paradas después, Willi Dorsch también se subió. Se sentó junto a Heinrich.

Guten Morgen —dijo.

—Igualmente —respondió Heinrich—. ¿Wie geht's?

—He estado mejor —dijo Willi—. Sin embargo, he de decir que también he estado peor. Erika ha estado… como muy jovial, últimamente. —Puso una mueca de cómica sospecha—. Me pregunto qué está tramando.

—Je, je —rió Heinrich, incómodo. Hasta donde podía decir, Erika nunca le había dicho a Willi lo que había sucedido en la casa de su hermana, en Burggrafen-Strasse… ni ninguna de las varias cosas que podrían haber ocurrido, pero que no hicieron. Suponía que debía estar agradecido. Estaba agradecido. Pero también recelaba y sus sospechas no tenían ningún componente cómico.

Cuando el autobús llegó a la estación de Stahnsdorf, Willi y él compraron sus ejemplares del Völkischer Beobachter y se los llevaron al andén. Cogieron el tren de Berlín, se sentaron juntos, y empezaron a leer las noticias de la mañana. Casi como si lo hubieran ensayado, señalaron de manera simultánea la misma historia, debajo del doblez de la portada.

«Stolle anuncia su candidatura», decía el titular. Había una pequeña foto del Gauleiter de Berlín, justo debajo de la línea de grandes caracteres negros. La historia, tan rala como ninguna que Heinrich hubiera visto jamás en el Beobachter, anunciaba que Rolf Stolle era candidato al Reichstag.

—¿Puede hacerlo? —dijo Heinrich—. ¿Cómo puede hacerlo? Ya es Gauleiter. —Aquel rompecabezas ofendía su sentido del orden.

Pero Willi tenía la respuesta:

—Un Gauleiter es un oficial del Partido. Ser miembro del Reichstag sería un cargo del Estado. Puede tener los dos a la vez.

—Tienes razón —dijo Heinrich, asombrado. El Partido Nacionalsocialista y el Reich estaban conectados de manera tan íntima como una pareja de amantes… o como un árbol y una hoja de parra estranguladora. Pero no eran una sola cosa.

—Me pregunto qué dirá el Führer de esto —dijo Willi.

—¿Lo de Stolle intentando llegar al foro nacional?

Willi asintió.

Ja. Y lo de Stolle, buscando votos en general. —Bajó la voz—. Quiero decir, ¿quién ha votado alguna vez por Buckliger? Los Bonzen del Partido y los jerifaltes del Wehrmacht, claro, pero nadie más.

—Tienes razón. —Una vez más, la sorpresa inundaba la voz de Heinrich. Hasta el discurso de Buckliger en la Universidad Friedrich-Wilhelm, eso no había importado. ¿Quién había votado (votado realmente) por quién en el Reich? Nadie. Las elecciones habían sido preparadas, unas farsas. Esta vez parecía diferente. Stolle también lo había notado. Podía haberse hecho el patán. Varios de los movimientos que había hecho en los últimos tiempos habían convencido a Heinrich de que era cualquier cosa, excepto un estúpido.

Y Willi, cuando se trataba de política y no de mujeres, también era cualquier cosa excepto un idiota.

—Me pregunto por qué el Führer no se presenta para un escaño en el Reichstag —dijo, pensativo.

Esa era una pregunta muy interesante.

—Quizá le preocupe perder —dijo Heinrich.

—Quizá —dijo Willi—. Es lo único que se me ocurre que puede tener sentido. Pero no hace que todo lo tenga, si sabes lo que quiero decir. Puede encontrar un distrito lleno de recolectores de repollo prusianos o de cerveceros bávaros que le elijan pase lo que pase.

—Eso podría pensarse, ¿no? —concedió Heinrich. Cuanto más hablaban de ello, más normal se volvía su tono. Cuanta más libertad obtenía la gente del Reich, más parecían darla por sentada. ¿Cuanto más conseguían, más querían? ¿Era esto cierto también? ¿Podría ser cierto? Quizá pudiera. Quizá sí. Pero, ¿quién lo habría creído un año antes?

De pronto, Willi adoptó un aspecto taimado.

—La otra cara de la moneda es qué ocurre si Buckliger no se presenta al Reichstag. Si no lo hace, sigue siendo Führer. Aún tendría todos los poderes del Führer. Puede decirle al Reichstag qué hacer.

—Así es como funcionan las cosas, de acuerdo —dijo Heinrich. Pero luego añadió un pensamiento propio—. Así es como funcionan las cosas ahora. Sin embargo, si el Volk elige el Reichstag, ¿será tan fácil de ignorar? ¿Cuál es el sentido de celebrar unas elecciones auténticas si después finges que no es así?

—Ahí tienes razón —admitió Willi—. Yo tampoco le veo el sentido. Puede que Buckliger sí.

—¿Quién sabe? —dijo Heinrich—. ¿Quién sabe con seguridad nada sobre nada de lo que sucede estos días? Tendremos que esperar y ver.

—Parece que hay tráfico en Berlín, ¿eh? —dijo Willi mientras el tren llegaba a la Estación Sur—. Por supuesto, en estos casos suele haber más gente esperando que viendo.

—Quizá eso no sea tan malo —dijo Heinrich. Antes de que Willi pudiera añadir nada sarcástico, se le adelantó—: O quizá sea peor.

De hecho, llegaron al Oberkommando der Wehrmacht con quince minutos de anticipación. De haber sido quince minutos tarde, ambos se habrían enfurecido y lanzado maldiciones. Al haber llegado antes, ni lo pensaron. Heinrich miró a través de la plaza Adolf Hitler, hacia el palacio del Führer. Aparte de unas pocas personas que practicaban footing y de un grupo de madrugadores turistas japoneses que sacaban fotos, la vasta plaza estaba vacía. Esa mañana, no había ningún Gauleiter rugiendo su discurso. Ninguna estruendosa y arrogante orquesta de las SS que tratara de ahogar sus palabras. Tampoco había manifestantes holandeses.

Willi también miraba la plaza.

—Casi aburre verla tan tranquila, ¿verdad? —señaló.

—Sí —dijo Heinrich, confuso—. Es cierto.

Subieron las escaleras y, después de confirmar sus identidades, entraron en el edificio de oficinas. Heinrich se sentó en su mesa y de inmediato bostezó. Se levantó y se fue a la cantina con Willi para fortalecerse con una taza de café. Le añadió un chorrito de chocolate caliente, de la máquina que había al lado de la cafetera.

—Hoy vienes, ¿eh? —dijo Willi.

—Oh, pero por supuesto. —Heinrich puso acento austríaco a sus palabras. Willi se rió.

Un aristócrata vienes, e incluso un camarero, habría torcido el gesto ante el mejunje que Heinrich se había servido. Pero estaba caliente, dulce y cargado de cafeína. Con todo eso a favor, no se sentía inclinado a ponerse quisquilloso. Tras terminarlo y dejar la taza en su sitio, pensó en volver a por otro. Pero su cerebro ya se movía un poco más rápido, así que bajó la cabeza y se dedicó al trabajo.

Ilse revoloteaba alrededor de la mesa de Willi y empezó a juguetear con los pequeños rizos de cabello que le caían sobre la nuca. Sin apartar la mirada de la pantalla de su ordenador, él le dio un azote en el trasero. Ella chilló. Parecía haberse recobrado muy bien del descubrimiento de que Rolf Stolle solo se había divertido con ella y de que sus ojos errantes habían seguido errando.

Willi e Ilse se hacían de todo menos molestarse cuando salieron al mediodía. Heinrich no tenía dudas de que escogerían un restaurante cerca de algún hotel. Caminó de vuelta hasta la cantina. El almuerzo especial era cerdo asado. Como había hecho toda su vida, se lo comió sin pensarlo dos veces. Le gustaba el cerdo, aunque los había probado mejores.

Cuando Willi e Ilse regresaron después de una larga pausa para comer, Willi fingía fumar el cigarrito de después. Ilse creía que era la cosa más divertida del mundo.

Heinrich se abría paso con dificultad a través de un análisis de la actividad empresarial de América a corto plazo cuando levantó la cabeza y descubrió tres camisas negras que rodeaban su mesa.

Was ist hier los? —preguntó con sorpresa, pero no con alarma.

—¿Es usted Heinrich Gimpel? —preguntó uno de ellos.

Asintió.

—Soy yo. —Se preguntó si querrían llevarle para entrevistarse otra vez con Heinz Buckliger.

No fue así. Los dos camisas negras de menor rango le cogieron y le arrancaron de su silla. Su superior dijo:

—Queda usted arrestado.

—¿Arrestado? —gañó Heinrich incrédulo—. ¿Bajo qué acusación?

—Sospechoso de ser judío.