10

En lo que a Susanna Weiss concernía, las fiestas de Año Nuevo de la facultad eran tan deprimentes como sonaban. Personas que no se gustan entre ellas reunidas en un lugar donde ninguna quiere estar en realidad. Hablando mucho. Bebiendo mucho. Dicen cosas que deberían saber que son inútiles, u ofensivas si han bebido demasiado. Y tienen que acudir y pasar por esa terrible experiencia cada maldito año, porque si no les diría algo el jefe de departamento. Franz Oppenhoff tenía una buena memoria para todos aquellos que desdeñaban su hospitalidad. Tales errores habían arruinado carreras.

Para añadir un insulto al agravio, el jefe de departamento había servido güisqui escocés barato.

Sin embargo, a pesar de ser barato (como el schnapps, el brandy, el vino y la cerveza), ayudaba a soltar las lenguas. Y aunque la gente hablara demasiado, había más de lo que hablar de lo habitual. No era solo quién había publicado qué en un periódico académico, quién había promocionado o quién dormía con qué brillante o inteligente estudiante. Este año, por primera vez en la memoria de Susanna, y probablemente también en la de Oppenhoff, la gente hablaba de política.

—Este sistema tiene arenilla en los engranajes, pero yo soy de la opinión de que podemos limpiarlo, lubricarlo y hacer que funcione con suavidad, como debería ser —declaró Helmut von Kupferstein, experto en Goethe.

Susanna era de la opinión de que von Kupferstein era un gilipollas pomposo. También era treinta centímetros más alto que ella y amenazaba con tirar las cenizas de su puro en la bebida de Susanna sin tener idea de lo que estaba haciendo. También sabía que jamás se habría atrevido a hacer semejante afirmación cuando Kurt Haldweim era el Führer.

—Espero que podamos hacer mejor las cosas —pudo, no obstante, decir Susanna, sin temer que la Policía de Seguridad la detuviese cinco segundos después.

Von Kupferstein (era de los que insistían en el von) asintió con energía. Cerca de un centímetro de ceniza cayó de su cigarro. Susanna movió su vaso a un lado justo a tiempo. La ceniza cayó en la alfombra. Ella la pisó.

—Todo es posible con Heinz Buckliger —dijo él—. «Aquel que desea mantener la verdad y no tiene sino una lengua, lo conseguirá». —Parecía muy ufano por citar a Fausto.

Pero Susanna no podía discutir con él ahí… excepto en lo del maldito puro.

—Esa es una buena actitud —dijo ella—. No siempre hemos sido sinceros con anterioridad. «Las grandes masas de gente caen más fácilmente víctimas de una gran mentira que de una pequeña». —Aquella era una cita de Mein Kampf. Ahí no podía equivocarse.

Helmut von Kupferstein asintió, corroborando las palabras de Susanna.

—Oh, sí. Pero los nacionalsocialistas eran unos recién llegados entonces —dijo—. Tales cosas están por debajo de la dignidad de los que gobiernan de verdad.

—No ha sido así —dijo Susanna, y se marchó. ¡Si él pensaba que la indignidad era lo único malo de las mentiras…! Pero ni siquiera eso se le habría ocurrido un año antes (o, en caso afirmativo, no habría tenido el valor de decirlo). Si Buckliger estaba consiguiendo que la gente mirara las cosas del modo que eran y las compararan con lo que deberían ser, eso suponía un paso adelante.

Cerca de los licores (eso no era una sorpresa), Franz Oppenhoff estaba de pie, pontificando con varios profesores no tan listos como para librarse, pero lo bastante listos para aparentar fascinación ante cada palabra del jefe de departamento. Oppenhoff decía:

—Este último año han ocurrido algunas cosas notables: y lo más notable es que han permitido que ocurran.

Jawohl, Herr Doktor profesor! —dijeron al tiempo tres miembros de la cautivada audiencia.

—Nos han ordenado que seamos libres, y por tanto… libres seremos. —El profesor Oppenhoff siguió allí, sonriendo con satisfacción, inconsciente a las ironías. Los miembros más jóvenes de la facultad hacían de todo menos genuflexiones. El que el jefe de departamento no se diera cuenta de la burla asustó a Susanna más que cualquier otra cosa.

Y sin embargo, ¿estaba tan equivocado? Todo lo que Heinz Buckliger había hecho era aflojar un poco las correas de la camisa de fuerza. Susanna no creía que el Führer quisiera nada más que hacer que el Reich fuese un poco mejor. Pero si la gente empezaba a querer sacarse las mangas, ¿cómo iba a quejarse? Él era el que lo había hecho posible.

¿Empezaba la gente a agitarse? El proverbio dice: «Dales la mano y te cogerán el brazo». El Reich había cogido la mano y el brazo de Inglaterra. Si ahora el Führer daba la mano…

Susanna sacudió la cabeza y volvió al güisqui. Si el Führer te daba una mano, lo más probable es que las SS la recuperaran de nuevo… y te rompieran los dedos por haber intentado cogerla.

El profesor Oppenhoff también se sirvió otra copa. El tipo tenía que contar con un hígado como una esponja; podía beber un montón sin que se notara. Como un archiduque pasado de moda, inclinó su cabeza ante Susanna.

—Le deseo un feliz Año Nuevo, profesora Weiss —murmuró, y exhaló una nube de humo de cigarro casi tan tóxica como el gas mostaza.

—Gracias, señor. Igualmente. —Susanna se preguntaba cómo escapar.

—Me atrevería a afirmar que usted aprueba los cambios radicales que hemos visto últimamente —observó Oppenhoff.

Ahí estaba, una casi pregunta que la situaba justo en medio de un campo de minas. Si lo negaba, él sabría que estaba mintiendo. Siempre había sido tan radical como se podía ser en un estado policial. Si lo admitía, eso podría volverse contra ella en un futuro. Los cálculos que había que hacer, viviendo en semejante situación…

—Es difícil no aprobar cualquier iniciativa que nos permita investigar de manera más abierta toda clase de cosas —dijo después de no más de un segundo de silencio. Si mantenía su respuesta estrictamente relacionada con el trabajo, sería (o eso esperaba) menos peligrosa, políticamente hablando.

—¿Investigar de manera más abierta? —El profesor Oppenhoff sopesó aquello con una sensata calada de puro y otra nube de humo ponzoñoso—. Nosotros los del Departamento de Lenguas Germánicas nunca hemos tenido mucha restricción para ejercer nuestra erudición.

—Bueno, no —dijo Susanna. ¿Sería él tan ingenuo como parecía? Le costaba imaginarlo. Cierto, los nazis no interferían demasiado en los asuntos de un profesor de inglés medieval o de alemán gótico antiguo. Pero, ¿por qué iban a hacerlo? La investigación de Susanna apenas se cruzaba nunca con el mundo moderno. Si impartiera sociología, psicología o ciencias políticas, sería otra cosa. ¿Antropología? La antropología estaba llena de doctrina aria. Era difícil decir de cuánta ciencia (si es que había algo) y de cuánta ideología constaba.

Franz Oppenhoff parecía olvidarse de todo eso.

—Investigar está bien —dijo con el aire de un hombre que hacía una gran concesión. Luego, su mirada se aguzó—. Y la felicito por sus recientes artículos en esos dos periódicos tan importantes. Eso le da crédito a todo nuestro departamento.

Danke schön, Herr Doktor profesor —dijo Susanna—. Espero que esté de acuerdo en que también me dan crédito a mí.

¿Se puso colorado Oppenhoff? Con todo el alcohol que llevaba encima, era difícil de decir. El puro podía haber causado la tos.

—No cabe duda de que así es —dijo sin convicción—. Su investigación es…, ah…, de lo más original.

—Gracias de nuevo —dijo Susanna, aunque él no lo había dicho como un cumplido. No cabía duda de que había escrito más acerca del rol de las mujeres en la literatura, por ejemplo, que todos los hombres del departamento juntos. Herr Doktor profesor Oppenhoff habría despreciado su trabajo más incluso de lo que ya lo hacía (era de los que pensaba en las mujeres como Küche, Kirche, Kinder), si ella no hubiese publicado sus artículos en algunas de las más prestigiosas publicaciones académicas del Imperio Germano.

—Ideas modernas —musitó él—. Bueno, usted está más preparada que yo para aceptarlas. Cuando te dicen que van a cambiar la ideología bajo la que has vivido durante toda tu vida… ¿Es extraño que a uno le cueste mostrar entusiasmo?

—Si el cambio es para mejor, así debería ser —dijo Susanna. Se sirvió otra copa, deseando que el güisqui también cambiase a mejor.

—Sí. Si es para mejor —dijo Oppenhoff—. ¿Quién sabe? Pase lo que pase, usted verá más de ello que yo. —Con una reverencia risueña, se marchó a imponerle su presencia a algún otro. Susanna dio un largo sorbo a su nueva copa, aunque estaba asquerosa. Si la Policía de Seguridad descubría algún día lo que era, el jefe de departamento la sobreviviría a ella muchos años.

—¿Qué es esto? —preguntó Heinrich Gimpel mientras Willi Dorsch y él bajaban del autobús y se encaminaban a las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. El viaje desde Stahnsdorf no había sido muy ameno. Una gélida racha de un viento procedente del Báltico (al parecer, procedente a su vez del Polo Norte) trajo consigo rachas de nieve y lluvia helada, lo que hizo toda una hazaña esperar en la parada de autobús. Después el autobús había tenido que desviarse por una inundación causada por la lluvia. Y ahora, la Policía de Seguridad con sus uniformes negros formaba junto a los guardias habituales del Wehrmacht. Los hombres del Wehrmacht no parecían encantados de tener compañía.

—¿Te has olvidado? —respondió Willi—. Esta mañana, el Gauleiter va a decirnos lo wunderbar que somos.

—Oh, qué alegría. —Heinrich no tuvo problemas en contener su entusiasmo. Rolf Stolle, el líder del Partido que gobernaba Berlín era un hombretón mujeriego y borracho. Si esta generación contaba con alguien cuya depravación se acercaba a la del legendario Göring, ese era Stolle—. Lo que sabe de este lugar cabría en la cabeza de un alfiler.

—Bueno, sí —dijo Willi—. Pero será divertido. ¿No prefieres escucharle a él que mirar hojas de cálculo?

La respuesta honesta era no. Si Heinrich lo dijera, Willi se reiría de él y le llamaría pelota. En vez de eso, se encogió de hombros. Willi se rió de todos modos, lo que quería decir que sabía lo que Heinrich no estaba diciendo.

En la cima de las escaleras, la policía berlinesa examinaba las tarjetas de identificación antes de dárselas a los guardias habituales para que las pasaran por el lector. Los hombres del Wehrmacht sonreían ligeramente satisfechos cuando les devolvieron sus tarjetas a Heinrich y a Willi. Estos tipos creen que son importantes, parecían decir. Eso creen, pero se equivocan.

Los carteles pegados en la pared rezaban: «¡Escucha a Rolf Stolle en la sala de reuniones!». Heinrich suspiró. Realmente, prefería haber trabajado. ¿Para qué necesitaba él las fanfarronerías de un nazi descerebrado? Pero no podía ponerse en contra del Partido. Si alguien me pregunta por qué uno de mis proyectos se retrasa, diré la verdad, eso es todo.

Las cámaras de televisión estaban preparadas en la sala. Lo que dijera Stolle, se emitiría localmente. Puede que se emitiera incluso en todo el Reich, o en todo el Imperio. Aquello no mejoró el entusiasmo de Heinrich. Los discursos televisados no eran más excitantes que los demás.

Rolf Stolle subió al estrado pisando fuerte. Era un enorme oso calvo, con los hombros de un luchador y las manos largas y gráciles de un actor. Resignado, Heinrich se sentó en una lujosa silla. Se preguntó si podría echar una cabezadita sin ser visto. Cerró los ojos, a modo de experimento. Pero estaba despierto. Si no hubiese tomado café por la mañana… Pero así había sido. Puede que Stolle me duerma. Era un pensamiento esperanzador.

Entraron más analistas y oficinistas, hasta que las filas delanteras estuvieron llenas, al igual que casi toda la sala. No sería bueno para el Gauleiter ofrecer un discurso televisado en frente de un montón de asientos vacíos. Stolle ocupó su lugar detrás del atril. Había más Policía de Seguridad de pie, detrás de él, a modo de guardaespaldas. Heinrich trató de bostezar sin abrir la boca. Por la forma en que Willi soltó una risilla, debería haberlo hecho mejor.

—Buenos días, caballeros… y hermosas damas, también —bramó Stolle. Un par de mujeres rieron disimuladamente ante la mirada lasciva de él. Heinrich supuso que el éxito que tenía procedía de su rango, no de su persona. Al menos, él no querría que ese enorme zoquete le pusiera las zarpas encima—. Hoy estamos donde estamos gracias a lo que el Wehrmacht ha hecho por el Reich —continuó el Gauleiter—. Sin nuestras fuerzas armadas, Alemania sería débil y nuestros enemigos fuertes. Con ellas, somos fuertes, y nuestros enemigos están muertos.

Heinrich no se molestó en mantener la boca cerrada cuando susurró esta vez. ¿Cuántas veces había oído aquellas tonterías jactanciosas? Más de las que quería, eso fijo. A continuación, Stolle hablaría de lo maravillosos que eran los nacionalsocialistas.

Y así fue.

—El Wehrmacht es el arma y el Partido es el hombre que apunta con ella. Escogemos objetivos para vuestra fuerza y los abatís uno a uno. Gracias a un sabio liderazgo.

Todo era tan predecible como ir a misa. Con sus uniformes de gala y banderas con esvásticas, los nazis trataban de hacer que sus ceremonias fuesen igual de majestuosas. Según la opinión personal (y muy privada) de Heinrich, solo eran ampulosas. Para la mayoría de los Bonzen del Partido, las dos palabras eran intercambiables.

Pero entonces, aunque Rolf Stolle seguía con su actuación melodramática, sus palabras de pronto dejaron de aburrir a Heinrich.

—Un liderazgo sabio siempre es importante. Y nuestro amado Führer es muy sabio en lo que respecta a poner en orden nuestros asuntos. Algunas de las cosas que hacíamos en el pasado ya no son necesarias. Y algunas de las cosas que hicimos, puede que nunca debiéramos haberlas hecho.

Heinrich miró a Willi. Willi le estaba mirando a él. Un leve murmullo de sorpresa recorrió la sala. Fuese lo que fuese lo que la gente había esperado que dijera Stolle, no era esto.

—Hay gente que dice: «No cambiemos esto» —y puso los ojos en blanco—. Gente que dice: «No recordemos esto otro». Gente que dice: «No le recordemos al Volk que el Partido se supone que es democrático, que el primer Führer lo dijo así desde el principio». Esas personas, algunas de ellas, tienen un montón de condecoraciones. Esas personas, la mayoría, tienen mucho poder. Esas personas, gran parte de ellas, se han vuelto cómodas y perezosas. ¡Y, meine Damen und Herren, eso es una mierda!

El murmullo de asombro que retumbó por la sala no fue amortiguado esta vez. Rolf Stolle sonreía, radiante, como si hubiese puesto sus ojos en una atractiva rubia. Su calva cabeza brillaba bajo las luces de la televisión.

—Una mierda he dicho, meine Damen und Herren, y eso es lo que quiero decir. El Führer lo sabe también, y está tratando de limpiarla. Pero necesita ayuda. Y algo más, también.

»El problema es que Heinz Buckliger es un caballero. Quiere ir despacio. Quiere ser amable. No quiere herir los sentimientos de nadie, Dios no lo permita. Pero estoy aquí para deciros que no creo que ir despacio y ser amable resuelvan la tarea. Estoy aquí para deciros que, cuando veáis un montón de mierda, cojáis la condenada pala más grande que podáis encontrar, la hundáis a fondo y hagáis limpieza. Sin peros que valgan. —Stolle golpeó con su puño el atril—. Tenemos que movernos más rápido. Tenemos que empujar más fuerte. Si por mi fuese, me libraría de un montón de pesimistas con cara de amargados que se sientan tras grandes mesas con aspecto de importantes. Que hagan algo útil para cambiar, o al pasto. Que la gente hable. Tan pronto como tengamos unas elecciones, ya veréis lo que piensan. Cuanto antes, mejor. Y que las astillas caigan donde puedan. Ellos también lo harán. Danke schön. Auf wiedersehen.

Abandonó el escenario como si la mayoría de la gente fuese a invadirlo. Solo una leve salva de aplausos lo siguió. Heinrich podía entenderlo. Él mismo apenas recordó haber aplaudido. Lo que había oído, lo que había dicho Rolf Stolle, le había dejado de piedra. Y seguramente no sería el único.

A su lado, Willi dijo:

—Dios mío.

No, no podía ser el único, y no lo era.

—A algunas personas no les gusta el Führer porque está haciendo demasiado. Eso lo sabía. Pero nunca soñé que nadie tuviese el arrojo de decir que no estaba haciendo suficiente.

—Ni yo —dijo Willi—. Stolle está fuera de toda sospecha, tiene que estarlo. Y saldrá por televisión. Por lo que sé, este discurso podría haber sido emitido en directo. ¿Qué va a pensar la gente? ¿Qué va a pensar Buckliger?

—Que me aspen —dijo Heinrich—. Quizás haya dicho lo que Buckliger le ordenó que dijera.

—¡Ni soñarlo! ¿Cuándo fue la última vez que alguien criticó al Führer? —dijo Willi—. Y no querías venir —añadió cuando se levantaron y se pusieron en camino hacia su oficina—. El que no quería dejar su preciosa mesa de trabajo. ¿Qué piensas ahora?

—Que me habría sentido como un idiota si me hubiese ido —dijo Heinrich, sincero—. Un discurso como este saldrá en los libros de historia. —Si Stolle no es abordado y disparado en los próximos días, claro. Por el gesto en la cara de Willi, él estaba pensando lo mismo.

Si Rolf Stolle pensaba que su discurso iba a meterle en líos, no dio señal de ello. Entró en la oficina en la que trabajaban los analistas presupuestarios. No quería información, como había hecho Heinz Buckliger. Quería ver y, sobre todo, ser visto. Heinrich vio a Ilse mirar al Gauleiter. Ilse parecía estar encantada, o quizá calculando. Willi parecía… «dispéptico» fue la palabra que le vino a la mente.

Y Stolle también se percató de la presencia de Ilse.

—Hola, dulzura —dijo—. ¿Qué haces por aquí?

—Pues todo lo que estos caballeros quieran que haga, mein Herr —respondió con entrecortada voz de niña pequeña.

—¿En este mismo momento? —dijo el Gauleiter. Sus ojos se encendieron—. Quizá también puedas hacer ese trabajo para mí. Permítame su número de teléfono. Veremos qué podemos hacer. —No fingía ser otra cosa que el depredador que era. Ilse le dio su extensión. Willi echaba humo en silencio. Heinrich hacía todo lo posible para parecer muy, muy ocupado.

Rolf Stolle se esfumó, flanqueado por sus guardaespaldas. ¿Cuántos números de teléfono conseguiría antes de volver a su propio despacho? Unos cuantos, a menos que Heinrich se equivocara. «Sutil» no era palabra del vocabulario de Stolle.

¡Pero algunas de las palabras de su vocabulario…! Cuando su discurso se conociera, muchos Bonzen del Partido lo odiarían. Pero un montón de gente corriente lo amaría. ¿Qué importaba más? Hasta la ascensión de Heinz Buckliger, la respuesta habría sido obvia. Ahora ya no lo era.

¿Y qué pensaría el propio Buckliger del discurso de Stolle? Esa podría ser la pregunta más interesante de todas.

Esther Stutzman levantó la mirada de las facturas para ver a una mujer y a un niño pequeño que entraban en la sala de espera del doctor Dambach.

—Buenos días, Frau Klein —dijo—. Buenos días, Eduard. ¿Cómo estás hoy?

—Estoy bien —dijo Eduard, que estaba allí para un chequeo.

Maria Klein dejó escapar un largo suspiro.

—Yo no estoy tan bien, Frau Stutzman —dijo. En público, no dejaban que se supiera lo bien que se llevaban fuera de la consulta del pediatra. Pero no tenía buen aspecto; el maquillaje no podía ocultar las ojeras ni los ojos enrojecidos—. Richard y yo hemos decidido llevar a Paul a un Centro Misericordioso del Reich.

—Lo siento mucho —susurró Esther.

—Estará mejor —dijo Eduard—. Será feliz después de eso. Ahora no lo es.

Su madre dio un respingo y se giró unos instantes. No es que Eduard no tuviese razón, que la tenía. Por lo que Esther había aprendido sin quererlo, el mal de Tay-Sachs era un lento descenso a los infiernos, empeorado por el hecho de que los niños que lo sufrían eran demasiado pequeños para comprender lo que les ocurría. Pero eso no hacía que fuese más fácil para los padres dejar irse a sus hijos. ¿Cómo no ibas a amar a un hijo, aunque (o quizá más, debido a ello) le pasara algo malo?

—Era un bebé tan dulce —murmuró Maria—. Lo sigue siendo, tanto como es posible. Pero… —Volvió a girarse y sacó un pañuelo de papel de su bolso—. No quiero que Eduard me vea así —dijo, limpiándose los ojos.

—Te veo, mamá. —Para Eduard, nada de aquello significaba mucho. Él era el afortunado—. Y Paul estará mejor. Papá y tú lo habéis dicho.

—Sí, corazón. Estará bien —dijo Maria—. ¿Por qué no vas a sentarte y miras un libro de dibujos hasta la hora de ver al doctor?

Eduard fue. El libro que escogió era No creas a un zorro en el campo, ni a un judío en un juramento. Había estado en la sala de espera desde antes que Esther comenzara a trabajar para el doctor Dambach. El pediatra daba por supuesto que era un gran libro. ¿Por qué no? Había sido el favorito de los niños y del Partido durante setenta y cinco años. Eduard lo abrió. Sonrió como si se tragara un veneno delicioso y chispeante.

Maria Klein vio lo que su hijo estaba mirando. Lo más que pudo hacer fue intercambiar una mirada triste con Esther. Si hubiese tenido la cita por la tarde, cuando era Irma Ritter la que se sentaba detrás de la mesa, ni siquiera habría hecho eso.

Hay tanto que Eduard tendrá que desaprender cuando se haga mayor…, pensó Esther con tristeza. Gottlieb y Anna seguían luchando. Al igual que Alicia Gimpel. Esther sabía que ella misma seguía batallando en su interior y así sería hasta el fin de sus días. Cuando todo el mundo a tu alrededor piensa que tú y todos los tuyos merecen estar muertos, ¿cómo evitar preguntarse si lo que te enseñaron los nazis estaba bien, después de todo? Esos eran los pensamientos negros, los pensamientos de son-las-tres-de-la-mañana-y-no-puedo-dormir. Sabía que no tenían sentido. Lo sabía, pero seguían volviendo.

Maria se sentó junto a Eduard. Él levantó el libro hacia ella.

—¡Mira, mamá! ¡Qué divertido!

Se obligó a mirar. Ya tenía que saber lo que vería. Cuando ella tenía la edad de Eduard, probablemente también pensaba que era divertido. Con un esfuerzo visible, asintió.

—Sí, cariño —dijo—. Lo es.

De una de las salas de examen salió una mujer con un niño lloroso al que acababan de vacunar contra el tétanos.

—Estará de mal humor y con fiebre durante uno o dos días y le picará la zona de la inyección —le dijo el doctor Dambach—. Un jarabe que le alivie el dolor le ayudará. Si las molestias parecen graves, tráigalo otra vez y le echaré un vistazo. —¿Cuántas veces había dado ese discurso?

—Gracias, doctor —dijo la mujer. El bebé no parecía tan agradecido.

—Frau Klein, puede pasar ahora con su hijo —dijo Esther. La pobre Maria no obtuvo descanso, ya que Eduard se llevó con él el libro de Streicher a la sala de consulta. Cada vez que se reía con el libro antisemita, tenía que ser un golpe para ella, en especial desde que su otro hijo se moría de una enfermedad común entre los judíos.

El doctor Dambach tenía pacientes esperando en las otras salas de reconocimiento. Pasó un rato antes de que pudiera atender a Maria y a Eduard. Una vez que entró allí, pasó un buen rato con los Klein. Esther sabía que era minucioso. Si no lo hubiera sido, no habría notado discrepancias en sus genealogías. Sin embargo, esa meticulosidad era muy útil para sí mismo y para sus pacientes.

Cuando salió con Maria y su hijo, tenía una de sus manos sobre el hombro del chico y otra sobre el de ella.

—Éste está sano como ninguno, Frau Klein —dijo—. Les volverá locos en los próximos años.

—¡Locos! —dijo Eduard con entusiasmo. Bizqueó los ojos y sacó la lengua.

El pediatra lo ignoró, lo cual no era fácil. Dambach siguió hablando con María Klein.

—Y creo que están haciendo lo correcto con el otro caso. El procedimiento es muy rápido. Es completamente indoloro. Y alivia un sufrimiento innecesario.

—Puede que el de Paul sí —contestó ella—. Pero, ¿y el mío y el de mi marido?

—Las cosas no siempre son tan simples como desearíamos que fuesen —dijo el doctor Dambach con un suspiro—. Tendrán el sufrimiento de hacer esto, sí, pero escaparán al dolor de ver su inevitable cuesta abajo en los próximos meses, puede que un par de años. ¿Qué es más importante?

—No lo sé —susurró Maria—. ¿Y usted?

El pediatra se encogió de hombros. Era un hombre honesto. Ahora que los Klein habían sido exculpados, no mostraba ningún antagonismo hacia ellos. Había hecho lo que creía que tenía que hacer al informar a las autoridades de las discrepancias en sus genealogías. Si resulta que a las autoridades no les importaba, pues a él tampoco.

Maria continuó:

—Y también es duro saber que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que Eduard lleve esa… cosa horrible en su interior.

—No deje que eso le preocupe —dijo el doctor Dambach—. Este gen es muy raro. Incluso aunque sea portador, las posibilidades de que se case con una portadora el día de mañana son ínfimas. Es muy difícil que tenga un bebé con esta enfermedad.

Maria Klein no contestó. Como todos los judíos supervivientes, tenía práctica en el arte del disimulo, así que ni siquiera miró hacia Esther. Esther tampoco la miró, sino que siguió con las facturas mientras ella y Eduard salían. Pero sabía, y Maria también, que era probable que en quince o veinte años Eduard se casara con una chica que fuese judía. ¿Y en cuántas de esas chicas acechaba el gen de Tay-Sachs?

Los Klein dejaron la consulta. Esther llamó a los siguientes pacientes. Pero tuvo problemas para mantener su mente en el trabajo. Si los judíos seguían casándose con los judíos, ¿terminaría la enfermedad el trabajo que los nazis no habían podido finalizar? Pero si los judíos no se casaban con judíos, ¿no perecería la fe, al no poder decirle a sus parejas lo que eran?

¿Había una salida? Por más que se empeñaba, Esther no la veía.

Susanna Weiss había estado guiando a sus alumnos a través de la obra de Chaucer Troilo y Crésida. Cuando pidió preguntas, uno de ellos dijo:

—Ésta es la base de la obra de Shakespeare, ¿no?

—Es quizá la fuente más importante, sí, pero está lejos de ser la única —respondió. Una vez más, la pregunta le recordó que Shakespeare era una presencia más vital en la moderna Alemania que en Inglaterra. Su Troilo y Crésida apenas era interpretado o siquiera leído en inglés.

Le siguieron unas cuantas preguntas más acerca del tema. Los estudiantes empezaron a dirigirse a la puerta. Otros, no tantos, se acercaron a la tarima a formularle preguntas de un menor interés general, para sacarle el tema del siguiente trabajo, o para quejarse de las notas que sacaron en el último.

Y entonces, uno de los estudiantes preguntó:

—¿Qué opina del discurso de Stolle, profesora Weiss?

—Fue interesante —contestó Susanna—. No habíamos oído nada igual en mucho tiempo. —Eso era verdad. ¿Cuándo había criticado alguien el Führer de modo público, aunque fuese por no cumplir sus planes de manera más rápida? ¿Lo había hecho alguien alguna vez en tiempos del Tercer Reich? Ella creía que no.

—Pero, ¿qué es lo que piensa usted? —insistió—. ¿No es maravilloso ver que alguien sale y dice lo que piensa de esa manera?

Ella no dijo nada durante un momento. ¿Quién eres?, se preguntaba. Todo lo que sabía sobre su entusiasta pupilo era que su nombre era Karl Stuckart y que tenía una nota media de B durante el curso. ¿Qué hacía cuando no estaba en su clase? ¿Pasaba informes a las SS? Lothar Prützmann, cabeza de los camisas negras, tenía, indudablemente, su opinión acerca del discurso de Stolle: una mala opinión. Y si Stuckart no informaba a las SS, ¿lo haría alguno de los sonrientes estudiantes presentes? «El que sonríe con un cuchillo». Una excelente frase de Chaucer.

Uno de aquellos estudiantes, una chica de cabellos castaños rojizos llamada Mathilde Burchert, dijo:

—Yo creo que es hora de moverse hacia una reforma. Hemos estado estancados desde siempre y el Gauleiter tiene razón. El Führer no va lo bastante deprisa.

Varios de los otros estudiantes también sonrieron y asintieron, pero ella no. Tampoco sabía mucho de Mathilde Burchert. ¿Lo decía en serio? ¿Era una ingenua? ¿Era una provocadora que trabajaba para Stuckart o de manera independiente? ¿Estarían compinchados los jóvenes que mostraban su acuerdo? ¿O sentían una brisa de cambios que Susanna no podía sentir?

Odiaba desconfiar de todos los que la rodeaban. Lo odiaba, pero no podía evitarlo. Si se tratase sólo de su propia seguridad, no le importaría. Pero las decisiones que tomara afectarían y pondrían en peligro a los demás judíos si cometía un error.

—¿Qué piensa, profesora? —le preguntó otro estudiante.

—Creo que el Führer irá a su ritmo por mucho que otros intenten forzarlo —contestó. Era difícil confundirse, o meterse en problemas, si se respaldaba al Führer. Le hacía parecer moderada, a salvo: no una partidaria de la línea dura que odiaba la idea del cambio, pero tampoco una terrorista radical de mirada salvaje.

¿Y qué es ser moderado? Alguien que recibe disparos por la derecha y por la izquierda. Deseó no haber tenido ese pensamiento.

Karl no quería que las cosas quedaran ahí.

—No me refería a lo que va a pasar, sino a lo que debería pasar.

No importaba lo que Susanna aparentara. Sus instintos eran los de la radical de mirada salvaje, y en un grado que hacía que Rolf Stolle pareciera un pesado. Al igual que Buckliger, Stolle quería reformar el Reich. Susanna quería verlo caído en pedazos, arruinado, abocado a un desastre sin parangón. Deseaba que sus enemigos lo hubiesen machacado en la Segunda Guerra Mundial, o en la Tercera. Quizá entonces podría haber vivido de forma abierta como lo que era.

Ahora ya nunca lo haré. La costumbre de esconderme está demasiado arraigada en mí. Incluso aunque sepa que no me matarían, no podría revelarme así. Sería más fácil caminar por el Kurfürstendamm desnuda.

—Me gustaría votar en unas elecciones en las que tenga posibilidades reales —dijo Mathilde—. No sé a favor de quién votaría, pero seguro que hay bastantes personas por las que votaría en contra.

De nuevo, varios de los jóvenes encaramados a la tarima mostraron su acuerdo con ella. Solo un par de ellos fruncieron el ceño. Pero, ¿quién era más probable que fuese un espía de la Policía de Seguridad, alguien que fingía estar de acuerdo o alguien que no?

Susanna suspiró. Aquella pregunta no tenía respuesta. Cualquier podría espiar para la Policía de Seguridad, cualquiera.

Mathilde la miró directamente.

—¿Y usted, profesora Weiss? ¿No cree que estaríamos mejor con unas elecciones reales en vez de con unas en las que todo el mundo vota ja siempre? Cuando Horst dice que los candidatos del Reichstag han sido elegidos con el 99,78 por ciento de los votos, ¿no se pregunta cómo logra mantener el rostro serio? ¡Es una farsa! Usted tiene que sentir lo mismo. Es una persona aguda. Cualquiera puede decirlo, por la forma en que da sus clases. ¡Díganos!

—¡Díganos! —corearon los demás estudiantes. Díganos que está con nosotros. Que no es una carroza. Que no nos convertiremos en carrozas cuando tengamos su edad. Por favor, díganos.

¿Soy una persona aguda?, se preguntó Susanna. ¿Lo soy de verdad? ¿Soy lo bastante aguda para mantener mi boca cerrada cuando en realidad quiero gritar, chillar?

—No sé nada de política —dijo—. Mientras los políticos me dejen en paz, yo les dejo en paz a ellos.

—Pero ellos no nos dejan en paz —dijo Mathilde con ferocidad—. Si hoy dices algo incorrecto, mañana te ahuecan el fideo. —En esos tiempos, la jerga de los campos de concentración estaba presente en el alemán. A menudo, la gente ni siquiera sabe de dónde proviene. En cambio, cuando estás hablando de una bala en la nuca, no cabe mucha duda.

—Bueno… —La cautela condicionada de Susanna pugnaba con la furia y la rabia que había mantenido a raya durante tanto tiempo. Se sorprendió a sí misma. Lo que le salió fue una solución intermedia, y habitualmente no era muy buena con los puntos medios. Todo o nada, ese solía ser su estilo. Pero ahora dijo—: No lo lamenté cuando el Führer nos recordó al Volk lo que dice la primera edición de Mein Kampf. De hecho, el año pasado estaba en una conferencia en Londres cuando la Unión Fascista Británica nos lo recordó a todos.

—¿Estaba en Londres en la convención de la UFB? —¿Había fascinación u horror en la voz de Karl Stuckart? Mitad y mitad, probablemente. Quizá se estaba preguntando si era ella la que tenía conexiones en las SS.

—No, no, no. —Susanna sacudió la cabeza—. Estaba en Londres para la conferencia de la Asociación Medieval Inglesa. La UFB se reunía al otro lado de la calle. —El hecho de que allí encontrara más interesantes a algunos de los hombretones fascistas que a sus compañeros profesores era un secreto que intentaba guardarse.

—Es una vergüenza que los británicos tengan que recordarnos lo que tendríamos que haber recordado por nosotros mismos… no, lo que nunca debimos olvidar —dijo Mathilde Burchert. La mayoría de los demás estudiantes asintieron. No parecían temer a los informadores ni a los espías. Quizá fuesen demasiado jóvenes para saberlo, aunque en el Gran Reich Alemán nunca se es demasiado joven para aprender esa lección. ¿O es que olfateaban la libertad en el aire?

Heinrich Gimpel sacó un ejemplar del Völkischer Beobachter de la máquina expendedora de periódicos en la estación de tren de Stahnsdorf. Un momento después, Willi pagó quince pfennigs por el suyo. En la portada había una foto en color de Heinz Buckliger recibiendo un premio en Oslo del Nasjonal Samling, el partido fascista noruego. El Führer era un hombre grande y rubio. Los oficiales del Nasjonal Samling que salían en la foto eran incluso mayores y más rubios, con sus caras alargadas y sus rasgos esculpidos en granito.

Willi vio lo mismo al mismo tiempo.

—Los malditos escandinavos son los únicos que pueden avergonzarnos racialmente hablando —dijo—. Esos bastardos parecen más nórdicos que nosotros.

¿Estaba Willi bromeando? ¿Le tomaba el pelo? ¿O de verdad lo decía en serio? Heinrich tenía problemas para saberlo. A Willi le encantaba bromear, pero la raza, en el Reich, era un asunto tan serio como lo había sido el marxismo en Rusia antes de su caída. Incluso el Führer no había dicho más que los padres fundadores del nazismo podrían no haber comprendido del todo el asunto de la raza. Heinrich le contestó con un gruñido y un gesto de asentimiento… Una respuesta mínima.

Entraron juntos en el andén y justo a tiempo para subirse al tren con destino a Berlín. Willi escogió el asiento de ventanilla y luego procedió a desplegar su periódico ignorando lo que tenía alrededor. De todas formas, tenía aquel entorno demasiado visto. Al igual que Heinrich, quien se sentó a su lado y hundió también sus narices en el Beobachter. Willi parecía ignorar también sus problemas con Erika, excepto de tanto en tanto, cuando salía con algún comentario que dejaba a Heinrich pensando en cómo tomárselo.

Ambos apuntaron al mismo artículo de la página tres. El titular decía «Ya está bien». El pie de autor rezaba Konrad Jahnke, un nombre que Heinrich no había visto nunca. Pronto descubrió por qué: el autor afirmaba ser un médico de Breslau, no un periodista.

«Me agotan y me ponen enfermo», escribía, «las inexactitudes que oscurecen la historia del Reich y los heroicos actos de nuestros ancestros. Por qué hombres que no estuvieron allí para verlo se atreven a emitir juicios está más allá de mi comprensión. Deberíamos estar agradecidos de los logros de nuestros antepasados. Sin su heroísmo, los comunistas judíos de Rusia y los capitalistas judíos de Inglaterra y los Estados Unidos se habrían repartido el mundo entre ellos».

—Bueno, bueno —dijo Willi—. Parece que en el otro zapato han entrado piedras, ¿verdad?

—Podría decirse —replicó Heinrich—. Sí, podría decirse. A alguien no le gustó el discurso de Stolle, ¿eh?

—No mucho —dijo Willi. Ambos hablaban del artículo elípticamente y en tono moderado. Esa era la mejor forma de enfrentarse a lo atemorizador del caso.

Heinrich siguió leyendo con una fascinación imparcial y horrorizada: el tipo de fascinación con el que habría observado un feo accidente de tráfico al otro lado de la carretera. «Todo ese asunto de la represión ha adquirido proporciones exageradas en la cabeza de algunos hombres jóvenes», declaraba el doctor Jahnke. «Eso ensombrece cualquier análisis objetivo acerca del pasado. Puede que Hitler cometiera errores, pero nadie más podría haber preparado al Reich para la gran guerra contra el bolchevismo. Cualquiera que piense que puede negar esto sufre de una gran confusión ideológica y ha perdido su rumbo político».

Jahnke no temía mencionar al Gauleiter de Berlín. Rolf Stolle, «en su arrogancia, se aleja sustancialmente de los principios aceptados del nacionalsocialismo. Y otros líderes intentan hacernos creer que el pasado de la nación no está plagado más que de errores y crímenes, manteniendo el silencio sobre los logros más grandes del pasado y del presente». No mencionaba a Heinz Buckliger, pero estaba cerca.

«Hay un proceso interno en este país y en otros», se quejaba el médico de Breslau, «que busca falsificar las verdades del nacionalsocialismo. Demasiados ignoran la misión histórica mundial del Volk y su rol en el movimiento nacionalsocialista. Yo jamás podría renegar de mis ideales bajo ningún pretexto». Cuando Heinrich terminó el artículo, dejó escapar un leve silbido átono. A su lado, Willi asentía con decisión, como si hubiese hecho un buen trabajo resumiendo las cosas.

—¿Quién? —dijo Heinrich—. ¿Quién tendría el valor de publicar tales cosas?

—Bueno, míralo tú mismo —respondió Willi—. Es un médico de Breslau. Eso le da derecho a decir lo que le plazca.

Quatsch —dijo Heinrich, y luego varias cosas más mordaces que ésa—. ¿Te das cuenta de con qué cuidado ha sido publicado? ¿Crees que es accidental el que lo publiquen en el Beobachter cuando Buckliger está fuera del país?

—Solo es una coincidencia —dijo Willi airadamente—. ¿Qué más podría ser? Les llega esta carta, al asistente del editor le gusta y… —No pudo continuar, no con cara seria. Empezó a escapársele el aire por la nariz y luego empezó a reír. Cualquier subalterno que publicara un artículo tan incendiario (por no decir reaccionario) como este sin obtener autorización de su superior desearía al poco tiempo no haber nacido nunca.

—Si ahora te apetece hablar en serio, inténtalo de nuevo. —De manera inconsciente, Heinrich había bajado la voz, como hacía la gente cuando hablaba de cosas peligrosas—. ¿Quién?

Willi se inclinó hacia él y susurró en su oído:

—Prützmann. —Nombrar al jefe de las SS era más peligroso y había que hacerlo en voz más baja aún. Aún murmurando, continuó—: No puede ser otro. Si Prützmann dijera que lo publicaran, ¿quién iba a decirle que no? El Führer podría echarlo atrás, pero no está aquí, como has dicho. ¿Quién más? Nadie. De ninguna manera.

Aquello tenía mucho más sentido del que Heinrich deseaba que tuviera. Si a Lothar Prützmann le disgustaba tanto la reforma, ¿podía albergar alguna esperanza de paralizarla? Si a Prützmann le desagradara tanto la política de Heinz Buckliger, ¿tendría Buckliger la oportunidad de seguir siendo Führer durante mucho tiempo? Parecía improbable, como poco.

—Veamos lo que ocurre cuando Buckliger vuelva a casa, eso es todo —dijo Willi—. Si lo deja pasar… —No continuó, ni lo necesitaba. Si el Führer aceptaba un reproche como aquel, cualquier esperanza de cambio moriría y las cosas seguirían como siempre. Sin embargo, si Buckliger no lo aceptaba… Si no lo aceptaba, las cosas se pondrían interesantes muy pronto.

El tren se detuvo en la Estación Sur. Heinrich y Willi fueron a coger el autobús hacia las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht. Allí donde Heinrich veía a alguien llevando el Völkischer Beobachter, trataba de escuchar su conversación. ¿Cómo se estarían tomando aquello los berlineses? Y por extensión, ¿cómo se lo tomaría la gente de Breslau, Bonn y otras ciudades? Eso no se olvidaría tan fácilmente, ni tan rápido.

Escuchó solo dos retazos de conversación, ambos de personas que bajaban las escaleras mientras él las subía. Uno era:

—Jodido idiota…

Y el otro:

—Ya era hora…

Ambos podían significar una cosa u otra. Escuchar conversaciones ajenas es lo que tiene.

Nadie en el autobús que salía de la Estación Sur parecía estar hablando de «Ya está bien», lo cual podía ser por puro instinto de supervivencia: las personas de aquel autobús se dirigían al corazón del Gran Reich Alemán y del Imperio Germano. O puede que fuese solo para volver loco a Heinrich. No le habría sorprendido.

Cuando se apeó enfrente del cuartel general del Oberkommando der Wehrmacht, miró a través de la plaza Adolf Hitler hacia el palacio del Führer. Buckliger no estaba allí en ese momento, claro. Pero si no tenía ya una copia del Völkischer Beobachter, pronto la tendría. Lo que hiciese después diría bastante acerca de quién gobernaba el Reich.

Como era habitual, Heinrich y Willi les dieron a los guardias en lo alto de las escaleras sus tarjetas identificativas. Uno de los guardias dijo:

—Veremos si a Stolle le gusta que los camisas negras le vigilen después de lo publicado hoy en los periódicos.

—¿Querría usted? —preguntó Willi. El guardia esperó a que el lector se pusiese en verde y luego meneó la cabeza.

Ese aspecto de las cosas no se le había ocurrido a Heinrich hasta entonces. Si él fuese Rolf Stolle, ¿querría que los guardaespaldas de Prützmann le mantuvieran a salvo? No lo creía así. ¿Quién podría arreglar un trágico accidente mejor que los guardaespaldas? Nadie. Nadie en el mundo.

Ilse estaba al teléfono cuando Heinrich y Willi entraron en la gran oficina. Colgó un momento después, con la cara roja por la excitación.

—¡El Gauleiter me lleva a comer hoy! ¡A mí! ¿Podéis creerlo? ¿No es asombroso?

Heinrich no dijo nada.

—Asombroso —dijo Willi, con un tono que sugería que lo único que le gustaría más que aquello sería un rebrote de la peste bubónica. Ilse podría no haberse dado cuenta siquiera de su tristeza. Al lado de Rolf Stolle, un analista de presupuestos no tenía nada de asombroso.

¿Cómo manejaría Willi la situación? Heinrich se sentó, se puso a trabajar, y observó a su amigo por el rabillo del ojo. Willi estaba allí sentado, echando humo por las orejas de manera tan evidente que Heinrich se preguntó si los detectores de incendios de la oficina empezarían a sonar. Si Stolle venía a recoger a Ilse en persona, necesitaría protección contra algo más que Lothar Prützmann y las SS.

Pero el Gauleiter de Berlín no vino en persona. Y los hombres que llevaron a Ilse al encuentro preparado por Stolle no fueron los guardias de camisa negra que le acompañaron en su última visita al Oberkommando der Wehrmacht. Vestían los uniformes grises de la policía normal de Berlín, hombres que era mucho más probable que apoyaran a Stolle en lugar de a Prützmann. Willi también se percató del detalle. Heinrich pudo verlo en su rostro. Y no pareció hacerle más feliz.

Las preocupaciones de Willi, por supuesto, eran personales. Las de Heinrich eran más del tipo de: Si las SS trataran de asesinar a Stolle, ¿podrían estos tipos protegerlo? Solo le vino una respuesta a la mente: ¿Quién diablos sabe?

Ilse regresó del almuerzo muy, muy tarde, con un gran ramo de rosas en los brazos y el aliento alcoholizado. Se reía mucho y no trabajó demasiado el resto de la tarde. De alguna manera, Heinrich dudaba de que Rolf Stolle hubiera malgastado su tiempo hablando de la reforma del nacionalsocialismo.

Lise Gimpel metía el último de los platos en el fregadero cuando su marido la llamó:

—Deprisa, cariño. Horst está a punto de empezar.

—Aquí estoy. —Lise se sentó a su lado en el sofá. No pudo evitar añadir—: Habría llegado antes si me hubieses ayudado.

—Oh. —Heinrich pareció sorprendido, como si no se le hubiese ocurrido. Y probablemente así era. Ella estaba a punto de golpearle en la cabeza y los hombros por su iniquidad masculina cuando este preguntó—: ¿Por qué no me lo dijiste antes, cuando podía haberte echado una mano?

Eso no se le había ocurrido a ella.

—Pensé que estarías cansado de tu día en la oficina.

—A estas horas, ambos estamos cansados. Es el momento más cansado del día.

Tenía razón. Antes de que Lise pudiera decirlo, los rasgos atractivos, rubios, ultra arios de Horst Witzleben ocuparon la pantalla. Un momento después, tras el saludo del presentador, la escena cambió a un jet Junkers (cuyo nombre en código era Luftwaffe Alfa) que aterrizaba en el aeropuerto de Tempelhof.

—Nuestro amado Führer, Heinz Buckliger, regresó a la capital esta tarde tras una exitosa gira por los países escandinavos —dijo Witzleben—. Habló un rato con los periodistas antes de dirigirse a su residencia oficial.

El televisor mostró a Buckliger de pie detrás de un atril adornado con la habitual águila germana que sostiene una esvástica entre sus garras. Heinrich se inclinó hacia delante, ansioso.

—Esto es importante, realmente importante —dijo—. Si ignora el artículo que Jahnke publicó la semana pasada…

—¿Por qué no escuchas simplemente, y así te enteras de lo que dice? —preguntó Lise. Su marido volvió a quedarse pasmado, tanto que ella casi se echa a reír.

—Ha sido un placer visitar a nuestros amigos y vecinos arios del norte —dijo el Führer—, y en particular escuchar las expresiones de apoyo de sus líderes hacia el curso en el que el Reich se ha embarcado. Estos líderes sienten, como yo, que cualquiera que busque frenar la reforma sufre de un grave caso de nostalgia por unos días pasados que ni pueden volver, ni volverán.

—¡Sí! —explotó Heinrich, como si el equipo alemán hubiera marcado el gol de la victoria en la prórroga de la final del Mundial.

—Librarse de las antiguas creencias y hábitos está resultando más difícil de lo esperado, pero no podemos echarnos atrás —continuó Buckliger—. Recientemente, algunos han afirmado que podemos justificar todo lo ocurrido en términos de necesidades históricas mundiales. Pero no todos los actos pueden ser explicados. Fueron en contra de los principios del nacionalsocialismo y solo tuvieron lugar por interpretaciones erróneas de los principios básicos nacionalsocialistas.

Siguió hablando a partir de ahí, pero ese era el meollo. Cuando acabó, la imagen volvió a Horst Witzleben. El presentador dijo:

—Mientras que algunas personas desinformadas toman posiciones irresponsables en los periódicos, el Führer ha dejado inequívocamente claro que un examen más libre del pasado y de las lecciones que este nos deja es esencial para fortalecer y reformar el pensamiento y obra nacionalsocialistas.

Heinrich se inclinó y besó a Lise. El beso cobró vida por sí solo. De pronto, ya no se sentía tan cansado. En la pantalla, Horst siguió hablando, pero ellos no tenían ni idea de lo que decía. Tampoco importaba. Cuando al fin se separaron, ella dijo:

Got im Himmel! Si hubiera sabido que la política te ponía así, me habría interesado por ella hace mucho más tiempo.

Él rió. Ella podría estar medio bromeando. Por otra parte, puede que no. Ella misma no estaba segura.

—Hasta el año pasado —dijo él—, la política me ponía enfermo. Pero ahora es… excitante, ¿sabes lo que quiero decir?

—Seguro que sí —dijo ella. Esta vez, fue Lise quien inició el beso.

—¿Qué están haciendo las niñas? —preguntó él con voz ronca cuando volvieron a coger aire.

—Están en sus cuartos. Demasiado cerca de nuestro dormitorio. Deberíamos esperar a que se fueran a la cama.

—Algunas cosas no deberían esperar. —Su marido dejó caer la mano sobre su muslo—. ¿Crees que podremos pasar inadvertidos si somos rápidos? Lo peor que puede pasar es que nos hagan pasar un poco de vergüenza.

—Mucha vergüenza, querrás decir. —Pero el pensamiento de andar a hurtadillas mientras las niñas estaban despiertas y a solo unos metros tenía cierto atractivo. Lise se levantó y apagó el televisor—. Venga. Será mejor que nos demos prisa.

Y lo hicieron deprisa, detrás de la puerta cerrada del dormitorio. Y pasaron inadvertidos.

—A la salud de la política —dijo Heinrich, jadeando todavía un poco.

—Me da igual la política —dijo Lise—. Ponte los pantalones.

Y eso resultó ser un buen consejo. Ni un minuto y medio después de que se vistieran, Francesca y Roxane empezaron a discutir por una caja de lápices de colores. Ambas irrumpieron en el dormitorio, cada una gritando su caso ante la corte de la autoridad paternal.

Esa corte era principalmente Lise. Por lo que acababa de pasar, y por lo que podría haber pasado si las niñas hubiesen irrumpido unos minutos antes, estaba menos preocupada por la justicia y más por sacarlas de allí tan rápido como fuese posible. Ninguna de ella pareció satisfecha con el veredicto. Se tomó aquello como una señal de que se había acercado bastante a la imparcialidad, aunque no hubiese dado en el clavo.

Una vez que se habían ido, le lanzó a Heinrich una mirada acusadora.

—¡Tú!

—¿Yo? —gañó él—. Si no recuerdo mal, ambos estábamos aquí. Y no han visto nada. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Lo que podría haber pasado —contestó Lise.

Él se aferró a sus palabras más de lo que había pretendido.

—Pero, ¿cómo puede ser peor lo que podría haber pasado que lo que realmente ha sucedido?

Ella lo pensó un buen rato y no pudo encontrar réplica.

Alicia Gimpel estaba hablando con Emma Handrick y con Trudi Krebs, esperando al autobús que las llevaría a casa desde la escuela, cuando Francesca apareció con el humo saliéndose por sus orejas.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó Alicia.

—La Bestia, eso pasa. —Francesca estaba tan furiosa que ni siquiera trató de bajar la voz. Si un profesor la hubiese oído, se habría metido en problemas, y no pequeños.

Todas las niñas de la parada de autobús exclamaron sus simpatías. Incluso algunos de los niños hicieron lo mismo. La antipatía natural entre Frau Koch y los niños superaba la antipatía natural entre los chicos y las chicas. Algunos de los otros niños ya la habían tenido.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Alicia.

—¿Sabes ese artículo que salió en el periódico hace unos días, el de «Ya está bien»? —dijo su hermana—. ¿Ha hablado también tu profesor sobre ello?

—Algo —respondió Alicia. Emma y Trudi asintieron. Alicia continuó—: Sin embargo, Herr Peukert fue bastante reservado al respecto. —Herr Peukert, de hecho, había tratado la historia del Völkischer Beobachter como si fuese una larga serpiente venenosa. No podía ignorarla, pero tampoco quería tener mucho que ver con ella—. ¿Qué pasa? ¿Qué os ha dicho la Bestia?

—¡Oh, Dios mío, tenías que haberla oído! —dijo Francesca—. Cree que es la cosa más grande desde Mein Kampf. Habló y habló de lo buen patriota que era el doctor Jahnke, de que él comprendía de verdad lo que era el nacionalsocialismo y de cómo deberían llevarse a las duchas a todo al que le gustaran esas estúpidas ideas modernas. Dijo que sonaban como un montón de judíos apestosos y narigones puestos juntos.

—Hasta para la Bestia, eso es malo —dijo Trudi. Varias personas asintieron.

—Pero eso no es lo peor —dijo Francesca—. Ha estado hablando así desde que publicaron «Ya está bien» en el periódico. Y luego el Führer dio ayer su discurso, diciendo que el artículo no era tan bueno y que íbamos a seguir adelante con la reforma, pase lo que pase. ¿Y sabes lo que dijo la Bestia?

—¿Dijo… que el Führer se equivocaba? —preguntó Alicia. Un año antes, la sola posibilidad era inimaginable. En el último año, se le habían ocurrido toda clase de nuevas posibilidades.

Su hermana sacudió la cabeza. Su cabello, más liso y de un castaño un poco más claro que el de Alicia, se movió de un lado a otro.

—No. Eso habría sido malo. Lo que ella hizo fue peor. Empezó a decir que necesitábamos cambiar, y lo bueno que iba a ser ese cambio. Fue como si nunca hubiese estado hablando de lo otro. Daba miedo.

El autobús llegó en ese momento. Alicia y Francesca se sentaron juntas. Emma y Trudi se sentaron delante de ellas, para poder seguir hablando. Cuando el autobús se puso en marcha, Alicia dijo:

—¿Nadie le preguntó al respecto?

—Werner Krupke —contestó Francesca—. Ella lo miró como si fuese algo que hay que limpiar de la caja del gato y no dijo nada. Después de eso, nadie más hizo preguntas.

—Me pregunto por qué —dijo Alicia. Trudi soltó un bufido.

—Chicas —dijo Emma—, me alegro de no haber tenido nunca a la Bestia.

Alicia también estaba contenta por no haberse encontrado con Frau Koch. ¿Cómo puedes considerarte profesor si lo que decías el miércoles no contaba el jueves? Probablemente, la Bestia seguía pensando lo que había dicho antes. No decías esas cosas si no creías en ellas. Cuando «Ya está bien» salió a la luz, debió pensar que decirlo en alto era seguro. ¿Cuánto miedo habría pasado al descubrir que se equivocaba? Muchísimo, espero, pensó Alicia.

Trudi tuvo que pasar por encima de Emma para bajarse en su parada.

—Hasta mañana —dijo mientras se iba por el pasillo, bajaba los escalones forrados de goma y salía por la puerta.

Unas pocas paradas después, Emma se bajó con las tres Gimpel. Roxane había estado charlando con un par de amigas en la parte trasera del autobús. Había llegado a la parada después de Francesca y no se había dado cuenta de lo furiosa que estaba esta. Ahora lo hizo. Cuando le preguntó por qué, Francesca empezó otra vez su diatriba.

—Eso no suena nada bien —dijo Roxane cuando consiguió meter baza, lo cual le llevó un rato.

—¿Qué dice tu profesora de todo esto? —le preguntó Alicia.

—Ha dicho que el Führer está haciendo algunos cambios en la forma de funcionar de las cosas y que probablemente vayan mejor cuando todo esté hecho —respondió Roxane. Eso parecía bastante sensato. Y Roxane solo estaba en primer grado. ¿Qué más necesitaba saber?

—¿No ha dicho nada de «Ya está bien»? —preguntó Francesca.

—Dice eso todo el tiempo… cuando metemos mucha bulla. —Roxane habló con cierta cantidad de orgullo. Si ella no fuese una de las que más ruido metían en su clase, Alicia se habría quedado pasmada. Pero estaba claro que nunca había oído hablar del artículo del doctor Jahnke.

Emma le dijo adiós con la mano a las Gimpel cuando llegó a su casa. Alicia, Francesca y Roxane siguieron andando. Alicia dijo:

—Quizá el que la hayan pillado diciendo aquellas cosas haga que la Bestia se vuelva menos agresiva.

Francesca le echó una mirada.

—¡Qué va!

Era probable que tuviese razón. La gente como Frau Koch era como era, y ya está. La Bestia no iba a cambiar su pensamiento o su forma de actuar. Alicia no habría querido estar en la piel de Werner Krupke, quien le había hecho notar su inconsistencia. Seguro que ella le hacía la vida imposible durante el resto del año.

—¡Casa! —dijo Roxane con un suspiro teatral al llegar a la puerta de entrada.

Mamá les dejó entrar. Francesca les contó su terrible historia por tercera vez. Sin duda, volvería a contarla otra vez cuando su padre llegara a casa. Mamá no hizo ni un gesto. ¿Qué pensaba en su interior? ¿Sentiría un aguijón, porque su hija no sabía lo que era? Por supuesto que sí. Tenía que ser así… ¿no?

Cuando Francesca terminó, mamá dijo:

—Parece que la Bestia hace honor a su nombre. Pero solo la tendrás este año y luego se habrá acabado para siempre. Y cuando tengas hijos propios, podrás decir: «¿Crees que tu profesor es malo? Deberías conocer a la que yo tuve. Era tan mala, que todo el mundo la llamaba la Bestia».

Alicia sonrió. Francesca no. Dijo:

—¡Eso no me sirve de nada ahora!

—Bueno, ¿te servirían de algo unas galletas con leche? —preguntó mamá. Francesca asintió, ávida. Alicia y Roxane tampoco se quejaron, ni un poco.

Susanna Weiss regresaba de hacer compras en Kurfürstendamm un poco después de las siete, en una tarde nevada de febrero. Dejó en el suelo sus paquetes (tres pares de zapatos, incluidas unas poco prácticas sandalias de tacón alto), se quitó el sombrero de piel de zorro y colgó el abrigo. Luego vaciló un poco, preguntándose si hacer ya la cena o sentarse y escuchar antes el resto de las noticias.

Se sirvió un trago de Glenfiddich con hielo y encendió el televisor. No fue la cara de Horst Witzleben la que apareció en la pantalla. Era la de Charlie Lynton. El líder de la Unión Fascista Británica hablaba un buen alemán, aunque con acento. Estaba diciendo:

—Destinado a poner en marcha, tan pronto como sea posible, los principios democráticos de la primera edición. La mayoría de los asientos en las próximas elecciones parlamentarias serán muy disputados. Admiro particularmente al Führer por considerar esto algo favorable y por reconocer que no puede ceder ante las fuerzas de reacción.

Su imagen desapareció, reemplazada por la de Horst.

—Junto a los líderes escandinavos, Gran Bretaña respalda por completo los esfuerzos de revitalización del Gran Reich Alemán —dijo el presentador—. Regresamos en un momento.

La imagen cambió a una familia de granjeros obviamente alemanes en algún lugar del Este conquistado, quizá en las extensas estepas de Ucrania. El anuncio era de la película fotográfica en color de Agfa. El sonriente padre hacía fotos a su mujer e hijos. Sus familiares en un atestado apartamento alemán las admiraban después de que les llegaran por correo. Aquello no solo promocionaba la película: también urgía a los alemanes a salir y colonizar. El Ministerio de Propaganda no dejaba pasar ni una baza. Susanna sonrió cuando esa frase le atravesó la mente. Le hizo pensar en Heinrich y en su pasión por el bridge.

Le siguió otro anuncio, esta vez de Volkswagen. Seguían pareciendo cochecitos, como había sido en los últimos setenta años. Pero ahora las líneas eran más suaves, más redondeadas. El motor se había llevado al frente y el maletero a la parte trasera. Hoy en día el motor estaba refrigerado por agua y no sonaba flatulento. Los parachoques servían de verdad para algo más que la decoración. El VW, sin embargo, seguía teniendo un capullo de flor dentro de una pequeña urna en el salpicadero.

Horst Witzleben volvió.

—En la plaza de San Wenceslao en Praga, varios cientos de personas se reunieron cerca de la estatua del santo para protestar por la incorporación del Protectorado de Bohemia y Moravia al Reich —dijo.

La estatua ecuestre de San Wenceslao estaba rodeada de figuras de otros santos bohemios. Contando la gran peana, la estatua alcanzaba siete u ocho veces la altura de un hombre. Convertía en enanos a las mujeres y los hombres a su pie, así como a las pancartas que portaban. Algunas de estas pancartas estaban en alemán. Decían cosas como «¡Libertad para los checos!» y «¡Nosotros recordamos!». Otras, en checo, se suponía que decían lo mismo.

Y algunos de los manifestantes llevaban banderas: las enseñas azules, blancas y rojas de la extinta República de Checoslovaquia. Un escalofrío recorrió a Susanna al reconocer aquellas banderas. ¿Cuántos años habían pasado sin que nadie se hubiera atrevido a mostrarlas en público? Casi tan sorprendente como la visión de las banderas checoslovacas era el hecho de que la policía que presenciaba la demostración no irrumpiera para disolverla y mandar a todos los presentes a la cárcel o a un campo de concentración.

—No se hicieron arrestos, ya que la protesta fue pacífica y ordenada —dijo Horst Witzleben, antes de seguir con una noticia diferente. Hablaba como si todo aquello fuese la práctica normal del Tercer Reich desde el principio y no algo próximo a un milagro.

Un obeso oficial pontificaba acerca de las mejoras en el puerto de Hamburgo. Susanna apenas lo oía. Aunque habían desaparecido de la pantalla, ella seguía viendo aquellas banderas checoslovacas ondeando a la larga sombra de San Wenceslao. Si aquellas banderas podían salir del oscuro pasado y atravesar el abismo del tiempo, si podían salir y sobrevivir… ¿qué más podría seguirlas? Susanna tembló con un temor reverencial.

Y luego se le ocurrió algo más. Volvió a estremecerse, esta vez bastante menos feliz. ¿Sabía Heinz Buckliger todo lo que podría salir a la luz si dejaba que la gente dijera lo que pensaba? Nadie en el Gran Reich Alemán, en ninguna parte del Imperio Germano a este lado del Atlántico, había sido capaz de hacer esto jamás. ¿Qué más tenía guardado? ¿Y cómo se revelaría?

Cuando sonó el teléfono de su escritorio, Heinrich saltó. Aquello le sucedía una de cada tres veces. Cuando se encontraba concentrado de verdad, el mundo exterior parecía desaparecer. Parecía, pero no lo hacía. Como prueba de ello, el teléfono volvía a sonar.

Lo descolgó. Willi se estaba riendo de él. Ignorando a su amigo, utilizó el mejor de sus tonos de voz profesionales:

—Sección de Análisis, Heinrich Gimpel al habla.

—Hola, Heinrich. —Si Willi hubiese oído la voz que había al otro lado de la línea, habría dejado de reírse al instante: se trataba de Erika.

—Hola. —Heinrich hizo lo posible por mantener normal su tono de voz. No fue fácil—. ¿Qué… qué puedo hacer por ti?

—Estoy en casa de mi hermana. Leonore vive en el 16 de Burggrafen-Strasse, justo al sur del Tiergarten. ¿Sabes dónde es?

—Sí, creo que sí —dijo Heinrich de manera automática. Luego deseó haber dicho que no. Demasiado tarde, por supuesto. Para deseos de ese tipo, siempre era tarde.

—Bien —dijo Erika. Otra afirmación cuestionable—. Ven a la hora del almuerzo. Tenemos que hablar.

—¿Tú, tu hermana y yo? —dijo Heinrich, sorprendido. Apenas conocía a la hermana de Erika. Leonore, si bien recordaba, estaba separada de un oficial de rango medio de las SS. Era uno o dos años menor que Erika y se le parecía mucho, aunque no era tan… «carnívora» fue la palabra que le vino a la mente—. ¿Para qué? —preguntó.

—No voy a entrar en detalles por teléfono —dijo Erika, lo cual, considerando que las líneas de las oficinas del Oberkommando der Wehrmacht estarían tan intervenidas como cualquiera en todo el Reich, era una buena idea.

Heinrich lo pensó. Si Leonore estaba allí, las cosas no podrían írsele demasiado de las manos. Y aunque lo hicieran, todo lo que tenía que hacer era irse.

—De acuerdo —dijo—. Un poco después de las doce. —Erika colgó sin palabras.

Willi levantó la vista de lo que fuera en lo que estaba trabajando.

—Sales a comer con Lise y su hermana, ¿eh? —dijo, probando que había estado escuchando.

Gracias a Dios que no dije el nombre de Leonore, pensó Heinrich. Consiguió esbozar una sonrisa bastante enfermiza a modo de respuesta. Así evitaba la mentira directa. Willi lo tomó como una contestación afirmativa. Volvió al papeleo que cubría su mesa. Heinrich, que mantenía su área de trabajo pulcra como un cirujano, se preguntó cómo encontraba Willi las cosas. Pero lo hacía. A pesar de que tenía sus problemas, ese no era uno de ellos.

Cuando Heinrich quería hacer algo en el almuerzo, el tiempo antes de poder irse le hormigueaba en las manos y las rodillas. Hoy, cuando realmente no quería, las horas volaron. ¿Había hecho algo más que parpadear una o dos veces antes de levantarse del escritorio? Si lo había hecho, no se había enterado. Al mismo tiempo, Willi se dirigía a la puerta con Ilse. Eso tenía que significar que Rolf Stolle nunca volvió a llamarla. Willi sonreía con satisfacción. Verle con la secretaria hacía que Heinrich se sintiera menos incómodo por hablar con su mujer, pero solo un poco.

¿Por qué no dije que no?, se preguntaba Heinrich mientras esperaba al autobús que le llevaría al parque. También podría haber plantado a Erika y a su hermana incluso después de decir que sí, pero eso nunca se le habría ocurrido. Lo que decía que iba a hacer, lo hacía.

Con los frenos chirriando, el autobús se detuvo enfrente de él. Subió a bordo, metió su tarjeta en la ranura y la metió de vuelta en el bolsillo. El autobús no estaba muy lleno. Se sentó mientras se incorporaban al tráfico.

Diez minutos después, se apeó en Wichmannstrasse, un poco al norte de Burggrafen-Strasse. Cuando miró a través del Tiergarten, vio que tampoco estaba muy atestado. No era extraño, con ese frío y gris día de invierno. Unas cuantas personas constantes se sentaban en los bancos y alimentaban a las ardillas y a las pocas aves que no habían volado hacia el sur.

A regañadientes, dejó el parque atrás y caminó al sur por Wichmannstrasse hasta donde se dividía y torció a la derecha por Burggrafen-Strasse. El barrio databa de los últimos años del siglo XIX o de principios del XX. El tiempo había madurado sobre los ladrillos de las fachadas. Aquí y allá, el moho gris, verde o incluso naranja se extendía sobre el enladrillado, como procedente no de la época de los káiseres, sino del Neolítico.

Ahí estaba el número 20, el 18…, y ahí, con un aspecto un tanto diferente a las casas que lo jalonaban, se encontraba el 16. Con una media sonrisa amarga, Heinrich atravesó el caminito de pizarra, subió los tres escalones de ladrillo rojo y se plantó delante de la puerta, cuyo marco tallado con adornos florales indicaba una respetabilidad burguesa victoriana. Deseando estar en cualquier otro lugar, Heinrich hizo sonar el timbre.

—Está abierto —dijo Erika—. Adelante.

Entró. El vestíbulo era estrecho e incómodo. Describía un ángulo abrupto a la izquierda, por lo que no podía ver el resto de la casa desde la entrada. Un perchero de latón pulido se insinuaba silencioso junto a la puerta. Heinrich colgó en él su abrigo de cuero negro y su gorra alta con visera sobre dos de los ganchos. Luego, con un encogimiento de hombros, se dirigió al salón… y se detuvo en su trayectoria.

Había visto un montón de escenas seductoras en películas. Nunca había esperado meterse en una en la vida real, pero eso era lo que estaba haciendo. Era casi perfecta. Un par de copas altas de champán sobre una mesita de café. Detrás, sobre un sofá, se recostaba Erika Dorsch. Llevaba puesto algo blanco de encaje que no cubría mucho de ella, ni lo cubría muy bien. En las películas no había perfumes, el de esta sala (¿Chanel?) era devastador.

—Hola, Heinrich —murmuró Erika.

Si no pensaba avanzar y hacer lo que era obvio que ella quería que hiciera, debería haberse dado la vuelta y salido de allí tan rápido como fuese posible. Se dio cuenta más tarde. En el momento, cautivado aunque no lo bastante capturado, se quedó simplemente mirando.

—¿Dónde está tu hermana? —balbuceó.

Erika rió con tono musical. Se incorporó, lo cual dejó más de ella al descubierto cuando se deslizó la lencería.

—Tú eres el que dijo que estaría aquí —respondió—. Yo no.

Heinrich lo pensó. Tenía razón. Había asumido lo que había querido suponer. Quizá ella se lo permitiera (no, ciertamente lo había hecho), pero no había mentido. El cuello de la camisa de su uniforme parecía apretarle como nunca.

—Sería mejor que me fuese —musitó, la primera cosa medio inteligente que había dicho, y no era más que eso: inteligente a medias.

—No seas tonto. Siéntate aquí. —Erika le dio una palmadita al sofá, a su lado—. Siéntate. Siéntete como en casa. Bebe algo.

No lo hizo.

—Esto es… —Buscó alguna palabra. No le llevó mucho encontrar una—. Esto es ridículo. ¿Qué demonios quieres de mí?

—Lo que esperabas —contestó—. ¿Tengo que hacerte un dibujo? No creo… Eres muy listo. Y gemütlich. No tienes… mal aspecto. —Él casi rompió a reír. Ni siquiera ella podía empujarle más allá de eso. El veneno llenó la voz de Erika al continuar—: Y Willi es un gilipollas adúltero. Así que, ¿por qué no?

Se inclinó hacia delante para coger una de las copas. Un pezón rosado apareció por un momento al moverse el encaje. Luego volvió a desaparecer. Heinrich no había añadido ninguna entrada en su fichero de Cosas que me encanta ver aunque se suponga que no debo hacerlo desde que tenía 16 años. Ahora añadió una.

—¿Por qué no? —repitió Erika, esta vez como pregunta seria—. ¿Quién iba a enterarse? Nadie excepto nosotros y así obtendría algo de revancha. Es probable que Willi esté ahora mismo follando con esa putita.

Y lo estaba. Heinrich lo sabía, aunque Erika solo lo sospechaba. Pero ella le había preguntado por qué no, y creyó que le debía una respuesta. Eso también fue, como mucho, medio inteligente. De nuevo, se dio cuenta demasiado tarde. Su pensamiento, en ese instante, era menos agudo de lo que debía haber sido.

—Amo a mi esposa —dijo—. No quiero hacer nada que la hiera.

Erika se rió de él.

—Pareces un discurso del Ministerio de Propaganda… excepto que resulta que sé que todos los ministros de Propaganda desde Goebbels han engañado a sus esposas cada vez que tenían la oportunidad. Así que, ¿dónde te deja a ti todo eso?

—Di lo que quieras —respondió—. No creo que esto sea una buena idea.

—¿No? Parte de ti cree que sí. —Erika no estaba mirando su cara.

Heinrich también tenía intención de tener una buena y larga conversación con esa parte. El problema era que dicha parte le replicaba. Con tristeza, dijo:

—Busca otra forma de empatar con Willi. Busca una manera de hacerlo feliz y de que él también te haga feliz a ti. Sé que los dos solíais serlo.

Los ojos de ella relampaguearon.

—No sabes tanto como piensas.

—¿Y quién sí, cuando se trata del matrimonio de otro? —dijo Heinrich razonablemente. Era razonable la mayor parte del tiempo, incluso cuando ser razonable no lo era—. Pero así es como parecía desde fuera.

—No me importa lo que pareciera —dijo Erika—. Y no te he pedido que vengas hasta aquí para contarte historias sobre mi miserable matrimonio.

—No, me has pedido que venga aquí para poder abrir agujeros en él… y en el mío —dijo Heinrich.

—El mío ya tiene agujeros —dijo Erika. Heinrich esperó a ver si añadía algo más sobre el suyo. No lo hizo. Luego continuó—: Te he pedido que vengas para poder olvidar el mío durante un rato.

No iba a olvidarlo. Heinrich podía estar ciego ante muchas cosas que sucedían a su alrededor, pero no ante eso. Si siguiera adelante, Willi estaría en un rincón de su mente (o más bien, en mitad de su mente) en cada segundo. Ella se estaría mofando y riendo de él con cada beso, con cada caricia. ¿Es que ella misma no lo veía?

Pensó en preguntárselo. Mientras pensaba, Erika perdió la paciencia.

—Heinrich —dijo con una voz más imperiosa que seductora—, ¿vas a hacerme el amor o no?

Tuvo que reprimir las risas. Ella le recordaba a un instructor físico de las Hitler Jugend que siempre gritaba: «Bueno, ¿vais a esforzaros más o no?».

—¿Y bien? —dijo ella, al no obtener respuesta de Heinrich. Este se mordía muy fuerte la parte interior de la mejilla. Las carcajadas estaban ya muy cerca.

Tenía que decir algo. Lo que le salió fue:

—Lo siento, Erika.

—¿Lo sientes? —El calor que podía haber sido pasión se convirtió en furia. De una forma u otra, iba a salir—. ¿Crees que lo sientes ahora? ¡Yo haré que lo sientas de verdad, maldito seas! ¡Fuera de aquí! —Cogió la copa de champán vacía y se la arrojó. Él se agachó. Se estrelló contra la pared que tenía detrás. Se batió en una rápida retirada mientras ella estiraba el brazo hacia la copa llena. Esta última le acertó en los fondillos de los pantalones. No se rompió hasta que alcanzó el suelo.

Se puso su abrigo y su gorra (con la visera ladeada) y salió por la puerta antes de darse cuenta de que tenía una mancha húmeda en el trasero. Se encogió de hombros. El abrigo la cubriría hasta que regresara a la oficina y luego se sentaría sobre ella hasta que se secara. Considerando las cosas, habría preferido comer el almuerzo.