Heinrich Gimpel echó un vistazo al informe sobre su mesa para comprobar cuántos marcos del Reich[1] habían recaudado de los Estados Unidos para las bases del Wehrmacht de Nueva York, Chicago y San Luis. Como había pensado, las cifras eran mayores que las de 2009. Bueno, los americanos podrían quejarse, pero aflojarían lo que les correspondía (y en divisa buena, además; nada de esos dólares inflacionistas suyos). En caso contrario, las divisiones panzer se extenderían sobre esas bases y tomarían lo que le pertenecía al Imperio Germano ese año. Y si al mismo tiempo derramaban algo de sangre, los EUA protestarían, pero apenas estarían en posición de devolver el ataque.
Heinrich introdujo las nuevas cifras en su ordenador y luego guardó el estudio en el que había estado trabajando los últimos dos días. El disco duro Zeiss ronroneó con suavidad como si se tragara los datos. Hizo dos copias de seguridad (era un hombre meticuloso y prudente) antes de apagar la máquina. Cuando se levantó de la mesa, se puso el gabán de su uniforme. En los primeros días de marzo en Berlín, el invierno se defendía de la primavera.
Willi Dorsch, quien compartía la oficina con Heinrich, también se incorporó.
—Dejémoslo por hoy, Heinrich —dijo, meneando la cabeza mientras se ponía su propio abrigo—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, en el Oberkommando der Wehrmacht?
—Va a hacer doce años —respondió Heinrich, abrochándose los botones—. ¿Por qué?
Su amigo le tiró un dardo alegremente.
—Todo ese tiempo en el alto mando, bonito uniforme incluido, y sigues sin parecer un soldado.
—No puedo evitarlo —dijo Heinrich con un suspiro. Sabía muy bien que Willi tenía razón. Era un hombre alto, delgado y calvo de cuarenta y tantos, con tendencia a arrastrar los pies en vez de desfilar con ellos. Llevaba el abrigo como si fuese de tweed, confeccionado para un afectado profesor inglés. Se puso la gorra alta en un ángulo inclinado y levantó una ceja, para ver la reacción de Willi. Este sacudió la cabeza. Heinrich se encogió de hombros y abrió las manos.
—Tendré que ser marcial por los dos —dijo Willi. Su gorra le confería un distinguido aire de gallardía—. ¿Vais a hacer algo para la cena de esta noche? —Los dos hombres no vivían lejos el uno del otro.
—En realidad, sí. Lo siento. Lise ha invitado a algunos amigos —dijo Heinrich—. Sin embargo, pronto quedaremos.
—Será mejor que así sea —dijo Willi—. Erika ya empieza otra vez con lo de cuánto te echa de menos. Me estoy poniendo celoso.
—Oh, Quatsch —dijo Heinrich, empleando la mordaz palabra berlinesa para «tonterías»—. Puede que necesite un ajuste de gafas. —Willi era rubio, rubicundo y musculoso, y ninguno de estos deseables adjetivos eran aplicables a Heinrich—. O a lo mejor es solo por mi juego de bridge.
Willi dio un respingo.
—Sabes cómo herir a un tipo, ¿eh? Venga, vamos.
El viento en el exterior de las dependencias militares parecía morder. Heinrich temblaba dentro de su gabán. Apuntó a la izquierda, hacia la Gran Cúpula.
—Los viejos dicen que el tamaño de esa cosa ha revuelto el clima.
—Los viejos siempre se quejan. Es lo que los hace viejos. —Pero la mirada de Willi siguió el dedo de Heinrich. Ambos veían la Gran Cúpula todos los días, pero rara vez la miraban de verdad—. Es grande, vale, ¿pero es lo bastante grande para eso? Lo dudo. —Sin embargo, su voz también dudaba.
—Si me preguntas, es lo bastante enorme para casi cualquier maldita cosa —dijo Heinrich. La Gran Cúpula había sido erigida sesenta años antes, en medio del gran arrebato de triunfo después de que Gran Bretaña y Rusia cayeran ante los planes y los panzers del Tercer Reich. Presumía de una cúpula que alcanzaba los doscientos veinte metros de altura, y tenía más de doscientos cincuenta metros de largo. Cabían dieciséis catedrales de San Pedro dentro de aquel gigantesco monumento a la grandeza de la raza aria. Los ricos de todo un continente conquistado habían pagado la construcción.
La propia cúpula, cubierta de cobre, capturaba la débil luz como una gran colina verde. En la cúspide, en lugar de una cruz, se alzaba un águila germánica con una esvástica en sus garras. Encima del águila, una luz roja se encendía y apagaba como aviso a los aviones que volaban bajo.
El estremecimiento de Willi Dorsch tenía poco que ver con el tiempo gélido.
—Me hace sentir diminuto.
—Es un templo al Reich y al Volk. Se supone que ha de hacerte sentir diminuto —contestó Heinrich—. Comparado con las necesidades de la raza alemana y del estado, cualquier hombre es diminuto.
—Nosotros les servimos. No ellos a nosotros —concedió Willi. Señaló por encima de la plaza Adolf Hitler hacia el palacio del Führer, en el lado opuesto de la inmensa plaza cuadrada adyacente a la Gran Cúpula—. Cuando Speer levantó el palacio, estaba preocupado por si su tamaño empequeñecería incluso a nuestro mismísimo Líder. —Y, de hecho, la balconada sobre la alta entrada a la residencia del Führer parecía una idea arquitectónica tardía.
La risa corta de Heinrich salió como una bocanada de humo.
—Ni siquiera Speer podía prever cómo le ayudaría la tecnología.
—Será mejor que la Policía de Seguridad no nos oiga hablar así de un Reichvater. —Willi también trató de reír, pero la carcajada sonó hueca. La Policía de Seguridad no era cosa de broma.
Sin embargo, Heinrich tenía razón. Cuando el palacio del Führer fue erigido, otra gigantesca águila había dominado el balcón desde el que el gobernador del Imperio Germano dirigía a sus ciudadanos. El águila había sido trasladada al tejado cuando Heinrich era un niño. En su lugar, apareció una enorme pantalla de televisión. La plaza Adolf Hitler tenía capacidad para un millón de personas. Cuando el Führer hablaba a las masas, hasta los de detrás tenían una buena vista.
Junto al edificio del Oberkommando der Wehrmacht se detuvo un autobús. Heinrich y Willi se subieron junto al resto de oficiales que engrasaban los engranajes de la máquina militar más poderosa que el mundo había conocido. Uno a uno, metieron sus tarjetas en la ranura. El ordenador del autobús restó a cada viajero 85 pfennings.
El autobús bajó por el ancho bulevar hacia la Estación Sur. Una miríada de burócratas de Berlín conformaba la mayoría del pasaje, pero no todo. Había un buen número de turistas, venidos de todo el mundo para ver la más maravillosa y terrible avenida del mundo. Indiferente como cualquier nativo, Heinrich solía prestar escasa atención a las maravillas de su ciudad natal. No obstante, siendo el día que era, las exclamaciones de admiración de la gente que las veía por primera vez le hicieron fijarse a él también.
Los centinelas de la división Grossdeutschland, con su uniforme ceremonial, desfilaban fuera de sus garitas. Los turistas de la acera, muchos de ellos japoneses, fotografiaban a los guardias del Führer. Dentro de los barracones, donde los turistas no podían verlas, había otras tropas con trajes de camuflaje. Tenían rifles de asalto, nada de esos Gerehr 98 ceremoniales pasados de moda, y suficientes vehículos de asalto armados para convertir Berlín en escombros. No se quería que los visitantes del exterior pensaran en ellos. Ni tampoco la mayoría de los berlineses. Pero Heinrich calculaba el presupuesto del Grossdeutschland cada primavera. Sabía exactamente lo que había en los barracones.
Las luces de neón aparecieron enfrente de los teatros y los restaurantes cuando la oscuridad llegó. Oscuridad o luz, la gente entraba y salía del gran edificio de estilo románico que contenía una piscina climatizada del tamaño de un pequeño lago. Estaba abierto las veinticuatro horas para aquellos que querían hacer ejercicio, relajarse, o tan solo comerse con los ojos a los atractivos miembros del sexo opuesto. En Berlín lo llamaban Heiratbad, el baño nupcial, a veces transformado por los más cínicos en Heiratbett, el lecho nupcial.
Pasada la piscina, el Museo de los Soldados y el Ministerio Aeroespacial estaban frente a frente, uno a cada lado de la calle. El Museo de los Soldados era un monumento al triunfo de los ejércitos alemanes. Entre los recuerdos que preservaba con primor estaban el vagón de tren en el que Alemania se había rendido a Francia en 1918, y Francia ante Alemania en 1940; el primer Panzer IV que entró en el recinto del Kremlin; uno de los planeadores que habían dejado tropas en el sur de Inglaterra; y, tras un grueso cristal reforzado, los restos retorcidos y radioactivos de la Campana de la Libertad, excavada por prisioneros prescindibles de las ruinas de Filadelfia.
Los ancianos seguían llamando al Ministerio Aeroespacial la Oficina del Reichsmarschall, en memoria de Hermann Goring, el único hombre que jamás tuvo semejante rango. Willi Dorsch empleó su nombre más común cuando le dio un codazo a Heinrich y dijo:
—Me pregunto qué estará pasando estos días en la Jungla.
—Cualquier cosa —contestó Heinrich. Ambos rieron. El tejado del ministerio había sido cubierto con cuatro metros de tierra, en parte como protección contra las bombas aéreas, y luego replantado de manera suntuosa, en parte para satisfacer el gusto de Goring (su apartamento estaba en la planta superior). El Reichsmarschall llevaba muerto casi cincuenta años, pero las orgías que había montado en mitad del follaje seguían siendo una leyenda en Berlín.
—No somos como nuestros abuelos eran —dijo Willi—. En aquellos días, pensaban a lo grande y no se avergonzaban de ser extravagantes. —Suspiró con el lamento de un hombre al que se le han negado grandes cosas por culpa de la época en que le ha tocado vivir.
—Pobres de nosotros, condenados a lidiar con tareas pragmáticas —dijo Heinrich—. Las habilidades que necesitamos para gobernar el imperio son diferentes a las que la generación de Hitler utilizó para conquistarlo.
—Supongo. —Willi chasqueó la lengua entre los dientes—. Envidio tu satisfacción. Casi me enrolé en el Wehrmacht cuando acababa de salir de las Hitler Jugend. A veces creo que debería haberlo hecho. Hay una gran diferencia entre este uniforme —se pasó una mano por delante de su abrigo de doble pechera—, y los que llevan los soldados de verdad.
—¿Es tu corazón el que habla, o es solo que no recuerdas que ya no tienes dieciocho años? —dijo Heinrich. Su amigo dio un respingo, acusando el golpe—. Yo —continuó— lucharía si la Vaterland me necesitara, pero me alegro de no tener que llevar un arma.
—Es probable que todos nosotros estemos más a salvo porque no la llevas —dijo Willi.
—Eso también es verdad. —Heinrich se quitó sus gruesas gafas de montura de oro. La calle, el interior del autobús, e incluso Willi, se volvieron borrosos e indefinidos. Parpadeó un par de veces, y luego devolvió las gafas al puente de su nariz. El mundo recuperó sus contornos definidos.
El brillo de neón de las calles se atenuó mientras el autobús pasaba por las tiendas y los teatros y empezaba a recoger pasajeros de los ministerios de Interior, Transporte, Economía y Alimentación. Más uniformes sin soldados dentro, pensó Heinrich. Los edificios de los que procedían los nuevos viajeros cerraban por hoy.
Sin embargo, al igual que el Oberkommando der Wehrmacht, había dos ministerios que nunca dormían. Un nuevo turno entró en el Ministerio de Justicia para reemplazar a los trabajadores que se iban a casa. La justicia alemana no podía cerrar sus ojos, y pobre de los criminales o los perros mestizos sobre los que cayera su mirada omnipresente. Aun siendo un hombre absolutamente cumplidor con la ley, Heinrich seguía temblando un poco cada vez que pasaba por aquel edificio de fachada marmórea.
El Ministerio de las Colonias también era ajetreado. Gran parte del mundo entraba en su ámbito: los pueblos granjeros de Ucrania, las colonias mineras del centro de África, las plantaciones de té en la India, los ganaderos de las llanuras de Norteamérica… Como si hubiese cazado ese último pensamiento de la mente de Heinrich, Willi Dorsch dijo:
—¿Cuántos americanos se necesitan para enroscar una bombilla?
—Los americanos siempre han vivido en la oscuridad. —Heinrich rió con tristeza—. Ese me lo contó tu padre, Willi.
—Si así fue, parecía más tranquilo que yo. Los yanquis podrían haberse puesto difíciles.
—Por fortuna, «podrían haberse puesto» no cuenta. —El aislamiento y la neutralidad habían impedido a los Estados Unidos prestar atención cuando las potencias aliadas de Europa cayeron una tras otra. Se enfrentaron solos al Imperio Germano y a Japón una generación después… y los océanos no fueron lo bastante extensos para protegerlos de las bombas robot. Ahora trataban de ponerse en pie, pero el Reich no tenía intención de permitirlo.
Un poco después había otro monumento a la victoria alemana: el Arco del Triunfo de Hitler. Heinrich había estado en París de vacaciones y visitado el Arc de Triomphe al final de los Champs Elysées. Sirvió como modelo para el arco de Berlín, y también era a escala. El Arc de Triomphe solo tenía (¡solo!) 50 metros de alto, menos de la mitad que su titánico sucesor. El arco de Berlín medía casi ciento setenta metros de ancho y lo mismo de largo, así que el autobús tardó un buen rato en pasar por debajo, como si atravesara un túnel bajo una colina.
Cuando al fin emergió, la Estación del Sur ya no quedaba lejos. El edificio de la estación suponía un contraste interesante con los monumentales pilares de piedra que jalonaban el resto de la avenida. Su exterior era de planchas de cobre y vidrio, lo que permitía al viajero una vista de las costillas metálicas que conformaban su esqueleto.
El autobús se detuvo al borde de la plaza de la estación. Junto al resto del pasaje, Heinrich y Willi se apearon y atravesaron la plaza hacia los grupos de personas que esperaban junto a los ascensores y las escaleras mecánicas. Caminaban entre más muestras de armamento de los enemigos caídos de los alemanes: los restos de un bombardero inglés dentro de un cubo de metacrilato, un panzer ruso de magnífico aspecto, la torreta de un submarino americano.
—Hacia las entrañas de la tierra —murmuró Willi mientras se agarraba al pasamanos de la escalera mecánica. El tren de Stahnsdorf salía del más bajo de los cuatro niveles de la estación.
Las señales, las flechas y los interminables anuncios del sistema de altavoces hacían que perderse dentro de la estación fuese imposible. Heinrich y Willi se abrieron paso hacia su línea de tren sin ser conscientes de ello. Al igual que la mayoría de los berlineses. Pero los enjambres de turistas eran como grava dentro de una maquinaria perfecta. Había chicos uniformados de las Hitler Jugend y chicas de la Bund deutscher Mädel que ayudaban a todos aquellos para quienes ni las instrucciones más claras estaban claras.
De todas formas, los nativos se quejaban cuando los turistas se ponían en medio. Willi esquivó a un italiano excitado que había dejado caer su maleta barata con el fin de usar ambas manos para hacerle un gesto a un miembro de los Jóvenes de Hitler con camisa marrón, brazalete con esvástica y Lederhosen, y gruñó:
—La gente como esta merece ser enviada a las duchas.
—Oh, venga, Willi, déjale vivir —contestó Heinrich con suavidad.
—Eres demasiado blando —dijo su amigo. Doblaron la última esquina y llegaron a la zona de espera. Willi miró el tablón de horarios de la pared y luego a su reloj—. Cinco minutos para el siguiente. No está mal.
—No —dijo Heinrich. El tren llegó a la estación dentro de los treinta segundos de tiempo estimado. Heinrich no pensó en ello mientras seguía a Willi hacia el vagón. Solo se daba cuenta cuando el tren llegaba tarde. Como habían hecho en el autobús, los dos hombres introdujeron sus tarjetas en el lector y se sentaron. En cuanto el ordenador contó tantos billetes expendidos como la capacidad del vagón, las puertas se cerraron con un siseo. Detrás de ellos, se llenaron tres vagones más. Después el tren comenzó a moverse. La aceleración empujó a Heinrich contra el tejido sintético de su asiento.
Veinte minutos después, una voz electrónica y metálica resonó desde los altavoces del techo:
—¡Stahnsdorf! ¡Esta parada es Stahnsdorf! ¡Pasajeros con destino a Stahnsdorf!
Heinrich y Willi ya estaban de pie frente a las puertas cuando estas volvieron a abrirse. Los dos viajeros se apearon y cruzaron la pequeña estación suburbana hacia la parada de autobús del exterior. Otros cinco minutos y Willi se levantó de su asiento en el autobús urbano.
—Hasta mañana, Heinrich.
—Saluda a Erika de mi parte.
—No estoy seguro de si debo —dijo Willi. Ambos hombres rieron. Dorsch se apeó y caminó hacia su casa, situada tres puertas más allá de la esquina.
Heinrich Gimpel siguió sentado durante unas paradas más. Luego, también se bajó. Su casa estaba al final de una calle sin salida, así que tuvo que caminar durante una manzana entera. Bueno para la salud, se dijo a sí mismo, un consuelo más fácil de creer en primavera y en verano que en invierno.
El clic de su llave entrando en la cerradura provocó gritos del interior de la casa.
—¡Papá!
Sonrió, abrió la puerta y cogió a sus tres hijas por turnos para darles un abrazo y un beso. Cada una se llevaba dos años con la anterior, desde diez hasta seis.
Después levantó también a su mujer. Lise Gimpel dio un chillido; aquello no era parte del ritual vespertino. Las niñas rieron.
—¡Bájame! —dijo Lise, indignada.
—No hasta que obtenga mi beso.
Ella fingió morderle la nariz en su lugar, pero luego dejó que él la besara. Este posó los pies de su esposa en la alfombra y la sostuvo un poco más antes de dejarla libre. Su mujer era un abrazo muy agradable: morena, ojos verdes, varios años más joven que él, y mantenía su figura muy bien. Cuando la soltó, Lise corrió de vuelta a la cocina.
—Quiero acabar de cocinar antes de que venga todo el mundo.
—De acuerdo. —Sonrió mientras observaba su retirada. Al tiempo que colgaba su abrigo y se quitaba la corbata, sus hijas le regalaron con historias del colegio. Escuchó tres relatos simultáneos lo mejor que pudo. Lise volvió a salir el tiempo suficiente para alargarle una copa de liebfraumilch, y volvió a irse.
Las campanas repicaron antes de que ella saliera de la sala delantera. Se dio la vuelta y miró la puerta.
—Voy a matar a Susanna —declaró.
Heinrich miró su reloj.
—Esta noche solo llega diez minutos antes. Y sabes que siempre llega temprano, así que deberías haber estado preparada.
—Hmp… —rezongó Lise mientras iba a abrir a su amiga. Al mismo tiempo, las niñas empezaron a corear:
—¡Susanna es un balón de fútbol! ¡Tía Susanna es un balón de fútbol!
—Heinrich, ¿por qué me llaman balón de fútbol? —quiso saber Susanna Weiss. Estiraba el cuello para mirar hacia arriba—. Soy baja, sí, y no estoy demacrada como tú, pero tampoco soy redonda. —Se sacó el chaquetón de visón y lo puso en manos de él—. A ver, encárgate de esto.
A carcajadas, dio un golpe con los talones.
—Jawohl, meine Dame.
Ella aceptó el saludo como si lo mereciera.
—Fräulein Doktor y profesora será suficiente, gracias —enseñaba literatura medieval inglesa en la Universidad Friedrich Wilhelm. De pronto, y abandonando sus modos imperiales, también empezó a reírse—. Ahora que ya has colgado eso, ¿qué tal un abrazo?
—Lise no está vigilando. Supongo que podemos —Heinrich puso sus brazos alrededor de ella. Esta apenas llegaba a sus hombros, pero su vitalidad suplía con creces su falta de estatura.
Cuando se soltaron, él dijo:
—¿Por qué no vas a la cocina? Puedes fingir que ayudas a Lise mientras te acabas nuestro Glenfiddich.
—El güisqui casi justifica por sí solo la existencia de Escocia —dijo Susanna—. Es un lugar frío, nublado y rocoso, así que tuvieron que hacer algo bueno para mantenerse calientes.
—Si ese es el motivo por el que la gente lo bebe, tu novio tuvo suerte de no haberse prendido fuego aquí, hace un par de años.
—Mi ex novio, danken Gott dafür. —De todas formas, Susanna se sonrojó hasta la raíz del cabello. Tenía la piel muy clara y fina, lo que permitió a Heinrich observar el avance del rubor desde la garganta—. Aún no había descubierto que era un borracho, Heinrich.
—Lo sé —dijo con amabilidad. Si le tomaba el pelo demasiado, perdería los nervios, y nada ni nadie estaría a salvo si eso ocurría—. Adelante. Lise está intentando hacer esa receta que le enviaste.
Las niñas abordaron a Susanna antes de que llegara a la cocina. A pesar de no haber estado casada nunca, era un excelente sucedáneo de tía. Se tomaba en serio a las chicas, escuchaba lo que tenían que decir, y las trataba como a pequeñas adultas. Heinrich sonrió. En realidad, ella misma era una adulta pequeña. Aunque sabía que sería mejor no decirlo en alto.
Walther y Esther Stutzman llegaron unos minutos después, con su hijo, Gottlieb, y su hija, Anna. Anna enseguida se fue con las niñas Gimpel; era un año mayor que Alicia, la mayor de las tres. Heinrich Gimpel miró a Gottlieb.
—Cielos, ¿eso es un bigote?
El joven Stutzman se tocó con un dedo el espacio entre la nariz y el labio superior.
—Lo será, espero. —De momento, la pelusilla era difícil de ver. Por un lado, acababa de cumplir 16. Por otro, su pelo era incluso más claro que el de su padre. Y para finalizar, había decidido dejarse sin afeitar un bigotito de cepillo. El primer estilo del Führer se estaba poniendo otra vez de moda.
Walther Stutzman se diferenciaba de su hijo en apariencia solo por los veinte años de ventaja y la ausencia de cualquier vestigio de vello facial. Mientras le pasaba a Heinrich su sobretodo, preguntó en voz baja:
—¿Esta noche?
—Sí, creo que Alicia está preparada —contestó Heinrich con el mismo volumen—. Le dije que podría estar levantada hasta tarde. ¿Cómo se lo tomó Anna, el año pasado?
—Bastante bien —dijo su padre.
—Después de todo, aquí seguimos —puntualizó Esther Stutzman, una mujer esbelta de cabello castaño claro que miraba a Heinrich a través de unas gafas más gruesas que las suyas. De algún modo, a pesar de todo, su risa tenía una alegría verdadera—. Y si no se lo hubiese tomado bien, no estaríamos aquí, ¿no?
—¿No estaríamos dónde, tía Esther? —preguntó Alicia Gimpel, con una muñeca bajo el brazo.
—No estaríamos aquí en medio del vestíbulo, si supiéramos que la rizosa de la Gestapo nos estaba escuchando. —La sonrisa de Esther le quitó todo el ácido a sus palabras.
Imitando a su padre, Alicia dijo:
—¡Oh, Quatsch! —Anna Stutzman trató de colarse detrás de ella, pero se giró antes de que le hiciera cosquillas. Tenía una altura muy parecida; aunque Anna era mayor, Alicia era alta para su edad.
—¡A cenar! —llamó Lise desde la cocina—. ¡Cenar, cenar, cenar!
Todo el mundo desfiló hasta el comedor. Heinrich Gimpel y Gottlieb Stutzman extendieron la mesa para acomodar a la inusual muchedumbre. Mientras tanto, Walther cogió un par de sillas extras y Susanna Weiss las colocó alrededor de la mesa.
Hicieron una pausa para admirar el asado de cerdo humeante antes de que Heinrich lo atacara con el tenedor y el cuchillo trinchador. Con sus cebollitas, sus patatas y sus zanahorias hervidas, era el festín perfecto para combatir el frío de fuera y dejar a todo el mundo felizmente harto. La mayoría de los comentarios que pusieron el contrapunto a la música del cuchillo y el tenedor fueron alabanzas a la cena de Lise.
Con la comida venía una suave cerveza de trigo mezclada con sirope de frambuesa. A las dos hijas menores de los Gimpel se les solía servir solo dos vasos pequeños. Esta noche, se encontraron con sendas tazas grandes enfrente. Francesca y Roxane las apuraron con orgullo, y ya estaban dando cabezadas para cuando su madre trajo el postre. Masticaron los pastelillos rellenos de ciruela, damascos y chocolate con leche, pero los dulces solo les hicieron estar más somnolientas. La comida y la bebida también adormilaron a Alicia, pero esta se mantenía despierta ante la perspectiva de estar sentada y hablando con los adultos.
Al ver la excitación de su hija, Lise dijo:
—Aún no sabe lo aburridos que podemos ser, con nuestro parloteo sobre niños, impuestos, trabajo y quién se va a la cama con quién.
—¿Quién se va a la cama con quién? —preguntó Esther—. Eso es más interesante que los impuestos y el trabajo, seguro.
Susanna parodió una canción de las Hitler Jugend:
En el páramo y en el campo
nos divertimos hasta agotarnos.
Gottlieb Stutzman se ruborizó casi tanto como ella antes. Esta le tomó el pelo:
—¿Qué pasa, Gottlieb, no esperas encontrarte con una damisela amistosa cuando vas a trabajar al campo?
—No es… práctico, no para mí —contestó con rigidez, frotándose con un dedo la pelusilla del bigote.
—No lo es para ninguno de nosotros, como bien sabe Susanna. —Walther Stutzman le dedicó a ella una mirada severa—. Ni tampoco es práctico para ninguno de nosotros cantar esa canción en ningún sitio que no sea entre nosotros. Si la Policía de Seguridad la oye…
—Lo más sensato es no atraer la atención de la Policía de Seguridad —dijo Lise Gimpel con la solidez de su habitual sensatez—. Hasta los niños saben eso. —Bajó la mirada hacia sus dos hijas pequeñas, quienes trataban con valentía de no bostezar—. Después de que recoja la mesa, será la hora de que las pequeñas se vayan a la cama.
Heinrich le hizo un gesto de asentimiento a Walther y a Gottlieb Stutzman.
—Qué bueno tener otros hombres en casa, para variar —señaló.
—Estás en minoría, ¿verdad? —dijo Walther—. Yo mantengo los números cuadrados. Pero bueno, para eso me pagan. —Tenía un puesto moderadamente importante en el equipo de diseño de ordenadores de Zeiss.
Todos, hasta los hombres, arrimaron el hombro para ayudar a Lise a llevar los platos sucios y las sobras (y no es que hubiese muchas) de vuelta a la cocina. Las dos pequeñas Gimpel cambiaron sus vestidos de fiesta por largos camisones de algodón. Francesca y Roxane recogieron besos de los mayores y luego se fueron al dormitorio que compartían, aunque no sin un par de miradas celosas a Alicia, quien podía seguir levantada.
A pesar de estar amodorrada, Alicia Gimpel estaba henchida de curiosidad y excitación. Se sentó en el borde del sofá. Sus ojos volaban de sus padres a tía Susanna, a tía Esther, a tío Walther o a Gottlieb. Como había dicho su madre, Alicia no sabía de qué hablaban los mayores después de que ella se fuera a dormir, y apenas podía esperar a enterarse.
Su mirada se clavó en Anna. Le dirigió un dedo acusador.
—Tú sabes de qué va el secreto.
—Sí, así es. —Anna sonó lo bastante seria como para sorprender a Alicia. Esta volvió a mirar a su padre. Tras sus gafas, vio cómo parpadeaba con rapidez, como si luchara por aguantar las lágrimas. Y no podía imaginar a Anna ocultándole un secreto. Su boca se torció. Sus ojos se estrecharon. Es lo que su familia conocía por su «cara enfadada». Su padre empezó a levantar una mano. Antes de que pudiera decir nada, Anna, quien también había reconocido la expresión facial, se apresuró a terminar—. Después de esta noche, tú también lo sabrás.
—Está bien —dijo Alicia, apaciguada en parte. Pero nada estaba bien. Podía sentirlo—. ¿Por qué me miráis todos así? ¡No me gusta! —Se giró para enterrar su cara en el cojín del sofá.
—Es un secreto importante, corazón —dijo su madre—. Míranos, por favor. Es un secreto tan importante, que ni siquiera puedes decírselo a tus hermanas.
Aquello impresionó a Alicia. Se incorporó desde el cojín y miró a su madre, con los ojos como platos.
—No puedes decírselo a nadie —dijo su padre—. A nadie en absoluto, nunca. Hemos esperado a que fueses lo bastante mayor para poder contártelo, porque queremos estar seguros, o tan seguros como se pueda estar —a veces su precisión al hablar era exasperante—, de que no nos delatarías diciendo algo que no debes.
—Yo lo supe hace un año, y ni siquiera te lo dije a ti —dijo Anna—. ¿Te das cuenta de lo importante que es? —Parecía orgullosa de sí misma.
Alicia miró a tía Esther y a tío Walther. Ellos también parecían orgullosos de Anna. Y asustados. Alicia nunca les había visto asustados antes, pero no cabía duda. Ver aquello también le asustó a ella.
—Entonces, ¿qué ocurre? —preguntó—. Tienes razón, Anna. No sabía que tuvieses un secreto, y somos las mejores amigas. —Aún sonaba herida, pero ya sólo un poco. Fuese lo que fuese, la hora de enterarse había llegado—. ¿Qué ocurre? —repitió.
Su madre y su padre no respondieron, no de inmediato. También parecían asustados, lo cual alarmó a Alicia mucho más que el miedo en el rostro de los Stutzman. Aquello tenía más peso de lo que nunca hubiese imaginado. Al final, tomando una bocanada profunda de aire, Susanna Weiss dijo una única frase terminante: —Eres judía, Alicia.
Alicia se quedó con la mirada fija. Luego sacudió la cabeza, como si se tratase de un chiste.
—No seas tonta, tía Susanna. Ya no hay judíos en ninguna parte. Están kaputt, acabados —habló con la seguridad de alguien que recita una lección bien aprendida en la escuela.
Pero su padre meneó la cabeza también, para contradecirle. —Eres judía, Alicia. Tus hermanas también son judías. Y Susanna. Y Esther, Walther, Gottlieb y Anna. Y tu madre y yo.
Lo dice en serio. No bromea, se percató Alicia. Las orejas y las mejillas se le quedaron heladas. Aquello significaba que se estaba poniendo pálida y que toda la sangre huía de su rostro.
—Pero… pero… —No sabía cómo continuar, así que paró. Después de un momento, salió un torrente de palabras—. Pero los judíos eran sucios y dementes y enfermos y racialmente impuros. —Quizá tratando de convencerse a sí misma, continuó—. Por eso el sabio Reich se libró de ellos. Eso es lo que dicen mis profesores.
—Todas las lecciones de los libros de texto. —Su padre dejó escapar un largo, largo suspiro—. Yo también me las aprendí.
—Una de las lecciones más duras que todos aprendemos —dijo Walther Stutzman— es que no todo lo que tus profesores te dicen es cierto. Para nosotros, es dos veces más duro.
—¿Es Anna sucia? —preguntó la madre de Alicia.
—Por supuesto que no. —Alicia se enfadó con la sola idea. Miró a su amiga, aún deseando que Anna le dijera que todo aquello era un juego. Pero Anna le devolvió la mirada con una solemnidad adulta impresionante. Había tenido un año para pensar en lo que suponía guardar aquel secreto.
—¿Somos tu padre y yo unos dementes? —insistió la madre de Alicia—. ¿Es Susanna una enferma?
—Puedo llegar a sentirme así, la mañana después de demasiado güisqui escocés —dijo Susanna.
—Chist, Susanna —dijo Lise Gimpel con impaciencia.
—Pero… ¿qué ocurre si alguien descubre que soy… una judía? —Alicia pronunció el nombre con dificultad; era un taco demasiado fuerte como para caber en la boca de una niña de 10 años bien educada—. Si mis amigos de la escuela se enteraran, ya no les gustaría.
—Si tus amigos de la escuela se enteraran, cariño, sería peor que eso —dijo su padre—. Si alguien se enterase de que eres judía, los Einsatzkommandos vendrían por ti, por tus hermanas, por tu madre, por mí, por los Stutzman y por Susanna…; y después, probablemente también por otras personas. —Su voz solía ser amable y suave. En ese momento, era dura como una coraza, afilada como una daga de Solingen.
Alicia no tenía ninguna duda de que su padre quería decir lo que había dicho. También había aprendido lo que eran los Einsatzkommandos en la escuela. En las lecciones, eran héroes que limpiaron el este conquistado, y después los guetos de Nueva York y Los Angeles. Pero si venían a limpiar a su familia…
Su madre intentó tranquilizarla.
—Nadie debe saberlo, mi pequeña. Nadie, a menos que te delates, y a nosotros contigo. Hoy en día estamos bien escondidos, los pocos de nosotros que quedamos. Tenemos que estarlo. —Pero la preocupación nublaba incluso su soleado rostro.
Ella debió aprender las mismas lecciones que yo, pensó Alicia, recordando lo que su padre le había dicho momentos antes. También tiene miedo de los Einsatzkommandos.
—Estamos bien escondidos —repitió su madre.
Pero Alicia sacudió la cabeza con fuerza. Sabía de los millones que habían muerto en Europa, y una generación más tarde en Estados Unidos. Todo alumno de la escuela lo sabía. El Reich se había asegurado de que así fuera. ¡Y ahora vendrán a por mí! ¡Oh, Dios, vendrán a por mí!
—Mi padre ayudó a mantenernos ocultos —dijo tío Walther—. Alteró las bases de datos genealógicas del Reich para demostrar que teníamos sangre aria pura. Ya nadie nos busca, no aquí, en el corazón del Imperio Germano. Nadie cree que haya motivos para buscar. Estamos bastante a salvo, a menos que nos delatemos. Quizás algún día, no en nuestra época, pero cuando nuestros hijos o nietos sean mayores, Alicia, podamos estar a salvo viviendo abiertamente como lo que somos. Hasta entonces, sobreviviremos.
Sus palabras tranquilizadoras acerca de cambiar bases de datos habían empezado a relajar a Alicia. Lo que él no supiera de ordenadores, no lo sabía nadie. Pero cuando habló de vivir abiertamente como judíos, se lo quedó mirando. Se sentía como un animal en una trampa.
—¡Nunca será seguro! ¡Nunca! —dijo con voz estridente—. El Reich durará mil años, y ¿cómo puede haber espacio en él para los judíos?
—Puede que el Reich dure mil años, como Hitler prometió —dijo su padre—. Nadie podrá saberlo hasta que ocurra, si lo hace. Pero cariño, ya había judíos hace tres mil años. Incluso aunque el Imperio Germano dure todo el tiempo que Hitler dijo, seguiría siendo un bebé a nuestro lado. El tío Walther tiene razón: de un modo u otro, sobreviviremos. Es duro fingir no ser quien eres en realidad…
—Lo odio —interrumpió Susanna—. Siempre lo he odiado, desde que lo descubrí.
El padre de Alicia asintió.
—Todos lo odiamos. Pero cuando son malos tiempos para los judíos, como ahora, ¿qué otra opción tenemos?
—Esta no es la primera vez que los judíos hemos tenido que ser lo que somos sólo en secreto —dijo Esther Stutzman—. En España, hace mucho tiempo, fingíamos ser buenos católicos. Ahora tenemos que fingir que somos buenos arios y nacionalsocialistas. Pero en el fondo, somos lo que siempre hemos sido.
Los adultos parecían tan serenos, tan tranquilos… En lo que a ellos concernía, todo iba bien, y todo seguiría bien sin importarlo que pasara. No era así como se sentía Alicia.
—¡No quiero ser judía! —gritó.
La cabeza de su padre se giró rápidamente hacia las ventanas. Un repentino y absoluto pavor le recorrió la cara, al igual que a todos. Alicia lo entendió. Se tapó la boca con las manos. Si uno de los vecinos lo hubiese oído, la Policía de Seguridad estaría a solo una llamada telefónica de distancia.
Después de inspirar hondo, su padre dijo:
—Tienes una salida, Alicia.
—¿Cuál es? —Ella se lo quedó mirando, con los ojos llenos de lágrimas y de preguntas.
—Puedes simplemente fingir que esta noche no ha ocurrido —le dijo—. Sabes que nosotros jamás te traicionaremos, decidas lo que decidas. Si decides no decírselo un día a tu marido, si no es uno de nosotros, y si decides no decírselo jamás a tus hijos, ellos nunca sabrán que tanto ellos como tú sois judíos. Serán como todos los demás del Imperio Germano. Pero una pieza más de algo antiguo y precioso habrá desaparecido del mundo para siempre.
—No sé qué hacer —dijo Alicia.
Para su sorpresa, su padre se levantó, se acercó y la besó en la coronilla.
—Puede que no te hayas dado cuenta, pero esa es la cosa más adulta que jamás has dicho.
Alicia no quería sonar como una adulta, no más de lo que quería ser judía. No parecía tener mucha elección en ninguna de las dos cosas. Decidir aquella cuestión era otra cosa adulta que tenía que hacer, aunque aún estuviese indecisa.
—No es tan malo, Alicia —dijo Anna—. Yo también lloré cuando me enteré…
—Y yo —añadió Gottlieb, lo que hizo que los ojos de Alicia se abrieran más. Él era tan mayor para ella que lo consideraba casi un adulto.
—Pero en cierto modo es especial —continuó Anna—, como ser parte de un club que no acepta a cualquiera. Y no es que lo que somos esté escrito en nuestras frentes ni nada de eso, aunque al principio parezca que es así. Pero si mantenemos el secreto, nadie lo descubrirá. Incluso tenemos nuestras propias fiestas especiales… y hoy es una.
—¿Qué es hoy? —preguntó Alicia, intrigada a pesar de sí misma.
—Hoy es la festividad del Purim —contestó su padre—. Los alemanes y los españoles de los que hablaba tía Esther no fueron los primeros en querer librarse de los judíos. Siempre hemos destacado un poco porque somos diferentes de las demás personas de un país. Y hace mucho tiempo, en el imperio persa…
Sacó una Biblia para contarle la historia a Alicia. No todas las familias tenían una en su casa o apartamento. Sin embargo, los nacionalsocialistas toleraban en su mayor parte a la silenciosa cristiandad. Los profesores de Alicia a veces hacían ruidos de burla acerca de una religión que encajaba más con los esclavos que con los héroes, pero nunca había oído que la Policía de Seguridad arrestara a nadie que creyera en Jesús. No sabía qué pasaría si alguien armara bulla en nombre de Jesús, pero la gente tenía mejores cosas que hacer que armar escándalos por tales cosas. Los cristianos que no estaban callados también eran peligrosos.
—Y así —finalizó su padre—, el rey Ahasuerus colgó a Haman en la horca que había construido para Mordecai, y Mordecai y la reina Esther vivieron felices y ricos desde entonces. —Atrapada por el antiguo relato aunque al principio no había querido, Alicia rió y aplaudió.
Con voz muy baja, Susanna Weiss dijo:
—Ojalá alguien hubiese construido una horca para Hitler y Himmler. Tantos de los nuestros caídos… —Bajó la mirada hacia su trago de güisqui.
Alicia miró a su tía Susanna. El primer Führer y el primer Reichsführer de las SS, quien después había sucedido a Hitler como gobernador del Imperio Germano, eran santos hoy en día, o tan cercano a ello que no había diferencia. Incluso con lo que Alicia había descubierto esa noche, escuchar a alguien desear que fuesen ahorcados supuso una sacudida. Y Susanna… Susanna sonaba como si se sintiera culpable de vivir cuando tantas otras personas (gente de los míos, también, pensó Alicia, maravillada) habían muerto.
—Ojalá se lo pudiera decir a mis hermanas —dijo Alicia.
Su padre y Walther Stutzman se sonrieron el uno al otro. Un momento después, Alicia descubrió por qué, ya que Anna dijo:
—Cuando yo me enteré hace un año, dije: «Ojalá pudiera decírselo a Alicia».
—Es algo nuevo, pequeña —dijo tío Walther—. Es un golpe. Recuerdo lo confuso que me quedé al descubrir lo que era.
—Pero no puedes decirle nada a Francesca y a Roxane, ya sabes. Nada en absoluto —dijo el padre de Alicia—. Son demasiado pequeñas. Sería muy peligroso. Lo sabrán a su debido tiempo, como tú ahora. Si este secreto llega a los oídos incorrectos, estamos todos muertos. Solo porque no queden muchos judíos no significa que la gente no vaya a empezar a darnos caza. Aún somos un blanco legítimo.
—¿Somos nosotros, los que estamos en esta habitación, todos los judíos que quedan? —preguntó Alicia.
—No —dijo su padre—. Hay otros, por toda Alemania y por el resto del Imperio. Tarde o temprano, conocerás a más, y algunos de ellos te sorprenderán. Pero por ahora, cuantos menos judíos conozcas, a menos podrás delatar si pasa lo peor.
¿Quiénes?, se preguntó Alicia. Apartó los ojos. ¿Quiénes de nuestros amigos son en realidad judíos? Nunca lo habría imaginado de los Stutzman, quienes parecían arios perfectos con su aspecto de rubios, ni en un millón de años. Sus profesores insistían en lo feos que habían sido los judíos, con sus gruesos y fofos labios, sus grotescas narices ganchudas y el pelo tan estrafalario. No parecía ser verdad. ¿Qué más le habían dicho que no era cierto?
—Aunque tengamos nuestras propias fiestas, cariño —dijo su madre—, solo podemos celebrarlas entre nosotros. Los pastelitos de tres esquinas que hemos comido esta noche son especiales del Purim. Se llaman Hamantaschen.
—Bolsitas de Haman —tradujo Alicia—. Me gusta. Le va bien el nombre.
—Sí —convino su madre—, pero por eso no puedes llevarte ninguno al colegio para el almuerzo. La gente que no es judía podría reconocerlos. No nos podemos permitir arriesgarnos, ¿lo entiendes?
—¿Ni siquiera con algo tan pequeño como los pastelillos? —dijo Alicia.
—Ni siquiera —dijo su madre con firmeza—. Con nada, nunca.
—De acuerdo, mamá. —La advertencia impresionó a Alicia, por la minuciosidad de las precauciones que tendría que tomar para sobrevivir.
—¿Todo bien, Alicia? —Su padre parecía ansioso—. Sé que esto es mucho para una niña pequeña, pero había que hacerlo, o ya no habría más judíos.
—Todo bien —contestó Alicia—. Me ha… sorprendido. Aún no sé si me gusta, pero está bien. —Asintió de forma lenta y vacilante. Pensó que quería decir lo que dijo, pero no estaba segura del todo.
Anna y ella bostezaron al mismo tiempo, luego rieron. Tía Susanna se levantó, cogió su bolso, caminó hacia Alicia y la besó en la mejilla.
—Bienvenida a la gran familia, querida. Encantados de tenerte.
Mi gran familia, pensó Alicia. Eso sí le gustó. Tía Susanna y los Stutzman siempre habían sido como de la familia para ella. Descubrir que eran de verdad de la misma familia, o al menos parte de la misma conspiración de supervivencia, era tranquilizador, en cierto modo.
Susanna se volvió hacia el padre de Alicia.
—Será mejor que me vaya a casa. Mañana tengo una clase a primera hora.
—Nosotros también deberíamos irnos —dijo Esther Stutzman—. Eso, o esperamos a que Anna se quede dormida (lo que puede tardar treinta segundos), la metemos en el cuarto de las fregonas y nos marchamos sin ella. —Su hija dejó escapar un bufido airado.
Los padres de Alicia fueron a por los abrigos de los demás. Los amigos se quedaron chismorreando en el porche un par de minutos. Mientras charlaban, un furgón de la policía con las luces encendidas dobló la esquina y subió por la calle hacia el final de la calle cortada.
—¡Lo saben! —jadeó Alicia horrorizada—. ¡Lo saben! —Trató de meterse en casa a toda prisa, lejos del águila y la esvástica, que de repente había pasado de ser el emblema nacional a un símbolo de terror.
Su padre la agarró del brazo. Alicia nunca había pensado en él como en alguien particularmente fuerte, pero este mantuvo el agarrón y se aseguró de que la niña no podía moverse. El furgón dio la vuelta y desapareció detrás de la esquina. Se había ido.
—Ya está. ¿Ves? —dijo su padre—. Todo va bien, pequeña. Solo pueden descubrir lo nuestro si nos delatamos. ¿Comprendes?
—Yo… creo que sí, papá —dijo Alicia.
—Bien. —Su padre la soltó—. Ahora puedes entrar y prepararte para ir a la cama.
Alicia no había estado en toda su vida tan encantada de entrar en casa.
Susanna y los Stutzman se alejaron caminando hacia la parada de autobús. Heinrich y Lise Gimpel volvieron a entrar en casa. Una vez cerrada la puerta, se permitió a sí mismo el lujo de un largo suspiro de alivio mezclado con miedo.
—¡Esa maldita furgoneta de policía! —dijo—. Creí que la pobre Alicia iba a saltar fuera de su propia piel… y si así hubiese sido, lo habría arruinado todo.
—Bueno, no lo hizo. La detuviste. —Su esposa le dio un beso rápido—. Voy a asegurarme de que ahora está bien.
—Buena idea —dijo Heinrich—. Empezaré con los platos. —Se subió las mangas, abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente. Cuando lo hizo, aclaró los platos, los vasos y los cubiertos de plata, y los colocó en el lavavajillas. Los fabricantes seguían diciendo que los nuevos modelos eran capaces de lavar platos sin aclarar. Por supuesto, mentían todo el tiempo.
Heinrich seguía ocupado cuando Alicia salió para recibir un beso de buenas noches. Por lo general, era parte de la rutina nocturna. Esa noche parecía especial.
—No hay por qué tener miedo a cada segundo, cariño —dijo él—. Si demuestras que tienes miedo, la gente empezará a preguntarse el motivo. Sigue siendo la misma dulzura de siempre, y nadie sospechará nada nunca.
—Lo intentaré, papá. —Cuando Alicia lo abrazó, esta se quedó colgada durante unos segundos más. Él le dio un apretón y recorrió su cabello con la mano—. Buenas noches —dijo Alicia, y se fue corriendo.
Dejó escapar otro suspiro, más largo incluso que el anterior. Descubrir que eres judío en el corazón nacionalsocialista del Imperio Germano no era algo que nadie, niño o adulto, pudiera aceptar del todo a la primera. Un comienzo de aceptación era todo lo que cabría esperar. Alicia había respondido de sobra.
Su propio padre le había enseñado fotografías pasadas de contrabando de las Ostlands y otras, más recientes, de los Estados Unidos, para advertirle de lo necesario que era el silencio. Seguía teniendo pesadillas con aquellas fotografías después de más de treinta años. Pero aún las conservaba, ocultas en un archivador. Si creía que tenía que hacerlo, se las enseñaría a Alicia. Esperaba que nunca hubiese necesidad, por el bien de la niña y por el suyo propio.
Lise entró en la cocina un par de minutos después. Traía una silla del comedor. Se sentó en ella y esperó a que el fregadero se vaciara y el lavavajillas estuviese lleno. Luego, cuando la máquina empezó a funcionar, se levantó y le dio a su marido un abrazo largo y lento.
—Y la historia se repite, una vez más —dijo.
Como había hecho con su hija, Heinrich levantó en volandas a su mujer.
—Y perduramos una generación más —replicó—. Hemos sobrevivido a muchas cosas. Si Dios quiere, también sobreviviremos a los nazis. No importa lo que enseñen en el colegio, no creo que el Reich pueda durar mil años.
—Alevai que no —Lise empleó una palabra de una lengua asesinada, un vocablo que se resistía a desaparecer entre los judíos supervivientes como el fantasma del padre asesinado de Hamlet—. Pero, desde luego, ahora que hemos transmitido la historia, el riesgo de que nos cojan también se incrementa. Lo hiciste muy bien, evitando que corriera cuando apareció el furgón de la policía.
—Yo no diría tanto —dijo Heinrich con seriedad—. Pero ahora estará nerviosa durante algún tiempo, y es tan joven… —Sacudió la cabeza—. Es extraño cómo el peor peligro está en asegurarnos de que sobrevivimos. Nadie sospecharía nunca que tú o que yo…
—¿Por qué compramos cerdo? —lo interrumpió Lise—. ¿Y por qué tenemos una Biblia con el Nuevo Testamento? Porque tendríamos que cometer suicidio si usáramos una que no lo tuviera, por eso.
—Lo sé —Heinrich lo sabía de sobra: aún tenía su prepucio. Se quitó las gafas, se secó la frente con la manga, y devolvió las lentes a su nariz—. Hacemos lo que haga falta para parecer los perfectos alemanes. Puedo recitar Mein Kampf tan bien como las Escrituras. Pero no es tan fácil para una niña. Recuerda.
Lise asintió.
—Lo sé.
—Y aún nos quedan dos. —Heinrich dejó escapar otro suspiro, y volvió a abrazarla—. Estoy muy cansado.
—Lo sé —dijo ella—. Es más fácil para mí, quedándome en casa con los Kinder como una buena Hausfrau. Pero tú tienes que llevar la máscara en la oficina todo el día.
—O finjo ante los demás que no soy judío o me olvido de todo y lo finjo para mí mismo. Pero no puedo hacer eso, maldita sea. Sé demasiado. —Volvió a pensar en las amarillentas fotografías en blanco y negro del este, y en las de color de Norteamérica—. Seguiremos adelante, a pesar de todo.
Su esposa bostezó.
—Me voy a la cama ahora mismo.
—Te sigo. Oh, hablando de la oficina, hoy de camino a casa Willi me dijo que admiraba lo contento que estoy con mi trabajo y mi vida.
—¿Sí? Dios —dijo Lise—. Ya que debes llevar la máscara, llévala bien.
—Supongo. También me preguntó si estábamos ocupados esta noche. Le dije que sí, como así era, pero tendremos que pasarnos por allí una noche de estas.
—Lo prepararé con mi hermana para que se quede con las niñas —dijo Lise—. Démosle a Alicia un poco más de tiempo para recuperarse del impacto antes de sacarla por ahí. Y se dará cuenta de que Katrina también es una de nosotros, y puede que hablar con ella sea de ayuda.
—Muy lista. Como siempre.
—¡Ja! —dijo Lise, enigmática—. Más me vale. Así te cacé.
—Lo sé. —Heinrich rió—. Además, con las niñas en casa podremos jugar más al bridge. No tendremos que estar pendientes del rebaño.
—Eso es cierto. —Lise también se rió. A estas alturas, ambos estaban acostumbrados a lo extraño que era tener buenos amigos que, si supieran la verdad, estarían encantados de enviarlos a los campos de exterminio. Heinrich estaba deseando pasar con Willi y Erika Dorsch una noche de charloteo y bridge. Dentro de los límites de su educación, Willi era un buen amigo.
Heinrich consideró los límites de su propia educación, bastante más restringida que la de Willi Dorsch. Por una parte, contarle a Alicia cuál era su herencia era trascender esos límites. Por otra, también suponía imponerle una obligación. Y por último… Dejó el hilo de pensamiento antes de perderse.
—¿No habías dicho algo sobre la cama?
—Eres tú el que está aquí de pie, hablando —dijo Lise.
—Vamos.
Cuando su madre la despertó, Alicia tuvo que ahogar un grito. Su noche había estado llena de malos sueños, sueños acerca de ser un monstruo en un mundo lleno de gente corriente, sueños de ser alejada de sus padres, sueños de ser arrancada de sus brazos y llevada a un lugar del que con toda seguridad nunca regresaría, sueños… No los recordaba todos. Esperaba olvidar los que aún sí.
En el instante en que se abrieron sus ojos, pensó que la mano de su hombro era de un hombre de la Policía de Seguridad. El grito se convirtió en un gemido de alivio al reconocer a su madre.
—Oh —dijo—. Eres tú.
—¿Creías que era otra persona?
—Sí —dijo Alicia.
El claro y rotundo monosílabo borró la sonrisa del rostro de su madre.
—Oh, pequeña —dijo, abrazando a Alicia—. Ahora levántate y desayuna… Y recuerda, tus hermanas no lo saben, y no deben saberlo.
—¿Cómo se supone que voy a ocultarlo? —preguntó Alicia.
—Tienes que hacerlo, eso es todo —contestó su madre, lo cual en absoluto era de ayuda—. Levántate, lávate la cara, desayuna y cepíllate los dientes. Tienes que estar preparada cuando el autobús de la escuela llegue a la parada.
Aquel grito quiso salir otra vez. Alicia no podía imaginar cómo pasaría el día sin delatarse ante su profesor y, lo que era más horroroso, ante sus amigos. Pero tenía que intentarlo. Había aprendido a nadar cuando su padre la había arrojado a un arroyo, y tuvo que luchar por salir o ahogarse. Sin embargo, al mismo tiempo pensó que él la habría salvado de ser necesario.
Pero si se metía en problemas con esto, nadie la salvaría. Nadie podría. No sabía mucho sobre ser judía, pero eso lo tenía claro.
Quería quedarse en la cama. Quedarse en la cama para siempre, de hecho. Pero no podía, y lo sabía. Su madre ya había ido a despertar a Francesca y a Roxane. Y allí estaba Francesca, murmurando y gruñendo. Odiaba levantarse por la mañana. Si le dieran la menor oportunidad, se quedaría durmiendo hasta las doce todos los días.
Alicia salió dé la cama un momento antes de que su madre reapareciera en la puerta para decir:
—Muévete. Oh. Ya estás.
—Sí, mamá.
Ser judío significaba problemas. Alicia podía verlo. Pero llegar tarde al colegio también era un problema, del tipo del que había conocido durante años. A ese problema sí sabía enfrentarse. ¿Al otro…? En aquel momento, a Alicia ambos le parecían del mismo tamaño. Era muy inteligente, pero solo tenía 10 años.
Se metió en el baño y sus hermanas salieron del dormitorio que compartían. Acamparían en el pasillo esperándola, así que se dio prisa. Cuando volvió a abrir la puerta, se abrió paso entre ellas y regresó a su cuarto para vestirse. Aquello significaba no tener que decirles nada durante un rato más.
Como cualquier niña de diez años, se puso la blusa y la falda color canela que conformaban el uniforme del Bund deutscher Mädel. Recordaba lo orgullosa que se había sentido al cumplir diez el verano pasado y poder ingresar en la Liga de las Jóvenes Alemanas, como Anna y sus amigos mayores. Ponerse el uniforme y el brazalete con la esvástica, era una señal de haberse hecho mayor.
Sin embargo, mientras se subía las medias blancas y ataba los resistentes zapatos marrones, de pronto el uniforme parecía una mentira, una traición. No soy una joven alemana, pensó infeliz. Soy una joven judía. Temblaba, a pesar del radiador que mantenía su habitación cálida y acogedora.
En sus estantes tenía un clásico infantil de los primeros días del Reich, No creas a un zorro en el campo, ni a un judío en un juramento, escrito por Julius Streicher. Al igual que millones de jóvenes alemanes a lo largo de tres generaciones, había aprendido la diferencia entre los arios y los judíos gracias al pequeño y delgado volumen. Los arios, rubios, guapos y musculosos, podían trabajar y luchar. Los judíos, gordinflones, morenos, con nariz de gancho y vestidos de forma llamativa, eran los mayores sinvergüenzas del Reich. Alicia se lo había creído de todo corazón. Estaba en un libro… en todos los libros. ¿Cómo podían equivocarse?
Los niños arios de cabello rubio o castaño claro lanzaban vítores mientras unos niños judíos, corrientes, morenos, y un profesor judío eran expulsados de su escuela. Unas páginas después, un niño ario sonreía y tocaba una concertina, mientras más judíos, feos, narigones y de labios gruesos, caminaban hacia el exilio, al lado de una señal que rezaba «Calle de sentido único». Los coloridos dibujos eran tan alegres que te instaban a creer en ellos. Alicia también tenía la continuación, El hongo venenoso.
Miró las caricaturas de los judíos. No se parecía a ellas, ni a sus hermanas y padres. A los Stutzman y Susanna Weiss tampoco. Darse cuenta de eso le ayudó a tranquilizarse. Si No creas a un zorro contenía una mentira, quizás había muchas más. Así lo esperó, con todo su corazón.
—¡Alicia! —la llamó su madre—. ¡Date prisa! ¡El desayuno!
—¡Voy! —dijo, apartando el libro.
—Tortuga —dijo Roxane, quien junto a Francesca ya se había sumergido en las salchichas y los huevos. Era la guasona de la familia, siempre buscando la forma de chinchar a sus hermanas mayores, y generalmente encontrándola.
Francesca hizo la pregunta que Alicia había estado temiendo:
—Bueno, ¿qué hiciste anoche cuando te quedaste levantada?
Detrás de Alicia, su madre detuvo de repente su ajetreo por la cocina. Se quedó quieta y callada, esperando a ver lo que la hermana mayor decía… y puede que para saltar y ayudar si era necesario.
—No fue muy divertido —contestó Alicia, de manera tan indiferente como le fue posible—, solo un montón de charla. Adultos —puso los ojos en blanco. Exagerar no hacía daño, no allí. Francesca ya sabía lo que pensaba de los adultos.
Su hermana aceptó lo que le dijo. Su madre empezó a moverse otra vez, como si se hubiese dado cuenta de que estaba parada. Y Alicia… Alicia estaba sumida en la tristeza. No recordaba haberle mentido a Francesca nunca.
Las niñas cogieron sus libros y se fueron a la parada de autobús de la esquina. Niñas mayores con uniformes canela como el de Alicia, niños mayores con sus ropajes marrones de los Jóvenes de Hitler, y niños menores vestidos de todas las maneras, esperando al autobús escolar.
—Hola, Alicia —dijo Emma Handrick, quien vivía cerca—. ¿Tienes la tarea de matemáticas?
—Claro —dijo Alicia, sorprendida de que Emma necesitara preguntar; ella casi siempre hacía los deberes.
—¿Te la puedo copiar de camino a la escuela? —preguntó Emma, ansiosa—. ¿Por favor? Mi madre me ha dicho que me dará una paliza si me ponen otra mala nota.
Ya le había preguntado otras veces. Alicia siempre había dicho que no. Su padre y su madre le habían enseñado que solo debía hacer su propia tarea. Decían que otra cosa sería ilegal. Siempre había seguido el consejo, pues se ajustaba a lo que ella pensaba. Pero hoy todo parecía distinto en el aire. Si decía que no, ¿le denunciaría su vecina por ser judía? Ocurriera lo que ocurriera, eso no era admisible. No se trataba solo de su seguridad, sino también de la de sus hermanas y padres. Asintió y sonrió.
—De acuerdo.
La cara bastante pálida de Emma se iluminó de placer por la sorpresa. Francesca y Roxane parecían horrorizadas. Roxane tenía una expresión de «voy a chivarme» en el rostro. La mayoría de las veces, aquello habría preocupado a Alicia. Ahora «tenía» cosas más importantes de las que preocuparse. Se sentía como Atlas (su clase había dado mitología griega el año pasado), con el peso del universo sobre los hombros.
El autobús de la escuela se paró en la esquina. Las puertas se abrieron con un siseo. Los niños subieron. Un par de amigas de Alicia la saludaron con la mano. Ella les devolvió el saludo, pero se sentó con Emma. Sus hermanas se atrincheraron juntas en otro par de asientos. Al principio, sus espaldas estaban rígidas de desaprobación, pero luego empezaron a hablar con sus propias amigas y olvidaron el escandaloso comportamiento de Alicia. De momento, claro.
—Me has salvado la vida —dijo Emma, con el lápiz corriendo sobre el papel. Acabó el último problema (multiplicación de fracciones) cuando el autobús se detuvo en el patio del colegio—. Creo que incluso he visto cómo hacerlas por mí misma.
—Eso es bueno —dijo Alicia. No estaba muy segura de creer aquello. Estaba bastante convencida de que no se lo creía ni ella. Emma nunca sería una de las más listas de la clase, lo cual era suavizar la realidad. Pero oír aquello salvó la conciencia de Alicia.
Volvió a meter la tarea en su carpeta y se apeó del autobús. Francesca y Roxane saludaron con la mano mientras corrían hacia sus filas, enfrente de las aulas. Quizá hubiesen olvidado su pecado. Quizá. Se puso en su propio sitio en la fila, justo enfrente de Emma, en orden alfabético.
A las ocho en punto, la puerta del aula se abrió.
—Entrad, niños —retumbó la voz del profesor.
—Jawohl, Herr Kessler —respondieron a coro Alicia y el resto de la clase. Por todo el patio, las otras clases saludaban a sus profesores de la misma manera. Todos marchaban hacia las aulas a un paso perfecto…, bueno, no tan perfecto en los cursos de los más pequeños.
Alicia posó sus libros y papeles en el pupitre y se puso firme tras su silla. Estaba frente a la bandera con la esvástica que colgaba junto a la puerta, pero sus ojos apuntaban a Herr Kessler. Estaba de pie tan rígido que podría haberse convertido en piedra. Alicia pensó en Perseo y la Gorgona.
De pronto, el brazo derecho del profesor se estiró adelante y arriba.
—Heil! —gritó.
Alicia y sus compañeros de clase también rindieron honores a la bandera con el saludo alemán.
—Heil!
Hasta esta mañana, había estado orgullosa de saludar a la bandera. ¿Por qué no? Hasta esta mañana, había sido una aria entre arias, una más que merecía ese privilegio. ¿Y ahora? Ahora todo parecía distinto. Nadie más sabía lo que era, excepto ella, y el saberlo le reconcomía. ¿No había llamado el mismo Hitler a los judíos «parásitos de la nación»? Alicia se sentía como una enorme cucaracha. Durante un aterrorizador momento de locura, se preguntó si alguien más podría ver su metamorfosis.
Era evidente que no. Herr Kessler centró el trabajo en la gramática: qué preposiciones requerían el dativo, cuáles el acusativo, y cuáles ambas y con qué cambios en el significado. Alicia no tenía problema con ninguna de ellas. Pero algunas personas sí, Emma, por ejemplo. Alicia sabía que los Handrick tenían el televisor encendido todo el rato; había oído a su madre comentarlo. Así y todo, si escuchas cómo habla la gente educada, si prestas atención, ¿cómo puedes cometer errores? Emma lo hacía, y no era la única. Herr Kessler hizo anotaciones en su cuaderno con tinta roja. Era probable que la madre de Emma le diera una paliza a pesar de haber copiado los deberes de aritmética de Alicia.
Luego vinieron historia y geografía. El profesor bajó un gran mapa del mundo que colgaba sobre el encerado. El Imperio Germano, mostrado con el rojo sangre de la bandera, se extendía desde Inglaterra hasta Siberia y la India. Un rojo más pálido sombreaba las tierras ocupadas pero no anexionadas formalmente: Francia, Estados Unidos, Canadá. Bajo la sombra del imperio estaban los pequeños reinos de las naciones aliadas: el dorado de Suecia, el azul pálido de Finlandia, los verdes de Hungría y Portugal, el azul oscuro de Rumania, el púrpura de España y Bulgaria, y el amarillo del Imperio Italiano alrededor del Mediterráneo. África también era de color rojo en su mayor parte, aunque Portugal, España e Italia mantenían sus colonias en el continente negro. La Unión de Sudáfrica, dominada por los arios, era otro aliado, no una conquista.
Solo el Imperio de Japón, además de Asia del Sudeste, China, las islas del Pacífico y del Indico y Australia, todos en amarillo, se aproximaban en tamaño al Imperio Germano. Los japoneses eran lo bastante fuertes para sobrevivir de momento, aunque no lo bastante fuertes como para ser rivales serios del Reich.
—Y los japoneses, claro está, no son arios —dijo Herr Kessler—. Por eso no poseen verdadera creatividad. Ya se han quedado detrás de nosotros en tecnología y se irán quedando más rezagados cada año que pase. Puede que nuestro triunfo no llegue pronto, pero es seguro. —Los niños asintieron con solemnidad. Sabían lo importante que era ser ario. También Alicia… sobre todo ahora que sabía que no lo era.
Lo siguiente fueron las matemáticas. Repasaron las tareas y resolvieron problemas en el encerado. Alicia realizó bien los suyos. Emma hizo una chapuza. Herr Kessler frunció el ceño.
—Tenías bien tus deberes —retumbó de manera ominosa—. ¿Por qué fallas aquí?
—No lo sé, Herr Kessler —dijo Emma—. Lo siento, Herr Kessler. —Parecía que lo sentía de verdad… por lo que le pasaría cuando su madre se enterara de que no le iba bien.
—Tu tarea de anoche es tan buena como la de Alicia Gimpel —dijo el profesor, y el corazón de Alicia saltó de su sitio. ¿Se había dado cuenta de que Emma había copiado? Pero se limitó a dejar los deberes—. Ahora debes aprender a rematar lo que sabes, como hace Alicia.
—Jawohl, Herr Kessler! —Emma no parecía arrepentida de haber hecho trampas. ¿Cuántas veces habría copiado las tareas antes, y de cuántos alumnos diferentes? Las suficientes para convertirlo en costumbre, eso estaba claro.
De una forma extraña, el prosaísmo de Emma ayudó a Alicia en el almuerzo. Si Emma podía ocultarle al profesor que copiaba, ¿por qué no iba ella a poder evitar que nadie sospechara que era judía? Emma dejaba pruebas, que Herr Kessler habría encontrado si hubiese mirado mejor. Alicia no: nada de Hamantaschen en su caja del almuerzo, ni marcas de Caín en su frente. Papá tenía razón, pensó con gran alivio. Si no cometo un error tonto, nadie pensará que soy otra cosa que lo que siempre he aparentado. Y una de las cosas que nunca había sido es alguien que cometía errores de cualquier tipo, en especial los tontos.
La tarde se le pasó en un abrir y cerrar de ojos. Era buena en ciencias, y bastante buena con el teclado de los ordenadores. Al igual que su padre, tenía menos elegancia y no sabía teclear tan rápido como algunos de sus compañeros, pero era precisa. Tampoco nadie le causó ningún problema yendo a casa. Su primer día sabiendo que era judía, y había sobrevivido.
Un contrato de tres sin triunfos. Tres bazas aún por jugar. Heinrich Gimpel necesitaba ganar las tres para conseguirlo. El muerto no ayudaba. Lise se sentaba enfrente, pero ya habían llegado a donde habían llegado con su propia mano. Tampoco necesitaba mucha ayuda: tenía el as y la reina de picas, y el as de diamantes. Pero el rey de picas seguía sin aparecer. ¿Lo tenía Willi Dorsch a su derecha, o Erika a su izquierda?
Willi se había llevado la última baza, por lo que era mano. Sonrió a Heinrich, quien le devolvió el gesto. Ambos sabían lo que eso significaba. Aún sonriendo, Willi jugó la jota de picas.
Heinrich también siguió sonriendo, más por fuerza que por otra cosa. Ahora tenía que elegir. Si jugaba la reina y Erika tenía el rey, la habría fastidiado. Si jugaba el as y el rey no caía, también la habría fastidiado, porque tendría que salir con la reina en la última baza, y el rey se la llevaría.
Miró a Willi, quien se reía entre dientes, disfrutando de su confusión. Luego miró a Erika. Merecía la pena hacerlo: rostro con forma de corazón; ojos azules, muy azules; una boca ancha y generosa; pelo dorado que le colgaba sobre los hombros… A pesar de lo mucho que disfrutaba de la excusa para estudiar (demonios, para comerse con los ojos) a la esposa de su amigo, el examen no le dijo nada acerca de la mano de ella. Erika se tomaba el bridge muy en serio.
¿El as o la reina? ¿La dama o el tigre? ¿El diablo o el profundo mar azul? Heinrich volvió a mirar a Willi Dorsch.
—A ti te gusta despejar el camino de tus reyes —señaló y jugó la reina.
Erika se descartó de una de corazones.
—¡Ja! —dijo Heinrich a modo de triunfo. Mostró los dos últimos ases—. ¡Hecho!
—¡Maldición! —dijo Willi. Mostró el rey de picas y el rey de diamantes.
—Eso os da la partida —dijo Erika con tristeza. Lo anotó en el cuaderno de tanteo.
—Willi —dijo Lise—, si hubieses jugado el diamante hubiésemos caído. Heinrich habría tenido que llevarse la baza. Luego él habría tenido que salir con el as de picas y tú habrías jugado la jota… reservando el rey para la reina.
Willi pensó durante un par de segundos y dijo otra vez:
—Maldición. —Esta vez, con un tono diferente.
—Me he pasado los últimos quince años tratando de enseñarle a no hacer cosas como esa y no he tenido mucho éxito —dijo Erika—. Tampoco creo que vaya a tenerlo nunca.
—Soy un cabezota —señaló Willi, con cierto orgullo. Juntó las cartas y las ordenó—. ¿Tenemos tiempo para otra partida?
—¿Qué hora es? —Heinrich miró su reloj—. Las doce y cuarto. —Levantó los ojos hacia Lise—. ¿Qué dirá tu hermana?
—Que nos estamos pasando —contestó. Se volvió hacia Erika Dorsch y extendió las manos—. Ya sabes cómo es. Y no es bueno cabrear a tu mejor canguro. De lo contrario, no volveremos a salir jamás de casa.
—Oh, sí —asintió Erika. El hijo y la hija de los Dorsch dormían en sus habitaciones. Ellos no habían tenido que preocuparse de buscar una canguro esa noche. Y Heinrich no había tenido que preocuparse de Alicia. Puede que hable con Katarina de cosas, si sus hermanas le dan la ocasión, pensó. Sería de ayuda. Cree que tía Käthe es interesante. Lise y yo solo somos… papá y mamá.
Willi se puso en pie.
—No desaparezcáis tan rápido. Prepararé una para el camino. —Se dirigió a la cocina.
—Por el amor de Dios, mis muelas ya están castañeteando. —Lise se fue también, en dirección al cuarto de baño.
Eso dejó a Heinrich a solas por un momento con Erika Dorsch. En una película, habría recorrido con su dedo la línea de su cuello. Siempre se había preguntado si ella sabía lo provocativa que era. Si las cosas fuesen de otro modo, se habría sentido tentado a descubrirlo. Pero tal y como eran… de vez en cuando se sentía igual de tentado. Nunca había cedido ante la tentación. Demasiadas implicaciones.
Todo lo que ella dijo fue:
—Has jugado bien esa —lo cual apenas despertaba ninguna fantasía.
Heinrich se encogió de hombros.
—Pensé que era la mejor opción que tenía. Y los cuatro hemos jugado al bridge durante mucho tiempo. Sé cómo funciona la pequeña y brillante mente de Willi. —Sonrió para asegurarse de que Erika no lo tomaba en serio.
Ella también sonrió, pero solo por un momento.
—Piensas las cosas —dijo en tono reflexivo—. Y crees que los demás, incluso las mujeres, también pueden pensar las cosas. —Hizo una pausa, y luego continuó—. Me pregunto si Lise tiene idea de lo afortunada que es. —Lo miró inquisitiva.
Como no sabía qué responder, no dijo nada. Se preguntó si Willi tenía alguna razón para preocuparse de él. La mera idea lo puso nervioso por toda clase de motivos, de los cuales la tentación estaba entre los menos importantes. Cuando se sentía tentado por una mujer como Erika Dorsch, eso le demostraba lo importantes que eran las demás razones.
No decir nada resultó ser una buena idea en términos generales, ya que Lise y Willi regresaron a la salita al mismo tiempo. Willi llevaba una bandeja con cuatro vasos de Kirsch. No podía resistirse a convertir lo de la bandeja en una rutina, como si fuera uno de los mayordomos ingleses de las familias alemanas ricas. Lise se rió. Erika puso los ojos en blanco, mirando al techo. Estaba claro que esta noche encontraba a su marido menos divertido que de costumbre.
Willi les pasó a todos un vaso de aguardiente de cerezas y luego levantó el suyo a modo de brindis.
—Sieg heil! —exclamó.
—Sieg heil! —repitieron los demás. Erika sonó más amortiguada. Heinrich se aseguró de parecer entusiasmado, al igual que Lise. Si eran los buenos nacionalsocialistas y arios que fingían ser, tenían que sonar así cuando brindaban por la victoria, ¿no? Todos a una, reflexionó Heinrich. Erika era una buena aria y, supuso, una buena nazi. A ella no le preocupó sonar diferente. Pero, siendo quien era y lo que era, se podía permitir deslices con las pequeñas cosas. Los Gimpel no se lo podían permitir, en absoluto. Como la esposa del César, tenían que estar por encima de cualquier sospecha, ya que esta significaba el desastre.
—Excelente bebida para antes de acostarse —dijo Heinrich, e hizo el gesto de ser golpeado en la cabeza con un garrote.
—Mañana podrás dormir hasta tarde —dijo Willi Dorsch, bebiendo de un trago su propio Kirsch.
Lise soltó un bufido.
—Conoces a nuestros hijos lo suficiente como para decir algo tan tonto como eso. A Francesca le gusta dormir, pero Alicia y Roxane estarán levantadas antes de que amanezca.
—Un hábito horrible —dijo Willi—. A los nuestros les gusta estar en la cama, esos inútiles perezosos. —Extendió un dedo en dirección a Heinrich—. Lo que me recuerda preguntarte: ¿Van a pagar los americanos sus impuestos este año fiscal?
—No estoy… seguro —respondió Heinrich con cautela. Sabía que no era probable que los americanos lo hicieran, pero no quería decirlo enfrente de Lise y Erika, ya que ninguna de las dos tenían la autorización de seguridad necesaria para oír tales cosas.
El gesto de Willi le indicó que comprendía el motivo de su amigo para ser tan reservado. También le indicaba que pensaba que Heinrich era un blandengue.
—¿Nos estamos preparando para darle su merecido a los americanos si no se avienen a razones? —preguntó Willi.
—No que yo haya oído —dijo Heinrich, lo cual combinaba cautela y verdad.
—Yo tampoco —dijo Willi—. ¿Te acuerdas de mis quejas recientes sobre lo de no vivir en tiempos gloriosos? —Esperó a que Heinrich asintiera antes de continuar—. No creí que fuéramos tan blandos cuando rezongué sobre ello, te lo aseguro.
—Yo no creo que seamos blandos —dijo Heinrich—. Alemania gobierna el imperio más grande jamás visto en el mundo. Gobernar y conquistar son cosas diferentes. Un gobernante puede perdonar cosas que un conquistador tendría que resolver.
—Si quiere seguir gobernando, no puede —dijo Willi mientras su rostro enrojecía.
—No, Heinrich tiene razón —dijo Erika, lo que hizo que Lise alzara una ceja y que Willi se pusiera más colorado aún—. Si quieres mandar sobre un país sin que se produzca una rebelión todos los años…
—Mata a los primeros dos o tres grupos de rebeldes y a todo el que esté relacionado con ellos —lo interrumpió Willi—. Después de un tiempo, la gente que queda (si es que queda) capta la idea y se tranquiliza. Eso es lo que al final nos funcionó en Inglaterra. —En cierto modo, tenía razón. Inglaterra no se había levantado contra el Reich desde mediados de los setenta.
—«Al final» —dijo Heinrich— son un par de palabras que llevan un montón de sangre detrás. Cuando se puede, debemos hacer las cosas de forma… más eficiente. Estas son las dos palabras que a mí me gustan. —Y que, esperaba, no levantarían el interés ni la ira de la Policía de Seguridad.
—Deberíamos irnos corriendo —dijo Lise—. Käthe se va a impacientar. —No quería ningún tipo de discusión política, ni siquiera con amigos. En ese aspecto, era indudablemente lista. Cuando se puso en pie, Heinrich le siguió el palo de modo tan automático como en el bridge.
—Sacaré vuestras cosas del armario —dijo Erika, lo que significaba que la noche había llegado a su fin. Willi salió al vestíbulo frontal con ellos, pero no dijo nada. Heinrich esperaba que su amigo no echara chispas por ser contradicho. No habría estado tan mal que Heinrich hubiese sido el único en no estar de acuerdo con él, pero cuando Erika tampoco lo hizo, le debió sentar como una puñalada en la espalda. Willi consiguió esbozar una sonrisa y hacer un chiste malo cuando los Gimpel se encaminaron hacia la parada de autobús. Aquello tranquilizó la mente de Heinrich. Pero, después de que la puerta se cerrara detrás de Lise y de él, la voz de Willi se levantó, furiosa… y también la de Erika.
—¿De qué iba todo eso? —le apuntó Lise de camino a su casa.
—Creo que Willi piensa que debería sentir celos de mí —dijo Heinrich con tristeza.
—¿Celoso? ¿Celoso de qué? —preguntó su esposa. El no contestó. Su mujer dio un par de pasos antes de detenerse—. ¿Celoso de qué? —Más triste aún, Heinrich sacudió la cabeza—. ¿Y tiene razones para estar celoso de eso? —inquirió Lise, expectante.
—No por mi parte —dijo Heinrich. Aquello cubría la parte más importante de la pregunta. Sin embargo, no toda—. No estoy seguro de Erika —sintió tener que añadir.
Llegaron a la bien iluminada parada de autobús. Lise golpeaba repetidamente con la punta del pie el cemento de la acera.
—No puedo ponerle pegas a su gusto, pero yo te vi primero, ya sabes. Haz el favor de recordarlo.
—Lo haré. Tengo muchas razones para hacerlo —dijo Heinrich.
—Es guapa. Más te vale —dijo Lise. El autobús apareció en ese momento, lo que le salvó de tener que replicar. Un mero consuelo, pero algo es algo.