9. Los motivos del autómata

Cuando multitudes de civiles corrieron a alistarse en el verano de 1914 para acudir al frente a luchar por la causa de su país en la guerra que acababa de estallar entre las grandes potencias europeas, nadie era capaz de imaginar el tipo de confrontación que se iba a desarrollar. La guerra es tan antigua como la humanidad, pero la experiencia que los diferentes países habían acumulado durante siglos al respecto no sirvió de nada ante las novedades que introduciría la Primera Guerra Mundial. La aparición de nuevas armas mecanizadas, la industria aplicada a la producción en serie de proyectiles, municiones y todo tipo de ingenios destinados a causar la muerte del enemigo, la falta de respeto hacia la población civil, el surgimiento de la guerra de trincheras y el desarrollo de estrategias de desgaste interno del enemigo para desbloquear la situación militar fueron sólo algunos de los motivos para que este tipo de conflicto recibiese el nombre de «guerra total». Una parte importante de sus consecuencias fue asumida por los hombres que llevaban a la práctica en el frente los planes de las autoridades que diseñaban la guerra por encima de ellos. Fueron ellos quienes tuvieron que padecer el frío y el hambre de las trincheras, la monotonía de una existencia inhumana que sólo se alteraba con la orden de atacar (que en buena medida era sinónimo de la muerte), las enfermedades o los trastornos psicológicos.

Sin embargo, a lo largo de los cuatro años largos que duró el conflicto no hubo sublevaciones en el seno de los ejércitos que combatían, si se exceptúa la desintegración del ejército ruso durante los meses de revolución que acabaron con el imperio de los zares. El motín del ejército francés que tuvo lugar en la primavera de 1917 fue más bien una huelga, y los actos de desobediencia del ejército italiano tras la batalla de Caporetto en noviembre de aquel mismo año fueron efecto del colapso ante la derrota completa que habían sufrido. Los soldados, por muy mal que lo pasasen, permanecieron en sus puestos de combate, aguantando la larga espera de la muerte o algo peor. El nivel de desengaño, frustración y desgaste les llevó a límites difícilmente imaginables y sin embargo resistieron y lucharon hasta que la guerra que veían ya como inacabable llegó a su fin. Sólo se puede explicar esta entereza si se tiene en cuenta que también hubo factores que animaron a los hombres a continuar con su deber, o que contaron por lo menos con algunos recursos capaces de insuflar algo de oxígeno en sus casi ahogados espíritus. Tal fue el papel de la camaradería, la correspondencia, la lectura… pero también el de la creación de una identidad diferenciada respecto a los oficiales o el de los mitos de guerra. Estos resortes, independientemente de su diversa naturaleza, tuvieron como denominador común la capacidad de ayudar a no perder la fe a quienes casi se habían convertido en autómatas. Fueron en buena medida esos recursos los que lograron mantener vivo el rescoldo de las motivaciones esenciales que mucho tiempo atrás les habían compelido a presentarse voluntarios a lo que resultó ser no un paseo militar, sino una larga e inédita masacre.

En apenas unas semanas, un margen de tiempo prácticamente inimaginable unas décadas antes, las potencias europeas movilizaron a millones de hombres para una guerra que enseguida se extendió por todo el mundo para abarcar regiones tan lejanas como las colonias alemanas de Oceanía y África o los territorios del Imperio otomano. Escenarios tan distintos tuvieron como resultados modalidades de contienda diferentes, pero si hubo alguna que marcó de forma indeleble el período 1914-1918, fue sin duda la guerra de trincheras que se produjo en el frente occidental. La aparición de una guerra de posiciones en la que los soldados de infantería tenían que resistir en trincheras cualquier posible ataque del enemigo al tiempo que se lanzaba contra ellos toda la potencia destructiva de los nuevos tipos de armas, hizo de esta experiencia la más terrible plasmación de la sinrazón bélica. Pese a que los mandos militares tanto de los aliados como de los alemanes eran conscientes del fortísimo desgaste físico y mental que padecían sus tropas, el alargamiento de una guerra que se había presumido corta, la monotonía debida al bloqueo de fuerzas que se produjo en el frente y el altísimo coste en vidas humanas que ocasionaron las ofensivas que intentaron desbloquear esta situación tuvieron como resultado la continuidad y profundización del sufrimiento de los soldados. Lo que nunca pensaron aquellos mandos es que los soldados se darían cuenta de que ese sufrimiento era compartido por los combatientes que poblaban las trincheras enemigas, y que esto podría traer efectos indeseables.

UN ENEMIGO DEMASIADO FAMILIAR

Varios episodios de la Primera Guerra Mundial han quedado fijados en la memoria colectiva de diferentes países como el símbolo del sacrificio de toda una generación de jóvenes en aquella tragedia inconmensurable. Así, los franceses recuerdan con tan profundo respeto y veneración la batalla de Verdún como los británicos lo hacen con la del Somme o los australianos y neozelandeses con la de Galípoli. Si algo hacía todavía más insoportable la sangría de pérdidas humanas a quienes lucharon en esas batallas era la sensación de que el sentido último del conflicto se les escapaba. En las trincheras las discusiones sobre las causas de la guerra fueron frecuentes. Dos excombatientes, el australiano Frederic Manning y el alemán Erich Maria Remarque, plasmaron su experiencia en el frente occidental en sendas novelas, en las que se encuentran momentos en los que los soldados de infantería conversaban sobre el tema. En The Middle Parts of Fortune de Manning la charla se origina por queja de un soldado porque los mandos les hablan «de libertad, y de luchar por tu país, y de la posteridad, y de todo eso; pero lo que yo quiero saber es por qué estamos luchando todos nosotros…». En Sin novedad en el frente de Remarque uno de los soldados afirma: «Resulta divertido si lo piensas […] Nosotros estamos defendiendo nuestra patria. Y resulta que los franceses también están defendiendo la suya. ¿Quién tiene razón?»; mientras, otro contesta a un compañero que asegura que las guerras se originan por el insulto que un país lanza a otro: «No lo entiendo. Una montaña alemana no puede insultar a una montaña francesa, ni un río, un bosque o un maizal».

La similitud de las condiciones en que vivieron los soldados de ambos bandos y los sufrimientos a que se vieron sometidos acabó dotándoles de una conciencia clara de que además de las cosas que les separaban había otras que, si no les unían, por lo menos les dejaban en una situación muy similar. Quizá la razón de esta identificación procedía del convencimiento expresado por el soldado británico Max Plowman: «Bajo este resplandeciente sol resulta imposible pensar que en cualquier momento, nosotros en esta trinchera y ellos en otra, podemos reventar en mil pedazos como consecuencia de las granadas disparadas desde cañones a distancias invisibles, por tipos cordiales que estarían perfectamente dispuestos a convidarte a una copa si te los encontrases cara a cara». Fue la generalización de esta impresión la que produjo algunos momentos de confraternización entre las líneas durante la contienda. El más conocido de ellos se produjo durante la Navidad de 1914 en el frente de Flandes. Durante la Nochebuena los soldados aliados se sorprendieron al ver aparecer en algunos sectores de las trincheras alemanas árboles de Navidad seguidos de voces que cantaban villancicos, especialmente Stille Nacht, heilige Nacht (la versión original alemana de Noche de paz). Los soldados británicos respondieron cantando «The First Nowell the angel did say…», un villancico tradicional de Cornualles, del siglo XVIII. Fueron cantando unos y otros, como en un certamen que cerraron los alemanes con el Adeste fideles.

Al día siguiente, y tras un breve período de cautela, alemanes, ingleses y en menor medida franceses treparon por las paredes de las trincheras, se estrecharon las manos felicitándose las Pascuas e intercambiaron pequeños regalos como cigarrillos, tabaco o periódicos. En algunas partes los soldados de ambos bandos compartieron la cena del día de Navidad e incluso se celebró al menos un partido de fútbol entre los contendientes, con los equipos del 133.º Regimiento de Infantería de Sajonia y los Seaforth Highlanders, ganado por los alemanes por 3 a 2. La fotografía de este publicada en la portada del Daily Mirror pese a los esfuerzos de los mandos para destruir los testimonios de la tregua, demostraba cómo el odio al enemigo preconizado por el discurso oficial no era más que una impostura bélica que podía sucumbir ante el deseo de vivir de unos hombres que, en el fondo, eran actores en una guerra que no era suya. La tregua espontánea sirvió para enterrar a los cadáveres abandonados en la tierra de nadie, y en algunos sectores se celebraron ceremonias fúnebres conjuntas. En una de ellas alemanes e ingleses recitaron juntos el Salmo 23 de la Biblia, «El Señor es mi pastor…».

El hecho, que se produjo en sectores puntuales, pilló completamente por sorpresa a los mandos de ambos ejércitos. Absolutamente atónitos por lo que estaba sucediendo, fueron recabando información a lo largo del día de Navidad y enviando inmediatamente órdenes para que se abortasen las iniciativas de confraternización, de modo que el día 26 se reiniciaron las hostilidades, aunque con menor intensidad. Conscientes de los graves inconvenientes que podían surgir si la noticia de la tregua se difundía, los mandos se afanaron en destruir las fotografías de la jornada, así como en censurar las cartas de los soldados en que se contaba lo sucedido. La inhumana maquinaria de la guerra no estaba dispuesta a ceder un solo milímetro de su aplastante conquista sobre el espíritu de los soldados. Sin embargo, en algunas partes los soldados prolongaron la tregua de hecho, no disparando al enemigo durante todo el mes de enero, lo que provocó casi el pánico del alto mando. Una secuela de aquella primera tregua de Navidad demostró que su preocupación estaba justificada. En el frente oriental se produjo una espontánea tregua de Navidad en 1916, y ya no fue posible lograr que los soldados rusos luchasen. A primeros de año comenzaron a romper la disciplina, a amotinarse, y la revuelta se extendió por todo el ejército, convirtiéndose al mes siguiente, febrero de 1917, en la revolución que derribó al zar.

En los años siguientes de guerra las treguas escasearon, ya que el odio al enemigo fue debidamente alimentado por los mandos y la propia dinámica bélica. Sin embargo sí se produjeron situaciones en las que la intensidad del conflicto se reducía o en las que se llegaba a acuerdos tácitos de no agresión. Uno de los fenómenos que más ha llamado la atención a los historiadores fue el desarrollo del sistema basado en la norma «vive y deja vivir». Este tuvo lugar en sectores aislados del frente en momentos de poca actividad bélica. En opinión de la historiadora neozelandesa Joanna Bourke, este sistema «dependía de la percepción aproximada de la fortaleza relativa de cada unidad militar y, por tanto, era más firme cuando los dos bandos estaban más o menos igualados. Fue común que los hombres se negaran a salir de las trincheras y hacer más de lo estrictamente necesario, a menos que se los obligara a punta de pistola, y también que fingieran estar enfermos». Esto significaba en la práctica que se podía llegar a treguas tácitas y oficiosas, que solían consistir en limitar el fuego a determinadas horas del día, prohibir el disparo de francotiradores durante las comidas, acordar que si se encontraban las patrullas nocturnas por la tierra de nadie no se atacase o acceder a que el enemigo pudiese retirar a sus muertos del campo para enterrarlos. Este sistema sólo estuvo vigente en las partes más tranquilas del frente (sobre todo en la zona más meridional del frente occidental) y durante períodos puntuales.

Además se podían producir situaciones en las que el encuentro con el enemigo no se traducía en el inicio de un combate. Según el historiador canadiense Tim Travers, «el conflicto a veces se podía evitar, como en el caso de una patrulla alemana que en junio de 1916, con los fusiles al hombro, se encontró inesperadamente con un puesto avanzado francés en medio de la niebla. Un suboficial alemán simplemente dijo en francés: “Triste guerre, monsieurs! Triste guerre!” [“¡Triste guerra, señores! ¡Triste guerra!”] y los franceses sencillamente permitieron a la patrulla alejarse mientras se desvanecían en la niebla». En otros casos los soldados se sentían reacios a responder con las armas. El poeta británico Edmund Blunden recordaba en sus memorias cómo en una ocasión su unidad se vio sorprendida cuando unos veinte alemanes salieron de su trinchera preguntando a los británicos «Good morning, Tommy, have you any biscuits?» («Buenos días, Tommy, ¿tenéis galletas?») y, después de intercambiar alborozadamente algunas palabras a gritos, volvieron tranquilamente a sus puestos. Asimismo el oficial francés Paul Maze señaló cómo una vez tuvo a tiro a un alemán que estaba en su trinchera sentado, pero decidió no dispararle en cuanto reconoció lo que estaba haciendo, una tarea a la que los propios franceses tenían que dedicar varios ratos al día, la de despiojarse. Otros momentos como la recogida de los muertos o heridos y las reparaciones de envergadura de las trincheras después de temporadas de fuertes lluvias eran ocasionalmente respetados como situaciones en las que no se debía hostigar al enemigo.

Sin embargo este reconocimiento del sufrimiento del adversario como similar al propio no fue obstáculo para que a medida que avanzaba la guerra el odio fuese abriéndose camino por encima de la solidaridad y el humanitarismo. Aparte de la violencia y el derramamiento de sangre que supusieron las ofensivas planificadas por los altos mandos, desde 1915 las patrullas nocturnas por la tierra de nadie fueron adquiriendo ocasionalmente la forma de incursiones contra el enemigo, para las que se desarrolló una panoplia de armas cuerpo a cuerpo, dagas, machetes, puños de hierro, mazas y flagelos, o simplemente palas afiladas como hachas, que retrotraían a tiempos más primitivos, cuando los guerreros tenían que matar a mano, viendo la sangre del enemigo. En muchos casos fueron los propios oficiales de las unidades del frente los que organizaban estas razias como una forma de mantener alto el ánimo bélico de la tropa e impedir que se oxidase por la inactividad cotidiana en las trincheras. Su objetivo principal era obtener información sobre la situación del enemigo en un sector concreto del frente y a medida que fue avanzando la guerra algunas de estas iniciativas fueron tomando cada vez más envergadura, incluyendo una planificación más cuidadosa, órdenes precisas e incluso apoyo de la artillería. Se acabaron convirtiendo en una especie de pequeñas ofensivas. El escritor alemán Ernst Jünger describió cómo sus superiores le ordenaron que tomase bajo su mando a dos hombres el 20 de junio de 1916 y que cruzase la tierra de nadie para averiguar si los británicos estaban excavando. La patrulla de Jünger fue descubierta y se vio envuelta en una escaramuza antes de poder intentar la retirada, quedando viva en su mente la sensación que tuvo en aquel momento: «La liza será corta y asesina. Tiritas sacudido por dos sensaciones violentas: la excitación tensa del cazador y el terror de la presa». Por tanto el enemigo se fue convirtiendo cada vez más en el objetivo a abatir, pese a su cercanía física en las trincheras y a la similitud de su sufrimiento cotidiano. Los sentimientos de camaradería y hermanamiento se desarrollarían a partir de entonces con los compañeros de la unidad, adquiriendo a veces expresiones que sorprenderían a los propios soldados.

HERMANOS DE ARMAS

La estancia de los soldados en el frente fue una experiencia que puso a prueba su capacidad de resistencia en todos los sentidos. La convivencia con la muerte, con las heridas, la mutilación y la enfermedad supusieron una enorme conmoción para muchos de ellos. En otros casos el trauma más importante fue el de tener que matar, ya que la educación que habían recibido en su vida de civiles iba precisamente encaminada a evitar la violencia. Todos estos fueron elementos que determinaron que, entre otros, el resultado de su dilatada experiencia bélica fuese una profunda deshumanización. Algo realmente sorprendente es que para poder sobrevivir esos mismos soldados aplicasen el mismo proceso de deshumanización al enemigo, al que pronto dejaron de percibir como otra persona para convertirlo en otra clase de ser cuya muerte era más tolerable. Los franceses aplicaron a los alemanes el apelativo denigratorio tradicional en lengua francesa, boche, mientras que los ingleses escogieron un término pensado para acentuar su caracterización como los representantes de un militarismo brutal y bárbaro que debía ser derribado, el de huns (hunos).

Los testimonios de los propios soldados hablan sobre este proceso de enajenación, de insensibilización hacia el prójimo, que se convirtió en una exigencia para sobrevivir en aquel contexto. El joven soldado de infantería René Arnaud, al salir en 1916 de la primera línea de combate de Verdún, dejó anotado en su diario: «Tal vez esta indiferencia sea el mejor estado en que pueda sentirse una persona que se halla en combate: actuar por hábito y por instinto, sin esperanzas y sin miedo. El prolongado período de sentimientos exacerbados acabó aniquilando la capacidad de sentir». Casi un año más tarde, el soldado británico Alfred Pollard reflexionaba a raíz de su hallazgo de una trinchera plagada de cadáveres cerca de Grandcourt: «… yo no era más que un niño que contemplaba la vida con esperanzado optimismo y veía la guerra como una aventura interesante. Cuando ese día descubrí los cuerpos de los hunos muertos por el fuego de nuestras granadas me invadió la compasión por esos hombres cuyas vidas habían sido segadas en el momento de su máximo vigor. En cambio, ahora yo era un hombre y sabía que pasarían años antes de que terminara la guerra. Y miraba una trinchera llena de cuerpos sin sentir nada en absoluto. Ni lástima ni temor a que yo también pudiera estar muerto pronto; ni siquiera rabia contra los hombres que los habían matado. Realmente no sentía nada. Yo tan sólo era una máquina que intentaba cumplir con su deber lo mejor posible».

Uno de los puntales para soportar aquel sinsentido fue, como señalan los propios soldados, el compañerismo, el estrechamiento de lazos afectivos entre los miembros de cada pequeña unidad de combate. Estas relaciones eran muy vulnerables, ya que la vida en el frente estaba sujeta a numerosas contingencias, desde una baja en la batalla hasta un traslado o un ascenso. Pese a ello, los lazos afectivos entre compañeros fueron uno de los resortes más importantes para afrontar el sufrimiento de los años de guerra sin perder la razón. Gracias a ellos, los soldados, que habían sido arrancados de sus entornos familiares y afectivos al ser trasladados al frente, lograron preservar en cierta medida su equilibrio emocional. A través de ellos pudieron proyectar toda una serie de sentimientos que la realidad de la guerra les había obligado a dejar en la retaguardia junto a todo aquello que les hacía sentirse seres humanos. En la novela Sin novedad en el frente, del excombatiente alemán Erich Maria Remarque, uno de los protagonistas reflexiona al escuchar las voces de sus compañeros en la trinchera: «Esas voces […] me alejan de golpe del terrible sentimiento de aislamiento que acompaña al miedo a la muerte, al que he estado a punto de sucumbir. […] Esas voces significan más que mi vida, más que sofocar el temor; son lo más fuerte y protector que hay: son las voces de mis amigos». Aunque en este caso se trata de una recreación literaria, otros soldados dejaron un testimonio similar en escritos autobiográficos, como el británico Guy Chapman, quien escribió: «Al recordar a aquellos fieles soldados desfilando hacia sus barracones, […] descubrí que ese grupo de hombres formaba una parte tan importante de mí que su disolución rompería aquello a lo que he profesado el mayor afecto que jamás hubiera soñado. Éramos todo en uno».

Las expresiones a veces arrebatadas sobre estos vínculos afectivos que nos han llegado por escrito han llevado a algunos especialistas a plantear la existencia de un trasfondo homosexual en estas relaciones. Sin embargo, muchos de los que aceptan dicha connotación suelen considerar que la mayor parte de ellas respondían a una forma casi platónica de homosexualidad, un enamoramiento idílico en el que lo físico no estaría presente. Se trataría así de la manifestación de la afectividad de unos hombres en una situación crítica muy prolongada y en la que prácticamente todas sus relaciones se desarrollaban con otros hombres. Con toda probabilidad se dieron también relaciones homosexuales entre soldados, pero las expresiones de intensa afectividad hacia los compañeros no se vincularon a ellas necesariamente. Por otra parte, la homosexualidad era objeto de fuerte rechazo social a comienzos del siglo XX, por lo que no era habitual dejar testimonio escrito de tales sentimientos. Algunos historiadores, como el británico Richard Vinen, han destacado que, ya fuesen reales o platónicas, estas expresiones afectivas lo que en realidad denotaron fue una auténtica crisis de la masculinidad tradicional, ya que la Gran Guerra «se vio como algo particularmente “masculino”, lleno de acción, heroísmo y conquista. […] Las cosas, sin embargo, no salieron como se había creído. Los hombres, que habían esperado poder disfrutar a los pocos meses de un recibimiento triunfal por parte de sus admiradoras mujeres, se encontraron embarrancados en las trincheras del frente occidental, y los únicos contactos que tuvieron con personas del otro sexo tuvieron lugar por lo general en los deprimentes burdeles del ejército. La vida cotidiana de las trincheras también cuestionó las ideas al uso sobre la naturaleza de la masculinidad. Allí no se daba el ostentoso heroísmo que en otro tiempo se había presentado como la suma expresión de la virilidad; lo que más se hacía era arrastrarse, agacharse y esconderse». En cualquier caso algunos testimonios escritos por los protagonistas justifican completamente la intensidad y fuerza del debate, como uno del propio Guy Chapman: «Mi amor por los hombres con los que viví de 1914 a 1918 es de un tercer tipo, asexuado en el sentido corriente del término, completamente desprovisto de ese elemento de miedo y tensión que se da en el amor sexual, ya sea hacia un hombre o hacia una mujer, de miedo al fracaso físico o a la humillación. Llamémoslo, tal vez, amor esencial, o la esencia».

Independientemente de que los vínculos entre los camaradas de armas en el frente tuviesen una connotación sexual, la solidez de estas relaciones muchas veces se veía reforzada por la voluntad de ennoblecer la deprimente vida cotidiana de los soldados. Una de las formas de hacerlo era la de intentar revivir modos de combate más nobles que los deparados por la guerra industrial de la que formaban parte. Generalmente los soldados criticaban la crueldad de un conflicto en el que muchas veces no tenían ni siquiera ocasión de defenderse. Unidades completas podían morir como resultado de proyectiles de artillería lanzados a kilómetros de distancia o de las ametralladoras durante los avances ordenados por los mandos. Sin lugar a dudas se trataba de finales muy crueles para quienes se jugaban todos los días la vida por principios que creían nobles. De ahí que otorgasen un alto valor al combate cuerpo a cuerpo y a armas como la bayoneta.

Las posibilidades de entablar una lucha cara a cara eran muy escasas (básicamente se limitaban a las reyertas en los encuentros de patrullas nocturnas), y la bayoneta, aunque continuaba formando parte del armamento, quedó convertida rápidamente en un anacronismo. Sin embargo era considerada como un símbolo de tiempos pretéritos, cuando los enfrentamientos entre combatientes se hacían portando armas cuya eficacia dependía estrictamente de la habilidad de quien las empuñaba, por lo que el mejor dotado para el combate tenía mayores posibilidades de sobrevivir. En este tipo de lucha, la vida y la muerte eran cuestión del mérito individual y no de ataques ejecutados de forma indiscriminada y a distancia. La bayoneta fue por tanto la expresión evidente de que sobrevivía cierto romanticismo e idealismo en la mente de unos hombres casi anulados por la experiencia bélica. Aunque el fusil y la ametralladora le habían quitado todo el sentido, su presencia era la plasmación del deseo de que un ideal noble subsistiese en una guerra completamente deshumanizada. En medio de la sinrazón, pequeños objetos se convertían en símbolos que dotaban de sentido a las vidas de los que podían morir en cualquier momento, un sentido que, por el contrario, estructuras tan básicas en el ejército como la disciplina o la jerarquía frecuentemente erosionaban.

AGRAVIOS COMPARATIVOS

Uno de los principales problemas a la hora de incorporar masas de voluntarios civiles en los ejércitos tradicionales europeos fueron las dificultades que estos encontraban para sintonizar con los altos cargos del escalafón, sobre todo con los mandos más elevados. En general los ejércitos europeos eran instituciones conservadoras y con un fuerte sesgo de clase, en las que las más altas jerarquías eran copadas por individuos pertenecientes a familias de alta extracción social y larga tradición en el ejercicio de las armas. Los voluntarios que pasaron a engrosar las filas eran civiles de muy distintas procedencias sociales, desde obreros y campesinos a profesionales liberales educados en la universidad o miembros de la baja burguesía urbana como pequeños comerciantes o tenderos. En la mayoría de los casos la necesidad de tener fuerzas listas para luchar en el frente hizo que su instrucción militar fuese mínima e improvisada, de modo que su incorporación al rígido mundo militar contaba con todos los ingredientes para no resultar fácil.

La excepción a esto era el ejército alemán donde, pese a existir la casta militar nobiliaria más pétrea de Europa, se habían aprovechado los sentimientos patrióticos de las clases medias integrándolas en la institución castrense mediante el sistema de los Einjährig-Freiwillige (voluntarios de un año). Los hijos de burgueses, profesionales y propietarios con cierto nivel de educación, cumplían su servicio militar obligatorio como voluntarios, siendo durante un año soldados rasos pero con notables privilegios de trato. Entre otras cosas llevaban magníficos uniformes hechos a medida en buenos sastres militares, lo que les permitía sentirse literalmente «orgullosos de vestir el uniforme». Transcurrido el año de soldados eran promovidos a suboficiales de complemento, y posteriormente, según volvían temporalmente al servicio activo como reservistas, ascendían hasta el grado de oficial, lo que permitía al ejército alemán contar con un numeroso y bien instruido cuerpo de cuadros de reserva. Circunstancia imprescindible para el buen funcionamiento de este sistema era la movilización cada cierto tiempo de los reservistas, que se incorporaban a las maniobras anuales del ejército regular. De esta manera el militarismo que en otras sociedades era un rasgo de la casta militar profesional, a menudo una pequeña nobleza, estaba implantado en el conjunto de la sociedad del Reich. Incluso la burguesía judía había sido asimilada al sistema, y los hijos de las familias hebreas acomodadas solían servir como voluntarios de un año en los dragones.

El medio fundamental para mantener la cohesión y la unidad de acción del ejército era la disciplina, cuya aplicación se sustentaba en apelaciones a los valores patrióticos (y en el caso de Francia y Bélgica además en el apremio de liberar el territorio invadido por los alemanes) y en las necesidades prácticas de gobernar semejantes masas humanas. Sin embargo la capacidad de arraigo de este sistema de normas y sanciones en los nuevos reclutas demostró ser muy limitada, pues pronto estos lo criticaron por considerarlo como algo anticuado, que no se adaptaba a la nueva realidad bélica. Quizá porque los propios mandos del ejército fueron conscientes de ello y porque por lo general se mantuvo la lealtad de las fuerzas armadas, las sanciones no siempre fueron aplicadas de forma implacable. Por ejemplo, el número de penas de muerte dictadas por la justicia militar a soldados bajo su jurisdicción fue, durante la guerra, baja para los estándares de la época: 346 británicos, 700 franceses (pese a la insubordinación generalizada de la primavera de 1917), 48 alemanes y 35 estadounidenses fueron ejecutados. El número más elevado correspondió al ejército de Italia, en el que la mano dura ejemplarizante fue un recurso fácil para meter en cintura a un ejército compuesto en buena medida por campesinos escasamente alfabetizados gobernados por unos mandos muy ineficientes. El resultado fue el de 750 soldados italianos ejecutados a lo largo de la guerra.

La concentración de los soldados en las trincheras facilitó sumamente su control, pero esta sedentarización también favoreció enormemente el alejamiento de los altos mandos militares de la primera línea del frente. Que el distanciamiento no era sólo algo físico se expresaba de muy diferentes formas. Mientras que los soldados de todos los ejércitos habían abandonado sus llamativos uniformes decimonónicos, los altos mandos seguían distinguiéndose por su apariencia. En el ejército británico los oficiales de baja graduación aceptaron los cambios de sus uniformes para adaptarlos a la nueva realidad bélica, mientras que los altos oficiales mantenían el color rojo en las sardinetas del cuello y las bandas de sus gorras. En palabras del historiador Paul Fussell, «las insignias rojas eran signos de un trabajo intelectual que se llevaba a cabo en oficinas y despachos; los galones de color caqui, fuera cual fuese su graduación, revelaban el trabajo de mando, el halago y la negociación propios de los capataces». Incluso entre los propios oficiales, aquellos que ejercían el mando en el campo de batalla eran vistos como inferiores por quienes ocupaban la parte más alta del escalafón militar. El general de división británico Herbert Essame describió sorprendido lo que contempló a este respecto en la estación Victoria de Londres, cuando se disponía a tomar el tren de vuelta a Francia tras un permiso: «Había seis trenes en los andenes desde donde se partía. En cinco de ellos se subieron grupos de hombres con mochilas a la espalda, en departamentos mal iluminados, cinco en cada fila, eran los oficiales regimentales y los hombres que volvían a las trincheras […] Había un agudo contraste con el sexto tren, que estaba muy iluminado: contaba con dos coches con comedor y todos los vagones eran de primera clase. Obsequiosos esbirros […] conducían a los oficiales de gorra y galones rojos hasta los asientos reservados. Casi eran las seis y media y los camareros de los coches comedor ya estaban tomando nota para servir copas […] La ironía de esa demostración nocturna en la estación Victoria de la gran brecha existente entre los jefes y los subordinados era que ese escandaloso despliegue de privilegios iba a enconarse en las mentes de los soldados de primera línea y sobreviviría en la memoria de la nación».

Si las diferencias y los privilegios según se ascendía en el escalafón de los ejércitos de las potencias más desarrolladas eran apabullantes, en los de los países más atrasados se convertían en algo insultante para los soldados. El oficial húngaro Pál Kelemen escribió en 1916 mientras prestaba servicio en el ejército austro-húngaro en Montenegro: «Están trasladando el cuartel general. […] Pese a que no hay suficientes vehículos de transporte para cargar las provisiones de comida necesarias durante la semana, […] columnas de camiones serpentean por las montañas, cargados hasta los topes de cajas de champán, camas con colchones de muelles, lámparas de pie, utensilios de cocina especiales y cajas llenas de delicatessen. Las tropas están recibiendo una tercera parte de su ración diaria normal. Hace cuatro días que la infantería del frente se sustenta a base de mendrugos de pan; en cambio, en el comedor de los oficiales del Estado Mayor se siguen sirviendo los cuatro platos de costumbre».

El resentimiento de muchos soldados contra unos altos mandos que en su opinión dirigían una guerra de la que desconocían demasiadas cosas y que enviaban a decenas de miles de hombres a la muerte con una ligereza pasmosa, acabó siendo universal entre los que pasaron la guerra en las trincheras. Se hizo célebre la frase que un combatiente escribió en su diario sobre la terrible batalla del Somme: «Librada por leones y dirigida por borricos». Otra variante de la sarcástica observación, «jamás vi tales leones mandados por tales corderos», se atribuye al general alemán Von Gallwitz, que habría hecho una reinterpretación de una famosa cita de Alejandro Magno, mientras que Evelyn Princess Blücher se la atribuye a Undendorf en su obra autobiográfica An English Wife in Berlin. El alférez Alec Waugh, que pasó ocho meses de servicio en el frente en Francia, afirmó que durante aquel tiempo no llegó a ver a ningún oficial por encima del rango de teniente coronel; mientras, el soldado Oliver Lyttelton sólo vio a un comandante. El historiador Paul Fussell recoge una esclarecedora anécdota sobre la primera visita que hizo el teniente general Launcelot Kiggell, del Estado Mayor británico, al campo de batalla en Passchendaele en noviembre de 1917: «A medida que daba tumbos el coche del alto mando por el terreno empantanado y se acercaba al campo de batalla, mayor era su conmoción. Finalmente rompió a llorar y susurró: “¡Dios del cielo! ¿Realmente hemos enviado a los hombres a luchar aquí?”. El hombre que se encontraba a su lado, que había participado en la campaña, respondió sin expresar emoción alguna: “Ahí arriba es peor aún”».

En la convivencia cotidiana en las trincheras los oficiales de baja graduación gozaban también de algunos privilegios como el disfrute de comedores propios e incluso de cantinas y burdeles diferenciados en las zonas de la inmediata retaguardia, donde acudían a su descanso periódico (los burdeles de oficiales se distinguían por una luz de color azul mientras que los de los soldados se conocían por la clásica de color rojo). En las trincheras británicas los pocos puestos para dormir en los refugios estaban reservados para los oficiales, mientras que en muchas ocasiones los soldados se pasaban un buen rato buscando el rincón más resguardado disponible antes de poder tenderse e intentar dormir. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la diferencia de clases en aquella época era enorme y se veía como algo normal en la vida. Para la inmensa mayoría de los soldados era natural que los oficiales viviesen mejor que ellos, para eso eran oficiales. Por tanto estos mandos intermedios tuvieron una importancia crucial en el desarrollo de la guerra al jugar el papel de enlace entre las órdenes del Estado Mayor y la tropa. En muchos casos se trataba de hombres que arriesgaban su vida tanto o más que los soldados, por lo que solían contar con su aprecio. El hecho de que el resentimiento de los reclutas hacia los militares de carrera fuese generalizado, no era óbice para que en determinados momentos, sobre todo si estos eran críticos, se generase una empatía entre un mando militar y las tropas a su mando. Uno de los casos más conocidos es el del mariscal Henri Philippe Pétain, que estuvo al frente de la defensa de Verdún durante la ofensiva alemana iniciada en febrero de 1916. La energía, brillantez y carisma desplegados por este hombre consiguieron lo que se consideraba imposible, revertir la situación de minoría aplastante de las tropas francesas y lograr que finalmente el ataque alemán fuese repelido tras meses de lucha. Posiblemente la plasmación de estas cualidades fue el eslogan que acuñó para enardecer la moral de sus hombres y animarles a desarrollar una resistencia a muerte; un eslogan que tendría gran fortuna en guerras posteriores (entre ellas la Guerra Civil española): «Ils ne passeront pas!» («¡No pasarán!»). En los casos en que la comunicación y la empatía fluían entre los soldados y los mandos, la moral de la tropa subía de una forma extraordinaria. Eran los momentos en que el combustible del compañerismo se veía inflamado por el refrendo de los superiores pudiendo alcanzar resultados excepcionales. Sin embargo, a pie de trinchera seguían siendo necesarios otros recursos para aguantar el día a día, y muchos de ellos guardaron relación tanto con la propia forma de organizar el frente como con lo que los soldados podían encontrar cuando lo abandonaban para pasar su período de rotación en la retaguardia.

TAN LEJOS PERO TAN CERCA

Uno de los recursos fundamentales para que los soldados no se viniesen abajo fue el de organizar su tiempo de modo que no pasasen largos intervalos en la primera línea del frente. Los hombres rotaban en períodos globales de dos semanas entre las tres líneas de trincheras que lo constituían (trincheras de fuego, de apoyo y de reserva) y la inmediata retaguardia, donde realizaban tareas de apoyo, administración, entrenamiento, organización… pero sobre todo descansaban un poco de la durísima rutina de estar cara a cara con el enemigo. En realidad pasaban en primera línea pequeños lapsos de tiempo de forma cíclica y se les exigía atacar al enemigo sólo ocasionalmente. Además, los mandos se mostraban tolerantes con ciertas costumbres más o menos censurables de los soldados por considerar que les ayudaba a aguantar la tensión. En todo momento estos manifestaron un aprecio e incluso adicción desmesurados por el tabaco, omnipresente tanto en las trincheras como en los períodos de descanso. Cuando se retiraban de estas hacia la retaguardia la disponibilidad de «placeres» aumentaba. El alcohol tenía mayor presencia, se podía acceder al sexo y los soldados aprovechaban el poco tiempo del que disponían antes de volver a la primera línea del frente para abusar de ellos todo cuanto podían. Cantinas y burdeles para militares formaron parte del paisaje de las poblaciones de apoyo en la retaguardia durante los cuatro años que duró la guerra. Eran lugares donde los soldados intentaban soltar el lastre de la angustia y la ansiedad que producía la vida monótona, peligrosa y estresante de las trincheras. Según el soldado sudafricano Stuart Cloete, las prioridades para un soldado recién acabado su turno en el frente eran «primero dormir […] luego comer. Y sólo entonces, una mujer, una vez descansados y alimentados». Incluso parece que hubo gustos «nacionales» a la hora de realizar estas actividades. Los británicos mostraban una pasión desmesurada por el whisky, el gran protagonista de sus borracheras, mientras que los franceses preferían el vino, al que parece que apreciaban más por su sabor que por su poder etílico. Estos preferían además el tabaco en pipa, la famosa picadura Scaferlati que se les distribuía gratuitamente como «tabaco de cantina», mientras que los anglosajones no se separaban de sus cigarrillos. Fuera como fuese, el papel de todos estos elementos era el mismo: dar un poco de consuelo en la deprimente vida cotidiana de la tropa.

Otro de los recursos elementales para garantizar el mantenimiento de la disciplina era la separación estricta de los soldados de la sociedad civil, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una guerra en la que la distancia entre el frente de batalla y los hogares de los movilizados era muy escasa. Pese a lo que pudiera parecer, esto no era sólo aplicable a los casos de Francia y Alemania. En las comarcas meridionales de Inglaterra como Surrey, Sussex o Kent se podía escuchar frecuentemente las detonaciones de la artillería en el frente occidental, incluso con una nitidez sorprendente cuando el viento soplaba a favor. En Kent a veces se apreciaba el resplandor de los estallidos y parece que el estruendo de los proyectiles lanzados por los cañones Káiser Guillermo sobre París en la primavera de 1918 se sintieron en Londres. En palabras del historiador británico Paul Fussell, «Edmund Blunden recuerda que a finales de junio de 1916, mientras la artillería hacía todo lo posible por romper las alambradas alemanas para el ataque del Somme, “en las aldeas de Southdown los niños que estaban en el colegio se preguntaban por el constante tableteo y el matraqueo de las ventanas”».

A pesar de la separación constante de los civiles, aquella cercanía posibilitó que nunca dejase de haber elementos familiares en el día a día de los soldados. Durante toda la guerra los ciudadanos pudieron enviar a sus familiares o amigos movilizados algún objeto que les hiciese falta, les recordase el hogar o sencillamente les hiciese la vida militar más llevadera. Algunas de estas iniciativas fueron institucionales. Durante la Navidad de 1914 la familia real británica envió tarjetas de felicitación que fueron distribuidas entre los soldados, y el periódico Daily Mirror organizó una campaña para evitar que ningún hombre del frente pasase las Pascuas sin su Christmas Pudding (el postre tradicional británico para las fiestas navideñas). Hasta en los peores momentos de las ofensivas, cuando los ataques del enemigo hacían insoportable la estancia en el frente, los soldados se sorprendían de encontrar en las entradas de las trincheras de comunicación a repartidores de prensa ofreciéndoles periódicos de su país. Los comercios más reputados de Londres como Fortnum & Mason o Harrods organizaron secciones especiales para vender objetos destinados al frente e incluían en el precio el envío y reparto, que solía tardar cuatro días. Su oferta abarcaba productos tan perecederos como flores o alimentos (incluidos pasteles, mantequilla, huevos y fruta fresca). Incluso llegó a organizarse cierta picaresca en torno al envío de estos bienes. Como recuerda Paul Fussell, el militar británico F. E. Smith llegó a preocuparse seriamente por los hurtos de las cajas de cigarros que le enviaba su esposa desde las islas, por lo que le escribió: «… di a los de los estancos que no pongan señal alguna de que van puros dentro de las cajas. Estampa tú misma algunas indicaciones pegándolas con goma, como la de la muestra que adjunto»:

SOCIEDAD DE ABSTEMIOS DEL EJÉRCITO SERIES DE PUBLICACIONES 9

«Y déjalo a la vista, tal cual está, sin añadir nada». Se han documentado envíos al frente de objetos tan exóticos en una guerra como guantes de boxeo, gramófonos, matamoscas o gemelos y otros más adecuados como botas, chalecos e incluso pomadas contra los piojos. Los soldados respondían a estos envíos mandando a los remitentes pequeños recuerdos de su estancia en las trincheras como botones, medallas o cualquier objeto que se hubiesen podido sustraer al enemigo.

A lo largo de la guerra esta cercanía con el frente hizo que buena parte de la información que llegaba a los soldados de lo que se vivía en sus países les desagradase, generándose un progresivo distanciamiento entre este y la retaguardia. Entre los soldados británicos produjo especial indignación el conocimiento de que se habían levantado unas trincheras de exhibición en los jardines Kensington de Londres para ilustrar a la población civil sobre el frente, con unas condiciones de orden, limpieza y bienestar en las instalaciones que no tenían nada que ver con las reales. Uno de los objetivos más frecuentes de las críticas de los soldados era la prensa, a la que acusaban de frivolizar con lo que sucedía en el campo de batalla. Los soldados podían leer con algunos días de retraso los periódicos de sus respectivos países y el hecho de que para vender unos cuantos ejemplares más se antepusiesen otros temas a las ofensivas y las bajas (ya que la insistencia en temas bélicos hacía que las ventas bajasen), les dejaba al tiempo estupefactos y defraudados. Así lo expresaba en 1922 un excombatiente del ejército británico: «La derrota más sangrienta de la historia de Gran Bretaña […] pudo ocurrir […] el 1 de julio de 1916, y nuestra prensa apareció ligera, copiosa y gráfica, sin una palabra acerca de que nosotros habíamos pasado un mal día; una victoria realmente. Los hombres que sobrevivieron a la matanza leyeron aquello con la boca abierta».

El distanciamiento podía incluso llegar a afectar a las relaciones de los soldados con sus familiares, ya que las quejas de estos sobre las dificultades de la vida civil les producían una creciente irritación. «Corremos el riesgo [escribía un soldado francés a su esposa] de no comprendernos si tú hablas como se habla en la retaguardia y yo como se habla en el frente. Los sacrificios de todo orden, de toda naturaleza, son la suerte que el soldado quisiera ver compartida más allá de las líneas, a la manera del frente […] ¿Cartillas de azúcar? “Quiere decir que hay azúcar”, dice el soldado. ¿Impuestos sobre las entradas del cine? “Quiere decir que esos tipos van al cine”. ¿Carbón difícil? ¿Leña a precios astronómicos? “Esos tipos tienen los pies calientes”». Muy pronto la discordia en el seno de la nación en armas comenzó a preocupar a las autoridades, que decidieron tomar medidas extraordinarias para cortar de raíz semejantes expresiones de descontento. El camino hacia la censura de la correspondencia estaba expedito.

Sin embargo los motivos de crítica y el enfado de los soldados no se originaban en las supuestas comodidades de que disfrutaban sus compatriotas civiles, sino en las circunstancias extraordinariamente duras en que se desarrollaba su servicio en el ejército. Pronto sus dardos se dirigieron también a los políticos y a los altos mandos que diseñaban la guerra y, a su juicio, ponían palos en las ruedas para conseguir la paz. «“Hasta el fin”, croa el cuervo, limpiando los huesos humanos en el campo de batalla. ¿Qué le importa la pobre madre anciana que espera el regreso de su hijo o el octogenario que, con manos temblorosas, conduce el arado? […] ¿Puede gritar “hasta el fin” el soldado sentado en las trincheras? No. La voz que deja oír es muy distinta. Compañeros, el que grite “la guerra hasta el fin” debe ser enviado rápidamente a primera línea. Veremos entonces lo que dice». Así rezaba un artículo aparecido en la publicación que elaboraban algunos de los soldados rusos enviados al frente occidental en la primavera de 1916 (el Cuerpo Expedicionario Ruso en Francia), escrito contra los defensores de una guerra a ultranza. Pero más allá de las críticas, lo que subyacía en este distanciamiento de los soldados era el sufrimiento y el dolor que les estaba produciendo la guerra. Un dolor que no hacía distinciones, afectando a todos los que estaban en las trincheras que cada vez sentían más alejados a los que habían dejado en casa. La separación percibida entre frente y retaguardia apenaba a unos soldados que, de hecho, hicieron todo lo posible por mantener los vínculos que les unían a ella. Allí estaban sus afectos, sus ocupaciones, sus rutinas e identidad, y el medio que emplearon para no separarse de todo ello fue la correspondencia.

ESCRIBIR PARA SOBREVIVIR

La escritura epistolar se convirtió durante la Primera Guerra Mundial en uno de los asideros emocionales más importantes para los soldados. La frecuencia con que escribían variaba entre un par de veces por semana y a diario, ya que era una actividad que constituía una válvula de escape esencial para intentar sustraerse del horror en que vivían. Como apunta el historiador Martyn Lyons, «escribían en las camas de los hospitales, después de despiojarse, en el bosque, en graneros, durante las guardias, acurrucados bajo una manta, a la luz de un faro de bicicleta o de una vela clavada en el extremo de una bayoneta, aprovechando cualquier oportunidad». Para hacerlo utilizaban cualquier soporte que tuviesen a mano; si no disponían de papel blanco se podía aprovechar un periódico viejo, un envoltorio, cualquier cosa sobre la que se pudiese dejar una impronta escrita. La escritura solía ser rápida y de caligrafía descuidada, y en muchas ocasiones utilizaban lápices o minas porque la tinta escaseaba. Muchos de ellos tenían la costumbre de respetar partes del papel en blanco para dejar espacio donde el destinatario pudiese escribir una respuesta. Era una forma de asegurarse de que la escasez de papel no impidiese que su carta fuese respondida.

Tal fue la fiebre epistolar de los hombres movilizados al frente que el tráfico postal con el interior de cada país experimentó un incremento explosivo, obligando a las naciones en conflicto a reforzar sus servicios de correos. El total de cartas enviadas durante los cuatro años de guerra ascendió a cuatro mil millones en Italia, diez mil millones en Francia y treinta mil millones en Alemania. El dato sorprende todavía más si se tiene en cuenta que en casos como el de Italia el censo de población de 1911 contabilizaba un 35 por ciento de analfabetos. Se ha llegado a encontrar en las colecciones epistolares conservadas en diferentes museos y archivos italianos material escrito por hombres que en el momento de alistarse fueron clasificados como analfabetos. El poder de la escritura residía en su capacidad para mantener vivo el vínculo con la familia y la comunidad de origen, motivo más que suficiente para que miles de hombres aprendiesen a escribir y tomasen la pluma o el lápiz pese a la dificultad que entraña la escritura para quien no está familiarizado en absoluto con ella.

En muchos casos los resultados del esfuerzo de los gobiernos por adaptar la capacidad de sus cuerpos de correos a la situación de guerra fueron brillantes. En plena ofensiva del Somme, en julio de 1916, un oficial británico observaba: «Es extraordinario cómo se las ingenia el correo para llegar hasta aquí. El otro día estuvimos desplazándonos constantemente hacia las trincheras y vuelta atrás, y cuando aún no llevábamos sentados ni una hora, llegó el correo». Esto favoreció lo que algunos especialistas han denominado como «hambre» o «bulimia epistolar» que experimentaron los soldados. La recepción y lectura de las cartas era para ellos algo fundamental, razón por la que vivían completamente pendientes de la llegada del correo, y si por cualquier causa este se retrasaba pedían explicaciones a los oficiales presentes en la trinchera. La importancia de la correspondencia en el mantenimiento del ánimo de los soldados fue tal que incluso para aquellos que no tenían a quien escribir o que sentían la necesidad de cartearse con alguien desconocido se ideó un voluntariado femenino para hacerlo. Fueron las llamadas «madrinas de guerra», reclutadas entre las civiles con la misión de levantar la moral y el espíritu combativo de sus compatriotas en el frente así como de consolarles. Aunque a corto plazo los efectos de la iniciativa fueron beneficiosos, con el paso del tiempo las autoridades fueron restringiendo su alcance por los abusos de los que fue objeto. Por ejemplo, se interceptaron cartas de un soldado británico que habría recibido más de cuatro mil cartas, cuarenta y cinco revistas, cinco mil cigarrillos y diez chelines de plata de su madrina de guerra. Además fue un medio muy utilizado por algunas prostitutas para intentar captar clientes entre los soldados antes de trasladarse al frente. Cuando las autoridades francesas comenzaron a sospechar que algunas de estas madrinas podían actuar como espías aprovechando la información transmitida por los soldados en sus cartas, reaccionaron prohibiendo en su territorio cualquier correspondencia de estas mujeres que procediese del extranjero.

El miedo a que los soldados revelasen en sus cartas datos que vulnerasen la seguridad militar fue el principal motivo que llevó a las autoridades a imponer la censura de la correspondencia. Inicialmente se recurrió a otras iniciativas como la de imprimir y repartir entre los soldados postales oficiales que limitasen el espacio disponible para escribir y que evitasen las tentaciones de enviar dibujos o croquis de la posición que ocupaban. Pero el deseo incontrolable de permanecer en contacto con sus allegados condenó estos intentos al fracaso. Fue entonces cuando se recurrió a la censura. Mientras que británicos y norteamericanos confiaban la misión de inspeccionar las cartas a los mandos inferiores sitos en el frente, en Francia se optó por poner en marcha un organismo centralizado que desempeñase esta función, la Comisión de Control Postal, establecida en 1916. Otro objetivo de la censura de cartas era el de mantener la moral tanto en el frente como en los hogares de la retaguardia, algo vital en una guerra que se luchaba tanto en las trincheras como en las fábricas y las oficinas de cada país. Por ello el control postal intervenía no sólo las cartas que se enviaban desde el frente sino también las que se enviaban a los soldados y las que se gestionaban en estafetas civiles de la zona cercana a la línea de trincheras.

Aunque se aleccionó a los soldados sobre lo que podían comunicar y lo que no, las informaciones consideradas delicadas continuaron apareciendo en las cartas. Los censores destruían los dibujos del frente o los mapas sobre la posición desde la que se escribía, y los pasajes que contenían información sensible se tachaban con tinta azul o negra. En el caso del ejército francés no se permitía hablar sobre el número de bajas, mencionar los motines de 1917 ni criticar a los mandos. Las cartas de familiares hablando de carestía, descontento o malestar en el interior eran también censuradas. Tampoco se permitió informar a los soldados de los bombardeos aéreos de 1918 sobre Francia. En definitiva, se trataba de evitar que en el frente o en el interior se conociesen noticias que pudiesen afectar a la moral de los destinatarios. El celo de los censores era tal que incluso se introdujeron métodos químicos para detectar tinta invisible.

Los soldados pronto introdujeron en su correspondencia críticas indisimuladas a la censura. Criticaban a los censores llamándolos embusqués (emboscados, soldados que habían conseguido que les destinasen a un puesto alejado del frente) y hablaban de la censura caracterizándola como la omnipresente dame Censure («doña censura») que les impedía abordar los temas interesantes. Con el tiempo la presencia constante de los censores, unida al deseo de que las cartas no perdiesen su objetivo de tranquilizar y mitigar las preocupaciones de los destinatarios, acabó teniendo una gran efectividad, ya que hicieron que fuesen los mismos remitentes los que se censurasen. Entonces las cartas se llenaron de lugares comunes y frases hechas sobre el estado de salud del soldado o preguntas sobre las novedades que se habían producido en su localidad de origen. Un militar francés anotó durante la batalla de Verdún: «12 de julio. Barranco de la Muerte. Multitud de moscas verdes sobre los cadáveres y la tierra impregnada de olores cadavéricos […] el avituallamiento limitado a pan y aguardiente […] Nos distribuyeron algunas tarjetas ya preparadas. Yo no envié más que una a mis padres, en la que les decía que no estábamos mal, que el sitio me gustaba y que me gustaría quedarme allí mucho tiempo». Al final la importancia de la carta no estaba tanto en lo que decía sino en el hecho mismo de ser recibida, ya que era la prueba de que el remitente continuaba con vida. Las demoras de la correspondencia de los soldados eran interpretadas por sus familiares como un mal presagio al que podía seguir, bien la recepción de la tan temida carta oficial con ribetes negros en la que se comunicaba el fallecimiento, o la devolución de la carta enviada con el mensaje «El destinatario no pudo ser encontrado dentro de plazo». La importancia de esta prueba de vida y su significado de mantenimiento del vínculo con la comunidad de origen son las razones por las que el envío de correspondencia de los soldados movilizados al frente no disminuyó con posterioridad a la introducción de la censura. Aunque sólo se pudiesen decir pocas cosas, vaciadas muchas veces de sentido por su uso reiterado, escribir era un acto de supervivencia en medio de la deshumanización y la barbarie. Tanto fue así, que algunos de los soldados no sólo se dedicaron a la correspondencia, sino también a la escritura literaria.

LAS ARMAS Y LAS LETRAS

Si la escritura de cartas a familiares y allegados era un acto muy apreciado por los hombres de las trincheras en su rutina cotidiana, también lo fue la de escribir textos para sí mismos. Muchos de ellos, conscientes de la importancia de los acontecimientos que se avecinaban, incluyeron en su equipaje después de alistarse un cuaderno o una libreta en blanco donde consignar sus impresiones durante su servicio en el ejército. Estas libretas eran muy populares y se usaban de muy distinto modo: algunos (sobre todo los oficiales de baja graduación, que cargaban con las responsabilidades en las trincheras) le daban utilidad de agenda, otros llevaban un diario y otros sencillamente apuntaban sus impresiones o recuerdos con la intención de aprovecharlos como material para escribir un posterior relato sobre la experiencia bélica o unas memorias. En cualquier caso, quienes así obraban lo hacían mediante un ejercicio de introspección al que muchas veces daban un valor casi terapéutico en medio del infierno de las trincheras. Para muchos de ellos la escritura era también un acto de afirmación de su propia identidad ante un entorno agresivo y amenazador y una forma de dotar de sentido a su interminable sufrimiento. La sola idea de que lo que estaban viviendo podía ser conocido por un público amplio a través de lo que escribían les consolaba y les hacía albergar la esperanza de que sus padecimientos no eran en balde. En opinión del historiador italiano Antonio Gibelli, el motivo de los soldados para proceder así era «la necesidad íntima y compleja de dejar huella propia, necesidad que, en cierto modo, sólo la escritura tiene el mágico poder de satisfacer».

Pero la actividad escritora en algunos casos iba más allá. Es célebre el de los poetas de guerra británicos, toda una generación de jóvenes que estaban cursando estudios universitarios o acababan de terminarlos en el momento de estallar la guerra y que volcaron las convulsiones de su mundo emocional durante el conflicto en series de poemas que comenzarían a publicar ya antes de 1918. Para algunos de ellos la guerra y sus efectos en el ser humano se convirtieron en los temas que no abandonarían nunca en su obra posterior, publicando poemas sobre el frente, las trincheras y los compañeros muertos, muchos años después del fin de la contienda. Un caso insigne fue el de Herbert Read, que vio publicado su primer volumen de poemas mientras estaba de servicio en Francia, habiendo corregido él mismo las pruebas de imprenta en las trincheras. Casos como los de Siegfried Sassoon o Edmund Blunden no fueron muy distintos.

El poeta francés Apollinaire, que fue voluntario al frente como suboficial de artillería, escribió allí sus originales Calligrammes, poèmes de la paix et de la guerre, y en 1916 Henri Barbusse ganó el premio Goncourt con Le feu, journal d’une escouade (El fuego: Diario de una escuadra) escrita en las trincheras, de la que se vendieron enseguida 200 000 ejemplares. El alemán Ernst Jünger transformó el diario que había escrito siendo teniente de tropas de asalto en un relato de la guerra, In Stahlgewittern (Tempestades de acero), y ya se ha citado el caso de Erich Maria Remarque y su Sin novedad en el frente, la novela más famosa de la Gran Guerra. El poeta italiano Giuseppe Ungaretti también utilizó los ratos libres en las trincheras para escribir su libro de poemas Il porto sepolto (El puerto sepultado). El caso más asombroso, no obstante, es el de Ludwig Wittgenstein, que concibió su complejo Tractatus, la obra que revolucionó la filosofía del siglo XX, mientras hacía la guerra con el ejército austro-húngaro, donde alcanzó el grado de teniente y fue profusamente condecorado por su valor.

La actividad literaria se alimentaba además de la presencia de los libros en las trincheras. La disponibilidad de tiempo a causa de la rutina de la vida en ellas y la facilidad del correo patrocinado por la eficacia del servicio postal hicieron de los libros uno de los objetos favoritos en los envíos que realizaban los familiares a sus parientes movilizados. Pero más allá de estas iniciativas individuales para fomentar la presencia de publicaciones en las trincheras estuvo la acción de los gobiernos, que pronto se dieron cuenta de los beneficiosos efectos que la lectura podía tener en el mantenimiento de una moral alta y la difusión de las posturas oficiales sobre la guerra.

Lo realmente llamativo fue que los diferentes equipos gubernamentales tuvieron iniciativas muy similares. Se estima que durante la guerra se movilizaron más de treinta millones de ejemplares de libros, revistas, folletos y otros materiales impresos. Gran Bretaña fue de las primeras en organizar actividades en este campo, aunque siempre dejó la iniciativa a la sociedad civil y no dirigió sus esfuerzos hacia los soldados en el frente. Se organizaron campañas de recogida de ejemplares cuyo primer destino fueron las bibliotecas creadas en los cinco campamentos de la región de Salisbury Plain, en el sudeste de Inglaterra, levantados por las autoridades militares para la instrucción de los voluntarios. Eran las conocidas como Camp Libraries. A ellas se unieron las War Libraries, bibliotecas abiertas en los hospitales de guerra situados en Francia y Gran Bretaña, en las que la distribución de los volúmenes corría a cargo de la Cruz Roja. En ambos casos las autoridades militares iniciaron una labor de supervisión de los títulos que se enviaban con el objetivo de que en ningún caso la lectura pudiese afectar negativamente a los soldados. Por eso dieron prioridad a los libros que podían contribuir a su formación y a los relatos de ficción bélica, que consideraron como los más apropiados para ellos. Lo limitado de la acción británica en cuanto a bibliotecas hizo que la iniciativa en el frente quedase principalmente en manos de los familiares de la tropa, que no siempre tenían en cuenta las recomendaciones de los militares a la hora de seleccionar los libros que enviaban.

La iniciativa de Alemania fue más activa en este campo. Desde el principio se dio un papel protagonista en la coordinación de las actividades organizadas a las grandes instituciones bibliotecarias del país (como la Biblioteca Real de Berlín), aunque estas estuvieron siempre bajo supervisión militar. Se crearon las Kriegsbücherein («bibliotecas de guerra») destinadas a satisfacer las necesidades lectoras de los soldados del frente, cuidando asimismo la presencia de bibliotecas en los hospitales, de cuyo abastecimiento se encargaba la Cruz Roja. Para proveer de libros a estas instituciones se organizaron las «Semanas del Libro del Imperio» (Reichsbuchwoche) en diversas ciudades alemanas. Entre las donaciones favoritas estaban los clásicos de la literatura germánica y los militares señalaron como prohibidos los relatos eróticos y de misterio, los textos considerados pesimistas y los que podían generar discusiones entre los lectores como los de temática política. Se potenció todo lo posible la difusión de publicaciones ilustradas de carácter técnico, científico y humanístico en el deseo de que los soldados pudiesen aprovechar los tiempos muertos para formarse ya que se consideraba que en el nuevo tipo de guerra que se estaba desarrollando la ciencia y la tecnología jugaban un papel crucial.

Sin embargo el país que realizó el esfuerzo más notable para poner la lectura al alcance de la tropa fue Estados Unidos. Aunque su entrada en la contienda fue muy tardía (abril de 1917), desde ese mismo instante el gobierno norteamericano desplegó una formidable actividad para integrar los recursos bibliotecarios en la ingente tarea que tenía por delante. El tamaño del ejército estadounidense era demasiado pequeño para asumir la tarea de emprender una expedición militar a Europa, por lo que se diseñaron inmediatamente planes para reclutar más hombres, adiestrarles y prepararles para la guerra que se libraba en el frente occidental. La medida más visible que tomó el gobierno del presidente Wilson fue la de introducir el servicio militar obligatorio, una institución ajena a la tradición anglosajona pero indispensable en los recios tiempos que se comenzaban a vivir. Ya en 1916 el Reino Unido, que contaba con una tradición legal que ponía por encima de cualquier valor la defensa del individuo frente al Estado, había tenido que tragarse su orgullo e introducirlo también ante la caída en el número de reclutamientos voluntarios. Para asegurar que la formación que recibiesen los futuros soldados fuese la adecuada, el gobierno recurrió a la American Library Association (Asociación Bibliotecaria Norteamericana), la muy competente asociación profesional del gremio. Esta diseñó y puso en marcha un completo sistema de bibliotecas para las diferentes necesidades que pudiesen surgir.

Para comenzar las bibliotecas del país no sólo fueron escenario de campañas de donación de libros, sino también de recolección de fondos y alimentos destinados al frente, convirtiéndose en auténticos centros sociales desde los que se organizaba el esfuerzo bélico. En septiembre de 1917 se llevó a cabo la primera campaña de recogida de libros, que fue acogida con entusiasmo por los reclutas en los campos de entrenamiento. Cuando tres meses más tarde comenzaron a cruzar el océano Atlántico, en las bodegas de los barcos de transporte viajaban también miles de libros camino del frente. En los sectores del frente con mayor presencia estadounidense se construyeron cuarenta y una bibliotecas, algunas de las cuales gestionaban dieciocho mil préstamos cada mes y recibían más de ciento cincuenta mil visitas, muchas de ellas realizadas por soldados que jamás habían puesto un pie en un local de este tipo con anterioridad. De nuevo los temas a los que se dio una presencia prioritaria fueron la ficción bélica e histórica, destinada a elevar el ánimo de los combatientes, los textos técnicos sobre táctica militar y armamento moderno, los libros divulgativos sobre Francia y métodos de aprendizaje de su lengua. La voluntad de que la guerra sirviese para mejorar la formación de los soldados se hacía otra vez presente en la acción bibliotecaria de uno de los contendientes.

Sin lugar a dudas se puede afirmar que jamás se vio hasta entonces una guerra en la que la literatura y los libros estuviesen más presentes. Parecía como si los soldados quisiesen compensar la irracionalidad de la sangría de la que eran víctimas acudiendo a la lectura como fuente de evasión, de aumento y mejora de sus conocimientos, en un intento de sacar algo bueno en medio de tanta adversidad. Sin embargo este deseo de mejorar, de sobreponerse al abatimiento para no perder la esperanza de un futuro, no transformó el entorno bélico en el que se desarrollaba la vida cotidiana de los soldados. Aquel contexto era el ideal para la aparición de actitudes o creencias irracionales y casi esotéricas, en las que el miedo permitía que se creyesen hasta las historias más disparatadas. Los mitos y las leyendas que recorrieron las trincheras han quedado como testigo de que el cultivo de la lectura no siempre permite erradicar las supersticiones.

RUMORES, MURMURACIONES, PRESENCIAS

El 23 de agosto de agosto de 1914, cerca de la localidad belga de Mons, las tropas de la Fuerza Expedicionaria Británica (que mandaba el mariscal John French) se encontraron inesperadamente con el formidable primer ejército alemán, a las órdenes de Alexander von Kluck. La superioridad de las fuerzas alemanas era abrumadora e hicieron temer un desenlace fatal a los mandos de la fuerza británica. Aunque esta no pudo mantener su posición y finalmente tuvo que replegarse, la operación se realizó con tal fortuna que se evitó el desastre esperado y se infligió un daño importante al ejército enemigo. Pocas semanas después se había generalizado el rumor de que la salvación del ejército británico había sido milagrosa, ya que durante la jornada había aparecido una legión de ángeles en el cielo para proteger la retirada.

Hoy en día se sabe que el origen de esta habladuría fantasiosa fue algo más prosaico. El 29 de septiembre el escritor galés Arthur Machen, conocido por sus relatos de terror y fantásticos, publicó en el periódico Evening News un artículo titulado «Los arqueros», en el que usando una prosa romántica y evocadora dejaba volar su imaginación. La idea principal que desarrollaba en él era que la milagrosa salvación de la fuerza británica se había debido a que los espíritus de los arqueros ingleses que habían combatido en la batalla de Azincourt (una de las victorias más brillantes de los ingleses durante la guerra de los Cien Años, en 1415) habían protegido a los soldados lanzando flechas letales que habían ocasionado heridas invisibles a los alemanes. Parece que su definición de estos espectros como «figuras resplandecientes» fue interpretado espontáneamente como si de ángeles de la guarda se tratase, y desde ese punto lo que era un alambicado ejercicio de ficción acabó interpretándose como una realidad. Varias publicaciones reprodujeron la anécdota aprovechándola para enardecer el valor patriótico de la población, e incluso en el frente la historia se hizo muy popular no faltando quienes creían en su veracidad. Hacer creer que las tropas enviadas al frente contaban con algún tipo de protección divina era un rentable ejercicio de propaganda que fue inmediatamente explotado, como se había hecho en otras guerras desde los tiempos más antiguos.

Este no es sino uno de los más conocidos ejemplos de los numerosos mitos y leyendas que surgieron durante la Gran Guerra y que tuvieron una extraordinaria difusión entre los propios combatientes. La censura de los medios de comunicación y la desconfianza que los soldados fueron desarrollando hacia ellos contribuyeron a crear en el frente un clima propicio para el escepticismo y el desarrollo de una cultura oral en la que los rumores adquirían un valor informativo mucho mayor que el que pudiesen tener en circunstancias normales. El francés Marc Bloch, que combatió durante la guerra y después de ella llegó a convertirse en uno de los historiadores más importantes del siglo XX, consideraba que «la opinión reinante en las trincheras era que podías creerlo todo salvo lo que se publicaba […] Los gobiernos limitaron el acceso de los medios de comunicación a los soldados en el frente y prefirieron un modo de pensar primitivo…». Cualquier insinuación o impresión podía adquirir la forma de rumores que se difundían boca a boca a una velocidad pasmosa a lo largo de todo el frente. En aquellos años podían encontrarse diversas versiones de una misma historia desde Flandes hasta la frontera suiza, sin importar su verosimilitud o la credibilidad de quienes la difundían. En opinión de Paul Fussell, este tipo de actitud generalizada «generó un acercamiento al entorno psicológico popular de la Edad Media».

Normalmente eran historias que desarrollaban un pequeño repertorio de temas. Los ángeles de Mons tan sólo fue una más de las que circularon sobre la protección sobrenatural que recibían los aliados. Otra de las más populares fue la de la Virgen Dorada, vinculada a uno de los edificios que se convirtieron en símbolo de la resistencia contra la barbarie alemana entre las tropas británicas, la iglesia de Notre-Dame de Brebières, en la ciudad de Albert. También en el frente occidental el magnífico edificio gótico de la Lonja de los Paños de Ypres, destrozado tras el ataque germano, se convirtió en símbolo de resistencia, pero sin las connotaciones sobrenaturales que se atribuyeron a Notre-Dame de Brebières. La pervivencia de esta iglesia bajo las bombas fue dotada de un especial significado. Se trataba de un templo decimonónico sobre cuya fachada se elevaba un sólido campanario central coronado por una escultura de metal dorado de la Virgen María con los brazos levantados en señal de presentar a su Hijo recién nacido al mundo. La iglesia resultó muy dañada a comienzos de 1915, pero el campanario se mantuvo en pie de forma muy precaria y la estatua quedó colgando de su cima en posición casi horizontal.

El aspecto dramático que adquirió desde entonces y la fragilidad de su posición hicieron que inmediatamente surgiesen apuestas, rumores y comentarios sobre la posible caída de la estatua al vacío. Pronto los soldados británicos comenzaron a afirmar que mientras la estatua permaneciese sobre el campanario la ciudad no caería en poder de los alemanes y que si estos la derribaban, perderían la guerra. El autor británico Stephen Southwold nos da la clave para entender la leyenda que se formó en torno a la imagen: «Había docenas de rumores asociados a milagrosos crucifijos y vírgenes que se tenían en pie en medio del caos. En algunos casos la imagen vertía sangre o pronosticaba la duración de la guerra. La Virgen colgante de Albert era objeto de multitud de rumores bajo la forma de profecías, milagros y prodigios, la más extendida de las cuales era la que presagiaba que el bando que la derribase perdería la guerra». Resultó paradójico que habiendo sido los británicos los que otorgaron un significado premonitorio a la permanencia de la estatua en la torre fuesen ellos mismos los que acabasen derribándola. En abril de 1918 se vieron obligados a abandonar la localidad en un repliegue táctico, por lo que decidieron derribar el campanario para que los alemanes no lo utilizasen como puesto de observación. Pese a que se llevaban ya casi cuatro años de guerra, las necesidades militares seguían pesando más que las habladurías y las leyendas.

Otro mito de resonancias religiosas fue el del soldado crucificado, que en sus distintas versiones fue uno de los más utilizados para denunciar la supuesta brutalidad de los alemanes. Tanto en el frente como en varios periódicos de Reino Unido, Estados Unidos y Canadá se recogieron los rumores de que los alemanes habían capturado a un soldado canadiense y lo habían martirizado a la vista de sus compañeros crucificándole usando bayonetas para fijar su cuerpo a la cruz. Existían numerosas variantes de la historia que cambiaban el origen de la víctima o el número de prisioneros torturados de esta forma. Parece que la base de esta historia está por una parte en la impresión que a los soldados protestantes les causaba la imaginería católica situada al aire libre en cementerios y vía crucis de las localidades francesas y belgas. En Ypres, por ejemplo, se corrió el rumor de que una imagen de Cristo tenía carácter milagroso porque una granada alojada entre la cruz y el cuerpo del Redentor no había estallado, aunque no era la única historia sobre representaciones católicas que habían sobrevivido milagrosamente a bombardeos. Parece que la otra fuente de la leyenda fue un tipo de castigo que se imponía a los soldados británicos como sanción por infracciones menores. Se trataba del «castigo de campaña n.º 1» consistente en dejar atado al infractor con los brazos extendidos a un objeto inmóvil, como una gran rueda. La identificación de un crucificado como la personificación del sufrimiento (muy popular en los poemas redactados por muchos de los soldados) y su relación con cualidades milagrosas o sobrenaturales se ha visto como el origen de esta historia fabulosa, en la que aquellos que personificaban una maldad infrahumana, el enemigo, llevaban al martirio a un inocente.

Otra de las historias que circulaban sobre la maldad de los alemanes fue el rumor de que usaban los restos humanos de sus propios caídos para fabricar sebo y otros productos. Esta actividad se llevaría a efecto en los que se denominaron «talleres de disolución de cadáveres», donde los diabólicos científicos al servicio del káiser obtendrían las sustancias precisas para sustituir las materias primas que comenzaban a escasear a causa del bloqueo comercial británico. Así el enemigo conseguiría la grasa necesaria para la fabricación de velas, nitroglicerina, lubricantes… La historia, una vez más, era falsa. En realidad los alemanes habían hecho circular una orden administrativa por la que ordenaban la recogida de todos los despojos animales para aprovecharlos en la fabricación de sebo. Fue una mala comprensión de la lengua alemana la que llevó a los británicos a realizar aquella lectura tan fantasiosa como útil a la propaganda gubernamental. Además de estas retorcidas historias, los alemanes también eran objeto de muchas acusaciones infundadas que completaban su caracterización de bárbaros semihumanos. Ejemplos de ello eran las de que empleaban habitualmente bayonetas con filo de sierra para destripar con más facilidad a seres humanos (en realidad su uso era exclusivo del cuerpo de zapadores y se usaban para cortar objetos vegetales) o que habían inventado balas explosivas para producir mayor daño al enemigo.

Otro grupo diferente de rumores legendarios fue el relativo a la aparición de soldados fantasma que desaparecían misteriosamente. Uno de los más frecuentes y que más formas diferentes adoptaba era el del «oficial-espía» alemán, del que nunca se sabía de dónde había salido ni cómo se esfumaba, pero que se presentaba siempre de modo sorpresivo en una trinchera aliada. En ocasiones aparecía disfrazado para intentar ocultar infructuosamente su identidad, en otras ocasiones llevaba su uniforme reglamentario y otras trataba de sonsacar a los soldados información valiosa. Otra de las historias más difundidas era la que afirmaba que en algunas regiones del frente, vivían entre las líneas grupos de desertores de todos los ejércitos. Estos se refugiarían en trincheras abandonadas o en refugios subterráneos y por las noches merodearían para desvalijar los cuerpos de los caídos de la jornada e intentar robar agua o comida a los incautos que se pusiesen a su alcance. Nos han llegado testimonios de soldados amedrentados que aseguraron haber sido avisados por compañeros para que en las patrullas nocturnas por la tierra de nadie nunca se quedasen a solas, puesto que estos grupos armados podían aprovechar cualquier descuido para atacarles. Lo que hoy podrían ser historias de miedo para adolescentes hacían auténtico furor en el enloquecido mundo de las trincheras.

Durante la guerra hubo también rumores más prosaicos que, más que de otra cosa, fueron motivo de la hilaridad de los soldados durante las conversaciones con sus compañeros. Se han localizado testimonios de la recomendación para guarecerse en los cráteres ocasionados por los proyectiles explosivos, ya que se afirmaba que nunca caían dos en el mismo sitio. Otras habladurías más jocosas aseguraban que el gobierno británico pagaba un arrendamiento al francés por el uso de las trincheras o que los alemanes tenían a mujeres en las suyas para hacerles más llevadera la guerra. A diferencia de las historias sobre ángeles, apariciones o milagros, estos comentarios más que mitos surgidos de la experiencia bélica eran lugares comunes que permitían a los soldados entablar conversaciones con sus compañeros con las que intentar mitigar su soledad. Sin embargo, cada una de estas leyendas, mitos, rumores o murmuraciones, quedan como testimonio del miedo y del deseo de protección que experimentaron unos hombres llevados al límite. Eran un recurso más para aferrarse con uñas y dientes a lo poco que les quedaba de humanidad en medio de la muerte, las heridas, la enfermedad y la pesadilla tecnológica de la guerra moderna. El compañerismo, el intercambio epistolar, la lectura y la escritura habían sido recursos encaminados hacia el mismo objetivo y gracias a ellos la vida en el frente se hizo ligeramente más soportable. Pese a ello, la Gran Guerra cobró una tremenda factura espiritual a varias generaciones de hombres. Los que murieron ni siquiera pudieron comprobar si todo su esfuerzo había servido para algo, y los que sobrevivieron, independientemente del bando en el que hubiesen luchado, tuvieron que enfrentarse desde el día después del armisticio a un futuro pacífico pero no menos amenazador que el que dejaban atrás. Ellos no eran los mismos que en el momento del alistamiento y el mundo tampoco lo era. La vuelta a casa iba a ser una tarea que tendrían que acometer con una carga que en muchos casos fue excesiva.