Cuando en el verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial toda una generación de jóvenes de Europa y de las colonias europeas de otras partes del mundo se lanzaron alegremente a la calle para celebrar la llegada del acontecimiento que cambiaría sus vidas para siempre. Muy pocos de ellos sospechaban hasta qué punto las transformaría. Sólo algunos lograron volver a casa, cargados de todo tipo de heridas físicas, mentales y espirituales; y muchos de los que regresaron fueron incapaces de adaptarse a una sociedad civil de la que habían dejado de formar parte cuatro años atrás. ¿Qué vivieron estos hombres? ¿Por qué tantos se entregaron entusiasmados a una hecatombe sin precedentes? ¿Cómo reaccionaron ante lo que se encontraron en el frente de batalla?
Estas son preguntas a las que la historia tradicional, la Gran Historia, no ha dado respuesta durante décadas al fijar su atención en los grandes procesos políticos y económicos y en los personajes públicos que marcaron su deriva. Pero desde hace unos años historiadores de los cinco continentes se afanan en desvelar cómo fue la experiencia de quienes realmente hicieron la guerra, los hombres que lucharon, resistieron y murieron en los campos de batalla. Para ello han rescatado las fuentes que nos hablan de ellos, recuperando para la posteridad un auténtico torrente de cartas, diarios y memorias de los combatientes. Este rico material ha demostrado ser la piedra de toque para comprender la dimensión humana del drama que fue la Gran Guerra. Gracias a los trabajos de historiadores como Paul Fussell, Marc Ferro o Peter Englund es como si se hubiese logrado poner un micrófono ante aquellos soldados dándoles la oportunidad de contar a la posteridad lo que para ellos supuso la experiencia del frente. La tarea de rescatar la memoria no oficial de la guerra no ha hecho más que comenzar, y aunque no conocemos por igual la situación de las tropas en todos los frentes que tuvo el conflicto, lo que se ha recobrado hasta ahora nos permite dar voz a aquellos que lo padecieron y escuchar estremecidos su relato.
En los últimos días de julio y primeros de agosto de 1914 las potencias europeas se embarcaron en una guerra general que afectaría no sólo a Europa, sino a buena parte de la población mundial debido a que dichas potencias tenían grandes imperios coloniales en todo el mundo. Todavía hoy es difícil comprender por qué los estados más ricos y civilizados que hasta el momento había conocido la historia se aventuraron a un conflicto que les enfrentó divididos en dos bloques, sin que hubiese una causa suficientemente grave que justificase dicha reacción. La chispa que provocó el incendio fue el asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo el 28 de junio de 1914. Pero para la lógica del momento, si este hecho tenía que desencadenar una guerra debería haber sido un conflicto regional entre el vetusto Imperio austro-húngaro y el joven reino de Serbia. Sin embargo una serie de corrientes internas en los diferentes países, activas desde hacía décadas, hicieron que aquel verano se desatasen fuerzas incontrolables. Alemania y Austria-Hungría se enzarzaron en una guerra con Rusia, Francia y el Reino Unido (desde el comienzo secundados por Serbia y Bélgica), a la que se iría sumando la mayoría de los estados europeos generando un cataclismo sin precedentes.
¿Se podía haber evitado esta guerra? Esta pregunta ha resonado en las conciencias desde el mismo comienzo del conflicto. Pero los gobiernos y las poblaciones de los diferentes países llevaban varias décadas preparándose para una lucha que pusiese fin al largo período de paz que había vivido el continente desde 1871, pues desde aquel año sólo se habían producido pequeños conflictos periféricos que nunca habían enfrentado entre sí a varias de las grandes potencias. Estas, pese a proclamar la paz como un objetivo de su acción política, llevaban haciendo acopio de recursos militares desde finales del siglo XIX debido a las rivalidades políticas y económicas que iban erosionando lenta y casi imperceptiblemente las relaciones internacionales. No sólo las armas fueron las protagonistas de aquella «carrera de armamentos» que iba a hacer posible la confrontación final. Los hombres, y más concretamente la cantidad de ellos que los diferentes países fuesen capaces de movilizar en los primeros días de lucha, eran la pieza clave en las estrategias bélicas globales de las distintas potencias. Pero estos peones en la partida de los grandes estrategas eran seres humanos que ni de lejos estaban preparados para lo que se avecinaba.
UNA ALEGRE DESPEDIDA
En los cálculos de los militares el número de hombres que se podía movilizar en el primer momento era considerado como el factor esencial para lograr una ventaja en un conflicto que se presumía muy igualado. Los estados europeos habían ido implantando en las décadas anteriores los medios políticos, económicos y administrativos que hacían posible poner en marcha semejante potencial humano si llegaba el momento de necesidad. La universalización del servicio militar obligatorio en tiempo de paz se había impuesto en el siglo XIX a los ciudadanos de los estados liberales que habían surgido de las revoluciones que arrasaron el continente a principios de la centuria. De hecho, el Reino Unido era la única potencia en la que no se había implantado este medio básico para concienciar a los individuos de su deber de defender la nación. Ante el aumento de la competencia internacional y la acumulación de armas por las grandes potencias, en los años anteriores a 1914 estas pusieron en marcha planes especiales de reclutamiento. Alemania, aterrada ante la gran disponibilidad de efectivos del ejército ruso, que superaba el millón de soldados, emprendió un programa de expansión del tamaño de su ejército, que fue respondido por Francia con el aumento de la duración del servicio militar de dos a tres años, duración que ya tenía en Alemania.
A ello había que sumar un factor radicalmente nuevo en esta guerra. Como afirma el historiador británico Michael Howard al analizar la respuesta popular a las declaraciones de guerra del verano de 1914, «en todas partes el pueblo respaldaba a sus respectivos gobiernos. No era una “guerra limitada” entre estados soberanos. Ahora la guerra era una cuestión nacional». Esto fue posible gracias a que durante el siglo XIX los países europeos habían desarrollado amplios programas de expansión de la educación obligatoria, haciendo que los niños acudiesen a la escuela donde recibían una formación basada en el reconocimiento de la respectiva identidad nacional. El caso paradigmático a este respecto fue el de la Tercera República en Francia, que desde 1871 puso en marcha la educación nacional pública, gratuita, obligatoria y laica que forjó la identidad nacional francesa haciendo desaparecer prácticamente las antiguas identidades regionales de bretones, occitanos, provenzales, borgoñones… Por tanto, las proclamas oficiales que al inicio de la campaña llamarían a los hombres corrientes a asumir la defensa armada de la nación en peligro contaron con un público predispuesto a acudir a la llamada. El escritor austríaco Stefan Zweig recordaba en sus memorias el ambiente posterior a la declaración de guerra: «En Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás».
Los historiadores han destacado además que existían una serie de factores culturales que favorecieron la implicación de los hombres comunes en el conflicto. La monotonía y las frustraciones que el trabajo industrial y la vida moderna en las ciudades imponía a la mayoría de los individuos hicieron que una insatisfacción cultural, soterrada pero en crecimiento constante, llevase a muchos a desear el advenimiento de cambios drásticos que aportasen novedades a una vida alienante. Fue esta insatisfacción la que llevó a que las diferentes propagandas nacionales tuviesen una efectividad espectacular en los primeros momentos del conflicto y a que las reacciones de alegría y apoyo a la guerra se viviesen en las ciudades de todo el continente. Aunque en los días iniciales la movilización afectó básicamente a soldados y reservistas, desde las primeras semanas se llamó insistentemente al alistamiento de voluntarios, algo que resultó de una importancia vital para alguno de los contendientes, como Gran Bretaña, que sólo contaba con un pequeño cuerpo militar expedicionario para enviar a Europa continental, ya que el resto de sus tropas estaban acantonadas en las colonias.
Aunque los especialistas no se han puesto de acuerdo sobre el número de efectivos movilizados entre julio y septiembre de 1914, parece que en ningún caso descendió de los diez millones de soldados. En algunos países las coincidencias en las movilizaciones fueron sorprendentes. Tanto Alemania como Francia convocaron aproximadamente a tres millones de hombres cada una, que en momentos de arrebato decoraron los vagones de los trenes que los transportaban con las inscripciones Nach Paris o À Berlin («A París» y «A Berlín» respectivamente en alemán y francés). Otros casos fueron muy diferentes. El Imperio austro-húngaro movilizó todavía a más hombres, que pertenecían a once nacionalidades distintas y que hablaban lenguas muy diversas. A lo largo de la guerra la heterogeneidad interna de esta fuerza junto a las fuertes limitaciones de los mandos del imperio de los Habsburgo harían de ella un conglomerado humano prácticamente ingobernable. En el caso del Imperio ruso, la nota distintiva la daría el origen rural de la mayoría de sus efectivos. La industrialización económica y la modernización social habían sido procesos que habían penetrado con desigual intensidad en los países europeos, y Rusia, pese a los avances que había realizado en los años inmediatamente anteriores a 1914, seguía siendo un país predominantemente rural. Si la nacionalización de las masas fue esencial en las potencias más avanzadas para que los argumentos que los gobiernos presentaban a sus pueblos funcionasen, en Rusia fue la lealtad tradicional al zar, apoyada por las bendiciones de la Iglesia ortodoxa, la que jugó un papel determinante en la movilización. Con el paso de los años la continuidad de las hostilidades demostraría que la solidez de esos resortes era mucho menor de lo que pensaban las autoridades del imperio de los Romanov.
En muchas ocasiones los propios soldados dejaron constancia de sus impresiones al partir a la guerra. El joven alemán Herbert Sulzbach, de sólo veinte años y origen judío, sirvió durante la contienda en el ejército de su país y llevó durante todo su servicio un diario. A comienzos de septiembre de 1914 daba cuenta de sus impresiones: «… somos los primeros de entre el puñado de voluntarios que llegarán al frente. Embarcamos en la estación de mercancías y una extraña sensación me sobrevino, era una mezcla de felicidad, exaltación, orgullo, la emoción de las despedidas y la conciencia de la importancia del momento. Éramos tres baterías y desfilamos en formación cerrada por la ciudad entre los vítores de sus habitantes». Los militares que marchaban al frente no eran los únicos conscientes de que la guerra que comenzaba era un momento de una importancia histórica. Muchos civiles tuvieron también la idea de llevar un diario de guerra, como la niña alemana Elfriede Kuhr, de doce años, que nos ha legado su propio testimonio de cómo partían los soldados: «Luego apareció el [regimiento de infantería] 149 en cerrada formación, avanzando por el andén como una oleada gris. Todos los soldados llevaban colgando del cuello largas guirnaldas de flores estivales. Ramos de ásteres, como si fueran a disparar al enemigo con flores. Los soldados iban muy serios. Esperaba que riesen y exultaran […] Ahora la banda estaba tocando Vuestros serán los laureles de la victoria. La gente que quedaba en la plaza agitó sus sombreros y pañuelos. En el vagón de cola, los reservistas imitaban a los músicos con las manos y las bocas, y provocaron grandes risas […] Luego el tren de los reservistas se puso en marcha; los reservistas cantaban y vitoreaban, y nosotros agitamos las manos hasta que los perdimos de vista».
Las imágenes de la partida de los hombres al frente no fueron muy distintas en el resto de las ciudades fuera de Europa. En los territorios de mayoría blanca del Imperio británico la llamada al alistamiento contra la amenaza alemana se sintió también como algo apremiante. La cercanía con la metrópoli por los vínculos familiares y culturales (casi todos los que se alistaron eran hijos de emigrantes procedentes de las islas Británicas) hizo que muy pronto zarpasen barcos cargados de voluntarios desde Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica. Se movilizaron incluso tropas del más poderoso ejército británico, el de la India (se calcula que a lo largo de toda la guerra un millón de indios salieron del virreinato a prestar servicio militar), e incluso de destinos tan exóticos como las Indias Occidentales Británicas. En palabras del historiador británico Niall Ferguson: «… la Fuerza Expedicionaria Británica [fue] una empresa completamente multinacional, que, a diferencia de sus homólogas austríaca y rusa, en cierta medida pudo resistir profundas divisiones étnicas y con frecuencia un deplorable liderazgo». Aun así, los cálculos se quedaron cortos ante la prolongación inesperada de la guerra. En el primer año y medio de conflicto 2 631 000 hombres acudieron a la llamada de Kitchener y se alistaron voluntarios para respaldar al pequeño ejército profesional británico de 250 000 efectivos, pero ni siquiera esta extraordinaria afluencia bastaba para alimentar los frentes.
En enero de 1916 el gobierno de concentración británico dejó a un lado sus reticencias e impuso el servicio militar obligatorio para los varones entre dieciocho y cuarenta y un años. Francia también puso en marcha sus resortes imperiales para reforzar el dispositivo humano, pero con resultados más modestos. En su caso se procedió al alistamiento de franceses o descendientes directos de territorios con una vinculación muy estrecha con la metrópoli (caso de Argelia), así como a emplear algunas tropas de población indígena de las colonias del África subsahariana en territorio europeo. A diferencia de Gran Bretaña, en el caso francés la aportación de los contingentes coloniales al esfuerzo bélico fue muy inferior. Europeos, africanos, antillanos, asiáticos… independientemente de su nacionalidad o de su origen, muy pronto todos estos soldados perderían los motivos para anhelar una experiencia extraordinaria y liberadora, y descubrirían que la guerra era otra cosa.
¿ILUSIONES O ESPEJISMOS?
Desde los primeros meses de la Primera Guerra Mundial comenzaron a ponerse en marcha varias de las dinámicas que marcarían la experiencia de los soldados de ambos bandos, y todas ellas demostrarían pronto que el ardor guerrero de los primeros momentos se sustentaba sobre unas bases muy endebles. Antes de 1914 la guerra había sido un asunto de militares profesionales, pero en la nueva sociedad de masas y con el objetivo de lograr una victoria rápida los gobiernos emprendieron los planes de movilización de masas, cuyo resultado fue un nuevo tipo de conflicto bélico en el que el grueso de las tropas del frente no eran militares profesionales sino civiles movilizados. Ya en las primeras acciones la guerra les mostró su cara más dura. El escritor y periodista Jean Galtier-Boissière, que luchó durante la guerra en el ejército francés, lo dejó claro en una descripción de la retirada general de las tropas antes de la batalla del Marne, el 22 de agosto de 1914: «De repente unos silbidos estridentes nos precipitan cara a tierra, aterrados. La ráfaga acababa de estallar encima de nosotros […] Esta espera de la muerte es terrible. El cabo, que ha perdido su quepis, me dice: “Si hubiese sabido que esto era la guerra, chico, si va a ser así todos los días, prefiero que me maten enseguida”. No somos soldados de cartón, pero este primer contacto con la guerra ha sido una sorpresa bastante dura. En su alegre inconsciencia, la mayor parte de mis camaradas no había reflexionado jamás en los horrores de la guerra y no veían la batalla más que a través de los cromos patrióticos; desde nuestra salida de París, el Boletín de los Ejércitos nos conservaba en la inocente ilusión de la guerra para andar por casa…».
Lo que se había puesto en marcha no era una guerra como la que se conocía hasta entonces, sino una guerra industrial a gran escala. La aplicación directa del desarrollo industrial y sus avances a la guerra tuvo como resultado el despliegue del armamento, la logística y la producción bélica más formidables que se habían conocido hasta entonces. En palabras del profesor Niall Ferguson, «la guerra se convirtió, como expresaron muchos contemporáneos, en una máquina colosal, que devoraba hombres y municiones como materia prima». Esta matanza mecanizada tuvo como resultado que el número de bajas (tanto de militares como de civiles, aunque el sufrimiento y número de víctimas de la población civil no tendría comparación con el de la Segunda Guerra Mundial) se contaran por cientos de miles desde los primeros meses. En Francia y en una fecha tan temprana como finales de septiembre de 1914 la cifra oficial de heridos civiles y militares ascendía ya a 385 000. La alegría de los voluntarios de los primeros momentos fue rápidamente sustituida por la pesadumbre de ir a una muerte más que probable. Robert Nichols, soldado británico alistado en 1914, fue uno de los miembros de la nutrida generación de poetas bélicos que la Primera Guerra Mundial dio a la lengua inglesa. En sus escritos posteriores sobre aquellos años recordaba su examen médico al alistarse: «Recuerdo muy bien el rostro de un comandante amable y aplicado […] en medio de la sala abarrotada […] Nos sonrió de uno en uno, pero había tristeza en sus ojos. “¿Qué edad tienes?”, le preguntó a un aspirante que hinchaba el pecho desnudo para llenar la dimensión de la cinta métrica. “Diecinueve años, señor”. “Muchacho, pareces tener mucha prisa en que te maten”. El aspirante, desconcertado y balbuceando, dijo: “Señor, sólo quiero aportar mi granito de arena”. “Muy bien, así lo harás; y que tengas buena suerte”. Pero […] mientras el comandante posaba su cabeza sobre mi pecho desnudo (yo era el siguiente) experimenté una curiosa sensación: sus pestañas estaban húmedas».
De hecho, los que se alistaban ya a finales de septiembre para ir a luchar no mostraban el mismo entusiasmo que sus predecesores. Kresten Andresen era un joven de veintitrés años de origen danés que sirvió en el ejército alemán durante la guerra. A la hora de partir dos meses después del comienzo de las hostilidades anotaba en su diario: «Es tal nuestro aturdimiento que partimos a la guerra tan tranquilos, sin lágrimas ni espanto, y eso que todos sabemos que nos envían al puro infierno. Pero ceñido por un rígido uniforme el corazón no late con libertad. Uno deja de ser uno mismo, apenas es un ser humano, a lo sumo un autómata que funciona convenientemente y que hace lo que le dicen sin recapacitar demasiado. Ay, Dios mío, ¡ojalá pudiéramos volver a ser personas!». Las negras premoniciones de este joven al partir para el frente se materializarían de una forma que no sospechaba ni él ni el resto de sus compañeros que se habían incorporado a la lucha en las semanas anteriores. La Primera Guerra Mundial les tenía reservada lo que entonces fue una desagradable sorpresa para todos, un nuevo tipo de guerra que no se había visto antes y que tomaría forma durante aquel otoño.
LA GUERRA DE SITIO MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA
La dinámica bélica de la Gran Guerra no adquirió uno de sus rasgos más distintivos hasta avanzado el otoño de 1914. Hasta entonces, en el frente occidental, los alemanes habían luchado para llevar a la práctica su audaz plan de poner en marcha un gigantesco movimiento envolvente sobre París a través de Francia occidental (lo que exigió la sangrienta ocupación de Bélgica, país neutral desde su fundación hacía casi un siglo) mientras atraía a los ejércitos galos a una trampa en los territorios de Alsacia y Lorena. Era el conocido como «Plan Schlieffen», que pudo ser abortado en septiembre por las tropas franco-británicas en la ofensiva del Marne y que desembocó en los dos meses posteriores en una angustiosa carrera de ambos bandos por cortar el acceso al enemigo al mar por la costa del canal de la Mancha. El resultado en tablas de dicha operación desembocó en la formalización de un frente estable en Bélgica y Francia oriental. Se pasó de una clásica guerra de movimientos a una de posiciones en la que cada uno de los contendientes se aprestó a preparar improvisadas infraestructuras que sirviesen al tiempo para resistir los ataques del enemigo y afianzar su posición sobre el territorio. Las infraestructuras elegidas fueron las trincheras, que de ser algo característico de episodios puntuales en operaciones defensivas o de asedio se convirtieron en el rasgo omnipresente y característico de la Primera Guerra Mundial.
El uso de las trincheras en una guerra con armamento industrial no era una novedad absoluta, ya que durante la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 se habían empleado combinadas con algunos de los avances tecnológicos modernos, pero en ningún caso llegó a alcanzar el protagonismo que adquirió desde el otoño de 1914 en el frente occidental. El proceso de fijación del sistema de zanjas militarizadas fue rápido y su efecto inmediato fue el de desconcertar absolutamente a los mandos militares. Ya a finales de 1914 quien había sido nombrado ministro de la Guerra en el nuevo gobierno de concentración nacional que se formó en Gran Bretaña tras el estallido de la guerra, lord Horatio Herbert Kitchener, el laureado mariscal de las campañas coloniales que por medio siglo había obtenido victorias desde la India hasta Sudán y Sudáfrica, afirmó ante esta nueva variedad bélica: «No sé qué hacer, esto no es una guerra».
Y es que desde aquel invierno y hasta la primavera de 1918 el sistema de trincheras fue fijo. Las ofensivas no se movían más que unos cientos de metros, algunos kilómetros a lo sumo. En conjunto se trataba de un complejo de excavaciones de seiscientos cincuenta kilómetros que comenzaba en el canal de la Mancha, en Bélgica, y que a través de Francia seguía una línea imaginaria que unía los territorios de las poblaciones de Ypres, Béthune, Arrás, Albert, Compiègne, Soissons, Reims, Verdún, Saint-Michel, Nancy y llegaba a la frontera suiza en las cercanías de Beurnevésin. Se trataba de dos sistemas paralelos de trincheras, uno en la parte oriental controlado por los alemanes, mientras que el occidental estaba en manos de los aliados. Aproximadamente los primeros sesenta kilómetros de este último estaban controlados por los belgas, mientras que desde Ypres y a lo largo de ciento cincuenta kilómetros el mando militar lo ejercían los británicos, y el resto hacia el sur quedaba en poder de los franceses. El sistema de excavaciones hechas durante toda la guerra por ambos bandos sumaba en total cuarenta mil kilómetros de zanjas.
Podría caerse en la tentación de creer que se trataba de dos líneas paralelas que llevaban de un extremo a otro del frente. De hecho los propios soldados tuvieron ocasionalmente esa impresión, sobre todo en sus primeros días en el frente. El soldado británico Stanley Casson, conocido posteriormente por su trabajo como arqueólogo y que moriría en servicio durante la Segunda Guerra Mundial, dejó escrito lo siguiente sobre su posición en el frente occidental: «Nuestras trincheras estaban situadas en una ligera pendiente, desde la que se dominaba el terreno alemán, con la nebulosa visión de una meseta más abajo. A derecha e izquierda se extendían las grandes líneas de defensa tanto como las miradas y las imaginaciones podían abarcar. A veces me preguntaba cuánto tiempo tardaría en caminar desde las playas del Mar del Norte hasta aquel curioso final de toda lucha en la frontera suiza; intentar adivinar cómo era cada extremo; imaginar lo que podría pasar si enviara un mensaje verbal, como si fuera un juego de salón, al hombre que estuviera a mi derecha, que debía pasar hasta el último hombre allá arriba, en los Alpes. ¿Al final sería comprensible?». Pero la realidad era más compleja, casi laberíntica. Se trataba de intrincados sistemas de tres líneas de trincheras por cada bando, que no siempre formaban un continuo a lo largo del frente. La primera era la trinchera de fuego, que era escenario de la lucha y distaba entre cincuenta metros y kilómetro y medio del enemigo. Por detrás de ella, a unos cuantos cientos de metros, existía una segunda línea de trincheras, la de apoyo, cuya actividad se centraba en la realización de labores de auxilio a la de fuego. Por último existía una tercera línea, la de reserva, que era la más cercana a la retaguardia y que estaba en contacto directo con las poblaciones cercanas de esta, desde las que se organizaban las tareas de apoyo e intendencia a las tropas. Estas localidades conectaban con las trincheras mediante el sistema de carreteras, en muchas ocasiones deficiente. En la zona de Ypres fue especialmente importante la población de Poperinghe (llamada familiarmente por los soldados británicos sencillamente «Pop») y en el Somme jugó un papel similar la ciudad de Amiens.
Además de las trincheras propiamente dichas existían otros dos tipos de zanjas que formaban parte del sistema: las trincheras de comunicación y los túneles. Las primeras corrían de forma perpendicular a las tres líneas del frente y permitían comunicarlas sin exponerse al fuego enemigo. Mientras, las segundas constituían el tipo más temido por los combatientes. Entre las dos líneas enemigas se extendía una franja de tierra de dimensiones variables (en algunos casos apenas de cincuenta metros) llamada por todos la «tierra de nadie». Este espacio, que era el que había que cruzar durante las ofensivas, no era un territorio vacío. En él se adentraban los llamados túneles, zanjas más pequeñas que conectaban con los elementos defensivos instalados en la tierra de nadie, normalmente puestos avanzados de observación, de escucha, de lanzamiento de granadas o nidos de ametralladoras. En este territorio en litigio además se instalaban elementos defensivos para dificultar el avance del enemigo. Los más utilizados eran las alambradas, que se plantaban a suficiente distancia como para impedir que el adversario avanzase lo bastante para lanzar granadas al interior de la trinchera. La confección de las alambradas se fue haciendo cada vez más sofisticada, pasando de líneas sencillas de alambre a complejos obstáculos que constituían auténticas trampas en las que se lograba dejar expuesto al enemigo frente al fuego de los defensores.
La trinchera de fuego tenía habitualmente entre 1,80 y 2,45 metros de profundidad y de 1,20 a 1,50 de anchura. Por el lado que daba al enemigo se elevaba un parapeto de construcción, tierra o sacos terreros de unos 60 a 90 centímetros desde el nivel del suelo. Por el lado trasero otro parapeto de menor altitud, normalmente de 30 centímetros, ofrecía asimismo protección. En los laterales de la trinchera se solían excavar agujeros de acceso a los refugios subterráneos más profundos a los que se llegaba mediante unas escaleras de tierra apisonada, y que solían emplearse como puestos de mando, dependencias de oficiales o sencillamente para resguardar a los soldados durante los bombardeos. En el interior de la trinchera, por el lado del enemigo, era habitual realizar un escalón corrido de 60 centímetros de alto (el «paso de fuego») que permitía a los soldados que se subían en él disparar o lanzar granadas por encima del parapeto de protección. En ocasiones este contaba con troneras a través de las que se podía disparar sin quedar expuesto al fuego enemigo y que, a veces, se protegían con planchas de acero para blindarlas.
El trazado de las trincheras nunca avanzaba en línea recta, sino en zigzag y en ocasiones su discurrir estaba interrumpido por salientes que penetraban en la trinchera desde las paredes a modo de parapetos interiores. La razón de este diseño era evitar los efectos letales de la metralla si un proyectil de artillería explotaba en el interior de la misma. Se trataba de limitar el daño a un espacio lo más reducido posible, de calcular todo para evitar un alto número de bajas. Esto hacía que el avance por las trincheras no fuese rápido, sino que el soldado que se trasladaba por ellas tenía que realizar frecuentes giros y rodeos, pero presentaba también la ventaja de que en caso de invasión de la trinchera por el enemigo su defensa era más viable, pues facilitaba a los defensores la toma de posiciones desde las que hostigar al atacante. El resultado era un intrincado sistema de pasadizos semisubterráneos en los que era muy fácil perderse. Así, un mayor británico escribía a su mujer en diciembre de 1914: «Las trincheras son un laberinto, ya me he perdido varias veces […] no puedes salir de ellas y pasearte por el campo, y lo único que ves son dos muros de barro a cada lado». Las autoridades militares intentaron paliar el caos poniendo señales indicadoras y de control del tráfico a lo largo del trazado, pero con éxito limitado. Lo normal era que los soldados sólo conociesen bien el tramo del sistema de trincheras en el que se desarrollaba su actividad cotidiana.
El suelo se cubría con listones de madera, debajo de los cuales había desagües para evacuar el agua de las frecuentes lluvias, y las paredes tenían que ser a menudo reforzadas para evitar los deslizamientos de tierra utilizando sacos terreros, puntales de hierro y madera e incluso haces de ramas. La observación del enemigo desde el interior de la trinchera se hacía usando periscopios que permitían contemplar la tierra de nadie y la línea enemiga. Cualquiera que se expusiese por encima de la línea del parapeto protector era normalmente alcanzado por el fuego de los francotiradores, una especialidad que adquirió gran relevancia en este tipo de guerra. Fue el incremento de las muertes por las heridas de bala en la cabeza (por efecto de los francotiradores o de las ametralladoras) lo que llevó al cambio en ambos bandos de las protecciones craneales. Los franceses y británicos sustituyeron el quepis y la gorra (sus prendas marciales respectivas) por el casco metálico semiesférico de ala corta, modelo Adrian en el caso francés, modelo Brodie en el británico, que a muchos de los soldados se les antojaba como algo cómico. Los alemanes sustituyeron su clásico Pickelhaube (el casco prusiano de cuero decorado con un pincho a modo de cimera) por el Stahlhelm (un yelmo de acero con visera y una práctica protección de la nuca y las orejas). Los tres modelos, aunque el alemán de dimensiones menores, permanecían en uso todavía durante la Segunda Guerra Mundial.
Las líneas de los aliados se numeraban por secciones, cada una de las cuales correspondía a una compañía, que normalmente ocupaba un tramo de trescientos metros. Sin embargo los soldados inventaron sistemas más convencionales de llamar las secciones de trinchera. Los británicos, en vez del código alfanumérico ideado por los mandos, usaban nombres de la geografía londinense como Regent Street, Piccadilly o Hyde Park. También los soldados británicos tomaron la costumbre de dar nombres familiares a las secciones de las trincheras alemanas, a las que cáusticamente bautizaban con nombres relacionados con el mundo de la cerveza: Pint, Ale, Bitter, Pilsen… Aunque a través de estos nombres los soldados trataron de humanizar aquellos interminables e incómodos laberintos, semejantes infraestructuras condicionaron inevitablemente la vida de quienes se vieron obligados a permanecer en ellas. Más allá de la temida cercanía del enemigo, las trincheras mismas serían también fuente de problemas para quienes las habían construido.
EN EL LABERINTO DE LA MUERTE
Como si de hormigas se tratase, los soldados desarrollaron su vida cotidiana en aquel inverosímil mundo de pasillos subterráneos. Para optimizar los recursos y no quemar su moral, los mandos prohibieron la permanencia constante en la línea de fuego, estableciendo un sistema de rotación entre las trincheras de primera línea, de apoyo y de reserva, por períodos de entre tres días y una semana. Tras haber pasado por las tres líneas se permanecía una semana completa en la retaguardia, donde se realizaban labores de entrenamiento y organización. Era prácticamente la única posibilidad de descansar, ya que sólo ocasionalmente se concedían permisos. La organización del tiempo en las trincheras de primera línea seguía un patrón bastante definido. La jornada comenzaba una hora antes del amanecer, momento en el que se imponía el estado de alerta, ya que el alba era el momento preferido para atacar. Si la suerte sonreía ese día el sol se alzaba sin novedad en el horizonte, lo que significaba que no habría ataque. Sólo entonces los soldados se organizaban en pequeños grupos para preparar el desayuno. En el caso de los británicos este consistía en té, pan y tocino, que a veces se acompañaba con dos cucharadas soperas de ron, que las autoridades militares estimaban como un medio apropiado para mantener el tono de la tropa. Era muy apreciado por los soldados y antes de lanzar una ofensiva los mandos acostumbraban a aumentar la ración diaria.
El resto del día debía ocuparse en las tareas cotidianas: inspeccionar si se habían ocasionado daños en la trinchera durante la noche y repararla, realizar partes de municiones y provisiones disponibles para los superiores, informar de las bajas producidas, hacer guardia, despiojarse, leer, escribir cartas o dormir. El repertorio de acciones que se podían hacer en la eterna espera de un ataque era limitado. Por las tardes solía dictarse otro estado de alerta. Tras una nueva observación del enemigo y si no se producía un ataque, se realizaban por lo común las reparaciones necesarias de los elementos avanzados (básicamente alambradas), muchas veces interrumpidas por el fuego de ametralladora o de la artillería enemigas. Ya por la noche se enviaban patrullas nocturnas y grupos de avanzadilla a la tierra de nadie, que tenían la misión de detectar cualquier posible cambio en la trinchera del enemigo que diese pistas sobre su verdadero estado. Era uno de los momentos más misteriosos y peligrosos para los soldados, que en ocasiones podían encontrarse con una patrulla enemiga y protagonizar una escaramuza. Para cuando llegaba el estado de alerta del amanecer ya no quedaba nadie sobre el terreno.
El hostigamiento de las trincheras por parte de la artillería era muy frecuente. El enemigo bombardeaba la primera línea desde sus posiciones artilleras en la retaguardia, obligando a los soldados a esconderse en los refugios (si disponían de ellos) o en el espacio más resguardado que tuviesen cerca si no tenían ocasión de alcanzar las entradas subterráneas. Allí permanecían inmóviles con la esperanza de no ser alcanzados. Siempre se dejaban dos o tres centinelas en trinchera abierta con la misión de que vigilasen la tierra de nadie bien usando un periscopio o desde una tronera, ya que el bombardeo podía ser el preludio de un ataque de la infantería enemiga.
Por lo general (sobre todo en el bando aliado) las trincheras se construyeron de forma improvisada, estaban mal acondicionadas y eran muy insalubres. La suciedad, la humedad, el frío y los malos olores eran omnipresentes. La razón de que no se trabajase en mejorar estas instalaciones fue que durante toda la guerra el alto mando nunca perdió la esperanza de lanzar una ofensiva que rompiese el empate del frente y permitiese un regreso a la guerra de movimientos. De ahí que los recursos y esfuerzos se destinasen a otros objetivos. Uno de los principales problemas, sobre todo en la parte septentrional del frente, era la humedad. Las regiones de Flandes, el paso de Calais y Picardía, de clima atlántico, recibían lluvias frecuentes procedentes del océano, lo que unido a la baja altura respecto al nivel del mar hacía que las trincheras estuviesen siempre húmedas y en muchas ocasiones anegadas con varias decenas de centímetros de agua, incluso hasta la cintura. Cuando sucedía esto, como la lluvia era igual para todos, se establecía una tregua tácita entre alemanes e ingleses, que salían a terrenos más altos.
Entre el equipo de los soldados se incluían las botas de agua y en estas zonas una de las actividades cotidianas era la de bombear agua fuera de las trincheras. Las autoridades militares llegaron a instalar bombas automáticas en amplios tramos de su recorrido, pero aunque eliminaban agua las veinticuatro horas del día el resultado nunca fue efectivo. La incomodidad y las enfermedades producidas por este ambiente, especialmente el llamado pie de trinchera, llevaron a los soldados a elucubrar todo tipo de ideas jocosas para intentar sobrellevar mejor la situación, desde que los alemanes habían cavado conducciones de agua subterráneas para inundar las trincheras británicas, hasta bromear con que pronto iban a recibir el auxilio de la Royal Navy.
Otro de los elementos con los que resultaba más difícil convivir era la presencia constante de restos de hombres y animales muertos, incluso de cadáveres completos. La evacuación y entierro de los caídos y de los despojos de animales nunca funcionó con eficacia. Un soldado francés dejó anotado en su diario nada más llegar a la primera línea del frente en la región de Champaña: «Un olor infecto se nos agarra a la garganta al llegar a nuestra nueva trinchera, a la derecha de Les Éparges. Llueve a torrentes y nos encontramos con que hay lonas de tiendas de campaña clavadas en los muros de la trinchera. Al alba del día siguiente constatamos con estupor que nuestras trincheras están hechas sobre un montón de cadáveres y que las lonas que han colocado nuestros predecesores están para ocultar a la vista los cuerpos y restos humanos que allí hay». Los efluvios fétidos se intentaban combatir en los lugares más afectados con cloruro de cal, pero la presencia durante meses de la carne putrefacta hacía que el olor de la primera línea se detectase a kilómetros de distancia. Con los restos podridos llegaban las ratas, un mal endémico del frente. Un oficial británico escribió desde el saliente de Ypres: «Sufrimos una plaga de ratas. Se han comido casi todos los víveres, ¡incluso los manteles y las órdenes de operaciones! Pedimos prestado un gato grande y lo encerramos por la noche para que las exterminara, y a la mañana siguiente nos encontramos el lugar vacío. Las ratas se lo habían comido entero, huesos, piel y demás, y arrastraron el resto hasta sus madrigueras».
La suciedad también se extendía a los propios cuerpos de los soldados. La imposibilidad de un aseo frecuente hizo que los piojos y otros parásitos afectasen a todos los contendientes por igual. Espulgar la ropa y a sí mismos formaba parte de la labor cotidiana de los soldados, había incluso despiojadores profesionales en las trincheras de apoyo que se encargaban de eliminar los parásitos de las prendas, pero la rotación de los soldados por el circuito del frente no les libraba de la presencia de estos incómodos huéspedes. La suciedad de los soldados impresionaba a los que se incorporaban por primera vez al servicio militar. El teniente francés Gaudy describía así a los soldados relevados del frente por una tropa de refresco de la que formaba parte: «El color de los rostros no se diferenciaba apenas del de los capotes, hasta tal punto estaba todo recubierto de barro que se había secado para que otro nuevo viniese a mancillar todo una vez más; los vestidos, como la piel, estaban totalmente incrustados de ese barro». El aspecto sucio, barbudo y harapiento de los soldados franceses fue probablemente el origen del nombre con el que fueron apodados por sus compatriotas: poilus (literalmente «peludos»), aunque no todos los historiadores están de acuerdo con la razón de este nombre. Parece que el mismo motivo inspiró el que usaron los soldados alemanes para referirse a sí mismos: Frontschweine («cerdos del frente»). Los británicos ya disponían desde antes de la guerra de un mote para los soldados rasos del ejército, quienes desde el siglo XIX recibían el nombre de tommies, plural del diminutivo del nombre Thomas. Parece que el origen de este apelativo procede de una figura de la cultura popular británica, Tommy Atkins, prototipo de soldado de clase humilde, sencillo, honrado y sufridor real de los padecimientos de todas las guerras.
Sin embargo no todas las trincheras eran iguales. Algunas reunían mejores condiciones que las de los aliados. Los alemanes fueron famosos por la solidez y las comodidades que brindaban las suyas en comparación con las de sus enemigos y, aunque a los soldados del ejército imperial alemán tampoco les faltaban sinsabores y motivos para quejarse, lo cierto es que sus trincheras no admitían comparación con las aliadas. El escritor y militar alemán Ernst Jünger recordaba así cómo era su estancia en la trinchera: «En Monch […] yo tenía una habitación subterránea a la que se llegaba bajando por cuarenta escalones excavados en sólida greda, de manera que las granadas más pesadas, en aquella profundidad, no producían más que un agradable rumor sordo, cuando nos inclinábamos ante un interminable juego de cartas. En una pared tenía un lecho tallado […] Sobre su cabecera colgaba una luz eléctrica de manera que podía leer cómodamente hasta que me dormía […] El conjunto estaba aislado del mundo exterior por una cortina de tela roja oscura con barras y anillos». Para sus enemigos la sola idea de disponer de un lugar fijo donde dormir resguardados era sencillamente inimaginable.
A DOS METROS BAJO TIERRA
Los hombres comían en medio de aquella suciedad. Había tres refrigerios diarios y la ración oficial del ejército británico constaba de 570 gramos de carne fresca o 450 en conserva, 570 gramos de pan, 115 gramos de tocino, 85 gramos de queso y 225 gramos de hortalizas frescas o 60 secas al día. A ello se sumaban ocasionalmente té, azúcar y mermelada. Pese a que las autoridades militares presumían de la buena alimentación de la tropa, pocas veces el soldado recibía todos estos alimentos. La carne más corriente fue la envasada, que pese a ser muy impopular entre los tommies era muy apreciada por la población francesa de la retaguardia, así como objeto preferido de las razias ocasionales que los alemanes dirigían a las trincheras enemigas para hacerse con parte de sus provisiones. El pan tampoco estuvo presente salvo en momentos puntuales. En su lugar se distribuían las galletas Pearl como sucedáneo, que los soldados comparaban con las galletas para perros, pero que gustaban mucho a los niños de la inmediata retaguardia, quienes se entretenían frecuentemente pidiendo comida o distrayendo a las unidades que iban y venían del frente. Era precisamente en la retaguardia donde estaban mejor alimentados los soldados británicos, ya que aunque siguiesen efectuando labores de administración y entrenamiento, las raciones de comida se acercaban mucho más a lo que en teoría les correspondía. El objeto principal de la envidia de estos soldados era que tanto los franceses como los alemanes habían logrado instalar cocinas de campaña en algunos tramos del frente. La soupe (el rancho) que guisaban los soldados franceses a nivel de pelotón había sido envidiada por los británicos en la guerra de Crimea. En esta lo que despertaba más codicia entre los tommies era la capacidad de franceses y alemanes para montar hornos de campaña en los que se cocía el pan, considerado alimento cotidiano imprescindible para los continentales. Por no hablar de que los franceses tenían incluido en su ración de campaña diaria medio litro de vino, o en su defecto un litro de sidra o cerveza.
La vida cotidiana en las trincheras estaba marcada por la monotonía, ya que consistía en una larga espera con limitadas posibilidades para llenar el tiempo y con la amenaza de la muerte acechando en cualquier momento tanto por un descuido como por un ataque. Las implicaciones emocionales y psicológicas de semejante dinámica eran muy perniciosas. Según el historiador y estudioso de la literatura Paul Fussell, «estar en las trincheras significaba experimentar un enclaustramiento y limitaciones irreales e inolvidables, a la vez que un sentido de desorientación y de estar perdido. Se veían únicamente dos cosas: las paredes de una tierra ilocalizable e indiferenciada y el cielo por encima». Sólo había dos momentos en el día en que los soldados podían ver otra cosa, los dos estados de alerta del amanecer y por la tarde, cuando podían otear la tierra de nadie. Sin embargo la secuencia de los días que pasaban entre dos paredes generaban habitualmente desorientación y trastornos a los soldados, como la ansiedad. René Arnaud, un soldado del ejército francés, describió así sus sentimientos al mirar desde la trinchera: «Cuando me detenía frente al parapeto de la trinchera y oteaba la tierra de nadie ocurría que me imaginaba que las estacas de nuestra fina red de alambrada eran las siluetas de una patrulla alemana que estaba allí en cuclillas, lista para lanzarse hacia delante. Yo miraba fijamente esas estacas, las veía moverse, oía el sonido de las guerreras rozando el suelo y el tintineo de las vainas de las bayonetas… y entonces me volvía hacia el soldado que estaba de guardia, y su serenidad me tranquilizaba. Mientras él no viera ni oyera nada, allí no habría nada, sólo mis propias y angustiosas alucinaciones».
En ocasiones aquel fantasma se hacía realidad y la amenaza se materializaba mediante un ataque enemigo. Otro soldado francés describió así el pasmo que produjo en la tropa la ruptura de la rutina a la que se habían acostumbrado en el subsuelo: «A las 16 horas cesan los tiros de los alemanes. Es el ataque. A doscientos metros vemos salir de la tierra a un oficial alemán con el sable desenvainado, seguido de la tropa en columnas de a cuatro, arma al hombro. Se diría un desfile del 14 de julio. Nos quedamos estupefactos y, sin duda, el enemigo contaba con este efecto de sorpresa, pero al cabo de unos segundos recobramos el ánimo y nos ponemos a tirar como endiablados; nuestras ametralladoras constantemente despiertas nos sostienen. El oficial alemán acaba de morir a cincuenta metros de nuestras líneas con el brazo derecho extendido en dirección a nosotros, y sus hombres caen y se amontonan detrás de él. Es inimaginable». A veces las novedades sobre un ataque llegaban del alto mando, y la sorpresa era entonces sustituida por una angustia insoportable, como dejó escrito el soldado francés Raymond Naegelen: «Nos ha llegado la orden de la brigada: “Tenéis que resistir cueste lo que cueste, no retroceder bajo ningún pretexto y dejaros matar hasta el último antes que ceder una pulgada de terreno”. De ese modo —dicen los hombres— la cosa está clara. Es la segunda noche que vamos a pasar sin dormir […] Las horas se deslizan lentas, pero inexorables. Nadie puede tragar nada porque tenemos un nudo en la garganta. Siempre, siempre la idea angustiosa de si dentro de unas horas estaré aún en este mundo o no seré ya más que un cadáver horrible despedazado por los obuses».
A los pocos meses de comenzar la guerra, la tierra de nadie estaba ya colmada de cadáveres que no podían ser recogidos por ninguno de los bandos. Su sola contemplación era espeluznante, como si de una premonición sobre el propio futuro se tratase. También Naegelen dejó testimonio de ello: «A lo largo de todo el frente […] yacen […] los soldados barridos por las ametralladoras, extendidos cara a tierra y alineados como si estuviesen en plena maniobra. La lluvia cae sobre ellos inexorable, y las balas siguen rompiendo sus huesos blanqueados. Una noche, Jacques, que iba de patrulla, ha visto huir a las ratas saliendo por debajo de sus capotes desteñidos, enormes ratas engordadas con carne humana». Los británicos incluso se entretenían con macabros pasatiempos sobre el asunto. Así, el mayor P. H. Pilditch recordaba tras la guerra que «en lo que fue tierra de nadie durante cuatro años […] era una ocupación morbosa pero muy interesante rastrear las diversas batallas entre los cientos de calaveras, huesos y restos dispersos por todas partes. Se podía seguir el avance de nuestros sucesivos ataques a la vista de los diversos equipamientos de los esqueletos, las gorras de tela blanda que tenían la impronta de los combates de 1914 y principios de 1915, luego las máscaras de oxígeno, después los cascos de acero que revelaban los ataques de 1916».
Tan sólo estos episodios de confrontación militar, unidos a la rotación en las diferentes líneas del frente, introducían cierto ritmo a la monotonía de las trincheras, que se vio acentuada por el alargamiento de la guerra. Los gobiernos y los altos mandos militares habían prometido una guerra rápida y una victoria fulminante a sus respectivas poblaciones, pero desde el mismo año 1914 la contienda había derivado en una situación de estancamiento global que acabó convirtiéndola en una guerra de desgaste. Sólo el que fuese capaz de movilizar y administrar mejor sus recursos tanto en el frente como sobre todo en la retaguardia sería capaz de resistir una guerra que no iba a tener un final como el de las anteriores. Muy pronto los planes de los contendientes dejaron de buscar la victoria militar, sustituyendo este objetivo por el de causar una crisis al enemigo de tal magnitud que se aviniese a negociar. Para los soldados, tan sólo peones en las grandes estrategias, el alargamiento de la guerra la convirtió en algo insoportable. De hecho, llegó un momento en que muchos de ellos pensaron que la guerra no acabaría nunca, o por lo menos que ellos no verían su final. Como afirma el profesor Fussell, no pocos soldados llegaron a pensar que «la situación de punto muerto y de desgaste continuaría indefinidamente, llegando a ser, como el teléfono y el motor de combustión interna, una parte aceptada de la realidad de la experiencia moderna». Los testimonios de soldados sobre la angustia que les producía la posibilidad, para ellos muy verosímil, de una guerra sin fin son abundantísimos. Así, el mayor británico Pilditch afirmaba: «Dios sabe cuánto durará esta situación. Ninguno de nosotros llegará jamás a ver su conclusión y los muchachos que aún van al colegio tendrán que tomar el testigo». Por su parte, otro militar británico describía la curiosa operación que realizó un compañero suyo en el frente en el verano de 1917: «Bosquejó la zona existente entre la línea de fuego de aquel día y el Rin […] y la dividió entre la media del terreno ganado en el Somme, Vimy y Messines. El resultado lo multiplicó por el tiempo invertido en preparar y combatir en esas ofensivas, sacando nuevamente la media. El resultado obtenido demostraba que sin contar con las pérdidas de terreno, y dando por sentado que se mantendría el ritmo, llegaríamos al Rin en unos ciento ochenta años». Si la máquina de vapor, la electricidad, el ferrocarril y el motor de combustión interna eran cosas que apenas unos años antes parecían cuentos increíbles y ahora formaban parte de la vida cotidiana, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con una guerra que había surgido de las naciones más modernas de la tierra? El armisticio de 1918 puso fin a estos temores, pero el daño físico y espiritual provocado por la guerra en quienes la padecieron no se limitaría a los años del conflicto.
HERIDAS DEL CUERPO…
Una de las consecuencias más terribles de la experiencia de cuatro años y medio de guerra fue el daño que se llevaron consigo los soldados supervivientes. El empleo de nuevas armas y tácticas conllevó todo tipo de heridas y mutilaciones. Tal fue el caso de las secuelas dejadas por los diversos gases tóxicos empleados contra los soldados. Su primer uso por los alemanes en las cercanías de Ypres en abril de 1915 produjo un efecto devastador en la moral de las tropas aliadas, que se vieron abatidas por un arma inmaterial que podía ser dirigida desde kilómetros de distancia. El gas de cloro empleado en aquella ocasión no sólo produjo síntomas de asfixia en quienes lo inhalaron sino, ante todo, terror por la imposibilidad de detectar el ataque para defenderse. El efecto se fue repitiendo cuando a lo largo de la guerra se introdujeron paulatinamente nuevos tipos de gas, para los que había que inventar formas de protección novedosas que salvaguardasen a los soldados todo lo posible. Aunque el número total de bajas producidas en el conflicto por los distintos gases tóxicos fue reducido en comparación con las causadas por las ametralladoras o la artillería, los ataques con gas se convirtieron en el símbolo de la barbarie más descarnada vinculada a la Gran Guerra.
La muerte por intoxicación con estos gases era especialmente terrible pues se producía tras largas horas de agonía en las que el afectado apenas podía respirar. En el caso de ataques con gas fosgeno, altamente letal, el número de muertos fue superior al de los ataques con cloro. El gas tóxico no siempre producía el fallecimiento, pero no por ello sus efectos eran leves. Uno de sus resultados más frecuentes era la ceguera, temporal o definitiva, ya que irritaban e inflamaban las mucosas de tal modo que los soldados no podían abrir los ojos. Especialmente crueles fueron los efectos del temido gas mostaza que no sólo era nocivo por inhalación, sino por el simple contacto con la piel. El gas mostaza es en realidad una sustancia líquida (iperita) que en contacto con la piel produce quemaduras al cabo de varias horas, razón por la que los soldados no eran conscientes de haber sido atacados hasta pasado un tiempo de ello, con el consiguiente efecto devastador desde el punto de vista psicológico. Las quemaduras eran especialmente graves en los tejidos blandos como los ojos o el tracto respiratorio, así como en aquellas zonas en que se acumulaba el sudor como las axilas o los genitales. El alto grado de incapacitación que provocaba fue el motivo de que en múltiples ocasiones se realizasen con él ataques masivos. Como recuerda René Pita, «la estrategia alemana consistía en utilizar iperita sobre las posiciones que no les interesaba ocupar, buscando que la alta persistencia de esta sustancia hiciese que los aliados tuviesen que abandonarlas, convirtiéndolas en “tierra de nadie”. Por ejemplo, en el ataque de Armentières en el mes de abril de 1918, los alemanes utilizaron tal cantidad de iperita que, según el general Hartley, “corría gas mostaza por los desagües”». El número de sustancias químicas tóxicas empleadas a lo largo de la guerra fue muy alto, y así junto a las más conocidas, los soldados también tuvieron que padecer los efectos de toda suerte de gases irritantes, inductores al vómito o al estornudo pensados para poder atravesar sus máscaras y obligarlos a desprenderse de ellas para ser nuevamente atacados con los otros gases como el fosgeno o la iperita.
Pese a que los aliados introdujeron rápidamente en su arsenal las armas químicas con las que les habían atacado los alemanes, el uso del gas quedó indeleblemente grabado en la memoria de las naciones aliadas como una de las peores atrocidades cometidas por los alemanes durante la guerra. La australiana Olive King, que pasó toda la contienda conduciendo ambulancias primero en el frente occidental y más tarde en los Balcanes, le escribía a su hermana en 1915 desde Francia: «El fracaso, gracias a Dios, de ese maldito gas venenoso acabará convirtiéndose en un gran revés para Alemania. ¿No es estupendo que las nuevas máscaras antigás den tan buenos resultados? ¡Gracias, Dios bendito! Dios debería hacer que esas horribles granadas de gas explotasen por sí solas y matasen a 500 000 alemanes. Sería una maravillosa manera de vengar la carnicería de nuestros pobres soldados, y ojalá que Él enviara incendios o inundaciones que destruyeran o hiciesen saltar por los aires todas las fábricas de munición alemanas».
Los daños físicos producidos en el campo de batalla eran terribles y en muchas ocasiones los medios para atenderlos resultaban escasos. A las numerosísimas heridas de bala, se unían las provocadas por los restos de metralla procedentes de los estallidos de artefactos explosivos de toda índole. Ceguera, mutilaciones en piernas y brazos, deformaciones… eran el panorama cotidiano en los hospitales de campaña. En el frente occidental el problema básico era poder sacar a los heridos del frente en los momentos de combate, puesto que era en la retaguardia donde se disponía de mejores medios para socorrerlos. En ocasiones, durante las grandes ofensivas se improvisaban hospitales y sitios donde intentar atender a los heridos, muchas veces en unas condiciones pésimas. El lugarteniente francés Benech pasó parte de la batalla de Verdún en el túnel de Tavannes, que los franceses habían habilitado como enfermería. El relato sobre su experiencia allí resulta helador: «Llegamos al túnel […] Prefiero la lucha al aire libre, el abrazo de la muerte en terreno descubierto. Fuera se tiene el riesgo de una bala, pero aquí el peligro de la locura. […] Las caras de todos están húmedas y el aire es tibio y nauseabundo. Acostados en la arena cenagosa, sobre el carril, mirando a la bóveda o faz contra tierra, hechos un ovillo, estos hombres embrutecidos esperan, duermen, roncan, sueñan y ni siquiera se mueven cuando un camarada les aplasta un pie. En algunos sitios corre un chorro. ¿Es agua u orina? Se nos agarra a la garganta y nos revuelve el estómago un olor fuerte, animal, en el que surgen relentes de pólvora, de éter, de azufre y de cloro, un olor de deyecciones y de cadáveres, de sudor y de suciedad humana. Es imposible tomar aliento. Solamente el agua de café de la cantimplora tibia y espumosa calma un poco la fiebre que nos anima. Los demás puestos de socorro no gozan ni siquiera de unos instantes de seguridad… Me llega un cabo muy joven, solo, con las dos manos arrancadas de raíz por los puños, que mira sus dos muñones rojos y horribles con los ojos desorbitados».
Las carencias no sólo se vivían en el frente occidental. En el frente oriental, donde la guerra fue móvil y los ejércitos se desplazaban por grandes superficies de terreno, el problema fundamental fue el traslado de los enfermos a los centros de curación situados a enormes distancias. En muchos casos ni siquiera se contaba con personal médico cualificado para atender a los heridos. El escritor austríaco Stefan Zweig se llevó tal impresión al viajar en los trenes-hospital habilitados para trasladarlos que se sintió compelido a hablar de ellos en sus memorias: «¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de la sociedad vienesa vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí, horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de hollín. Literas primitivas, una al lado de otra, ocupadas todas por hombres de mortal lividez, que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso hedor a excrementos y yodoformo. […] Hablé con el médico, el cual, como él mismo me confesó, en realidad sólo era dentista de una pequeña ciudad húngara y no ejercía la cirugía desde hacía años. Estaba desesperado. Me dijo que había telegrafiado a siete estaciones pidiendo morfina, pero que ya no quedaba en ninguna parte, y que tampoco disponía de algodón ni vendas limpias para las veinte horas de viaje que faltaban para llegar al hospital de Budapest».
Además de las heridas de guerra, con el hacinamiento y la falta de higiene de los soldados en las trincheras del frente comenzaron a aflorar las enfermedades infecciosas. El tifus exantemático se extendió rápidamente transmitido por los piojos e incluso algunas enfermedades infantiles como el sarampión y las paperas se cebaron ante la falta de salubridad y el debilitamiento de los soldados. Las enfermedades de transmisión sexual hicieron verdaderos estragos en ambos frentes desde el comienzo de la guerra. La presencia de prostitutas en las poblaciones de la inmediata retaguardia a las que los soldados acudían para satisfacer su deseo y encontrar algo de calor humano en medio del horror, favoreció la extensión de enfermedades venéreas como la sífilis o la gonorrea. En medio de aquella realidad delirante, la desesperación de algunos soldados por lograr evadirse del frente llevó a situaciones tan disparatadas como a la comercialización clandestina de pus gonorreico con el que infectarse. La puntilla de todas estas enfermedades infecciosas fue la mal llamada «gripe española», ya que el primer brote documentado se localizó en Kansas en el mes de marzo de 1918. La dolencia viajó con los soldados estadounidenses que se incorporaron entonces al frente occidental y rápidamente se propagó por Europa. Para el verano había aparecido ya en los cinco continentes y en pocos meses causó la muerte de cuarenta millones de personas, la mayoría asfixiados por la acumulación de sangre y otros humores en los pulmones. La enfermedad afectó por igual a militares y civiles en Europa, aunque en una mueca cruel del destino alcanzó su pico de gravedad en los meses de noviembre y diciembre de 1918, justo en las semanas posteriores al armisticio. En aquella ocasión la paz no garantizó la vida de los supervivientes.
En el panorama médico de los años de conflicto surgieron incluso dolencias causadas directamente por el nuevo tipo de guerra que se estaba desarrollando. Se llamó precisamente «pie de trinchera» a la enfermedad infecciosa que aparecía en las extremidades inferiores de los soldados ocasionada por la exposición prolongada al frío, la humedad y la imposibilidad de cambiar el calzado durante largos intervalos de tiempo. Lo que comenzaba como un trastorno de la circulación empeoraba afectando a las terminaciones nerviosas, y con la presencia de infecciones por hongos y otros microorganismos. En los casos en los que no se detectaba a tiempo el cuadro empeoraba rápidamente, llegando a ser necesaria la amputación del miembro afectado. Muchos soldados tuvieron que ver cómo además de padecer el suplicio de pasar sus días en las trincheras se les pudrían literalmente los pies. Pero el fenómeno que más llamó la atención tanto a militares como a médicos fue la aparición de nuevos e importantes trastornos psiquiátricos relacionados con la experiencia bélica. Las vivencias terribles que tuvieron que pasar quienes hacía tan sólo unos meses eran ciudadanos civiles hizo que pronto aflorasen diferentes síntomas de perturbación mental. La guerra iba a mostrar así su cara más cruel a quienes sin ser militares de profesión se habían visto envueltos en el conflicto más destructivo hasta entonces conocido.
… Y DE LA MENTE
En los primeros meses de la contienda comenzaron a manifestarse entre algunos soldados síntomas de lo que hoy se conoce como trastorno de estrés postraumático, y que entonces recibió la denominación de «fatiga de combate» para los casos leves y «neurosis de guerra» en los más graves y llamativos. Al principio la confusión de los médicos británicos al enfrentarse a los primeros casos les llevó a llamarlo shell shock («conmoción de proyectil») por considerar que eran daños producidos en el sistema nervioso por el impacto de artefactos de la artillería del enemigo cerca del paciente o porque este había pasado por experiencias traumáticas. Los síntomas eran diversos pero muy definidos, incluyendo miedo y llanto incontrolados, temblores, tics, espasmos, jaquecas, confusión, vértigos, pérdidas del equilibrio e incluso pérdidas temporales de conocimiento. De forma menos frecuente se dieron casos de parálisis, afasia, sordera y ceguera. La incapacidad de definir lo que les estaba pasando a aquellos hombres llevó a los médicos a adoptar poco después la etiqueta Not yet diagnosed (Nervous) «No diagnosticado todavía (Nervioso)». Igual desconcierto mostraron sus colegas franceses (que vacilaron entre las definiciones de commotion cerebrale, accident nerveux y el neologismo obusite —derivado de «obús»—). Fueron finalmente los alemanes los que dieron con el término definitivo al acuñar el apelativo neurose o kriegneurose («neurosis de guerra»).
Las reacciones ante los primeros casos fueron similares en todos los contendientes. Quienes comenzaron a mostrar los síntomas tuvieron que enfrentarse a la incomprensión de sus compañeros y a las acusaciones de cobardía que procedían de todas partes. Los mandos militares se mostraban muy reacios a considerar una enfermedad lo que les sucedía y sólo la necesidad de contar con el máximo de hombres operativo les llevó a aceptar un tratamiento médico para intentar devolver cuanto antes a estos hombres a la lucha activa. El auge de los casos hizo necesario reclutar personal adecuado para abordar el problema. Así fue como durante la Primera Guerra Mundial los psiquiatras ingresaron en los cuerpos médicos militares, experimentándose una auténtica explosión de los estudios de la salud mental de los combatientes. La primera estrategia que se adoptó para su tratamiento fue la de proporcionar atención médica cerca del frente, ya que se temía que si se les alejaba de la causa del trauma antes de su curación no lo superarían nunca y los síntomas quedarían fijados. Sólo ante el fracaso de este procedimiento comenzaron a surgir unidades de salud mental para militares en los hospitales de la retaguardia y centros especializados. Entre los soldados que necesitaron tratamiento en ellos se encontraron dos de los memorialistas británicos más importantes de la guerra, Siegfried Sassoon y Edmund Blunden, así como un joven cabo del ejército alemán aquejado de ceguera temporal ocasionada por gas tóxico y empeorada por una crisis de ansiedad que años más tarde se haría tristemente famoso, Adolf Hitler.
En estos centros se atendieron mejor los problemas psíquicos y emocionales subyacentes a la enfermedad. En opinión de la historiadora Joanna Bourke, «en los años iniciales de la Primera Guerra Mundial, cuando se creía que la neurosis de guerra era consecuencia de heridas concretas en los nervios, se pensaba que traumas físicos como quedar sepultado vivo y la exposición al bombardeo pesado eran explicaciones verosímiles de las crisis “nerviosas”, mientras que el miedo y la culpa tenían escasa relevancia en el desarrollo del trastorno […] Una vez que estos factores fueron reconocidos, el miedo y el acto de matar en sí mismos adquirieron súbitamente mayor importancia». Se propiciaron así nuevas terapias centradas en la aceptación por parte del paciente de lo que había vivido en vez de su represión, incluyendo el empleo de técnicas novedosas como el psicoanálisis y la hipnosis. Pese a todo en algunos pacientes los síntomas persistieron y en muchos casos los desórdenes psíquicos se prolongaron más allá de la guerra. Un informe oficial británico de 1920 cifraba en sesenta y cinco mil los excombatientes que recibían pensión por neurastenia y en nueve mil los que continuaban hospitalizados. Sería la primera vez que una guerra produjese invalidez permanente por enfermedad psiquiátrica a elevados porcentajes de antiguos soldados, circunstancia que se repetiría con frecuencia a lo largo del siglo XX, siendo los ejemplos más evidentes de ello la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Vietnam.
Durante la Gran Guerra los mandos militares desconfiaron constantemente de los psiquiatras y de los enfermos mentales, ya que siempre temieron que los hombres fingiesen locura para intentar zafarse del servicio de las armas. Aunque por los informes médicos parece que estos casos fueron muy pocos, lo que sí se ha documentado es que la presión psíquica insoportable llevó a algunos soldados a buscar que se les infligiesen heridas incapacitantes para lograr la evacuación hacia un hospital en la retaguardia. En el frente occidental se ha documentado cómo en determinados momentos algunos soldados levantaban sus manos e incluso sus pies por encima del parapeto de protección buscando una herida de bala que exigiese curación hospitalaria. Incluso algunos llegaron a dispararse a sí mismos. El soldado australiano Joseph Murray, durante su permanencia en la campaña de los Dardanelos, escribió un diario en el que describió un episodio de estas características. Su compañero Tubby, incapaz de resistir más tiempo en aquel infierno, se disparó tapando la abertura del cañón de su fusil con el dedo pulgar, con tan mala fortuna que no llegó a arrancarse la falange en su totalidad: «Tubby había perdido mucha sangre. Había que hacer algo rápido y la única alternativa era intentar cortárselo. Puse su pulgar sobre la culata de su fusil, apoyé mi navaja sobre él y con un golpe seco de mi puño la operación quedó completada». Lo que llevaba a un hombre que había permanecido en su casa desarrollando una vida normal a cometer actos contra sí mismo no sólo era el estado de privación y sacrificio que se le exigía en una situación que ni los propios mandos que les dirigían habían pasado en guerras anteriores. El nuevo tipo de guerra al que había que hacer frente alcanzaba su expresión más terrible cuando ellos, hombres de carne y hueso, se enfrentaban al poder destructivo de las nuevas armas. Lo que vivían cuando salían de la trinchera en dirección a las posiciones enemigas era en muchas ocasiones más espeluznante que lo que habían tenido que pasar enterrados en ellas.
BAUTIZADOS EN FUEGO
Debido a la situación de empate en el frente occidental y al altísimo número de bajas que conllevaban los ataques, las trincheras sólo se abandonaban por el lado del frente cuando el alto mando ordenaba el avance en ofensivas detenidamente calculadas. El enemigo más temido eran las ametralladoras. Aunque ya habían sido empleadas ocasionalmente en conflictos anteriores, su uso sistemático por todos los contendientes ocasionó un reguero de sangre y muerte inédito. Las alambradas que se anteponían a los parapetos de las trincheras se convirtieron en complejas trampas que inmovilizaban a quienes intentaban traspasarlas, para ser a continuación acribillados por el fuego de las ametralladoras. Los cadáveres de los hombres que habían encontrado la muerte en las alambradas podían quedar colgados de ellas durante meses. A lo largo de la guerra se intentaron encontrar fórmulas que desbloqueasen el avance de la infantería, siendo una de las más ensayadas el ataque combinado de esta con la artillería. En muchas ocasiones era la artillería enemiga la que arrasaba la tierra de nadie mientras los soldados intentaban abrirse paso hacia las posiciones enemigas. Este tipo de situaciones dio lugar a uno de los espantos de la guerra que más fuertemente grabados quedaron en las mentes de los soldados. Y es que la muerte por el impacto de bala, proyectiles o quedar herido o mutilado no era lo peor que les podía pasar durante su tránsito por la tierra de nadie…
Con frecuencia la potencia de los explosivos lanzados hacía que los soldados saltasen por los aires o quedasen atrapados por los inmensos volúmenes de tierra que removían las bombas. Eran los llamados «enterrados vivos». El soldado francés Gustave Heger, del 28.º Regimiento de Infantería, reflejó así su experiencia en uno de estos avances: «Desentierro a un poilu de la 270.ª, más fácil de sacar. Hay todavía varios enterrados que gritan; los alemanes deben oírles porque nos abrasan desde cubierto con sus ametralladoras. No es posible trabajar de pie y por un momento tengo casi ganas de marcharme, pero la verdad es que no puedo dejar así a los camaradas… Intento desprender al viejo Mazé, que sigue gritando; pero cuánta más tierra quito, más se hunde; lo desentierro por fin hasta el pecho y puede respirar un poco mejor; me voy entonces a socorrer a un hombre de la 270.ª que grita también, pero más débilmente, y consigo liberarle la cabeza hasta el cuello, mientras llora y me suplica que no le deje allí. Deben quedar otros dos, pero no se oye nada y vuelvo a cavar para despejarles la cabeza. Me doy cuenta entonces de que los dos están muertos. Me tumbo un poco porque estoy agotado; el bombardeo continúa». Entre los monumentos que se pueden ver en el antiguo campo de batalla de Verdún está «la trinchera de las bayonetas», donde cincuenta y siete hombres del 137.º Regimiento de Infantería que estaban alineados en su trinchera, con las espadas bayonetas caladas en los fusiles, listos para un ataque, fueron sepultados vivos el 12 de junio de 1916, quedando la punta de sus bayonetas que asoma de la tierra como testigo de su tragedia. Algunos historiadores de la Gran Guerra niegan sin embargo la posibilidad de que una avalancha de tierra provocada por una explosión pudiese enterrar una trinchera entera.
Pese a lo terrible de tales situaciones, estos hombres encontraban las fuerzas, la capacidad o el tiempo para llevar a cabo una de las tareas que más satisfacción les proporcionaba en medio de aquel infierno, recoger trofeos. Desde comienzos de la guerra los soldados desarrollaron un gusto exacerbado por coleccionar todo tipo de objetos sustraídos a los que habían caído en el campo de batalla, e incluso floreció una suerte de comercio con ellos. Los soldados de todas las nacionalidades atesoraban botones, charreteras, flautines, medallas, cascos, borlas de las bayonetas, las bayonetas mismas, fusiles… incluso partes del cuerpo como orejas y dientes que se arrancaban a los cadáveres. El objetivo de acumular estos objetos era tener un testimonio que enviar por correo o que llevar de vuelta a casa para demostrar a familiares y amigos que se había combatido en el frente. Y ello a sabiendas de que entretenerse a obtenerlos durante la ofensiva o aventurarse en la tierra de nadie por la noche con el mismo fin entrañaba un riesgo de muerte. Refiriéndose al trofeo favorito de los británicos a comienzos de la guerra, el Pickelhaube alemán, el cabo británico George Coppard escribió en sus memorias: «La mera exhibición de uno de ellos cuando estabas de permiso sugería que tú mismo habías matado a su propietario original». Otros soldados llevaban consigo algunos de estos objetos, los más pequeños, al considerarlos como un amuleto protector contra el fuego enemigo.
Durante los ataques los soldados también podían verse en la difícil tesitura de rendirse. Las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 establecían claramente que matar a los prisioneros era un delito. De hecho, tratarlos bien podía tener efectos propagandísticos entre las líneas enemigas. Lo sabían bien tanto los turcos como los aliados, que en la batalla de Galípoli y en la ofensiva final de 1918 respectivamente se dedicaron a lanzar octavillas sobre el enemigo ensalzando lo bien que serían tratados aquellos que se rindiesen. Pese a todo, en numerosas ocasiones la práctica fue no hacer prisioneros. La matanza indiferenciada de estos podía estar motivada por causas más o menos lejanas (los aliados esgrimían el comportamiento brutal de los alemanes durante la invasión de Bélgica, sus bombardeos sobre la población civil o su guerra submarina indiscriminada), pero lo más frecuente era que detrás de esta práctica estuviese el ánimo de venganza como represalia contra alguna acción anterior. Han llegado hasta nosotros múltiples testimonios sobre actitudes de este tipo. El soldado británico Ashurst Morris hizo la siguiente anotación en su diario de guerra el 16 de junio de 1915: «En ese momento vi a un alemán, bastante joven, corriendo por la trinchera, con los brazos levantados y aspecto aterrorizado, pidiendo clemencia. Le disparé de inmediato. Fue una visión divina verle caer hacia delante. Un oficial de los Lincoln [apócope para los miembros del Lincolnshire Regiment] se puso furioso conmigo, pero todas las que les debíamos primaban sobre todo lo demás». De una forma similar un soldado canadiense escribió sobre las operaciones desarrolladas en septiembre de 1916: «Un joven alemán desaliñado, sin casco, con pelo corto y gafas de montura metálica, corrió gritando de miedo, esquivándonos para evitar que le disparásemos, gritando: “Nein! Nein!”. Sacó del bolsillo un puñado de fotografías y trató de mostrárnoslas (supongo que eran de su esposa e hijos) en un esfuerzo por ganar nuestra simpatía. Todo fue en vano. En cuanto las balas le alcanzaron cayó al suelo inmóvil, con las pequeñas y patéticas fotografías revoloteando hacia la tierra a su alrededor».
Además de los actos espontáneos de la tropa, desde principios de la guerra algunos oficiales de todos los ejércitos dieron órdenes expresas de no hacer prisioneros en la creencia de que así aumentaban la agresividad y eficacia de los soldados bajo sus órdenes. Con ello también evitaban los inconvenientes de mantener grupos de prisioneros en sus trincheras o tener que prescindir de parte de sus soldados para escoltarles hasta su lugar de cautiverio. Varios soldados británicos recordaban en sus escritos haber oído de sus mandos frases como «Se pueden hacer prisioneros, pero yo no quiero verlos» o «No deis cuartel al enemigo ni hagáis prisioneros». Incluso un soldado del ejército británico, Jimmy O’Brien, recordaba cómo les arengó en una ocasión su capellán: «Bien, muchachos, mañana por la mañana vamos a entrar en acción, y si hacéis algún prisionero vuestras raciones se reducirán a la mitad. Por lo tanto, no hagáis prisioneros. ¡Matadlos! Si hacéis prisioneros habrá que alimentarles con vuestras propias raciones, de modo que os encontraréis con la mitad de ellas. La respuesta es no hacer prisioneros».
Estas consignas fueron uno más de los factores que hicieron cambiar a los soldados a lo largo de los cuatro años que duró la guerra. Quienes se alistaron aquel verano de 1914 vieron transformada su vida de civiles por un nuevo tipo de guerra que distaba mucho de los relatos heroicos y triunfales que se les habían presentado como una verdad indudable y que les impulsaron a inscribirse en la causa de sus respectivas naciones. Una vez movilizados tuvieron que vérselas con una existencia miserable y enajenante en el frente, que paulatinamente fue poniendo a prueba la resistencia de todos los que lograron ir sobreviviendo a la formidable carnicería masiva que desangró Europa desde el mismo comienzo de las hostilidades. La inmensa dureza de la guerra de trincheras, sólo interrumpida por la enfermedad, la batalla o la muerte, retorció el alma de estos hombres hasta límites más allá de lo humano. Ninguno de los espectáculos atroces que proporcionó aquella guerra puede plasmar tan claramente los efectos de la profunda inhumanidad a la que se veían sometidos como la contemplación del estado de los que salían de las trincheras camino de la retaguardia, cargados con la certeza de que poco tiempo después deberían regresar a aquella sima espantosa. El teniente francés Gaudy la describió así: «No he visto nada más desgarrado que el desfile de los dos regimientos de la brigada, el 57.º y el 144.º de Infantería, que se desplegaron ante mí, en este camino, durante todo el día. Aparecieron primero unos esqueletos de compañía que conducía a veces un oficial superviviente que se apoyaba sobre un bastón; todos andaban, o más bien avanzaban, a pasitos, con las rodillas dobladas, inclinados sobre sí mismos y tambaleándose como si estuviesen borrachos […] iban con la cabeza baja, la mirada sombría, abrumados por el peso de la mochila y con el fusil rojo y terroso colgando del correaje. […] Ellos no decían nada, no gemían siquiera porque habían perdido la fuerza hasta de quejarse. Cuando estos forzados de la guerra levantaban la cabeza hasta los tejados del pueblo se advertía en sus miradas un abismo increíble de dolor, y en ese gesto sus rasgos aparecían fijados por el polvo y tensos por el sufrimiento; parecía que esos rostros mudos gritaban alguna cosa aterradora: el horror increíble de su martirio. Algunos soldados de la segunda reserva que estaban mirándoles a mi lado permanecían pensativos y dos de ellos lloraron en silencio…».