La guerra ha sido una de las más vergonzosas compañeras de trayecto de la humanidad a lo largo de su historia. Desde los carros asirios hasta los bombardeos controlados por ordenador, la táctica bélica ha evolucionado al compás del desarrollo tecnológico de las sociedades que, incapaces de encontrar otra vía, han resuelto mediante la violencia sus conflictos. Hoy, cuando los ataques aéreos como el que inició la Segunda Guerra del Golfo se retransmiten en tiempo real por televisión, resulta difícil imaginar la guerra como una empresa no tecnologizada, sin grandes carros blindados, armas de repetición casi infinita, aviones velocísimos capaces de arrasar poblaciones enteras mediante bombardeos, potentes acorazados o submarinos cargados de torpedos, ingenios de artillería de capacidad destructiva inverosímil o misiles y armas nucleares que pueden lanzarse desde una punta del planeta a la opuesta. Sin embargo, esta forma de guerra es, en términos históricos, reciente, pues su origen data de comienzos del siglo XX y los primeros hombres que tuvieron la desgracia de vivirla fueron quienes protagonizaron el espantoso conflicto que bautizaron como Gran Guerra.
La Primera Guerra Mundial marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea al propiciar una serie arrolladora de cambios en todas las facetas de la vida humana. Fruto de aquellos cuatro interminables años desaparecieron grandes imperios como el ruso, el austro-húngaro o el alemán, los derechos políticos se extendieron a la práctica totalidad de la población, se redefinieron fronteras en todo el mundo, se sembró la semilla de las ideologías políticas que habrían de marcar de forma indeleble las siguientes décadas, el fascismo y el comunismo, las mujeres conquistaron el espacio público, las artes abrieron caminos expresivos revolucionarios, Estados Unidos surgió en la escena internacional como nuevo protagonista indiscutible… Pero la guerra también supuso un cambio profundo en la propia naturaleza de los conflictos bélicos. Aunque algunas contiendas previas como la guerra de Secesión norteamericana o la guerra franco-prusiana sirvieron como laboratorio de pruebas para el uso de nuevas armas nacidas de la moderna sociedad industrial, fue entre 1914 y 1918 cuando por primera vez en la historia los métodos de producción industrial y tecnológica se aplicaron a pleno rendimiento a la guerra. El resultado fue una situación también inédita, el empate técnico entre los contendientes, lo que convirtió el conflicto en una «guerra de desgaste», es decir, un enfrentamiento en el que la victoria no dependía de la superioridad de recursos en el frente sino de la capacidad de agotar los del contrario.
Desde el punto de vista tecnológico, la Gran Guerra supuso la aparición de algunas de las innovaciones militares más importantes del siglo como los carros de combate blindados, la aviación de combate, las armas químicas o los submarinos torpederos. En un conflicto de dimensiones sin precedentes, la ciencia se puso como nunca antes al servicio de la guerra y contó para ello con todos los recursos que le ofrecía la producción industrial en masa. Las novedades técnicas marcaron una nueva forma de desarrollo de los conflictos armados multiplicando su capacidad destructiva y deshumanizando hasta el extremo el concepto de combate. Pero al mismo tiempo, el impulso tecnológico propiciado por la guerra abrió la puerta a la aplicación de aquellas nuevas tecnologías fuera del ámbito bélico, mejorando las posibilidades de comunicación gracias a los aviones, el perfeccionamiento de los motores de combustión interna o de los métodos de navegación. Pese a ello, las grandes novedades de la tecnología militar surgidas en aquellos años servirían fundamentalmente para que tan sólo dos décadas más tarde el mundo volviese a enfrentare en un conflicto todavía más cruel y destructivo, la Segunda Guerra Mundial. El hermanamiento de tecnología industrial y guerra iniciado en 1914 abrió sendas por las que, desgraciadamente, aún se transita en nuestros días.
PERTRECHADOS PARA LA GUERRA
Cuando en agosto de 1914 millones de hombres fueron movilizados en toda Europa arrastrados por una corriente de entusiasmo generalizada no podían imaginar el infierno que les aguardaba en el frente. Hasta entonces la guerra había discurrido por unos cauces que nada tenían que ver con lo que iba a suceder en los siguientes cuatro años. La importancia táctica de los combates cuerpo a cuerpo de la infantería o la capacidad ofensiva y defensiva de la caballería que habían resultado determinantes en las grandes contiendas europeas precedentes (las guerras napoleónicas y la franco-prusiana), iba a ser literalmente arrollada por las nuevas dinámicas impuestas por la moderna tecnología bélica. Sin embargo, en el momento del estallido de la contienda ni siquiera en el ámbito del ejército profesional se había interiorizado el cambio de modelo que había empezado a anunciarse en enfrentamientos coloniales como la guerra de los bóers (1899-1902) siendo quizá la muestra más evidente de ello los propios equipamientos de los soldados.
Como apuntan los investigadores Francesc X. Hernández y Xavier Rubio, «al comenzar la Primera Guerra Mundial, en 1914, el equipo de los soldados no se había modificado demasiado con respecto a los usados en la guerra franco-prusiana, a excepción de los fusiles». Especialmente llamativo fue el caso francés ya que al comenzar la guerra los soldados galos aún empleaban el mismo uniforme de 1830 compuesto por capote azul, y pantalones y quepis (un tipo de gorro con visera) rojos. Por difícil que resulte de creer, pesaba más la consideración del pantalón rojo como símbolo nacional que las ventajas defensivas de las ropas pardas como medio de camuflaje. Sería necesaria la muerte de miles de soldados para que las autoridades francesas sustituyesen a finales de 1914 los vistosos uniformes clásicos por otros de un color más neutro, cuestión problemática debido al control que Alemania tenía sobre los materiales de tinte, hasta llegar tras diversos experimentos al llamado bleu horizon (azul horizonte). Aunque la experiencia había llevado a británicos y alemanes a reemplazar las tradicionales guerreras rojas y azules de sus soldados por unos más prácticos uniformes caqui y gris feldgrau, ningún ejército disponía en 1914 de un casco adecuado para hacer frente a las nuevas armas que protagonizaron la guerra. Las explosiones provocadas por las granadas y la metralla que acompañaba a estas y a la artillería revelaron rápidamente la necesidad de modificar tales protecciones. Así, la gorra con visera británica o el Pickelhaube de cuero alemán (peculiar casco de parada con un pico decorativo en la parte superior) fueron respectivamente sustituidos en 1916 por el Brodie (con forma de plato) y el Stahlhelm (literalmente «casco de acero», que cubría la parte posterior del cuello y era liso), ambos de acero. Por su parte, los franceses abandonaron en 1915 el quepis por el casco Adrian, asimismo de acero, redondeado y con una pequeña cresta en sentido longitudinal.
En el equipo habitual de cualquier soldado durante el conflicto figuraban diversas armas ligeras entre las que nunca faltaba un fusil. Desde finales del siglo XIX los fusiles habían alcanzado un alto grado de perfeccionamiento y, aunque con pequeñas diferencias, los empleados por los distintos contendientes fueron bastante similares entre sí. Todos ellos eran de cerrojo, es decir, no automáticos, variando la cantidad de balas que podía albergar su cargador. Los soldados británicos empleaban los Lee-Enfield Short Magazine (SMLE), calibre 303 (7,7 mm), que eran los más rápidos de su época ya que su cerrojo era especialmente ágil y su cargador tenía diez proyectiles; un tirador experto podía efectuar hasta treinta disparos por minuto. Los alemanes empleaban el modelo en que se basaba la mayor parte de fusiles de comienzos del siglo, el Mauser G98 de 7,5 mm y cargador de cinco balas, menos rápido que el inglés pero mejor que el Lebel francés de 8 mm, también de repetición de diez cartuchos. A los cañones de estos fusiles se acoplaba un arma de gran utilidad para el combate cuerpo a cuerpo pero que, como los uniformes, parecía hablar de otra época, la bayoneta. Se trataba de un arma blanca compuesta por una hoja muy afilada que se encajaba en el extremo del cañón del fusil y que algunos soldados dentaban para aumentar su capacidad letal. Las bayonetas habían demostrado durante siglos su efectividad pero esta se vinculaba a tácticas de ataque a pecho descubierto que en 1914 las verdaderas protagonistas del conflicto, las ametralladoras, convirtieron en parte de la historia.
En palabras de Francesc X. Hernández y Xavier Rubio, «los primeros meses de la Primera Guerra Mundial resultaron traumáticos por la gigantesca carnicería que provocaron las armas automáticas, y por el colapso de las tácticas de ataque de tradición napoleónica». El empleo de las ametralladoras convirtió en verdaderas masacres las cargas de infantería en las que los hombres caían acribillados por miles bajo la incesante lluvia de disparos. Los primeros en incorporar las ametralladoras a su arsenal fueron los alemanes, que disponían de 40 000 al inicio del conflicto, diezmando con ellas a las tropas aliadas del frente occidental que, aunque tardaron en reaccionar más de lo razonable (pues pese a haberlas empleado en conflictos coloniales consideraban que rompían con los usos de guerra propios de Europa), las incorporaron a sus equipos a partir de 1915. El modelo de ametralladora por excelencia fue el Maxim alemán cuyo nombre obedece al de su inventor, el estadounidense Hiram Maxim, que en 1884 desarrolló un sistema de recarga automática empleando la fuerza del retroceso del disparo. La recarga automática permitía combinar velocidad con una increíble cadencia de fuego de modo que, como indica el especialista en historia militar Jesús Hernández, «la ametralladora alemana Maxim efectuaba quinientos disparos por minuto, por lo que algunas unidades podían llegar a disparar un millón de balas por día». Algunos modelos incorporaron además depósitos de agua con los que se evitaba el calentamiento del cañón que podía entonces disparar sin cesar.
Las Maxim se colocaban sobre un soporte metálico de modo que la ametralladora en conjunto pesaba en torno a los cuarenta y cinco kilos. Pese a las dificultades de transporte que ello comportaba, su increíble efectividad (una sola de ellas podía cubrir unos quinientos metros de frente) la convirtió en el arma estrella del momento. Junto a las Maxim alemanas y las Vickers inglesas hechas a partir de las primeras, también se emplearon otros modelos menos pesados (de unos trece kilos más o menos) como la Lewis de los norteamericanos y belgas o la Chaucat francesa. Mucho más ligeras eran las granadas que también figuraban en el equipo habitual de los soldados y resultaban especialmente útiles en operaciones de asalto. Al comienzo de la guerra los modelos disponibles no eran demasiado seguros y estallaban con facilidad en el momento de ser lanzadas. Sin embargo rápidamente se solucionaría este problema gracias a la llamada Granada n.º 5 o Mills que comenzó a usarse en 1915. Creada por el británico William Mills, su mayor ventaja residía en su diseño en forma de piña que la convertía en un explosivo seguro y de gran capacidad destructiva. Junto con ella fue también muy popular en las filas alemanas la Stielhandgranate Modelo 24 que incorporaba un vástago cilíndrico de madera para facilitar su lanzamiento.
Una de las novedades armamentísticas de la Primera Guerra Mundial fue el lanzallamas, que permitía dirigir un chorro de fuego de forma controlada sobre un objetivo situado a más de veinte metros de distancia. Su diseño era relativamente sencillo pues consistía en un depósito de combustible que se llevaba como una mochila a la espalda y que estaba conectado a un conducto por el que salía el fuego. Sin embargo su uso podía ser extremadamente peligroso, razón por la que los cuerpos de lanzallamas estuvieron integrados por soldados que habían sido bomberos en la vida civil. Fue empleado por primera vez en el frente occidental por los alemanes, que consiguieron aterrorizar a las tropas francesas con aquellos cañones de fuego de los que era imposible defenderse. Como recuerda Álvaro Lozano, «los lanzallamas eran tan odiados que cualquier soldado enemigo que fuese atrapado con uno de ellos era susceptible de ser fusilado en el acto». Pese a su espectacularidad los lanzallamas tuvieron un mayor efecto psicológico que táctico ya que portar un depósito de combustible en un campo de batalla podía ser una idea poco recomendable.
Conforme fue avanzando la campaña los uniformes y equipo de los contendientes se fueron adaptando a las necesidades defensivas impuestas por las nuevas armas, de modo que a las pesadas mochilas y el armamento ligero habitual, se incorporaron elementos como las caretas antigás o ropas de cuero para evitar la acción del terrible gas mostaza, e incluso auténticas armaduras y escudos. Todo ello, si bien mejoraba la capacidad defensiva de los soldados, contribuía a dificultar enormemente la agilidad de sus movimientos que, en las estrechas trincheras, ya resultaban lo bastante complicados. Y es que quizá la seña de identidad por excelencia de la Primera Guerra Mundial fue la llamada guerra de trincheras.
ENTERRADOS PARA VIVIR
Las trincheras se emplearon como sistema defensivo con el que protegerse de la acción de la artillería y las armas de repetición. Su uso había tenido precedentes en la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865) y la ruso-japonesa (1904-1905), pero fue durante la contienda iniciada en 1914 cuando alcanzó su expresión culminante. Desde los primeros meses de la misma y frente a la movilidad propia del frente oriental, la guerra en el frente occidental se volvió estática. La igualdad técnica de los contendientes convirtió la que se había concebido como breve campaña bélica en una interminable foto fija. Tras los iniciales movimientos de tropas y la llamada «carrera hacia el mar» para fijar posiciones, el frente se distribuyó en torno a una línea que iba desde el canal de la Mancha hasta los Alpes. Fue entonces cuando se procedió a excavar a ambos lados de este eje un intrincado sistema de trincheras separadas por una «tierra de nadie» que permitiese resistir la ofensiva enemiga. Se trataba de un verdadero laberinto de zanjas de profundidad variable pero suficiente para ocultar a un hombre, reforzadas con madera y cemento, comunicadas entre sí por túneles subterráneos y protegidas por alambre de espino. Se construían en zigzag para evitar la propagación de la acción destructora de las bombas y obstaculizar el avance de los enemigos en caso de que lograsen penetrar en ellas. Como recuerda Jesús Hernández, «la táctica para tomar las trincheras enemigas permaneció inalterable durante casi toda la guerra. Se lanzaba sobre ellas una lluvia de bombas para que el enemigo retrocediese, abandonando las posiciones más adelantadas. Por su parte, los atacantes iban avanzando amparados por la cortina de fuego que les precedía, y tomaban las trincheras vacías. Pero esta amable teoría se venía abajo una y otra vez ante la dura realidad; los defensores cavaban profundos refugios que les protegían de las bombas y aparecían con sus ametralladoras en cuanto cesaba el fuego».
La combinación defensiva de trincheras y ametralladoras demostró ser verdaderamente eficaz, de forma que durante meses las posiciones de los contendientes en el frente occidental apenas llegaron a variar unos pocos metros. La desesperación de mandos y tropas no podía ser mayor pues la sangría humana era imparable y el problema de tomar las trincheras irresoluble. Finalmente serían los británicos quienes lograsen cortar el nudo gordiano. El 15 de septiembre de 1916, en plena batalla del Somme, los soldados alemanes comenzaron a escuchar una serie de ruidos desconocidos que lentamente se iban acercando al tiempo que el suelo vibraba. Espantados, vieron surgir en el horizonte la silueta de varias moles metálicas que avanzaban directamente hacia ellos escupiendo proyectiles y aplastando todo lo que encontraban a su paso. Se trataba de los Mark I, los primeros carros de combate blindados de la historia.
Un año antes de aquellos hechos, un periodista de guerra inglés, Ernest Swinton, reflexionando sobre el problema de superar las trincheras había logrado desarrollar un proyecto de vehículo blindado en el que las ruedas se reemplazaban por grandes orugas que permitían avanzar en terrenos blandos o fangosos y remontar repechos. Su idea fue recibida con frialdad por los mandos del ejército británico, pero no por el Primer Lord del Almirantazgo (título equivalente al de ministro de Marina), Winston Churchill, que haciendo gala de su intuición supo ver las posibilidades de desbloqueo que la idea de Swinton abría. Así, decidió desviar secretamente 75 000 libras esterlinas de los fondos del Almirantazgo para iniciar la construcción del primer prototipo. El proyecto se mantuvo completamente en secreto hasta el punto de que cuando las primeras unidades fueron embarcadas hacia Francia se embalaron como «tanques» de agua para Mesopotamia, nombre con el que aún hoy se denomina popularmente a los carros blindados.
Pese a su aspecto imponente los Mark I presentaban varios problemas que limitaban su efectividad. Eran extremadamente lentos (se movían a unos 3,2 km/h), poco manejables para maniobrar, su visibilidad a través de ranuras era deficiente y la combustión del motor recalentaba el habitáculo a más de cuarenta grados además de generar gases que hacían su interior aún más irrespirable. Por otra parte, para manejar aquellas moles de casi treinta toneladas de peso eran necesarias ocho personas, unas para dirigirlo y otras para hacerse cargo de las armas montadas en ellos (dos fusiles y cuatro ametralladoras o seis ametralladoras según el modelo). Como apunta el historiador militar Michael S. Neiberg, «de los 49 carros de combate que se llevaron al frente el 15 de septiembre, únicamente 18 entraron en acción. El resto fueron víctimas o de los problemas mecánicos o de la precisión del fuego artillero de los cañones alemanes. Aquellos que participaron en la refriega y sobrevivieron causaron un gran impacto en la moral de los hombres que los vieron. Los soldados alemanes salían corriendo aterrorizados, y los británicos corrían detrás riendo y gritando». A pesar de la mejora de diseño de los carros blindados y los progresos en su utilización, combinada con infantería e incluso aviación, esta nueva arma, como todas las demás aparecidas en la Gran Guerra, no lograría desatascar a los contendientes de sus posiciones estáticas —cuando Alemania pidió el armisticio a finales de 1918 fue por agotamiento, pero las respectivas líneas habían variado poco—. Sin embargo la aparición de los tanques iba a marcar en el futuro una nueva forma de hacer la guerra, y desde luego el final de la guerra de trincheras, como se vería en la Segunda Guerra Mundial.
La posibilidad de superar las trincheras gracias a los carros blindados motivó que se comenzase a trabajar rápidamente en la producción de modelos propios tanto en Alemania como en Francia. Los alemanes dispusieron de tanques en otoño de 1917, los Sturmpanzerwagen A7V inspirados en los británicos y muy similares a ellos. Mientras en Francia el ejército trabajó con la Renault para crear el primer carro de combate con torreta giratoria, el FT-17, que estuvo disponible para las mismas fechas. El tanque francés era mucho más ligero que el británico (pesaba menos de la mitad que los Mark I) y también más rápido ya que alcanzaba cerca de los 7 km/h. Sobre su casco podía montarse un cañón de 37 mm o una ametralladora que podían girar 360 grados junto con la torreta, si bien esta se movía de forma manual. Tanto los AV7 como los FT-17, al igual que los carros de combate británicos, sólo tuvieron un papel relevante en la contienda a lo largo de su último año (el primer y espectacular uso masivo de tanques en combate se produjo en la batalla de Cambrai en noviembre de 1917). Sin embargo, los tanques no fueron la única novedad que causó el estupor de los contendientes. Otras formas de muerte atronadoramente ruidosas o peligrosamente silenciosas también entraron en la escena militar durante la Gran Guerra.
TODO ES POSIBLE, TODO VALE: ARTILLERÍA Y MUERTE QUÍMICA
Al comienzo de la contienda, en agosto de 1914, la primera acción de guerra del ejército alemán anunció que el enfrentamiento que se avecinaba poco o nada iba a tener que ver con los del pasado. La puesta en práctica del llamado «Plan Schlieffen», que pretendía hacer caer a Francia sorprendiéndola con un ataque rápido, suponía el paso de las tropas alemanas por la neutral Bélgica. Para ello el primer gran obstáculo era la ciudad fortificada de Lieja considerada hasta entonces inexpugnable. El ataque alemán se inició con el primer bombardeo aéreo de la historia europea para el que se empleó un dirigible y al que siguió una lluvia de obuses lanzados por gigantescos cañones que pulverizaron el sistema de fortalezas belga. En palabras de Michael S. Neiberg, «los alemanes no pretendían asediar las fortificaciones belgas; lo que planeaban era arrasarlas con artillería moderna fabricada con ese propósito». Y para ello contaban con la última creación de los ingenieros de las industrias Krupp, los Gran Berta (Grosse Bertha), unos cañones de enorme tamaño bautizados así en honor de la heredera de la firma que tampoco era precisamente pequeña y a la que, según parece, no debió hacerle mucha ilusión que se lo recordaran.
Los Gran Berta eran unos potentísimos morteros de 420 mm de calibre capaces de lanzar proyectiles de casi una tonelada de peso con un ángulo tan amplio que caían en vertical, lo que equiparaba su capacidad destructora a la de las bombas lanzadas desde el aire. Su acción combinada con la de varios obuses de 280 mm, que podían lanzar su carga explosiva a distancias de 10 km, y la de baterías de morteros de gran ángulo de tiro de 305 mm convirtió la toma de Lieja en un paseo triunfal para las tropas del káiser. Pero la mayor innovación en cañones de asedio haría su aparición en el conflicto mucho después y, una vez más, de mano de los alemanes.
En marzo de 1918 el general Erich von Ludendorff, persuadido de la necesidad de dar un golpe de gracia a los aliados en el frente occidental antes de que la presencia de tropas norteamericanas decantase a su favor la balanza, encabezó la última gran ofensiva alemana en Francia. El impulso germano logró el mayor avance en el frente occidental de toda la guerra acercándose peligrosamente a París, uno de los objetivos de Von Ludendorff. El día 23 las tropas alemanas se encontraban a poco más de cien kilómetros de la capital francesa y ese mismo día a las ocho y veinte de la mañana comenzó un bombardeo que los parisinos, incapaces de concebir una acción de artillería desde tal distancia, creyeron ataque aéreo. Se trataba en realidad de los efectos de los cañones Káiser Guillermo que desde entonces también se conocerían como «cañones París», aunque algunas fuentes los confunden con el Gran Berta. Eran unas inmensas piezas de artillería, obra de la Krupp, de 210 mm de calibre dotadas de un cañón de casi 40 m de longitud y capaces de lanzar proyectiles a 120 km de distancia, cuya trayectoria alcanzaba la estratosfera antes de caer. Su increíble tamaño y peso (150 toneladas) obligaba a montarlos sobre vagones de tren desde donde eran empleados con intención básicamente disuasoria, ya que no permitían precisar el objetivo de los bombardeos, lo que unido a la necesidad de reemplazar con frecuencia el cañón por el calentamiento alcanzado y a su altísimo coste hizo que los alemanes prefiriesen emplear el resto de los recursos que les ofrecía su fabulosa artillería. Aun así, durante la ofensiva Ludendorff los Káiser Guillermo llegaron a bombardear más de cuarenta veces París provocando la muerte de doscientos cincuenta y seis civiles (setenta de ellos con un solo proyectil que cayó en una iglesia) y causando seiscientos veinte heridos.
Sin embargo, la página más siniestra de las novedades armamentísticas de la guerra sería escrita por la colaboración entre esta y la industria química. El empleo de gases tóxicos en el ataque bélico estaba expresamente prohibido por las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 pese a lo cual, primero los alemanes y más tarde los aliados, no dudaron en usarlos. El gas lacrimógeno fue el primer elemento químico empleado por los alemanes en la Gran Guerra. No se trataba de un gas letal, pero producía una fuerte irritación de los ojos y mucosas que dejaba inoperantes a los soldados. Fue probado en el frente occidental contra las tropas francesas y en el oriental, con menos éxito, contra las rusas pues las bajas temperaturas provocaron su congelación inutilizándolo. Pero los alemanes buscaban un gas de efectos devastadores con el que lograr desbloquear la estancada guerra de trincheras del frente occidental y en ese sentido su primer logro sería el asfixiante gas de cloro. El 22 de abril de 1915 se produjo en Ypres el primer ataque alemán con esta sustancia. El objetivo de la acción era exclusivamente probar su eficacia y así cuando el aire comenzó a soplar en dirección a las trincheras francesas liberaron el contenido de cuatro mil cilindros de gas. Una nube verdosa comenzó a acercarse a las líneas aliadas en las que los soldados aterrorizados empezaron a huir y tratar de protegerse las vías respiratorias con pañuelos mojados en su propia orina, por indicación de los médicos que habían identificado el cloro. El ataque fue un éxito para los alemanes aunque el uso de gas de cloro presentaba importantes inconvenientes. El más notable de todos ellos era la imposibilidad de controlarlo pues un simple golpe de viento podía volver el gas contra quienes lo empleaban. Por otra parte, para que los ataques con gas resultasen verdaderamente efectivos era necesario alcanzar un alto nivel de saturación del aire que permitiese la formación de una nube tóxica letal, lo que obligaba a disponer de un gran número de proyectiles con contenido gaseoso para lograrlo.
Estos y otros problemas eran los que el químico alemán Fritz Haber, padre del uso militar del gas de cloro, trataba de solventar cuando consiguió aplicar a uso militar un gas aún más venenoso que el cloro, el fosgeno. El fosgeno era también un gas asfixiante pero de efectos letales mucho mayores que el cloro en concentraciones más pequeñas. Además se trataba de un gas incoloro y de agradable olor a heno, lo que evitaba la alerta del enemigo antes de que comenzasen a notarse sus efectos, de forma que el fosgeno fue el agente químico que más muertes produjo durante la Primera Guerra Mundial. Aunque para 1916 ya se disponía de un primer equipo para contrarrestar los ataques con gas (unas rudimentarias mascarillas de caucho que contenían un paño mojado en agentes químicos y que había que situar sobre la nariz), estos continuaron aterrorizando a quienes los padecían. Como recuerda Jesús Hernández, «en cada trinchera había una campana o un objeto metálico —normalmente un proyectil vacío— para que, al ser golpeados por un vigía, diesen la alarma de que se estaba produciendo un ataque con gas. En pocos segundos los soldados debían colocarse la máscara, de la que nunca podían separarse. El estrés psíquico que suponía poder ser atacado en el momento más inesperado era casi insoportable, pero lo peor de esta nueva arma era la angustiosa muerte que esperaba a los soldados que resultaban gaseados».
Aún más temido que el cloro y el fosgeno fue el gas mostaza. Descubierto en 1917 por Haber, fue empleado por primera vez en julio de ese mismo año. A diferencia de los anteriores el gas mostaza no producía asfixia pero su simple contacto originaba terribles quemaduras en la piel y, especialmente, en los ojos y tejidos blandos. Los soldados quedaban ciegos y con la práctica totalidad de la superficie corporal afectada, razón por la que empezaron a popularizarse las ropas de cuero que cubrían todo el cuerpo como forma de protegerse de las quemaduras. Al tiempo, las máscaras antigás se fueron perfeccionando y así empezaron a incluir cristales para proteger los ojos y un tubo para respirar conectado a un cilindro con un filtro para el aire. El uso de gases químicos fue una de las facetas más crueles de la Gran Guerra y que más contribuyó a alimentar la propaganda aliada sobre la brutalidad alemana. Aunque el número de bajas causadas por este tipo de ataques fue proporcionalmente mucho menor que el causado por los bombardeos o las ametralladoras, el impacto que produjeron sobre la moral colectiva fue enorme. La deshumanización de la guerra alcanzaba con ellos su expresión más acabada, aunque en aquellos años cada novedad aumentaba la escalada del horror de modo extraordinario. Una de ellas fue la inauguración de una de las más terribles e indiscriminadas prácticas bélicas contemporáneas, los bombardeos aéreos.
YA NI EL CIELO NOS PROTEGE
En el momento de estallido de la guerra el uso de medios aéreos para fines militares era ya conocido, pues ya durante el asedio de París en la guerra franco-prusiana (1870-71), en la guerra de los bóers (1899-1902) o en la de Cuba (1898) se habían empleado globos de reconocimiento, mientras que en la ítalo-turca de 1911-1912, las balcánicas de 1912-1913 y en las campañas españolas en el norte de África en 1913-1914, se habían probado tímidamente los aviones. Sin embargo, en agosto de 1914 la tecnología aérea no permitía considerar propiamente los aviones como un arma eficaz para la guerra, razón por la que durante la mayor parte del conflicto sus funciones se vincularon más a acciones de reconocimiento que de ataque. La posibilidad de espiar las posiciones enemigas desde el aire abría una fuente de importantísima información táctica hasta entonces desconocida y que resultaba especialmente útil en el frente occidental, donde la guerra de trincheras había dejado obsoletos los tradicionales reconocimientos realizados por la caballería. Pero a medida que fue avanzando la contienda fueron haciéndose evidentes las grandes posibilidades militares de los medios aéreos, sobre todo de los aviones, de suerte que la fuerza aérea se convertiría tras la guerra en un recurso bélico de primer orden.
Los medios aéreos empleados durante la Primera Guerra Mundial fueron los globos cautivos, los dirigibles y los aviones y se emplearon en tres funciones básicas, la observación, la persecución y el bombardeo. Los primeros se usaban únicamente con fines de observación. Se trataba de un tipo de globos aerostáticos que podían llegar a medir hasta sesenta metros de largo y estaban hechos de tejido de algodón recauchutado que se rellenaba de gas y aire para ascender. Permanecían siempre anclados a tierra, de ahí el nombre de cautivos, por lo que la observación del frente enemigo se realizaba desde el propio y no adentrándose en él. Los observadores, habitualmente dos, se situaban en una cesta de mimbre colgada en la zona central del globo. Este podía elevarse lo bastante como para permitir divisar la disposición táctica de un frente enemigo situado a unos veinte kilómetros. Pese a su utilidad, presentaba varias limitaciones ya que al elevarse sobre el propio frente no posibilitaba la visión de la retaguardia enemiga, su uso dependía de las condiciones climatológicas y era muy vulnerable a cualquier ataque aéreo o terrestre.
Frente a ellos, los dirigibles (también conocidos como zepelines) resultaban mucho más versátiles. Nacidos al comenzar el siglo, combinaban la aerostática con la tecnología de propulsión a motor. Sus enormes cuerpos (entre cuarenta metros, las clases SS y SSZ británicas, y 226 metros, el LZ alemán) estaban formados por una serie de compartimentos rellenos de hidrógeno unidos por un esqueleto de aluminio y un motor, lo que les dotaba de gran autonomía, velocidad (en torno a los 100 km/h) y capacidad para maniobrar. Además podían transportar desde suministros a bombas y realizar tareas de reconocimiento adentrándose en la zona enemiga. Por todo ello, fue especialmente querido para los alemanes, quienes al comenzar la guerra disponían de una nada desdeñable flota de treinta aparatos. Al igual que los globos, el clima se encontraba entre sus peores enemigos, pese a lo cual eran mucho más seguros dada la gran altura que podían alcanzar.
Los alemanes fueron los primeros en emplear los bombardeos aéreos contra población civil como estrategia de guerra y para ello usaron precisamente los zepelines. Así, en agosto de 1914 un zepelín LZ convirtió a Lieja en la primera ciudad europea en ser bombardeada. En enero de 1915 la audacia alemana llegó más lejos pues dos dirigibles germanos lanzaron varias bombas sobre la costa británica de Norfolk. Se trató de una acción muy imprecisa ya que aún se desconocía la influencia de la aerodinámica sobre la trayectoria de los proyectiles lanzados, pero sirvió de experiencia práctica para realizar poco después el primer bombardeo sobre Londres. En la noche del 31 de mayo de ese mismo año, un dirigible alemán comenzó a arrojar bombas sobre la capital inglesa ante la incredulidad y el terror de la población, que por primera vez descubría que la guerra ya no sólo se libraba en el frente.
Por su parte, los aviones apenas tenían una década de existencia cuando estalló la guerra y en consecuencia su tecnología se encontraba aún en una fase embrionaria. Sin embargo, cuando esta finalizó la aviación había evolucionado de forma extraordinaria fruto de la conciencia de su utilidad estratégica. En palabras de Michael S. Neiberg, «la importancia de la aviación condujo a un incremento enorme del gasto que buscaba aumentar tanto la cantidad como la calidad de los aparatos. En 1914 los beligerantes apenas tenían más de 800 aviones entre todos. Sin embargo, a lo largo de la guerra se construyeron casi 150 000 aparatos. Los motores aumentaron su potencia y el fuselaje se hizo más largo y resistente. Para ocuparse de estos aviones, las grandes potencias adiestraron a miles de pilotos, mecánicos, observadores y demás personal de apoyo, y se produjo un incremento descomunal de la aviación en todos los países».
Desde los primeros momentos de la contienda los aviones se emplearon para realizar tareas de reconocimiento y así en agosto de 1914, en Mons, la Fuerza Expedicionaria Británica pudo ser avisada de los movimientos del ejército alemán y el alcance de su artillería gracias al reconocimiento llevado a cabo por varios aviones británicos. Las acciones de este tipo se multiplicaron exponencialmente a lo largo de los cuatro años del conflicto siendo esenciales en enfrentamientos tan destacados como los del Marne, Neuve Chapelle, Verdún… La tarea de los pilotos no sólo se limitaba a proporcionar información sobre las posiciones de las tropas enemigas (para lo que resultó indispensable la fotografía aérea), sino que también permitía dirigir la acción de la artillería al indicar los puntos a los que esta debía orientarse. De forma progresiva y natural la aviación se fue integrando con el resto de los recursos militares y para 1918 la coordinación de aviones, artillería y fuerzas de tierra comenzó a ser un instrumento habitual en los combates.
El mayor peligro para los aviones de reconocimiento eran los aviones de reconocimiento enemigos. En origen los aviones no disponían de un sistema ofensivo propio, por lo que los pilotos solían pertrecharse con un fusil o una pistola con los que podían abatir un aparato enemigo o tratar de defenderse si eran atacados. El intento de abatir aviones de reconocimiento dio origen a la aparición de los llamados «cazas», es decir, aviones armados que se dedicaban a perseguir y derribar otros aviones. En los primeros meses de la guerra la única posibilidad de disparar desde un avión pasaba por el uso de las armas ligeras que llevaba consigo el piloto o, en el mejor de los casos, el copiloto. Pronto se pensó en la utilidad de acoplar ametralladoras al aparato pero con ello se planteaba un problema técnico, ya que no era posible para el piloto dirigir el avión y disparar al mismo tiempo. Para hacerlo la ametralladora debía estar situada en el morro del avión y por tanto las balas podían alcanzar la hélice y provocar su caída. En consecuencia las primeras ametralladoras fueron empleadas en aparatos en los que se contaba con un copiloto que, obviamente, podía disparar en todos los ángulos menos hacia el frente. Sin embargo, a comienzos de 1915 los aviones alemanes empezaron a ser derribados por un aparato francés cuyo piloto parecía haber resuelto el problema. Se trataba de Roland Garros y su «mecanismo deflector».
MITOS CON ALAS
El francés Roland Garros había alcanzado la fama como piloto en el año 1913 al lograr cruzar por primera vez el Mediterráneo a bordo de un avión. Incorporado al ejército durante la guerra, intentó dar solución al controvertido problema de disparar a través de las hélices para lo que se le ocurrió forrar estas con planchas de hierro. El invento era bastante pedestre pero razonablemente efectivo pues permitía al piloto controlar el avión y disparar al mismo tiempo, si bien buena parte de las balas rebotaban en las hélices desperdiciándose o pudiendo herir al propio piloto. El 19 de abril de 1915 Garros se vio obligado a realizar un aterrizaje forzoso en territorio enemigo y aunque tras varios días consiguió escapar, el accidente dio la oportunidad a los alemanes de estudiar el misterioso mecanismo que tanto les había sorprendido. Pero el blindaje empleado por el francés presentaba demasiados inconvenientes de modo que continuaron buscando una solución más eficaz al problema. Poco después, el diseñador aeronáutico holandés Anthony Fokker, que llevaba tiempo trabajando para los alemanes, dio con la clave del asunto al crear un sistema de interrupción del disparo en el momento en que las hélices pasaban por la línea de fuego de la ametralladora. El hallazgo conseguía sincronizar el motor del avión y el arma gracias a unas palancas que al girar con la hélice activaban y desactivaban el mecanismo de disparo. Esa misma primavera los primeros aviones alemanes en incorporar el sistema, los Fokker Eindecker, empezaron a surcar el cielo y a finales de 1915 todos los aviones alemanes contaban con él.
Durante un tiempo el interruptor Fokker dio a los alemanes una enorme ventaja en el aire sobre los aliados aunque estos consiguieron desarrollar un sistema parecido que en 1916 estaba incorporado a sus aviones. La evolución técnica de la aviación se producía a un ritmo vertiginoso. De hecho, en la misma primavera de 1915 los aviones estaban ya capacitados para transportar cargas explosivas y realizar bombardeos, como demostraron en el mes de mayo un grupo de aviones británicos al lanzar ochenta y siete bombas sobre una fábrica de gas tóxico alemana. Para marzo del año siguiente los franceses habían logrado desplazar a los alemanes en la batalla por el control del cielo gracias a los Nieuport II, unos aviones extremadamente ágiles y capaces de alcanzar los 160 km/h que resultaron decisivos en Verdún.
La respuesta alemana no se haría esperar y aunque disponían de los magníficos Halberstadt D II, en otoño de 1916 comenzaron a emplear los primeros aviones Albatros, los D I y D II, creados por el propio Anthony Fokker. Los Albatros fueron los primeros aviones de guerra diseñados a partir de la experiencia real de combate y resultaron tan eficaces que lograron volver a inclinar la balanza del lado alemán. A principios de 1917 el Albatros D III se convirtió en la peor pesadilla de los pilotos aliados, hasta el punto de que el número de derribos ocasionados por el modelo alemán en el mes de abril hizo que para los primeros este pasase a la historia como «abril sangriento». Para entonces la importancia de la guerra en el aire era ya indudable para todos los contendientes siendo buena muestra de ello el comentario que el general francés Philippe Pétain hizo al ministro de la Guerra galo y que recuerda Michael S. Neiberg: «A principios de aquel año [1917], Pétain le había dicho al nuevo ministro de la Guerra, Paul Painlevé: “La aviación ha adquirido una importancia trascendental; se ha convertido en uno de los factores indispensables del éxito… Se hace necesario dominar el aire”».
A la actividad de los Albatros se sumó poco antes del verano de 1917 la de los bombarderos pesados Gotha G. V, capaces de transportar hasta cuatrocientos cincuenta kilos de bombas y que el 13 de junio, junto con varios zepelines, llevaron a cabo el primer bombardeo diurno de Londres. La campaña de bombardeos se repitió al mes siguiente y los periódicos de todo el país comenzaron a clamar por una respuesta contundente. El gobierno británico solicitó entonces al general Jan Christian Smuts que realizase un informe sobre la situación de las fuerzas de aviación (cuyo control se repartían dos cuerpos diferentes, el Royal Flying Corps y el Royal Naval Air Service, dependientes respectivamente del Ejército y de la Marina Real). Fruto de este se creó la primera fuerza aérea militar independiente de la historia, la Royal Air Force, el 1 de abril de 1918. A lo largo del año siguiente su papel sería crucial en los bombardeos aliados de Alemania.
Por otra parte, los avances de la aviación alemana en 1917 tuvieron su contrapartida en el bando aliado y así vieron la luz aviones tan reseñables como los SE 5 británicos, los Spad S XIII franceses (modelos ambos que destacaron por su velocidad), los Bristol 14 a 17 o los famosos Sopwith Camel. Estos últimos eran asombrosamente maniobrables gracias a la disposición circular de su motor que, situado en la parte delantera del avión, giraba sobre el eje de la hélice. Aunque la fuerza giroscópica asociada a ello contribuía a desestabilizar el aparato, su particular diseño lo convirtió en uno de los aviones que permitían las maniobras y giros más arriesgados del momento. Todos estos modelos, así como la mayor parte de los construidos desde 1916, eran biplanos, es decir, poseían dos líneas paralelas de alas frente a los primeros cazas Fokker que eran monoplanos. Ya en 1918 los alemanes construirían uno de los aviones de mayor potencia empleados en la guerra, los Fokker D VII, armados con dos ametralladoras y dotados primero de un motor Mercedes de más de ciento cincuenta caballos y después de uno BMW aún más potente.
A las mejoras técnicas se sumaron además a lo largo de la guerra las de las tácticas de ataque y si bien los cazas habían iniciado su andadura de forma individual, pronto se empezaron a ver las ventajas de su uso conjunto. Los primeros en utilizar los escuadrones de cazas fueron los franceses cuyas formaciones de seis aviones (Cigognes) permitían una mayor seguridad y efectividad de las tareas de reconocimiento dado que los aviones podían protegerse entre sí, multiplicándose además su capacidad ofensiva tanto para combatir en el aire como para atacar objetivos en tierra. El sistema fue asimismo empleado por los británicos y los alemanes cuyas formaciones aéreas se denominaron Flights y Jagdstaffel respectivamente. La táctica de vuelo en escuadrón de estos últimos destacó por la gran habilidad exigida a sus pilotos para hacer todo tipo de maniobras, quiebros y piruetas, razón por la que sería bautizada como táctica de «circo». Al frente de los escuadrones solía volar un piloto de gran reputación por los éxitos obtenidos en combate, es decir, con un abultado número de acciones de guerra y aviones derribados a su espalda, lo que en la época empezó a designarse como un «as». El término fue empleado por primera vez en la prensa de París en el verano de 1915 para referirse a un relevante piloto francés, Adolphe Pégoud, y desde entonces no dejaría de usarse. Como tales fueron conocidos los pilotos más destacados de la guerra como los alemanes Oswald Boelcke (responsable de cuarenta derribos) y Max Immelmann (con quince derribos), el británico Edward Mannock (con setenta y tres), los franceses René Fonck (setenta y cinco) y Georges Guynemer (cincuenta y cuatro), el canadiense William Bishop (setenta y dos), el australiano Robert Little (cuarenta y siete)… Pero sin duda alguna el más famoso de todos ellos sería Manfred Albrecht von Richthofen, más conocido como «el Barón Rojo».
De origen aristocrático, Von Richthofen tenía veintidós años cuando estalló la guerra. Por entonces pertenecía al arma de caballería del ejército imperial alemán, pero el nuevo panorama militar marcado por la contienda en el que la caballería quedaba obsoleta le obligó a buscar un nuevo destino. Tras una breve etapa en infantería decidió alistarse en el naciente cuerpo de aviación donde finalmente terminaría por formar parte del Jagdstaffel 2 de Oswald Boelcke. Desde sus primeras salidas con el escuadrón de ataque de Boelcke en otoño de 1916, comenzó a destacar por su extraordinaria habilidad y audacia. Al mando de su Albatros II biplano era ya al año siguiente el piloto más reputado del ejército alemán por lo que en enero se le encomendó la dirección del Jagdstaffel 11. Su imparable lista de derribos le convirtió en el piloto más temido por los aliados pero también en uno de los más admirados por su habilidad y valentía. En junio de ese mismo año recibió el mando de un nuevo tipo de unidad militar, un ala de caza, la Jagdgeschwader 1, que sería la primera de la historia. En ella se integraban tres escuadrones más junto con el Jagdstaffel 11 y tanto por las increíbles maniobras de sus aviones como por los llamativos colores de estos se la conoció como «circo volante o circo Richthofen». Su apodo de Barón Rojo surgió entonces pues comenzó a pilotar un avión que pasaría de su mano a la historia, el Fokker DR I, un increíble triplano de color rojo brillante decorado con la cruz de barras emblemática del cuerpo de aviación alemán. A bordo de uno de ellos sería abatido el 21 de abril de 1918. Tenía veinticinco años y había logrado derribar ochenta aviones durante la guerra. Aunque la autoría de su muerte aún es objeto de discusión entre quienes la atribuyen al piloto canadiense Roy Brown o a varios soldados australianos que le habrían disparado desde tierra, lo cierto es que con ella Von Richthofen pasó a formar parte para siempre del terreno de los mitos. En palabras de Álvaro Lozano, «Von Richthofen sigue siendo una de las figuras más recordadas de la Primera Guerra Mundial. En el Barón Rojo se concentran varios elementos del mito: la contraposición entre la modernidad (el avión) y el pasado (la aristocracia), el inconfundible perfil de su triplano rojo (para subrayar su bravura y arrojo) y el hecho de ser un “héroe enemigo” con un acusado sentido del honor. El Barón Rojo mantuvo viva la ilusión de que la guerra era un gran juego en el que se moría joven y querido por los dioses y, una vez muerto, se convertía en leyenda. Cuando falleció, un caza inglés dejó caer un mensaje sobre las líneas alemanas: “El caballero barón Manfred von Richthofen ha muerto en combate el 21 de abril de 1918 y ha sido enterrado con todos los honores militares”».
Aunque el aura de héroe de relato épico fue común a todos los pilotos durante la Primera Guerra Mundial, su realidad distaba mucho de los cuentos. Si bien es cierto que los miembros de la aviación no vivieron la durísima experiencia de las trincheras, también lo es que la aviación requería un coraje fuera de lo común. El precario desarrollo tecnológico de los aviones en aquellas fechas exponía a los pilotos a la muerte tanto o más que una primera línea de fuego. Sólo durante los entrenamientos para el combate murieron miles de ellos (unos dos mil franceses según Neiberg y hasta ocho mil británicos según Lozano) y su expectativa de vida durante el combate era increíblemente corta (de diecisiete horas y media de vuelo para los británicos según Jesús Hernández). La belleza de los aviones de la Primera Guerra Mundial ocultaba, como todo en ella, una tragedia humana. Como en el aire, también en el mar la guerra mostró uno de sus rostros más crueles y novedosos.
DREADNOUGHTS Y U-BOOTE
A finales del siglo XIX Gran Bretaña era la dueña indiscutible de los océanos. La Armada Real británica había ejercido durante décadas este dominio y había sido el instrumento fundamental en la construcción del vasto imperio colonial británico. Los ingleses eran conscientes de su inmenso poderío naval pero también lo eran el resto de las potencias europeas. Por esta razón cuando el káiser Guillermo II quiso hacer de Alemania la mayor potencia de Europa no dudó en que el camino pasaba por dotarse de una flota que pudiese competir e incluso superar a la inglesa. Así, cuando en 1898 el almirante Alfred von Tirpitz le presentó un plan para construir una moderna flota de combate en el Mar del Norte el emperador apoyó el proyecto con entusiasmo. Este se puso en marcha inmediatamente de forma que en vísperas de la Primera Guerra Mundial Alemania se había hecho con una amenazadora marina de guerra. Gran Bretaña por su parte no había permanecido indiferente a la escalada armamentística. Que la que era ya una poderosa potencia económica se estuviese dotando de una peligrosa capacidad ofensiva en los mares era algo que le inquietaba sobremanera. Los buenos resultados que comenzó a dar pronto el plan alemán fueron un acicate para que los británicos, que no estaban dispuestos a perder su hegemonía, invirtiesen aún más esfuerzos y recursos para mejorar su flota. Resultado de ello fue la aparición en diciembre de 1906 del primer gran acorazado propulsado por turbinas de vapor y armado con artillería pesada de calibre único, el Dreadnought.
La aparición de este potentísimo acorazado marcaría un antes y un después en la historia de la marina de guerra hasta el punto de que, desde entonces, todos los acorazados pasaron a designarse genéricamente dreadnoughts y todos los anteriores a él predreadnoughts. La gran novedad del modelo británico de 1906 era la desaparición de la artillería de diverso calibre que hasta entonces había sido la seña de identidad de los acorazados. Los cañones de calibre intermedio sólo resultaban útiles cuando el barco se encontraba en el campo de alcance del buque enemigo y no parecía demasiado razonable exponerse a ese peligro si el oponente podía ser eliminado desde una distancia segura gracias a la artillería de mayor calibre. En consecuencia el Dreadnought fue dotado de cañones más potentes, todos del mismo calibre (305 mm), lo que no sólo lo hacía más seguro sino que también facilitaba todas las tareas relacionadas con el suministro de munición y los cálculos de ajuste de disparo. Además el Dreadnought incluía otra gran novedad, su propulsión mediante turbinas de vapor, mucho más pequeñas y potentes que los mecanismos de propulsión tradicionales y que por tanto dotaban al navío de mucha más velocidad. La artillería pesada se disponía en cinco torres dobles no escalonadas de las que sólo tres estaban sobre la crujía (espacio de popa a proa en medio de la cubierta) y dos sobre las bandas de babor y estribor, y se completaba con otras armas ligeras y tubos lanzatorpedos. Por último, su grueso blindaje, especialmente reforzado en la línea de flotación, hacía de este acorazado el barco más seguro y potente conocido hasta entonces.
Los Dreadnought fueron rápidamente copiados por Alemania cuyos primeros modelos, los Nassau, aparecieron en 1907. En los años siguientes la tecnología de estos acorazados fue introduciendo diversas mejoras como el escalonamiento de las torretas o el progresivo aumento del calibre de los cañones. En otoño de 1909 los británicos comenzaron a construir los acorazados modelo Orion que incorporaban cañones de 343 mm y seis torres sobre la crujía de las que dos estaban escalonadas. La potencia de estos navíos era de tal magnitud que desde su aparición todos los acorazados armados con cañones de 340 mm o más calibre recibieron el nombre de Superdreadnoughts. En vísperas de la guerra Gran Bretaña disponía ya de los Queen Elizabeth con cañones de 381 mm, mientras que Alemania contaba con los Bayern y los Baden con cañones de 380 mm. Ambas potencias competían encarnizadamente por hacerse con la mejor armada y, pese a que los resultados habían sido brillantes para ambas partes, en el momento de ruptura de las hostilidades la flota británica, aunque algo menos moderna, era aún superior en número a la alemana, en línea con la aspiración del Almirantazgo que pretendía que la Royal Navy tuviese la misma potencia que la suma de otras dos marinas extranjeras, más un diez por ciento. Como señala Michael S. Neiberg, «en 1914 los británicos sobrepasaban en potencia de fuego a los alemanes en 11 Dreadnought, 18 acorazados de clases superiores a esta, 61 cruceros, 157 destructores y 48 submarinos».
Las diferencias entre la marina de guerra británica y la alemana no eran suficientes como para garantizar un éxito aplastante de ninguna de ellas sobre la contraria, razón por la que desde el comienzo de la guerra ambas potencias procuraron evitar un enfrentamiento directo de sus fuerzas en mar abierto. La estrategia de Gran Bretaña se centró en ahogar los recursos de Alemania, por lo que estableció un férreo bloqueo naval que impedía la llegada de suministros a sus costas. Para ello dividió su flota en dos partes, la Flota de Aguas Jurisdiccionales, dedicada a proteger la propia costa del archipiélago británico, y la Gran Flota encargada del bloqueo en alta mar. Desde los primeros momentos el bloqueo fue un éxito tanto por los medios de que disponían los británicos como por el hecho fortuito de que cuando estalló el conflicto la flota británica se encontraba ya movilizada (pues estaba realizando un ejercicio de simulación), lo que le permitió ganar un tiempo precioso frente a los alemanes. En 1915 los aliados habían interceptado ya más de tres mil barcos de todo tipo dirigidos a las costas alemanas.
El bloqueo no estaba exento de problemas pues provocó las quejas de los países neutrales, especialmente Estados Unidos, que consideraban que la medida perjudicaba sus intereses comerciales ya que cuando sus barcos eran sospechosos de transportar material de apoyo para la movilización bélica eran asimismo detenidos y sus cargamentos confiscados o hundidos. La consideración del cargamento como «material de apoyo» admitía más de una interpretación y en consecuencia no sólo se detenían barcos en los que se transportaba munición o materiales para la construcción de instrumental bélico, sino también tejidos e incluso alimentos. Pese a todo, el comportamiento de la flota británica se ajustaba estrictamente a la legalidad internacional pues cuando se interceptaba un barco se procedía a avisarle asegurándose de ser visibles, se comprobaba el cargamento sospechoso y si se encontraba, se evacuaba a su tripulación y finalmente se hundía la nave. En estas circunstancias poco era lo que podía hacer en aguas europeas la flota alemana ya que, eliminada la posibilidad de un enfrentamiento directo en superficie, sólo parecía quedar libre la vía submarina, pero dada su naturaleza resultaba imposible cumplir las normas internacionales de guerra naval. Con semejante perspectiva Alemania optó por el pragmatismo más crudo y el 4 de febrero de 1915 declaró la guerra submarina ilimitada contra todo tipo de objetivos.
La flota alemana contaba con los mejores y más modernos submarinos, los llamados U-Boote. Aunque estos ingenios ya habían sido ampliamente utilizados durante el siglo XIX, fue a comienzos del siglo XX cuando su evolución tecnológica les permitió convertirse en verdaderas armas de combate. En 1914 los submarinos estaban ya dotados de dos motores, uno diésel para navegar en inmersión y otro eléctrico para la navegación en superficie, periscopio para la observación, compás giroscópico (que indica el norte geográfico y no el magnético sin verse afectado por el metal de los cascos de los barcos), cañones en la cubierta y lanzatorpedos. La guerra submarina era por tanto una buena opción para hacer frente al poderío naval británico pues los U-Boote podían escapar al control ejercido en superficie y atacar a Gran Bretaña en su punto más débil, el suministro. Cerca de dos terceras partes de los alimentos consumidos por los británicos procedía de ultramar, así que atacar los barcos que transportaban esos suministros podía debilitar tanto a Gran Bretaña como para forzarla a negociar la paz. La campaña de hundimientos indiscriminados iniciada en febrero de 1915 pronto comenzó a dar resultados, pero también generó un fuerte rechazo internacional tanto por la quiebra de las reglas de apresamiento naval, como por el gran número de pérdidas económicas y humanas (frecuentemente civiles) que implicaba.
La tensión diplomática con los países neutrales alcanzó uno de sus puntos más altos en mayo de ese año cuando un submarino alemán hundió el buque de pasajeros Lusitania que cubría la ruta entre Nueva York y Liverpool ocasionando la muerte de mil ciento noventa y ocho personas. Entre las víctimas había más de un centenar de norteamericanos, lo que provocó una airada protesta de Estados Unidos pese a que el barco transportaba artículos de contrabando (probablemente munición) y que el cónsul alemán de Nueva York había advertido antes de su salida de que podía ser objeto de un ataque. A pesar de la protesta, los hundimientos continuaron y con ellos el aumento de la tensión internacional por lo que, finalmente, el 1 de septiembre el temor a la posible entrada de la potencia norteamericana en la guerra hizo que Alemania se comprometiese a respetar las normas bélicas navales poniendo fin a la guerra submarina ilimitada. Con ese escenario de fondo, Alemania no tuvo más remedio que reconsiderar su política naval y fruto de ello se produciría el único choque abierto en superficie con la Armada Real británica de toda la guerra.
La batalla de Jutlandia iniciada en mayo de 1916 sólo dejó una cosa clara, que la estrategia seguida hasta entonces por ambas potencias había sido la correcta o, al menos, la más prudente. Aunque el enfrentamiento debería haberse saldado con una gran victoria británica (puesto que gracias a la interceptación de las comunicaciones alemanas conocían de antemano la trampa que había preparado la flota del káiser), lo cierto es que ni Gran Bretaña ni Alemania vencieron en el choque. Las pérdidas de los británicos fueron superiores, pero la evidencia de que por esa vía difícilmente podría obtenerse un triunfo militar decisivo convenció a los alemanes de la conveniencia de no volver a intentar un encuentro semejante. En esa situación la vuelta a la guerra submarina ilimitada empezó a parecer la mejor opción posible. Convencido de ello, a finales de 1916, el almirante Henning von Holtzendorff bajo cuyo mando se encontraba la marina alemana, preparó un informe para el káiser abogando por las virtudes del regreso a la guerra submarina. Holtzendorff pensaba que gracias a ella Alemania podría ganar la partida a Gran Bretaña en unos pocos meses al asfixiarla de tal forma que no le quedase más remedio que pedir la paz. La estrategia podría resultar tan efectiva que ni siquiera daría tiempo a que las tropas norteamericanas pudiesen llegar a Europa en caso de que Estados Unidos declarase la guerra. En enero de 1917 su convencimiento era tal que, como recuerda Michael S. Neiberg, «en uno de los errores de cálculo más clamorosos de la guerra le dijo al káiser: “Le doy a Su Majestad mi palabra de oficial de que ni un solo norteamericano desembarcará en el continente”». Pocas veces la palabra empeñada ha dejado a alguien tan en evidencia como en aquella ocasión.
El 1 de febrero de 1917 Alemania anunció la reanudación de la guerra submarina ilimitada y en el mes de abril Estados Unidos le declaró la guerra. Las pérdidas aliadas de barcos alcanzaron entonces los niveles más altos de todo el conflicto llegando a superar los dos millones de toneladas. Aun así, los aliados habían aprendido la lección desde 1915 y disponían de varios métodos efectivos con los que combatir los ataques submarinos de los alemanes. Además del uso frecuente de los llamados «barcos Q» (mercantes armados con cañones ocultos, personal vestido de paisano y que navegaban bajo bandera neutral para despistar y sorprender al enemigo), contaban desde 1916 con las eficaces cargas de profundidad. Se trataba de potentes bombas cuya explosión podía ser programada para que tuviese lugar a diferentes profundidades gracias a sus detonadores por presión hidráulica, de modo que los submarinos podían ser atacados sin necesidad de que emergiesen. Gracias a los hidrófonos (el sónar aún no se había perfeccionado) podía detectarse el sonido producido por los submarinos y por tanto localizarlos para lanzar las cargas. Pero sin duda el mejor método de defensa antisubmarina fue el sistema de convoyes.
El abrumador aumento de hundimientos producidos por submarinos alemanes en 1917 llegó a poner a Gran Bretaña en una situación difícilmente sostenible. Tal y como había planeado Holtzendorff, los británicos comenzaron a tener importantes problemas para lograr abastecerse de artículos de primera necesidad, de modo que la posibilidad de ser incapaces de resistir por mucho tiempo empezó a perfilarse en el horizonte. Sin embargo la solución vendría de manos de los norteamericanos, que lograron convencer al Consejo Naval aliado de las bondades del sistema de convoyes para poner freno a la amenaza submarina alemana. Se trataba de que los barcos de mercancías navegasen escoltados por buques de guerra que pudiesen protegerlos de los submarinos, para lo que era necesario acomodar los distintos tipos de barcos dadas sus diversas velocidades y características. El número de barcos de guerra de cada convoy variaba en función del de mercantes escoltados así como de sus características, de suerte que en los convoyes más grandes (de unos cincuenta barcos mercantes) se incluían cruceros, destructores, lanchas torpederas, barcos rastreadores e incluso globos de reconocimiento para detectar las estelas producidas por los submarinos. El sistema de convoyes comenzó a principios de 1918 y su éxito fue enorme desde el primer momento, de modo que, como recuerda Álvaro Lozano, «en la primavera de 1918, por primera vez desde 1915, la construcción naval superaba ampliamente las pérdidas. Desde que se puso en marcha el primer convoy y el final de la guerra, los buques aliados escoltaron a 88 000 buques a través del Atlántico. Tan sólo perdieron 436 navíos y lo que resultaba más importante, de 1 100 000 soldados norteamericanos enviados a Europa, tan sólo fallecieron 400 a causa de los submarinos». La última gran apuesta alemana para ganar la guerra en el mar había fracasado y el desembarco de las tropas estadounidenses en el continente sería su golpe de gracia.
El 11 de noviembre de 1918 los fusiles y las ametralladoras callaron, la artillería permaneció en silencio, los carros de combate se convirtieron en simples vehículos, las trincheras quedaron vacías, los aviones y los zepelines dejaron de lanzar bombas, y en el mar los barcos y submarinos comenzaron a navegar tranquilos. La guerra había finalizado pero dejaba tras de sí una estela de muerte y sufrimiento inédita. Durante cuatro años interminables la humanidad había volcado todos sus esfuerzos al servicio de los intereses bélicos. Ingenieros, mecánicos, químicos, físicos, matemáticos… habían invertido su energía creativa en las demandas de desarrollo tecnológico impuestas por la guerra. El resultado había sido científicamente brillante pero humanamente desolador. Al terminar la guerra el mundo había cambiado por completo. Los viejos imperios caían como castillos de naipes, surgían nuevas naciones, la sociedad se sacudía viejos corsés para abrazar la vida moderna, la economía se redefinía, la literatura, el pensamiento o el cine se transformaban… Pero también la propia guerra había cambiado. El mundo de las masas patrocinado por el desarrollo industrial había llegado también a ella y la muerte había encontrado vías para volverse asimismo masiva. La Primera Guerra Mundial marcaba un triste hito en la historia de la humanidad al inaugurar el capítulo de las guerras de nuestro tiempo.