6. Aurora roja

Si la Primera Guerra Mundial ha merecido la calificación de punto de partida del siglo XX ha sido en gran medida porque lo que aconteció durante aquellos cuatro largos años de contienda modeló el mundo de las siguientes décadas. Sin lugar a dudas uno de los factores que más contribuyó a ello fue la Revolución rusa. Este inmenso terremoto político que se inició en 1917 fue el origen de uno de los protagonistas indiscutibles del siglo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, así como de una ideología y un sistema políticos que fueron el rival directo del capitalismo y la democracia liberal de Occidente. Aunque ninguna de estas consecuencias fue evidente durante el conflicto, los contemporáneos supieron percibir el profundo impacto que podría llegar a adquirir lo que estaba sucediendo en el imperio de los zares. En primer lugar porque a nadie se le escapó que aquellos acontecimientos eran el resultado directo de la guerra, del efecto que estaba produciendo en una sociedad agotada hasta la extenuación por el esfuerzo bélico, algo que no era exclusivo de aquel imperio y que se podía reproducir en el resto de las potencias beligerantes. Pero además estaba claro que aquello iba a repercutir directamente en el resultado final de la contienda. La Revolución rusa fue una consecuencia de la Gran Guerra y el desenlace de esta derivó en buena medida de aquella, razón por la que la una no se puede entender sin la otra y viceversa.

Pero además esta revolución acentuó de forma muy marcada el carácter global del conflicto. Por una parte porque fue un amplificador de sus efectos en territorios no europeos y sobre todo porque desde el principio su lenguaje y sus objetivos fueron declaradamente internacionales. Los líderes bolcheviques eran conscientes de que lo delicado de la situación de las potencias beligerantes (especialmente de Alemania y Austria-Hungría) podía traducirse en una rápida exportación del fenómeno revolucionario a la Europa desarrollada, y de que su mensaje de crítica al capitalismo y al imperialismo podía tener un efecto inmediato en los países sometidos al dominio colonial europeo. Y así fue, efectivamente. En la partida de billar mundial que fue la guerra, el fuerte impacto que recibió Rusia hizo carambola sobre los territorios asiáticos a corto plazo, alimentando los embrionarios movimientos de liberación nacional que entonces estaban comenzando a gestarse. La Primera Guerra Mundial fue mundial entre otras cosas gracias a la Revolución rusa, de ahí que en este acontecimiento se encierren muchas de las claves para comprender la significación real de la contienda y sus consecuencias. Esta singular historia, trágica y terrible, pero que fue recibida por muchos como una esperanza de un futuro en paz resultó sin duda uno de los episodios cruciales del siglo XX y, pese a la caída del comunismo hace más de veinte años, puede desvelarnos todavía hoy algunas de las respuestas a los interrogantes de nuestro tiempo.

A comienzos del siglo XX Rusia era un gigantesco enigma. Los europeos se habían acostumbrado desde hacía dos siglos a que los monarcas del Estado más apartado de Europa oriental interviniesen en la política internacional en pie de igualdad con las grandes potencias. Tenían razones para ello. Su imperio ocupaba entonces una sexta parte de la superficie del planeta y era el segundo país más extenso del mundo, adelantado solamente por el Imperio británico. Poseía una población de ciento treinta y dos millones de habitantes y su ritmo de crecimiento era el más alto del continente. Estaba encabezado por una clase dirigente occidentalizada (refinada, culta y políglota) que residía en la elegante y monumental capital de San Petersburgo, a orillas del Báltico, y desde la derrota de Napoleón hacía un siglo era una de las potencias militares más temidas del mundo.

Pero el viajero que mirase por la ventanilla del vagón del tren en su trayecto hacia alguna de las ciudades rusas podía ver con facilidad que la realidad de aquel país era muy distinta de la de sus rivales occidentales. Rusia tenía uno de los niveles de desarrollo más bajos de toda Europa. El 90 por ciento de la población vivía en el campo, subsistía a base de una agricultura atrasada y permanecía prácticamente ajena a lo que pasaba más allá de su aldea. De cada diez campesinos apenas tres sabían leer y escribir, las escuelas eran de hecho inexistentes y en muchas ocasiones la única persona que había visto el mundo que se extendía más allá de los campos de labor era el sacerdote local, encargado de mantener la obediencia religiosa y política de los feligreses de su parroquia. Ese mismo viajero probablemente se preguntaría cómo era posible que se mantuviese en pie el inmenso poder del que había hecho gala en numerosas ocasiones aquel imperio sobre una base tan pobre. Esa pregunta, que bullía en la cabeza de muchos políticos e intelectuales europeos de la época, era igual de misteriosa para los propios rusos.

UN GIGANTE CON LOS PIES DE BARRO

Rusia era por tanto un imperio dual. Frente a una aplastante realidad rural y atrasada se alzaba una élite que se había marcado como objetivo (siguiendo el designio de los zares desde el reinado de Pedro I el Grande a comienzos del siglo XVIII) europeizar el país y aprovechar sus ricos recursos para hacer de él una gran potencia capaz de competir con sus vecinos del oeste. La puesta en práctica de este proyecto había cosechado grandes éxitos sobre todo en los ámbitos político y cultural, pero la realidad del atraso social y económico comenzaba a pesar como una losa y hacia 1900 era una auténtica amenaza para la supervivencia del país si quería mantener su estatus internacional. Los zares eran conscientes de ello y desde mediados del siglo anterior habían ido implantando reformas con el deseo de facilitar el progreso del imperio y asegurar su poderío. El revulsivo que impuso en la agenda de Alejandro II la necesidad de hacer cambios internos fue la aplastante derrota que sufrió Rusia ante la coalición de Gran Bretaña, Francia, Turquía y el reino de Cerdeña —en realidad, el Piamonte— en la guerra de Crimea en 1854-1856. Desde hacía décadas los grupos cultos del país, conocidos con el nombre de intelligentsia y surgidos del intenso renacer cultural que supuso la Ilustración, habían llamado la atención sobre lo inviable de la situación y la necesidad de una modernización. El gobierno iba a atender ahora a algunas de sus reivindicaciones, pero lo iba a hacer de forma que no se cuestionase la autoridad imperial e intentando controlar todo el proceso. El principal motivo de este dirigismo radicaba en que Rusia era el único Estado europeo en el que la marea revolucionaria que había agitado Europa desde la Revolución francesa de 1789 no había hecho mella en el poder absoluto del monarca. El zar seguía definiéndose como «autócrata de todas las Rusias», era a la vez la fuente y la instancia suprema de todas las decisiones políticas y su deseo era preservar esta situación a toda costa.

Para lograr ese desarrollo sin contestación política, Alejandro II se decidió a acabar con la más atávica de las instituciones sociales que sobrevivían en Rusia: la servidumbre feudal. Esta, que suponía la obligación del campesino a prestar obligatoriamente un servicio en trabajo a su señor o en los casos más benévolos pagarle un tributo anual equivalente, fue suprimida en 1861 mediante el llamado Edicto de Emancipación. Se trató sólo de la primera piedra del programa. Otro cambio fundamental fue la concesión de una autonomía administrativa limitada a los diferentes «distritos» y «gobiernos» en que se organizaba el imperio con la creación para cada uno de ellos de un órgano electivo llamado zemstvo, que se encargaría de ejercer la función de policía rural y de prestar una atención social mínima a la población. A estos cambios se unieron una reforma judicial que pretendía acercar el sistema ruso al europeo, la instauración del servicio militar obligatorio que suprimía el sistema de levas para suministrar hombres al ejército y una tímida liberalización cultural y educativa.

Estos cambios iban a demostrar pronto que sus logros serían limitados. Posiblemente la causa más importante de ello fue que estas innovaciones dejaban intacta la institución rusa por antonomasia, el mir o comunidad rural aldeana, que el gobierno consideraba como la mejor garantía para conservar el carácter tradicional de la sociedad rural rusa y evitar levantamientos. Todavía permanecía fresca en la memoria la gran rebelión campesina que hacía un siglo, durante el reinado de Catalina II la Grande, había liderado el cosaco Pugachov, que haciéndose pasar por el asesinado esposo de Catalina II, el zar Pedro III, para legitimarse ante el pueblo, había sembrado el terror entre los nobles y los propietarios. Por ello cuando se acometió la emancipación se hizo reforzando el papel del mir, dejando a los veintiún millones de siervos liberados vinculados a su comunidad de origen. Esta era la responsable de distribuir las tierras para su cultivo, impartir justicia en primera instancia y recaudar impuestos. Cualquier individuo que quisiese abandonarla para buscarse un futuro mejor en otra parte tenía que obtener primero su permiso. Por todas estas razones la población rusa continuó estando muy apegada a sus aldeas y a su cultura tradicional. Aunque este tipo de comunidad ofrecía ventajas a sus empobrecidos miembros, la imposibilidad de aumentar las cosechas por el atraso tecnológico y la disponibilidad limitada de campos para cultivar produjeron una auténtica «hambre de tierras» que los campesinos sentían como la única vía de mejorar sus precarias existencias. Pese a todo, a finales del siglo XIX surgieron unos pocos campesinos ricos o kulaks (literalmente «puños» en ruso), que habían podido comprar algunas fincas a propietarios absentistas, introdujeron algunas innovaciones y consiguieron mejorar su situación. Junto con los antiguos terratenientes, la aristocracia urbana, se volvieron especialmente odiosos para sus vecinos, que los veían como la principal causa de su pobreza y un elemento disolvente de la solidaridad comunal. La emancipación no pudo evitar que el resentimiento de clase se fuese extendiendo de forma larvada por el medio rural.

La necesidad de modernizar el país perduró, por lo que el heredero de Alejandro II, Alejandro III (en el trono desde 1881), intentó una nueva vía para lograrlo. El ideólogo de esta reforma económica fue su ministro de Finanzas y luego primer ministro con Nicolás II Serguéi Witte, que planteó un ambicioso programa de industrialización para el imperio. Para ello propuso el desarrollo de la industria pesada y la de bienes de consumo como sectores estratégicos que permitirían el despegue de la economía rusa. La primera facilitaría la mejora de la raquítica red ferroviaria y la segunda ampliaría las dimensiones del mercado interior, al producir bienes que animasen a comprar tanto a los habitantes de las ciudades como a las comunidades rurales. El buque insignia del programa fue el ferrocarril transiberiano, una línea que debía unir Moscú con Vladivostok, a orillas del Mar de Japón. Este proyecto aunaba los deseos del gobierno de desarrollo económico con el expansionismo territorial hacia Asia oriental que venía practicando desde hacía décadas. Comenzado en 1891, sus casi nueve mil trescientos kilómetros no fueron acabados hasta 1904. Pero el plan de Witte no se limitaba a los sectores más tradicionales de la industrialización. Los recursos naturales de Rusia eran de un potencial inmenso y San Petersburgo estaba dispuesto a exprimirlos para sacarles el mayor beneficio. El descubrimiento de yacimientos petroleros en el Cáucaso fue seguido de la tramitación de una lucrativa concesión para que la compañía de Alfred Nobel explotase los de la región de Bakú, que pocos años más tarde se habían convertido en los más rentables del mundo tras los de Texas.

El programa de transformaciones fue un éxito y Rusia comenzó a cambiar rápidamente. Con el surgimiento de la industria (la siderúrgica, la minera y la textil fundamentalmente) en centros muy localizados de la geografía rusa, se fueron creando focos atractivos para los campesinos más desfavorecidos. Estos fueron abandonando de forma creciente sus mir para acudir a las ciudades (San Petersburgo, Moscú y las urbes mineras de los Urales) engrosando una naciente clase obrera. Los resultados fueron asombrosos: durante los quince primeros años del siglo XX Rusia poseía una de las tasas de crecimiento industrial más altas y sus exportaciones a Europa occidental (básicamente de cereales y materias primas) crecían a igual ritmo. Pese a todo fue necesario atraer más inversión extranjera. La estrategia desarrollada entonces por el gobierno fue sencilla. En palabras del historiador Robert Service, «Witte transmitió a los financieros de todo el mundo el mensaje de que en Rusia los márgenes de beneficio eran enormes y los obreros obedientes». Aunque este mensaje no era del todo cierto, como muy bien sabía el propio ministro.

REBELDES CON CAUSA

La realidad rusa acusó la intensidad de los cambios. Una sociedad empobrecida a la que se sometía a tal transformación no podía permanecer indiferente y pronto daría muestras públicas de ello. A las tradicionales explosiones de rebeldía campesina, que no se producían desde hacía tiempo, se había sumado una nueva forma de disidencia propiamente urbana. La intelligentsia ya había dado muestras de disconformidad con la autocracia zarista y su actitud abierta a Occidente y a sus novedades fue inmediatamente sospechosa para el gobierno y los sectores más tradicionales de la sociedad. Dentro de este grupo abundaban los partidarios de realizar reformas políticas graduales que transformasen el régimen desde dentro, como la instalación de algún tipo de asamblea representativa (o Duma) y de limitaciones al poder ilimitado del zar. Eran los liberales, grupos numerosos en las ciudades y que en general respetaban la monarquía y creían en la posibilidad de un cambio pacífico. Pero la intolerancia de los sucesivos gobiernos y la larga represión de cualquier muestra de disidencia favorecieron el surgimiento de grupos radicales y violentos. En el siglo XIX los más notables agitadores políticos fueron los llamados narodniki o populistas, una especie de socialistas utópicos que tenían una fe inquebrantable en el pueblo ruso y en el terrorismo como método para liberarlo del yugo zarista. Su mayor éxito llegó en 1881, cuando el grupo revolucionario Naródnaya Volia («Voluntad del Pueblo») capitaneado por Andréi Zhelyabov, el revolucionario que Lenin compararía con Robespierre, cometió un atentado que le costó la vida a Alejandro II. Le sucedió su hijo Alejandro III, que inició su reinado dando un giro a la política reformista de su padre e imponiendo una férrea represión de cualquier mínima muestra de disconformidad política. Una de sus medidas más importantes fue la creación de la Ojrana, la temida policía política dirigida desde el Ministerio del Interior, que fue la piedra sobre la que construyó un Estado policial.

Pero si no eran pocos los flancos abiertos para el zar, la acelerada industrialización de las décadas siguientes trajo más problemas. El crecimiento de la población urbana llevó a la extensión de la cultura y algunas de las costumbres occidentales. Cada vez grupos más amplios disfrutaban de unos avances que resultaban inimaginables en el campo, con el que las diferencias eran cada vez mayores. Los empresarios, los altos funcionarios del Estado y los profesionales de todo tipo cada vez tenían un conocimiento mayor de las ideas europeas, y su propio ritmo de vida era más propicio para el surgimiento de espacios de libertad y de actuación pública. En estas condiciones, las reivindicaciones de los liberales de conseguir mayores cotas de participación política se extendieron rápidamente. Y a todo esto se sumó el surgimiento del movimiento obrero en la década de 1890. Pese a no estar reconocidas las libertades civiles y prohibidos los sindicatos, se organizaron las primeras huelgas industriales de grupos de obreros concienciados que protestaban por sus pésimas condiciones de trabajo y de vida. El nerviosismo oficial aumentaba sin cesar.

Muy pronto estos movimientos sociales comenzaron a tener una lectura política. En 1898 se fundó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, de ideología marxista, que defendía que para que Rusia avanzase hacia el socialismo tenía que pasar primero por la industrialización y la extensión del proletariado, y que denunciaba el mir como un atavismo a liquidar. La Ojrana desmanteló pronto la organización y la mayoría de sus miembros huyeron a Europa, donde atrajeron rápidamente la atención de muchos de los revolucionarios que se habían visto obligados a salir del país. En el exilio la mayoría de ellos más que trabajar para derribar el zarismo se enfrascaron en interminables discusiones académicas sobre las condiciones necesarias para el triunfo de la revolución en Rusia. Las disputas internas acabaron en ruptura en 1903. En aquel año el partido celebró su tercer congreso en Bruselas y Londres, en el que se definieron dos corrientes internas profundamente distanciadas: los menshevik («minoritarios») y los bolshevik («mayoritarios»). Mientras los primeros eran un grupo de pragmáticos que estaban abiertos a la colaboración con otros grupos políticos y sociales para la consecución de los fines revolucionarios, los segundos se concebían como un núcleo duro, la vanguardia intelectual que tenía que mantenerse pura para trazar el plan revolucionario que ejecutarían las masas obreras y lograr así la implantación de un socialismo no contaminado. Estos estaban encabezados por uno de los más activos revolucionarios rusos en el exilio, Vladímir Ilich Uliánov, conocido entre sus compañeros por el sobrenombre de Lenin. Pese a su nombre, tras el congreso de 1903 siempre fue mayoritaria dentro de la socialdemocracia rusa la tendencia menchevique, aunque en los años siguientes ambas corrientes estarían llamadas a desempeñar un papel crucial en la política de su país.

Mientras los socialistas exiliados proseguían con sus discusiones bizantinas, en el interior también se producían movimientos. Recogiendo la herencia de los populistas del siglo anterior, en 1901 se fundó el Partido Social-Revolucionario (cuyos miembros eran conocidos como «eseristas», nombre derivado de las iniciales del partido en ruso, SR). Compartían una fe casi mística en el pueblo, por lo que consideraban que la verdadera fuerza revolucionaria era el campesinado y no el proletariado industrial. Admiraban el mir y se definían como socialistas sin tener muy en cuenta el marxismo, ya que para ellos se podía llegar a un sistema socialista sin necesidad de desarrollar antes una economía capitalista. Por tanto, lo único que compartían con los socialdemócratas era su carácter revolucionario y su objetivo de derribar la monarquía como forma de lograr el cambio social necesario en Rusia.

Un último grupo de opositores al zarismo eran los nacionalistas. Rusia no era un Estado nacional al estilo de los países de Europa occidental, sino que al igual que Austria-Hungría e incluso Alemania, era un imperio multiétnico que se había expandido en el último siglo absorbiendo territorios y poblaciones con personalidades étnicas y culturales muy acusadas y distintas. Cuando estos territorios pasaban a soberanía rusa, el gobierno de San Petersburgo exigía fidelidad al zar y la adopción de rasgos culturales rusos, sobre todo la lengua y el uso del alfabeto cirílico. Eran los programas de «rusificación», que también afectaban a los contenidos que se enseñaban en las escuelas. Semejante política irritaba profundamente a los pueblos que habían desarrollado una mayor conciencia nacional propia. Polonia y Finlandia encabezaban a estos descontentos y a lo largo del siglo XIX incluso lograron mínimas cotas de autonomía. Otros territorios como los países bálticos, Georgia, Armenia y Ucrania comenzaban también por entonces a formular sus reivindicaciones basadas en rasgos culturales diferenciados. El problema entró en ebullición cuando Alejandro III decidió aplicar una política de rusificación aún más severa que sus predecesores. Además el imperio incluía minorías como alemanes y judíos que, sin constituir grupos nacionales vinculados a un territorio concreto, poseían una conciencia colectiva arraigada y un desarrollo cultural superior al de la media de los súbditos del zar. Quizá esta fuese la razón de que el nacionalismo ruso fuese sólo compartido por grupos limitados de población. Como apunta Robert Service, «el nacionalismo no era un sentimiento predominante entre los rusos: en los albores del siglo XX la mayoría estaba más motivada por las creencias cristianas, las costumbres campesinas, las lealtades aldeanas y la glorificación del zar que por los sentimientos patrióticos rusos». Sin embargo ese vínculo común de obediencia a un soberano benefactor de rasgos casi míticos se estaba fracturando a medida que el desarrollo socioeconómico se extendía por el país.

DESTINO VLADIVOSTOK

La situación no mejoró cuando en 1894 falleció inesperadamente Alejandro III, dejando el trono a su hijo Nicolás II, de tan sólo veintiséis años. El nuevo zar era un hombre reservado, austero y trabajador, pero que no gozaba ni de talento ni de experiencia política. «No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo —reconocería con patética sinceridad—. No sé nada del arte de gobernar, ni siquiera sé la forma en que debo hablar a los ministros». Su formación había sido tutelada por el ministro Konstantín Pobedonóstsev, uno de los inspiradores del régimen reaccionario de su padre. Tras su acceso al trono elaboró una línea política declaradamente continuista. Sin embargo el ciclo del descontento popular parecía no tocar fondo y los problemas continuaron creciendo. Las críticas llegaban de todas partes. Incluso un anciano y enfermo Lev Tolstói, de ochenta y cuatro años en 1902 y sintiendo próximo su fin, escribió una carta al zar desde Gaspra, en Crimea, en la que abogaba por un cambio en la política del país:

No querría morir sin haberos dicho lo que pienso de vuestra actividad actual, de lo que podría ser, de la gran felicidad que podría proporcionar a miles de seres y a vos mismo, así como de la gran infelicidad que puede reportar a estos seres y a vos si continúa en la misma dirección que hoy día […]

Un tercio de Rusia se encuentra bajo un régimen de vigilancia reforzada, es decir, fuera de la ley. El ejército de policías, regulares y secretos, no deja de aumentar. Las prisiones y los lugares de deportación están llenos de condenados políticos, sin contar las centenas de millares de prisioneros comunes; hay que añadir ahora a los obreros. La censura ha llegado a un grado de prohibiciones que no había alcanzado en la odiosa época de los años cuarenta. Las persecuciones religiosas nunca han sido tan frecuentes ni tan crueles, y cada día lo son más.

En todos los sitios se han enviado a las ciudades tropas con armas cargadas contra el pueblo […] Ha habido ya efusiones fratricidas de sangre, y se preparan otras que serán todavía más crueles. Y el pueblo campesino, esos cien millones de campesinos, a pesar del crecimiento del presupuesto del Estado, o a causa de ello, es cada día más miserable; el hambre ha llegado a ser un fenómeno corriente. Corriente es también el descontento de todas las clases sociales frente al gobierno.

La causa de todo esto es evidentísima y hela aquí: vuestros consejeros os afirman que frenando todo movimiento vital en el pueblo, garantizan su prosperidad y vuestra propia seguridad.

Pero se podría detener antes el curso de un río que el eterno movimiento hacia delante de la humanidad, establecido por Dios.

El autor de Guerra y paz, Anna Karenina o Resurrección, que había sido uno de los estandartes del florecimiento de la cultura rusa en las décadas anteriores y que había dejado claro en todo el mundo que esta no tenía nada que envidiar a la occidental, se equivocó. No murió, todavía viviría ocho años más, y su desesperado llamamiento al zar no tuvo éxito. El resto de su vida transcurriría ante la contemplación de la descomposición progresiva del país. Pero ahora la espiral descendente se vio alimentada no sólo por problemas internos, sino por una serie de reveses en la esfera internacional que tensó todavía más la situación. La política exterior fue la prueba definitiva que Nicolás II tendría que superar si quería garantizar la continuidad del vasto imperio que había heredado.

El primer envite vino de un frente inesperado. En la década de 1890 Rusia había dado un giro a su política exterior en el contexto de la rápida transformación del panorama diplomático que se estaba produciendo en aquellos años. Sobre el trasfondo de la competencia entre las principales potencias europeas por hacerse con territorios coloniales en África y Asia, la llegada al trono alemán de Guillermo II supuso un desajuste en el delicado equilibrio del sistema de relaciones internacionales. El nuevo káiser se sentía seguro con la alianza que había sellado con el Imperio austro-húngaro y el reino de Italia (conocida como Triple Alianza), por lo que decidió suspender sus relaciones con Rusia, con la que sus antecesores habían firmado un tratado secreto para asegurarse su neutralidad en caso de guerra con su perpetua enemiga, Francia (conocido como Tratado de Reaseguro). Los intereses de Guillermo II iban por otros derroteros, deseaba darle a su imperio un protagonismo en la política colonial que rivalizase con Gran Bretaña (que por entonces era la primera potencia mundial), por lo que Rusia no era un objetivo atractivo al que cortejar.

En lugar de eso puso en marcha un acercamiento al Imperio otomano, con la intención de acrecentar la presencia política y económica alemana. Por aquel entonces el Imperio turco era un Estado decadente que había sobrevivido gracias a los intereses de las potencias europeas. El problema fundamental era que Rusia (al igual que su rival, Austria-Hungría) deseaba obtener parte de los territorios turcos en caso de un reparto del imperio moribundo, por lo que el acercamiento alemán se veía como una injerencia en un área de interés de San Petersburgo. Como respuesta a este enfriamiento de las relaciones con Alemania, se optó por un acercamiento a su enemiga, Francia. La República francesa por entonces era el régimen más liberal y avanzado de Europa, y por tanto despertaba la animadversión de los sectores más conservadores de la sociedad y la política rusas. Para que el zar se decidiese por un acercamiento definitivo hacía falta alguna razón de peso que decantase la balanza, y esa razón no tardó en aparecer. Una alianza con París suponía para la República la ruptura del aislamiento internacional a que le había sometido Alemania desde 1871 y a cambio podía ofrecer algo de lo que estaba muy necesitado el gobierno ruso: una clase capitalista próspera dispuesta a invertir en nuevos mercados. Los impuestos crecientes y los ingresos de las exportaciones rusas no estaban siendo suficientes para asegurar el avance del programa industrializador, por lo que la inversión francesa resultaba más que tentadora. En 1894 los dos países firmaron la alianza franco-rusa y las visitas de Guillermo II a Constantinopla en 1889 y 1898 fueron respondidas por Rusia con las de Nicolás II a París en 1896 y 1901.

Dispuesta a imitar a su aliada occidental, Rusia se aprestó a continuar su política expansionista. El escenario elegido fue Asia oriental, un área tradicional de expansión rusa donde surgieron nuevas oportunidades debido a la decadencia del Imperio chino. Este había sido derrotado en una guerra por Japón (1895) y había sufrido un colapso interno por un levantamiento popular conocido como «rebelión de los bóxer» (1900), circunstancia que aprovechó el gobierno de Nicolás II para afianzar sus intereses. Con objeto de reforzar la seguridad de la zona en la que se estaba finalizando la construcción del transiberiano ocupó Manchuria, zona limítrofe con las provincias rusas de Siberia oriental. Pero esto entraba en directa confrontación con las ambiciones expansionistas de Japón, que tras un rápido proceso modernizador de treinta años había pasado de ser un reino feudal a un país desarrollado con un potencial económico, político y militar considerable. Al igual que las potencias europeas, Japón quería hacerse con territorios coloniales que garantizasen el crecimiento de su industria, y su mirada se había posado sobre las regiones que ahora estaba obteniendo Rusia.

El conflicto no podía tardar en estallar. El gobierno ruso dio por sentado que los japoneses no eran rivales a su altura a pesar de las advertencias de su ministro de Guerra, Alekséi Kuropatkin, que tras visitar Japón en 1903 informó al zar: «Me ha sorprendido el elevado nivel de desarrollo […] no cabe duda de que la población está tan culturalmente avanzada como los rusos […] en conjunto, el ejército japonés me ha sorprendido como una eficaz fuerza de combate». Las observaciones de Kuropatkin eran acertadas, pero no fueron atendidas. La guerra estalló en 1904 y un año más tarde la humillante derrota terrestre de Mukden y la de Tsushima (en la que fue aniquilada la flota del Báltico, enviada a combatir al otro lado del mundo) obligaron al gobierno ruso a solicitar la mediación estadounidense para llegar a un acuerdo de paz. El tratado firmado en la base naval de Portsmouth en el mes de septiembre de 1905 supuso la retirada de Rusia de la carrera por hacerse con beneficios territoriales y económicos en el Imperio chino y la cesión de los que había obtenido hasta entonces a Japón. Fue un duro golpe para el prestigio internacional de Rusia y en el interior se puso en entredicho al zar y su política. El periodista y político socialdemócrata Lev Davídovich Bronstein, conocido como Trotski, escribió a raíz de la derrota de Tsushima: «La flota rusa ya no existe. No es la japonesa la que la ha destruido. Antes bien, ha sido el gobierno zarista… No es el pueblo el que necesitaba esta guerra, ha sido la camarilla gobernante, que sueña en conquistar nuevas tierras y quiere ahogar en sangre la llama de la ira del pueblo». Porque la guerra había tenido el efecto en el interior de desatar una oleada de protesta popular como no había conocido Rusia en su historia. Por primera vez en el siglo XX la revolución llamaba a la puerta del gigante eslavo.

Otra consecuencia de la guerra ruso-japonesa es que Guillermo II, en una prueba de su carácter impulsivo y megalómano, tuvo la ocurrencia de volver del revés el mapa de las alianzas con una gestión personal en 1905, aprovechándose de la situación de debilidad en la que se encontraba Nicolás II a causa del desastre en Extremo Oriente. Concertó con el zar una cita al parecer de placer, «sin ministros», a la que cada uno acudiría con su fabuloso yate, el Hohenzollern del emperador alemán y el Standart —con su bauprés chapado en oro— del ruso. El encuentro fue en las recónditas islas Björkö, en el golfo de Finlandia, a finales de julio de 1905, cuando ya todo se había perdido en la guerra asiática, y constituyó una encerrona en la que Guillermo se aprovechó sin piedad de las pocas luces de Nicolás, de quien el káiser pensaba que estaba hecho «para vivir en una granja en la que pudiera dedicarse al cultivo de nabos». El soberano alemán engatusó al ruso tocándole la fibra ideológica para afearle la alianza con Francia. «Una República atea, manchada por la sangre de los nobles, no es buena compañía para mí —le argumentaba con pasión—. Te juro, Nicky, que la maldición de Dios ha caído para siempre sobre ese pueblo». El káiser también la tomó con Inglaterra, que era aliada del Japón que acababa de humillar a Rusia, y Nicolás, entre cuyos fallos de carácter estaba el de que siempre se dejaba convencer por el último que le hablaba, cayó en la trampa. Firmó el Tratado de Björkö, escueto documento que decía: «Si cualquier Estado europeo ataca a uno de los dos imperios, la parte aliada se compromete a ayudar a la otra parte contratante con todas sus fuerzas militares». El tratado sólo tuvo un día de vida. En cuanto Nicolás regresó a San Petersburgo y sus ministros lo leyeron, hicieron ver al zar que era una barbaridad, contraria a todos los intereses estratégicos de Rusia, y fue anulado, volviendo el sistema de alianzas a la situación anterior.

UN TRONO QUE COMIENZA A VACILAR

Un frío domingo del mes de enero de 1905 doscientas mil personas avanzaban por cinco de las avenidas de San Petersburgo que llevan al Palacio de Invierno. En actitud pacífica, portando iconos y entonando Dios salve al zar, querían entregar una solicitud a Nicolás II. La marcha estaba encabezada por el sacerdote Gueorgui Gapón, que había sido autorizado por la policía tiempo atrás para atender las necesidades de los obreros de las barriadas marginales de la capital. Dicha autorización se enmarcaba en la política del gobierno de responder a la movilización de los trabajadores creando sindicatos locales bajo su supervisión, una medida que pretendía controlar y encauzar desde el poder la insatisfacción de la creciente clase obrera. El programa había sido diseñado por un famoso jefe de la Ojrana, Serguéi Zubatov, antiguo revolucionario, muy inteligente y eficaz, por lo que se conoce como Zubatovschina o «socialismo policial», del que Gapón era en realidad un instrumento.

Gapón había planteado la actuación como un recurso desesperado al monarca, que en la cultura rusa gozaba de una imagen casi religiosa de padre protector y desconocedor inocente de las injusticias que cometían sus ministros. Los manifestantes no pudieron conseguir su objetivo. La Ojrana había obtenido previamente noticias de lo que iba a suceder. La familia real había abandonado la víspera la capital hacia la residencia de Tsárskoye-Seló y el Ministerio del Interior estaba decidido a reprimir con contundencia la marcha. Antes de la llegada al palacio intervinieron las fuerzas del orden: tras una carga de caballería la infantería abrió fuego de forma indiscriminada. Pese a que todavía hoy se discute sobre el número definitivo de víctimas y heridos, fue una masacre en toda regla que añadió gasolina a la hoguera de protestas que se había encendido en Rusia en los meses anteriores.

Desde hacía semanas la inquietud se había vuelto a apoderar del campo, sucediéndose en varias regiones las ocupaciones de tierras, la tala ilegal de bosques o el pastoreo de ganados en las fincas de los grandes propietarios. En las ciudades el descontento había llevado a una oleada de huelgas en las fábricas. El gobierno se daba cuenta demasiado tarde de que plantear el desarrollo industrial de forma concentrada en unas pocas ciudades facilitaba sobremanera el contagio de las protestas, y lo que sucedió en aquel «domingo sangriento» (como fue rápidamente bautizado) radicalizó todavía más las posturas. Fue el punto de partida de la que se conoce como Revolución rusa de 1905. Los disturbios se extendieron con rapidez. Hubo regiones enteras, como Polonia y Georgia, que escaparon al control del gobierno durante semanas y en poco tiempo muchos de los distritos rurales de la Rusia europea se rebelaron. El zar, alarmado, realizó vagas promesas de formar un nuevo gobierno compuesto por personalidades que gozasen de la confianza del pueblo. Pero no fue suficiente. Se había roto el lazo moral que hasta esos días había vinculado a los súbditos con el monarca y justo entonces las derrotas en la guerra contra Japón vinieron a agravar todavía más la crisis. La terrible noticia de la derrota de Mukden en febrero hizo estragos en la imagen del gobierno entre las clases medias urbanas de opinión liberal. Pero el hundimiento de la flota en Tsushima en mayo tuvo efectos todavía más devastadores, pues fueron entonces algunos sectores de las fuerzas armadas los que comenzaron a alborotarse.

La mecha prendió en junio en un acorazado de la flota del Mar Negro, el Potemkin, en el que los marinos se negaron a comer la carne del rancho de a bordo porque habían descubierto gusanos en ella. El capitán respondió a sus quejas fusilando a su portavoz, lo que produjo un motín en el que murieron siete oficiales, se enarboló una bandera roja y se puso rumbo a Odesa. Cuando llegaron al puerto se encontraron con que la ciudad llevaba dos semanas sumida en un conflicto entre trabajadores y autoridades. Los amotinados instalaron el cuerpo de su compañero fusilado al pie de la escalinata de mármol que comunica el puerto con la ciudad, donde fue homenajeado por miles de personas que además ofrecieron alimento a los marineros. Pero las autoridades respondieron con mano dura. Enviaron tropas que cargaron escaleras abajo disparando contra la multitud congregada. El resultado fue otra masacre y la huida del Potemkin, que no logró que el resto de la flota se sumase a su rebelión. Los marineros optaron por refugiarse en Rumanía, atracando el 25 de junio en Constanza. Pese a que la propaganda soviética posterior (incluyendo la célebre película de Serguéi Eisenstein) ensalzó el episodio, en realidad no supuso una seria amenaza para la cúpula militar o el gobierno, pero fue un síntoma claro de que la fiebre revolucionaria afectaba ya a parte de las fuerzas militares.

A medida que los acontecimientos se sucedían, los diferentes grupos opositores fueron emergiendo de la clandestinidad para solicitar reformas urgentes (los liberales) o para atacar directamente a la monarquía y al orden social (tanto socialdemócratas como eseristas). En agosto el zar se sentía cada vez más acorralado, por lo que prometió la convocatoria de una Duma y ordenó que se comenzase a negociar la paz con Japón. Pero se trataba de movimientos defensivos, a la zaga de una iniciativa política que ya no estaba en sus manos. En las semanas anteriores se habían ido formando en los núcleos industriales soviets o consejos de obreros que se organizaban no sólo para protestar, sino para llevar a la práctica un programa político. El más importante de ellos fue el surgido en San Petersburgo liderado por Trotski, que por propia iniciativa aprobó las libertades de prensa y asociación, la jornada de ocho horas y comenzó a publicar su propio periódico, Izvestia («Noticias»). La tendencia dominante en estos organismos era la socialdemócrata, que pese a su división interna convocó en septiembre una huelga general que fue un éxito y se extendió por las principales ciudades. Pero la movilización no fue protagonizada sólo por los grupos revolucionarios. Los liberales también vivieron la efervescencia política del momento organizándose y dando un paso al frente. Fue entonces cuando formaron un partido para defender la consecución de reformas modernizadoras que solucionasen los problemas del país sin romper con el marco político y económico tradicional. El partido recibió el nombre de Partido Democrático Constitucional, cuyas siglas en ruso (KD) dieron origen al nombre con el que eran conocidos sus partidarios, los kadetes. Desde ese día sería el portavoz de las clases medias urbanas que vivieron aquel momento como la oportunidad para conseguir la tan ansiada regeneración política rusa.

Acorralado, Nicolás II decidió pasar a la ofensiva. Nombró primer ministro a Serguéi Witte, quien le convenció de adoptar la estrategia de hacer concesiones parciales para desactivar el movimiento revolucionario. Persuadido, el zar publicó el Manifiesto de octubre, por el que se comprometía a reconocer los derechos civiles de sus súbditos y a convocar una Duma. La estratagema tuvo éxito. Combinado con una moderación en la aplicación de las medidas represivas, el Manifiesto consiguió desactivar parcialmente la movilización política. La opinión liberal se dividió. Los kadetes quedaron a la expectativa de que las reformas anunciadas se concretasen mientras los más conservadores, los más temerosos de una revolución social, se agruparon para formar un nuevo partido favorable a la monarquía y a las instituciones tradicionales, que tomó el nombre de Partido Octubrista. Socialdemócratas y eseristas recibieron el anuncio imperial con escepticismo y no cejaron en sus actividades revolucionarias. Trotski escribió en Izvestia: «Se nos da a Witte, pero permanece Trepov [el gobernador de San Petersburgo, principal responsable de la represión oficial]; se nos da Constitución, pero permanece el absolutismo. Se nos da todo, pero en realidad no se nos da nada».

A comienzos de noviembre el soviet de San Petersburgo convocó una nueva huelga general, que coincidió con un motín de los marinos de la base naval de Kronstadt, cerca de la capital, pero ambos movimientos pudieron ser sofocados con facilidad. El clímax del movimiento revolucionario había pasado y el gobierno era consciente de ello. Otro intento huelguista por parte del soviet un mes más tarde fue el pretexto para detener a sus principales dirigentes y poner en fuga a muchos de sus simpatizantes. Fue el golpe policial que puso punto final a la Revolución de 1905. En opinión del historiador Orlando Figes la clave de la crisis estribó en que «se evidenció que era imposible […] dirigir una guerra en el extranjero en medio de una revolución social en el interior». Pero aunque la crisis parecía haber pasado, algo había quedado claro para los rusos, como apunta Robert Service: «Sólo el hecho de que Nicolás II pudiera seguir contando con gran número de regimientos que no se habían enviado a combatir a Extremo Oriente le permitió seguir en el trono. El zar estuvo a un tris de ser derrocado». ¿Habrían aprendido la lección los Romanov?

DORMIRSE EN LOS LAURELES

Una vez superada la crisis revolucionaria se planteó una complicada situación. Witte presionaba al zar para que llevase a la práctica las promesas de octubre, pero este le dejó claro desde el principio que su intención era limitar todo lo posible el alcance de las reformas prometidas. El mecanismo para reunir la Duma se puso en marcha. En teoría podrían votar todos los varones mayores de edad, pero el complejo sistema de sufragio indirecto que se elaboró permitía el control de las votaciones por los funcionarios del gobierno. La campaña se desarrolló bajo mínimos, con la libertad de reunión suspendida, y el zar recortó por anticipado las funciones de la cámara aprobando una ley por la que se reservaba el veto sobre sus decisiones. Los socialdemócratas y los eseristas optaron por no participar y llamaron al boicot de la campaña. El experimento parlamentario siguió adelante, pero no del modo que le hubiese gustado a Nicolás II. Nada más inaugurarse la Duma a finales de abril los diputados enviaron al zar una solicitud pidiendo la amnistía política, la reforma agraria y la responsabilidad de los ministros ante la cámara entre otras demandas. El zar respondió con un doble golpe. Publicó unas Leyes fundamentales por las que revocaba buena parte de las concesiones hechas en octubre y destituyó a Witte, al que sustituyó por Piotr Stolypin. No cerró la Duma mientras no supuso un estorbo para el gobierno, pero en cuanto los diputados de los distritos rurales comenzaron a clamar por la reforma agraria ordenó su disolución. Corría el mes de julio y desde entonces sólo se reuniría la asamblea (se eligieron otras tres más hasta 1917) de forma esporádica y mediante reformas electorales que adecuasen su composición a los deseos del gobierno.

La política del zar desde ese momento se encaminó en dos direcciones. Por un lado, Stolypin puso en marcha unas leves reformas con el objeto de atraerse la simpatía popular. Amplió el poder de los zemstvos para intentar acallar las críticas por falta de participación política e intentó favorecer a los kulaks para modernizar el campo, pero no suprimió el mir. Esta iniciativa resultó un fracaso ya que no logró mitigar el hambre de tierra de los campesinos. De hecho, los focos de rebelión rural se perpetuaron durante meses, por lo que el ministro procedió a su represión ajusticiando a los cabecillas tras someterlos a consejo de guerra. La voluntad de dar un castigo ejemplarizante que acallase la disidencia campesina llevó a la multiplicación de las ejecuciones. Pronto se comenzó a llamar a la soga con la que se ahorcaba a los condenados «la corbata de Stolypin». Los campesinos no fueron los únicos que sintieron su mano dura. Las autonomías de Polonia y Finlandia fueron seriamente recortadas y se puso en marcha de nuevo el estado policial, si bien intentando mostrar una cara más amable, acorde con la fachada pseudoconstitucional que quería proyectar ahora el régimen. Ejemplo de ello fue que se permitió subsistir a la prensa bajo una libertad limitada. En 1912 incluso llegó a ver la luz el periódico Pravda («Verdad»), órgano de los bolcheviques, que ese mismo año se habían separado formalmente de los mencheviques en un partido aparte.

Por otro lado y para cimentar su maltrecha aceptación, la monarquía desarrolló espectaculares operaciones propagandísticas, que llegaron a su punto culminante en 1913. Aquel año Rusia vivió con pompa asiática el tricentenario de la llegada de la dinastía Romanov al trono. Los festejos en San Petersburgo fueron fastuosos, incluyendo desfiles, ceremonias religiosas, iluminaciones eléctricas nocturnas, comida para los habitantes de los barrios obreros… Cuando finalizaron la familia real al completo se trasladó al interior, a Kostromá, para seguir la ruta que había hecho el fundador de la dinastía, Miguel I, antes de su coronación. Su destino era la antigua capital, Moscú, donde se repitieron los fastos. Era todo un regreso a la antigua Moscovia, el corazón histórico del imperio de los zares. En opinión de Orlando Figes, «no era un simple ejercicio de propaganda […] su finalidad era también reinventar el pasado, volver a contar la épica del “zar popular” para investir a la monarquía de una mítica legitimidad histórica y proporcionarle una imagen de perdurable permanencia en un tiempo de ansiedad en que su derecho a gobernar se veía desafiado por la democracia emergente en Rusia […] Era la fantasía de un gobierno paternal, de una edad dorada de la autocracia popular, libre de las complicaciones de un Estado moderno».

La operación tuvo un éxito limitado. La impopularidad de la monarquía siguió creciendo, alimentada además por problemas cortesanos que dilapidaban lo que quedaba de credibilidad a la dinastía. El nuevo objeto de las críticas fue la zarina Alejandra Fiódorovna. Su origen alemán, que al zar le había sido de gran ayuda para emparentar con otras casas reales europeas puesto que Alejandra era nieta de la reina Victoria de Gran Bretaña, y sus opiniones reaccionarias le granjearon pronto la fama de tener dominado a su marido. Lo cierto es que sin llegar a tanto, la zarina animaba a su esposo a no dejarse influir por tendencias liberales o reformistas y a trabajar por mantener intacto su poder. En una carta le escribía sobre el trato que dispensaba a sus ministros: «¡Ay, amor mío! ¿Cuándo darás por fin un buen puñetazo en la mesa y les gritarás cuando actúen mal? No te temen, hay que hacer, ¡mi niño!, que tiemblen en tu presencia; no basta con amarte… Sé Pedro el Grande, Iván el Terrible, el emperador Pablo; aplástalos a todos; no te rías, niño travieso».

Además se rodeaba de una camarilla de dudosa reputación que hacía gala de su influencia sobre la imperial pareja. Dentro de esta el caso más escandaloso era el de Grigori Rasputín, un clérigo semianalfabeto de origen siberiano, oscuros antecedentes y conducta pública lamentable que fue presentado a los zares en 1905. Aparte de ser mujer muy religiosa, la zarina estaba obsesionada porque había transmitido a su hijo varón, el zarévich Alexis, la maldición de la casa real británica, el gen de la hemofilia. El niño había heredado la enfermedad y sufría numerosas crisis hemorrágicas de difícil tratamiento, lo que hizo a los médicos albergar pocas esperanzas de que pudiese algún día llegar a heredar el trono. Rasputín tenía fama de taumaturgo y sanador, y desde su llegada a San Petersburgo había empleado su indudable carisma y algunos contactos en la Iglesia para hacerse un hueco en los salones de la aristocracia. Desde allí el salto a la corte fue fácil. Pese a que fue recibido con diversidad de opiniones por los altos cargos palaciegos, su intervención en varias curaciones del heredero, algunas de ellas consideradas como auténticos milagros, hicieron de su ascendiente sobre la zarina algo indestructible. El problema era que a Rasputín le gustaba el poder, y no dudaba en utilizar su influencia para conseguir favores y prebendas no sólo de los soberanos, sino de multitud de personas que acudían a él en busca de protección y mediación. El propio monje presumía de esta posición privilegiada, sobre todo en las frecuentes borracheras y escándalos que solía protagonizar en locales públicos. De la mano del clérigo, lo que quedaba de reputación de los Romanov ante su pueblo se vio arrastrada por el fango. Sin proponérselo el comportamiento de los zares estaba dando numerosa munición a sus enemigos, que seguían trabajando para conseguir el derrocamiento de la monarquía.

En los años posteriores a 1905 el gobierno también relanzó el programa de modernización industrial, dando especial protagonismo a la industria militar y a las infraestructuras estratégicas. Como apunta el historiador Niall Ferguson, «sin amilanarse ante el peligro de una renovada revolución, el gobierno se embarcó en un masivo programa de rearme. Esta vez, no obstante, los ferrocarriles que se construyeron no discurrían hacia el este, hacia Asia, sino hacia el oeste, en dirección a Alemania y su aliada Austria-Hungría. Nadie tenía ninguna duda de que una de las principales funciones de aquellos ferrocarriles sería transportar no mercancías, sino tropas». Esto se debía a que el clima internacional había ido experimentando un progresivo deterioro. Tras la derrota ante Japón, que impedía cualquier actividad expansionista en Asia oriental, el gobierno ruso se centró en afianzar sus intereses en Europa. Para ello procedió a limar asperezas con el Reino Unido, con el que había tenido problemas por el choque de sus respectivos intereses en Asia central —una histórica rivalidad desde la década de 1830, que se plasmaba en lo que Rudyard Kipling popularizó como «el Gran Juego», mientras que los rusos lo llamaban «el Torneo de las Sombras»—. Se recurrió a la mediación de Francia, que había firmado con Gran Bretaña una alianza en 1904, y las dos potencias llegaron a un compromiso de entendimiento en 1907.

Un año más tarde un golpe de Estado en Constantinopla llevó al poder a un grupo de reformistas conocido como Jóvenes Turcos, que desencadenó una crisis internacional en los Balcanes, el área que estaba ahora en el campo de mira de Rusia. El Imperio austro-húngaro, temeroso de que el nuevo gobierno turco revocase la tutela que ejercía sobre la provincia otomana de Bosnia-Herzegovina, decidió anexionársela unilateralmente. Esto lesionaba los intereses del vecino reino de Serbia, protegido por la política de San Petersburgo de apoyar al resto de los pueblos eslavos, ya que Bosnia era una de las reclamaciones territoriales tradicionales de los serbios para construir su proyecto de un gran Estado de los eslavos del sur o «yugoslavos». El gobierno del zar protestó airadamente, pero la intervención del resto de las potencias, que entonces no deseaban una guerra, evitó que el altercado llegase a más. De cara a la opinión pública rusa, el zar demostraba que no era capaz de proteger a los «hermanos menores» de los rusos en Europa oriental, sensación que se acentuó en 1912 y 1913 cuando Rusia se abstuvo de intervenir en las dos guerras que se desataron en la península Balcánica para repartir los últimos territorios otomanos de Europa. Ahora parecía que el ejecutivo ruso estaba perdiendo también la batalla del prestigio internacional. En palabras de Robert Service, «el zarismo, que se había presentado a sí mismo como el protector de los serbios y otros eslavos, se mostró débil e ineficiente. La monarquía estaba decepcionando al país». Cuando se volviese a plantear una nueva oportunidad para intervenir, el gobierno ruso ya no se lo pensaría tanto.

LA TORMENTA PERFECTA

Una nueva crisis balcánica no tardaría en llegar. El 28 de junio de 1914 un nacionalista serbio asesinó al heredero al trono de Austria-Hungría, el archiduque Francisco Fernando, durante una visita oficial a Sarajevo. Inicialmente parecía uno más de los escollos que provocaba a las potencias la enrevesada política balcánica, pero Rusia observó con detenimiento lo que acontecía porque ese tipo de escollos le habían venido costando muy caro en los años anteriores. La tónica inicial fue de compás de espera, pero el descubrimiento de que los servicios secretos serbios estaban enterados del atentado por anticipado llevó a Viena a plantear un duro ultimátum a Serbia para evitar la guerra. En aquel momento ya se había puesto en marcha la solidaridad del sistema de alianzas fraguado en las décadas anteriores. El Imperio alemán respondió las consultas austro-húngaras mostrándole su apoyo incondicional incluso en caso de guerra; Rusia consultó con París, que también le mostró su respaldo y, por último, el asustado ejecutivo de Belgrado pidió consejo al gobierno del zar. Ahora no se iban a producir vacilaciones, era una cuestión de mantener el estatus de potencia internacional de Rusia y el prestigio interno de la Corona, por lo que se respondió con un claro respaldo. La respuesta serbia al ultimátum, que aceptaba todas sus cláusulas menos la que exigía que agentes austro-húngaros pudiesen investigar el asesinato en Serbia, fue rechazada por Viena, que declaró la guerra el día 30.

Mientras se realizaban estas gestiones, Nicolás II intentó desactivar la terrible espiral que empujaba a las potencias a la guerra recurriendo a las relaciones dinásticas. Intercambió diez telegramas con el káiser Guillermo II, primo de la zarina Alejandra, en los que intentaba que ejerciese su influencia sobre el ejecutivo de Viena para evitar lo que podía degenerar en un conflicto generalizado. No tuvo éxito, en parte porque él mismo no podía permanecer quieto con la declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia ya sobre la mesa. Rusia continuó avanzando en los preparativos bélicos. La posibilidad de una guerra con su rival histórico en los Balcanes era ahora más que probable, y si quería ser el vencedor necesitaba contar cuanto antes con el ejército operativo a todos los efectos. El problema que se le presentaba era que el sistema de transportes ruso, pese a las mejoras efectuadas en los años anteriores, era todavía deficiente, por lo que no podía esperar más para movilizar a las tropas. El 30 de julio decretó la movilización general, que fue respondida por el Imperio alemán con un ultimátum. Estaba claro que el káiser no iba a abandonar a Austria-Hungría, su único aliado. El zar y su gobierno decidieron no responder, a lo que Berlín contestó con la movilización y la declaración de guerra. Cuatro días más tarde Francia y Gran Bretaña se habían implicado declarando la guerra y Alemania había puesto en marcha su plan de ataque invadiendo Bélgica. Había comenzado la Primera Guerra Mundial y Rusia era una pieza esencial en el bando aliado, que conformaba junto a Gran Bretaña y Francia.

En las ciudades rusas la respuesta a la declaración de guerra fue igual de jubilosa que en el resto de Europa. La opinión pública siguió los acontecimientos con ansiedad y se celebró la postura adoptada por el gobierno del zar. A diferencia de lo que había sucedido en 1905, el plan del gobierno de entrar en una guerra que se presumía rápida y victoriosa para consolidar sus maltrechas bases sociales parecía estar funcionando. En la Duma el respaldo a la entrada en la guerra fue mayoritario. Tan sólo fue contestado por un reducido número de diputados de los partidos socialistas, que fueron detenidos en otoño, poco antes de que la asamblea se pronunciase a favor de la petición de créditos de guerra por el gobierno. Hasta se cambió el nombre de la capital: «Sankt-Peterburg» sonaba demasiado a alemán, por lo que la ciudad que había fundado Pedro el Grande en 1703 pasó a llamarse Petrogrado (literalmente «ciudad de Pedro») y no recuperaría su nombre original hasta 1991.

Mientras, la acción había comenzado en el frente. El llamado «Plan Schlieffen» de los alemanes pretendía derrotar fulminantemente a Francia para dirigir después el grueso de su potencial ofensivo contra Rusia, pero la jugada salió mal. La mayor parte de la terrible maquinaria de guerra alemana se lanzó contra Francia, donde las fuerzas combinadas franco-británicas pudieron detenerla agónicamente en septiembre. En los meses posteriores la guerra se estancó, conformándose un frente de trincheras entre el canal de la Mancha y los Alpes. Este empate en el que pasó a conocerse como frente occidental dio un especial protagonismo a las campañas desarrolladas en la frontera rusa con Alemania y Austria-Hungría, que pasó a denominarse frente oriental. Aquí el Estado Mayor ruso, a cuya cabeza puso el zar a su tío, el gran duque Nicolás, optó por dividir las fuerzas para atacar a los dos enemigos a la vez. La ayuda a Serbia (motivo inicial de la guerra) no permitía dejar sin atacar Austria-Hungría, por lo que se inició una ofensiva en la región de Galitzia. Pero el compromiso de apoyar a sus aliados atacando Alemania para rebajar la presión sobre Francia obligó a comenzar otra campaña en Prusia oriental. Los éxitos iniciales, que culminaron en la victoria de Gumbinnen a mediados de agosto, fueron seguidos de un contraataque alemán que aplastó a los rusos en las batallas de Tannenberg y los Lagos Masurianos. Por lo menos en la frontera con Austria-Hungría se pudo salvar el tipo al rechazar una campaña lanzada por el enemigo en los Cárpatos.

Los problemas de Rusia para afrontar una guerra de tal envergadura se hicieron evidentes desde el principio. En el frente se encontraban con el problema de tener que defender una extensa frontera con un ejército que contaba con hombres de sobra (a finales de 1916 se habían movilizado catorce millones de efectivos, en su mayoría campesinos) pero con un pésimo equipamiento y una logística muy precaria. El sistema de comunicaciones ruso mostró pronto sus debilidades y el gobierno tuvo que escoger entre abastecer el frente o las ciudades. La situación bélica mandaba, así que los ciudadanos comenzaron pronto a sufrir las inclemencias del vendaval bélico. Por si fuese poco, antes de fin de año había surgido otro frente. En octubre dos navíos turcos bombardearon Odesa en lo que indudablemente constituía un acto de guerra. Una de las primeras consecuencias de la entrada de Turquía en el conflicto a favor de Alemania y Austria-Hungría fue el cierre de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos a la navegación rusa, por lo que en adelante Rusia no podría contar con la llegada de ningún tipo de ayuda material de sus aliados: los alemanes bloqueaban el Báltico y los turcos el Mar Negro. Además estos comenzaron inmediatamente una campaña de hostigamiento en el Cáucaso abriendo un nuevo frente de batalla. A medida que 1914 llegaba a su fin iba quedando claro que aquella no iba a ser una guerra corta.

El año 1915 llevó al gobierno ruso del optimismo a la alarma. A comienzos de año la diplomacia zarista consiguió arrancar a sus aliados el compromiso de que en caso de victoria Constantinopla y la zona de los Estrechos pasarían a soberanía rusa. Era la culminación de más de un siglo de reivindicaciones de los zares, que deseaban incorporar a sus territorios la antigua capital del Imperio bizantino y uno de los centros históricos del cristianismo ortodoxo, amén de hacerse con la región clave para garantizar el acceso de su flota desde el Mar Negro al Mediterráneo. A partir de entonces la guerra quedó planteada como una acción expansionista con el objetivo de añadir nuevos territorios a Rusia. Pero el optimismo duró poco. En el verano las tropas alemanas lanzaron una campaña a gran escala en Polonia, rompiendo con facilidad las defensas y comenzando la conquista de vastos territorios occidentales del imperio. Lejos de retirarse, los alemanes comenzaron a administrar el territorio conquistado con vistas a instalarse en él y los intentos rusos de contraatacar fracasaron. El zar intentó paliar el desastre tomando medidas drásticas, destituyó a su tío como jefe del Estado Mayor y tomó él mismo el mando de las tropas, trasladándose al cuartel general de Mogilev y dejando a la zarina encargada del despacho de los asuntos de Estado con el gobierno. Fue un error de cálculo fatal ya que con el tiempo se demostró que la lejanía del centro de poder del imperio le impedía tomar decisiones rápidas. Además, dejar a su impopular esposa al cargo de los asuntos del gobierno empeoró sustancialmente la imagen de la gestión que la monarquía estaba haciendo de la guerra. Desde 1914 se acusó a la zarina de proalemana y ahora se dejaba el gobierno en sus manos. Mientras ella se jactaba de ser la primera mujer que despachaba con los ministros desde Catalina II la Grande, el pueblo se sentía en manos de alguien a quien consideraba como el títere de una siniestra camarilla reaccionaria encabezada por Rasputín y a quien llamaba despectivamente «la alemana».

LA MECHA ENCENDIDA

El deterioro de la situación no sólo era político. Con la guerra llegó un ciclo de crisis económica que complicó mucho las cosas en la retaguardia. La industria abandonó los bienes de consumo para centrarse en el material de guerra, los problemas de suministro hicieron que el gobierno tasase a la baja el precio del grano, los campesinos, descontentos por todo ello, ocultaban sus cosechas o se resistían a venderlas, los precios comenzaron a subir aceleradamente y la saturación de la red ferroviaria por el abastecimiento bélico impedía proveer en condiciones a las ciudades, donde las oleadas de refugiados que huían del avance alemán dificultaba todavía más las cosas. Como en el resto de los países beligerantes, surgieron iniciativas ciudadanas que haciéndose eco del patriotismo oficial ofrecieron su colaboración a las autoridades para organizar el esfuerzo de guerra e intentar paliar la situación. El gobierno ruso, que vivía en permanente psicosis desde la revolución de 1905, no aprobaba ninguna iniciativa que no controlase y, en un acto de ceguera incomprensible, se negó a aceptar la mano que le tendían sobre todo los sectores de la clase media urbana. Tan sólo se autorizó que los zemstvos provinciales creasen un órgano central (el Zemgor) para mejorar la coordinación administrativa, al frente del cual se puso al príncipe Gueorgui Lvov. A finales de 1915 comenzaban ya a sentirse con fuerza los primeros signos de descontento. La falta de hombres por la movilización al frente afectaba a la producción tanto en la agricultura como en la industria, y la concesión de encargos de material de guerra al sector privado se hizo mediante corruptelas que indignaron a la opinión pública.

Todavía se pudo mantener la guerra a lo largo de 1916. Incluso la ofensiva lanzada por el general Alexéi Brusílov contra Austria-Hungría, una de las más brillantes de toda la contienda y que infligió un daño considerable al enemigo, consiguió levantar el ánimo colectivo e hizo vislumbrar la esperanza de que era posible repeler el dominio militar alemán, que hasta entonces parecía invencible. Pero muchos consideraban ya que ese objetivo se podía conseguir mejor sin el zar. El descrédito de la institución monárquica, de sus gobiernos, de su gestión de la guerra y el veto que había puesto a la sociedad civil para tomar bajo su responsabilidad parte del esfuerzo bélico convenció a buena parte de la clase política de que Nicolás II era más un estorbo para el futuro de Rusia que otra cosa. Cuatro de los hombres fuertes del momento: el príncipe Lvov, Pável Miliukov (líder y fundador del partido kadete), Alexander Guchkov (octubrista) y Alexander Kerenski (eserista) comenzaron a entablar conversaciones y a trazar planes para dar un golpe que derribase al zar. Guchkov llegó incluso a finales de 1916 a tantear a la cúpula militar del cuartel general de Mogilev, que rechazó participar en ninguna conspiración pero le aseguró que no salvaría al zar. Los militares ni siquiera denunciaron a los conjurados a la Ojrana. Entre los sectores que todavía apoyaban a la monarquía el nerviosismo era evidente.

La influencia de Rasputín había sobrepasado los límites del farsante que se aprovecha de su ascendiente sobre los soberanos en busca de lucro. El asesinato en 1911 del primer ministro Stolypin, que se enfrentaba con firmeza a las extravagancias del curandero, supuso la caída del dique de contención. No fue llorado Stolypin por la pareja reinante, la zarina le hacía una guerra implacable por oponerse a su gurú, y para el propio Nicolás supuso un alivio librarse de un primer ministro tan necesario para el gobierno de Rusia como fastidioso por su campaña contra Rasputín. Este monje pudo entrar así en el área de gobierno del imperio, influyendo caprichosamente en el nombramiento y cese de miembros del gabinete, de los que hubo un auténtico baile. En los dos primeros años de guerra «cuatro presidentes del Consejo de Ministros pasaron por la arena política, así como seis ministros del Interior, tres ministros de la Guerra y tres ministros de Asuntos Exteriores», señala el historiador de la época soviética Albert Paulovich Nenarokov.

Con Nicolás en el frente y la zarina dirigiendo el gobierno en la capital, la situación fue a peor; Rasputín ya no sólo reinaba en el Consejo de Ministros, también pretendía hacerlo en la Iglesia y en el Estado Mayor. «Escúchale [a Rasputín] porque sólo desea tu bien, y Dios le ha dado más intuición, sabiduría e ilustración que a todos los militares juntos», le escribía Alejandra a Nicolás en una de las muchas cartas que le mandó al frente. En diciembre de 1916 el príncipe Félix Yusupov, auxiliado por otros conjurados entre los que había un miembro de la familia imperial, el gran duque Dimitri, primo del zar, acabó con la vida de Rasputín en un intento de cortar su influencia sobre los monarcas y extirpar de raíz la fuente de su descrédito público.

La reacción llegaba demasiado tarde. La mecha del descontento había vuelto a prender y en pocas semanas comenzaron a producirse los primeros motines por la carestía de alimentos y las primeras huelgas. La inquietud fue en aumento hasta que en febrero la gran fábrica de armamento Putilov inició una huelga que a los pocos días se extendió hasta paralizar Petrogrado. La zarina Alejandra trató de calmar la ansiedad del zar escribiéndole: «Es un movimiento de gamberros, chicos y chicas jóvenes que van por ahí corriendo y gritando que no tienen pan, sólo para incordiar… si hiciera frío probablemente se quedarían en casa». Lo equivocada que estaba quedó en evidencia cuando los soldados que fueron enviados a reprimir a los huelguistas se unieron a ellos negándose a obedecer las órdenes. Aquello tuvo una lectura evidente: las fuerzas militares ya no apoyaban en bloque al régimen, ahora más que nunca era posible forzar un cambio. La revolución se ponía otra vez en marcha.

Inicialmente Nicolás II pretendió recobrar la iniciativa y calmar la situación prorrogando el período de sesiones de la Duma, pero en cuanto tuvo noticia de la insubordinación de las tropas ordenó su disolución. Fue tan sólo el primero de una serie de actos erráticos y desesperados para retener el poder. En palabras de Robert Service, en aquellos días «nada de lo realizado por Nicolás II tuvo un propósito claro o una puesta en práctica consistente». En la capital la situación se había desbordado por completo. La Duma no sólo no se disolvió, sino que nombró un comité para hacerse cargo de la autoridad del Estado mientras los obreros y soldados sublevados resucitaron el soviet de 1905, que retomó su actividad política. Su «Orden número 1» abolió el código de disciplina militar y ordenó la formación de soviets de soldados en los cuarteles. Fue el golpe de gracia para la escala de mando militar, ya que el discurso revolucionario prendió entre los soldados y la disciplina saltó por los aires. La policía no se atrevía a intervenir contra las tropas que confraternizaban con los huelguistas, el nerviosismo cundía entre las autoridades e incluso varios ministros optaron por huir de la capital. El zar, alarmado, intentó volver a Petrogrado, pero su tren fue bloqueado a medio camino. Una comisión del alto mando militar y los pocos consejeros que le quedaban le expusieron la situación y le recomendaron abdicar. Consciente de que su hijo no podía asumir la corona cedió sus derechos dinásticos a su hermano, el gran duque Miguel, de conocidas tendencias liberales. Al día siguiente este declinó el ofrecimiento. Rusia estaba formalmente sin monarca.

Ese mismo día el comité de la Duma anunció la formación de un gobierno provisional en el que los kadetes ocuparon la mayoría de las carteras y a cuyo frente se puso el príncipe Lvov. Inmediatamente este anunció una serie de reformas: reconocimiento de los derechos civiles, abolición de todos los privilegios sociales y convocatoria de una Asamblea Constituyente para la que votarían todos los adultos mayores de veintiún años (incluidas las mujeres). Dos días después se solventó la cuestión sucesoria declarando Rusia una República, aunque los diferentes partidos no se ponían de acuerdo sobre qué tipo de república deseaban. En el ínterin se decidió recluir a la familia imperial como medida preventiva, siendo enviada a Tobolsk (Siberia occidental).

La situación que surgió de la Revolución de Febrero fue una dualidad de poderes. Por un lado, el gobierno provisional pretendía recoger la legitimidad de las instituciones tradicionales, pero la realidad era que había sido nombrado por una Duma elegida antes de la guerra y mediante un sufragio muy restringido, por lo que dicha legitimidad era cuestionable. Al tiempo el soviet de Petrogrado se arrogaba la capacidad de dirigir la política de la nueva etapa y su ejemplo fue seguido en las principales ciudades, donde también se formaron soviets de soldados y obreros. La cuestión más urgente en ese momento fue qué hacer con la guerra. Los kadetes impusieron en el gobierno provisional su visión de continuar con la contienda respetando los compromisos internacionales que había adquirido el gobierno del zar, mientras que mencheviques y eseristas eran sólo partidarios de una guerra defensiva para rechazar la ocupación alemana. Los bolcheviques fueron los únicos que denunciaron la continuidad del conflicto, aunque estaban en franca minoría. La postura mayoritaria en los soviets era la de mencheviques y eseristas, que presionaban desde ellos al gobierno para que acometiese reformas que beneficiasen a obreros y campesinos. Pero la continuidad de la guerra cayó como un jarro de agua fría sobre la población, cuya resistencia se estaba llevando al límite para el mantenimiento de un conflicto que sentían como algo ajeno.

La situación interna del país continuó por la pendiente de la desestabilización. En el campo se reinició la dinámica de ocupaciones y disturbios, mientras en las ciudades los desórdenes en muchas ocasiones llevaron a la paralización de la producción en las fábricas. La tensión nacionalista resurgió en Ucrania, Finlandia y las zonas cercanas a los frentes (el Báltico y el Cáucaso) donde diferentes grupos políticos comenzaron a demandar del gobierno el reconocimiento de una mayor autonomía. El ejército estaba prácticamente inoperativo, ya que mientras los altos mandos recelaban del gobierno provisional y de la nueva República, los soldados habían formado rápidamente soviets que ponían en cuestión las órdenes de sus superiores. Mientras el gobierno provisional trataba de poner orden en la situación, en la capital acontecía un hecho sin aparente relevancia, pero que cambiaría el rumbo de Rusia y del mundo. Una noche de abril llegaba a la estación de Finlandia de Petrogrado un tren en el que viajaba un grupo de emigrados bolcheviques que regresaban desde Suiza.

OCTUBRE

La noticia fue recibida con admiración. Aquel grupo de emigrados habían atravesado Alemania, Suecia y Finlandia en plena guerra. ¿Cómo había sido posible? Las autoridades alemanas tuvieron algo que ver con ello. Alemania percibió inmediatamente las enormes posibilidades que se le presentaban si lograba hacer caer el frente oriental, por lo que el alto mando alemán pactó rápidamente trasladar a los exiliados por su territorio en un vagón de tren sellado con garantía de extraterritorialidad hasta el Báltico. Desde allí prosiguieron hacia Suecia, que era neutral, para continuar un viaje que no les causó ninguna complicación. El plan fue un éxito y los acontecimientos posteriores demostraron que había sido un golpe maestro de los alemanes. La llegada de Lenin supuso un fuerte espaldarazo para su partido. Como recuerda Robert Service, «pese a no haber estado en Rusia en los últimos diez años y haber mantenido un contacto muy débil con otros bolcheviques a partir de 1914, Lenin articuló una estrategia que expresaba de manera certera las ansias de quienes detestaban al gobierno provisional». Al día siguiente a su llegada publicó un manifiesto conocido como las Tesis de abril, en el que proponía un programa de actuación. El camino a seguir debía ser el de hacerse con amplias mayorías en los soviets para después asaltar el poder y una vez en él implantar la transición al socialismo. Pese a la sorpresa (incluso pasmo) que generó la propuesta en algunos de sus compañeros, Lenin consiguió imponer su proyecto rápidamente. Los bolcheviques ya tenían un objetivo: acometer una revolución dentro de la revolución.

A finales de la primavera y durante el verano los bolcheviques fueron ganando peso en los soviets. Para ello desarrollaron una hábil labor propagandística, basada en difundir su programa enfatizando que incluía todas las demandas reales del pueblo ruso. Se hizo popular el eslogan «paz, pan y todo el poder para los soviets» y se insistió en la prioridad de sacar a Rusia de la guerra, imponer el control obrero en las fábricas, repartir la tierra entre los campesinos y reconocer políticamente las nacionalidades. La difusión de las ideas revolucionarias quedó patente cuando en el mes de julio grupos incontrolados de soldados y obreros realizaron una manifestación armada en Petrogrado pese a las órdenes en contra del Partido Bolchevique, que la consideraba un error estratégico. El gobierno ordenó responder con la fuerza, acusó a los bolcheviques de haber intentado un golpe de Estado e ilegalizó el partido. Lenin logró huir a Finlandia gracias al encargado de su seguridad, un bolchevique de segunda fila llamado Stalin, pero otros importantes dirigentes como Trotski fueron detenidos.

El gobierno estaba también acosado por problemas exteriores. Para cumplir con sus compromisos bélicos con los aliados había ordenado una nueva ofensiva durante el verano, conocida como Ofensiva Kerenski. Pero esta vez las excepcionales dotes de Brusílov no surtieron efecto. La disciplina y la moral del ejército se hallaban muy mermadas, y los rumores de que se iba a proceder al reparto de tierras hicieron que multitud de soldados desertasen para no perder la oportunidad de participar en él. Las líneas sólo aguantaron unas semanas, tras las cuales los alemanes continuaron su avance por el noroeste de Rusia. En un intento de ganar apoyos para el ejecutivo, Lvov dimitió como primer ministro provisional cediendo el testigo al eserista Kerenski, que hasta entonces había ejercido la cartera de Guerra. El nuevo jefe del Gobierno intentó reflotar el ejército nombrando comandante en jefe a un general muy popular y prestigioso, aunque considerado conservador, Lavr Kornílov. Pero este aprovechó la situación para obtener apoyos dentro de la oficialidad e intentar unos días más tarde un golpe de Estado marchando sobre Petrogrado. Aunque el intento fue abortado por sus propios subordinados, que bloquearon su tren antes de que llegase a la capital y le detuvieron, el gobierno no tuvo más remedio que pedir ayuda al soviet para organizar la defensa. Era una muestra de debilidad en toda regla.

En las semanas siguientes Kerenski no logró enderezar ninguno de los frentes abiertos. La intentona de Kornílov tuvo el efecto de derrumbar lo que quedaba de ejército y los alemanes siguieron avanzando, llegando en septiembre hasta Riga. Con el enemigo a escasos quinientos kilómetros de Petrogrado y sin defensas operativas que estorbasen su avance, la capital parecía vulnerable. Todo indicaba que la oportunidad de asaltar el poder había llegado, y los bolcheviques no la dejaron pasar. La situación de emergencia les facilitó hacerse con la mayoría en el soviet de Petrogrado, del que fue nombrado presidente Trotski. Lenin regresó clandestinamente disfrazado de maquinista, convenció a los que todavía no lo veían claro y comenzó a trazar el plan. El momento tenía que ser antes de que se reuniese el segundo Congreso Panruso de Soviets, para que este ratificase la operación y la consagrase como un trasvase del poder desde el gobierno provisional a los soviets. Trotski comenzó a preparar un grupo armado desde el Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado. Fue el origen de la llamada Guardia Roja, la fuerza de choque de la revolución.

Pese a la defensa preparada por el gobierno, las medidas para intentar detener el plan (como la clausura de las rotativas de Izvestia y Pravda) y los fallos de organización de los golpistas, el resultado fue el que los bolcheviques deseaban. La noche del 7 al 8 de noviembre de 1917 (25 al 26 de octubre en el calendario juliano todavía imperante en Rusia) los bolcheviques ocuparon puestos estratégicos (oficinas de correos y telégrafos, estaciones de tren, guarniciones…), asaltaron el escasamente defendido Palacio de Invierno y detuvieron a un gobierno que había quedado prácticamente abandonado a su suerte, sin más fuerza armada que un batallón femenino, que no llegó a disparar un solo tiro. Pese a la mitificación del asalto al Palacio de Invierno como el gran momento revolucionario, a lo que contribuiría el genio cinematográfico de Eisenstein con su película Octubre, la gesta histórica tuvo más de comedia que de tragedia. El previsto bombardeo desde la Fortaleza de Pedro y Pablo no pudo realizarse por falta de material adecuado, y solamente se llegaron a disparar dos cañonazos que no hicieron prácticamente daños; tampoco fue necesario mucho más, el crucero Aurora lanzó una salva, los coches blindados hicieron tabletear las ametralladoras y el asalto se lanzó con toda facilidad, pues ni siquiera estaban cerradas las puertas del palacio. Antónov-Ovséyenko, que dirigía la operación, encontró al Consejo de Ministros reunido, discutiendo si nombraba un dictador al estilo de la República romana, y lo detuvo sin resistencias. Después, según relata el propio Antónov-Ovséyenko en sus memorias, hubo varios días de gran borrachera en Petrogrado, por el saqueo de las inmensas bodegas del zar.

Kerenski logró huir disfrazado de enfermera en un coche oficial que consiguió pasar entre los sitiadores. Al día siguiente, el segundo Congreso de Soviets ratificó la toma del poder, que ahora detentaban los bolcheviques. Lenin era consciente de que el resto de las fuerzas políticas intentarían desalojarle de su nueva posición, por lo que actuó con rapidez. Formó un nuevo gobierno con el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo (conocido por su acrónimo ruso Sovnarkom) en el que Trotski fue nombrado comisario para Asuntos Exteriores y una mujer (Alexandra Kolontái) ocupó por primera vez en la historia una cartera ministerial (fue nombrada comisaria de Asistencia Pública). A continuación dictó tres decretos esenciales por los que llamaba a la paz con las potencias extranjeras, anunciaba la tan esperada reforma agraria y establecía el control obrero de la industria.

Pero el objetivo prioritario fue negociar la paz con Alemania y Austria-Hungría. Envió a Trotski a la población de Brest-Litovsk, donde mantuvo una dura negociación con los enemigos, incluyendo algún amago de abandonar las conversaciones. Por fin el 3 de marzo de 1918 se firmaba el tratado por el que Rusia abandonaba la Primera Guerra Mundial. El precio que tuvo que pagar fue elevadísimo, ya que perdió los territorios conquistados por Alemania y reconocía la independencia de Finlandia y Ucrania, lo que en la práctica suponía la pérdida de unos vastísimos contingentes de población y recursos. Pero la paz era un paso indispensable si los bolcheviques querían cimentar su permanencia en el poder. La firma del tratado consagraba la victoria de Alemania en el frente oriental pero, lamentablemente, no supuso el fin de los conflictos ni de las desgracias del pueblo ruso. En aquel momento ya había estallado una guerra civil en la que los partidarios de derribar a los bolcheviques se habían organizado para atacarles desde varias regiones. En el caso de Rusia el fin de la Gran Guerra no supuso la llegada de la paz. Esta tardaría todavía muchos años en llegar.