5. «Neutralidades que matan».
España durante la Gran Guerra

Cuando en la tarde del 28 de junio de 1914 la llegada de un telegrama cifrado al Palacio de Oriente de Madrid anunció el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y su esposa a manos de un terrorista nadie en España, como en el resto de Europa, podía imaginar que el continente acababa de abrir la puerta al más cruel y devastador conflicto bélico hasta entonces conocido. Alfonso XIII se encontraba descansando en Santander y tanto él como el ejecutivo presidido por Eduardo Dato interpretaron la terrible noticia como uno más de los interminables altercados balcánicos, nada por tanto que pudiese alterar sustancialmente la vida política del país. Sin embargo la declaración formal de guerra de Austria-Hungría a Serbia un mes más tarde, y la cascada de posicionamientos bélicos de las potencias europeas que siguieron a la misma situaron rápidamente a España ante un nuevo escenario internacional que exigía su toma de partido.

España fue uno de los escasos países de Europa que permaneció neutral durante la Primera Guerra Mundial y si bien gracias a ello pudo evitar el desastre humanitario que asoló a las potencias contendientes, la neutralidad no supuso ni mucho menos la ausencia de consecuencias del conflicto sobre la vida política, económica, social y cultural del país. El mantenimiento de la posición neutral trajo consigo la polarización de la sociedad en torno al debate entre aquellos que defendían la postura de los aliados (Francia, Gran Bretaña y Rusia) y la de quienes se identificaban con la de las potencias centrales (Alemania y Austria-Hungría), debate que también recorrió el arco político llegando incluso a situar a España al borde de la entrada en el conflicto en la primavera de 1917. Por otra parte, la Gran Guerra supuso una oportunidad irrepetible para el crecimiento económico del país, pero un crecimiento tan importante como desigual que terminaría por acarrear un notable incremento de la conflictividad social. Al igual que el resto de los países europeos, España no fue la misma después de la guerra. Los años de conflicto bélico dejaron por herencia la cristalización de un nuevo modelo de sociedad, el nacido de la mano de la política de masas. Durante esos años, los procesos de modernización y urbanización conocieron un enorme impulso, al tiempo que la cristalización de la opinión pública, en un sentido contemporáneo, empezó a revelarse como nueva piedra de toque de la vida política del país. Tras la guerra, por toda Europa los regímenes liberales dieron paso a las nuevas democracias y en España el viejo sistema político de la Restauración quedó asimismo herido de muerte.

Con demasiada frecuencia la historia de España en la primera mitad del siglo pasado queda eclipsada por la importancia de la proclamación de la Segunda República en 1931 y el estallido de la Guerra Civil en 1936. Sin embargo, difícilmente puede entenderse la evolución histórica de nuestro país a lo largo del siglo XX sin atender a los hechos cruciales acaecidos entre 1914 y 1918. La imagen de un país protegido del conflicto internacional por su neutralidad, que vivió al margen del mismo y que poco o nada tuvo que ver con los cambios cruciales que se gestaron durante la Gran Guerra no puede estar más lejos de la realidad.

SOÑAR CON EUROPA: ESPAÑA A COMIENZOS DEL SIGLO XX

El 17 de mayo de 1902 Madrid lucía sus mejores galas para celebrar la mayoría de edad de Alfonso XIII tras jurar la Constitución de 1876. Los balcones engalanados con banderas, reposteros y mantones de Manila a la espera del paso del cortejo real, las guirnaldas de flores, las iluminaciones de bombillas eléctricas, las pastillas de jabón Gal de recuerdo o las competiciones deportivas ofrecían una imagen de abundancia y modernidad que poco tenía que ver con la realidad del país a cuyo frente se situaba el monarca que acababa de acceder a la plenitud de sus facultades constitucionales. Y es que a comienzos del siglo XX España era en términos generales un país atrasado, rural y analfabeto.

La modernización económica y social vinculada por entonces en todos los países europeos al desarrollo industrial y urbano era en España profundamente desigual. La actividad industrial básicamente se ceñía a ciertas zonas de Cataluña y el País Vasco donde las actividades textil, siderúrgica y minera servían de locomotora a la industria nacional. Frente a ello, el peso de la agricultura en la economía española seguía siendo determinante y, no en vano, la mayor parte de la población (en torno a un 70 por ciento) continuaba viviendo en el campo. La situación de subdesarrollo de España respecto a su entorno europeo también se dejaba notar en el grado de alfabetización de su sociedad pues a comienzos del siglo el 46 por ciento de la población masculina no sabía ni leer ni escribir, dato que para el caso de las mujeres se disparaba hasta un desolador 66 por ciento.

Desde el punto de vista político, España vivía una situación de cierta estabilidad propiciada desde 1876 por el régimen de la Restauración, que aún habría de extenderse hasta 1923. Tras varias décadas de constantes convulsiones políticas culminadas con la expulsión del país de Isabel II tras la llamada Revolución Gloriosa de 1868, el reinado de Amadeo I de Saboya y el fugaz episodio de la Primera República de 1873, cristalizó en España al compás de la extensión por el resto de Europa de los regímenes liberales el sistema político de la Restauración. Se configuró así una monarquía constitucional de corte liberal y apariencia democrática bajo la que se ocultaba la realidad de un régimen oligárquico, pues pese a la existencia de sufragio (primero censitario y desde 1890 universal) los resultados electorales eran decididos y organizados desde la Corona y el gobierno antes de la celebración de las elecciones. El gran arquitecto del nuevo régimen fue el político conservador Antonio Cánovas del Castillo que diseñó un sistema orientado a garantizar la estabilidad política del país. Dicho sistema descansaba sobre tres pilares básicos: la alternancia pacífica en el poder de los dos grandes partidos políticos de la época, el Liberal presidido por Práxedes Mateo Sagasta y el Conservador del propio Cánovas; el papel decisivo de la Corona (y no del sufragio) a la hora de encomendar a un partido u otro la formación de gobierno, y la colaboración con las élites de poder del país, los llamados caciques, como forma de garantizar que los resultados electorales se ajustasen a las decisiones de la Corona. La Constitución de 1876 y el Pacto de El Pardo entre Cánovas y Sagasta en 1885 sentarían las bases del funcionamiento del nuevo sistema político.

El «turno pacífico», es decir, la alternancia programada en el gobierno de los partidos Conservador y Liberal, se convirtió desde entonces en la dinámica habitual de la vida política española. El sistema funcionaba con total precisión: el rey (la reina regente hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII), en función de lo que consideraba más adecuado para el país, encargaba la formación de gobierno a uno de los dos partidos que, tras constituir un nuevo Consejo de Ministros, convocaba unas elecciones en las que, curiosamente, siempre se ratificaba por mayoría absoluta al nuevo gobierno. Contrariamente a los sistemas democráticos actuales, las elecciones no se convocaban con anterioridad a la formación de un gobierno para elegirlo, sino que eran convocadas después de establecerlo como un medio de refrendarlo. Para que los resultados electorales se ajustasen a los designios de la Corona y el Ministerio de Gobernación, no sólo era necesario contar con la aquiescencia de los dos grandes partidos (que se beneficiaban de un sistema que dejaba fuera a otras alternativas políticas), sino también con agentes sociales que garantizasen la manipulación del voto en el sentido deseado. Era ahí donde los caciques entraban en juego. En un país marcadamente agrícola y con una población que en las zonas rurales apenas poseía conciencia política, el poder detentado por los grandes terratenientes era casi omnímodo y, en consecuencia, la capacidad de estos para comprar, arreglar o manipular votos era muy elevada. Como recuerda el historiador Francisco Romero Salvadó, «los caciques hicieron que el sufragio universal, establecido en 1890, fuera inoperante […] Eran ellos los que entregaban las esperadas mayorías a los gobiernos de Madrid». A medida que la economía española fue evolucionando a un mayor grado de modernización industrial, el cacicazgo se fue nutriendo de miembros de la élite social vinculados a la banca y la industria, si bien la capacidad de actuación de los caciques fue siempre muy superior en el campo que en las ciudades.

El sistema político así definido permitió el mayor período de estabilidad de todo el siglo XIX español, de forma que desde ese punto de vista pudo considerarse un verdadero éxito, aunque como apunta el historiador Ramón Villares, «el precio a pagar por el turno, apodado ya entonces como “pacífico”, fue el fomento de un doble pacto (de las élites entre sí y de estas con los notables locales) y el falseamiento sistemático de los resultados electorales como único medio de hacer compatible una alternancia que no podía depender de forma expresa de la voluntad ciudadana». Pero ni el turnismo ni el caciquismo fueron fenómenos exclusivamente españoles pues, en mayor o menor medida, buena parte de las monarquías liberales europeas de finales del siglo XIX y principios del XX (como Portugal o Italia) participaron de ese mismo carácter de regímenes de cuño oligárquico. Habría que esperar al fin de la Primera Guerra Mundial para que las democracias modernas tomasen el escenario europeo.

Pese a su innegable éxito, ya en el inicio del reinado de Alfonso XIII habían comenzado a proliferar las críticas al sistema político de la Restauración y, más concretamente, al caciquismo. Tales críticas estuvieron vinculadas en buena medida a la reacción producida ante un hecho que marcó profundamente el pensamiento político, social y cultural en España durante las primeras décadas del siglo XX. La llamada Crisis o Desastre del 98, es decir, la pérdida de los últimos restos del imperio colonial español (Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico), supuso no sólo la constatación del aislamiento internacional de España, que no recibió ningún apoyo en su guerra contra Estados Unidos, sino también la desaparición del país del ámbito de las naciones con capacidad de decisión en la política global europea. España, tras un desastroso y convulso siglo XIX, pasaba a la segunda fila de la política internacional y lo hacía prácticamente reducida a su realidad peninsular. En palabras del historiador Juan Pablo Fusi, «España se convertía en una modesta nación, sin apenas influencia en la esfera internacional (Cánovas había practicado una política exterior de recogimiento, causa del aislamiento diplomático en que se encontró España en 1898), a la que sólo restaban de su formidable pasado colonial unas pocas posesiones en África».

La pérdida de las últimas colonias en 1898 representó un impacto tal en la conciencia colectiva de los españoles que terminaría dando pie a una profunda reflexión entre los intelectuales de la época sobre las causas del atraso español y el papel histórico que debía corresponder al país. Fruto de dicha reflexión surgiría una corriente de pensamiento denominada «regeneracionismo» que aspiraba a la completa renovación de la vida política y social de España. Para ello, los regeneracionistas se esforzaron en identificar los orígenes de los males que aquejaban al país para de ese modo poder atajarlos. El caciquismo, el atraso cultural de la población, la política de aislamiento internacional practicada hasta entonces, el escaso nivel de modernización de las estructuras económicas y sociales y, en definitiva, la falta de sintonía con la evolución del resto de Europa, se identificaron como fuentes esenciales de los problemas de España y, por ende, los focos sobre los que se debía actuar con rapidez y determinación para lograr la regeneración deseada. Los planteamientos regeneracionistas impregnaron todos los ámbitos de la vida pública española a comienzos del siglo XX, de modo que hubo regeneracionistas conservadores, liberales, republicanos, monárquicos, católicos, laicos… si bien, como no podía ser de otra forma, no coincidían en los medios de poner fin al caciquismo y, en definitiva, de modernizar y europeizar España. Como afirma el profesor Javier Moreno Luzón, «en el cuadro farmacológico había pócimas para todos los gustos. Los más audaces anhelaban una revolución más o menos inmediata […] sin embargo abundaban también los testigos que preferían reformas graduales: cambios en la legislación electoral, mejoras en la enseñanza, autonomía para los municipios y obras públicas».

Los planteamientos regeneracionistas también inspiraron la actuación del propio Alfonso XIII y de sus gobiernos en los primeros años de su reinado de modo que pese a la situación de atraso en relación a Europa, España conoció desde comienzos del siglo XX un progresivo proceso de modernización que se apoyó en la consolidación de la base industrial del país, una creciente urbanización del mismo y una apuesta decidida por las políticas educativas. El resultado, una vez más, sería desigual, pero al menos en al ámbito de la cultura legó uno de los períodos más brillantes y prolíficos de nuestra historia.

SINTONIZAR CON LA MODERNIDAD

El reinado de Alfonso XIII fue en su conjunto una etapa de crecimiento y modernización para España, aunque las importantes desigualdades desde los puntos de vista social y regional que caracterizaron tal crecimiento determinaron la aparición de fuertes tensiones en el modelo político, social y económico que a la larga terminarían por quebrarlo. Uno de los exponentes más claros de este desarrollo fue el progresivo aumento demográfico ligado a la mejora general de las condiciones de vida e higiene, fenómeno por otra parte común al resto de Europa por las mismas fechas. Si bien los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial fueron de un fuerte flujo migratorio hacia el exterior, también se produjo un importante aumento de los desplazamientos de población del campo a la ciudad en busca de las nuevas oportunidades de trabajo que ofrecían las fábricas y el mundo industrial. Fueron por tanto años de crecimiento de las grandes ciudades, que incorporaron nuevos barrios obreros y fueron objeto de ambiciosas intervenciones de planificación urbanística que las dotaron de amplias avenidas y edificios representativos que hablaban de los nuevos tiempos. Buenos ejemplos de ello fueron el trazado de grandes y modernas avenidas como la Gran Vía de Madrid (cuyas obras comenzaron en 1910) o la de la Via Laietana de Barcelona (1908-1913); la construcción de lujosos hoteles que daban la bienvenida a los visitantes como el Ritz (1910) y el Palace (1912) de Madrid; de grandes complejos industriales como la fábrica de Cervezas El Águila (actual sede del Archivo Regional de Madrid), la transformación de la ría y puerto de Bilbao o la fundación de la Hispano-Suiza de Barcelona dedicada a la fabricación de automóviles (1905); la inauguración de la primera línea del metro madrileño (1919), la construcción de palacetes y hoteles en ciudades como San Sebastián y Santander convertidas en destino de las clases acomodadas en sus períodos de descanso estival, la progresiva electrificación del alumbrado público o la creación de las primeras grandes salas de cine como el Salón Doré de la capital (1912) con capacidad para más de mil espectadores.

Por otra parte, la pérdida de las colonias en 1898, si bien resultó moralmente demoledora, económicamente supuso el retorno de importantes capitales a la Península que se reinvirtieron en las zonas más industrializadas del país dando lugar a la creación de destacadas compañías como los Altos Hornos de Vizcaya (1902), la Papelera Española (1901) o la Hidroeléctrica Ibérica (1901). Asimismo, las fortunas procedentes de las colonias enriquecieron el mercado financiero español auspiciando el nacimiento de entidades como el Banco Hispano Americano (1900), el Banco de Vizcaya (1901) o el Banco Español de Crédito (1902). Todo ello unido, entre otras cuestiones, al replanteamiento de la legislación social y laboral (con hitos como la ley de accidentes de trabajo de 1900, la creación del Instituto de Reformas Sociales en 1903, el establecimiento del descanso dominical en 1904, la creación del Instituto Nacional de Previsión en 1908 o la regulación del derecho de huelga en 1909) y la reforma hacendística articulada por el ministro Raimundo Fernández Villaverde (que puso por fin las bases para atajar el problema endémico de la economía española, el déficit), logró fijar las bases del desarrollo económico de España en los primeros años del siglo XX.

Pero si hubo un campo en el que el desarrollo brilló como nunca ese fue sin duda el de la cultura y la educación. El nuevo siglo trajo de la mano la creación del Ministerio de Instrucción Pública (1900), expresión de la voluntad regeneracionista de atajar el atraso cultural de la población española. Por primera vez la educación se incluyó en el presupuesto del Estado, se abordó la reforma de la formación de los docentes y los programas de estudio. El objetivo del ministerio era mejorar la dotación humana y material de la educación pública de forma que los salarios de los maestros pasaron a depender del Estado, se garantizó la gratuidad de la educación primaria (establecida sin todo el éxito deseable tanto para niños como para niñas por la Ley Moyano de 1857), se extendió la educación obligatoria de los nueve a los doce años y se inició la eliminación de barreras discriminatorias estableciendo el mismo programa formativo para niños y niñas desde 1901, la coeducación en 1909 y el libre acceso a la universidad de las mujeres en 1910.

Las políticas desarrolladas por el Ministerio de Instrucción Pública se inspiraron claramente en el modelo establecido por la Institución Libre de Enseñanza (ILE), la iniciativa educativa y cultural más importante del siglo XIX, cuya influencia llega hasta nuestros días. La Institución fue fundada en 1876 por un grupo de profesores y catedráticos procedentes de la Universidad Central de Madrid y a cuya cabeza se situó Francisco Giner de los Ríos. Este grupo de intelectuales, conscientes de los problemas de formación de la sociedad española, decidió poner en marcha una experiencia innovadora dentro del campo de la educación privada. El modelo educativo institucionista, centrado en educación primaria y secundaria, se definía como apolítico, laico y europeísta. Proponía la formación integral de los alumnos mediante el fomento de todas sus facultades (intelectuales, físicas y espirituales) de modo que se lograse su autonomía personal. La creación de grupos reducidos de individuos así formados (élites) terminaría siendo el instrumento de transformación que tanto necesitaba el país.

La filosofía que impulsaba a la Institución era de claro espíritu reformista, es decir, buscaba la transformación del modelo social español, no una ruptura radical con él. Frente a este espíritu reformista, otras iniciativas dentro del campo de la educación de comienzos del siglo pasado plantearon un modelo revolucionario y rupturista, como la Escuela Moderna (de inspiración anarquista) fundada por Francisco Ferrer y Guardia en Barcelona en 1901. Los centros escolares de Ferrer se dirigieron a la educación de niños y niñas de clase obrera a los que se ofrecía una educación laica, no coercitiva, integral pero orientada a la creación de una conciencia de clase que en el futuro convirtiese a los alumnos en miembros del movimiento obrero y por tanto en agentes de la sustitución del modelo social imperante por otro igualitario. La repercusión de la Escuela Moderna fue especialmente notable en Cataluña, si bien el reconocimiento de Francisco Ferrer como pensador y pedagogo fue general en toda España y Europa.

Fruto de la colaboración entre la ILE y el Ministerio de Instrucción Pública surgieron algunas de las instituciones educativas y científicas más importantes de la España de comienzos del siglo XX y que revolucionaron el panorama cultural del país. Así, en 1907 se creó la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) presidida por el premio Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal. La JAE desarrolló una importantísima actividad científica patrocinando mediante un potente sistema de becas públicas la estancia de estudiantes, profesores, investigadores y otros profesionales en otros países europeos con el fin de poner a España en contacto con los avances científicos del continente. Paralelamente, la JAE creó la primera estructura científica pública de España con la fundación en 1910 del Centro de Estudios Históricos (dirigido por Ramón Menéndez Pidal y especializado en disciplinas de la rama de humanidades) y del Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales (bajo dirección del propio Cajal y centrado en disciplinas científicas). Como apunta el profesor Moreno Luzón, «la Junta albergó un impresionante conjunto de centros de investigación que, en contacto con otras entidades académicas europeas y americanas, produjo un salto gigantesco en la ciencia española».

La actividad de la Junta también abarcó la creación de centros educativos experimentales como el Instituto Escuela, fundado en 1918 por encargo del ministerio como centro piloto en el que aplicar las reformas que se considerasen convenientes para la mejora de la educación secundaria para después extenderlas al resto de los centros del sistema público. Pero quizá, las instituciones señeras de la JAE en este campo fueron la Residencia de Estudiantes fundada en 1910 y la Residencia de Señoritas de 1915. Gracias a ellas se facilitó la estancia en Madrid de alumnos de toda España que deseaban cursar estudios universitarios en la capital y a los que la Residencia proponía además su propia oferta educativa. Bibliotecas, laboratorios, aulas, instalaciones deportivas, teatrales, salas de conferencias… invitaban a los estudiantes a participar del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Desde Antonio Machado a Federico García Lorca o Salvador Dalí, por sus sedes pasaron como invitados, residentes y participantes en sus actos los más destacados representantes de la cultura española de comienzos de siglo, que hallaron en la Residencia un lugar excepcional para el encuentro e intercambio intelectuales.

El impulso regeneracionista alcanzó así su máxima expresión en el terreno de la educación y la cultura, logrando también en ella sus más destacados logros modernizadores. La renovación en este campo coincidió con la abrumadora calidad y abundancia de la labor intelectual protagonizada por los miembros de las llamadas generaciones del 98, del 14 y, más tarde, del 27, con figuras de la talla de Miguel de Unamuno, Azorín, José Ortega y Gasset, Antonio Machado, Pío Baroja, Ramón María del Valle-Inclán, los hermanos Ramiro y María de Maeztu, Ramón Menéndez Pidal, Santiago Ramón y Cajal, Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Ramón Pérez de Ayala, Maruja Mallo, Gregorio Marañón, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Manuel de Falla… El esplendor de la cultura española de esos años fue tal que se ha acuñado el término Edad de Plata para referirse a ella, pues desde el Siglo de Oro no había vuelto a producirse un fenómeno comparable.

Sin embargo la revolución intelectual y la tímida modernización que en los años previos a la Primera Guerra Mundial vivió el mundo urbano en España, contrastó de forma brutal con la realidad de las zonas rurales, empobrecidas, atrasadas y controladas por los grandes terratenientes, de modo que en su titánico esfuerzo por sintonizar con la modernidad, España empezó a mostrar las líneas por las que en las siguientes décadas terminaría por fracturarse.

LOS COSTES DE LA MODERNIDAD

España empezaba a hacer suyos los cambios propios de la construcción de las modernas sociedades industriales: la población aumentaba, las ciudades crecían, la actividad industrial del nordeste peninsular se consolidaba, el sector servicios comenzaba a ganar protagonismo, se combatía el analfabetismo… y con todo ello, en las ciudades, la clase social formada por los obreros industriales aumentaba y la opinión pública entendida como fenómeno de masas hacía su irrupción en escena, mientras que en el campo la cada vez más patente desigualdad con las zonas más desarrolladas creaba el caldo de cultivo propicio para las respuestas sociales en forma de protesta. El país se modernizaba, pero lo hacía con fuertes desequilibrios sociales y regionales, de suerte que la desigual penetración de aquella primera modernización trajo de la mano un sustancial incremento de la conflictividad social.

Las organizaciones obreras políticas y sindicales comenzaron a hacerse más fuertes, especialmente en las zonas urbanas, de forma que como recuerda Juan Pablo Fusi: «Desde principios de siglo, la clase obrera industrial constituyó una realidad social de creciente importancia y peso en la vida laboral y política». En términos generales puede decirse que mientras que el sindicalismo y las organizaciones políticas vinculadas a las ideologías socialista y marxista proliferaron en las zonas industriales y urbanas del norte y centro peninsular (cuyos cauces de expresión fueron el Partido Socialista Obrero Español —PSOE— fundado en 1879 y la Unión General de Trabajadores —UGT— creada por este partido en 1888), el anarquismo arraigó con fuerza en el este y el sur (especialmente entre el proletariado de Cataluña y los trabajadores del campo de Andalucía, siendo su principal organización la Confederación Nacional del Trabajo —CNT— nacida en 1910). Las duras condiciones de vida que componían la realidad de la mayoría de los trabajadores españoles produjeron un repunte de la conflictividad social en los primeros años del siglo, como indican la huelga general revolucionaria de 1902, las protestas en el campo andaluz y castellano de 1905 o la tristemente famosa Semana Trágica de Barcelona de 1909.

Entre el 26 y el 31 de julio de 1909 la violencia y el caos se apoderaron inesperadamente de Barcelona. Lo que en origen había surgido como una huelga pacífica contra el envío de tropas a Marruecos (el Tratado de Algeciras firmado en 1906 con Francia y Gran Bretaña atribuía a España el control militar de una zona al norte del país) terminó por convertirse en una violentísima revuelta en la que se mezclaron elementos de protesta obrera con otros de signo anticlerical. Ante la incapacidad de las autoridades para controlar la protesta, los disturbios se generalizaron por toda la ciudad de modo que el paisaje de Barcelona se llenó de barricadas, quemas de conventos y enfrentamientos callejeros. El gobierno, presidido por el conservador Antonio Maura, finalmente reaccionó enviando tropas a la ciudad que literalmente aplastaron la protesta. La brutal represión de los hechos culminó con la acusación indiscriminada contra los responsables de la protesta a los que se quiso dar un castigo ejemplar. Entre los detenidos se encontraba Francisco Ferrer y Guardia, el conocido pedagogo anarquista creador de la Escuela Moderna, que fue acusado sin pruebas y finalmente ejecutado el 13 de octubre.

La reacción internacional a la ejecución de Ferrer resultó extraordinaria, pues ya desde su detención proliferaron por toda Europa los movimientos de protesta y las peticiones de indulto. El gobierno de Maura, más preocupado por lograr la paz social mediante la ejemplaridad del castigo, no supo calcular las consecuencias del proceso a Ferrer que finalmente terminó por costarle la presidencia. Ante el aluvión de protestas el líder del Partido Liberal, Segismundo Moret, retiró todo respaldo parlamentario a Maura dando lugar así a una situación inédita en la dinámica del turno pacífico, que implicaba, entre otras cosas, la no oposición a las decisiones del partido en el gobierno. El equilibrio del gobierno se volvió insostenible y Alfonso XIII, asimismo alarmado por las protestas internacionales, retiró su confianza al presidente del mismo encargando la formación de un nuevo ejecutivo a Moret. Sin apoyo ninguno, Maura dimitió el 29 de octubre. La Semana Trágica se había llevado por delante las vidas de más de un centenar de personas pero también había abierto la primera fisura esencial en el sistema político de la Restauración. En palabras del profesor Moreno Luzón, «la Semana Trágica, o más exactamente la desafortunada gestión que realizaron los gobernantes españoles de la crisis, desde el reclutamiento de veteranos catalanes hasta la negativa a conceder el indulto a Ferrer, desembocó en una quiebra de la solidaridad básica que ligaba a los protagonistas del turno bajo la Constitución de 1876».

Algo estaba cambiando en la España de comienzos de siglo y particularmente en las ciudades. El progresivo aumento de la clase obrera determinó una transformación profunda de las dinámicas sociales y políticas. Las fábricas, las casas del pueblo, los casinos y centros de reunión de sus miembros se convirtieron en focos de transmisión de ideas políticas así como de creación y circulación de opinión. Por primera vez en la historia del país surgía la opinión pública como fenómeno de masas, es decir, la existencia de una serie de ideas acerca de la realidad vivida que se expresaban públicamente en medios de comunicación de amplia difusión. La lectura, tanto individual como colectiva, de publicaciones periódicas de contenido social y político se convirtió entonces en un fenómeno habitual entre la clase obrera y en la medida en que se generaba una nueva conciencia política en los grupos menos favorecidos de la población, el rígido sistema político de la Restauración comenzó a mostrar su incapacidad para dar respuesta a las nuevas dinámicas sociales.

La facilidad con que los caciques podían garantizar el control del voto en el ámbito rural se disolvía en las ciudades. En ellas la población era mucho más numerosa, no siempre dependía de un gran propietario para subsistir y, sobre todo, estaba mucho más politizada. En consecuencia, a comienzos del siglo XX las opciones políticas que se habían mantenido en los márgenes del sistema desde 1876 (republicanos, nacionalistas y socialistas) empezaron a tener representación parlamentaria. Así, la Lliga Regionalista de Francesc Cambó, el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux o el PSOE de Pablo Iglesias hicieron su aparición en las Cortes entre 1901 y 1910.

Junto con la diversificación del arco parlamentario, el otro gran síntoma de agotamiento del sistema político fue la aparición de facciones dentro de los llamados «partidos dinásticos», es decir, el Partido Conservador y el Partido Liberal. Desde el establecimiento del turnismo, estos dos grandes partidos que se repartían la tarea de gobierno habían funcionado como grandes bloques aglutinados en torno a sus líderes, Cánovas y Sagasta. La muerte de ambos, en 1897 y 1903 respectivamente, abrió una etapa de inestabilidad interna en los dos partidos vinculada al surgimiento de facciones. La dificultad para conformar gobiernos estables por este motivo hizo que entre 1903 y 1907 se sucediesen casi una docena distinta de ejecutivos, razón por la que ya entonces se acuñó el término «crisis orientales» para referirse a las constantes reuniones habidas en el Palacio de Oriente para la formación de los mismos. La llegada al gobierno de Antonio Maura en 1907 pareció conjurar el problema (pues se mantuvo en él durante más de dos años), si bien su accidentada salida tras la Semana Trágica demostró que no era así. El ejecutivo presidido por Moret apenas resistió cuatro meses pues su aproximación a los republicanos generó rechazo dentro de su propio partido y temor en Alfonso XIII que, finalmente, decidió encargar al también liberal José Canalejas la formación de un nuevo gobierno. Como recuerda el historiador Javier Moreno, las constantes entradas y salidas de ejecutivos hicieron que por esas fechas se popularizase con la música de la recién estrenada revista musical La corte del Faraón la siguiente sátira:

En Babilonia los ministerios

entran y salen tan de repente

que quien preside por la mañana

ya por la tarde no es presidente.

Aunque en los años sucesivos el sistema del turno pacífico pareció recuperar su normalidad, lo cierto es que la realidad política española era ya muy distinta de la de finales del siglo XIX. El régimen de la Restauración tenía serias dificultades para adaptarse a las dinámicas sociales vinculadas a la modernización del país como evidenciaban los cíclicos repuntes de conflictividad social, el creciente protagonismo de fuerzas políticas ajenas a los partidos dinásticos y la división interna de estos. Las disputas entre los partidarios del conde de Romanones y de Canalejas, en el Partido Liberal, así como las de los seguidores de Antonio Maura o Eduardo Dato en el Conservador eran constantes. Esto unido al enfrentamiento entre ambos partidos que desde 1909 habían abandonado la «fidelidad» de la oposición turnista, impidieron que las iniciativas de unos y otros en el intento por adaptar la monarquía constitucional española a los nuevos tiempos alcanzasen el éxito deseado. La separación entre la realidad social española y su sistema político, o entre la «España vital» y la «España oficial», como prefería decir el filósofo José Ortega y Gasset, aumentaba sin remedio. Y en medio de ese marasmo interno los acontecimientos europeos del verano de 1914 vinieron a complicar todo aún más.

LA NEUTRALIDAD DE ESPAÑA

El asesinato en Serbia del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y su esposa el 28 de junio de 1914 parecía anunciar una crisis más dentro de los recurrentes conflictos balcánicos. La prensa española, como la mayor parte de la europea, interpretó el episodio en esa clave, y así, por ejemplo, en la primera página de El Imparcial (uno de los más importantes periódicos de tirada nacional de la época), el día 29 de junio junto a un artículo que reflexionaba acerca de la subida del precio del pan podía leerse el siguiente titular: «Un crimen político. Los herederos de Austria asesinados en Sarajevo». Sin embargo, cuando casi un mes más tarde Austria declaró la guerra a Serbia, el temor al estallido de un conflicto europeo era evidente. Un artículo del 26 de julio del mismo periódico titulado «Entre Austria y Serbia. Ruptura de las relaciones diplomáticas» explicaba con toda claridad, e incluso con escalofriante capacidad de predicción, la situación a sus lectores:

La respuesta de Serbia a las imperiosas intimaciones de Austria ha producido en toda Europa efecto semejante al que hubiera causado el primer cañonazo en la frontera. Desde hace mucho tiempo una angustiosa e irreprimible nerviosidad hace creer en la inminencia de la guerra. De año en año vuelven a estar las cosas como en aquella época, no muy lejana, en que Francia y Alemania podían compararse a dos locomotoras, con las calderas encendidas, dispuestas a lanzarse una sobre otra. ¿Habrá conflicto? ¿Fracasará el artificioso equilibrio europeo a consecuencia del asesinato del príncipe heredero de Austria?

El equilibrio ha consistido en complicar todos los factores imaginables. Estuvo a punto de quebrantarse gravemente con la lucha de los pequeños Estados balcánicos. Ahora, tras de Austria, está Alemania; es decir, la Triple Alianza, sin contar con los búlgaros y los turcos, enemigos naturales de los serbios. Con Serbia está Rusia; es decir, la «Entente», sin contar con los rumanos, los griegos y los montenegrinos, enemigos naturales de Austria. ¿Tantas naciones van a chocar en la guerra más espantosa de los tiempos modernos? ¿Será posible que no haya medio de evitar la catástrofe inminente cuando son tantas las partes interesadas? […] Aun estando situada España lejos del foco del incendio, nadie supondrá que pueda sernos indiferente.

El complicado juego de alianzas sobre el que avisaba el periódico no tardó en ponerse en marcha y así, tras la declaración de guerra de Austria a Serbia el 26 de julio, se produjo la movilización del ejército ruso en apoyo de la segunda el día 30. La respuesta alemana no se hizo esperar y tras movilizar sus tropas el 1 de agosto lanzó un ultimátum a Bélgica exigiendo que permitiese el paso franco de estas rumbo a Francia el mismo día 2. Ante la negativa belga, Alemania comenzó la invasión del país el día 3, fecha en la que Gran Bretaña, en defensa de Bélgica, conminó a Alemania a retirarse so pena de iniciar las hostilidades entre ambos países. El ultimátum inglés se convirtió, el día 4 de agosto tras el rechazo alemán, en una declaración de guerra. La Gran Guerra había comenzado y España tenía que decidir cuál iba a ser su papel en el conflicto.

La reacción del gobierno conservador presidido por Eduardo Dato no se hizo esperar y el mismo día 5 de agosto se produjo la declaración oficial de la neutralidad de España:

Declarada, por desgracia, la guerra entre Alemania, de un lado, y Rusia, Francia y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, sucesivamente de otro; existiendo el estado de guerra entre Austria, Hungría y Bélgica, el Gobierno de S. M. se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional.

La postura neutral fue acogida en los primeros momentos de la guerra con el respaldo de la mayor parte de la clase política y la sociedad españolas. La perspectiva de entrar en un enfrentamiento armado de semejantes dimensiones no era precisamente lo que los españoles, cansados de los costes económicos y humanos del conflicto en Marruecos, con unas condiciones de vida manifiestamente mejorables, una situación política interna a duras penas estable y el recuerdo amargo de la derrota de 1898 aún fresco en las conciencias, podían desear. Varias eran las razones que se encontraban detrás de la decisión. Por una parte, la debilidad económica del país (desde la escasa infraestructura ferroviaria a los problemas de carestía) en relación al resto de las potencias europeas no permitiría la movilización de los recursos necesarios para hacer frente a la entrada en la guerra. Desde el punto de vista militar, el escenario no resultaba precisamente mejor: la guerra de 1898 había evidenciado la incapacidad del ejército español para equipararse a las tropas de las grandes potencias con su moderna organización y tecnología. El problema de Marruecos era la muestra más visible de las limitaciones militares españolas pues no sólo había contribuido a agravar uno de los principales males del ejército, la hipertrofia de altos mandos, sino que parecía evidente que si ni siquiera se tenía la capacidad para controlar de modo efectivo aquella pequeña franja territorial en la que no operaban ejércitos profesionales sino guerrillas, difícilmente podría intervenirse con éxito en un conflicto como el que se desataba en Europa.

Finalmente, el aislamiento diplomático español al que se había visto reducido el país tras la pérdida de los últimos restos de su imperio colonial resultó determinante en la decisión de mantenerse neutral. En 1914 España se encontraba al margen de los grandes sistemas de alianzas europeos que vinculaban política y militarmente a unos países con otros y, en consecuencia, carecía de obligaciones diplomáticas en tal sentido. Tras el Desastre del 98, la España de Alfonso XIII había tratado por todos los medios de recuperar presencia en la escena internacional y la única vía que había encontrado para hacerlo había sido la de servir de mediador en las tensiones coloniales entre Francia y el Reino Unido en el norte de África. Así, con el fin de evitar que ninguna de las dos potencias pudiese llegar a bloquear en caso de guerra el paso hacia el Mediterráneo si poseía el control del norte de Marruecos, se concedieron a España ciertos derechos en algunos enclaves de la costa africana frente a Canarias, en el golfo de Guinea y una pequeña franja al norte de Marruecos más allá de los puertos españoles de Ceuta y Melilla (aproximadamente una quinta parte del sultanato).

El primer acuerdo se firmó en 1904 dejando ya entonces clara la posición subordinada de España en relación a Francia y Gran Bretaña y la exclusión de su control de la estratégica ciudad de Tánger que adquirió estatuto de ciudad internacional. Como recuerda el historiador Antonio Niño, «la compañía de los poderosos, aunque fuera en situación de dependencia, era preferible al aislamiento diplomático en el que se encontró el país cuando tuvo que afrontar la crisis de Cuba y la guerra con Estados Unidos». El reparto de Marruecos y el papel que en él debía desempeñar España fue perfilándose en acuerdos posteriores como el Tratado de Algeciras y las Declaraciones de Cartagena de 1906 y 1907 que nominalmente respetaban la soberanía del sultán de Marruecos pero preveían la intervención española en el control del orden público, tarea que pronto se demostró inviable por medios pacíficos. La solución más acabada se dio en 1912 al establecerse el Protectorado español de Marruecos, por el que se cedió a España la administración de la zona sobre la que había venido ejerciendo su influencia si bien en calidad de «subarrendataria» de Francia. El acuerdo permitía salvar la honra de España como antigua potencia colonial dándole de paso un papel de cierta relevancia en el concierto internacional y acercándola a la órbita de la Entente (la alianza entre Francia y Gran Bretaña), pero en ningún caso suponía obligaciones de colaboración militar o defensiva si alguno de los firmantes entrase en un conflicto bélico. La vía diplomática para la neutralidad española en 1914 estaba por tanto despejada.

Por otra parte, tampoco parecía convenir a los intereses españoles decantarse tan rápidamente por alguno de los dos bandos. Desde el punto de vista comercial y geoestratégico España se encontraba ligada a los países de la Entente, aunque en el hipotético caso de una victoria alemana podía verse más beneficiada en un futuro reparto territorial hecho en detrimento de Francia y Reino Unido. Sin embargo si, como se creía entonces en toda Europa, el conflicto duraba poco, España podría beneficiarse de su neutralidad al quedar acreditada para desempeñar un papel relevante como mediadora en una hipotética conferencia de paz. Así las cosas, en el verano de 1914 todo parecía recomendar la actitud neutral dispuesta por el gabinete de Dato. Pero en la Primera Guerra Mundial nada iba a discurrir como se había pensado.

ALIADÓFILOS Y GERMANÓFILOS

La decisión inicial de mantener el país al margen del conflicto fue por tanto acogida por la clase política y la sociedad como la postura más sensata posible dadas las circunstancias. La propia situación personal de Alfonso XIII parecía invitar a ello. El rey era hijo de María Cristina de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria, pero estaba casado con Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Gran Bretaña, de modo que las lealtades familiares de la Corona no podían estar más enfrentadas. Aun así, el rey, como el resto de los españoles, terminaría teniendo sus simpatías personales puestas en uno de los dos bandos. Y es que tras los primeros meses de conflicto en los que la neutralidad pareció aceptarse sin objeciones, la opinión pública en España, incluyendo la de sus políticos, se dividió entre aquellos que apoyaban a los aliados (Francia, Gran Bretaña y Rusia) y quienes lo hacían a las potencias centrales (Austria-Hungría y Alemania). A lo largo de los cuatro años de guerra, el debate sacudió con una violencia inusitada la sociedad española que, pese a no participar en la lucha, vivió una absoluta polarización en torno a los bandos contendientes.

En los primeros momentos del enfrentamiento armado sólo hubo una voz dentro de los partidos dinásticos que disintió públicamente de la neutralidad adoptada por el país, la del líder político liberal Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. El 19 de agosto de 1914 apareció publicado en El Diario Universal un artículo sin firma titulado «Neutralidades que matan». El periódico era el portavoz habitual de la facción liderada por Romanones por lo que a nadie le cupo duda de que era él quien hablaba bajo aquel titular. En el artículo se hacía un llamamiento a la entrada del país en la guerra a favor de los aliados apuntando los lazos económicos, geográficos y estratégicos que le unían con las potencias de la Entente y el perjuicio que los intereses nacionales podían recibir si no se mostraba un apoyo decidido a franceses e ingleses. La vehemencia del conde no dejaba lugar para las actitudes templadas:

La hora es decisiva, hay que tener el valor de las responsabilidades ante los pueblos y ante la Historia; la neutralidad es únicamente un convencionalismo que sólo puede convencer a aquellos que se contentan con palabras y no con realidades; es necesario que hagamos saber a Inglaterra y Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como el nuestro y su vencimiento como propio; entonces España, si el resultado de la contienda es favorable para la Triple Inteligencia —es decir Francia, Inglaterra y Rusia—, podrá afianzar su posición en Europa… Si no hace esto, cualquiera que sea el resultado de la guerra europea, fatalmente habrá de sufrir muy graves daños.

El revuelo causado por la publicación del artículo fue considerable y animó a las voces más exaltadas del arco político a llamar a la movilización (el Partido Republicano Radical de Lerroux que defendía la entrada en la guerra a favor de los aliados y el carlismo de ultraderecha que hacía lo propio con los alemanes). Finalmente el respaldo del rey a la postura del presidente Dato zanjó el asunto. En palabras de Javier Moreno Luzón, «Alfonso XIII, que había interrumpido su entrega estival a las regatas cantábricas para sentarse a la cabecera del Consejo de Ministros, respaldó al presidente, por lo que Romanones tuvo que plegar velas y sumarse al neutralismo». No tardaría mucho en verse que el cambio de opinión del conde no iba a durar demasiado.

A medida que transcurrieron los primeros meses de la contienda la idea de una guerra rápida fue esfumándose en el horizonte y con ella el espejismo unitario de la opinión pública española. Así, a comienzos de 1915 la división entre germanófilos y aliadófilos copaba el debate público. Los primeros veían en Alemania la defensa de los valores más tradicionales de la sociedad europea, el ideal monárquico, el respeto por la sociedad jerárquica y el orden, el militarismo y la disciplina como valores patrióticos, la religión como parte de la identidad nacional, la veneración de la autoridad… mientras que los segundos identificaban, especialmente a Francia, con la lucha por el avance de la igualdad social, la libertad y la justicia propias de los regímenes verdaderamente democráticos y modernos. En consecuencia los grupos sociales germanófilos por excelencia fueron el ejército, el clero, la aristocracia, los terratenientes, la alta burguesía, las opciones políticas más conservadoras (carlistas y mauristas) y la propia Corona, y en las líneas aliadófilas militaron liberales de Romanones, socialistas, republicanos, regionalistas, obreros, profesionales liberales y la mayor parte de los intelectuales humanistas de la época. Por regla general ambos bandos estaban de acuerdo con la no participación de España en la guerra, pero su entendimiento de la neutralidad distaba enormemente. Para los partidarios de Francia y Gran Bretaña, esta debía ser especialmente benevolente con los aliados facilitándoles toda la ayuda material y diplomática posible, si bien en los momentos más intensos del debate llegaron a defender la ruptura de relaciones diplomáticas con Alemania e incluso la entrada en el conflicto. Por contra, los llamados germanófilos, conscientes de que entrar en la guerra del lado alemán equivaldría a un suicidio militar (España estaba rodeada por las potencias de la Entente y la armada británica controlaba el mar), pensaban que el mejor modo de apoyar a las potencias centrales era no servir de ayuda alguna a los aliados y, en esa medida, su discurso fue el de defensa de la neutralidad más estricta y pasiva.

El papel de los intelectuales en el debate fue especialmente activo y salvo excepciones como Jacinto Benavente (maurista) o Pío Baroja (convencido de que sólo Alemania podría acabar con el clericalismo de la sociedad española), casi todos ellos se mostraron a favor de los aliados. Como señala Francisco Romero Salvadó, «en cierto sentido, al apoyar a Gran Bretaña y a Francia, enemigas históricas de España, expresaban su preferencia por Europa en detrimento de España. Optaban por una futura España europeizada, moderna, secular y democrática». Las encendidas defensas de las posturas germanófila y aliadófila comenzaron a proliferar en panfletos y publicaciones de fines proselitistas aunque pronto encontraron su mejor cauce de expresión en la prensa (financiada en no pocas ocasiones por los respectivos aparatos de propaganda de ambos bandos). Los primeros en proclamar públicamente sus ideas serían los partidarios de los aliados, y así el 10 de julio de 1915 vio la luz el primero de los «manifiestos» que proliferaron en los años de la contienda. Se trató del Manifiesto de los intelectuales españoles publicado en la revista Iberia y en el que los firmantes (Pérez Galdós, Unamuno, Valle-Inclán, Azaña, Ortega y Gasset, Azorín, Machado, Menéndez Pidal, Américo Castro, Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos, Manuel de Falla, Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala…) declaraban:

[…] estamos seguros de cumplir con nuestro deber de españoles y de hombres declarando que participamos, con la plenitud de nuestro corazón y de nuestro juicio, en el conflicto que conmueve al mundo. Nosotros nos hacemos solidarios de la causa de los aliados en lo que ella representa, los ideales de justicia, lo único que puede coincidir con los más profundos e imperiosos intereses políticos de la nación […]

Deseamos de una manera ardiente y ferviente que la paz futura sirva a todas las naciones de honrosa y provechosa enseñanza, y esperamos que el triunfo de la causa que estimamos justa afirmará los valores esenciales mediante los cuales cada pueblo, grande o pequeño, débil o fuerte, hará nacer la cultura humana, destruirá los fermentos del egoísmo de dominación y de impúdica violencia generadores de la catástrofe, y afirmará los cimientos de una nueva fraternidad internacional […]

En contestación a tal declaración de principios, Jacinto Benavente respondió con un Manifiesto germanófilo en forma de artículo titulado «Amistad germano española» en La Tribuna, en el que defendía la neutralidad de España como lo más conveniente a sus intereses, alababa la cultura y la ciencia alemanas y recordaba los males que el país debía históricamente a los aliados:

Nuestra neutralidad no es traición ni deslealtad para nadie […] Muchos somos los que impuestos de todos los males que España debe a Inglaterra y Francia, desde la batalla de Trafalgar hasta los obstáculos opuestos por Inglaterra a la posesión por nuestra parte de territorios africanos después de la gloriosa toma de Tetuán, nos preguntamos extrañados cómo nuestros «intelectuales» han logrado sobreponerse a la realidad histórica para elevarse a las sublimes idealidades del amor a Francia y a Inglaterra, con la grata ilusión de que ellas son y serán siempre nuestras mejores amigas y aliadas. Que la amistad de esas dos poderosas naciones nos sería muy conveniente, ¿quién lo duda? Todas las amistades son convenientes si son verdaderas. Pero ¿cuándo han sido amigas nuestras leales esas dos señoras naciones? ¿Qué pruebas de amistad hemos recibido nunca de ninguna de ellas?

Una de las publicaciones que más activas se mostraron en el debate desde posturas proaliadas fue la reputada revista España fundada por José Ortega y Gasset y que a lo largo de la guerra recibió ayuda británica para su publicación. En su portada el humorista Luis Bagaría ofreció algunas de las viñetas más ácidas y conmovedoras sobre el terrible enfrentamiento que desgarraba a Europa. Los líderes de las potencias contendientes encaramados en un globo terráqueo rodeado de buitres y sobre un lacónico «Los únicos supervivientes. ¡Al fin solos!», o el Hambre con una boca igual a la de un cañón y dirigiéndose a él para decir «Cuando acabes tú empezaré yo» recordaban a los lectores de España la tragedia humana vinculada al conflicto. También en ella vio la luz el Manifiesto de la Liga Antigermanófila, grupo creado en enero de 1917 bajo la presidencia de Benito Pérez Galdós y que aglutinaba a numerosos intelectuales simpatizantes de los aliados. En él los miembros de la Liga mostraban la profunda ideologización que desde el punto de vista político supuso el debate entre aliadófilos y germanófilos:

La Liga Antigermanófila no es germanófoba. Admira en Alemania lo que en ella hay de grande y permanente y repudia en ella lo que pugna con el espíritu libertador de la Historia. No simpatiza con el Estado alemán porque representa la negación de las pequeñas nacionalidades en su política exterior, y de la democracia, y en general del espíritu civil, en la interior.

Como recuerda Francisco Romero Salvadó, «la guerra se percibió casi inmediatamente como un choque ideológico en el que cada una de las facciones contendientes llegó a simbolizar ciertas ideas y ciertos valores trascendentes». El Manifiesto se publicó el 18 de enero de 1917, en un momento tan tenso del debate que la política neutral española estuvo a punto de quebrarse a favor de las potencias de la Entente. Y es que mantener la neutralidad en una España profundamente dividida fue cualquier cosa menos una tarea fácil.

ESCENARIOS SORPRENDENTES, REACCIONES INESPERADAS

En el debate sobre la neutralidad de España, los partidarios de uno y otro bando no dejaron de insistir en las ventajas e inconvenientes que la postura política del país podía suponer para el presente y el futuro de los españoles. España no participaba en la guerra, pero la guerra no iba a dejar indiferente a España. A largo plazo ni su modelo político ni su sociedad saldrían indemnes, pero en el plazo inmediato la primera en acusar los efectos del conflicto fue su economía. Tras el disloque del comercio internacional y el desplome de las bolsas de valores de toda Europa que lógicamente se produjo en las semanas siguientes al estallido de la guerra, la maltrecha economía española descubrió ante sí un escenario de oportunidades que jamás habría creído posible.

La situación neutral de España abrió la puerta a la posibilidad de enriquecerse abasteciendo a ambos bandos. La ingente movilización de recursos que supuso la Primera Guerra Mundial, tanto por sus dimensiones geográficas como humanas y cronológicas, convirtió a las potencias en conflicto en consumidoras de la totalidad de cualquier bien que pudiesen producir. En consecuencia su demanda de productos industriales e incluso agrícolas al exterior se multiplicó exponencialmente situando a los países neutrales como España en el centro de la misma. Sectores como la industria textil en Cataluña, el siderúrgico y de las industrias navieras en el País Vasco o el de la minería del carbón en Asturias vivieron durante los años de la guerra un crecimiento imparable de sus beneficios debido al aumento sin precedentes de las exportaciones y también del consumo interno, pues se hizo necesario suplir con producción propia lo que antes de la guerra se importaba. La balanza comercial española comenzó a arrojar unos beneficios inéditos y los nuevos negocios y sociedades anónimas empezaron a surgir como setas. En palabras del profesor Moreno Luzón, «quienes supieron aprovechar la ocasión llenaron sus bolsillos con facilidad».

La increíble entrada de dinero en el país también benefició a la banca de forma que se multiplicó el número de entidades y de sus sucursales. Las reservas de oro del Banco de España pasaron de 674 millones de pesetas en 1913 a 2500 millones en 1917 y el problema endémico de la deuda exterior comenzó a atajarse con efectividad. Pero aunque el crecimiento de la economía española fue abrumador, también lo fue el desequilibrio que lo caracterizó. El dinero entraba en grandes cantidades, pero era acaparado en unas pocas manos que con frecuencia lo emplearon para especular. La riqueza no se repartió y pocos fueron los empresarios que reinvirtieron sus beneficios de forma justa. En no pocas ocasiones, las exportaciones se realizaron ignorando las necesidades de la demanda interna, pues los precios pagados en el extranjero eran superiores a los del mercado nacional. Fruto de ello se produjeron importantes situaciones de carestía de alimentos y productos manufacturados y un aumento de la inflación desmesurado (productos como el pan, la leche, los huevos, las patatas o el azúcar incrementaron su precio en torno a un 70 por ciento). La falta de recursos fue más grave en las zonas rurales, lo que unido al aumento de la mano de obra en las zonas industriales incrementó el flujo migratorio del campo a la ciudad, y con él los desequilibrios sociales inherentes a la urbanización y modernización de la sociedad. Como apunta Francisco Romero, «los años de guerra fueron años de beneficios extraordinarios, pero también de asombrosas subidas de precios […] La guerra favoreció la expansión de ciertas empresas industriales y financieras, pero también exacerbó las diferencias regionales, sociales y económicas dentro del país».

Pero la mejor cara de la neutralidad española no llegó por vía del dinero, ni tampoco de la política, sino por algo digno de ser recordado: la acción humanitaria. Desde el inicio de la guerra Alfonso XIII había deseado para España algún papel de relevancia en la situación internacional que pudiese depararle posibles beneficios en un futuro reparto territorial. Las simpatías personales del monarca se encontraban por razones ideológicas mucho más cerca de la órbita alemana que de la aliada, y aunque en ocasiones sus intervenciones diplomáticas las dejaron traslucir más de lo conveniente, supo mantenerse dentro de los límites que imponía la situación neutral del país. Esa misma neutralidad alejaba la posibilidad ansiada por el rey de recolocar a España entre las grandes potencias europeas, razón por la que en los primeros momentos del conflicto trató de convertir la debilidad en virtud tomando la iniciativa de formar una coalición con Rumanía e Italia que, por entonces, aún eran neutrales. Su idea de fundar una liga neutral que asumiese la mediación entre los países beligerantes pronto se vio superada por la dinámica del conflicto, pese a lo cual el rey no renunció a tener un papel activo en el mismo. Finalmente fue en el campo de la acción humanitaria donde Alfonso XIII terminó por desempeñar una labor de relevancia internacional.

Desde las primeras batallas de la contienda el enorme número de muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros anunció al mundo el drama humano que le haría ganar el sobrenombre de Gran Guerra. La quiebra de cualquier comunicación entre los países beligerantes unida al caos propio de la situación dejó a miles de familias completamente desarmadas a la hora de obtener noticias de padres, hijos, amigos, hermanos, maridos… cuyo rastro se perdía en los campos de batalla. Sólo cabía esperar ayuda de organizaciones como la Cruz Roja Internacional o, quizá, de países neutrales como Suiza o España. Eso mismo debió de pensar una joven lavandera de la Gironde cuando se decidió a escribir directamente a Alfonso XIII solicitando ayuda para encontrar a su marido desaparecido en la batalla de Charleroi los días 21 y 22 de agosto de 1914. El rey consiguió a través de las embajadas españolas de París y Berlín lo que para la joven resultaba imposible, y así pudo contestarle de su puño y letra que su marido estaba vivo aunque preso e incomunicado (como era habitual) en Alemania y que se encontraba haciendo todo lo posible para lograr liberarlo. El caso no habría pasado de anécdota de no ser porque un pequeño diario francés, La Petite Gironde, publicó la historia dando las gracias al rey el 18 de junio de 1915. La prensa francesa se hizo eco del asunto y con ello dio motivo a la creación de la Oficina Pro Cautivos de Alfonso XIII.

Así se llamó el despacho que el rey organizó en el Palacio de Oriente para dar respuesta a los miles de cartas que tras la publicación del caso de la lavandera francesa comenzaron a llegar a palacio. Personas de todas partes de Europa se dirigieron al monarca con desesperadas peticiones de ayuda. En un primer momento Alfonso XIII y su secretario particular, Emilio María Torres, comenzaron a organizar la respuesta a las solicitudes de auxilio en la propia secretaría del rey, pero el volumen de la correspondencia y de la labor emprendida pronto evidenciaron la necesidad de encontrar una nueva ubicación para la oficina. El rey decidió emplear algunas habitaciones del palacio para tal fin ya que era allí a donde llegaba la increíblemente numerosa correspondencia. El proyecto se financió enteramente con dinero del propio monarca —procedente de las rentas del patrimonio real y por un monto de un millón de pesetas de la época, equivalente a unos 600 000 euros actuales— con el que además de adquirir el material necesario para abordar la tarea, se pagaron los gastos derivados de todas las gestiones vinculadas a la actividad de la oficina y se contrató a las cuatro personas que, junto con el rey y su secretario, más una treintena de voluntarios, se encargaron de la tramitación de las solicitudes. Armados con lápiz y papel (las pocas máquinas de escribir de que dispuso la oficina fueron adquiriéndose de forma gradual), un fichero y una gran voluntad, iniciaron la tarea.

El sistema de trabajo de la Oficina Pro Cautivos era sencillo y eficaz. Ante la necesidad de organizar ágilmente todas las solicitudes, las gestiones y las respuestas procedentes de tantos lugares distintos y en diferentes idiomas, se articuló un sistema de clasificación de expedientes y ficheros. Cada solicitud generaba un expediente en el que siempre había una ficha de registro con los datos del desaparecido que se clasificaba por nacionalidades conforme a un sistema de colores (amarillo para los franceses, anaranjado para los rusos, azul para los ingleses, blanco para los alemanes, rojo para austro-húngaros…) en la que se ponían unas lengüetas también de colores que indicaban la situación de la búsqueda (negras para indicar la confirmación de la muerte, blancas si el prisionero se había encontrado con vida o rojas, verdes y amarillas para otras situaciones). En las fichas se anotaba el resultado de las pesquisas que se notificaba a las familias conforme a distintos modelos de cartas hechos al efecto.

La labor de la oficina se apoyó en el trabajo de los miembros del cuerpo diplomático español, oficiales del ejército, agregados militares en las embajadas y numerosos colaboradores gracias a los cuales se pudieron llevar adelante sus tres principales tareas: la localización de desaparecidos, el envío de ayuda material a prisioneros y la intercesión por los mismos. Como apunta el historiador Juan Pando, especialista en la institución, «a finales de 1915, la Oficina Pro Cautivos tenía organizadas sus tres estructuras básicas: el auxilio informativo a las personas de los países en lucha, la vigilancia sobre campos de prisioneros, fortalezas y lazaretos (sanatorios) en los Imperios Centrales, más el Servicio de Canje de Prisioneros y Repatriación de Heridos Graves, extendido a civiles de edad avanzada, esposas e hijos separados del padre o movilizados que fuesen padres de cuatro o más hijos». Poco a poco las tareas de la oficina se ampliaron con servicios de correspondencia con prisioneros de guerra o de gestión de indultos de pena capital y un sinfín de labores asistenciales (atención a enfermos y heridos en los campos de concentración visitados para las diligencias de búsqueda, envío de alimentos y medicinas, asistencia jurídica de prisioneros en juicios sumarísimos…). Al final de la guerra, la oficina había tramitado más de doscientos mil expedientes de todo tipo, los agregados militares españoles habían hecho 4000 visitas de inspección a campos de concentración para comprobar el trato que se daba a los prisioneros de guerra, y se había logrado la repatriación de 21 000 prisioneros enfermos y de 70 000 civiles que habían quedado en territorio enemigo. Entre los primeros estaba Maurice Chevalier, y entre los segundos el genio de la danza Nijinsky, por quien intercedió el rey de España a petición de Diáguilev, el creador de los ballets rusos. Otro de los casos célebres fue el de la condesa de Belleville, una dama belga que como tantos de sus compatriotas había sido condenada al fusilamiento por participar en la resistencia civil frente a la ocupación alemana; se salvó gracias a una gestión personal y directa de Alfonso XIII con el káiser. Sus buenos oficios obtuvieron también un acuerdo entre los beligerantes para no torpedear los barcos hospitales, como se venía haciendo. Alfonso XIII sería propuesto en dos ocasiones para el premio Nobel de la Paz por su labor humanitaria en la Gran Guerra, aunque no se lo concedieron. Él mismo se tomaba a broma su papel y llegó a decir: «Se non termina presto questa guerra, finisco Papa» (si no acaba pronto esta guerra, termino siendo Papa), según se reseña en el Archivo Secreto del Vaticano.

Pero mientras la Oficina Pro Cautivos continuaba con una labor humanitaria que se había hecho posible gracias a la neutralidad española, el debate público sobre la misma se volvía cada vez más enconado y la postura diplomática de España llegó a pender de un hilo.

CAMINAR POR EL FILO DE LA NAVAJA

En la primavera de 1915 las primeras consecuencias de la guerra se hacían evidentes en España. La acentuación de los problemas sociales y de desigualdad económica que se produjo a raíz del conflicto literalmente desbordaba al ejecutivo de Eduardo Dato. El Partido Liberal de Romanones supo aprovechar la situación y, habida cuenta de que las «solidaridades» gobierno-oposición propias del turnismo hacía ya tiempo que estaban rotas, el 6 de diciembre de ese año el líder liberal apoyado en las minorías republicana, radical y carlista dio el golpe de gracia al gobierno. La maniobra consistió en solicitar a las Cortes que recordasen al presidente la necesidad de presentar un conjunto de medidas económicas que respondiesen a la difícil situación nacional, urgiendo a la cámara a presentar y discutir un proyecto de ley presupuestaria con ese objetivo. El mensaje era evidente: el Partido Liberal no estaba dispuesto a «colaborar» con el gobierno lo que, teniendo en cuenta la situación, dejaba a este en una postura insostenible. Consciente del aislamiento político en que había quedado, Dato dimitió dejando vía libre a Romanones.

Pero a pesar de que Romanones había logrado hacerse con el gobierno enarbolando la bandera de los problemas internos del país puso la guerra europea, como ningún otro presidente antes ni después, en el centro de su preocupación política. Tras el «desliz» inicial de su «Neutralidades que matan», el líder liberal se apresuró a recuperar las formas exigidas por la postura oficial española ante la contienda. Así, mantuvo un discurso público de defensa de la neutralidad de acuerdo con lo que se esperaba de un político de los grandes partidos dinásticos, si bien continuaba convencido de la conveniencia de la entrada de España en la guerra del lado de los aliados o al menos de la estrecha colaboración con ellos. Creía con firmeza que la única posibilidad del país para recuperar presencia en el ámbito internacional pasaba por el apoyo a la Entente, de la que, finalizado el conflicto, se podría obtener un reparto más beneficioso en el norte de Marruecos que incluyese Tánger, así como la devolución de Gibraltar y libertad de movimientos para intervenir en Portugal (cuya monarquía había sido derrocada en 1910). Claro que tampoco estorbaba a sus intereses personales el apoyo a los aliados pues, como la prensa germanófila se encargó de recordar, poseía importantes intereses accionariales en las minas de Marruecos y Asturias, cuya producción compraban ávidamente los aliados.

Romanones no estaba dispuesto a permitir que el mantenimiento o no de la neutralidad copase el debate político y pudiese convertirse en un arma en su contra en tanto que la situación internacional no obligase a la toma de una decisión. En consecuencia continuó proclamando su defensa de la neutralidad públicamente mientras que empleaba las más discretas vías de la diplomacia para transmitir el apoyo del nuevo ejecutivo a los aliados. En esta política el papel de los embajadores españoles en los países beligerantes resultó clave y así dejó al germanófilo Polo de Bernabé como embajador en Berlín, situando al neutral Merry del Val en Londres y, sobre todo, al aliadófilo Fernando León y Castillo en París. Debidamente aleccionados por el presidente del Gobierno, Del Val y León y Castillo iniciaron maniobras de acercamiento a los gobiernos británico y francés dejando ver la disposición española a apoyar activamente a las potencias de la Entente a cambio de Tánger y Gibraltar. Sin embargo, como recuerda Francisco Romero, «un abandono práctico e inmediato de la estricta neutralidad oficial era algo que Romanones, en un país dividido por las filias, no podía ofrecer» y los aliados, cuyo interés por la entrada de España en la guerra había descendido notablemente desde la adhesión de Italia a sus fuerzas (mayo de 1915), no parecían muy dispuestos a plantearse las exigencias españolas a cambio de una postura tan poco definida.

Los manejos diplomáticos de Romanones no pasaron inadvertidos para las potencias centrales. Obviamente, Alemania no deseaba la entrada española en el conflicto de parte de los aliados, pero tampoco de la suya, pues el país, entre otras cosas, estaba geográficamente rodeado por potencias aliadas y militarmente muy atrasado, lo que podía suponer un lastre más que una ayuda. En consecuencia su principal interés era el mantenimiento de una política de neutralidad estricta que no supusiese ningún tipo de benevolencia con los aliados. La postura de Romanones no podía estar más lejos de los deseos de los alemanes, que no dudaron en emplear los eficaces servicios de inteligencia de las potencias centrales para conjurar el peligro. Se trataba de perjudicar los intereses de los aliados y lograr la caída de Romanones, y los medios empleados para ello serían la agitación del debate público interno, la financiación de actividades social y económicamente desestabilizadoras y el perjuicio de los intereses españoles en Marruecos.

La crispación de la opinión pública en torno al debate entre aliadófilos y germanófilos fue una batalla que se dio en la prensa. Desde el comienzo de la contienda los respectivos aparatos de propaganda de ambos bandos habían desplegado su labor en España, pero fue a raíz del acceso de Romanones al gobierno cuando la actividad por parte de los alemanes se incrementó exponencialmente. La prensa española, como la sociedad, estaba dividida entre partidarios de las potencias centrales y de los aliados. Cabeceras tan destacadas como las de ABC, La Tribuna, La Nación, El Correo Español o La Acción eran abiertamente germanófilas, mientras que El Imparcial, La Época, El Diario Universal, El Liberal de Madrid o la revista España apoyaban a los aliados. Pero tras la división no sólo estaban las cuestiones de conciencia, sino también el dinero aportado por los distintos bandos para garantizar la presencia de altavoces de sus ideas. Y fue precisamente ese dinero lo que Alemania aumentó sustancialmente para financiar una campaña de desprestigio del presidente del Gobierno. En los periódicos germanófilos el conde se presentaba como un político corrupto que buscaba su propio beneficio económico a costa de la entrada del país en la guerra y, por tanto, del sufrimiento de miles de españoles, o como un megalómano que sin prestar atención a las tensiones internas del país prefería pensar en embarcarlo en una guerra.

La acción de la prensa proalemana era reforzada por las actividades organizadas con la ayuda de espías infiltrados en los grupos anarquistas y revolucionarios del país. Su presencia en ellos era empleada para la planificación y financiación de actividades subversivas (atentados, actos de sabotaje en fábricas…) que contribuían a incrementar la conflictividad social y el clima de desestabilización logrando, por una parte, desprestigiar las políticas gubernamentales y, por otra, obstaculizar la producción industrial destinada al apoyo de los aliados. Junto con ello, la financiación y entrega de armamento a los grupos de rebeldes autóctonos en Marruecos completaba el juego alemán. Allí su actividad resultaba especialmente rentable ya que la política de apoyo económico y logístico a los más importantes líderes rebeldes (Abd-el Malek y Railusi) servía para hostigar también a Francia y contribuir a las tensiones de esta con España pues los militares españoles destacados en África, fuertemente germanófilos, brindaban su apoyo cuando les resultaba posible a las tropas alemanas. En definitiva, como indica Romero Salvadó, «a finales de 1916, Alemania había implantado redes de espionaje en Bilbao, Barcelona, Valencia, Málaga, Huelva y las islas Canarias, además del poderoso grupo de presión dentro de la prensa y de sus actividades en las colonias de Marruecos, Guinea y, en menor medida, en el Sáhara Occidental».

Mientras la campaña anti-Romanones seguía con paso firme la ruta trazada por los servicios de inteligencia alemanes, el presidente del Gobierno se sentía cada vez más compelido a tomar partido de una forma u otra por los aliados. Una de las razones que más contribuyeron a exaltar los ánimos del conde y del bando aliadófilo fue la evolución de la política de guerra submarina alemana a lo largo de 1916 y comienzos de 1917. Asfixiada por el bloqueo marítimo británico, Alemania desarrollaría como respuesta a lo largo del conflicto una política de hundimiento indiscriminado de cualquier barco dirigido a las costas aliadas o sospechoso de portar ayuda para la Entente. La actuación de los submarinos alemanes generó sonadas protestas internacionales de países como Estados Unidos puesto que la campaña de hundimientos no respetaba las normas internacionales que regulaban este tipo de actos de guerra. Asimismo los gobiernos francés y británico se quejaron recurrentemente a España por la tolerancia de algunas autoridades con la presencia de submarinos alemanes en sus costas. Especialmente escandaloso resultó el abastecimiento realizado a algunos de estos submarinos en las costas de Valencia mediante el uso de barcos pertenecientes al contrabandista de tabaco Juan March. Estas quejas unidas a la campaña de hostigamiento alemana contra Romanones llevó al líder liberal a comunicar al gobierno alemán en agosto de 1916 la prohibición del uso por parte de sus submarinos de las aguas territoriales españolas. La medida suponía una clara muestra de apoyo del ejecutivo español a los aliados, muestra que se reforzaría a principios de septiembre con el envío de una nota a Alfonso XIII en la que el conde insistía en la conveniencia de adoptar una política de neutralidad benevolente con estos. La respuesta alemana no se hizo esperar y desde septiembre de 1916 se registró un fortísimo aumento de sus actividades de espionaje, sabotaje y, especialmente, ataques a barcos españoles mediante submarinos. Así, en sólo una semana fueron hundidos el Olazábal, el Luis Vives y el Mayo. Si España estaba pensando en entrar en la guerra, Alemania le iba a recordar el precio que podría pagar por ello.

La campaña alemana contra barcos españoles llevó el debate público entre aliadófilos y germanófilos a su punto más alto. Los primeros consideraban intolerable además de inhumana e incivilizada la guerra submarina practicada por Alemania y entendían que la ruptura de relaciones diplomáticas con el país era lo mínimo que exigía el honor nacional. Por su parte, los segundos justificaban los ataques alemanes como actos de guerra e incluso argumentaban que estos estaban finalmente motivados por el no mantenimiento de la neutralidad estricta y el trato favorable dispensado por el gobierno a los aliados. El país estaba más dividido que nunca y el enfrentamiento entre Romanones y los germanófilos era, en palabras del propio conde, «verdaderamente a muerte».

A principios de 1917 la situación se volvió por completo insostenible. El 9 de enero Alemania decidió eliminar toda restricción a su política de guerra submarina. Las quejas de Estados Unidos habían logrado durante un tiempo contener la agresividad de estas acciones, pero Alemania decidió retomar su línea de ataques indiscriminados. El gobierno español presentó una queja oficial ante aquella y Romanones supo que a la neutralidad española le quedaban los días contados. No sólo la crispación del debate entre germanófilos y aliadófilos o la campaña de hostigamiento alemana contra el presidente empujaban a este a tomar la decisión de la entrada de España en la guerra. También los cambios en la situación internacional favorecían el clima proaliado. A finales del mes de enero, y ante el anuncio alemán, Estados Unidos rompió sus relaciones diplomáticas con Alemania a la que acabó declarando la guerra a comienzos de abril. Entretanto había estallado la Revolución rusa y si bien la prensa germanófila la interpretaba como la respuesta de un pueblo agotado por la guerra, los periódicos aliadófilos la presentaban como el estallido en busca de libertad de un pueblo harto de soportar las consecuencias de un gobierno autoritario.

La gota que colmó el vaso se produjo el 6 de abril cuando un submarino alemán hundió otro barco español, el San Fulgencio. La prensa aliadófila clamaba por una respuesta contundente del gobierno y Romanones, que ya había ordenado a sus embajadores en París y Londres tantear el terreno de cara a la posible entrada de España en el conflicto, comunicó a los gobiernos aliados su decisión de entrar en la guerra si se garantizaban ciertas contrapartidas (Tánger y Gibraltar). Sin embargo Romanones se encontraba mucho más solo de lo que pensaba. La campaña alemana para desestabilizar su gobierno había sido enormemente efectiva, de modo que para entonces el crédito político del presidente se hallaba muy desgastado. Incluso en su propio partido la deriva política del conde había generado una fuerte división interna, y a esas alturas eran muy pocos quienes le apoyaban en su apuesta internacional. Tampoco contaba con el apoyo del ejército, tradicionalmente germanófilo, y para terminar de rematar la situación, tanto Francia como Gran Bretaña, tras valorar la oferta española, llegaron a la conclusión de que convenía más a sus intereses la neutralidad de España por las mismas razones que desde el comienzo del conflicto habían barajado para ello. El golpe final llegaría de manos de Alfonso XIII, quien temeroso de que la entrada de España en la guerra pudiese desencadenar un proceso similar al que se estaba viviendo en Rusia, decidió retirar su confianza a Romanones y encargar la formación de un nuevo gobierno al también liberal Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas. El conde había perdido la apuesta, pero las consecuencias de aquellos meses cruciales irían mucho más allá de su simple caída. Como recuerda Francisco Romero, «bajo su gobierno, España llegó a estar muy cerca de unirse a la Entente. Esto le había de costar la presidencia. Cuando salió de ella, Romanones dejó un país más polarizado que nunca por el debate sobre la neutralidad; su propio partido estaba dividido y roto, y el proletariado, la burguesía y el ejército esperaban ansiosamente el momento de asestar un golpe al turno dinástico». Y ese momento se produjo en el verano de 1917.

SALTAR POR LOS AIRES

La salida del gobierno de Romanones pareció conjurar el peligro de que España abandonase su neutralidad oficial. El debate sobre la política internacional había sido durante muchos meses el principal objeto de la prensa y la opinión pública por lo que el nuevo presidente, el marqués de Alhucemas, deseaba por encima de todo rebajar la tensión en relación al asunto. Se hacía necesario subrayar la voluntad española de mantenimiento de la neutralidad y aunque a juzgar por los multitudinarios mítines germanófilos y aliadófilos que tuvieron lugar a finales de mayo en la plaza de toros de Madrid parecía difícil, sería la propia situación interna del país quien barrería de golpe el protagonismo de la cuestión internacional.

El primer sobresalto llegó de manos del ejército. Desde la segunda mitad de 1916 el asociacionismo militar se había convertido en un problema incómodo para el poder civil. Las llamadas Juntas Militares de Defensa (que representaban a la oficialidad) habían surgido como respuesta a los importantes problemas que arrastraba el ejército español y que los sucesivos ejecutivos desde principios de siglo no habían sido capaces de abordar. El ejército carecía de medios para modernizarse, los salarios de sus miembros eran en muchos casos miserables, su macrocefalia era cada vez mayor y el ascenso en el escalafón frecuentemente obviaba la veteranía (sobre todo entre los miembros de la camarilla palaciega de Alfonso XIII y los africanistas). Imbuidas del espíritu regeneracionista de la época, las Juntas Militares trataron de dar respuesta a las demandas de los miembros del ejército y se convirtieron en un importante foco de crítica al sistema político en cuya falta de transparencia encontraban el origen de sus propios males. El gobierno de Romanones había intentado sin éxito abordar la reforma militar y, con el paso del tiempo, la existencia de las juntas empezó a percibirse como un potencial peligro para la estabilidad del gobierno civil. Ello unido al temor del rey a que pudiesen convertirse en un instrumento que quebrase el apoyo del ejército a la Corona en un caso similar al ruso, llevó a Romanones pocos días antes de que se produjese su caída del gobierno a ordenar su disolución. Sin embargo las juntas prosiguieron clandestinamente con su actividad y, en consecuencia, el ejecutivo de Alhucemas heredó el problema.

El 25 de mayo el nuevo gobierno decidió acabar con las juntas y ordenó su disolución en un plazo de veinticuatro horas. La insubordinación de los junteros fue la respuesta inmediata negándose a disolverlas y conminando mediante un escrito al gobierno a reconocer la existencia de las juntas aprobando sus estatutos, liberar a los oficiales detenidos y garantizar la ausencia de represalias. El manifiesto de las juntas daba para ello un plazo de doce horas so pena de insurrección militar. El poder civil había sido desafiado pero el temor a la insurrección y a la pérdida del apoyo del ejército por parte de la Corona precipitaron el fin del gobierno de Alhucemas. Sólo había durado cincuenta y tres días.

La división interna del Partido Liberal era para entonces de tal calibre que el rey no encontró otra salida que encargar la formación de un nuevo ejecutivo al conservador Dato quien se apresuró a acatar los dictámenes de las juntas. El regreso de Dato al poder parecía una broma de mal gusto. El líder conservador que había abandonado el gobierno a finales de 1915 ante la constatación de su soledad y de la incapacidad de su ejecutivo para resolver los terribles problemas de carestía, inflación y conflictividad social del país, regresaba a la presidencia por puro azar y lo primero que hacía era afirmar la subordinación del poder civil al militar. Lo único que parecía claro en aquel momento era que la subsistencia del sistema político de la Restauración había pasado a depender del ejército. El turno pacífico no podía dar más síntomas de agotamiento y sus cada vez más numerosos detractores (incluyendo muchos de los miembros de los partidos Conservador y Liberal) elevaron su voz para hacerlo público. El liderazgo en aquella aventura correspondió a Francesc Cambó, el diputado que encabezaba la Lliga Regionalista catalana.

A mediados de junio los diputados y senadores de la Lliga publicaron un manifiesto en el que instaban al país a abandonar el inmovilismo y emprender la reforma del sistema político para convertirlo en verdaderamente representativo. El 5 de julio Cambó convocó a todos los parlamentarios catalanes a una reunión en el Ayuntamiento de Barcelona en la que se acordó pedir al gobierno la autonomía de Cataluña dentro de un proyecto de reestructuración del sistema político y la Constitución. Ante la negativa del ejecutivo de Dato, el líder de la Lliga decidió implicar al resto de los parlamentarios españoles en su iniciativa. Así, convocó a todos a una reunión en Barcelona el 19 de julio en la que abordasen las cuestiones que no podían discutir en las Cortes (cerradas desde febrero). Ante el temor por el posible y esperable éxito de la convocatoria, el gobierno implantó la censura y suspendió las garantías constitucionales, de forma que en una ciudad tomada por la policía y el ejército, la Asamblea de Parlamentarios fue disuelta al poco de haberse iniciado. La asamblea congregó a sesenta y ocho parlamentarios y aunque el gobierno se esforzó por dejar claro que la iniciativa había quedado en nada, lo cierto es que el sistema político de la Restauración quedó herido de muerte. En palabras de Javier Moreno, «la Asamblea de Parlamentarios […] no consiguió que se afrontara la reforma constitucional con el fin de parlamentarizar el régimen, exigencia irrenunciable de los reformistas, pero sí dejó un hijo póstumo: el entierro del vilipendiado turno». La Asamblea de Parlamentarios había puesto de manifiesto la crisis de legitimidad del turno pacífico y del gobierno, y los hechos que acaecieron desde entonces no harían sino confirmarlo.

Los problemas de carestía e inflación que se habían visto agravados por la guerra habían generado el caldo de cultivo adecuado para la movilización social. Conscientes de ello, las organizaciones obreras trataban de organizar protestas generales con las que lograr poner al gobierno contra las cuerdas y fue también en el verano de 1917 cuando encontraron la ocasión propicia para hacerlo. La excusa vino de la mano de una protesta del sector ferroviario iniciada en Valencia el 19 de julio, es decir, en plena crisis por la Asamblea de Parlamentarios. Las medidas de represión adoptadas contra los ferroviarios sirvieron de detonante para que UGT y PSOE convocaran a todos los obreros del país a secundar una huelga general a partir del 13 de agosto. El paro fue un éxito en todas las zonas industriales pero el gobierno, al que el orden social cada vez se le escapaba más de las manos, declaró el estado de guerra y encomendó al ejército la represión de las protestas. La brutalidad de esta llegó al extremo de la utilización de ametralladoras contra los manifestantes. En pocos días la huelga, cuyos focos más resistentes se ubicaron en Cataluña y Asturias, fue aplastada por un ejército que, una vez más, se convertía en garante del sistema político.

El clamor social por el cambio de gobierno y la sustitución del turno pacífico se volvió ensordecedor y Cambó aprovechándose de ello convocó una nueva Asamblea de Parlamentarios para mediados de octubre en Madrid. La situación del gobierno hacía aguas por todas partes y el ejército, que a esas alturas era ya un agente político, decidió intervenir. El 23 de octubre las juntas dieron un ultimátum al rey para que pusiese fin al gobierno de Dato y llamase a la formación de un nuevo gobierno de concentración nacional que tomase las riendas de la situación. Pero la carrera hacia el fin de una época era ya incontrolable.

NEUTRALIDAD DE ALTO COSTE

Tras varios intentos frustrados de encontrar un gobierno que, sin quebrar la monarquía constitucional establecida, pudiese atraer el apoyo de las juntas y del sector más moderado de la asamblea, Alfonso XIII logró que a principios de noviembre de 1917 cristalizase un gobierno de coalición bajo la presidencia, nuevamente, del marqués de Alhucemas. El experimento duraría poco. Las revueltas por los problemas de carestía eran cada vez más frecuentes y las tensiones vinculadas al modelo de desarrollo del país hacían necesaria la toma de decisiones. Pero el nuevo ejecutivo sólo respondía a la necesidad de salvar la situación de vacío de poder, y pronto se vio que sus miembros no eran capaces de ponerse de acuerdo en un programa de actuación común. La situación llegó a su punto crítico cuando, de acuerdo con el proceder habitual en el régimen de la Restauración, el gobierno entrante convocó elecciones generales en febrero de 1918. Por primera vez desde 1875 el gobierno convocante no obtuvo el refrendo de una mayoría absoluta; la estabilidad que pretendía garantizar el sistema diseñado a finales del siglo XIX por Cánovas había desaparecido y el gabinete de Alhucemas sólo resistió otro mes en aquella situación. Una vez más se trató de evitar el hundimiento del régimen político con un gobierno de concentración nacional que, en esta ocasión, se formó en torno a Antonio Maura, rescatado del ostracismo político al que había sido condenado en 1909 como salvador de la nación.

La vida política del país saltaba por los aires mientras en Europa el final de la contienda empezaba a perfilarse en el horizonte. El gabinete presidido por Maura reunía a las figuras más destacadas de las diversas opciones políticas representadas en el Parlamento (Dato, Alhucemas, Cambó, Romanones…) por lo que todas las esperanzas se depositaron en su gestión. En la agenda del gobierno la situación internacional había pasado claramente a un segundo plano. Desde la crisis del verano de 1917 los problemas internos del país exigían toda la atención política, de modo que el mantenimiento de la neutralidad parecía más recomendable que nunca. Además, tras la huelga general la prensa germanófila había desarrollado una intensa campaña de culpabilización de los aliados al difundir noticias falsas de que eran estos los que habían financiado la movilización para amenazar al gobierno con la provocación de un revolución interna si continuaba en su postura neutral y, de ese modo, lograr la entrada de España de su lado en el conflicto. La estrategia tuvo éxito y la postura germanófila proneutral se vio reforzada además por el miedo a que los desórdenes públicos pudiesen degenerar en una situación similar a la rusa. En consecuencia, la política exterior del gobierno de concentración nacional presidido por Maura tuvo por único objetivo el mantenimiento de la neutralidad a cualquier precio.

España no podía permitirse añadir un frente más a los abiertos en su interior, por lo que si quería mantenerse neutral no le quedaba más remedio a su gobierno que ignorar las acciones hostiles de Alemania que tan irritantes habían resultado hasta entonces. La ayuda logística a los rebeldes del norte de Marruecos, las actividades de la red de espionaje germana en el país y los ataques a los barcos españoles por submarinos fueron asumidos con resignación por el gobierno. Incluso la denuncia pública a través de la prensa de sonados casos de espionaje fue ignorada o deliberadamente encubierta por el ejecutivo de Maura. Periódicos tan destacados como El Sol denunciaron desde sus páginas casos de espionaje en que quedaba claramente al descubierto la relación de algunos agentes alemanes con actividades subversivas de grupos anarquistas, o la colaboración de autoridades locales con los servicios de inteligencia alemanes que ofrecían información para facilitar el hundimiento de barcos a cambio de dinero. La única respuesta del gobierno consistió en una Ley de Espionaje presentada a comienzos de julio de 1918 y que en el fondo respondía más a la necesidad de censurar las críticas publicadas que a la intención de frenar las actividades de los agentes secretos. Como apunta Romero Salvadó, «ante la agresiva diplomacia alemana, los sucesivos gobiernos españoles de 1918 ofrecieron una triste imagen de complacencia, temor y sumisión, mirando constantemente hacia el otro lado y sin intención de hacer nada».

Sólo a finales del mes de agosto la postura del gobierno pareció tambalearse. El hundimiento de un mercante español, el Ramón de Larriñaga, el 13 de julio desafió el ejercicio de paciencia del ejecutivo de Maura. Desde la crisis del San Fulgencio hasta entonces los submarinos alemanes habían hundido casi cuarenta barcos españoles, por lo que el gobierno decidió enviar una protesta formal a Berlín. En ella se advertía de que si Alemania continuaba con su política indiscriminada de ataques submarinos, España capturaría parte de los barcos pertenecientes a las potencias centrales que se encontraban atracados en puertos españoles a consecuencia del bloqueo aliado. Alemania no sólo ignoró la queja española y continuó hundiendo barcos sino que además amenazó con declarar la guerra al país si este tomaba represalias contra sus intereses. El 30 de agosto la situación parecía a punto de desbordarse pues la mayoría de los ministros de Maura consideraban preciso proceder a la captura de barcos alemanes. Esta vez sería Alfonso XIII quien conjurase el peligro recordando al ejecutivo la voluntad de la Corona de mantener la estricta neutralidad dadas las consecuencias que en una situación como la que vivía el país podía suponer su entrada en el conflicto. Como es sabido, la paciencia del gobierno español no tuvo que resistir mucho más pues el 11 de noviembre de 1918 Alemania firmó el armisticio por el que se ponía fin a la Gran Guerra.

La presión por la situación exterior que había encendido el debate público y dividido a la sociedad española se desvanecía. Sin embargo los problemas estructurales del modelo social y político español que el conflicto había contribuido a agravar no iban a desaparecer en absoluto. El gobierno de concentración nacional presidido por Maura con el que se había intentado salvar un régimen político a todas luces superado por la realidad del país había comenzado a desintegrarse en los meses previos al armisticio pues, como recuerda Moreno Luzón, «sus miembros querían tomar posiciones de cara al nuevo universo que se avecinaba con el final de la guerra mundial». La discusión de una nueva ley de presupuestos abrió la puerta a las disputas internas que terminarían conduciendo a la dimisión en cascada de todos los ministros, y así dos días antes de la firma del armisticio se ponía punto y final a la aventura del gobierno de coalición. Maura, harto y consciente de la difícil situación, exclamó entonces: «¡A ver quién es ahora el guapo que se encarga del poder!».

La Primera Guerra Mundial agravó los problemas internos de España al acentuar la desigualdad de su proceso modernizador. Al igual que en el resto de Europa y pese a su neutralidad, la contienda contribuyó a abrir las puertas de una nueva época, la de la política de masas, y lo hizo de la mano de la creciente importancia de la opinión pública vinculada al debate en torno a la neutralidad, y de la politización de sectores cada vez mayores de población ante el endurecimiento de las condiciones de vida. Las tensiones introducidas en el sistema político de la Restauración como consecuencia de todo ello terminaron por dinamitar las bases del mismo, liquidando el turno pacífico y arrogando al ejército un papel en la estabilidad política del país que iba a tener graves consecuencias para el futuro. Es cierto que España no participó en la Gran Guerra y que gracias a ello su población evitó el horror y la barbarie que durante cuatro largos años asolaron al resto del continente, pero su neutralidad no pudo protegerla del proceso de cambio arrollador que en lo social y lo político desencadenó el conflicto. El mundo dejó de ser el mismo después de aquella guerra que, también para la historia de España, marcó el verdadero inicio del siglo XX.