A finales del año 1914 se planteaba a nivel mundial una situación por completo inesperada para los hombres y mujeres a quienes les tocó vivirla. Un conflicto regional entre una gran potencia (Austria-Hungría) y un pequeño país (Serbia) había provocado un conflicto general entre las grandes potencias europeas, una situación que no se planteaba en el viejo continente desde que hacía cien años habían terminado las guerras napoleónicas en las planicies cercanas a la localidad belga de Waterloo. Pero la diferencia era que ahora Europa se había abierto al mundo y el mundo a Europa, así que cuando el conflicto estalló, sus consecuencias comenzaron a experimentarse en todo el planeta. La situación era paradójica: la rivalidad política, la competencia económica y el malestar cultural a nivel internacional habían hecho que en los meses de ese verano se plantease un conflicto entre las dos potencias más atrasadas de Europa (Austria-Hungría y Rusia, protectora de Serbia) que por una mezcla de precipitación diplomática, inercia política y deseos reprimidos de luchar arrastraron a las más avanzadas (Alemania, Gran Bretaña y Francia). En los primeros meses de contienda los planes para su rápida resolución fracasaron, generándose una situación de empate entre los contendientes que dio al traste con la ilusión de todos de que la guerra sería una experiencia pasajera, excitante y victoriosa.
La guerra había encontrado ya algunos de los escenarios que no abandonaría con posterioridad: Francia y la región belga de Flandes (del canal de la Mancha a los Alpes), la frontera occidental del Imperio ruso (desde el Báltico a los Cárpatos) y Oriente Próximo. También habían hecho presencia algunas de las experiencias más deshumanizadoras que se repetirían y agravarían posteriormente, como la guerra altamente tecnificada y la violencia indiscriminada contra los civiles. Sólo serían los primeros pasos de un horror que ganaría en extensión y profundidad durante cuatro años y medio, y que marcaría un bautismo de sangre para el siglo XX, una centuria que la humanidad estrenaba con una espiral de muerte que resultaría tristemente premonitoria de lo que habría de venir después.
El atasco en el frente occidental y el resultado incierto en el oriental convencieron a las fuerzas aliadas de que tenían que buscar un punto débil del enemigo, una puerta trasera por la que tomarle por sorpresa y forzar un desbloqueo de la situación. A principios de 1915 el sector del gobierno británico agrupado en torno al Primer Lord de Almirantazgo (ministro de Marina), Winston Churchill, propuso un plan original en el que se combinarían fuerzas de marina e infantería para dar un golpe letal al enemigo.
ENERO DE 1915: ¿Y QUÉ HACEMOS AHORA?
La actividad en el mar hasta entonces no había sido muy intensa. Declarada la guerra y pese a que la flota alemana no tenía una dimensión suficiente como para plantear un ataque a gran escala, la actitud británica fue de prudencia. En septiembre tres cruceros británicos fueron hundidos en el Mar del Norte en la que constituyó la primera acción militar de los submarinos alemanes (un ámbito tecnológico en el que Alemania siempre llevó una ventaja abrumadora a los aliados). Reino Unido respondió a aquella acción declarando zona de guerra el Mar del Norte, a lo que los alemanes respondieron haciendo lo propio con las aguas que rodeaban las islas Británicas. Sin embargo, primó la contención y por el momento tanto alemanes como británicos decidieron dejar la flota de guerra amarrada a la espera de preparar un encuentro naval a gran escala. Las únicas escaramuzas fueron las efectuadas por el escuadrón alemán al mando del almirante Maximilian von Spee, que destruyó un destacamento británico en noviembre de 1914 frente a Coronel, en la costa de Chile, pero que fue abatido al mes siguiente en una batalla en aguas de las islas Malvinas. Lo que ahora proponía el ministro Churchill era emplear las fuerzas navales de otra forma. Con los turcos concentrados en su campaña del Cáucaso y en atender a la amenaza británica en Mesopotamia, la península de los Balcanes había quedado desatendida. Por ello era posible plantear un ataque en el corazón del imperio, en la zona de los Estrechos, que amenazase directamente la capital, Constantinopla. Además, la acción serviría para trasladar tropas que se podrían emplear en un auxilio posterior a Serbia y para abrir los Estrechos al estrangulado comercio ruso.
El objetivo previsto fue la península de Galípoli, en el estrecho de los Dardanelos. El plan original consistía en la penetración de una fuerza naval británica en el estrecho, pero las expectativas británicas pecaron de un optimismo desmedido. En palabras del historiador británico Niall Ferguson, «“Ninguna potencia humana podría resistir tal despliegue de fuerza y poder”, pensaba el comandante de la flotilla británica al aproximarse a los estrechos del Mar Negro; se equivocaba: los cañones y minas turcos lo hicieron con facilidad». Los turcos habían sembrado el angosto brazo de mar que discurre entre el mar Egeo y el de Mármara de minas, lo que produjo un rápido rechazo de los buques británicos cuando intentaron llevar adelante el plan en el mes de marzo de 1915. Entonces se optó por una operación anfibia en la que se desembarcasen tropas en la península para que creasen un frente desde el que avanzar hacia la capital. Se seleccionó para ello a un cuerpo de las nutridas tropas que habían llegado a Europa de los dominios (territorios autónomos) del Imperio británico, en este caso de australianos y neozelandeses (comúnmente conocidos como anzac, acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps). Para desesperación de los atacantes, los turcos se habían apostado en las partes altas de las rocosas crestas que salpicaban la zona, haciendo gala de gran arrojo y de talento para acorralar a los invasores en unas estrechas posiciones donde morían fácilmente víctimas del fuego enemigo. Galípoli fue un trauma colectivo para las fuerzas que quedaron allí apostadas, hasta el punto de que es considerado actualmente como un momento fundacional de la nación para Australia y Nueva Zelanda. Las fuerzas turcas demostraron una organización y habilidad superiores a la operación aliada, que exigía de una coordinación y madurez para la que los británicos no estaban preparados. Entre los primeros destacó el coronel Mustafá Kemal, jefe de la 19.ª División que guarnecía los Estrechos, que estaría llamado más tarde a jugar el papel de principal estadista de Turquía. Los anzac permanecieron allí hasta el mes de diciembre, cuando se dio finalmente por fracasada la operación y se ordenó la evacuación. Con 50 000 muertos que no habían servido para nada, Churchill tuvo que dimitir, lo que no le libraría de ser apodado «el carnicero de Galípoli».
Mientras que los aliados empezaban a sospechar que sus altaneras expectativas de una pronta ocupación de Constantinopla no se iban a materializar con facilidad, culminaron una operación diplomática en la que llevaban tiempo embarcados. El 26 de abril los gobiernos de la Entente firmaban con el italiano en Londres el tratado por el que Italia intervenía definitivamente en la guerra en contra de las potencias centrales, que habían sido sus aliados tradicionales en el seno de la Triple Alianza. Después de su negativa a decantarse durante la crisis de Sarajevo, el gobierno italiano había adoptado la postura de una neutralidad interesada, declarando públicamente que actuaría guiado por un «sacro egoísmo», o lo que es lo mismo, por una resolución definitiva después de sopesar qué postura se ajustaba más a los intereses de Italia. La negociación y el tratado fueron secretos y su publicación generó un agrio debate interno puesto que la mayoría de la población era favorable a la neutralidad, pese al ruidoso activismo de pequeños grupos ultranacionalistas que reclamaban la entrada en la guerra. Parece que en la elección final del ejecutivo de Roma pesó la garantía ofrecida por los aliados de entregar a Italia los territorios de habla italiana que permanecían bajo soberanía austríaca (el Bajo Tirol, la península de Istria y la costa dálmata). Eran los territorios que los italianos llamaban «irredentos» y su reclamación (el irredentismo) había sido uno de los temas recurrentes de la derecha nacionalista italiana desde los tiempos de la unificación. El 23 de mayo Italia declaraba la guerra, para la que contaba con un ejército mal equipado y mal preparado, con una oficialidad incompetente que se destacó durante la campaña por el trato inhumano que dispensaba a la tropa, lo que incidía negativamente en su ya de por sí baja motivación. Los aliados aprovecharon este nuevo apoyo para abrir otro frente en la frontera sudoccidental del Imperio austro-húngaro, con objeto de obligarle a desviar recursos y liberar así a Serbia de parte de la presión a la que se veía sometida. En junio comenzaron las operaciones militares (al mando del general Luigi Cadorna) en el Véneto, intentando los italianos penetrar en territorio austríaco. Pero los ataques fueron rechazados y surgió un nuevo frente estancado a lo largo del recorrido del río Isonzo, en cuyas riveras se pasarían los dos años siguientes luchando infructuosamente con los austríacos.
Sin embargo no sería este el único éxito de las potencias centrales durante ese año. La victoria de Hindenburg y Ludendorff en el frente oriental les permitió imponer a comienzos de 1915 el plan de continuar con la ofensiva contra Rusia, frente a la opinión del jefe del Estado Mayor General (Grosser Generalstab), Von Falkenhayn, que insistía en renovar la presión en el frente occidental para desbloquear la situación. La debilidad de Austria y la aparición del nuevo frente italiano fueron razones adicionales para optar por fortalecer la victoria en Europa oriental como paso previo a reintentar un ataque sobre Francia. Se comenzó por una nueva ofensiva en Galitzia, en la región de Gorlice-Tarnow, en la que los alemanes ensayaron tácticas y armamentos nuevos antes de aplicarlos ante los mejor equipados ejércitos aliados del frente occidental. Si durante el invierno ya se había probado contra los rusos el uso de gas venenoso, ahora se experimentó el avance de infantería combinado con un bombardeo masivo previo (las célebres «cortinas de fuego», que se revelarían de un éxito arrasador y serían perfeccionadas a lo largo de la guerra). La retirada del maltrecho ejército ruso, en el que muchos soldados ni siquiera contaban con un fusil para entrar en combate, degeneró en desbandada y durante el mes de agosto Falkenhayn autorizó una campaña sobre la Polonia rusa dirigida por Ludendorff. El éxito fue tal que las fuerzas alemanas ocuparon un amplio territorio ruso, sobre el que fueron desarrollando una administración permanente conocida como Oberost, llegando en septiembre hasta Brest-Litovsk e incluso a Vilna, actual capital de Lituania. El desastre ruso fue de tal magnitud que el zar Nicolás II decidió dar un golpe de timón, depuso al jefe del Estado Mayor ruso, su tío el gran duque Nicolás, para asumir personalmente el mando del ejército en el frente.
Para entonces la península Balcánica iba a reclamar de nuevo la atención de los aliados. La principal perjudicada de la Segunda Guerra de los Balcanes y principal enemiga de Serbia, Bulgaria, firmó un tratado de amistad con Alemania y declaró en octubre la guerra a los aliados (incluida su tradicional enemiga). La situación de Serbia era tan desesperada que pidió ayuda militar a los aliados que, desgraciadamente, no tenían por donde hacérsela llegar. Para solventarlo recurrieron entonces al presidente griego, Elefterios Venizelos, que era partidario de la intervención de su país a favor de la Entente en contra de la mayoría de la opinión pública, favorable a la neutralidad. El rey Constantino I de Grecia por su parte había hecho gala de que su simpatía se decantaba por las potencias centrales. Venizelos prometió ayuda militar y autorizó por su cuenta el desembarco de una fuerza aliada en Salónica, pero cuando el rey se enteró exigió la dimisión de Venizelos, que acorralado no tuvo más remedio que concedérsela. Para entonces el ejército aliado estaba ya desembarcando y el presidente, en una reacción inesperada, se trasladó a Salónica y formó su propio ejecutivo, que fue inmediatamente reconocido por las potencias aliadas. La situación desembocó en que la fuerza aliada quedó aislada en Salónica sin que pudiesen atravesar territorio griego para auxiliar a Serbia. Para entonces una campaña combinada entre las potencias centrales y Bulgaria había invadido aquel país, expulsando a lo que quedaba de su ejército hacia el sur. Bulgaria fue premiada y por fin vio reconocida su soberanía sobre Macedonia. El resultado a finales de 1915 era que toda la península de los Balcanes a excepción de Grecia y Rumanía, que seguían neutrales, estaba en poder de las potencias centrales y sus aliados. Mientras, las tropas de Salónica se quedarían todavía muchos meses atrapadas en su reducto griego sin poder participar en la guerra. La táctica de abrir un nuevo e inesperado «frente trasero» por parte de los aliados para forzar un desempate bélico general a su favor había fracasado definitivamente.
UNA PUNZANTE SANGRÍA
En el frente occidental la actividad continuó a lo largo de 1915, pero no fue a base de ofensivas y contraofensivas como había sucedido en los primeros meses de contienda. Mientras los aliados se esforzaban por atacar en los Balcanes y las potencias centrales por doblegar a Rusia, ambos bandos blindaron la larga línea que discurría entre el canal de la Mancha y los Alpes improvisando y perfeccionando una serie de defensas como no se habían visto hasta entonces. A esas alturas todos eran conscientes de que la guerra que estaban librando no era una guerra tradicional. Se mejoraron los complejos y kilométricos sistemas de trincheras que se habían levantado improvisadamente, se excavaron refugios, se instalaron campos de alambradas y nidos de ametralladoras fijas. En un nuevo ataque alemán en abril en Ypres emplearon por primera vez el gas tóxico que ya habían ensayado con fortuna en el frente oriental. El efecto propagandístico fue inmenso, el pánico cundió entre los soldados y la opinión pública se estremeció ante ese nuevo tipo de guerra inmaterial pero enormemente dañina. Militarmente los ejércitos aliados lograron ir improvisando soluciones que fueron neutralizando en buena medida sus efectos y rápidamente incorporaron el nuevo tipo de arma a sus propios arsenales. En la campaña que lanzaron contra los alemanes en otoño se habían provisto ya de gas con el que contraatacar, aunque los pobres resultados obligaron al comandante en jefe francés Joffre a convocar una reunión del mando interaliado en Chantilly. El objetivo no era otro que el de preparar una nueva campaña coordinada para 1916, reemplazando entonces el gobierno británico al comandante de sus fuerzas, French, por el mariscal Douglas Haig.
Pero al año siguiente los alemanes se adelantaron. Los vencedores en el frente oriental, los generales Hindenburg y Ludendorff —a quienes los ingleses se referían con la cifra HL—, cada vez con más poder dentro del ejército, habían exigido con el apoyo del canciller la cabeza del jefe del Estado Mayor, pero se encontraron con la resistencia del káiser, que todavía confiaba en él. Entonces Von Falkenhayn, consciente de que su puesto pendía de un hilo, proyectó una nueva estrategia ofensiva. Un despliegue envolvente como el que se había intentado en 1914 ya no era posible, por lo que ideó una serie de ataques combinados que golpeasen de forma concentrada en puntos estratégicos del frente. El objetivo final de esta campaña no era tanto obtener una victoria definitiva sobre el ejército enemigo, sino erosionar su capacidad de tal manera que se viese obligado a pedir negociaciones para la paz. Era la formulación de la «guerra de desgaste» que concebía la victoria no ya como el resultado de la eliminación de la fuerza enemiga sino como fruto de su agotamiento interno. «Alemania desangrará a Francia hasta la muerte, escogiendo un punto de ataque en el que los franceses se verán obligados a meter cada hombre que tengan», explicaba con frialdad el general Von Falkenhayn. Sólo hacía falta un punto en el que aplicar la teoría, y Von Falkenhayn pronto se fijó en uno que le serviría a la perfección: la fortaleza de Verdún.
Verdún era una importante plaza sobre el río Mosa, una de las más fuertes de toda la frontera oriental francesa aunque, por estar alejada del escenario principal de operaciones y por haberse demostrado en Lieja que este tipo de fortificaciones no eran operativas ante la nueva capacidad ofensiva alemana, había sido desatendida por el alto mando francés desde el comienzo de la guerra. Por esto, por hallarse cerca de una de las principales líneas de ferrocarril alemanas próximas al frente y por el especial significado simbólico que tenía para los franceses (era la única fortaleza que había resistido la embestida enemiga durante la guerra franco-prusiana) fue la elegida como objetivo: «el yunque sobre el que la población de Francia va a ser martilleada a muerte», en palabras de Winston Churchill. Tras unos preparativos llevados en el más estricto secreto, el ataque comenzó el 21 de febrero de 1916 y el despliegue ofensivo fue aniquilador. Tras un bombardeo masivo con dos millones de obuses en el primer día, la infantería comenzó la lucha en la que hizo su aparición otra de las mortíferas innovaciones que caracterizaron a esta guerra: el lanzallamas. Varios de los fuertes de la plaza fueron cayendo en poder de las fuerzas alemanas pero Joffre, pese a lo descabellado de intentar reconquistar lo que estaba prácticamente perdido, encomendó la misión a uno de sus mejores hombres, el general Philippe Pétain, jefe del II Ejército. Su labor al frente de la maltrecha fuerza francesa fue extraordinaria, mediante un sistema de rotación de tropas que hizo pasar por Verdún a la mayor parte del ejército francés, pero que garantizaba a los soldados salir a plazo fijo de aquel infierno, logró levantar la moral y que sus tropas llevasen a la práctica la consigna de no ceder ni un solo metro de terreno. Consiguió compensar el sensacional despliegue logístico alemán en unas condiciones más que precarias. Para el abastecimiento de material y tropas los franceses sólo contaban con una carretera amenazada por el enemigo (que recibió el nombre de La Voie Sacrée, «la vía sacra») y de un ferrocarril de vía única (que a diario retiraba cadáveres y heridos tras traer provisiones o refuerzos), por lo que fue necesario defender la comunicación y organizar el tráfico al milímetro para no abocar a los defensores de Verdún al desastre. El mando alemán no daba crédito a lo que estaba sucediendo, los franceses estaban volviendo en su contra el golpe que tenía que haberlos desangrado. En julio Von Falkenhayn daba el ataque por perdido (aunque los franceses tardarían todavía unos meses en reconquistar del todo la plaza) y con ello firmaba su propia sentencia: en agosto fue relevado como jefe del Estado Mayor, siendo sustituido por Hindenburg que acudía a la llamada asistido por quien era ya su álter ego, Ludendorff.
Con los franceses concentrados en la defensa de Verdún, el ataque que se había acordado en la reunión de Chantilly tuvo que ser asumido por los británicos. Se había proyectado en un área del curso del río Somme cerca de Amiens y lo prepararon detalladamente con la intención de aumentar su efectividad aplicando algunas de las novedades aparecidas durante la guerra. Tras un bombardeo de una semana sobre las posiciones que los alemanes llevaban ocupando desde 1914, el mando británico ordenó el avance el 1 de julio de 1916. Lo hizo confiado en que la destrucción sembrada por la artillería habría diezmado a los alemanes y permitiría a sus hombres avanzar y fortificar posiciones con facilidad. Pero los alemanes no sólo habían resistido el bombardeo, sino que conservaban su capacidad defensiva intacta. De las trincheras emergieron las ametralladoras que sembraron de muerte el campo durante días y los proyectos de victoria británicos basados en una sofisticada coordinación de infantería y artillería se desvanecieron. Solamente en el asalto del primer día los ingleses sufrieron 20 000 muertos y 35 000 heridos. La imagen de legiones de zombis avanzando por el paisaje lunar que había creado la artillería plagado de cadáveres se alargaría durante cuatro meses. En las últimas semanas hicieron su aparición los primeros carros blindados británicos, ideados como un medio para romper el empate mortal en que había degenerado la ofensiva, aunque todavía no desempeñaron un papel destacable. La carnicería sólo consiguió aliviar un poco la presión sobre Verdún al verse obligados los alemanes a enviar parte de sus fuerzas al Somme. Estas dos batallas quedarían así ligadas para siempre a las memorias colectivas de Francia y Gran Bretaña respectivamente. Tuvieron un papel similar al que adquirió Galípoli para Australia y Nueva Zelanda, el de ara sacrificial de una generación que dio su vida por su país en una guerra completamente deshumanizada. En Francia la conmoción en la opinión pública por la heroica inmolación de Verdún decidió al gobierno a cambiar a Joffre (a quien se achacaba en parte la desgracia) por el general Robert Nivelle. Sólo sería una más de las cabezas de militares que rodarían por las desastrosas pérdidas humanas de la guerra —770.00 bajas entre los dos bandos en Verdún, el doble en el Somme—, difícilmente digeribles por la opinión pública que sostenía en la retaguardia el esfuerzo de guerra.
Mientras los alemanes lanzaban su órdago sobre Verdún, el ejército ruso se aprestó a cumplir su parte de lo acordado en Chantilly lanzando una ofensiva en el frente oriental que sirviese por un lado para responder a la agresión de Hindenburg el año anterior y por otra para aliviar la presión insoportable que estaban padeciendo sus aliados. Los alemanes calculaban que los rusos todavía podían perder cientos de kilómetros de terreno antes de ponerles en una situación apurada y precisamente por ello Von Falkenhayn había preferido volver su atención sobre Francia. Ahora los rusos golpeaban en el norte contra el avance alemán, donde cosecharon un escaso éxito, pero en verano protagonizarían su gran contribución a la causa de los aliados durante toda la guerra. Pese a que la escasez de material y la mala preparación eran endémicas en las tropas rusas, el brillante general Alexéi Brusílov preparó una ofensiva contra Austria-Hungría basada en engañar al enemigo en cuanto a posiciones y velocidad de sus tropas. Los austríacos, confiados en la fortaleza de las defensas que habían levantado, se habían relajado, por lo que cuando el 4 de junio comenzó el ataque el resultado fue fulminante. Los rusos no sólo rompieron las líneas defensivas del enemigo, sino que penetraron profundamente en su territorio. El jefe del Estado Mayor austríaco había estado centrado desde la primavera en una campaña que había lanzado contra Italia a través de los Alpes como forma de desbloquear la situación en el Isonzo, pero la penetración rusa le obligó a desistir de su empresa y enviar todas las tropas disponibles a la frontera oriental. Ante el fracaso de sus esfuerzos, no tuvo más remedio que pedir auxilio otra vez a Berlín. Allí, según Lozano, «Falkenhayn le dio tal reprimenda que Conrad le diría a sus oficiales que prefería “diez bofetadas” antes que volver a solicitar ayuda a los alemanes».
ALGUNAS INERCIAS QUE SE IMPONEN…
No sería la última vez que los austríacos recurrirían a sus vecinos del norte. La situación era evidente para todos por mucho que le pesase a algunos de sus protagonistas: Alemania dependía de Austria-Hungría porque necesitaba un aliado, pero esta necesitaba a aquella cada vez más por su debilidad militar. A medida que la duración y complejidad de la guerra avanzaban, el lastre que tenía que soportar Alemania era mayor. El envío de divisiones alemanas y la cortedad de miras del alto mando ruso, que no proporcionó refuerzos a Brusílov para que continuase con su ofensiva, hizo que en octubre esta comenzase a perder fuelle y terreno. Aunque sin duda logró su objetivo de aliviar la presión alemana en el frente occidental, podría haber sido uno de los golpes que hubiese marcado un viraje en el desarrollo de la contienda. En esta ocasión el imperio de los Habsburgo había salvado el tipo, pero en noviembre recibió otro golpe. Este no lo había asestado ningún enemigo y sin embargo muchos dudaban de que aquel vetusto imperio fuese capaz de superarlo. El día 21 moría en Viena el anciano emperador Francisco José I. Más allá de la pérdida de quien había sido durante sesenta y ocho años la cabeza del Estado políticamente más complejo de Europa, se fue con él el elemento de estabilidad política más fuerte de ese volátil conglomerado. Más que un hombre, era una institución viviente la que se extinguía. Su sucesor fue su joven sobrino nieto, el emperador Carlos I, inexperto y prácticamente desconocido para la población. Sus primeras medidas fueron destituir a Conrad y ordenar que se comenzasen negociaciones secretas con Francia en busca de una paz por separado. Pronto descubrió que si su imperio era un lastre militar para Alemania, esta constituía un lastre diplomático demasiado pesado como para buscar por cuenta propia la paz con los aliados. El futuro de los dos imperios centroeuropeos estaba mucho más ligado de lo que habían pensado sus dirigentes al firmar y renovar la Triple Alianza hacía ya tantos años.
Los planes de defección del imperio de los Habsburgo no constituyeron el único cambio que vivió la situación en Europa oriental a lo largo de 1916. El ímpetu que había adquirido la ofensiva rusa animó a un nuevo país a dar un paso al frente en favor de la Entente. Rumanía abandonó su neutralidad en el mes de agosto al firmar un tratado con los aliados por el que estos le prometían la entrega de Transilvania, de mayoría rumana pero bajo soberanía austro-húngara, a cambio de su apoyo. Poco después declaró la guerra a las potencias centrales. Así los aliados lograron romper la tradicional alianza de Bucarest con Viena y acariciaban una vez más la posibilidad de abrir un frente en los Balcanes que obligase a los alemanes a dispersar un poco más sus formidables efectivos militares. Pero como en las ocasiones anteriores el espejismo duró poco. Con un ejército anticuado y poco preparado para el tipo de guerra que se estaba librando, los rumanos cometieron la imprudencia de atacar Transilvania. Las potencias centrales lo habían previsto y habían preparado dos ejércitos para repelerles bajo las órdenes de Falkenhayn, que tras su descalabro de Verdún no volvió a fallar. Los agresores fueron pronto rechazados y las tropas austrogermanas continuaron su marcha penetrando en territorio rumano. Su ejército se vino abajo y en diciembre las potencias centrales tomaban Bucarest, culminando la conquista del país poco después. Los alemanes procederían desde ese momento a aprovechar las reservas de grano y petróleo de Rumanía para paliar las carencias en el frente y la retaguardia. Al acabar 1916 Grecia era el único país de la península Balcánica que escapaba al control de Berlín y Viena. Junto con el desinfle de la ofensiva Brusílov, todo parecía indicar que en Europa oriental las potencias centrales estaban ganando la guerra de forma abrumadora.
Sin embargo en otros frentes las cosas no estaban tan claras. Para empezar, Alemania no había logrado anular la superioridad británica en el mar. El lema de la armada había seguido siendo la cautela, mantenida a ultranza por su almirante John Jellicoe, lo que dejaba a Alemania en la situación de tener que buscar un enfrentamiento si deseaba romper la superioridad británica. Salvo el bombardeo de algunas localidades costeras británicas desde barcos alemanes en diciembre de 1914 y la escaramuza naval del Dogger Bank (en el Mar del Norte) en enero de 1915, la situación no cambió. O por lo menos en la superficie. Para estrechar el cerco sobre Alemania, el Reino Unido había decretado en mayo el bloqueo comercial marítimo, por lo que procedió a detener barcos mercantes y requisar todas las mercancías destinadas al Imperio alemán. Esto provocó la airada reacción de Estados Unidos, que vio muy perjudicados sus intereses económicos. Pero poco después, el 6 de mayo, un submarino alemán hundió el lujoso transatlántico Lusitania, que había partido de Nueva York unos días antes. El barco llevaba entre su cargamento municiones, causa oficial del ataque, pero también ciento veintiocho civiles norteamericanos que perecieron en el ataque. Pese a que los servicios diplomáticos alemanes en Estados Unidos habían advertido del riesgo que podrían correr los pasajeros que embarcasen, el clamor de la prensa estadounidense fue estruendoso, hasta el punto de convertirse en el inicio de una gran campaña contra Alemania. El resultado de la estrategia fue, en palabras del historiador Michael Howard, que «en la batalla por la opinión pública norteamericana, Alemania estaba en franca desventaja: mientras que el bloqueo británico sólo le costaba dinero a los norteamericanos, el alemán les costaba vidas». Un incidente similar con el barco de pasajeros Arabic en agosto hizo que la protesta diplomática de Estados Unidos llegase a niveles insoportables. Alemania ordenó a los comandantes de la flota submarina que en adelante se atuviesen a la legalidad sobre «guerra de cruceros», que imponía al buque atacante presentarse ante el sospechoso, identificarse, detenerlo, registrarlo en busca del material prohibido y poner a salvo a la tripulación y pasaje antes de hundirlo. Esta normativa era a todas luces inaplicable en el caso de los submarinos, por lo que su actividad disminuyó drásticamente en los siguientes meses.
Los militares de Alemania se impacientaban, puesto que deseaban que la Flota de Alta Mar alemana entrase en combate para minar a los enemigos en un nuevo terreno, y la población se preguntaba para qué servían los barcos que con tanto orgullo se habían construido los años anteriores y que habían sido uno de los motivos de la entrada en el conflicto. Por fin, en enero de 1916, el nuevo comandante de la Flota de Alta Mar, el almirante Reinhard Scheer, convenció a todo el alto mando de que había llegado la hora de una gran batalla naval. La estrategia que elaboró consistía en lanzar un señuelo a una escuadra británica para que se acercase a aguas alemanas y que allí una flota combinada de superficie y submarinos la destruyese e impidiese su rescate por refuerzos. Pero los británicos ya habían descifrado los códigos de las comunicaciones alemanas y descubrieron que se preparaba una acción, por lo que desbarataron el plan y plantearon un encuentro naval convencional, que tuvo lugar los días 31 de mayo y 1 de junio frente a la costa occidental danesa. La batalla de Jutlandia (como fue bautizada) tuvo un resultado incierto. Las pérdidas británicas fueron mayores, pero los alemanes se vieron obligados a regresar a puerto y no lograron romper el control británico del Mar del Norte. El resultado de este fracaso estratégico fue inmediatamente que Alemania se replantease su política sobre la guerra submarina y que prestase atención a otro de los frentes donde la actividad crecía rápidamente, el Imperio otomano.
… Y OTRAS QUE COMIENZAN A CAMBIAR
Pese a su cercanía a Europa, Galípoli fue sólo uno más de los episodios de la guerra que ya se estaba librando en el Imperio otomano. El plan de guerra ideado por el líder turco Enver Pachá pasaba, como los de todos los contendientes, por una guerra corta en la que los objetivos hiciesen el mayor daño posible a los aliados de modo que, de forma coordinada con el resto de los frentes, se les obligase a negociar una paz ventajosa. De cara a su población logró un apoyo inmediato al decretar la abolición de los privilegios económicos que tenían los países occidentales en el imperio (concesiones comerciales y privilegios jurídicos), para disgusto de Alemania. Trató de compensar a Berlín accediendo a que el sultán (que tenía la consideración de califa en el mundo islámico) proclamase una yihad (guerra santa) contra los aliados, lo que suponía Alemania que tendría un efecto devastador en las zonas de amplia presencia musulmana tanto británicas (Egipto, India) como rusas (territorios de Asia central). Se equivocaron. El llamamiento fue ampliamente ignorado pese a los esfuerzos de turcos y alemanes por difundirlo por todo el mundo musulmán. El plan alemán de desestabilizar el norte de la India Británica y el sur del Imperio ruso enviando una embajada informal al emir de Afganistán para entregarle el edicto de guerra santa y conseguir su apoyo militar no tuvo éxito. La embajada que partió de Constantinopla, parece que bajo la apariencia de circo ambulante, logró atravesar la zona bélica del este de Anatolia así como el Imperio persa llegando a la corte afgana. Pero para perplejidad de los embajadores del káiser, el emir se divirtió fabricando un dardo de papel con el documento que le entregaban para a continuación lanzarlo al vuelo.
En la primavera de 1915, mientras los británicos desplegaban su operación anfibia en Galípoli, los rusos contraatacaban en el Cáucaso emprendiendo además una política de desestabilización interna para dañar la resistencia turca. La cristiana Armenia se encontraba dividida entre el Imperio ruso y el otomano, y los rusos jugaron la baza de la solidaridad religiosa para levantar a los armenios súbditos del sultán. Había cuatro brigadas armenias alistadas en el ejército ruso y el patriarca ortodoxo de la Armenia rusa hizo una llamada al levantamiento. Todavía se discute si esta iniciativa tuvo o no éxito, pero lo que siguió fue uno de los episodios más negros de la guerra. En palabras de Niall Ferguson, «la criminal campaña lanzada contra los armenios entre 1915 y 1918 fue, sin embargo, cualitativamente distinta [a las anteriores], hasta el punto de que actualmente existe la opinión generalizada de que se trató del primer genocidio merecedor de tal nombre» (de hecho, la palabra «genocidio» sería inventada para el caso armenio por el jurista judío polaco Rafael Lemkin). El gobierno turco identificó a partir de entonces a los armenios con una «quinta columna» rusa en el interior, por lo que comenzó campañas sistemáticas de saqueos, asesinatos, violaciones y deportaciones en un río de sangre que tardaría mucho en secarse, pese a las protestas e informes detallados de parte del cuerpo diplomático (especialmente del embajador de Estados Unidos, Henry Morgenthau) y de varios misioneros occidentales.
Al tiempo que esto sucedía, se habían ido haciendo preparativos en levante para realizar un ataque contra el canal de Suez con la constante ayuda y supervisión de Alemania. Los trabajos corrieron a cargo del nuevo comandante en jefe del ejército turco en Oriente Próximo, Jamal Bajá, y del jefe del Estado Mayor otomano, el coronel alemán Friedrich von Schellendorf. La campaña se lanzó finalmente en julio de 1916 y no logró romper las defensas de Reino Unido, que para entonces estaba ya orquestando otra estrategia para desestabilizar a los turcos. Ahora el interés se había posado en el Hiyaz, la región occidental de la península Arábiga articulada en torno a las ciudades santas de La Meca y Medina. El líder de los clanes árabes que allí habitaban, el jerife (descendiente de Mahoma) Husein de La Meca, había guardado buenas relaciones con el sultán Abdul Hamid, pero el advenimiento de los Jóvenes Turcos y su intención declarada de controlar directamente los lugares sagrados del islam le soliviantaron. Envió entonces a su primogénito Abdalá a pedir ayuda a los británicos en Egipto para organizar un levantamiento árabe, negándose estos. Poco después, ya durante la guerra, fueron los británicos los que le propusieron una alianza. El alto comisionado británico de Egipto, Henry McMahon, le prometió a finales de 1915 y comienzos de 1916 una independencia de Oriente Próximo bajo el gobierno de su familia, los hachemíes.
Con esta expectativa y el apoyo organizativo de los británicos, que enviaron al capitán Thomas E. Lawrence (el célebre «Lawrence de Arabia»), los árabes comenzaron una guerra de guerrillas contra los turcos que les ocuparía durante dos años con el anhelo de obtener su independencia. Según el historiador israelí Ilan Pappé, «en sus cartas [a McMahon], Husein hacía constar que quería un gran reino que debía extenderse sobre todas las provincias árabes del Imperio otomano para sí y para sus cuatro hijos, y posiblemente para los representantes del movimiento nacional árabe embrionario. En principio, los británicos aceptaron, aunque advirtieron a Husein de que en determinadas áreas, que definían vagamente, deberían tener en cuenta otros intereses, como los de los franceses y los de las minorías no árabes. Estas consideraciones se convirtieron en los principales criterios del Acuerdo Sykes-Picot». Este acuerdo fue el adoptado en una reunión por los ministros de Asuntos Exteriores de Reino Unido (Mark Sykes) y Francia (Georges Picot), en mayo de 1916. En él se establecía el reparto de los territorios turcos de Oriente Próximo sin tener en cuenta los compromisos a los que había llegado Gran Bretaña con los hachemíes. Las potencias aliadas ya habían puesto sus ojos en el Imperio otomano como botín de guerra y, si llegaba la victoria, querían tenerlo todo repartido. Los británicos se reservaban el control de Mesopotamia (con sus grandes reservas petroleras) y la desértica zona entre esta y Palestina. Los franceses se decantaron por las fértiles y culturalmente ricas Líbano y Siria. Las dos potencias ambicionaban Palestina, por lo que se acordó que quedase como zona internacional bajo su control conjunto. Para los británicos se trataba de un acuerdo esencial, ya que la campaña que habían lanzado sobre Mesopotamia había fracasado al haber sido su ejército derrotado en Kut-el-Amara por los turcos el mes anterior.
Las iniciativas que se sucedían en el territorio del Imperio otomano indicaban que los intereses e implicaciones de la guerra iban aún mucho más allá de Europa y que los aliados seguían convencidos de que allí podrían lograr un debilitamiento de las potencias centrales que desequilibrase sustancialmente la balanza inmóvil en que se había transformado la guerra. Pero desde otro lugar del planeta iban llegando noticias de cambios que cobrarían también una importancia decisiva. En noviembre de 1916 fue reelegido para su segundo mandato como presidente de Estados Unidos el demócrata Woodrow Wilson, que desde el estallido de la guerra había mantenido la neutralidad de su país y que se había presentado a la reelección como campeón de la paz con el eslogan «mantengámonos fuera», frente al republicano C. E. Hughes, partidario de la intervención. Pero a medida que pasaban los años era cada vez más difícil mantenerse al margen de un conflicto que afectaba demasiado a Estados Unidos. Pese a que los germano-americanos han constituido siempre la primera minoría europea de Estados Unidos (actualmente son el 17 por ciento de la población), las potencias centrales no despertaban la simpatía de los estadounidenses a causa de sus desmanes en Bélgica y de la guerra submarina, y Gran Bretaña, a pesar de los lazos culturales comunes, tampoco era muy popular por su condición de antigua metrópoli y el gran peso de la inmigración irlandesa (sobre todo después de que un nuevo levantamiento nacionalista en Dublín durante la Pascua de 1916 hubiese sido brutalmente reprimido por las autoridades de Londres). En cuanto a la Rusia zarista era el demonio para las comunidades polaca y judía, y en general detestada por todos los norteamericanos progresistas. A todo ello había que sumar que Estados Unidos había sido la fuente de los créditos que desde el inicio de la contienda habían necesitado los aliados para adaptarse a las exigencias de una guerra larga, por lo que cada vez era más evidente que una derrota aliada sería muy perjudicial para aquel país. En cuanto ocupó de nuevo el Despacho Oval, Wilson intentó encontrar una salida negociada al conflicto (ya en 1915 había enviado a Europa al coronel House para que tantease las posibilidades de un acuerdo). Esta vez la iniciativa fue una invitación a los beligerantes para que le expusiesen sus condiciones para aceptar una salida pacífica. Aunque tanto los aliados como las potencias centrales respondieron al llamamiento (porque en sus respectivas poblaciones comenzaban a hacerse patentes el cansancio y las presiones para buscar la paz), las exigencias expuestas fueron absolutamente incompatibles. A Wilson apenas le darían tiempo para digerir este nuevo fracaso como heraldo de una solución negociada. En el tablero de la guerra las fichas seguían moviéndose por varios sitios al tiempo y como las siguientes semanas le demostraron, todavía quedaba partida por jugar.
1917, UN AÑO PARA EL ESTUPOR
El 16 de enero de 1917 los británicos interceptaron una comunicación alemana que pudieron descifrar sin dificultad. Cuando leyeron la información del telegrama no daban crédito a lo que veían sus ojos. Arthur Zimmermann, ministro de Asuntos Exteriores del Imperio alemán, ordenaba al embajador en México, Heinrich von Eckart, que comenzase un acercamiento al gobierno mexicano con el fin de atraerle a una alianza militar. El objetivo: si Estados Unidos entraba finalmente en guerra con las potencias centrales, México debía declarar la guerra a su vecino del norte. Alemania prestaría la ayuda militar necesaria y en caso de victoria se devolverían a México los amplísimos territorios que se había visto obligado a ceder en el siglo anterior a Washington. Por el momento los británicos no comunicaron su contenido. Sabían que el alto mando alemán preparaba cambios en su estrategia global y se lo reservaron mientras quedaban a la expectativa. Efectivamente, el daño que estaba ocasionando el bloqueo británico a la población alemana era ya insoportable. Las presiones para lograr un cambio a corto plazo de la situación eran cada vez mayores. En un giro dramático, las autoridades militares alemanas decidieron apostarlo todo a devolver el golpe a Gran Bretaña por el mar. Pero no volviendo a plantar cara con la Flota de Alta Mar, sino hundiendo sus barcos de abastecimiento con una guerra submarina sin restricciones a todos los buques que se aproximasen a las islas Británicas. La decisión se tomó el 9 de enero, pero el embajador alemán en Washington no la comunicó hasta el 31, veinticuatro horas antes de que entrase en vigor. El presidente Wilson interrumpió de forma inmediata las relaciones con Alemania, pero no declaró todavía la guerra. Cuando los británicos informaron del Telegrama Zimmermann el día 24 de febrero la indignación pública en Estados Unidos fue unánime. En un gesto tan sorprendente como incomprensible, el propio ministro alemán afirmó públicamente la autenticidad del documento; Alemania daba ya por seguro que Estados Unidos entraría en la guerra como su enemigo. Para entonces ya había comenzado la campaña submarina de hundimientos, y Wilson sólo tuvo que esperar algunos más para dar el paso adelante: la guerra fue declarada el 5 de abril.
Pero una cosa era declarar la guerra y otra hacerse presente en los escenarios de combate con un ejército formado y preparado. Todos eran conscientes de que Estados Unidos tardaría meses en poder enviar efectivos a Europa, por lo que se entendió que lo que quedaba de año sería decisivo. Por el momento Alemania estaba viendo satisfechas sus expectativas con la campaña de guerra submarina. Cada mes que pasaba se hundían más buques y los abastos para la manutención de la población y la producción de guerra británicas disminuían a un ritmo alarmante. Pero el Almirantazgo pudo encontrar una solución a los ataques submarinos, y cuando la puso en práctica dio buenos y rápidos resultados: el sistema de convoyes. La idea era sencilla, aunque presentaba dificultades técnicas. Consistía en organizar la navegación en grupos organizados de barcos mercantes que serían protegidos por buques de guerra frente a los ataques alemanes. Introducido en primavera, durante el verano comenzó a hacerse notar la disminución en el tonelaje total de barcos hundidos, pese a que la efectividad de los ataques submarinos permaneció alta durante todo el año. A comienzos de 1918 ya estaba claro que la estrategia de sofocar económicamente a Gran Bretaña había fracasado y que los aliados disponían de un sistema eficaz para trasladar las tropas estadounidenses a Europa.
Sin embargo, otra de las consecuencias de la guerra submarina sin cuartel fue la decisión alemana de replegarse en el frente occidental a la espera de que sus resultados permitiesen una ofensiva definitiva. La orden del Estado Mayor fue clara: abandonar las posiciones hasta la línea defensiva interior que se había construido entre Arras y Soissons, que llamaron «Línea Sigfrido» (pero que los aliados denominaron «Línea Hindenburg»). En la retirada se aplicó una implacable política de tierra quemada, que incluyó el envenenamiento de pozos y la colocación de bombas trampa para que el enemigo no pudiese aprovechar ninguna de las infraestructuras que se abandonaban. El Estado Mayor francés decidió aprovechar la nueva situación para atacar. Por un lado, Nivelle quería poner en práctica las innovaciones tácticas que habían ideado (a partir de las realizadas por los alemanes) y por otro, se sentía en peligro después de que fuese destituido el primer ministro Aristide Briand, uno de sus principales valedores. El 16 de abril lanzó la ofensiva del Aisne, en la región de Champaña, que consideraba peor defendida por los alemanes. Pese al heroísmo demostrado por los soldados la iniciativa fue un desastre, el número de bajas fue elevadísimo (afectando especialmente a unidades de élite) y tan sólo se logró tomar la primera línea de las trincheras enemigas. Para la tropa francesa fue demasiado. A partir de ese momento y en pocas semanas se extendió un motín por los cuerpos del ejército francés en todo el frente como protesta por la insensibilidad de las autoridades y mandos hacia el desmesurado número de bajas y las condiciones inhumanas de la campaña. La oleada de motines fue más bien una huelga en la que los soldados no abandonaron sus puestos, pero se negaron a obedecer y presentaron sus reclamaciones. El movimiento fue sistemáticamente ocultado a la opinión pública, pues se quería evitar problemas en la moral interior y proporcionar pistas a los alemanes, que no mostraron signos de darse cuenta de lo que sucedía. En el mes de junio la mitad del ejército francés se negaba a obedecer y la cadena de mando, que lo interpretaba erróneamente como un acto de insubordinación revolucionaria, era incapaz de atajar la situación. La solución tuvo que llegar de más arriba: el gobierno destituyó a Nivelle y nombró a Pétain, el héroe de Verdún, comandante en jefe del ejército francés. Su popularidad y su talante dialogante y humanitario hicieron en pocos días lo que no se había conseguido en semanas. El nuevo general en jefe no se quedó sólo en palabras: mejoró la paga, los permisos, la dieta y las condiciones en general, calculando detenidamente y con prudencia hasta dónde hacer llegar las medidas disciplinarias. Pétain demostró ser el hombre adecuado en el momento oportuno, pero aunque logró mantener a flote el ejército francés, este quedó fuera de funcionamiento durante meses para el combate, y las tropas norteamericanas tardarían todavía mucho en llegar.
El peso de la iniciativa quedaba por tanto en manos del comandante británico Haig, que no gozaba de la simpatía del nuevo primer ministro, David Lloyd George (que había accedido al cargo en diciembre de 1916). Se trazó un plan con un doble propósito: quitar presión del frente oriental, del que llegaban malas noticias desde el mes de marzo, e intentar asestar un golpe a la flota submarina alemana. El objetivo era atacar por el extremo norte (por Ypres) y hacerse con los puertos belgas de Zeebrugge y Ostende, utilizados por la flota alemana como bases avanzadas para sus submarinos. Un primer ataque en la sierra de Messines a comienzos de junio tuvo éxito, pero cuando el ataque general comenzó a finales de julio los problemas, similares a los que habían aparecido en el Somme, no tardaron en llegar. Los ataques se perpetuaron de forma intermitente hasta el mes de noviembre, en que los canadienses tomaron la cima de Passchendaele, nombre con el que pasó a conocerse la ofensiva. Como le había sucedido a Nivelle, las novedades tácticas puestas en marcha por Haig no lograron romper el estancamiento que había impuesto la guerra de trincheras. Una vez más, se puso en marcha la dinámica infernal del avance lento hacia las defensas enemigas que escupían fuego en el paisaje arrasado por semanas de bombardeo, que se vio empeorada por el nefasto efecto de las lluvias torrenciales que azotaron Flandes aquel otoño. La experiencia del lento avance por el fango fue tan desesperante y hasta increíble que los soldados afirmaban con sarcasmo que habían visto submarinos alemanes desde las trincheras. Lloyd George no podía reprimir la ira cuando llegaban los partes de la batalla a Londres: «¡Lodo y sangre, lodo y sangre, no pueden pensar nada mejor!», bramaba criticando a los mandos militares británicos destinados en el continente. Cuando la catastrófica operación se dio por concluida no le tembló la mano: cesó a Haig y tomó bajo su responsabilidad la dirección de las operaciones militares.
LA CADENA SE ROMPIÓ POR EL ESLABÓN MÁS DÉBIL
Las malas noticias que llegaban desde el frente oriental y que empujaron a Haig a proyectar y poner en marcha su desafortunada operación en Flandes provenían de Rusia. Allí el 12 de marzo (27 de febrero en el calendario juliano que todavía se usaba en Rusia) había estallado una revolución popular contra la guerra, la miseria, y la incompetencia del zar, su gobierno y su Estado Mayor. Nicolás II era perfectamente consciente desde el conato revolucionario que había sacudido el país en 1905 de lo que se jugaba, pero su postura intransigente y la obsesión por no perder el papel de potencia internacional le habían empujado a una guerra que su pueblo no podía soportar más. Si en la primavera los soldados franceses se habían limitado a negarse a obedecer en las trincheras, en la capital del Imperio ruso (que había cambiado su «germanizante» nombre de San Petersburgo por el más patrio de Petrogrado) parte del ejército se unió a los revolucionarios en su golpe para forzar un cambio en el poder. El estado de las instituciones era tan débil y la repugnancia a una guerra inhumana se había extendido tanto que todo el sistema político cayó como un castillo de naipes: se formó un nuevo gobierno provisional (partidario de no romper los compromisos con los aliados y continuar la guerra) mientras que los trabajadores movilizados formaban consejos de obreros (soviets), se obligó al zar a abdicar y el 17 de marzo Rusia pasaba a ser una república. El régimen de los zares se convertía así en el primer imperio que caía víctima de la guerra. No sería el último, aunque muchos ni lo sospechaban. Los alemanes vieron inmediatamente las posibilidades inmensas que se abrían con el colapso del gigante eslavo: si Rusia salía de la guerra se podrían concentrar más tropas en otros frentes e intentar dar un golpe de gracia al enemigo. Con objeto de desestabilizar todavía más la situación interna rusa trazaron un astuto plan: trasladar al escenario de los acontecimientos al líder radical del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, Vladímir Ilich Uliánov (mejor conocido por el sobrenombre de Lenin) desde su exilio en Zúrich. No fue difícil llegar a un acuerdo con él y finalmente la operación se ejecutó con el máximo sigilo. Lenin fue llevado en un vagón de tren sellado desde la frontera suiza hasta la finlandesa, donde fue recogido por sus seguidores para hacer una entrada triunfal por la estación de Finlandia de Petrogrado, donde comenzó a ejercer actividades revolucionarias prácticamente desde que puso pie en tierra. Sin lugar a dudas el devenir de los acontecimientos demostraría que esta fue la operación más brillante, mejor ejecutada y más exitosa de toda la guerra. Como escribió poco después el escritor austríaco Stefan Zweig: «Durante la guerra mundial millones de balas alcanzaron su objetivo. Los ingenieros idearon los proyectiles más violentos, más potentes y de más largo alcance. Pero ninguno lo tuvo mayor ni fue más decisivo para la historia reciente que ese tren…».
Pero por el momento el gobierno provisional se mantenía todavía en el poder a pesar del crecimiento de las protestas y, en el mes de julio, ordenó una nueva ofensiva en Galitzia a las órdenes de Brusílov (fue conocida como Ofensiva Kerenski por el nombre de quien ocupaba en ese momento la jefatura del gobierno provisional). Si el año anterior el afamado general pudo hacer un gran trabajo, ahora el ejército ruso se desplomó. El ambiente de rebelión y la insubordinación de las tropas hicieron imposible no ya cualquier ataque, sino mantener las posiciones defensivas en el momento en que los alemanes contraatacaron el primer avance ruso. Los soldados preferían desertar y engrosar las filas de los revolucionarios que habían prometido poner fin a la guerra. Mientras la situación interna de Rusia caminaba inexorablemente a una nueva revolución el ejército alemán continuó su ofensiva, llegando en el extremo septentrional del frente a ocupar Riga (capital de la actual Estonia), a algo más de quinientos kilómetros de Petrogrado. El desenlace no tardó en llegar. En noviembre los bolcheviques con Lenin a la cabeza se hicieron con el poder y una de sus primeras medidas fue declarar el cese de las hostilidades. Era el 8 de noviembre (26 de octubre en Rusia) e inmediatamente comenzaron los tanteos a los alemanes para empezar a negociar la paz. Las reuniones oficiales se abrieron en diciembre en la Polonia rusa ocupada por los alemanes y las nuevas autoridades rusas enviaron como representante a quien había sido uno de los principales líderes de la revolución de octubre, Lev Trotski.
Sin embargo no fue Rusia el único aprieto en que se vieron los aliados aquel otoño. En Italia el ejército continuaba con sus ofensivas en el Isonzo contra Austria-Hungría, pero sin resultados aparentes y en un estado alarmante de deterioro físico y moral. Unas tropas compuestas en su mayoría por campesinos del sur subdesarrollado (para los que la intervención para conseguir los territorios irredentos no tenía significación alguna), las malas condiciones en campaña y la disciplina brutal de los mandos que pretendían compensar las carencias con una severidad ejemplarizante, eran una mezcla sumamente inestable que podía inflamarse en cualquier momento. Con la caída del frente oriental las potencias centrales decidieron reforzar en primer lugar el frente italiano, llevando allí fuerzas alemanas. El 25 de noviembre el ejército italiano era virtualmente aplastado en Caporetto (actual Kobarid, Eslovenia) por el mejorado ejército austrogermano. Las líneas saltaron hechas pedazos, los soldados salieron huyendo, abandonando sus puestos en masa y protagonizaron motines, saqueos y alborotos. Las tropas enemigas se lanzaron tras de ellos e invadieron con facilidad el Véneto. La penetración en suelo italiano había comenzado y tenía visos de poder avanzar sin mucha resistencia. La situación de anarquía interna y el riesgo de invasión inminente activó todas las alarmas en Roma, que tuvo que pedir ayuda de urgencia a Francia y Gran Bretaña. Después de haber perdido a Rusia, los aliados no podían permitirse ahora perder otro aliado, por muchos problemas que plantease una operación de rescate. El envío de diez divisiones francobritánicas, la destitución de Cadorna como jefe del Estado Mayor (fue sustituido por el general Armando Diaz) y los esfuerzos italianos para recomponer la situación permitieron estabilizar el frente en el río Piave. Pese a que Italia se había salvado, Caporetto quedó como una mancha indeleble en la reputación militar italiana.
Además, la momentánea descomposición del frente italiano planteó una situación de emergencia general entre los aliados, que decidieron mantener una reunión al más alto nivel en Rapallo. El propósito era avanzar en la coordinación del esfuerzo bélico, condición que aparecía cada vez con más nitidez como una necesidad apremiante si se quería aproximarse a la consecución de la victoria. A la cita acudieron el propio Lloyd George y el nuevo primer ministro francés, un hombre experimentado, enérgico y decidido con el que pronto comenzó a congeniar, Georges Clemenceau. En la reunión dieron un golpe de efecto inmediato: crearon un Consejo Supremo de Guerra interaliado que asumía la dirección de las operaciones militares, lo que equivalía a poner la guerra bajo control de los civiles, aunque siempre con asesoría militar. Fue un gesto incomprendido por los orgullosos generales que se sintieron reprochados por cómo habían dirigido la guerra, pero que en poco tiempo demostraría sus efectos beneficiosos. Pese a este avance, quedaba flotando en el ambiente la sensación de que tras el desplome de Rusia otros podían venirse abajo con igual facilidad, las piezas de dominó no estaban seguras después de más de tres años de guerra, y tras la primera podían caer las demás.
Pero no todo lo que aconteció desde la primavera de 1917 y a lo largo de aquel año fue malo para los aliados. Mientras esperaban la ayuda norteamericana como agua de mayo, en algunos escenarios las cosas daban tímidas señas de ir a mejor, fundamentalmente en el laberinto otomano. En los primeros meses del año las fuerzas británicas de Mesopotamia habían podido reorganizarse y emprender de nuevo la marcha Tigris arriba, logrando tomar Bagdad el 11 de marzo. Por entonces las fuerzas angloegipcias ya habían fallado varias veces al intentar romper las defensas turcas en Palestina, razón por la que se envió al general Edmund Allenby a hacerse cargo de la situación. Preparó una nueva ofensiva que puso en marcha en octubre, enfrentándose nada menos que a Von Falkenhayn, que tras su victoria en Rumanía había sido alejado del poder por sus enemigos. El veterano general alemán no pudo hacer frente al nuevo avance británico ya que contaba con fuerzas muy inferiores en número y equipamiento. En diciembre los británicos tomaban Jerusalén, a lo que Lloyd George llamó el «regalo de Navidad» que consolaría a los británicos tras el horror de Passchendaele. Sin embargo, si Gran Bretaña quería retener Palestina necesitaba aliados sobre el terreno. En el Acuerdo Sykes-Picot se había pactado que dicho territorio quedaría bajo administración conjunta francobritánica, pero ahora que comenzaba a estar en su poder, el Reino Unido no parecía muy dispuesto a ceder el control de un territorio al que otorgaba un inmenso valor estratégico por su cercanía al canal de Suez.
Desde comienzos de la guerra los grupos sionistas británicos habían presionado al gobierno para convencerle de que la instalación de una gran comunidad judía en Palestina beneficiaba a Gran Bretaña, por lo que debía adoptar una política que les favoreciese. Aunque ya a principios de siglo se habían trasladado pequeños grupos de judíos europeos allí, su peso todavía era escaso dentro del conjunto de la población palestina. El principal objetivo de esta campaña fue la articulación de un grupo de presión aglutinado en torno a la poderosa familia Rothschild, una de las más reputadas dinastías de la aristocracia financiera internacional de religión judía y origen alemán. En 1916 el gobierno británico accedió a conversar y el 2 de noviembre de 1917 el ministro de Exteriores británico, David Balfour, envió una carta a lord Rothschild —la Declaración Balfour— asegurándole el compromiso del gobierno con la instalación de «un hogar nacional judío en Palestina» sin perjuicio de la población indígena. En los cálculos del gobierno británico para dar este paso, aparte de su interés por retener Palestina, parece que influyó la suposición de que en el nuevo gobierno ruso ocuparían un papel destacado importantes representantes de la comunidad judía, por lo que se pensaba que un gesto como este podría contribuir a mantener a Rusia en la guerra. Cuatro días después estallaba la Revolución de octubre en Petrogrado y comenzaba a vislumbrarse lo equivocado de esta conjetura. Pese a todo, las consecuencias de la Declaración Balfour fueron posteriormente de una importancia descomunal en el equilibrio político de la zona. A corto plazo, como señala el profesor Pappé, «el acuerdo Sykes-Picot no se aplicó en Palestina, los británicos se quedaron allí hasta 1948». Pero además supuso el primer paso de un viraje de la política exterior británica a favor de la creación de un Estado judío en Palestina y el comienzo de la rotación del centro de gravedad del sionismo desde Europa al levante mediterráneo, otorgando a las comunidades sionistas allí instaladas un protagonismo político del que carecían por completo durante el dominio otomano. Las bases para un conflicto internacional que se enquistaría durante décadas quedaban así asentadas.
EL MOMENTO DE LA INCERTIDUMBRE
Al comenzar 1918 el resultado de la guerra era todavía incierto. Estados Unidos se apresuraba para organizar su ejército con objeto de enviarlo a Europa. Bajo las órdenes de su comandante en jefe, el general John Pershing, se tuvo que ampliar el contingente regular norteamericano, que a todas luces era insuficiente para las necesidades de la guerra europea, implantando el servicio militar obligatorio al tiempo que se aceleraba la transformación de la industria estadounidense para adecuarla a fines militares. Entretanto, el presidente trabajaba pensando en el mundo que habría que construir el día después de que se disparase el último tiro. El 8 de enero presentó al Congreso un documento en el que exponía las que consideraba las bases sobre las que se tenía que construir la paz, documento que ha pasado a la historia como los «Catorce Puntos de Wilson». En ellos el presidente abogaba por unas relaciones internacionales basadas en principios estables y públicos, el restablecimiento del libre comercio internacional, el reconocimiento de los derechos de las nacionalidades de los grandes imperios y la constitución de un gran organismo internacional en el que los estados pudiesen trabajar conjuntamente por la paz. La principal preocupación de Wilson era que tras la guerra no se reprodujese la marea belicista de los años iniciales del siglo, que había llevado sin duda a la guerra en la que se veían embarcados. Para los aliados quedaba claro que su nuevo y poderoso compañero de armas estaba planteando nuevas reglas del juego (por incómodo que les pudiese resultar) y esto permitía vislumbrar que en las relaciones internacionales después del conflicto Estados Unidos tendría un papel mucho mayor que hasta entonces. Muestra del escepticismo con que fue acogido el documento por el resto de los aliados es el comentario que hizo Clemenceau después de tener noticia de él: «Dios se conformó con diez». Pero todavía no se había ganado la guerra, y el principal temor provenía de la desaparición del frente oriental, que dejaba las manos libres a los alemanes para trasladar tropas de Rusia a Francia y a los turcos del Cáucaso a Palestina o Mesopotamia.
Alemania también tenía sus temores, y el comienzo del nuevo año se presentaba con un balance desigual. La victoria en el este y los Balcanes parecía segura, pese a que en Grecia un golpe a mediados de 1917 había expulsado al rey Constantino I del país y había devuelto el poder a Venizelos, lo que se tradujo en la declaración de guerra a los imperios centrales en el mes de junio. Pero en la práctica no supuso un cambio en el statu quo de la región. En el frente occidental y en África oriental (la única colonia alemana que no se había perdido, pero que subsistía acosada por los aliados y aislada de la metrópoli) el empate seguía firmemente instalado. La situación del resto de sus aliados parecía militarmente estabilizada e incluso reforzada gracias a la mayor disponibilidad de fuerzas por la disolución del frente oriental; menos en el caso del Imperio otomano, donde los británicos avanzaban en dos frentes y el tercero, el del Cáucaso, se había esfumado con el cese de hostilidades con los rusos. Sin embargo lo que preocupaba principalmente a los alemanes era la situación interna del país. A medida que el bloqueo británico iba ahogando cada vez más la subsistencia de la población, poner fin a la guerra se fue convirtiendo en una necesidad más apremiante. Si en Austria-Hungría una urgencia similar había llevado a entablar negociaciones secretas con las que intentar salir de la guerra, en Alemania produjo un creciente poder de los militares. Los éxitos imparables de Hindenburg y Ludendorff en el frente oriental durante cuatro años de campaña parecían prometer una victoria cierta, pero para ello era necesaria una conjunción de todos los esfuerzos en una ofensiva final. La evolución de los hechos iba dando cada vez más peso al ejército. Si en el momento de estallar la guerra el gobierno y el Reichstag (Parlamento) jugaban un papel subsidiario frente a los militares y el káiser, ahora ni siquiera este había conservado su autoridad frente al poder hegemónico del ejército —«El Estado Mayor no me cuenta nada y nunca pide mi opinión. Si el pueblo alemán piensa que soy el comandante supremo está muy equivocado», le confiaría a su último canciller, el príncipe Maximiliano de Baden—, que administraba la vida política y económica no sólo en Alemania, sino en los amplios territorios ocupados en Europa oriental (el Oberost). Pero el agotamiento no estaba lejos. Los primeros signos de descontento llegaron de los políticos, ya que el Reichstag aprobó una resolución a favor de la paz y las reformas democráticas internas en julio de 1917. Un mes más tarde la guarnición de la base naval de Wilhelmshaven se amotinó, hecho que fue imitado en varios puntos con alborotos y huelgas. La crisis llevó a la sustitución de Bethmann-Hollweg en la cancillería por Georg Michaelis, que en principio parecía una figura más adecuada para negociar con el Parlamento y amainar las aguas. Pero el descontento popular continuaba creciendo y en enero de 1918 fue preciso establecer la ley marcial en Hamburgo y Brandeburgo.
La firma por Alemania y el nuevo gobierno ruso del tratado de paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918 supuso el espaldarazo definitivo para comenzar una nueva campaña en el frente occidental. Si bien los alemanes tuvieron que dejar una nutrida presencia militar en el Oberost, que se había visto muy incrementado por las cesiones territoriales hechas por Rusia en el tratado, la disponibilidad de tropas para su traslado era lo suficientemente importante para dar la impresión de que ahora sí, se podía forzar una victoria final. En marzo de 1918 los alemanes contaban con ciento noventa y nueve divisiones en el frente occidental mientras que ingleses y británicos sólo disponían de ciento cincuenta y ocho, y el contingente norteamericano no terminaba de llegar. El alto mando alemán encargó a Ludendorff que preparase la ofensiva, que comenzó el 21 de marzo. El objetivo era aprovechar la debilidad de los británicos en las cercanías de Amiens para abrir una brecha y penetrar hacia los puertos del canal de la Mancha por los que establecían comunicación con su país. Los alemanes pusieron en marcha durante el ataque la versión más acabada hasta el momento de las innovaciones tácticas que se habían introducido en las campañas anteriores: en primer lugar se lanzaban las cortinas de artillería que penetraban en el frente enemigo para destruir las comunicaciones, se inundaba el frente con gas y explosivos de gran potencia y después se lanzaba a las tropas de asalto, unas novedosas unidades móviles con armamento ligero que penetraban en avalancha por las grietas abiertas por el ataque masivo, deslizándose entre las defensas en lo que los británicos llamaron un «torrente en expansión». En tan sólo cuatro días los alemanes avanzaron más de lo que habían hecho en los tres años anteriores y amenazaron con partir en dos el frente, separando a los aliados. Para conjurar el peligro estos celebraron una conferencia conjunta en Doullens el 25 de marzo, en la que se tomó la decisión de establecer un mando único interaliado al que estuviesen sujetas todas las tropas del frente, a cuya cabeza se puso al general francés Ferdinand Foch. La iniciativa y la energía de este despejaron inmediatamente cualquier duda sobre la idoneidad del candidato elegido. Las mejoras que trajo el mando único y los problemas alemanes para solventar dificultades de logística a medida que sus tropas penetraban en territorio francés hicieron que la ofensiva perdiese fuelle. Ludendorff todavía atacaría dos veces más: a finales de abril más al norte (en esta ocasión las fuerzas al mando de Haig sí esperaban el ataque y pudieron resistir) y a finales de mayo en el Aisne, contra las tropas francesas. El éxito de este ataque fue rotundo y los alemanes penetraron cincuenta kilómetros hasta tomar Soissons. Con el territorio conquistado seguro, hicieron avanzar a su poderosa artillería de largo alcance y comenzaron a bombardear París. Como ya había hecho en 1914, el gobierno se volvió a preparar para abandonar la capital, pero esta vez y justo a tiempo, los aliados dispusieron de un arma que los alemanes no podían igualar. El ejército norteamericano ya estaba entrando en combate al lado de sus aliados.
Inicialmente la integración de las tropas de Pershing fue difícil. El general norteamericano tenía órdenes de no incorporar a sus hombres a las grandes unidades de los aliados, sino organizarlas en sus propios cuerpos de ejército, y se negó en todo momento a renunciar a este principio. Sin embargo el instinto del general estadounidense y el savoir faire de Foch permitieron que ambos llegasen a un compromiso: el mando interaliado aceptaba la demanda norteamericana pero mientras persistiese la situación de emergencia las tropas recién llegadas tendrían que integrarse en las que llevaban en el frente desde hacía casi cuatro años. La solución funcionó a la perfección. Los soldados recién llegados —casi un millón de hombres cruzaron el Atlántico entre mayo y septiembre— sorprendieron tanto a amigos como a enemigos por su determinación y entrega, al tiempo que aprendieron con rapidez de la experiencia de quienes conocían mejor el nuevo tipo de guerra que se desarrollaba en Europa.
Ludendorff preparó la que consideró su ofensiva final, a la que llamó Friedenssturm («golpe para la paz»), que lanzó contra los franceses en las cercanías de Reims el 16 de julio. Esta vez la suerte le fue adversa por completo. Los aliados habían tenido noticia de la ofensiva por la delación de unos desertores alemanes (que también les informaron del colapso del estado de ánimo de las filas enemigas) y lograron neutralizar el ataque, lanzando una respuesta dos días después. La fuerza del contraataque obligó a Ludendorff a suspender otra ofensiva que tenía prevista en el norte y concentrarse en lo que pasaba en la zona central. Motivos tenía para ello, ya que Foch había ordenado el día 26 un avance general en todo el frente. La táctica aliada consistió en presionar por el norte y el sur mientras la zona centro resistía el empuje alemán. En esta ocasión fueron los aliados los que demostraron que habían aprendido la lección de la superioridad táctica. En los meses anteriores la práctica de la guerra por parte de ambos bandos había cambiado sobremanera, ahora jugaban un papel destacado los tanques y los aviones (que ya no se limitaban a labores de reconocimiento sino que dotados de capacidad ofensiva participaban en la batalla), y el nuevo armamento ligero dio una movilidad a las operaciones como no habían tenido en toda la guerra. Los británicos fueron los primeros en obtener una victoria clara el 8 de agosto cerca de Amiens, y en las semanas siguientes los alemanes comenzaron a retirarse hacia la Línea Sigfrido. El 3 de septiembre Foch ordenó asaltarla. Los combates a lo largo del mes fueron encarnizados y el 29 Ludendorff telegrafiaba al káiser informando de que no había posibilidad de ganar. Inmediatamente se culpó al general de haber malgastado el último cartucho alemán en una campaña que carecía de objetivos concretos pero, como antes Von Falkenhayn, Ludendorff era consciente de que en Francia no se podía ganar la guerra con una gran victoria sobre el ejército enemigo. Su plan había sido forzar una ruptura tal del frente que dejase a las fuerzas aliadas quebradas material y moralmente, de modo que se aviniesen a negociar la paz en una postura de inferioridad. Su planteamiento no funcionó y entonces el clima general dentro de Alemania se derrumbó. En el frente occidental los alemanes habían perdido la guerra definitivamente.
LOS ACONTECIMIENTOS SE PRECIPITAN
¿Qué sucedía mientras en el resto de los escenarios de la conflagración? Con la intención de presionar sobre los aliados, el ejército austro-húngaro lanzó una campaña ofensiva en el frente italiano el 15 de junio. La iniciativa rápidamente se vino abajo debido a que la situación de las tropas austríacas era todavía peor que la de las alemanas. En el imperio de los Habsburgo la sensación de deterioro interno era galopante, agravada ahora con la agitación nacionalista y la infiltración de la propaganda revolucionaria procedente de Rusia. Las negociaciones secretas para llegar a una paz por separado con Francia y Gran Bretaña continuaban, pero finalmente se truncaron. Pese a que Carlos I se obstinaba en seguir con ellas, el primer ministro Ottakar Czernin decidió declarar públicamente la adhesión total del imperio a Alemania. Clemenceau no desperdició la oportunidad que se le presentaba e hizo pública la petición austríaca de paz de marzo de 1917. Al emperador Carlos no le quedó más remedio que acudir en persona a dar explicaciones a Guillermo II en Spa el 12 de mayo, escenificando la vuelta al redil de su país y la dependencia absoluta que seguía teniendo respecto de los alemanes. Mientras, las huelgas y revueltas no perdían intensidad, animadas ante la crisis de autoridad de la institución imperial. La situación en septiembre era desesperada y ahora el emperador intentó recurrir directamente a Wilson para lograr una paz que mantuviese la integridad de su imperio, pero para entonces los aliados ya habían decidido su desmembración y la petición fue rechazada. En un intento a la desesperada proclamó el Estado federal el 17 de octubre. Pero fue inútil, el golpe de gracia llegó siete días más tarde, cuando los italianos aprovecharon el hundimiento imperial para apuntarse una victoria que pudiese borrar la humillación de Caporetto. Tras haber lanzado una ofensiva general derrotaron absolutamente a los austro-húngaros en Vittorio Veneto. Los acontecimientos se sucedían a una velocidad de vértigo: el 21 de octubre los diputados alemanes de la Asamblea Imperial habían formado una Asamblea Nacional provisional de la Austria alemana, el 28 Checoslovaquia proclamaba su independencia, al día siguiente era Croacia la que declaraba su unión a Serbia y el 1 de noviembre los húngaros declaraban la ruptura del Compromiso (reforma constitucional) de 1867, con lo que la monarquía dual dejaba de existir oficialmente. El gobierno de Viena no tuvo más remedio que solicitar el armisticio con los aliados, que fue firmado el 3 de noviembre. Nueve días más tarde la Asamblea austríaca proclamó la República.
Pero el Imperio austro-húngaro no fue el primero en rendirse. A comienzos del otoño se había reactivado el frente balcánico. Las tropas estacionadas en Salónica, al mando del general Louis Franchet d’Espèrey, lanzaron una campaña hacia el norte para liberar Serbia. El objetivo inmediato fue la región de Macedonia, donde los búlgaros no aguantaron la embestida y, ante la imposibilidad de recibir ayuda de sus aliados, capitularon el 30 de septiembre. En el Imperio otomano las cosas no marchaban mejor. Los británicos continuaban en Mesopotamia, pero la mayor amenaza era la que planteaba Allenby desde Palestina, cuya conquista completó con la batalla de Megiddo en septiembre. Vencidas las defensas que los turcos habían levantado para contener la fuerza militar británica procedente de Egipto, el avance hacia el norte penetrando por Líbano y Siria fue fácil. Alarmadas, las autoridades otomanas se dirigieron al comandante naval británico en el Egeo para solicitar un armisticio, que fue firmado el 30 de octubre en Mudros, en la isla de Lemnos. Para que la operación llegase a buen puerto los turcos pidieron su intermediación al general británico capturado en Kut-el-Amara, Charles Vere Townshend, que había disfrutado de una reclusión principesca en la isla de Büyükada, frente a Constantinopla. La que había sido capital de imperios durante quince siglos fue ocupada por las fuerzas aliadas a la espera de que se entablasen las negociaciones de paz para dirimir su destino.
Alemania, por tanto, era la única potencia beligerante que quedaba en pie. Pero su situación desde la caída del frente occidental no hacía sino empeorar. El 3 de octubre el káiser nombraba a un nuevo canciller, el príncipe Maximiliano de Baden, con la orden de que pusiese en marcha un acercamiento a Wilson que permitiese una paz honrosa. La solicitud fue respondida por nota diplomática con una serie de exigencias del presidente norteamericano para avenirse a negociar el fin de las hostilidades: fin de la guerra submarina (recientemente habían hundido el buque de pasajeros Leinster con gran pérdida de vidas de civiles británicos y norteamericanos), evacuación de los territorios ocupados durante la guerra y nombramiento de unos representantes verdaderamente democráticos para negociar, lo que en la práctica significaba que Alemania tenía que convertirse en un Estado constitucional y democrático. Las autoridades militares temían una inminente penetración del enemigo en territorio alemán y el gobierno que estallase una revolución, así que el margen para resistirse a las exigencias era nulo. En el tiempo récord de veinte días se aprobaron las reformas institucionales que convertían al Reichstag en una cámara soberana representativa elegida por sufragio universal y ante la que eran responsables los ministros. Como culminación de todo el proceso el canciller solicitó (y obtuvo del káiser) la destitución de Ludendorff, que fue sustituido por el general Wilhelm Groener, a cuyo lado permaneció Hindenburg, rodeado del mismo halo casi mítico de héroe nacional. Pero su tiempo había pasado ya. Comenzaron a producirse levantamientos generalizados en las principales ciudades alemanas, en las que se formaron consejos revolucionarios de trabajadores (a imitación de los soviets rusos). El 29 de octubre, en la base naval de Kiel, los marinos se rebelaron contra sus superiores, que pretendían utilizarles para sacrificar la Flota de Alta Mar alemana en un acto suicida de salvación del honor de la armada. Los marinos sublevados confraternizaron con los trabajadores revolucionarios y su ejemplo comenzó a ser seguido por otras unidades militares. Los consejos de trabajadores empezaron a propugnar la realización de una estrategia revolucionaria a imitación de la rusa. El 7 de noviembre, en Múnich, se proclamó la república bávara independiente y en los pasos del Rin los soldados se amotinaron y tomaron el control.
Pese a que las discusiones en el cuartel general del ejército eran airadas, Groener, el hombre fuerte del momento, fue capaz de ver que la única forma de evitar la revolución pasaba por la abdicación del káiser, el apoyo del ejército al principal partido del Reichstag (los socialdemócratas) y la solicitud inmediata de la paz. Se hicieron los preparativos sin dilación. El mismo día 7 una delegación alemana nombrada por Hindenburg y conformada por el general Winterfeldt y el político Erzberger, llegaba a Francia para negociar. La reunión con Foch se produjo en un claro del bosque de Compiègne, en una vía de tren en la que se había estacionado un vagón de ferrocarril de la época del Segundo Imperio francés (sería sólo la primera de varias alusiones que en los meses siguientes los franceses harían a la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870). Foch les expuso sus condiciones y les dio un plazo de setenta y dos horas para que su gobierno las aceptase. En un golpe de timón, el día 9 Groener comunicó al káiser que ya no contaba con el apoyo del ejército y le invitó a abandonar el país. El mismo día Guillermo II cruzaba la frontera de los Países Bajos, donde pasaría el resto de su vida exiliado, y dejaba de ser emperador. Los líderes socialdemócratas Philipp Scheidemann y Friedrich Ebert proclamaron la República en Berlín y Ebert asumió la jefatura del gobierno. La madrugada del 11 de noviembre de 1918, a las 5.12 horas, en el mismo vagón en Compiègne, se firmaba el armisticio alemán. El alto el fuego se estableció para las 11 horas de ese mismo día (la undécima hora del undécimo día del undécimo mes). Las hostilidades habían terminado oficialmente, aunque aquello no era sinónimo de la paz (la colonia de África oriental alemana todavía tardó tres días en deponer la lucha). Mil quinientos noventa y siete días después de que fuese asesinado el archiduque Francisco Fernando en una visita oficial a Sarajevo el mundo no era el mismo: habían caído cuatro imperios (Alemania, Austria-Hungría, Rusia y el Imperio otomano), las casas reinantes de los tres primeros habían caído (y la otomana lo haría en 1923) y, lo que era más importante, el caos y la anarquía todavía estaban lejos de haberse sofocado en muchos lugares del mundo. Se convocó una conferencia de paz en París para enero de 1919; de lo que allí se hiciese dependería que se construyese un mundo en paz o que las heridas se cerrasen en falso.