3. El abismo bajo los pies

A comienzos del siglo XX Europa disfrutaba de un grado de bienestar como no había conocido en toda su historia, muy por delante del resto del planeta. La riqueza que había producido la industrialización, la apertura de la esfera política a la participación de grupos de población cada vez mayores y el progreso material y espiritual que habían traído los avances científicos y culturales le presagiaban un futuro brillante. La influencia europea se había intensificado en todo el mundo gracias a la expansión de los imperios coloniales de los principales países europeos que, liderados por el Reino Unido, extendían su soberanía desde Ciudad del Cabo hasta Vladivostok, de Tahití a Argel. A las cinco grandes potencias europeas (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria-Hungría y Rusia) se habían unido dos países que ya no podían ser ignorados a la hora de trazar políticas mundiales: Estados Unidos (que ya era el primer productor industrial del mundo) y Japón (que sorprendentemente había salido de su aislamiento feudal gracias a un fulgurante programa de reformas europeizantes en menos de cincuenta años).

Sin embargo no era oro todo lo que relucía. Los progresos realizados no ocultaban la existencia de desequilibrios (viejos y nuevos) en la sociedad y la política europeas, de problemas a los que no se había dado respuesta y que eran origen de insatisfacciones profundas en gobiernos y poblaciones, y que planteaban fricciones constantes que podían ser controladas con facilidad. O eso se pensaba. Esa fue la sensación en los primeros años del siglo cuando, inesperadamente, una chispa en un rincón alejado del continente europeo ocasionó una llama que arrasaría el mundo por completo. Pero para que esto fuese evidente tendrían que pasar todavía muchos meses desde junio de 1914.

En 1924 vio la luz La montaña mágica, una de las novelas más celebradas del escritor alemán Thomas Mann, que sería galardonado con el premio Nobel de Literatura cinco años más tarde. La narración se sitúa en los primeros años del siglo XX y en el prólogo, el autor expresaba la necesidad que sentía de hacer la siguiente puntualización sobre el relato que se disponía a comenzar: «… debemos manifestar que la extrema antigüedad de nuestra historia proviene de que se desarrolla antes de cierto cambio y cierto límite que han trastornado profundamente la vida y la conciencia… se desarrolló en otro tiempo, en el pasado, en esos días consumados del mundo anterior a la Gran Guerra, con cuyo principio comenzaron tantas cosas que luego no han dejado apenas de comenzar».

La montaña mágica está considerada hoy como uno de los logros más importantes de la literatura del siglo XX y la aseveración de su autor es la expresión explícita de una de las convicciones que con mayor fuerza se instaló en las mentes de los habitantes de Europa (y del mundo) durante el período de entreguerras: lo acontecido entre 1914 y 1918 era una frontera temporal que dotaba a todo lo anterior de esa «extrema antigüedad». El mundo de los comienzos del siglo XX era un mundo que se había perdido definitivamente y que no se podría recobrar jamás debido a la radicalidad de la experiencia vivida en los cuatro años de conflicto global. Lo peor de todo era que la intuición de que aquella guerra no se había cerrado del todo rondaba en la cabeza de muchos. El mismo nombre con el que fue conocida entonces, la «Gran Guerra», es otra muestra del carácter de quiebra decisiva que los hombres y mujeres que la vivieron le otorgaban. ¿Cómo se pasó entonces de la cumbre del desarrollo humano a la fosa de esa guerra? ¿Cuáles fueron sus causas? ¿Hubo un punto exacto en que se perdió el rumbo por el que iban Europa y el mundo? ¿Cuándo fue imposible volver atrás? Los que habían vivido la guerra y padecido sus estragos tampoco tenían una respuesta clara a estas preguntas.

EL CONCIERTO EUROPEO

Posiblemente uno de los hechos que más llaman la atención del observador que se pregunte por los primeros años del siglo XX es la acusada rivalidad en la que se habían embarcado las naciones europeas. Vistos en su conjunto los logros de la civilización europea eran impresionantes, pero internamente sus países pugnaban entre sí para desbancarse en poder económico, político y cultural. Posiblemente uno de los principales acicates a esta competencia fuese la lucha por hacerse cada vez con una porción mayor de la riqueza económica que los avances técnicos y el crecimiento de los imperios en ultramar estaban produciendo. Para mantener un crecimiento económico a tasas tan altas después de tantas décadas de prosperidad, las potencias europeas habían tenido que embarcarse en una exportación de bienes e inversiones hacia el resto del mundo que tuvo su culminación política en la extensión de imperios coloniales. El proceso se aceleró especialmente desde que la Conferencia de Berlín de 1885 puso las reglas para proceder al reparto de África, el único continente que permanecía casi virgen de presencia política europea hasta entonces. En 1914 se habían agotado prácticamente las tierras para colonizar en el planeta. Gran Bretaña y Francia principalmente, seguidas de lejos por Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Portugal se habían hecho con vastos territorios en Asia, África y Oceanía. El pastel se había repartido, pero había varios de los comensales que no habían quedado conformes con la porción que les había tocado.

Este era el caso fundamentalmente de Alemania, una nación joven (pues había surgido de la unificación de los estados alemanes en 1871) pero que al comenzar el siglo era ya el primer productor industrial europeo y luchaba por hacerse con el primer puesto en el comercio exterior. La principal perjudicada por este asombroso despegue modernizador era Gran Bretaña, que había sido desde finales del siglo XVIII la principal potencia económica del mundo, pero que se había adaptado relativamente mal al surgimiento de nuevos competidores. Ya antes se había visto desbancada en producción industrial por Estados Unidos, aunque los vínculos económicos y culturales que mantenía con su antigua colonia en cierta medida tranquilizaban los ánimos en Whitehall (el barrio londinense donde residían las instituciones del gobierno británico). Pero que la recién unificada Alemania la hubiese desbancado también y pretendiese hacerle sombra en el comercio marítimo ya era otra cuestión. Uno de los principales frutos de la integración de la economía mundial a comienzos del siglo XX había sido un crecimiento espectacular del comercio exterior europeo, ámbito en el que los británicos continuaban ejerciendo la primacía gracias a su dominio de los mares. Esta superioridad era el pilar sobre el que descansaba su poderío económico, político y militar, amén de la integración del imperio que habían construido desde las Malvinas hasta Nueva Zelanda. En el nivel de exportaciones, en 1913 los alemanes casi habían alcanzado a los británicos aunque la marina mercante alemana, pese a que se había duplicado su tonelaje en un período muy corto de tiempo, estaba lejos de alcanzar a la británica. Junto con el comercio, el ámbito en el que Londres conservaba su primacía era el financiero. La City seguía siendo el corazón del dinero dentro del sistema capitalista mundial, seguido a cierta distancia de la Bolsa de París. Era en estos dos centros donde se realizaba el mayor volumen de transacciones financieras del planeta, comprando y vendiéndose valores de empresas y gobiernos de los cinco continentes. De todas formas, el poderío económico de Alemania había crecido formidablemente en los últimos cincuenta años y los dirigentes del Segundo Imperio Alemán tenían unas expectativas que amenazaban con romper el equilibrio que había adquirido la política mundial a finales del siglo XIX.

Ese equilibrio se basaba en la compleja red de tratados (públicos y secretos) que había trazado el más importante político y militar de la segunda mitad de ese siglo, el canciller alemán Otto von Bismarck. Como apuntan los historiadores Asa Briggs y Patricia Clavin sobre el talento diplomático del que había sido el arquitecto de la unificación alemana, «su habilidad era inconfundible, tanto como el poderío militar que subyacía en esas habilidades, y al que, como había demostrado antes de 1870, estaba dispuesto a recurrir. Además de saber exactamente lo que quería, Bismarck tenía una idea muy precisa de hasta dónde debía aventurarse para lograrlo». Y lo que quería era garantizar del mejor modo posible la supervivencia del Imperio alemán que había construido en buena medida él mismo. Era consciente de que su mayor debilidad era la de ser una potencia rodeada de grandes potencias (Francia, Austria-Hungría y Rusia), por lo que le sería muy difícil sobrevivir a un ataque coordinado entre dos o tres de ellas. La más peligrosa de todas era Francia, a la que había vencido en 1870 infligiéndole una derrota humillante cuyas plasmaciones gráficas fueron la proclamación del Segundo Imperio alemán elevando a la figura de káiser (emperador) al rey Guillermo I de Prusia en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles (uno de los símbolos del orgullo nacional francés) el 18 de enero de 1871; y la imposición en el tratado de paz de la entrega de dos valiosos territorios franceses (las regiones fronterizas de Alsacia y Lorena, en las que vivía una porción importante de población germanoparlante). En Francia la derrota supuso la caída del régimen establecido (el Segundo Imperio) y la proclamación de la Tercera República, siendo uno de los eslóganes políticos más coreados por sus diversos partidos el de conseguir una guerra de revancha contra Alemania para recuperar los territorios perdidos. De ahí el nombre de «revanchismo» que se dio a esta corriente política.

Bismarck sabía que jamás podría conseguir la amistad o, por lo menos, la neutralidad francesa en caso de guerra. Por ello su objetivo principal fue aislarla políticamente, pues era más fácil conciliar los intereses de Alemania con el resto de sus vecinos. Para conseguirlo concertó una sólida alianza defensiva con el Imperio austro-húngaro en 1879, gracias a los lazos de afinidad cultural de su casa reinante, los Habsburgo-Lorena. A ellos se unió en 1882 el reino de Italia, que al igual que Alemania era una nación joven surgida de la unificación de diferentes estados. Desde entonces se conoció este pacto como la Triple Alianza, con la que Bismarck trazaba un cinturón de seguridad contra Francia. Para asegurarse la tranquilidad de Alemania firmó con Rusia el llamado Tratado de Reaseguro en 1887, que le garantizaba que en caso de conflicto el imperio de los zares se mantendría neutral. Tuvo que ejercer una gran habilidad y asegurarse de que permanecería en secreto ya que las relaciones de Rusia eran muy tensas con su aliada Austria-Hungría. Para que el sistema funcionase a la perfección era necesario además que Gran Bretaña no se inmiscuyese en la política continental. La tradición británica era la de no intervenir en los asuntos del resto de Europa a no ser que alguna de las potencias amenazase con hacerse con un poder hegemónico que pudiese poner en peligro la seguridad de las islas Británicas (como había sucedido con Napoleón un siglo antes). Por tanto siempre habían sido favorables al mantenimiento de un equilibrio de poder entre las potencias europeas y la política de Alemania no suponía en ningún caso una amenaza desde esta óptica. Garantizar la paz, aunque supusiese el aislamiento de Francia (que a lo largo de las últimas décadas había sido más una fuente de quebraderos de cabeza para el Reino Unido que otra cosa), permitía a los británicos seguir centrados en sus asuntos imperiales, que era justo lo que deseaba Bismarck. De ahí que Alemania no presionase para hacerse con un vasto imperio colonial que compitiese con el británico o el francés, limitándose a la obtención de las posesiones de Togo, Camerún, África oriental y África sudoccidental en África; parte de Nueva Guinea y varios archipiélagos en Oceanía, además de la concesión comercial en el puerto chino de Qingdao.

Pero esta situación comenzó a cambiar a partir de 1888. Ese año es conocido en Alemania como el de los tres emperadores, puesto que durante su transcurso falleció Guillermo I y su hijo Federico III lo hizo poco después (accedió al trono enfermo de cáncer), pasando la corona entonces a su hijo, Guillermo II. El nuevo káiser era un hombre descontento con el papel que venía jugando Alemania en la política internacional y deseaba cambiarlo radicalmente. Consideraba que el empuje económico y cultural que estaba adquiriendo su imperio le hacía merecedor de lo que él mismo llamaba «un lugar en el sol», esto es, una supremacía en la esfera internacional que por lo menos le pusiese a la altura del Reino Unido. Y es que el nuevo emperador mostró desde el inicio de su reinado una relación ambivalente con Gran Bretaña que ya en su época fue fuente de controversia. Su madre era la primogénita de la reina Victoria, lo que le convertía en miembro de la familia real británica (visitó el país insular a menudo y su correspondencia con varios monarcas europeos se efectuaba en lengua inglesa) y le emparentaba con la mayoría de las familias reales europeas: por línea materna estaba emparentado con seis monarcas, tanto titulares como consortes. El káiser admiraba el poder mundial del Reino Unido, pero al tiempo lo consideraba un país culturalmente débil y decadente del que Alemania tenía que tomar el testigo. Posiblemente ese fue el germen de un desprecio por la nación de su madre que no hizo sino crecer a lo largo de sus años de reinado.

DEL EQUILIBRIO A LA ANARQUÍA

Los designios de grandeza del nuevo káiser tenían que aplicarse mediante políticas enérgicas que vertiesen hacia el exterior la fuerza del crecimiento alemán. Sin embargo los instrumentos que eligió para llevar a la práctica esta política y sus funestos resultados le han valido las críticas de muchos, que incluso le han culpado en exclusiva de ser el responsable del estallido de la guerra de 1914. En palabras del historiador británico Michael Howard: «Guillermo II [era] un individuo que personificaba las tres cualidades que, podríamos decir, caracterizaban a la élite alemana gobernante: militarismo arcaico, ambición desmesurada e inseguridad neurótica». Quizá estas acusaciones hayan sido excesivas, pero desde el principio lo que quedó claro es que el nuevo emperador deseaba tomar las riendas de la política alemana y no estaba dispuesto a dejarse aconsejar por un anciano canciller que había mantenido un sistema de relaciones internacionales que consideraba anticuado. Tras una serie de roces crecientes entre Bismarck y Guillermo II por cuestiones de política interior, este le exigió su dimisión en 1890. Poco después, aunque procedió a renovar la Triple Alianza, tomó la decisión de no hacer lo propio con el Tratado de Reaseguro con Rusia, ya que en su opinión un acercamiento de la republicana Francia (considerada el régimen más avanzado de Europa) a la autocrática Rusia (el más reaccionario) era prácticamente imposible. La decisión demostró pronto ser un error de bulto.

El gobierno del zar Alejandro III había puesto en marcha un programa de modernización de su imperio en la convicción de que sólo el desarrollo interior de Rusia le permitiría continuar con el estatus de gran potencia del que venía disfrutando en la esfera internacional. Rusia era consciente de la carrera por el progreso en la que estaban inmersas el resto de las potencias y no podía quedarse rezagada. Como afirmó en 1892 el ministro de Hacienda ruso Serguéi Witte, luego primer jefe de Gobierno constitucional zarista, «la competición internacional nos espera». Pero para que Rusia pudiese correr esa carrera tenía que superar una seria dificultad de base: conseguir financiación, ya que el capital ruso era escaso y reacio a salir de la tierra, fuente tradicional de la riqueza. Rusia necesitaba urgentemente atraer inversiones extranjeras, y el cambio en la diplomacia alemana iba a proporcionarle la oportunidad perfecta para conseguirlo. Por otra parte, la no renovación del Tratado de Reaseguro era una brecha clara en la red que había tejido Bismarck y Francia no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad. Para acercarse a un sistema político tan distante como el ruso tenía precisamente lo que San Petersburgo quería: capital privado en abundancia dispuesto a invertir en nuevas oportunidades de negocio. Así, en 1894 se llegó por fin al acuerdo y los dos países firmaron un tratado de alianza que satisfacía las aspiraciones de ambas partes. El capital francés fue empleado en el proyecto estrella de la industrialización zarista: la construcción del ferrocarril transiberiano, que debía prolongar la línea San Petersburgo-Moscú hasta Vladivostok, el gran puerto ruso en el Mar de Japón. El proyecto, empezado en 1891 y culminado en 1904, simbolizó el viraje de la política de expansión territorial rusa hacia Asia oriental, aunque en la corte del zar no podían imaginar todavía los graves problemas que traería esta política.

A pesar de su clamoroso error, el káiser seguía dispuesto a avanzar en su proyecto, que necesariamente debía tener una dimensión mundial. En el resto de los gobiernos europeos estas ambiciones comenzaban a levantar recelos, aunque algunos líderes o no se enteraban o no querían dar a Alemania el estatus que reclamaba. En palabras de Briggs y Clavin, «Guillermo II estaba fascinado por la Weltpolitik [política mundial] apoyada en el poderío naval que le recomendaban alguno de sus consejeros, sobre todo el almirante Alfred von Tirpitz, mientras que Delcassé [ministro francés de Asuntos Exteriores] simplemente creía que Alemania era el “enemigo hereditario” de Francia». Efectivamente el nuevo medio que ideó el káiser fue el de dotar a Alemania de un poderío naval equiparable al de Gran Bretaña. En 1898 Tirpitz presentó al emperador un proyecto para que se construyese una flota de combate en el Mar del Norte que si no pudiese llegar al tamaño de la británica por lo menos tuviese las dimensiones suficientes para que el enemigo se lo pensase dos y más veces antes de lanzar un ataque. Ese mismo año se aprobó el proyecto mediante una ley naval y Alemania comenzó a construir buques de guerra con una tecnología superior a la de los buques británicos, unos buques que presentaba como necesarios para proteger sus colonias y su comercio. Eran del tipo llamado Grosser Kreuzer o Schlachtkreuzer (crucero de batalla), tan potente como un acorazado clásico pero más rápido, y durante la contienda se mostrarían en muchas ocasiones superiores a los navíos británicos en el uno contra uno.

La preocupación de Gran Bretaña no dejaba de crecer, agravada además porque había abandonado hacía tiempo el fomento de su agricultura para centrarse en los sectores clave de la modernización económica, lo que había llevado a que el abastecimiento de los alimentos necesarios para la nutrida población del archipiélago se hiciese por mar. Ahora Alemania se estaba dotando de un arma poderosa con la que no sólo podía amenazar su posición dominante en los océanos, sino que empezaba a no ser tan descabellado que en caso de guerra pudiese estrangular o incluso interrumpir el abastecimiento de alimentos a las islas. La inquietud llegó hasta tal punto que poco a poco se fueron venciendo los temores a un progresivo acercamiento a Francia, con la que se habían producidos roces coloniales en los años anteriores. Pese a unos intentos torpes e infructuosos de la diplomacia alemana para atraerse a Gran Bretaña, esta firmó con Francia en 1904 un tímido acuerdo diplomático, la llamada Entente Cordiale, que en principio se limitaba a que los firmantes se comprometían a prestarse apoyo mutuo contra protestas de terceras partes. Inmediatamente los franceses intentaron profundizar el acuerdo aviniendo a su nuevo amigo con su aliado de Europa oriental. Sin embargo Rusia estaba recelosa, ya que en 1902 Gran Bretaña había firmado un acuerdo de alianza con Japón, su directo rival en Extremo Oriente. Las cosas no tardarían mucho en cambiar: la tensión en esta zona acabó degenerando en una guerra ruso-japonesa en 1904 que, sorprendentemente para las potencias europeas, ganaron los nipones (que destruyeron la flota rusa en Tsushima y obligaron a los rusos a acudir a la mediación norteamericana para firmar la paz en 1905). En el interior la derrota sirvió de catalizador del descontento y se produjo el primer movimiento revolucionario que vivió Rusia en el siglo XX. Lo delicado de la situación no dejaba más remedio al zar Nicolás II (en el trono desde 1894) que buscar un mayor refuerzo exterior que por lo menos le quitase parte de la presión política a la que se veía sometido. En 1907 Londres y San Petersburgo se avinieron a resolver sus diferencias y firmaron un convenio que les ligaba diplomáticamente. A partir de este momento, a la Triple Alianza que había forjado Bismarck se oponía una Triple Entente, más informal en sus términos que la que respaldaba a Alemania, pero que suponía la sepultura definitiva del sistema bismarckiano. ¿Sería capaz el nuevo sistema de alianzas rivales de mantener el equilibrio en las relaciones internacionales? Sólo la evolución de los próximos años podría aportar respuestas a la pregunta que bullía en todas las cancillerías europeas del momento.

UN CONTINENTE VÍCTIMA DE LA ANSIEDAD

Estos últimos movimientos no cayeron nada bien en Berlín, donde se comenzaba a elaborar un discurso crítico con Gran Bretaña, a la que se acusaba de estar tejiendo una red para dejar a Alemania diplomáticamente aislada. Con la intención de debilitar a la Triple Entente se tomó la decisión de poner a prueba su solidez. En marzo de 1905 el káiser se descolgó con una de las que acabaron siendo sus características salidas de tono: se trasladó en un buque de guerra alemán hasta Tánger, donde desembarcó y pronunció un encendido discurso a favor de la soberanía e independencia del sultán de Marruecos. El incidente diplomático hizo saltar chispas en Europa, ya que Francia tenía una importante presencia en el reino marroquí y numerosos intereses económicos. Entonces el káiser exigió una conferencia internacional (a la usanza de Bismarck) para solventar el problema que él mismo había creado. Se celebró finalmente en Algeciras en 1906 y reunió a las grandes potencias. En ella Alemania pudo comprobar lo contraproducente que había resultado su iniciativa: mientras que se quedaba sola al obtener sólo el apoyo de Austria-Hungría, Francia vio reconocida su situación privilegiada en Marruecos. Al final el intento de debilitar a la Entente había acabado haciéndola más sólida. Todavía en 1911 insistiría en la misma estrategia al provocar otra crisis en Marruecos, enviando el cañonero Panther hasta Agadir en un momento en el que el sultán se veía acorralado por una revuelta interna y tuvo que pedir ayuda a Francia. La presencia del buque alemán, en teoría para defender los intereses alemanes en la plaza, estuvo a punto de ocasionar otro choque con Francia que finalmente se pudo salvar gracias a que esta estuvo dispuesta a ceder a Alemania parte de sus posesiones en el Congo. Pero la tensión que ocasionó este nuevo roce en África, que fue entendido como un chantaje alemán para obtener compensaciones territoriales coloniales, saturó la paciencia en las cancillerías de la Entente.

Para entonces a Extremo Oriente y el norte de África se había sumado un nuevo escenario en la creciente escalada de tensión internacional. La península Balcánica era un mosaico de pueblos, lenguas y religiones que llevaba décadas siendo foco de intermitentes crisis. La profunda decadencia del Imperio otomano había alimentado las ansias de independencia de los pueblos de la península que a lo largo del siglo XIX habían alimentado sucesivas guerras. Al comenzar el siglo XX Grecia, Montenegro, Serbia y Rumanía eran ya independientes, Bulgaria era un principado autónomo bajo soberanía turca y Bosnia-Herzegovina había sido ocupada por Austria-Hungría, que la administraba también bajo la supuesta soberanía de Constantinopla. Los otomanos conservaban una franja de tierra desde Albania y el norte de la actual Grecia hasta el área de los Estrechos que separaba Europa de Asia. Aunque a finales del siglo XIX se había llegado a cierta tranquilidad, aquel cóctel político altamente inestable comenzó a agitarse por diversos motivos. El primero de ellos era que Rusia, tras su derrota frente a Japón, había tenido que abandonar su política expansionista en Extremo Oriente. Si quería seguir creciendo territorialmente sólo podía hacerlo a costa del Imperio turco en el Cáucaso y, sobre todo, los Balcanes. Esta era una zona en la que siempre había tenido interés puesto que su flota (con base en el Mar Negro) sólo podía acceder al Mediterráneo a través de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos y porque desde hacía décadas apoyaba a los pueblos eslavos de religión ortodoxa en su lucha contra Turquía por la independencia. Eran pueblos a los que consideraba étnicamente cercanos, una especie de ramas menores del gran árbol eslavo cuyo tronco era Rusia y que, en una fase de nacionalismo militante, tenía en el paneslavismo uno de sus temas recurrentes. Como culminación de esta línea política, los zares llevaban un siglo proclamando su deseo de incorporar Constantinopla a su imperio en una afirmación que mezclaba intereses geoestratégicos, económicos y nacionalistas, además de cierto espíritu romántico de cruzada.

Pero la expansión de la influencia rusa en los Balcanes chocaba directamente con la otra gran potencia de la zona, el Imperio austro-húngaro, que llevaba tres siglos extendiéndose a base del territorio que ganaba a los sultanes otomanos. Además, la causa paneslavista que proclamaba San Petersburgo era lesiva para su estabilidad interna, ya que en su seno incluía a eslovenos, croatas y, desde 1878, bosnios. Los vínculos lingüísticos, culturales y étnicos de estos pueblos eran muy fuertes con los serbios, que desde 1903 habían adoptado una política nacionalista más radical, desarrollando el proyecto de fundar un reino de los eslavos del sur (o yugoslavos) que reuniese a todos estos pueblos. Un último elemento de inestabilidad vendría de la propia Turquía, donde una serie de protestas internas protagonizadas por la población urbana y el ejército llevó al poder en 1908 al grupo reformista conocido como Jóvenes Turcos. Tras obligar al sultán Abdul Hamid II a reabrir el Parlamento promulgaron una Constitución y emprendieron un enérgico programa de reformas que revitalizase el imperio. El gobierno de Viena temía perder a raíz de este cambio la administración de Bosnia, por lo que declaró precipitada y unilateralmente su anexión, ocasionando una profunda indignación en Serbia y la protesta formal de San Petersburgo. Esta iniciativa fue la chispa que desencadenó una serie de acontecimientos que aceleraron la descomposición de la autoridad turca en Europa: el príncipe Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha de la también eslava Bulgaria proclamó su independencia adoptando el título de zar Fernando I y Grecia se anexionó la isla de Creta. Los Jóvenes Turcos, impotentes, se limitaron a deponer al sultán y a reemplazarlo por su hermano, Mehmed V.

Pero las cosas no quedaron ahí; la caja de Pandora se había abierto y no iba a resultar fácil cerrarla. El problema se reactivó en 1911, cuando Italia declaró la guerra a Turquía con objeto de hacerse con el territorio de Tripolitania (actual Libia), el último reducto de soberanía otomana en el norte de África, y con las islas del Dodecaneso, a un tiro de piedra de la misma costa turca. Los turcos fueron derrotados con rapidez, y Grecia, Serbia y Bulgaria unieron sus fuerzas para aprovechar la ocasión de repartirse lo que quedaba de territorio otomano en Europa (salvo Tracia oriental, la región circundante a Constantinopla). Tras la victoria no se llegó a un acuerdo de reparto: Bulgaria reclamaba para sí Macedonia, que había conquistado Serbia, y esta reclamaba Albania para conseguir una salida al mar. En 1913 Serbia, Grecia, Rumanía y la propia Turquía se unieron contra Bulgaria en la llamada Segunda Guerra de los Balcanes, derrotándola y procediendo a un nuevo reparto territorial (Bulgaria no obtuvo Macedonia y Albania fue proclamada reino independiente). El fruto de cambios tan rápidos no podía ser menos prometedor: turcos y búlgaros quedaron insatisfechos con el resultado de unas guerras por las que se consideraban directamente perjudicados, mientras que los serbios seguían promoviendo la agitación a favor de la formación de un Estado de los eslavos del sur que amenazaba directamente el imperio de los Habsburgo. Necesariamente la correlación de fuerzas resultante tenía que ser provisional. No habría que esperar mucho tiempo para comprobarlo.

LA CARA OSCURA DE LA MODERNIDAD

Aunque la competencia entre las potencias europeas en los terrenos económico y político fue en buena medida el motivo de roces sucesivos que llevaron a un deterioro del clima internacional, esto sólo no explica de por sí el estallido de la guerra en 1914 ni el clima de entusiasmo con que fue acogido en la mayoría de las ciudades europeas. Existieron toda una serie de condicionamientos culturales y psicológicos que fueron responsables de un estado de ánimo proclive a la guerra en la Europa de comienzos del siglo XX. Dentro de estos uno de los más importantes fue el desarrollo de un nacionalismo agresivo en las diferentes potencias europeas. El revanchismo francés, el paneslavismo ruso o el nacionalismo yugoslavo propugnado por Serbia eran sólo algunas de sus manifestaciones. Pero no era algo exclusivo de estos países. A las versiones agresivas del nacionalismo tradicional de las grandes potencias había que sumar el nacionalismo disgregador propugnado por las minorías étnicas de los grandes imperios multiculturales europeos (el austro-húngaro y el ruso sobre todo). En muchas ocasiones ambas ideas se mezclaban. Un buen ejemplo de ello fue el pangermanismo defendido por Alemania que por un lado propugnaba la protección de las poblaciones de habla y cultura alemana dispersas por Europa oriental (básicamente en los Balcanes y en territorio del Imperio ruso) así como el destino imperial de Alemania que se tenía que plasmar en su misión mundial sólo alcanzable mediante la revisión del reparto colonial. Otro de los ejemplos más significativos fue el del nacionalismo polaco, ideológica y organizativamente muy activo desde principios del siglo XIX y que aspiraba a refundar el antiguo reino de Polonia a partir de sus territorios entonces repartidos entre el Imperio alemán, el ruso y el austro-húngaro.

Además fueron estas unas décadas en las que la ideología nacionalista tendió a identificar rasgos culturales (como la lengua y la religión) con otros biológicos (color de piel y rasgos fisiológicos) en buena medida como resultado de la vulgarización de algunas de las más importantes teorías científicas de las décadas anteriores. En este proceso de desvirtuación de la ciencia tuvo un papel destacado la teoría de la evolución, que dio origen al denominado «darwinismo social» que proponía aplicar automáticamente las leyes de la evolución a los grupos sociales, étnicos y nacionales. El resultado fue uno de los cuerpos doctrinales más nocivos del siglo. En palabras del historiador alemán Hagen Schulze, esta teoría aseguraba que «de acuerdo con su concepción básica, la ley de la naturaleza es la lucha de todos contra todos, la paz es la ilusión del débil, en el mejor de los casos una pausa para tomar aliento en la eterna lucha por la existencia, y sólo sobrevivirá el superior en fuerza y moral». Era por tanto un germen de racismo y odio potencialmente muy destructivo. A comienzos del siglo XX su concepción era básicamente aplicada a los estados (se hablaba de la competencia entre las razas alemana, italiana, británica, francesa…) pero sólo unas décadas más tarde las variantes étnicas de estos presupuestos fueron la excusa para cometer horribles matanzas.

Otro indicador de la predisposición de la sociedad europea de entonces al conflicto bélico era la amplia corriente de inconformismo que afectaba a amplios sectores sociales y culturales. En buena medida los movimientos de profunda renovación cultural surgidos entonces respondían a este malestar. Así, los futuristas, con el escritor Filippo Marinetti a la cabeza, habían acuñado el eslogan «la guerra, único remedio para el mundo» (y él mismo afirmaría sobre el estallido de la contienda mundial que fue «el más bello poema futurista jamás escrito»). Asimismo entre los jóvenes el deseo de escapar a los cauces establecidos en una sociedad anquilosada y frustrante se hacía claramente patente. En una encuesta sobre la juventud efectuada en Francia en 1913 en la que se consultaba sobre la posibilidad del estallido de un conflicto, se registró la respuesta «es preferible la guerra a esta eterna espera». De una forma similar se expresaría en su diario el escritor alemán Ernst Jünger (que sirvió en el ejército imperial durante la guerra y que en 1914 tenía diecinueve años): «Por haber crecido en una época de seguridad, todos anhelábamos lo inusual, el correr grandes riesgos… la guerra iba a proporcionarnos esa poderosa, potente y sobrecogedora experiencia». Se trataba de expresiones de quienes intentaban avanzar en una sociedad bloqueada que si bien había obtenido destacadísimos logros, mostraba una impotencia clara para aportar soluciones vitales a muchos de sus ciudadanos que se veían atrapados en las contradicciones que planteaba. Este conjunto de tensiones internas alimentaban un clima social en el que se veía la guerra como una posibilidad factible e incluso para algunos, deseable. Como el tiempo se encargaría de demostrar, lo que finalmente plantearía a toda la sociedad europea esa guerra que era sólo una conjetura en 1913 iría mucho más allá de las experiencias excitantes que anhelaba la juventud de entonces.

SARAJEVO: UN PRETEXTO PARA LA GUERRA

El 28 de junio de 1914 el heredero de la corona de Austria-Hungría visitaba oficialmente la capital de Bosnia-Herzegovina, Sarajevo. El archiduque Francisco Fernando acudía acompañado de su mujer, la condesa Sofía von Chotek, que no había recibido el título de archiduquesa cuando, tras un largo noviazgo, el emperador autorizó la boda con el heredero, sino que era objeto de notorias vejaciones en la corte imperial: su matrimonio se consideraba morganático, sus hijos fueron excluidos de la línea sucesoria y no podían llevar el apellido paterno —usaban el apellido Hohenberg, por un título ducal que el emperador otorgó a la condesa— y en las exequias que siguieron al magnicidio pusieron sobre su féretro un abanico, para denotar que su rango era el de simple dama y no el de archiduquesa. Precisamente la visita a Sarajevo fue la primera ocasión, tras quince años de matrimonio, en que el archiduque logró autorización del emperador para que su esposa figurase en un acto oficial. Se trataba de un acto que pretendía elevar el prestigio de la Corona y plasmar su atención preferente al último territorio que había incorporado a su imperio. El heredero era conocido por tener una actitud receptiva hacia los problemas nacionalistas que amenazaban su unidad, y en varias ocasiones había expresado su deseo de encontrar una solución que permitiese un encaje satisfactorio de las nacionalidades no reconocidas en la Constitución del imperio. Sin embargo la fecha elegida no fue especialmente considerada. Se trataba del día de San Vito, que en el calendario nacionalista serbio tenía una especial significación, al rememorarse la batalla de Kosovo de 1389, en la que los serbios se habían enfrentado al avance otomano. El anuncio de la visita fue mal acogido entre los grupos ultranacionalistas de Serbia y, pocos días antes de que esta se efectuase, tres jóvenes (Nedeljko Cabrinovic, Trifko Grabez y Gavrilo Princip) cruzaron la frontera serbia pertrechados con varias bombas y pistolas, y cápsulas de cianuro para suicidarse si los capturaban. Pertenecían al movimiento de la Joven Bosnia, pero para el atentado se habían puesto a las órdenes del grupo Ujedinjenje ili Smrt («Unificación o Muerte») mejor conocido como Crna Ruka («Mano Negra»), una de las más radicales organizaciones terroristas clandestinas que habían surgido tras la crisis de 1908 con el propósito de lograr la unidad yugoslava mediante la violencia y cuyo cabecilla era el jefe de los servicios secretos serbios, el coronel Dimitrievic, alias Apis.

Su misión no era otra que la de asesinar al archiduque, objetivo que no les resultó nada fácil. El primer intento que realizaron aquella mañana consistía en arrojar bombas sobre el automóvil abierto del archiduque, para lo que seis terroristas se apostaron a lo largo del recorrido, con la idea de ir arrojando sus artefactos sucesivamente, hasta que se lograra el objetivo homicida. Pero cuando vieron que una mujer acompañaba a Francisco Fernando los cinco primeros conspiradores tuvieron escrúpulos morales y no lanzaron sus bombas. El sexto, Cabrinovic, sí la tiró, pero sin convicción. Falló. El artefacto rebotó en la capota plegada y estalló a continuación hiriendo a dos personas que viajaban en el coche que les seguía en la comitiva y a veinte espectadores del público congregado. En un momento posterior de la visita el archiduque insistió en interesarse personalmente por el estado de los heridos, por lo que abandonó la recepción oficial que le esperaba en el ayuntamiento y volvió a la calle, prácticamente sin protección policial. Su automóvil se extravió y fue a parar casualmente delante de Gavrilo Princip, que aprovechó para dispararles cuando ya pensaba que la tentativa había fracasado. Sus disparos alcanzaron al heredero en el cuello y a su mujer (que estaba embarazada) en el abdomen. Ninguno de los dos sobrevivió (Princip aseguró que el segundo disparo no estaba destinado a la condesa, que seguramente intentó cubrir con su cuerpo a su esposo, sino al gobernador militar de la plaza). Ninguno de los dos magnicidas logró suicidarse pese a ingerir sendas cápsulas de cianuro, ya que este se encontraba en mal estado y había perdido su poder letal.

La noticia voló por Europa, llegando de forma inesperada a todas las capitales. A esas alturas buena parte de la alta sociedad europea se había retirado ya a pasar el verano a la Riviera, Biarritz o a los afamados balnearios de Marienbad, Karlsbad o Baden Baden, cuando se conoció el magnicidio. La situación que se generó era grave, pero en ningún caso se pensó que fuese a degenerar en un incidente que obligase a interrumpir el descanso estival. De hecho los magnicidios eran algo a lo que Occidente estaba acostumbrado: en 1898 había muerto asesinada la emperatriz Isabel de Austria-Hungría (la célebre Sissi, mujer del emperador Francisco José), el rey Humberto I de Italia en 1900, el presidente estadounidense William McKinley en 1901, en 1903 el rey Alejandro I de Serbia, en 1912 el presidente español José Canalejas… la lista era larga, y todos ellos habían caído víctimas de terroristas de signo anarquista o nacionalista. Ninguna de estas crisis había desembocado en una guerra y, pese al auge de la tensión internacional, se confiaba en las buenas labores de la diplomacia para solucionar el problema. Como señalan Briggs y Clavin, «se resolvieron mediante arbitraje más contenciosos en los últimos veinte años del siglo XIX que en los ochenta anteriores, y hubo más de cien arbitrajes entre 1904 y 1914».

Pero esta ocasión no iba a ser una más. La paciencia de Viena se había agotado. En la capital de la monarquía dual (nombre por el que también se conocía al imperio de los Habsburgo) se venía asistiendo cada vez con más alarma a las soflamas nacionalistas yugoslavas de la vecina Serbia. Como señala el historiador Steven Beller, «Serbia llegó a ser considerada como un centro de poder alternativo para los eslavos del sur, como Piamonte había sido para Italia […] La combinación de aspectos exteriores y nacionales hizo aparecer a Serbia, por lo menos a los encargados de formular la política de los Habsburgo, como una amenaza a la misma existencia de la monarquía». Ahora esa amenaza se concretaba y atacaba el mismo corazón del imperio, su sucesor. Pese a que las relaciones del emperador con este eran malas (era su sobrino y había excluido a sus hijos de la sucesión por haber contraído matrimonio morganático) y ni siquiera acudió a su entierro en Viena, el gobierno austríaco no estaba dispuesto a adoptar por eso una actitud conciliadora. Además se habían recibido informaciones de que el gabinete serbio presidido por Nikola Pasic había tenido noticia de lo que iba a suceder y el 2 de julio se conoció que los terroristas habían mantenido contactos con los servicios secretos serbios. Ahora Austria estaba dispuesta a eliminar de una vez por todas la amenaza serbia pero para poder hacerlo necesitaba asegurarse el apoyo alemán. Se envió una delegación diplomática a Berlín, donde el día 5 el canciller Theobald von Bethmann Hollweg le transmitió la resolución del káiser de apoyar a Austria en su castigo a Serbia incluso si esto conllevaba una guerra con Rusia, que previsiblemente se alinearía con su protegido balcánico. A este respaldo alemán se le ha llamado tradicionalmente el «cheque en blanco» a Austria-Hungría que, sorprendentemente, tardó mucho en decidir si lo empleaba o no. Esta tardanza fue esencial para que la percepción de la situación cambiase radicalmente: a medida que pasaban los días la indignación por un acto terrorista injustificable se fue enfriando y la posibilidad de una represalia austríaca se iba percibiendo cada vez más como un abuso de poder de una gran potencia hacia un país pequeño. Por fin, el 23 de julio Viena envió al gabinete de Belgrado un ultimátum de cuarenta y ocho horas en el que se exigían unas duras concesiones para no ir a la guerra y que incluían permitir que agentes austríacos investigasen en suelo serbio las conexiones de los terroristas con los servicios secretos. El pánico cundió en el gobierno serbio, que se vio inclinado a aceptar el ultimátum, pero entonces Rusia hizo explícito su apoyo. Después de la derrota contra Japón y de haber tenido que aguantar la anexión austríaca de Bosnia como un revés en su política balcánica, San Petersburgo percibía que su posición de potencia internacional peligraba si se cedía más terreno ante Viena. Finalmente el gobierno de Pasic envió una respuesta el 25 aceptando con matices todos los puntos del ultimátum salvo el relativo al que exigía la intervención de oficiales austríacos en la investigación en suelo serbio. Al día siguiente Austria-Hungría declaró insatisfactoria la respuesta serbia, movilizó parcialmente al ejército y dos días después, declaraba la guerra.

Fue en ese momento, en esos últimos días de julio y primeros de agosto, cuando el clima general de Europa empezó a cambiar. La historiadora Barbara W. Tuchman describió así el estado de ánimo que se generó entonces: «El espectro de la guerra se erguía en todas las fronteras. Asustados repentinamente, los gobiernos luchaban por aniquilarlo. Pero en vano. Los estados mayores, dominados completamente por sus esquemas, esperaban la señal para ganarle una hora de partida a su oponente. Atemorizados ante las perspectivas que se ofrecían ante ellos, los jefes de Estado, que en última instancia eran los responsables del destino que se cernía sobre sus respectivos países, trataron de dar marcha atrás, pero la fuerza de los hechos los empujaba hacia delante». En esos días Nicolás II y Guillermo II llegaron a intercambiar diez telegramas, algunos de tono desesperado como este que envió el zar el día 29: «En este momento tan grave, apelo a ti para que me ayudes. Se ha declarado una guerra innoble a un país débil. La indignación de Rusia, que comparto por completo, es inmensa. Preveo que muy pronto la presión a la que me veo sometido acabará abrumándome y me veré obligado a tomar medidas extremas que conducirán a la guerra. Con la única intención de evitar una calamidad de tal magnitud como sería una guerra europea, te suplico que, en nombre de nuestra mutua amistad, hagas cuanto esté en tu mano para impedir que tus aliados vayan más lejos». Aunque la actitud del káiser parece que en estos días estuvo también dominada por el temor a las consecuencias de una guerra, la situación se había vuelto incontrolable. En cada país los intereses creados y una parte importante de las opiniones públicas presionaban para que se llegase a las armas. Los mandos militares, por su parte, apremiaban para tomar la iniciativa, puesto que los cálculos de todas las potencias señalaban que las alianzas rivales tenían una capacidad militar muy similar. En aquella situación mover ficha el primero podía equivaler a tomar una ventaja decisiva para romper el empate.

Ante la falta de frutos de los intentos de mediación, el 30 de julio Rusia movía ficha y decretaba un desplazamiento general del ejército hacia la frontera con Alemania y Austria-Hungría. El motivo de esta decisión era el convencimiento de que si definitivamente estallaba la guerra tardaría mucho más en movilizar sus fuerzas que Alemania, ya que su red ferroviaria no estaba tan desarrollada como la alemana. Aunque fue una táctica defensiva Alemania lo interpretó como una agresión y al día siguiente presentó un ultimátum para que en doce horas los rusos diesen marcha atrás. Ante la falta de respuesta Alemania declaró la movilización general el 1 de agosto y Francia (que había mantenido ya conversaciones con San Petersburgo y le había declarado su apoyo incondicional) hizo lo propio, lo que los alemanes tomaron como una declaración formal de guerra. La maquinaria bélica se había puesto en marcha. Alemania exigió el día 2 a Bélgica que le dejase paso franco a sus tropas camino de Francia. Ante la negativa belga el día 3 Alemania declaraba la guerra a Francia y lanzaba una campaña de invasión sobre Bélgica.

Pero Bélgica estaba protegida por un tratado de neutralidad de 1839 y que habían suscrito las potencias europeas, por lo que Alemania estaba violando flagrantemente la legalidad internacional. Esto ocasionó la intervención definitiva del Reino Unido. A lo largo del mes de julio había intentado mediar entre los países implicados en la crisis de Sarajevo, pero con sus dos aliados ya en guerra y con Alemania rompiendo sus compromisos internacionales más elementales, el gobierno del primer ministro Herbert H. Asquith lanzó un ultimátum a Alemania para que retirase a sus tropas de Bélgica. Ante la falta de respuesta, el día 4 Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania y así, de forma precipitada y con la sensación de no saber muy bien cómo, las grandes potencias del momento se veían inmersas en una guerra europea a gran escala. A partir de entonces los dos países beligerantes de la Triple Alianza —Italia se mantuvo al margen del conflicto, para entrar luego en el otro bando— pasaron a ser conocidos con el nombre de «potencias centrales», mientras que los de la Entente fueron denominados sencillamente «aliados». Lo que vendría a continuación no podía ser nada bueno. Así lo adivinó el ministro de Asuntos Exteriores británico Edward Grey, cuando la noche de aquel 4 de agosto dijo, mientras contemplaba las luces de los despachos de Whitehall: «Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas antes de morir».

UN PLAN PARA LA VICTORIA

Sin embargo la guerra despertó el entusiasmo de las masas en las ciudades europeas. Según Briggs y Clavin, «los furgones de reparto del periódico berlinés Tägliche Rundschau eran asaltados por muchedumbres ansiosas de noticias de la respuesta serbia al ultimátum austro-húngaro, y el rechazo de Serbia a las exigencias austríacas fue recibido con alborozados gritos en dialecto berlinés: “Et jeht los!” (¡Ya está!)». Se desató un furor patriótico que produjo alegres manifestaciones en las grandes ciudades y avalanchas de voluntarios dispuestos a alistarse. El único llamamiento coordinado para la paz fue el protagonizado por la Segunda Internacional, que solicitó a los partidos socialistas de Europa que movilizasen a los obreros con el fin de que se resistiesen a participar en una guerra imperialista que sólo beneficiaría a los grandes capitalistas. Fue un rotundo fracaso. Tan sólo el Partido Socialista de Serbia secundó el llamamiento entre los de los países que entraron en guerra aquel verano. Mientras, los periódicos socialistas franceses proclamaban a los cuatro vientos que «la patria, seno de todas las grandes revoluciones, la tierra de los derechos y la libertad, está en peligro». Respondían así a la llamada del presidente de la República, Raymond Poincaré, a forjar una union sacrée («unión sagrada») de todos los partidos en un gobierno de concentración en la hora de mayor necesidad de la nación desde 1870. Tampoco el numeroso Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) se resistió a la entrada del Imperio en la guerra y apoyó las iniciativas de concentración nacional impulsadas desde el gobierno. La marea del nacionalismo agresivo que desde finales del siglo anterior venía anegando la cultura europea alcanzaba así su mayor logro político, el de toda una generación dispuesta a inmolarse por la patria y la consecución de su pretendido destino.

Pero no fue sólo el entusiasmo popular el que empujó a los gobiernos a la guerra. La precipitación (de Austria-Hungría y de Rusia) propició un acelerón en la escalada de la crisis y se fue extendiendo entre los ejecutivos de todos los países la sensación de quedar atrapados en su propia red, que les empujaba a la guerra. Especialmente en Alemania, donde el káiser y el ejército eran muy conscientes de que tendrían que soportar en buena medida el peso de las operaciones militares (Austria-Hungría era militarmente débil e Italia se había negado a entrar en la espiral de amenazas alegando que la Triple Alianza era un acuerdo sólo defensivo). En estas circunstancias tomar la delantera era vital para no sucumbir al primer golpe. Esa fue la razón de que una vez que Rusia movilizase sus tropas Berlín se aprestase a presentar este movimiento como una agresión, lo que le justificaba para poner en marcha su plan de guerra. Este había sido elaborado por el que hasta 1906 fue su jefe del Estado Mayor, Alfred von Schlieffen, y se basaba en las consideraciones clásicas de la estrategia alemana. La base era que en caso de guerra el Imperio alemán se vería atacado por dos frentes (Francia y Rusia), por lo que era indispensable acometer rápidamente contra el enemigo que presentase menos dificultades para, una vez derrotado, volver el ataque contra el otro frente. A la hora de decidir contra cuál de los dos enemigos marchar primero la preocupación básica resultó ser el tamaño de los ejércitos. El clima de tensión internacional creciente de los años de preguerra había llevado a todas las potencias a lanzarse a una carrera de armamentos para estar preparadas en caso de que llegase el conflicto. Pero la disponibilidad de tropas no podía ser igual para todos. Por el propio peso de la demografía, la gran preocupación de Alemania era Rusia, que podía movilizar grandes cantidades de población masculina que había pasado por el servicio militar obligatorio, mientras que Francia tenía un crecimiento de población mucho menor y por tanto menos capacidad de movilización. Por ello se decidió que el primer objetivo debía ser Francia.

Después de la derrota de 1871 y debido a que se consideraba que la inviolabilidad belga sería respetada, los estrategas franceses habían levantado las defensas en la frontera con Alemania. Schlieffen basaba la efectividad del golpe en dos puntos: atraer a las fuerzas francesas al interior alemán retirándose de Alsacia y Lorena como señuelo y atacar por el norte atravesando Bélgica para, continuando por el oeste, hacer un movimiento envolvente que permitiese marchar sobre París desde el interior cuando el grueso de las tropas francesas estuviesen penetrando en Alemania. Por ello se denominó a esta estrategia la «puerta giratoria»: todos los ejércitos se moverían en sentido contrario a las manillas del reloj, lo que permitiría a los alemanes dar el golpe de gracia primero. El plan de operaciones se basaba en la clásica pinza de Aníbal en la batalla de Cannas, pero con dimensiones continentales, y durante décadas había sido ensayado cientos de veces en los Kriegsspiele (juegos de la guerra) del muy científico Estado Mayor alemán, hasta alcanzar una precisión que, en sus movimientos iniciales, se mostraría extraordinaria.

Fue la ansiedad por poner en práctica este plan lo que precipitó el ultimátum alemán a Bélgica: los alemanes entendían que la guerra era ya inevitable y necesitaban pasar por su territorio para atacar rápidamente. La solicitud de permiso sólo obedeció a un último intento desesperado de evitar la intervención británica y la negativa belga no dejó otro camino que proceder a una invasión que, por supuesto, había sido planeada. Fue entonces cuando comenzaron las operaciones y fue el ejército alemán el que tomó la iniciativa invadiendo Bélgica. En principio el proyecto del jefe del Estado Mayor alemán, Helmuth von Moltke (sucesor de Schlieffen), era llevar a cabo el plan de su antecesor de forma fulminante, lo que él mismo denominó una «batalla sin mañana». Para ello contaba con que el ejército belga, de tamaño reducido, no sería capaz de detener el choque y que Gran Bretaña no podría enviar pronto un ejército al continente. Esta tenía la armada más importante del mundo pero el grueso de su ejército residía en la India, ya que la política tradicional británica impedía tener un ejército permanente acantonado en las islas. En los años anteriores tan sólo se había previsto la formación de un pequeño cuerpo expedicionario por si estallaba la guerra en Europa. Moltke, confiado, varió el plan previsto reforzando la frontera germanofrancesa con una fuerza superior a la prevista inicialmente. Sin embargo eso no modificaba sus expectativas; si todos los beligerantes esperaban que la guerra acabase rápidamente, él estaba dispuesto a ser quien diese el primer y definitivo golpe.

SE ALZA EL TELÓN

La entrada en escena del ejército alemán dejó atónita a Europa. El principal escollo en la penetración en Bélgica era la fortaleza de Lieja, una de las defensas más sólidas del mundo. Fue tomada con una combinación espectacular de asedio clásico, bombardeo aéreo (el primero de la historia) desde un dirigible y el uso de formidables cañones de calibres nunca vistos movilizados sobre la vía ferroviaria. La batalla de Lieja fue el primer acto de la arrolladora capacidad destructiva de la guerra industrial, que en los años siguientes demostraría su potencia aniquiladora sin precedentes. El 20 de agosto Bruselas se declaraba ciudad abierta para evitar su destrucción. Cinco días más tarde Lovaina no tendría tanta suerte, siendo pasto de las llamas el maravilloso patrimonio histórico-artístico que la ciudad había atesorado gracias a la riqueza de su universidad medieval. Con ello se demostraba que la campaña no se centraría sólo en objetivos militares. La destrucción de la memoria y los signos de identidad del enemigo también eran una forma de golpearle más allá del daño físico, la sevicia moral pasaba a ser así un arma más del arsenal de la guerra moderna. El paso hacia la frontera francesa quedó expedito pese a que el dominio del pequeño país llevó al ejército alemán unas semanas valiosísimas. Los belgas desarrollaron estrategias de sabotaje y resistencia pasiva ante el avance enemigo que fueron respondidas con una contundencia despiadada por los invasores. El recuerdo del alto coste en vidas militares que tuvo la resistencia civil durante la guerra franco-prusiana y la impaciencia por imponer rápidamente el dominio sobre el territorio dieron pie a toda una serie de abusos (incluyendo las matanzas de civiles) que ocasionaron la primera gran oleada de refugiados de la guerra. En el Reino Unido la campaña de prensa y propaganda sobre los excesos del militarismo alemán en Bélgica fue una de las bases para el apoyo popular a la guerra y el alistamiento masivo (más de un millón de voluntarios lo hicieron en agosto de 1914). En palabras del historiador Álvaro Lozano, «lo que los belgas ofrecieron con su valor a los aliados no fueron ni dos semanas ni dos días, sino una causa y un ejemplo».

Para entonces ni británicos ni franceses se habían quedado quietos. El comandante en jefe francés, Joseph Joffre, reaccionó intentando poner en práctica el plan de ataque (llamado «Plan 17») que preveía un asalto en Alsacia-Lorena. Pero los alemanes (en contra de lo planificado por Schlieffen) habían asentado varios ejércitos para hacer frente a una ofensiva francesa en la frontera. Los ataques de Francia fueron rechazados. Al tiempo el gobierno británico había comenzado a trasladar a la Fuerza Expedicionaria Británica (conocida por sus siglas inglesas, BEF, bajo las órdenes del mariscal sir John French) al continente. Los alemanes pensaron que el trayecto que se habían fijado había quedado desprotegido: los franceses estaban concentrados en su frontera oriental, por lo que el norte estaba abandonado a lo que quedaba del ejército belga y a las reducidas fuerzas británicas. El 23 de agosto, en Mons, se produjo el primer encuentro entre las fuerzas británicas y el muy superior en número primer ejército alemán, mandado por el general Alexander von Kluck. Este descubrió lo grave que había sido minusvalorar la fuerza británica, que fue capaz de contener su avance aquel día. Sin embargo el resultado fue provisional, ya que las fuerzas aliadas tuvieron que reagruparse para organizar una defensa coordinada y el avance alemán no fue detenido.

Entonces Moltke, que había instalado su cuartel general en Luxemburgo, ordenó a Kluck proceder a la maniobra envolvente sobre París. Pero este temía quedar aislado del grueso de tropas alemanas en territorio enemigo, por lo que desvió su curso hacia el sudeste. Pretendía así mantener el contacto con el segundo ejército, comandado por el general Karl von Bülow, que había quedado rezagado. Como había sucedido en 1870, el gobierno francés tuvo que hacer las maletas para retirarse a Burdeos el 29 de agosto, París estaba en peligro. Pero el resultado de la estrategia alemana fue confuso. Cuando el nerviosismo cundía por la proximidad del enemigo los franceses tuvieron conocimiento gracias a un reconocimiento aéreo (tal fue la primera modalidad en que se emplearon los aviones durante la guerra) de que Kluck había dejado al descubierto su flanco, pudiendo penetrar por allí las fuerzas aliadas y separarle definitivamente del segundo ejército. La distracción fue aprovechada por Joffre para reagrupar fuerzas usando las conexiones ferroviarias de la capital. La ofensiva aliada comenzó el 6 de septiembre y tres días más tarde los alemanes tenían que emprender la retirada. Es la que se conoció como batalla del Marne, que los aliados llamaron «milagro» puesto que lograron desbaratar la ejecución del Plan Schlieffen pese a su inferioridad. Este resultado fue posible debido a los puntos débiles alemanes: a medida que avanzaban en terreno enemigo la logística era cada vez más complicada (mientras que los aliados usaron hábilmente el nudo ferroviario de París) y las comunicaciones inalámbricas entre los dos ejércitos y con el cuartel general sufrieron fallos. Los aliados mostraron una mayor capacidad de reacción, incluso llegaron a movilizar en seiscientos taxis parisinos a tres mil soldados de infantería, que partían de la explanada de Los Inválidos hacia el frente de batalla en el río Marne.

La bronca en Berlín fue monumental, y el alto mando alemán reaccionó sustituyendo a Moltke por el ministro de Guerra, Erich von Falkenhayn, que intentó relanzar la ofensiva. Ordenó a sus ejércitos desplegar una maniobra envolvente por el norte para rodear a los aliados. Pero Joffre demostró de nuevo sus reflejos ordenando a su subordinado, el general Ferdinand Foch, que efectuase una contraofensiva similar a la de los alemanes. Aquella dinámica degeneró en lo que se ha llamado «la carrera hacia el mar», en la que las tropas comenzaron a marchar hacia el canal de la Mancha en un intento de no quedar bloqueadas en el frente y poder avanzar. Falkenhayn intentó desesperadamente cortar dicha carrera atacando el extremo norte de los destacamentos aliados en la plaza flamenca de Ypres, defendida por la BEF. La ofensiva duró entre el 30 de octubre y el 11 de noviembre, finalmente los alemanes tuvieron que retirarse de nuevo. La operación había fallado y en diciembre el gobierno francés pudo volver a París. El resultado militar fue que ambos ejércitos tomaron posiciones a lo largo de una línea que comenzaba en el canal de la Mancha y terminaba en los Alpes, en la que procedieron a excavar un intrincado sistema de trincheras que permitiese la defensa a largo plazo frente a los ataques del enemigo, ya fuesen de artillería o de infantería. Ninguno de ellos pensaba por aquel entonces que se pasarían cuatro años metidos en aquellas ratoneras conectadas por un laberinto de corredores semisubterráneos y que los movimientos en el recién nacido frente occidental iban a ser mínimos.

¡QUÉ VIENEN LOS RUSOS!

Si la guerra en el oeste se activó desde inicios del mes de agosto, en la frontera de las potencias centrales con Rusia no tardó mucho más en comenzar. Los rusos debían solidarizarse con sus aliados para desviar parte de la presión alemana, concentrada en Bélgica y Francia. Por la misma razón Austria-Hungría debía solidarizarse con Alemania y correr en buena medida con la defensa frente a Rusia mientras que el esfuerzo alemán siguiese concentrado en el frente occidental. De hecho sólo había quedado el VIII Ejército alemán para hacer frente a la previsible ofensiva rusa. El Estado Mayor germano había calculado, con su característica precisión, que los rusos tardarían seis semanas en movilizar sus fuerzas, pero sorprendieron a los alemanes haciéndolo en dos semanas. Los generales del zar decidieron aprovechar esa ventaja y atacar. Pero por presiones internas que reclamaban ayudar a Serbia además de a Francia, el zar se vio obligado a dividir su ejército en dos: uno de ellos combatiría a Alemania en el norte (en la región de Prusia oriental) y el otro a los austríacos en Centroeuropa (en la región de Galitzia). Los primeros resultados fueron prometedores para los rusos: el primer ejército (dirigido por el general Pavel Rennenkampf) obtuvo una sonada victoria en Gumbinnen el 15 de agosto, mientras que el segundo (mandado por el general Alexander Samsonov) atacó el flanco sur de los alemanes, ocasionando el repliegue de todo su ejército. Lo alarmante de la situación hizo reaccionar al Estado Mayor alemán que puso a la cabeza de las tropas del frente oriental al mariscal de campo Paul von Beneckendorff von Hindenburg, que diecisiete días después de empezar la guerra fue llamado de su retiro para salvar la apurada situación. Se le adscribió como jefe de Estado Mayor al general Erich Ludendorff, que había destacado por su brillantez en el cerco de Lieja. Ludendorff estaba considerado el mejor estratega de Alemania, y era en él en quien confiaba el alto mando para que solucionase la situación en el este, pero era un simple Generalmajor (general de brigada), y el mando del frente debía desempeñarlo un Generaloberst (general de ejército o capitán general). No se le podía ascender tres grados de golpe porque eso repugnaba al sentido jerárquico del ejército alemán, y encima tenía una carencia, la partícula «von» delante del apellido que caracterizaba al junker, el miembro de la nobleza militar prusiana, la clase que dominaba la estructura castrense.

La conjunción de los dos militares no pudo obtener mejores resultados. En opinión de Lozano, «Hindenburg proporcionó estabilidad, autoridad y nervios templados. Ludendorff aportó energía, ambición e imaginación. […] Ambos compartían un descomunal ego y una gran ambición. Hindenburg admitió que “eran un matrimonio feliz”». La contraofensiva que lanzaron contra los rusos fue de un éxito arrasador, logrando una victoria brillante cerca de Grünfliess del 26 al 30 de agosto. Para darle mayor significación, la acción fue rebautizada como batalla de Tannenberg, rememorando otra acontecida en 1410 en la que los caballeros teutónicos habían sido derrotados por polacos y lituanos. Así, la victoria tomaba resonancias de venganza contra los eslavos, que fue redondeada con otra una semana más tarde en las cercanías de los Lagos Masurianos. Hindenburg se vio elevado a la categoría de héroe nacional, al tiempo que comenzaba con Ludendorff la que sería una de las colaboraciones militares más brillantes de toda la historia. Irónicamente, entre los profesionales de la estrategia, a Hindenburg le apodaban «mariscal Was sagast Du?» (¿Tú qué dices?), porque era lo que decía, volviéndose hacia Ludendorff, cada vez que le consultaban una cuestión militar.

Mientras, los austríacos no lograban elaborar un plan de ataque coherente. Por un lado no podían desatender el castigo a Serbia (la opción favorita del jefe de su Estado Mayor, Franz Conrad von Hötzendorf), pero debían prestar apoyo a los alemanes durante la ofensiva occidental para aliviar la presión de los rusos. Con un ejército mal preparado, anticuado y mermado por las diferencias nacionales Conrad decidió atender varios frentes a la vez: lanzó una infructuosa campaña sobre Serbia y atacó por dos flancos a los rusos, por el norte en la Polonia rusa y por el este en la región de Galitzia. Los resultados fueron desastrosos, las bajas resultaron enormes y pronto se vio en la tesitura de tener que pedir ayuda militar a Alemania. Esta pudo responder finalmente con un ataque sobre Varsovia, mientras los austríacos continuaban luchando con los rusos en Lodz y lanzaban una campaña de invierno a través de los Cárpatos para recuperar la fortaleza de Przemysl, que también fracasó. Para entonces el balance no podía ser peor para la potencia que había embarcado a Europa en la contienda.

Al acabar 1914 las cifras de la guerra ya eran espeluznantes. Sólo en agosto se habían movilizado a seis millones de hombres para acudir al combate y en el mes de diciembre las bajas (de civiles y de militares) se contabilizaban por cientos de miles, sin que se adivinase una ventaja clara de ninguno de los contendientes. Las mentes más aventajadas de Europa ya barruntaban lo que estaba pasando en realidad y la futilidad del conflicto. Un excelente periodista ruso de nombre Lev Trotski escribía por entonces: «Ahora viene una guerra y nos muestra que todavía andamos a cuatro patas sin salir del estadio bárbaro de nuestra historia. Hemos aprendido a llevar tirantes, a escribir inteligentes editoriales y a fabricar chocolate con leche, pero cuando tenemos que decidir seriamente una cuestión relativa a la coexistencia de unas cuantas tribus en una rica península de Europa, nos sentimos impotentes para encontrar otra vía que no sea una mutua matanza masiva».

WELTKRIEG (GUERRA MUNDIAL)

Aunque en Europa los planes de victoria iniciales de Alemania se vieron empañados, no todo estaba fiado a lo que pasase en el viejo continente. Uno de los objetivos de las potencias centrales para lograr un golpe efectivo contra los aliados consistía en intentar desestabilizar sus imperios coloniales. Para ello iba a resultar básica una herramienta que los alemanes llevaban preparando largo tiempo. Desde la década de 1880 Alemania había ido acercándose diplomáticamente al Imperio otomano, en una maniobra disimulada y discontinua que no logró evitar las suspicacias de Gran Bretaña y Rusia. El káiser había visitado Constantinopla en 1889 y 1898, los alemanes se habían hecho con la concesión del proyecto para extender la línea de ferrocarril Berlín-Constantinopla hasta Bagdad (lo que había despertado recelos británicos) y en la década de 1880 los turcos ya habían solicitado asesoría militar a Alemania para modernizar su ejército. Esta petición se repitió después de la llegada de los Jóvenes Turcos al poder, que en 1913 pidieron el envío de una nueva misión militar alemana —Enver Pachá, el principal dirigente del movimiento, había estudiado en Alemania—. Aunque el gobierno del sultán permaneció cauto ante los acontecimientos que se precipitaron en el verano de 1914 (ya bastante habían perdido en los años anteriores), el káiser tenía clara la intención de desestabilizar el equilibrio mundial involucrando al Imperio otomano en la guerra. Como él mismo afirmó entonces: «Nuestros cónsules y agentes en Turquía y en la India […] deben encender en todo el mundo musulmán una implacable rebelión contra esta odiosa, falsa, mentirosa y sin escrúpulos nación de tenderos, pues aunque tengamos que desangrarnos hasta morir, Inglaterra ha de perder por lo menos la India».

Las negociaciones diplomáticas avanzaron en el verano y Turquía entró en el juego rápidamente, persuadida de que el alineamiento con los beligerantes era inevitable y de que si apoyaba a Gran Bretaña o si esta vencía, apostaría por la desmembración del Imperio otomano para proceder a su reparto. La puesta en escena del acuerdo fue, siguiendo el estilo alemán, por lo menos llamativa. Dos buques de guerra alemanes, el poderoso Schlachtkreuzer (crucero de batalla) SMS Goeben, al que se unió el crucero ligero SMS Breslau, lograron burlar el bloqueo británico en el Mediterráneo y llegar hasta Constantinopla el 12 de agosto. Los británicos eran los proveedores oficiales de la marina turca pero, al estallar la guerra, se habían negado a entregar dos barcos que había encargado el gobierno del sultán (por miedo a ponerlos en manos de un enemigo en potencia). El 29 de octubre los dos barcos alemanes, ahora con bandera turca, bombardearon el puerto ruso de Odesa, en el Mar Negro. En los días siguientes se sucedieron las declaraciones de guerra de Rusia, Francia y Gran Bretaña, al tiempo que los turcos emprendían una campaña en el Cáucaso contra Rusia. Esta era la más perjudicada por la entrada de Turquía en el conflicto, ya que se cerró la zona de los Estrechos al comercio internacional, por lo que se veía privada de una de sus principales vías de aprovisionamiento marítimo. Al tiempo Gran Bretaña veía amenazada su principal vía de comunicación marítima con la India, el canal de Suez. Los designios del káiser se habían puesto en marcha y había comenzado su Weltkrieg (guerra mundial).

Pero los británicos reaccionaron rápidamente e intentaron sacar provecho de la adversidad. En noviembre de 1914 declararon oficialmente la anexión de la isla de Chipre a su imperio y en diciembre decidieron regularizar su ocupación de Egipto convirtiéndolo en un protectorado. Prometieron a los rusos la entrega de Constantinopla en caso de victoria y dieron un paso decisivo para acercarse a los campos petrolíferos de Mesopotamia comenzando una invasión del país desde el golfo Pérsico con una fuerza del ejército de la India, que tomó Basora el mes de noviembre. La guerra acababa de comenzar en el que iba a ser otro de sus escenarios predilectos, Oriente Próximo.

Aunque en el territorio otomano Alemania tenía cancha en la que desarrollar su juego, en sus colonias el partido acabó pronto. Los aliados se coordinaron para apoderarse con celeridad de las colonias alemanas, para lo que se encontraron con la inesperada colaboración de Japón. La naciente potencia oriental declaró la guerra a Alemania el 23 de agosto con la intención descarada de hacerse con sus posesiones asiáticas y del Pacífico: entre septiembre y noviembre cayeron en sus manos sucesivamente las islas Marianas, Carolinas y Palau y la concesión china de Qingdao. Por su parte fuerzas australianas y neozelandesas se hicieron con Nueva Guinea Alemana. Las colonias alemanas en África fueron objeto de ataques por parte de los aliados desde el primer momento. Como recuerda el historiador británico Niall Ferguson, «los primeros tiros disparados en tierra por tropas británicas el 12 de agosto de 1914, apuntaron a la estación inalámbrica alemana en Kamina, en Togolandia». Efectivamente, Togo fue la primera en caer (ese mismo mes), a la que seguirían África sudoccidental (actual Namibia) en 1915 y Camerún en 1916. Al acabar la guerra la única colonia alemana que seguía bajo soberanía de la metrópoli era África oriental (actual Tanzania), donde la brillante defensa planteada por el coronel Paul von Lettow-Vorbeck logró mantener en jaque a los contingentes británicos enviados para rendirle. Pero todavía quedaban escenarios nuevos para que se desarrollasen las campañas y contendientes nuevos que se podían sumar a la orgía de sangre que se había desatado, y el año 1915 iba a ser pródigo en ambas cosas.